Cuando nadie aplaude, pero igual importa

«La manera de hacer es ser».

-Lao Tsé

Queridos(as) lectores(as):

Hay días en los que la sensación de inutilidad pesa más que cualquier carga física. Esos días en los que nos preguntamos: ¿Para qué sigo escribiendo si nadie comenta? ¿Para qué ayudar si nadie lo nota? ¿Para qué hacer algo si parece que todo se pierde en el vacío? Nos han vendido la idea de que el valor de lo que hacemos está condicionado a la respuesta de los demás, a la validación inmediata, al reconocimiento público. Si no hay eco, parece que lo hemos hecho no tiene importancia. Pero la realidad es otra. Existen obras que han cambiado la historia y que fueron ignoradas en su tiempo. Hay gestos de bondad que nunca son aplaudidos pero sostienen el mundo.

Lo que hacemos, aunque parezca insignificante, tiene valor. Albert Camus, Hannah Arendt, Sigmund Freud, Fiódor Dostoievski y San Juan de la Cruz, entre muchos más, nos han enseñado que no es el aplauso lo que da sentido a nuestras acciones, sino la esencia de lo que hacemos, el acto mismo de hacer. Este encuentro de hoy es un recordatorio de eso. Un manifiesto contra la desesperanza, un llamado a seguir empujando la roca, aunque nadie lo vea. Porque incluso en la aparente invisibilidad, cada acción deja una huella. Aunque no la notemos. Aunque el mundo permanezca en silencio.

El espejismo del reconocimiento

Vivimos en un mundo que nos ha condicionado a medir el valor de lo que hacemos en función de la respuesta externa. Si no hay likes, comentarios o una muestra desesperada de aplausos, parece que lo hecho se diluye en la nada. Terminamos el día cansados, fatigados, hasta frustrados, con la pregunta inquisitiva e insistente: ¿para qué hago esto? Tal como comentaba al principio, nos han enseñado que la validación externa es la confirmación de que lo que hacemos importa. Pero, ¿y si el valor de las cosas no dependiera de su eco inmediato, sino de su propia existencia?

En un tiempo donde todo es fugaz, donde la inmediatez dicta el éxito de una publicación, de una idea o incluso de una vida, olvidamos que hay cosas cuyo impacto es silencioso. No todo tiene que viralizarse para ser significativo. La historia está llena de artistas, escritores y pensadores que nunca fueron reconocidos en vida, pero cuya obra marcó generaciones posteriores. ¿Eran menos valiosos entonces? ¿O es que hemos perdido la capacidad de ver el valor en lo que no se mide en cifras? Claramente me dirán que, sobre todo hoy en día, se requiere de cierta validación a modo de pago. Porque, claro, nadie vive de gracias o de aplausos. Pero la pregunta es: ¿y si lo estamos enfocando mal? Quizá la respuesta nos ayude a ver dónde hacer mejor las cosas… y con quién.

Sísifo y la felicidad del absurdo

Albert Camus nos da una pista con El mito de Sísifo (1942): un hombre condenado a empujar una roca cuesta arriba sólo para verla caer, una y otra vez, para volver a hacer la más dinámica por toda la eternidad. En apariencia, su labor es absurda. No hay triunfo, no hay recompensa. No hay un final glorioso ni una moraleja optimista. Sin embargo, Camus nos suelta un golpe directo: «hay que imaginar a Sísifo feliz». ¿Por qué? Porque el acto en sí mismo ya es suficiente. Porque el valor no está en la meta, sino en el movimiento. Hacer por hacer, amar por amar, crear por crear, sin esperar más que el proceso mismo.

En esta lógica, la insistencia en continuar, aunque parezca inútil, es en sí misma un acto de rebelión contra un mundo que nos quiere productivos, pero no necesariamente plenos. Si seguimos haciendo lo que nos apasiona, aunque parezca que nadie lo nota, estamos desafiando la idea de que sólo lo visible merece existir. Muchas veces cargamos con el peso muerto de mandatos de la infancia que son, irónicamente absurdos: «si no logras esto, está mal», «si para cuando tengas tal edad no has hecho esto…», y un largo bla bla bla. Aquí habría que preguntarnos la finalidad de ello: ¿inspirar o meter miedo?

La vita activa y el poder de lo pequeño

Hannah Arendt, en su concepto de la vita activa, nos recuerda que no todo lo que hacemos tiene que trascender en grande. A veces, las pequeñas cosas—como escribir un post que sólo lee una persona, preparar café en la mañana, o incluso regar una planta—son lo que nos ancla al mundo. El acto es el valor, no la reacción que genera.

En un mundo obsesionado con el impacto, olvidamos que la grandeza está en los detalles. La comida que alguien preparó con amor, aunque no reciba elogios. La conversación que sostuvimos con un amigo, aunque no haya cambiado el rumbo de la Historia. La lectura que alguien hizo en silencio y que resonó en su interior, aunque nunca lo comente. Cada acción es un pequeño ladrillo en la construcción de algo más grande, incluso si nunca vemos la estructura completa.

