Queridos(as) lectores(as):
En esta ocasión, aprovechando la gentileza y amabilidad de su lectura y apoyo a esta página, quisiera abrir el corazón una vez más y contar, a modo de un sencillo pero muy profundo homenaje, una pequeña anécdota que se convirtió para mí en una de las enseñanzas más valiosas de mi vida, y quienes son cercanos a mí o han tomado clases conmigo, saben que la comparto con especial alegría esperando también les ayude.
Fred Roldán, El señor teatro, o como le decía cariñosamente, «Fredplin» (pues lo comparaba con Charles Chaplin, ya que era de todo un poco en el escenario, pero también en la vida), fue para mí, igual que para muchos, no sólo un gran amigo, sino un maestro en todo lo relacionado con la actuación, y una figura paterna a quien he amado desde que le conocí cuando tenía yo apenas unos 15 años, hasta el momento en el que me avisaron que ya había fallecido hace unos días, pero que amaré en mis recuerdos hasta que yo ya no sea más.
Justo hace varios años, recuerdo muy bien, llegaba a encontrarme con un tal «Fred Roldán», y lo digo así porque había recibido una recomendación por parte de mi igualmente querido y amado «Goyo» Jimenez (el colombiano más mexicano de la Historia), de que si quería aprender teatro, no podía sino ser bajo la tutela de este hombre. Estaba nervioso y un tanto preocupado. Toqué a la puerta en el legendario Centro Cultural Roldán Sandoval y escuché detrás un «ya abro, espera, que no sé dónde están las llaves». Y al abrirse la puerta, pude ver a una persona maravillosa, porque justo Fred transmitía eso, tenía algo que nos apapachaba con su eterna sonrisa y amabilidad genuina en su mirada. «Así que vienes por parte de Goyito, ¡caray, qué gusto!». Nunca supe cómo es que se conocían.
Compartí con Fred mi admiración y amor por los dramas teatrales, mi gran interés en formarme como actor (a lo que él me contestó que estaba mal, porque era «vivir de actor»), y por poder perder el temor al escenario. A mi querido Fred le debo, en buena medida, mi desarrollo en el encuentro con los demás. Sus cursos de actuación jamás los olvidaré. Si bien es cierto que sólo participé con él en contadas ocasiones en sus maravillosas obras, tales como el mítico Pinocho (por ahí de 37 años en escena), él me decía: «Hectorito, no, quiero que descubras el mundo del teatro, desnuda tu alma en el escenario, sé tú, y luego vuelves aquí, tu casa, y me cuentas con detalle».
Un día, allá por 2009, recibí el llamado para formar parte de la obra Donde estés, amigo, de mi querida Sarah Goldsmith, y recuerdo que de tanta alegría que sentí en ese momento, me pasé de lado a mis papás y al primero que le avisé fue a Fred. Su alegría era quizá más grande que la mía. Pero llegó un momento de duda y me sentí incapaz de darle vida a Alberto, uno de los personajes principales de la obra. «¿Qué hago, Fredplin? -le preguntaba nervioso. A lo que Fred, sonriendo, me dijo: «Pues actúa siendo tú, ¿qué más?». El señor teatro era eso y todo lo demás, por lo que era casi imposible verlo fuera de su teatro, de su casa, en las noches porque «siempre había una misma historia que contar de manera distinta», cosa que siempre estuvo presente en su imperdible obra de teatro musical, Y llegaron las brujas, por lo que para mí fue maravilloso y sorpresivo verlo sentado en las butacas pegadas al escenario en el teatro en la noche del debut. Nadie aplaudió tan fuerte como mis papás y Fred al acabar. «Hectorito, bien, tu ángel te sonríe más que nunca».
