Francisco Javier Chávez Villaseñor, in memoriam.

Queridos(as) lectores(as):

En esta ocasión quiero compartir brevemente con ustedes quién fue mi papá, el Ing. Francisco Javier Chávez Villaseñor. «Chavitos», como tiernamente lo llamaba su mejor amigo, el Ing. León Sametz Remba, fue un ser peculiar, siempre atento y amable, cariñoso a su modo, un padre que supo ver por su familia siempre. Sonriente, gentil y siempre con un consejo oportuno, mi papá fue un hombre que dedicó muchos años de su vida a mil y un temas. Un hombre culto, bastante diría yo, con un gran amor por las matemáticas, la física, las humanidades y todo aquello que pudiera darnos la oportunidad de mirar con esperanza el día a día. Gozaba de una capacidad intelectual innegable, que siempre dejaba boquiabiertos a quienes se ponían a platicar con él, nunca hizo sentir menos a nadie pues él decía que «todo conocimiento debe ser alegremente compartido, si no, sólo se vuelve un vulgar intelectualismo». Profesor de muchos, alumno de la vida. Mi papá fue esa clase de hombre reservado pero atento, que siempre analizaba fríamente las cosas, sin perder ningún detalle. Ese tipo de persona que sabe qué decir, qué hacer y de qué manera cuando era necesario. Lo recuerdo siempre trabajando en su estudio, devorando libros sin cesar, con su pipa y ese fantástico olor a maple del tabaco que fumaba. Aunque no era un vicioso, cabe señalar, pues «una pipa, un puro, son ocasionales, se fuma por gusto, no por adicción».

«Si descubres un problema, comienza a pensar en sus soluciones»

Guiado por una fuerte espiritualidad ignaciana, enfocada en el amor y en el servicio, mi papá intentó cada uno de sus días dar un poco de sí en todo lo que hacía y con todos con los que se relacionaba. Alumno y profesor orgulloso del IPN (Instituto Politécnico Nacional). Con un ojo virtuoso para encontrar talentos y con la motivación de ayudar a salir adelante a los demás, supo ayudar a un sinfín de personas y en ningún momento vanagloriarse por ello. Fiel defensor de las letras rusas, decía que «quien no haya leído y llorado con Dostoievski, es que quizá no le importa la empatía». Supo muchos idiomas, y en cada uno de ellos siempre encontraba las palabras adecuadas para transmitir lo que quería. Hombre claro y directo. Querido y amado por su familia y amigos, respetado por sus «rivales» y siempre seguido por sus alumnos, mi papá fue, es y será el ejemplo que trataré de seguir a diario. El 21 de julio de 2021, su cuerpo dijo «no más» a sus 80 años. Estuve con él de la misma manera en la que él está ahora conmigo.

Que su bendita memoria perdure y que nunca se olvide que un hombre así caminó por esta tierra. Cada vez que veo un árbol de jacaranda, lo recuerdo alegre, esperando no descuidar ningún sólo detalle y admirándose como si se tratara de la primera vez de su encuentro con ese color que tanto amaba. A Dios gracias, por lo que fue, es y seguirá siendo.

Te quiero, papá.

Héctor Chávez Pérez

Carta a una persona confundida

Querido(a) lector(a):

He querido escribirte esta pequeña carta porque quiero decirte que, de un modo u otro, te entiendo. Que los días han sido complicados: pandemia, crisis laboral, crisis económica, cambios políticos brutales, violencia, etc. ¿Qué hacer? ¿Se puede hacer algo? Quizá sean unas de las tantas preguntas que te formulas a cada rato, día con día. Y puede ser algo en verdad desesperante, porque parece que no hay respuestas suficientes o al menos que sirvan para contestar de algún modo la intriga del malestar tuyo y el de los demás. Los días están por llegar, ¿qué días? ¿cuándo? Es que siempre está llegando algo y también nosotros. Me parece que fue hace unos días cuando escuchaba a un paciente decir «es que parece que estoy sobreviviendo». Se quejaba dolorosamente. ¿Qué puedo hacer? -me preguntaba esperando que le respondiera-. Por un momento guardó silencio y no hizo sino llorar… Creo que eso era lo que en verdad necesitaba hacer. Después continuamos la sesión y algo había cambiado, ya no era el mismo ser doliente, al menos ya no se notaba tanto y pude escuchar unas bromas y notar una breve pero sincera sonrisa en su rostro al finalizar.

