El arte de perdonar

Queridos(as) lectores(as):

Primero antes que nada, quisiera agradecer el entusiasmo con el que han ido recibiendo mis publicaciones, así como la gran ayuda que me dan al compartirlas. Agradezco también los comentarios de quienes se ponen en contacto conmigo (conocidos y por conocer), sugiriendo temas, ampliándolos, etc.

Prosigamos con el tema de hoy. Justo una amiga me pidió que escribiera sobre el perdón, y me ha dado la tarea de investigar y tratar de profundizar lo más que se pueda, por lo que ruego a ustedes me disculpen si se hace «muy larga» esta publicación.

El perdón no es algo que sea especial de algunas doctrinas o creencias religiosas, sino que más bien se trata de una experiencia tan importante que está presente en toda manifestación social, familiar, cultural, política, etc. Es algo que se vuelve parte de la formación moral de las personas. Si bien es un tema amplio y que se puede ver en distintas partes, me gustaría centrarme en la tradición judía, muy necesaria, a mi entender, para poder abarcar con claridad este tema tan importante.

«Todo aquel que perdona a los que le causan dolor, será perdonado por todos sus pecados»

(Rosh HaShaná 17a)

Perdonar para poder ser perdonados. ¿Qué quiere decir esto? Muchas veces, en nuestro afán de vivir de una manera correcta y «moralmente aceptable», descuidamos que el error de otros puede ser el nuestro también, en otras palabras, no dejamos en ningún momento nuestra humanidad y, por tanto, la enorme capacidad que tenemos de equivocarnos. Mi querido amigo, Joseph Goldsmith (q.e.p.d.), solía enseñarnos que «la pérdida de la humanidad en las personas, podría ser el peor de los fracasos de su historia». Por eso es que los errores son siempre los más valiosos aprendizajes. ¿Quiénes somos nosotros para sólo señalar a los demás? ¿Por qué deberíamos sentirnos mal, entonces, cuando nos señalan? Ser humanos es estar abiertos a todo tipo de posibilidades.

Ahora que menciono lo de la posibilidad, surge el tema de la culpa, misma que es la que, precisamente, hace posible el perdón. El rabino Oppenheimer comparte la siguiente anécdota: Una persona estaba buscando monedas de noche. Un amigo se acercó para asistirlo. “¿Dónde las perdiste exactamente?” –preguntó. A lo cual el otro responde: “Más allá, pero preferí buscar las monedas en donde hay luz, porque puedo ver mejor…”. Buscar donde no hay. Vamos a explicar esto: cuando una persona siente culpa sobre algo respecto a un otro, es normal que se sienta mal, que se sienta incluso a veces perseguido. Esto es la culpa. Cuando es tan pesada la carga del arrepentimiento, se busca al otro para pedirle perdón. El perdón nos libera, nos quita el desgaste de estar pensando y dándole vueltas al problema. Sin embargo, ¿por qué hay quienes dicen «si te ofendí, si te fallé, te pido perdón», y más bien evitan decir «te ofendí, te falle, te pido perdón»? Una vez más surge el tema de la humildad y por tanto el reconocimiento: debemos estar seguros de lo que hicimos, porque nosotros lo hicimos, no otro.

Me cuesta pedir perdón… ¿por qué?

Hace unos días, un pequeño niño en el parque estaba jugando con otros. Ese niño llevaba una pelota, con la cual se hizo posible que jugaran futbol. Uno de los otros niños, enojado porque no le pasaban la pelota, se hizo con ella y la pateó fuerte, de modo que salió del parque y terminó en el paso de los coches. Todos los niños le gritaban y ofendían, salvo el dueño de la pelota. «¿Por qué has hecho eso? -le preguntó con calma el dueño de la pelota. «Es que no me la pasaban, y no estoy aquí para sólo verlos jugar» -contestó todavía enojado el responsable. Me quedé mirando la situación y fue hermoso lo que vi: el dueño de la pelota le pidió perdón por no tomarlo en cuenta. El niño que había pateado el balón, no supo cómo reaccionar ante ese gesto, se fue a una esquina de la cancha y se puso a llorar. Unos minutos después, salió en busca del balón, mismo que lo había tomado un joven que pasaba por el lugar. A su regreso, el niño pidió perdón por su conducta, y todos volvieron al juego.

