Queridos(as) lectores(as):
Primero antes que nada, quisiera agradecer el entusiasmo con el que han ido recibiendo mis publicaciones, así como la gran ayuda que me dan al compartirlas. Agradezco también los comentarios de quienes se ponen en contacto conmigo (conocidos y por conocer), sugiriendo temas, ampliándolos, etc.
Prosigamos con el tema de hoy. Justo una amiga me pidió que escribiera sobre el perdón, y me ha dado la tarea de investigar y tratar de profundizar lo más que se pueda, por lo que ruego a ustedes me disculpen si se hace «muy larga» esta publicación.
El perdón no es algo que sea especial de algunas doctrinas o creencias religiosas, sino que más bien se trata de una experiencia tan importante que está presente en toda manifestación social, familiar, cultural, política, etc. Es algo que se vuelve parte de la formación moral de las personas. Si bien es un tema amplio y que se puede ver en distintas partes, me gustaría centrarme en la tradición judía, muy necesaria, a mi entender, para poder abarcar con claridad este tema tan importante.
«Todo aquel que perdona a los que le causan dolor, será perdonado por todos sus pecados»
(Rosh HaShaná 17a)
Perdonar para poder ser perdonados. ¿Qué quiere decir esto? Muchas veces, en nuestro afán de vivir de una manera correcta y «moralmente aceptable», descuidamos que el error de otros puede ser el nuestro también, en otras palabras, no dejamos en ningún momento nuestra humanidad y, por tanto, la enorme capacidad que tenemos de equivocarnos. Mi querido amigo, Joseph Goldsmith (q.e.p.d.), solía enseñarnos que «la pérdida de la humanidad en las personas, podría ser el peor de los fracasos de su historia». Por eso es que los errores son siempre los más valiosos aprendizajes. ¿Quiénes somos nosotros para sólo señalar a los demás? ¿Por qué deberíamos sentirnos mal, entonces, cuando nos señalan? Ser humanos es estar abiertos a todo tipo de posibilidades.
Ahora que menciono lo de la posibilidad, surge el tema de la culpa, misma que es la que, precisamente, hace posible el perdón. El rabino Oppenheimer comparte la siguiente anécdota: Una persona estaba buscando monedas de noche. Un amigo se acercó para asistirlo. “¿Dónde las perdiste exactamente?” –preguntó. A lo cual el otro responde: “Más allá, pero preferí buscar las monedas en donde hay luz, porque puedo ver mejor…”. Buscar donde no hay. Vamos a explicar esto: cuando una persona siente culpa sobre algo respecto a un otro, es normal que se sienta mal, que se sienta incluso a veces perseguido. Esto es la culpa. Cuando es tan pesada la carga del arrepentimiento, se busca al otro para pedirle perdón. El perdón nos libera, nos quita el desgaste de estar pensando y dándole vueltas al problema. Sin embargo, ¿por qué hay quienes dicen «si te ofendí, si te fallé, te pido perdón», y más bien evitan decir «te ofendí, te falle, te pido perdón»? Una vez más surge el tema de la humildad y por tanto el reconocimiento: debemos estar seguros de lo que hicimos, porque nosotros lo hicimos, no otro.
Me cuesta pedir perdón… ¿por qué?
Hace unos días, un pequeño niño en el parque estaba jugando con otros. Ese niño llevaba una pelota, con la cual se hizo posible que jugaran futbol. Uno de los otros niños, enojado porque no le pasaban la pelota, se hizo con ella y la pateó fuerte, de modo que salió del parque y terminó en el paso de los coches. Todos los niños le gritaban y ofendían, salvo el dueño de la pelota. «¿Por qué has hecho eso? -le preguntó con calma el dueño de la pelota. «Es que no me la pasaban, y no estoy aquí para sólo verlos jugar» -contestó todavía enojado el responsable. Me quedé mirando la situación y fue hermoso lo que vi: el dueño de la pelota le pidió perdón por no tomarlo en cuenta. El niño que había pateado el balón, no supo cómo reaccionar ante ese gesto, se fue a una esquina de la cancha y se puso a llorar. Unos minutos después, salió en busca del balón, mismo que lo había tomado un joven que pasaba por el lugar. A su regreso, el niño pidió perdón por su conducta, y todos volvieron al juego.
