A la espera de la imposición

«La vida del hombre sobre la tierra es combate, y combate primero y ante todo consigo mismo»

-Miguel de Unamuno

Queridos(as) lectores(as):

Hace unos días, en mi programa In.Cultura en Facebook hablé sobre la sociedad pandémica, una reflexión en torno a lo que estamos viviendo en tiempos del COVID-19. Uno de los rasgos que destaqué es que hay un crecimiento alarmante del egoísmo y de la falta de empatía. Un modo de demostrarlo es que en países como Francia, España y ahora recientemente Bélgica, se ha optado por el toque de queda, ya que el número de contagios se ha disparado. El malestar de éste 2020 parece que no tiene fin cercano.

Ahora bien, en México la realidad no se aleja mucho de los países europeos. Primero habría que entender algo de suma importancia: cuando hablamos de «países de primer mundo», en ningún momento se considera a una «sociedad de primer mundo», es decir, no debemos descuidar que los factores económicos, políticos y laborales se distancian mucho de la idea de educación, valores y virtudes, tanto de la sociedad como de los individuos que la conforman. ¿Dónde quedó el tiempo en el que había una exigencia ética hacia las personas? Ciertamente, conforme la posmodernidad va avanzando, se van perdiendo muchos puntos claves que posibilitaban, quizá no una sociedad perfecta, pero sí al menos una idea de comunidad. Porque tal parece que exigir es ser intolerantes, claro, que depende quién lo hace y desde qué contexto.

¿Y la pulsión de muerte?

¿Qué tan cierto es esto del COVID-19? Quizá sea una pregunta que ha pasado por la mente de todos, pero que no se le ha encontrado respuestas totalmente satisfactorias, al menos eso es lo que creemos quienes, a pesar de la evidencia de enfermedad y muerte que hay, vemos cómo a muchos no les importa y siguen empeñados en apostar por teorías conspiranoicas que apuntalan hacia un «nuevo orden mundial». Pero, ¿quiénes son los que las fortalecen? Porque es cierto también que hay ciertas figuras del medio de los reflectores que han hecho campañas contra el uso de cubrebocas, por poner un ejemplo. Muchos artistas, influencers, youtubers, quizá no son conscientes de la tremenda responsabilidad que cargan; ofrecen su opinión sin filtro alguno y sin pensar en lo tremendamente influenciables que son muchas personas, carentes de una formación educativa, científica y, por qué no, de todo sentido común.

Pero no se trata de librar de responsabilidad a quienes son directamente culpables de muchas situaciones que han provocado el crecimiento de la pandemia. Ya habíamos hablado anteriormente sobre ésto, pero me parece que por desgracia seguimos sin hacer mucho ruido al respecto. Sí, es cierto, el encierro en muchos casos ha terminado por desesperar a las personas y la necesidad de contacto personal con otros ha sido lo que ha llevado a relajar las medidas, sin embargo, ¿qué tanto nos está diciendo la pulsión de muerte sobre esas personas? Escuchaba en el radio hace unos días a un periodista decir algo como «es que la gente se quiere morir, ya no puede». La vida se vio reducida al confinamiento, pero no por un gusto o por capricho de estructuras de poder, sino por un tema de salud. Sin embargo, insisto, las personas pareciera que no entienden eso.

De hecho, tengo un caso que compartir. Una persona cercana a mi familia, nos comentó que reanudó sus reuniones de café con un círculo de amigas. Originalmente, cada jueves se reunían en un local al sur de la Ciudad de México para pasar un rato agradable. Nos hablaba de 12 personas. Pero que debido a la pandemia, se dejaron de ver. Hasta ahí muy bien. Sin embargo, 4 de ellas, además de ésta mujer, «ya no pudieron más» y apenas vieron que su cafetería había vuelto a abrir, se dispusieron a reunirse. Las otras, entendiendo la situación y que están dentro de los parámetros de mayor riesgo, empezando por ser parte de la tercera edad, optaron por esperarse. Cuando nos compartió eso, que lo decía con una tranquilidad inusual, nos quedamos sorprendidos. Evidentemente cuestionamos esa acción, al punto de decirle que estaba cometiendo una tontería al ponerse en ese riesgo. ¿Cuál creen que fue la contestación? «Sí, sí, yo sé, pero pues tengo que ir». ¡Tengo que ir! Cuando hablé con ella para hacerle entender el error, ella, encaprichada como una niña pequeña (cabe señalar que está arriba de los 70 años), me decía a todo lo que le argumentaba: «Sí, sí, pero aún así seguiré yendo». Ya que insistimos tanto en su error, entró en razón, pero no sin decirnos o advertirnos que «bueno, por ahora no iré, pero sé que voy a ir porque tengo que ir».