Pasaron los años y mi carrera actoral se vio «frustrada» por mi etapa universitaria y comienzo en la vida laboral. Pero el contacto con Fred nunca. «Amigo querido, saludos y felices fiestas desde Nueva York», «…desde Londres», etc. Quizá ya no nos veíamos tanto como antes, pero siempre estábamos en contacto. Un día, recuerdo bien la enorme frustración que sentí cuando me rechazaron en un trabajo y que uno de los argumentos que me dieron fue «te hacemos un bien, porque la verdad no vemos cómo la armarías aquí». Mi ego estaba lastimado y profundamente herido. Mis papás estaban de viaje en aquel entonces y, de un momento, me saltó la idea de hablarle a Fred. «¿Qué pasa, Hectorito? Vente, vamos por un helado». Y eso hice, fui al querido teatro casa, le avisé que ya estaba afuera y salió para encontrarse conmigo. En la contra esquina fuimos a parar para tomarnos un helado y que le contara lo que había pasado. No quiero entrar en detalles sobre el lugar, pero me ilusionaba trabajar ahí y, según yo, tenía todas las cartas para hacer las cosas bien. «Ay, no, me duele verte así, no es justo», me decía. «Siento que fracasé en esta oportunidad, Fredplin». A lo que un serio Señor teatro, sin perder la sonrisa y ese brillo en sus ojos, me dijo:
«No, no, no digas eso pequeñín (en sarcasmo pues soy muy alto), porque no es cierto. ¿Recuerdas aquella vez que estabas nervioso por tu estreno? Sé que no te pagaron, cosa de la que nunca estuve de acuerdo, y que lo hacías por verdadero amor al arte, pero quizá es que no te dieron la oportunidad de sentir la compensación de tu pasión. Mira, este trabajo que haz perdido, será un mal y tedioso recuerdo. Pero, ¿sabes?, estoy más que seguro que vendrán cosas mejores para ti. Porque eso mereces. Sólo te voy a pedir un favor enorme, cuando recibas tu primer pago formal, no hagas otra cosa que ir a comprarte una lata de frijoles, regresas a casita, los abres, y así sin cebolla ni aceite, los calientas y te los comes. ¿Por qué? Porque van a ser los frijoles más ricos que habrás de comer en toda tu vida. Frijolitos deliciosos que te costaron, que nadie te regaló. Y verás que ese sabor siempre te acompañará a lo largo de tu vida».
(Ahorita estoy llorando sólo de recordar esto)
Esa enseñanza la llevé a cabo apenas recibí mi primer suelo en cierta editorial. Pasé a un 7 Eleven en la esquina de la calle de mi casa y me compré una lata de frijoles. Llegando, mi mamá me dijo: «Qué bueno que llegaste, ¿quieres comer? Hoy hice…», pero no la dejé terminar. Le mostré la lata de frijoles y ella entendió al primer momento lo que eso significaba para mí. Los calenté y me los comí… ¡no saben qué deliciosos! Hasta la fecha sigo recordando ese sabor en mi boca, pues la sencillez me dio un pasaje a lo glorioso. Le mandé la foto a Fred y su contestación fue: «Hectorito, querido amigo, bendiciones, hoy salgo más contento por ti a bailar con Cruelena».
Querido Fred:
Me duele de una manera indescriptible el saber que no voy a poder volverte a ver, que no voy a poder ver en vivo la alegría de tu ser en este mundo. Pero siempre voy a atesorar todo lo que fuiste y enseñaste, la manera en la que me mostraste cómo «desnudar el alma», no sólo en el escenario, sino en todo lo que me apasiona. Yo sé que somos muchísimos a quienes nos tocaste el corazón con tu testimonio y ejemplo, que los nombres van y vienen, pero que tu amor por nosotros jamás estuvo en duda. Sé que ahora estás con tu siempre amada hija y que nos cuidas, empezando por tu hermosa familia, desde el cielo.
¡Tu sonrisa y mirada siempre vivirán conmigo en mi alma!
¡Gracias, gracias, por la bendición de haberte conocido!
Atte.
Héctor, el pequeñín.