No hay que profundizar mucho en esta anécdota (niños son niños) para entender que hay un conflicto de poder. Ese conflicto sitúa a las personas en una posición en la que se ven muy por encima de los demás, pensamiento errático que nubla la razón. ¿Cómo yo me voy a agachar ante los demás? ¿Por qué yo tengo que pedir perdón? Resulta algo humillante reconocer nuestra falta, sin lugar a dudas, porque cuando la cometemos estamos en la idea de que estamos haciendo lo correcto. Pero la presencia del dolor, de tristeza, de desilusión en los demás, nos golpea y nos hace sentir culpables. ¿Cómo evitar lo que ya hemos hecho? ¿Cómo regresar en el tiempo? El daño está hecho, no se puede cambiar lo que ha pasado o lo que se ha dicho. Aquí es donde surge el arrepentimiento, que no es otra cosa que estar conscientes de nuestro error, de lo que ha pasado por nuestra culpa y de la sincera intención de enmendarlo. Sin arrepentimiento, no puede haber perdón. El arrepentimiento es el triunfo sobre nuestra propia arrogancia.

Te perdono

Ahora bien, volvamos nuestra lectura hacia el judaísmo. En el hebreo, por tanto en la tradición judía, existen por lo menos 3 palabras que diferencian el perdón:

  1. Selijá (Selicha)
  2. Mejilá (Mechila)
  3. Kapará (Kapara)

Vamos a tratar de explicar lo que cada una de ellas significa. Primero, Selijá, que nos orienta hacia lo que «debe terminar», y eso es justamente dejar de hacer presente el pasado. Cuando no perdonamos, mantenemos un conflicto de pasiones en nosotros mismos. Nos sentimos enojados, fastidiados y muchas veces frustrados. Mantenemos sentimientos negativos que sobre pasan la capacidad y el don de amar al otro. Pero también Selijá no sólo habla de terminar algo, sino de dar paso a lo siguiente. Si perdonamos a quien nos ofende o nos ha causado algún daño, no implica que tengamos que conservarle de manera necesaria en nuestra vida, por lo tanto podemos seguir adelante sin esa persona. Hay que saber diferenciar entre perdonar y seguir aguantando. Esto último no es sano.

Siguiente, Mejilá. Si lo traducimos damos con la palabra «túnel». ¿Túnel? Sí, pero qué implica eso. Simple, tenemos que excavar. Tenemos que ir a lo más profundo de nuestra mente, de nuestro corazón, de nuestra alma. ¿Para qué? Para arrancar de raíz el dolor que nos perturba. Para esto, debemos ver una suerte de «sentido» en lo que nos ha ocurrido. A mis alumnos trato siempre de explicarles que «por algo pasan las cosas», incluso las malas, por supuesto. Es el vivo tema de la experiencia, buscar aprender de lo que ha sucedido, tratar de darle un sentido, un «por qué», pero también un «para qué». Lograr esto, que no es algo que pase luego luego, quizá a veces necesitemos tiempo (horas, días, meses, incluso años), nos permitirá dejar de culpar a los demás por nuestra desgracia, aceptar y valorar lo que nos ha sucedido y seguir aprendiendo. Así podemos desprendernos del dolor. Mi querido amigo, Daniel, quien es un amplio conocedor del hebreo, me explicaba que Mejilá comparte las letras con otra palabra, Majalá, que traduciéndola la encontramos como «enfermedad». Cuando no perdonamos, nosotros mismos enfermamos nuestro corazón, lo llenamos de odio, de sentimientos de venganza. Y vamos lentamente muriendo en vida.

Y, por último, Kapará. Para esto, Daniel me decía que tiene una relación con otra palabra, Kofer, que podemos entender como «reemplazar». Cuando nosotros perdonamos, cuando estamos felices de hacerlo (perdonar sin felicidad es un acto vacío, miserable y cruel que apuntala hacia una postura de magnificencia que somete al otro a nuestra «grandiosa misericordia»), los malos sentimientos y pensamientos se reemplazan por buenos. El odio se torna en amor, el dolor en ternura. Es decir, Kapará es estar ansiosos de terminar con lo malo, lo negativo y poder dar paso a cosas más bellas, más profundas, llenas de amor y comprensión. Quien lo logra, «duerme tranquilo».

¿Y si te perdonas a ti mismo(a)?

