Unas palabras para tu tristeza

«¿Y quién puede saber lo que es reír y vivir bien, si antes no sabe lo que es batallar y vencer?»

-Friedrich Nietzsche

Queridos(as) lectores(as):

A modo de una carta que no lleva nombre, ni lugar, ni fecha, quiero compartirles unas palabras porque sé, que como todos en el mundo, hay veces que la tristeza corroe el corazón. Pero también sé que no hay nada más hermoso que sentir que le importamos a alguien y que sus palabras se vuelven parte de la esperanza necesaria para combatir esos «negros episodios» que la vida también nos tiene.

Abro mi corazón y estas palabras son para ti:

Qué tal, amigo(a), ¿por qué lloras, por qué te duele tanto? Empecemos por decir que alguien antes cuidó tu corazón y hoy sientes como si alguien más lo hubiera roto. ¡Qué descuido! Pero está bien, es momento de que llores, de que lamentes lo que tanto te pesa en tu ser. Hazlo, porque así como cuando hay momentos para reír, cantar y hasta bailar de alegría, hay algunos que son para permitir que las lágrimas y el llanto manifiesten el dolor que cargamos. Siente la confianza de que nadie más que tú comprende lo que te está pasando. Eso te servirá para cuando te cuestiones «por qué es que nadie me entiende». Habrá muchos que quizá no te abracen ni te hablen, pueden ser ciertos en decir que no saben qué expresar o qué hacer para ayudarte a sentirte mejor. Es que les falta creatividad, trata de comprender eso. Y si no es así y sólo notas que hay una indiferencia hacia ti, que así sea: no hay mejor enseñanza que la que viene del error y del dolor. Ya sabrás con quiénes cuentas «en las buenas, pero sobre todo en las malas». Pero no albergues culpa alguna, no te culpes por esas reacciones de los demás. Insisto, nadie más que tú sabe lo que te está doliendo. Llora, abraza una almohada, toma un vaso de agua. Haz lo que tengas que hacer, pero no te niegues lo que estás viviendo.

Llegará un momento en el que las lágrimas sólo limpiarán tu rostro, haciéndote recordar que la ternura también vive en tu corazón. No te detengas a pensar escenarios de soledad, porque realmente no existen. Sucede que a veces uno no sabe distinguir entre las estatuas del jardín y los amigos del alma. Aprende a ver la Verdad y a escucharla. No tienes lo que dices querer, realmente tienes o tendrás lo que necesitas. Confía en Dios, en la vida, en los demás. Ponle el nombre que quieras, pero confía. Las tormentas en el mar son un contratiempo, pero pasarán y el barco podrá seguir adelante. Cuánto quisiera poder decirte todo esto y estar frente a frente, compartiendo un momento tan sagrado contigo; momento en el que tu corazón te hace recordar que eres humano, no una pieza de metal fría e insensible. ¡Es que no tienes que ser fuerte siempre ni para todo! ¡Qué dichoso(a) serás cuando aprendas a decir «hasta aquí, no puedo más» y te permitas buscar ayuda! Verás que la encontrarás, y te aseguro que muchas veces te sorprenderá recibirla de quienes menos esperas.

Ay, amigo(a), en verdad que te entiendo. Somos soledades que nos encontramos. Y es cierto que hay ocasiones en las que por muy acompañados que estemos, sólo sabremos sentir nuestra soledad con todo su peso. Es momento de recordar que en esta vida te tienes a ti. Aprovecha ese encuentro que la vida te regala y atrévete a ser sincero(a) contigo mismo(a). Es momento de que comiences a pensar en ti. ¿Qué necesitas? ¿Qué quieres? Podrá ser que nunca sepamos lo que queremos con exactitud, pero te apuesto a que si se te antoja un chocolate, hablar con alguna amistad, salir a pasear a tu perro, ¡puedes hacerlo! No te castigues negándote un poco de placer en ese momento tan displacentero. Ya suficiente cargas con el dolor del mundo como para que hagas más pesado el momento con tu propia severidad y restricción. En verdad que quiero estar contigo y ver cómo una hermosa sonrisa se escapa y se va afianzando en tu mirada. Sé que no es difícil hacerte sonreír. Porque lo mereces, ¡tantas veces que ni tú te lo imaginas! Pero para que puedas saberlo, primero tienes que aceptar lo que estás viviendo. En el llanto uno está haciendo un poderoso llamado al corazón de los demás. Habrá quienes respondan enseguida, otros que tardarán un poco, algunos que no entiendan y otros tantos que ni se quieran enterar. Calma, no olvides que todos cargamos con dolores que muchas veces, por miedo a seguir sufriendo, no compartimos. Genera en ti el amor que necesitas y no olvides brindarlo cuando veas que alguien te necesite aunque no sepa tu nombre ni tú el suyo.