¿Por qué nos aferramos a una vida Disney? Es decir, por qué nos ponemos tercos de modo que nos exigimos cosas que son simple y sencillamente muy complicadas, a veces hasta imposibles. Hay que entender que, como decía Frieda Fromm: «No te prometí un jardín de rosas». Hay demasiada expectativa en nuestros días y muy poca realidad. Hay quienes dicen que es ser pesimista al pensar así, pero no, al contrario, es mostrarse fiel a no intentar ver cosas que no hay, cosas que no son, y precisamente quedarnos con lo que hay y aprender a hacer las cosas posibles en su tiempo y en su circunstancia. Nos confunden tantos mandatos sociales que están pensados para unos pero que, de un modo burlesco, se vuelven exigencias para todos. ¿Por qué creemos que necesitamos dinero para poder dar una larga y bonita caminata? ¿Por qué pensamos que descansar es no hacer nada? Hay cosas que debemos aprender a decirlas por su nombre y a vivirlas tal como son. ¿No quieres salir a caminar? ¿Prefieres quedarte en casa? ¿No quieres ver a nadie? Pues no hagas nada de eso, date la oportunidad de ser tú y de escuchar lo más que puedas tu deseo. ¿Quieres ver a alguien pero no sabes exactamente por qué? Búscale y descúbrelo. Dicen que también hay que saber escuchar a nuestro corazón, ¿por qué no hacerlo?

Sé que puede que estés pasando por un momento en el que sientes que el mundo se te cae a pedazos, puede ser que así sea, pero hay cosas que puedes descubrir en esto. Habrá personas que se irán, otras que llegarán, descubrirás nuevas oportunidades o te darás cuenta que la solución la tienes arrinconada por ahí. Desespera, pero no te rindas. Resiste. Si una flor se marchita en el jardín, no significa que no haya más que mirar. La vida está ahí, hay que vivirla. Hay que aprender cosas nuevas, descubrir nuevos lugares, aprender a ver el mundo de las posibilidades (reales) y darnos la oportunidad de arriesgarnos. Hay y habrá momentos en los que no se pueda hacer nada, ¿para qué forzar las cosas? No perdamos en cuenta que uno hace lo que puede con lo que tiene. Habrá lágrimas, habrá llanto, pero siempre hay esperanza. La familia, los amigos, los alegres conocidos son ocasiones de auténticos encuentros. Hay que abrir el corazón y dejarse sorprender.

Resiste, que vamos muchos en el mismo camino y siempre habrá quien te ayude cuando ya no puedas. Confía.

¡Saludos!

Héctor

P.d.: ¿Qué te hace feliz? Quizá empezando por ahí…

El ritmo del exilio

«Cuando creíamos que teníamos todas las repuestas, de pronto, cambiaron todas la preguntas».

-Mario Benedetti

Queridos(as) lectores(as):

Hace unas semanas, me reuní con dos queridas amigas y colegas psicoanalistas, para nuestro acostumbrado encuentro donde hablamos de todo un poco y terminamos siempre con ganas de que no se acabe el momento. Una de ellas, Margarita, me recomendó un libro que he conseguido y que poco a poco he aprendido a valorar enormemente. Justo de Mario Benedetti, Primavera con una esquina rota (1982). Hablar de Benedetti nos conduce, de un modo u otro, a la poesía que escribió, pero nos descuidamos de que también fue un autor que, en palabras de Cristina Peri Rossi, «su obra tiene una trascendencia casi de carácter sociológico». Y sí, al leer este libro, no puedo no sólo aceptar lo dicho, sino que me atrevería a verle como un retratista fiel del exilio. De eso va el libro mencionado, sobre el exilio de muchos, en este caso del Uruguay que pasó de ser un modelo de democracia a una cruel dictadura militar (como los otros ejemplos de naciones latinoamericanas en las que el Plan Cóndor se llevó a cabo por parte de EEUU para evitar el avance del socialismo) en aquellos años.