No hay que profundizar mucho en esta anécdota (niños son niños) para entender que hay un conflicto de poder. Ese conflicto sitúa a las personas en una posición en la que se ven muy por encima de los demás, pensamiento errático que nubla la razón. ¿Cómo yo me voy a agachar ante los demás? ¿Por qué yo tengo que pedir perdón? Resulta algo humillante reconocer nuestra falta, sin lugar a dudas, porque cuando la cometemos estamos en la idea de que estamos haciendo lo correcto. Pero la presencia del dolor, de tristeza, de desilusión en los demás, nos golpea y nos hace sentir culpables. ¿Cómo evitar lo que ya hemos hecho? ¿Cómo regresar en el tiempo? El daño está hecho, no se puede cambiar lo que ha pasado o lo que se ha dicho. Aquí es donde surge el arrepentimiento, que no es otra cosa que estar conscientes de nuestro error, de lo que ha pasado por nuestra culpa y de la sincera intención de enmendarlo. Sin arrepentimiento, no puede haber perdón. El arrepentimiento es el triunfo sobre nuestra propia arrogancia.
Te perdono
Ahora bien, volvamos nuestra lectura hacia el judaísmo. En el hebreo, por tanto en la tradición judía, existen por lo menos 3 palabras que diferencian el perdón:
- Selijá (Selicha)
- Mejilá (Mechila)
- Kapará (Kapara)
Vamos a tratar de explicar lo que cada una de ellas significa. Primero, Selijá, que nos orienta hacia lo que «debe terminar», y eso es justamente dejar de hacer presente el pasado. Cuando no perdonamos, mantenemos un conflicto de pasiones en nosotros mismos. Nos sentimos enojados, fastidiados y muchas veces frustrados. Mantenemos sentimientos negativos que sobre pasan la capacidad y el don de amar al otro. Pero también Selijá no sólo habla de terminar algo, sino de dar paso a lo siguiente. Si perdonamos a quien nos ofende o nos ha causado algún daño, no implica que tengamos que conservarle de manera necesaria en nuestra vida, por lo tanto podemos seguir adelante sin esa persona. Hay que saber diferenciar entre perdonar y seguir aguantando. Esto último no es sano.
Siguiente, Mejilá. Si lo traducimos damos con la palabra «túnel». ¿Túnel? Sí, pero qué implica eso. Simple, tenemos que excavar. Tenemos que ir a lo más profundo de nuestra mente, de nuestro corazón, de nuestra alma. ¿Para qué? Para arrancar de raíz el dolor que nos perturba. Para esto, debemos ver una suerte de «sentido» en lo que nos ha ocurrido. A mis alumnos trato siempre de explicarles que «por algo pasan las cosas», incluso las malas, por supuesto. Es el vivo tema de la experiencia, buscar aprender de lo que ha sucedido, tratar de darle un sentido, un «por qué», pero también un «para qué». Lograr esto, que no es algo que pase luego luego, quizá a veces necesitemos tiempo (horas, días, meses, incluso años), nos permitirá dejar de culpar a los demás por nuestra desgracia, aceptar y valorar lo que nos ha sucedido y seguir aprendiendo. Así podemos desprendernos del dolor. Mi querido amigo, Daniel, quien es un amplio conocedor del hebreo, me explicaba que Mejilá comparte las letras con otra palabra, Majalá, que traduciéndola la encontramos como «enfermedad». Cuando no perdonamos, nosotros mismos enfermamos nuestro corazón, lo llenamos de odio, de sentimientos de venganza. Y vamos lentamente muriendo en vida.