Ya no quisimos volver a insistir…

¿Dónde quedó la pandemia?

Voy enterándome que estamos a punto de volver (cuando realmente nunca tuvimos que dejarlo) a semáforo rojo en la CDMX. Muchas personas se siguen reuniendo en bares, restaurantes, cafeterías, haciendo fiestas, celebrando bodas, etc. ¿Y dónde quedó la pandemia? Por lo general, cuando se les cuestiona a esas personas, siempre contestan con un «pero iba con todos los cuidados posibles», y puede que sea cierto, pero si tan sólo pudiéramos entender que los cubrebocas y las caretas son apenas herramientas para disminuir la posibilidad de contagio y que no son en ningún momento cosas que eviten en totalidad el mismo, podríamos tener una mayor consciencia de esto tan grave. Sin embargo, pareciera que las prioridades son otras, porque incluso hay gente que «no puede vivir sin ir al gimnasio», porque la vanidad, la inseguridad, y demás cosas que se juegan en su mente, están disparadas. La necesidad de reconocimiento, que se ha vuelto uno de los peores vicios de ésta sociedad, está poniendo en riesgo a muchas personas. Habría que cuestionar severamente las exigencias de imagen que hacen que, hoy por hoy, muchas personas vivan de la misma y no tengan algo más por lo cual vivir.

¿Es que acaso se nos olvida que esos caprichos, ridículos y que deberían trabajarse, son evidencia del poco interés y agradecimiento, no se diga preocupación, que se tiene para todas las personas que están combatiendo, desde hace meses, ésta enfermedad en los hospitales? Reforzar la empatía debería ser prioridad, pero mientras nos sigamos consumiendo en nuestro egoísmo, en nuestra falta de amor propio, sólo veremos morir a más gente y esperar no ser los siguientes en la lista del año más terrorífico de lo que va del siglo XXI. Por un lado se vendría una acción de imposición, como lo es el toque de queda, pero por el otro y más preocupante, sería que la violencia se desencadene, y los que hoy se la toman con tanta tranquilidad, sirvan como objeto para descargar la frustración de otros.

Cuidado, porque eso sí pasa…

El devenir de la estigmatización del gusto

Queridos(as) lectores(as):

Sé perfectamente que la pandemia ha modificado, quizá de manera abrupta, nuestro modo de vida. Muchas personas han perdido sus trabajos, otros la oportunidad de seguir estudiando. Si algo nos ha demostrado el COVID-19, aparte de la letalidad de algo que, hasta la fecha, no tiene modo de pararse, son las tremendas brechas tecnológicas que existen en la sociedad de la así llamada «época de la comunicación».

Pero no sólo eso, ya que no todo gira alrededor de la adquisición tecnológica (en tanto que hay gente que no tiene los medios para tener una computadora moderna, acceso a internet, cantidad apropiada de computadoras para cada integrante de la familia, etc.), sino que también se ha demostrado que no existe consciencia sobre el uso apropiado de la misma.

¿A qué voy con esto? Ya van varios casos que escucho en los que tanto los trabajos como la situación académica, se han visto rebasados por el abuso. Trabajos que antes de la pandemia eran presenciales, encontraron el modo de hacerlos home office, pero que a su vez los volvieron tremendamente pesados. Es decir, una querida amiga me comentaba que antes, ella trabajaba desde las 9 de la mañana hasta más 16 hrs., pero que ahora es desde las 8 hasta las 23 hrs. ¿Por qué? Me comenta que como han tenido que modificar algunas cosas en la empresa donde trabaja, entre las cuales destaca la liquidación de muchos empleados por «falta de presupuesto» para costear sus sueldos, las cargas de trabajo se han triplicado desde que comenzó en México la suspensión de actividades presenciales.