Pero pensar el exilio es repensar la historia de todavía miles de millones de personas. ¿Cuántas veces hemos escuchado en nuestras familias narrativas sobre el exilio? De cómo los abuelos, los padres, cualquier familiar o persona cercana, se vieron forzados a marcharse al exilio, a «ser valientes» en otro lado, más bien, que tuvieron que «ser» un tiempo después en otro lado. Mucha gente, pensando una vez más en Latinoamérica, somos descendientes directos de esa realidad. Y eso nos has marcado profundamente.

De tangos y coordenadas

Precisamente el tango, ese baile y esa música tan bellos, que surgió en Río de la Plata y que forja un lazo innegable entre Buenos Aires y Montevideo, es un fiel testimonio de lo que exilio significa. Quizá haya quienes sólo disfrutan del canto, del ritmo, la sensualidad del baile y demás, pero que cuando uno se detiene a escuchar la letra, no puede evitar sentir el peso de la nostalgia a modo de triste soneto sobre aquello que se ha perdido y de lo cual se despiertan tantos anhelos de un día volver. Sólo basta con asistir a una milonga (los sitios de tango en Argentina y Uruguay) para poder ser parte del exilio y de su narrativa. Hay muchos tangos que el mundo desconoce porque son parte de aquello que es «muy propio», de aquello que no se comercializa, pero vamos a quedarnos con uno muy famoso, Volver, compuesto por Carlos Gardel y Alfredo Le Pera. Sólo con este brevísimo fragmento nos damos una idea:

«Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve
a enfrentarse con mi vida…
Tengo miedo de las noches que pobladas de recuerdos
encadenen mi soñar…»

En la triste realidad del exilio, sólo queda irse y «guardar la esperanza» de un día volver. ¿Pero exactamente a dónde? Ya que hablar de exilio es hablar del tiempo que se va y que no vuelve, de la gente querida a la que se le dice «adiós» sin saber si les volveremos a ver, de los lugares y sus memorias, de atardeceres que no volverán a ser los mismos. Pero también la coordenada es otra, hablamos de los que se quedan «sin nosotros». Por eso es que el exilio es una muerte en vida, un duelo tremendo que apunta hacia todos lados. Tal como lo canta Malena Muyala en La noche más triste:

«La noche que te fuiste
(más triste que ninguna)
palideció la luna
y se tornó más gris la soledad…
La lluvia castigando mi angustia en el cristal
y el viento murmurando : ‘ya no vendrá más’.
La noche que te fuiste
nevó sobre mi hastío
y un hálito de frío
las cosas envolvió…
Mis sueños y mi juventud
cayeron muertos con tu adiós…
La noche que te fuiste
se fue mi corazón…»

Aquí estoy sin estar

Ahora bien, hay veces en las que las personas, de algún modo, acarician con tristeza el exilio sin exactamente estarlo sufriendo. Pero hablo de una sensación de «no estoy aquí», que no somos parte de lo que estamos viviendo. «Me siento tan ajeno a esto», repetía un viejo Abel en las calles de Palermo hace algunos años. Abel, que era peruano, siempre lloraba con profundo pesar de ser hijo de argentinos en el exilio, pero que él sí había logrado regresar a Argentina. «Mirá, querido, estoy aquí cuando no están más». Sus padres habían muerto sin poder regresar a su amado Palermo. El peso del pasado es brutal incluso para quienes sólo crecieron escuchándole. Pero, ¿y cuando no estamos familiarizados con esas tristes realidades? ¿Qué sucede cuando uno se siente ajeno, precisamente, a su propia vida?