Querido(a) amigo(a), ¿te das cuenta que aunque no estemos juntos, participamos de un maravilloso encuentro en el que te estoy escribiendo sin conocerte y tú imaginas mi voz que se convierte en un tierno abrazo para ti? Así pasa cuando los humanos nos aceptamos como tales. Hoy por ti, mañana por mí. Que nunca falten las palabras de amorosa esperanza, ¡pero que siempre sean acompañadas por las acciones que inmortalizan los más bellos sentimientos! Te escribo con todo mi amor y cariño, sin conocer tu nombre, sin saber de dónde eres ni cuándo leas esta carta que es tuya, porque quiero que sepas que en verdad no estás solo(a), que a veces las cartas llegan sin tener en ellas un destinatario determinado.

Te abrazo, te acompaño, te escucho.

¡Sonríe! ¡Qué bien te ves así!

Atte.

Héctor Chávez Pérez

psichchp@gmail.com

Nota breve sobre el duelo

Queridos(as) lectores(as):

Una disculpa sincera por llevar un tiempo sin subir encuentros, pero he andado ocupado con unas cosas personales. Hace unos días, me encontré con una ex alumna. Debo de decir que me dio gusto que ella me reconociera entre tantos cubrebocas. Me contó que va a la mitad de la carrera de Psicología y que espera luego poderse formar como psicoanalista. «Es su culpa, ¿sabe?» -me dijo sonriendo-. Y me sentí contento con esa «culpa».

En un momento, ella recibió un mensaje en su celular y el rostro alegre se transformó en un escenarios de lágrimas y tristeza. Le pegunté qué pasaba y sólo me pudo decir «pasó, ya no está aquí mi abuelito». Le acababan de notificar que había fallecido su abuelo. No pude brindarle un consuelo apropiado por la inmediatez de la situación, pero sólo me pude despedir y desearle que el proceso pasara a su modo y a su tiempo.

Cuando hay duelo, yo vuelvo

Hace tiempo, en mi propio análisis, estaba llevando a sesión mi duelo por la muerte de mi papá. Mi psicoanalista, Mario, a quien debo un agradecimiento eterno por su amabilidad y generosidad en cada una de sus devoluciones, me hizo notar que llegué a decir «cuando hay duelo, yo vuelvo». Parece algo sencillo, pero si nos detenemos a pensarlo, el duelo es en sí un volver. Un sentimiento tan fuerte que nos hace volver una y otra vez a la ausencia de aquella parte de nosotros que ha muerto con la persona amada.

Ciertamente, el duelo es uno de los temas más recurrentes en la clínica. Los psicoanalistas estamos «haciéndonos cayo» ante esas situaciones, pero hay algo con lo que tenemos que tener especial cuidado: no volvernos fríos. De hecho, como bien resalta mi querido Gabriel Rolón en su libro El Duelo (cuando el dolor se hace carne), «no todo el que tiene un título habilitante está capacitado para ejercer el Psicoanálisis. No basta estudiar, hacer una carrera y recibirse. Tampoco alcanza con haber llevado adelante un profundo análisis personal. El analista es, antes que nada, un artesano cuyas herramientas son el conocimiento, la escucha, la intuición y la capacidad de mirar cara a cara el padecimiento ajeno sin huir de él ni caer en la tentación del consuelo».