Los que siguen las publicaciones en esta página, recordarán que he mencionado que vivimos en una época donde el Superyó es un auténtico tirano. La exigencia por cumplir con las instituciones, la familia, las autoridades, hace que nos desgastemos tanto que terminemos sintiendo mucha culpa de lo que hacemos. Nos sentimos miserables, nos vemos con asco (tristemente), nos despreciamos y nos echamos en cara todo lo que nos pasa. «Soy un(a) estúpido(a) por permitir que me hagan o me traten así», «Me lo merezco por ser tan iluso(a)», etc. Somos demasiado crueles con nosotros mismos. Es un delirio de cumplir con la demanda de los demás, pero irónicamente no somos capaces de cumplir con las nuestra. Debemos perdonarnos a nosotros mismos, no cargar con culpas que no existen. Si fallamos, si nos equivocamos, no debemos castigarnos de maneras tan crueles y tan injustas. No ganamos nada con ello, bueno, sí, sólo menospreciarnos y hundirnos más en nuestro propio dolor. Así como somos libres para equivocarnos, somos libres para enmendar.

Saber perdonar, saber amar

Ya vimos la naturaleza de lo complicado que es pedir perdón pero, ¿es difícil perdonar? ¡Por supuesto! El acto de perdonar implica otro de absoluta renuncia; renuncia hacia el sentimiento de venganza (que podríamos justificar como «justicia», a nuestro errado entender), de rencor o incluso odio. Esa renuncia requiere de otra cosa, que es caer en cuenta del verdadero arrepentimiento de quien nos ha ofendido o ha hecho daño. Debemos ser capaces de sobre ponernos a esos sentimientos y dar paso al perdón: absolver al otro de su dolorosa culpa. Sin embargo, hay una tentación de por medio que podría obstaculizar nuestro amoroso perdón, que es el justificar nuestras malas obras con las de los demás. «Si él/ella lo hace, ¿yo por qué no?». ¿Les suena? Hay un refrán que dice «el que la hace, la paga», y pareciera que eso rige muchas veces nuestra conducta con las personas. Si alguna vez nos ofendieron, tenemos el «derecho» a ofenderles después. Ese acto de dependencia crucifica nuestra voluntad y nuestra libertad. Hay que en verdad renunciar a la posibilidad de vengarnos, de sacar provecho después («te acuerdas que hace tiempo me hiciste/dijiste tal cosa, bueno, pues ahí te va esto…»).

Hay mucho que hablar sobre este tema, sin duda, pero lo importante es despertar en nosotros la inquietud de hacerlo, con el corazón abierto y siempre dispuesto. No debemos descuidar que el acto de perdonar no implica que el otro cambie y mucho menos que las cosas mejoren. En toda relación, siempre hablamos de más de uno. Me atrevo a decir que la mejor «venganza» contra quien nos ha ofendido, radica en el hecho de perdonarle y seguir con nuestra vida. Hay que poder estar bien con nosotros mismos para poder estar bien con los demás. Sea pues, tengamos la guerra en paz.

Gracias, Daniel querido.

Apreciable soledad

Queridos(as) lectores(as):

Ayer tuve una plática muy interesante con una amiga que se encuentra de viaje. Entre los varios temas que tratamos, salió un comentario que me ha inspirado a escribir esta entrada: «es que tú estás acostumbrado a tu soledad».

Acostumbrarse a la soledad

En mis tiempos de preparatoria, tuve el gran gusto de leer a un sacerdote holandés, Henri Nouwen. Fueron varios de sus textos los que llenaron mis tardes de ocio. Entre ellos, uno que se llama Ensayos. Ahí encontré una frase muy poderosa que me ayudó a entender que «la soledad es el horno de la transformación». ¿A qué se refería con eso? Hoy en día vivimos en una realidad en la que la soledad es mal vista, se le teme y hasta se le huye; nadie quiere estar solo, nadie puede estar solo. A veces parece que es broma, pero hoy en día la exigencia o demanda de afecto es tremenda. Hay mucha necesidad de sentirse amados, queridos, que existimos. Sucede que son muchísimas personas que no saben estar consigo mismas: disfrutar el enorme privilegio de poder estar solos.