Pero también, antes de continuar, resalta el tema de las llamadas clases virtuales, en las que he escuchado incontables quejas por parte de ex alumnos míos sobre el pobre y terrible contenido simplón que hay en muchas de ellas, donde muchos profesores dan temas muy sencillos, pero que dejan tareas muy complejas. Conozco el particular caso de A., quien estudia en en una de las universidad privadas de mayor prestigio del país. Ella no sólo tiene horarios insufribles (desde las 8 hasta las 18 hrs), sino que la carga de tareas se ha vuelto un infierno para ella. Puedo decir que ha sido siempre una alumna muy dedicada y con buenas calificaciones, sin embargo, me ha mostrado todo lo que le dejan y me alarma. Simple y sencillamente no es posible que hasta los fines de semana empiece sus trabajos desde temprano y me diga que va terminando hasta en la noche. ¿Y el descanso?

De un vicio a otro

Ciertamente, el uso de la tecnología nos ha ayudado, de alguna manera, en hacer más fácil nuestra vida. Sin embargo, también es cierto que se ha vuelto un vicio a tal grado que difícilmente podemos ver a una persona sin el celular cerca, que parece ya una extensión de su cuerpo. Hay estudios que dicen que las próximas generaciones, por poner un llamativo ejemplo, presentarán modificaciones físicas en sus manos de tal modo que sean más amplias para poder sostener los celulares.

Pero, ¿en qué momento ese vicio, que tenía un origen social en tanto a la comunicación con otros (redes sociales) se ha vuelto un vicio laboral y académico? ¿No caemos en cuenta que el uso diario, constante y en ocasiones risible, de los celulares, tablets y computadoras provoca deterioro en los ojos? El término cansancio visual se relaciona precisamente con eso. Recuerdo que cuando estaba en mi época de estudiante, mi mamá (q.e.p.d.) me regañaba por «leer a oscuras» pues «me iba a lastimar la vista» por forzarla. Irónicamente, ahora podemos tener la luz «adecuada» para seguir viendo cosas en la noche, pero que nos perjudica poco a poco. Además, trayendo el tema del insomnio que ha ido creciendo en varios sectores de la sociedad, no se toma en cuenta que la luz blanca reactiva al cerebro.

Cansancio emocional

Hay un malestar muy marcado en este año 2020: el ser humano está desesperado por volver a convivir de manera presencial, por tener contacto físico y eso es más que entendible. Éste malestar ha degenerado en un deterioro anímico y emocional que lleva a muchas personas a pleitos por cualquier cosa. La inseguridad, la falta de educación emocional, los prejuicios contra el psicoanálisis y demás psicoterapias, el sentimiento de soledad y de abandono, están abriendo grandes problemas que, de no tratarse ahora, se volverán un punto más a la lista de fracasos de las estructuras socio-económicas de la llamada posmodernidad.

Hace unos años, el filósofo surcoreano-alemán, Byung-Chul Han, en su texto La sociedad del cansancio, señalaba lo siguiente:

El exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en autoexplotación. Esta es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va acompañada de un sentimiento de libertad. El explotador es al mismo tiempo el explotado. Víctima y verdugo ya no pueden diferenciarse. Esta autorreferencialidad genera una libertad paradójica, que, a causa de las estructuras de obligación inmanentes a ella, se convierte en violencia. Las enfermedades psíquicas de la sociedad de rendimiento constituyen precisamente las manifestaciones patológicas de esta libertad paradójica.

Parece ser que la sociedad actual exige tanto a sus miembros que les prohíbe todo tipo de descanso, haciéndolos sentir hasta culpables por tan sólo pensar en ello. ¿Dónde queda el descanso? Simplemente no existe. Y eso lo veo muy marcado en varios casos en los que escucho «es que no tengo tiempo». ¿Quién no tiene tiempo para levantarse de la silla y estirarse? Es decir, pareciera que las estructuras académicas y laborales actuales, producto de la pandemia, han logrado introyectar en los afectados, no sólo un deformado sentido del deber (que atiende a otros intereses ajenos, muchas veces, a ellos mismos), sino también un desprecio a la idea misma de descansar. «No me da la vida, tengo que seguir con esto o no voy a acabar».

Terrible lo que estamos viviendo. Porque me preocupa que se vuelva parte de la «nueva normalidad» que beneficia a círculos de poder que gozan de la libertad que les están negando a otros y al mismo tiempo de los grandes beneficios del trabajo de ellos. Esta explotación que encuentra sus génesis en la realidad psíquica de los trabajadores y estudiantes, devendrá en la estigmatización del gusto por hacer las cosas. Y la rutina se volverá todavía más insoportable. Ni pensar en qué sucederá cuando este ritmo tan acelerado, ridículamente llevado al exceso, se tenga que disminuir de golpe cuando las personas puedan regresan a sus actividades presenciales.