Seamos como los niños: ellos juegan, aunque nadie más entienda a qué

Sublimación y la necesidad de hacer

Desde el Psicoanálisis, Freud hablaba de la sublimación: transformar lo que nos duele en algo creativo. No siempre podemos controlar lo que sentimos, pero podemos elegir qué hacer con ello. Escribir aunque nadie lea, hablar aunque parezca que nadie escucha, crear aunque nadie reconozca. No porque el mundo lo exija, sino porque nosotros lo necesitamos. Pero también hay un sentido que sólo cada uno de nosotros puede (y debiera) ver. El psicoanalista argentino, David Nasio, lo dice de la siguiente manera: «El acto de crear es la capacidad de dejar de llorar el objeto amado perdido».

Cuando escribimos una carta, un poema, dibujamos en una servilleta, cantamos a todo pulmón en la regadera, etc., estamos creando, estamos haciendo por nosotros. Aquí entra la importancia de hacer por el simple hecho de hacer. Porque el acto creativo, el esfuerzo y la entrega son en sí mismos terapéuticos. Son una forma de procesar lo que nos pasa, de darle estructura a lo que de otra forma sería caos. Y en ese hacer, encontramos significado, más allá de la validación externa.

La fe en lo invisible de Dostoievski

Fiódor Dostoievski lo supo siempre. En Los hermanos Karamázov (1880) nos deja una idea demoledora: «No hay nada más hermoso, profundo, simpático y razonable que Cristo. Si alguien me demostrara que Cristo está fuera de la verdad, preferiría quedarme con Cristo que con la verdad». Esto no es sobre religión en sí, sino sobre la fe en lo que hacemos, aunque parezca invisible. Es curioso que, como humanos que somos, siempre estemos esperando que las respuestas a las preguntas que nos hacemos, siempre vengan de afuera. Hemos ido perdiendo la capacidad de escucharnos, de cuestionarnos las cosas, nos hemos perdido en el mar de los demás.

El acto de ayudar, de servir, de amar, de escribir, de crear, tiene peso, aunque no nos den las gracias. Hay cosas que, aunque no se ven, sostienen el mundo. El amor de una madre que nunca se exhibe. El sacrificio de alguien que nunca será reconocido. La enseñanza que un maestro deja en un estudiante sin saberlo. Lo que hacemos, incluso si parece que nadie lo nota, tiene un efecto que trasciende más allá de lo inmediato.

La noche oscura del alma y la persistencia del hacer

San Juan de la Cruz hablaba de la Noche oscura del alma, ese momento en el que todo parece vacío, donde Dios parece ausente. Pero en ese vacío también hay algo: la persistencia. Hacer sin certezas, seguir aunque todo parezca en silencio. Muchas veces estamos esperando que ciertas personas respondan a nuestro llamado. Pienso, por ejemplo, en las veces que queremos compartir algo en Facebook, algo que nos parece divertido, interesante y, por qué no, preocupante. Pero pasa el día y nadie interactúa con nosotros en dicha publicación.

¿No les importa? ¿Por qué no dicen nada? Y muchas preguntas de ese estilo nos desbordan constantemente. Hasta que alguien participa, un alguien inesperado, es cuando nos damos cuenta que no somos invisibles. Esa es una llamada de la vida a abrirnos más en los círculos que solemos tener. A veces, el eco tarda en llegar. Otras veces, nunca lo oímos, pero está ahí. No todo impacto es visible, no toda respuesta es inmediata. Si el acto mismo de hacer nos llena, entonces no ha sido en vano. Es como cuando recordamos el: haz el bien sin mirar a quién. Nunca somos, ni seremos, verdaderamente conscientes de lo que podemos generar no sólo de manera directa, sino también indirecta, en los demás, incluso en los que ni siquiera imaginamos.

Hacer aunque nadie responda

Entonces, si hoy sienten que lo que hacen no tiene impacto, recuerden esto: no todo eco es inmediato, no toda huella es visible. Escribir, hablar, crear, ayudar, aunque parezca que nadie responde, importa. Hay quienes leen y no comentan, quienes sienten y no expresan, quienes reciben sin decirlo. Y eso está bien. Por eso es que hago este espacio para ustedes, porque aunque rara vez se animen a comentar o me regalen un like, es lo de menos, mientras les ayude, me doy por bien servido. Claro, uno agradece (y debe hacerlo) cuando los demás valoran lo que hacemos, cuando comparten nuestras cosas, pero también es importante saber ser los que valoramos y compartimos lo que somos y lo que hacemos.

Porque al final, como diría Camus, hay que imaginar que lo que hacemos es suficiente. Aunque el mundo no lo diga en voz alta. Ya que si nosotros no nos damos el valor que tenemos, nadie más lo hará. No podemos estar esperando que todo llegue y se nos dé, porque no siempre es así. Y bueno, como dice una amiga: «Si no me hecho porras yo misma, estoy jodida esperando que alguien más lo haga». Y sí, cuesta, pero es importante hacerlo.

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