En otras palabras, hay que dejar que el analizando (paciente) vuelva a sí, que experimente todo lo que está sintiendo sin que le interrumpamos. Quizá algo más sencillo: dejarle ser en su dolor. Pero con el cuidadoso trato que no le haga sentir una indiferencia, al contrario, existe un vínculo muy fuerte en ese momento y un «llora, aquí estoy, que acá te escucho» puede ser un regalo de amor y ternura en un momento de dolor y amargura.

Aunque duela, que nos duela

La época actual nos enseña, a veces de modo forzoso, que debemos escapar de todo aquello que no nos guste. No es nuevo que el dolor esté en esa lista. ¿A quién le gusta sufrir y que no sea masoquista? Pero, una vez más, volvemos a la importancia que tiene no negar la vida por el hecho de que nos duela lo que está pasando. Pensemos por un momento: el dolor está aquí, lo siente mi cuerpo, lo siente mi alma, ¿qué hago? Hagamos lo que hagamos, el dolor sólo se irá cuando se tenga que ir. Para ello necesitamos trabajarlo, aceptarlo y confrontarlo. Hay dolores que, por desgracia, no tienen fecha de caducidad (por así decirlo), y nos conducen poco a poco a la muerte. Eso es parte de la vida.

Esto último ha abierto varios frentes respecto a la eutanasia y a su práctica. Pero no hablaremos de ello en este encuentro. Es importante recordar que el dolor es un sentir que nos permite volver a nosotros, porque ante la ajetreada vida que llevamos día con día, muchas veces parece que tenemos que darnos un golpe para que nos acordemos de nosotros. La enfermedad de nuestro tiempo bien podría ser el egoísmo, pero habría que definirlo de otra manera, porque irónicamente, al ser egoístas nos olvidamos también de nosotros.

Para finalizar, el duelo es una ocasión de un retorno a nosotros mismos, que nos insta a no perdernos en la multitud, ya que de hecho aunque haya quienes están pasando el mismo duelo, no lo viven de la misma manera. El duelo es algo meramente subjetivo, por lo que no hay que apresurarlo, no hay que evitarlo, en todo caso hay que abrir el corazón a ese dolor y permitir que, con el paso del tiempo, cada «vuelta» a nosotros mismos con cada recuerdo, sea de un modo tierno y hermoso.

Y si el dolor no cesa, les invito a que busquen ayuda. Siempre habrá alguien dispuesto a escucharles. Nunca están solos.

Alimentar la esperanza

«La esperanza hace que agite el náufrago sus brazos en medio de las aguas aun cuando no vea tierra por ningún lado»

-Ovidio

Queridos(as) lectores(as):

Hace unos días recibí un mensaje de uno de ustedes. Agradezco la confianza y espero de corazón que encuentren la pronta y más certera solución a sus problemas. En dicho mensaje, una frase me cimbró en lo más profundo: «…¿en verdad valdrá la pena el dolor que vivo? ¿Qué nos queda?». En algún encuentro anterior, les compartí una anécdota que mi papá me contaba desde niño, me refiero a la de Alejandro Magno y que con gusto vuelvo a repetirles. Después de una batalla, uno de sus generales y más cercanos amigos, Perdicas, le cuestionó a Alejandro que siempre repartiera entre sus hombres los botines de los lugares conquistados y que él no se quedara con nada de ello, a lo que la respuesta del conquistador fue: «Mi amado Perdicas, yo me quedo con la esperanza».

Un muy querido amigo sacerdote siempre nos decía en sus sermones: «Las cosas pasarán, y eso será lo mejor». Cuando nos decía eso, nos hacía reconocer nuestra humanidad en el hecho de que el mañana es algo que está fuera de nuestras manos, en tanto que hay cosas en él que no dependen directamente de nosotros. La esperanza, por tanto, es dejar que pase lo que tenga que pasar y, a partir de ello, continuar. El «tú confía» va en dirección a que confiemos en nosotros mismos también, de que ya veremos qué hacer.