Cuando Nouwen menciona el «horno de la transformación», la lectura que hago de ella es que es la ocasión en la que cada uno de nosotros podemos estar tranquilos, sin nadie más que nos distraiga. Sólo estamos nosotros, ahí, «sin Dios y sin diablo» (como diría Sabines). Debemos entender que muchas veces nos negamos nuestra propia autenticidad, singularidad e individualidad por querer complacer al otro, a una institución, a una sociedad. Vivimos en la época de la tiranía del Superyó. Cada vez es más desgastante. Cada vez es más exigente. Y somos todo sin ser nada realmente, de ahí que el terror al compromiso y a la responsabilidad se vuelvan el pan nuestro de cada día.

No es que uno se acostumbre a la soledad, sino que más bien es que sepa aprovecharla. Justo la transformación se da de dentro hacia fuera, con un examen de conciencia que nos permita reconocer, con absoluta humildad, no sólo nuestras fallas, sino también nuestros logros. Reconocer no es morir. En ese proceso, podemos acercarnos a nuestra falta, buscar respuestas y aceptar las soluciones. Muchas veces pensamos tanto en los problemas que descuidamos pensar en las soluciones. En este horno de la transformación hablamos de un retorno a nosotros mismos, a lo más íntimo, a todo aquello que nos causa alegría, miedo, nostalgia, placer, etc. Es intentar conocerse a sí mismo.

Camino de rosas

¿Alguna vez han estado rodeados de tantas rosas que no logran identificar otros olores más que los de ellas? Bueno, la soledad es rodearse de uno mismo para reconocerse absolutamente todo. Edgar Allan Poe solía decir que la felicidad comienza cuando, en un momento de nuestro andar, «nos detenemos a escuchar nuestro propio palpitar». Saber y sentirse vivos. ¿Acaso lo hacen? ¿O sólo cuando sienten que se les va la vida con tanto estrés y ansiedad?

La soledad debe considerarse bajo otro cristal, dejar de estigmatizarla. Aunque tampoco debemos exagerar y ser como esas falsas personas que dicen que bien podrían vivir solas. Si fuera cierto lo que dicen, ¿para qué nos enteran de ello? No hay que confundir el disfrutar la soledad en los días a tratar de huir de la sociedad. Porque se está huyendo de todo, menos de la sociedad. Me gusta pensar en aquella sentencia budista que dice:

Los caminos de Buda conllevan siempre un regreso.

Y es que justo, la gente que cree que se está yendo es la que no es consciente que tarde o temprano regresa, para encontrarse lo que creyó haber dejado atrás. ¿Para qué huir? Precisamente los momentos de soledad nos permiten centrarnos en lo que estamos viviendo, generar nuevas prioridades y ver de qué manera le plantamos cara a la adversidad. Incluso ver de qué manera mejorar lo que ya estamos haciendo bien.

Les podría decir que aprovechen: lean un buen libro, escuchen su música que más les gusta, salgan a andar en bicicleta, a caminar, vayan al cine sin tener que esperar a que alguien les acompañe; logren que no haya «demasiada mente»: que no se bombardeen a ustedes mismos(as) con cosas que son de otro tiempo (ayer o quizá mañana). Justo así debe ser, todo a su tiempo. Pero no lleguen a un punto en el que se culpen a ustedes mismas(as) de nunca tener tiempo para ustedes. Aprendan a estar con ustedes, dense la oportunidad de descubrir sin que les digan qué, ni cuándo ni cómo.

El peligro del optimismo

La vida corre inconsciente y desatenta cuando nada a la voluntad se opone. Lo desagradable o doloroso es lo que realmente sentimos de manera muy clara. Solo el dolor es positivo, dado que hace sentir. Encontramos los goces muy inferiores a lo que esperamos, mientras que los dolores siempre son superiores a lo que se presiente.

-Arthur Schopenhauer (Los dolores del mundo)

Pareciera que estamos viviendo un momento importante en el desarrollo de nuestra propia historia; historia que no hace sino llenar páginas y páginas con dolor, tristeza y miseria. La realidad del ser humano va íntimamente ligada al dolor en nuestros días. Un dolor cruel, misterioso y silencioso: hay algo que nos inquieta, no sabemos qué es o quizá sólo se trata de que no podemos (no sabemos) darle nombre. La capacidad de poner en palabras nuestro pensamiento o nuestro sentir se va diluyendo en la terrible necedad del optimismo que atenta contra la vida misma.