Y, por último, Kapará. Para esto, Daniel me decía que tiene una relación con otra palabra, Kofer, que podemos entender como «reemplazar». Cuando nosotros perdonamos, cuando estamos felices de hacerlo (perdonar sin felicidad es un acto vacío, miserable y cruel que apuntala hacia una postura de magnificencia que somete al otro a nuestra «grandiosa misericordia»), los malos sentimientos y pensamientos se reemplazan por buenos. El odio se torna en amor, el dolor en ternura. Es decir, Kapará es estar ansiosos de terminar con lo malo, lo negativo y poder dar paso a cosas más bellas, más profundas, llenas de amor y comprensión. Quien lo logra, «duerme tranquilo».
¿Y si te perdonas a ti mismo(a)?
Los que siguen las publicaciones en esta página, recordarán que he mencionado que vivimos en una época donde el Superyó es un auténtico tirano. La exigencia por cumplir con las instituciones, la familia, las autoridades, hace que nos desgastemos tanto que terminemos sintiendo mucha culpa de lo que hacemos. Nos sentimos miserables, nos vemos con asco (tristemente), nos despreciamos y nos echamos en cara todo lo que nos pasa. «Soy un(a) estúpido(a) por permitir que me hagan o me traten así», «Me lo merezco por ser tan iluso(a)», etc. Somos demasiado crueles con nosotros mismos. Es un delirio de cumplir con la demanda de los demás, pero irónicamente no somos capaces de cumplir con las nuestra. Debemos perdonarnos a nosotros mismos, no cargar con culpas que no existen. Si fallamos, si nos equivocamos, no debemos castigarnos de maneras tan crueles y tan injustas. No ganamos nada con ello, bueno, sí, sólo menospreciarnos y hundirnos más en nuestro propio dolor. Así como somos libres para equivocarnos, somos libres para enmendar.
Saber perdonar, saber amar
Ya vimos la naturaleza de lo complicado que es pedir perdón pero, ¿es difícil perdonar? ¡Por supuesto! El acto de perdonar implica otro de absoluta renuncia; renuncia hacia el sentimiento de venganza (que podríamos justificar como «justicia», a nuestro errado entender), de rencor o incluso odio. Esa renuncia requiere de otra cosa, que es caer en cuenta del verdadero arrepentimiento de quien nos ha ofendido o ha hecho daño. Debemos ser capaces de sobre ponernos a esos sentimientos y dar paso al perdón: absolver al otro de su dolorosa culpa. Sin embargo, hay una tentación de por medio que podría obstaculizar nuestro amoroso perdón, que es el justificar nuestras malas obras con las de los demás. «Si él/ella lo hace, ¿yo por qué no?». ¿Les suena? Hay un refrán que dice «el que la hace, la paga», y pareciera que eso rige muchas veces nuestra conducta con las personas. Si alguna vez nos ofendieron, tenemos el «derecho» a ofenderles después. Ese acto de dependencia crucifica nuestra voluntad y nuestra libertad. Hay que en verdad renunciar a la posibilidad de vengarnos, de sacar provecho después («te acuerdas que hace tiempo me hiciste/dijiste tal cosa, bueno, pues ahí te va esto…»).
Hay mucho que hablar sobre este tema, sin duda, pero lo importante es despertar en nosotros la inquietud de hacerlo, con el corazón abierto y siempre dispuesto. No debemos descuidar que el acto de perdonar no implica que el otro cambie y mucho menos que las cosas mejoren. En toda relación, siempre hablamos de más de uno. Me atrevo a decir que la mejor «venganza» contra quien nos ha ofendido, radica en el hecho de perdonarle y seguir con nuestra vida. Hay que poder estar bien con nosotros mismos para poder estar bien con los demás. Sea pues, tengamos la guerra en paz.
Gracias, Daniel querido.