Mario Benedetti

En uno de los relatos en Primavera con una esquina rota, Beatriz (los rascacielos), Benedetti dice: «Yo pienso que allá donde está mi papá, a última hora de la tarde debe cundir la tristeza». ¿Qué sucede cuando ese pensar es sobre nosotros mismos en un tiempo y espacio determinado que no es el que estamos viviendo? Esa extraña sensación de, precisamente, extrañeza, pareciera que nos debilita, que nos deprime, que nos hace mirar la vida más como una coincidencia que como una realidad. «¿A dónde voy? ¿Qué hago? ¿Quién soy?» Hay quienes dicen que se llama a esto crisis existencial, sin embargo, me parece que en sí es un cuestionamiento más que esperable cuando la idea de un sentido se vuelve una obligación y no un placer. El placer de «agarrarle sentido» a la vida es algo que queda de lado ante las pretenciosas exigencias sociales hoy en día.

El exilio que elegimos

Curiosamente uno de los momentos en los que el ser humano también puede optar por un exilio voluntario, radica en el «hasta aquí», en el poner límites. Pensar eso muchas veces nos ocasiona demasiado conflicto y miedo a la vez. ¿Quién no ha pensado en dejar de formar parte de un grupo social? ¿De la familia? Es importante considerar que es cierto, que uno encuentra en la incomodidad el mejor pretexto para dejar de seguir así, sin embargo, no es fácil lo que hay que hacer para dejar de estar incómodos. Mas no imposible…

Hay quienes pueden pensar en lo anterior que se trata a una invitación a romper con lo establecido, y quizá así sea, porque después de todo, ¿quién puede afirmar sin temor a equivocarse que aquello que es «normal», aquello que es «lo correcto», es en realidad lo único que es «bueno»? Hay que pensar en que el exilio es siempre algo «que no deja ver otra posibilidad», pero de lo obligatorio a lo voluntario hay tanto que podemos aprender para dejar de engañarnos a nosotros mismos. Y uno de los engaños más crueles que tenemos en esta vida es el engañarnos a nosotros mismos con aquello de «hay que aguantar». ¿Quién por amor es capaz de permitir que le ultrajen, que le lastimen, que le humillen? «Aguantar» es una noción muy fácil de usar para los tiranos…

Un poco de claridad

«Hablar con poca claridad lo sabe hacer cualquiera; pero claramente, poquísimos».

-Galileo Galilei

Queridos(as) lectores(as):

En este encuentro, quiero compartir con ustedes la solicitud de Alejandro, quien escribe desde Perú: «Héctor, ¿cómo puedo tener claridad en las cosas cuando estoy lleno de dudas?». La claridad, vaya que es un tema a considerar y más en nuestros días. ¿Pero a qué se refiere el buen Alejandro? Cuando hablamos de «dudas», me parece, estamos hablando de cosas que realmente nos importan. Si no existieran, mucho me temo que las cosas serían tan pasajeras y tan aburridas que cualquiera podría seguir adelante sin detenerse a reflexionar. El hacer por hacer. Justo hace unos días, terminé de leer El desprecio (1954), novela del escritor italiano Alberto Moravia, en ella me topé con esto que me hizo apuntarlo en mi cuaderno de notas: «Cuanto más te invade la duda, más te adhieres a una falsa lucidez de espíritu, con la esperanza de aclarar mediante el razonamiento lo que el sentimiento ha vuelto revuelto y oscuro». El sentimiento y la razón pareciera que siempre están en conflicto. Y así es…

Sin embargo, el pensamiento es el amo y señor de las trampas en nuestro ser. Fuertemente influenciado por el inconsciente, el pensamiento nos puede llevar de un lugar a otro, pintarnos escenarios catastróficos y obligarnos a concluir cosas a veces de modo desesperado. Dirían por ahí, «sobre pensamos las cosas en exceso». ¿Pero no pasa igual con los sentimientos? ¿Acaso es fácil diferenciar las cosas? Entre el querer y el deseo hay brechas que después nos confunden demasiado. Por lo que me parece que la duda, lejos de ser algo «malo», nos permite detener todo y nos abre paso hacia el discernimiento.