Hace unos días, mis alumnos de preparatoria me cuestionaban sobre el famoso «sentido de la vida», grata fue mi experiencia ver (lo confieso) la tremenda desilusión que les causé cuando les respondí de forma directa y concisa: «Como tal no hay un sentido». Fervientemente creo que la vida por sí misma no goza de un sentido único ni particular, somos nosotros los que habremos de darle sentido, pero no sólo se trata de un sentido determinado, sino que cada momento, cada instante (desgarre de la propia temporalidad), nos brinda la oportunidad de darle su merecido sentido. Cada persona debe permitirse encontrar sentido incluso cuando se atreva a pensar que no lo hay. Una vez que expliqué todo esto, la esperanza iluminó sus miradas… hasta que mencioné que «el dolor goza incluso de un sentido, cuya profundidad muchas veces nos desborda».

Encontrar sentido durante la experiencia dolorosa es una prueba muy complicada, incluso me atrevería a decir que podría resultar ser impensable. ¿Quién encuentra con facilidad sentido en aquellos momentos en el que el dolor es tal que incluso desearíamos no seguir vivos? Cuando hablo del despreciable optimismo que algunas personas predican y tratan de vivir día a día, hablo del tristísimo desprecio por la vida en sí misma. No se puede ser siempre felices, no se debe buscar serlo con desesperación, porque ese camino lleva directamente a la desilusión, y luego al dolor. El ser humano, el ser posmoderno, está encaprichado en la absurda idea de que la vida tiene que ser bella, que deben buscar sí o sí la felicidad día tras día, a un nivel de fanatismo terrible. No digo que no deba buscarse la felicidad, pero sí insisto en la necesidad de ser parte del momento y aceptarlo. Habrá días «horribles», días en las que sólo nos faltaría que un perro defecara sobre nosotros (por decir algo), pero si quisiéramos a fuerza encontrarle el «lado bueno o el lado amable», lo único que estaríamos haciendo es negar la vida, querer «tapar el sol con un dedo», huyendo de lo que está pasando. ¡Hay que afrontar la vida tal y como es! En esto último recuerdo a Nietzsche que sugería «vivir la vida y no dejar que la vida nos viva».

¿Pero qué implica eso? Implica aceptar la vida, tal y como es, tal y como venga. Es decir, en nuestra terquedad y absurda pretención de dominio, nos atrevemos a sentenciar que la vida es buena o que es mala, dándole un calificativo existencial meramente subjetivo. La vida no es tales cosas, como diría un viejo profesor: «La vida es vida, lo demás es pura biografía trasnochada». Debemos aceptar el dolor así como aceptamos la alegría, aceptar los momentos, pero no aferrarnos ni a lo uno ni a lo otro. Dejar que la vida lleve su rumbo, habrá días que exigirán más de nosotros, de nuestra resistencia a la frustración o que serán tan agradables como una suave brisa en los días de calor. Es cuestión de «plantarle cara»: no podremos superar nuestros miedos si no los enfrentamos con valor.

Lejos de ser optimistas o negativos, seamos realistas, con todo esto que parece ser la realidad…

Hegel y el reconocimiento

Queridos(as) lectores(as):

Una disculpa por tanto tiempo de ausencia, pero precisamente me faltaba tiempo para poderme sentar a compartir algo que, espero, sea de su interés.

Hace unos días, en una breve pero muy interesante conversación con colegas psicoanalistas, surgió el tema del reconocimiento. Como era el único con formación previa filosófica, y como Hegel fue uno de mis dolores de cabeza (un gusto verdaderamente culposo), traté de explicar cómo concebía él este tema.
Si uno se está buscando, por ejemplo, en la comida, el problema es que se va a buscar luego volver a comer y eso nos lleva al infinito malo. Así es la relación con las cosas materiales: se busca, se consigue, se consume y sigue faltando.
Los animales desean cosas. Los hombres en tanto que hombres pueden desear lo suprasensible, es decir, el deseo. Desear lo suprasensible, lo metafísico, es desear un deseo. Esto significa que se están enfrentando una conciencia con otra conciencia (un inconsciente contra otro inconsciente, diría la teoría psicoanalítica). ¿Qué desea una persona de otra persona? Lo que desea es ser deseado. Lo que desea es su deseo. En las relacionas entre personas, lo que se desea es el deseo del otro. Que el otro nos desee. Un juego de espejos que Hegel llamará reconocimiento (Anerkennung). Hacer válida una pretensión de legitimidad, es autorizarla como conciencia. Que se hagan valer sus derechos como conciencia. Sólo hay reconocimiento cuando es mutuo, si no, hay lucha. Hegel por ello dice que nos encontramos con el tema del espíritu. El espíritu siempre es colectividad, comunidad, siempre abarca a más de uno.