A la orilla del río

Cuando era niño, una amiga de mi mamá nos contaba a sus hijos y a mí muchas historias. En esta ocasión recuerdo con especial agradecimiento una. Es breve, por lo que también la quiero compartir con ustedes:

En un lugar allá por donde los sueños comienzan, un niño estaba sentado a la orilla de un hermoso río. Todos los días, después del colegio, el niño no podía descuidar el poder ir a ese lugar y sentarse por varios minutos. Lleno de curiosidad, un joven pescador se acercó al niño y le preguntó por qué siempre iba a sentarse al mismo lugar sin hacer nada más. El niño le contestó: «Es que estoy seguro que un día podré ver el mar». El pescador, entre el asombro y la burla, le dijo: «¡Vaya! ¿Pero cómo verás el mar si sólo te quedas aquí mirando este simple río?». «Ya lo verás -dijo con calma el niño-, un día sé que será». Pasaron los años y no se volvió a ver al niño. Un día, el pescador, que ya contaba con poco más de 50 años, vio llegar un navío hermoso a través del río. Maravillado, se acercó para verle mejor. Muchos eran los productos que traían en el barco. Entonces, vio bajar al capitán. «¡Qué hermoso barco, capitán!». El capitán, sonrió al verle y le contestó: «Gracias. Se lo agradezco. Y todo comenzó con la idea de ver un día el mar».

Este relato, nos habla de dos partes: en primer lugar la esperanza que las personas tienen y en segundo lugar, quienes están para intentar destruirla. El Corán tiene una parte en la que recuerdo que dice: «Aquellos que tienen grandes sueños y mantienen sus promesas, deberán estar listos para hacer grandes sacrificios». ¿Por qué será que el sacrificio va de la mano con el placer de la realización de metas y sueños? Porque no podría ser de otra manera. Recordando a Aristóteles, él sostenía que lo importante entre el punto A y el punto B es el recorrido o el proceso que hay entre ambos. Porque uno encuentra mayor beneficio por todo lo que aprende en el recorrido, y al llegar, llega con manos llenas.

La esperanza requiere no especular

El sociólogo alemán, Ivan Illich, decía que «debemos redescubrir la distinción entre expectativas y esperanza». Si hay cosas del mañana que no dependen de nosotros, tendríamos que entender que la expectativa es una suerte de exigencia al futuro. Queremos y deseamos tantas cosas, que por muy buenas y nobles que sean, no tienen que ser nada más porque sí. Solemos confundir muy a menudo la esperanza con la expectativa. Claramente, todos decimos que «sabemos» lo que sería lo mejor que podría pasar para nosotros, sin embargo, la lógica de la vida no funciona así (planteando que exista tal cosa). La esperanza es un recordatorio de que el mañana siempre nos dará algo, unos podrán decir que lo necesario, lo que tiene que pasar, y otros dirán que será lo peor, algo que lamentaremos después. La subjetividad es el distanciamiento de la Verdad en la mayoría de las veces. Y cada quien dirá lo que ya ha vivido proyectándolo al porvenir.

Pero no caigamos en la fina y delicada tentación de querer planear sobre el aire. La esperanza debe ser una apuesta por la vida. Pase lo que pase y como tenga que pasar. Los frutos se irán viendo, pero no olvidemos que hay frutos que se pudren o que no tuvieron el suficientemente tiempo para madurar. Lo importante en todo esto es que siempre habrá alguien más en el camino. Y ese alguien es un misterio. Ahora bien, si la esperanza no la encontramos, habrá que serla nosotros mismos, abrazando nuestra vulnerabilidad que nos hará descubrir nuestra humanidad y con ello la fuerza amorosa de la empatía y del servicio. Acá en México decimos «hoy por ti, mañana por mí». En la carrera de la vida, a cada uno de nosotros nos corresponde en algún momento ser relevo del otro.

No sabemos qué pasará, pero en esta existencia compartida, sabemos que solos no estaremos. Sólo hay que eliminar el nombre y el rostro, para poder acceder al otro desde la bondad. Y poder así alimentar la esperanza, no hay más.