El espíritu es un yo que es un nosotros y un nosotros que es un yo

No es que uno busque reconocer la conciencia ajena, sino que se busca que el otro me reconozca. El problema se da aquí, cuando dos personas se enfrentan, las dos quieren lo mismo. Y quieren que el otro le reconozca. El problema es que no cede ni uno ni otro, porque al buscar ser reconocido, no se reconoce al otro. Es el mismo problema con el momento del entendimiento. En A son relaciones de fuerzas. Se busca que el otro me ayude a reconciliarme conmigo mismo.

¿Por qué entramos en la lucha sin esperar que el otro me reconozca?
Si no luchamos, corremos el riesgo de que nos vea como un objeto, y si pasa eso, nos va acabar. Cuando dos conciencias se encuentran, su primer relación es una lucha, un conflicto.

¿Qué pasa si uno mata al otro?
El asesino solamente podría encontrar su auto-conciencia en la auto-conciencia del otro. Por lo que los dos pierden: uno ya murió y el otro también renuncia a la auto-conciencia, pues el cadáver no lo puede reconocer. La lucha tiene que ser a muerte, pero la muerte es un fracaso para los dos. Que la lucha sea a muerte muestra que el hombre ya no es un animal. En los animales hay provocación, pero en condiciones normales no hay muerte, pues de nada sirve. En principio, un animal no mata a otro de su misma especie. (César, el protagonista de la trilogía del Planeta de los Simios nos lo recuerda: «Simio no mata simio»). El hombre no es materia, es deseo. Por eso está dispuesto a perder su materialidad, a morir, para ser reconocido. La disposición de la muerte por el respeto del otro. Esto, según Hegel, es indicio de espiritualidad. La otra opción es que en la lucha, uno de los dos se rinda. Entonces se establece una diferencia, el deseo que era igual, se diferencia. Y esto da paso a la dialéctica del amo y del esclavo (lo abordaremos en la siguiente entrada, lo prometo). Las relaciones humanas son siempre conflictivas y son siempre asimétricas.
La sustancia puede ser lo mismo, se puede identificar o reidentificar, pero sólo el sujeto se puede reconocer, pues es un sí mismo. Esa auto-conciencia que de alguna manera sale de sí y se confunden con el objeto, quiere volver a sí y para ello es el deseo. El deseo es lo que uno quiere asimilar. Hegel trastoca, pues el deseo será lo que está más relacionado con la auto-conciencia, ya que es el que se dirige a mi ser, el que lleva la asimilación. La auto-conciencia es el terreno del deseo, de la apetencia. Cuando uno desea, parece que desea cosas que no son yo, pero en el fondo se está deseando a sí en el fondo. El movimiento del deseo es siempre negatividad negante, pues se destruye al objeto deseado. Incluso cuando el ser humano desea cosas materiales, en realidad está mediando con el deseo de los demás. Tener ese objeto es, aparentemente, tener el reconocimiento de los otros. En el fondo lo que se quiere es el deseo de los demás, pues solamente encontrando ese deseo, yo puedo ser yo. Yo no puedo ser yo sin el otro. Al final, lo más importante en el deseo humano es el reconocimiento (Anerkennung). Hasta que el otro no me acepte como persona, yo no soy persona. Para tener auto-conciencia, debo ser mediado por la conciencia de otros.
El principio de la relación humana es un conflicto, y ese conflicto nos plantea la lucha por el reconocimiento. La única opción que tiene futuro es la subyugación, es decir, el dominio: amo y siervo (Herr-Sklave). Los hombres se separan entre vencedores y vencidos. El vencido renuncia a la independencia para asegurar la vida. Solamente arriesgando la vida se conserva la libertad. Ser sujetos es pasar por la inmediatez, por la negatividad. Uno está dispuesto a matar al otro porque el otro está dispuesto a matarlo. Buscar matar al otro es por buscar la esencia de uno. Aunque, paradójicamente, en el otro muerto no se podrá encontrar uno mismo. El otro es una conciencia, pero la visión de uno de ese otro está muy entorpecida.

Interesante, ¿no es verdad?