De valientes y locos

Decía Aristóteles que «la duda es el principio de la sabiduría». Pero antes de seguir con esto, habría que recordar que la sabiduría no es otra cosa sino lo que hacemos con aquello que conocemos. El conjunto de conocimientos es algo que vamos logrando a lo largo de nuestra vida, sin embargo, de nada nos sirve «coleccionarlos» si no sabemos qué hacer con ello. En muchas ocasiones, nos hemos demostrado a nosotros mismos que no por mucho conocimiento que tengamos sobre algo, significa que sabemos exactamente sobre eso. Un poco confuso, pero vamos a hacer un pequeño esfuerzo: si yo sé que puedo ser diabético y al mismo tiempo disfruto de comer muchos dulces, de nada me sirve lo primero. Ojalá fuera tan sencillo, porque aquí no estamos hablando de pulsiones de vida (Eros) o de muerte (Thanatos).

«Cuanto más lo pienso, dudo…»

Por lo general, las más grandes dudas y donde parece que la claridad es un lujo yacen en los terrenos del amor. ¿Cómo saber si lo que siento por alguien es eso y no otra cosa? ¿Cómo saber si esa persona siente lo mismo por mí? Y muchas otras preguntas en las que no es tan sencillo encontrar respuestas. Y es que en el amor, tal parece, no hay tiempo. Esto nos lleva a pensar que quizá en los sentimientos al menos hay algo seguro: lo sientes o no. La cantidad de afecto o intensidad en el sentimiento es algo aparte. Pero si yo digo «es que me gusta esa persona», puedo estar seguro que es un hecho que me gusta. ¿Qué tanto? Es ahí donde la acción es necesaria para averiguarlo. Charles Bukowski diría que «hay que ser valientes para abrir el corazón y dárselo a alguien». El modo de salir de dudas en el sentimiento es permitirnos vivirlo… no hay más.

De dudas y certezas

No logro recordar dónde leí, ni quién lo decía, que «vivimos en una época de excesivas certezas». Lamentablemente fuera de contexto no hay mucho que decir, pero podríamos darnos la licencia de aterrizar dicha afirmación en cosas meramente prácticas. Es muy común el despreciar la tremenda capacidad de reflexionar sobre las cosas que hacemos día con día, en otras palabras, pareciera que hacemos las cosas más por inercia que por pensadas. ¿Por qué es que estamos tan seguros de las cosas que hacemos y del modo en el que las llevamos a cabo? ¿Qué nos dice la experiencia? Claro, que las cosas van en cierto modo bien. Pero hay un cierto deje de conformidad de no pensarlas hacer quizá de mejor manera. Estamos tan acostumbrados a un ritmo y a modos determinados que no vemos más allá de ello. Quizá tenemos demasiado certeza de que las cosas marchan como deberían, pero no del porqué. ¿Qué pasa si antes de hacer «lo de siempre» nos detenemos por un momento a pensar otras posibilidades? Hay quienes no podemos «vivir» sin nuestro café de la mañana, ¿pero qué pasaría si cambiáremos por un fuerte té negro?

Volviendo con Alejandro, más adelante me compartía que tenía dudas sobre su futuro profesional. Que por un lado tenía la presión familiar de seguir con el camino de la abogacía, por el otro tenía la curiosidad de la Psicología, pero también quería mucho inscribirse en Gastronomía. Siempre estamos atravesados por diversas estructuras que dificultan mucho la toma de decisiones, no cabe duda. Quizá uno de los cuestionamientos más crueles que solemos tener es el famoso «qué dirán» los demás. ¿Pero por qué dependemos tanto de la OPINIÓN de ellos? Es que quizá se enojan, quizá no les guste, quizá no sea lo que esperan de mí… En una ocasión platicaba con ustedes sobre el Ideal del Yo y del Yo Ideal, donde uno nos dirige hacia lo que otros esperan y el otro hacia donde nosotros queremos. En determinado momento hay un cruce de ambos: ¿y ahora? Hay que escuchar lo más que se pueda al deseo y tener claridad en el hecho de que, hagamos lo que hagamos, siempre habrá opiniones a favor o en contra de ello. Pero no podemos permitir que NUESTRA vida sea VIVIDA por otros. La mayor claridad que existe en nuestro actuar es que «no hay libertad sin responsabilidad». Uno elige, uno se hace cargo.

Saber tener claridad

Un querido maestro y amigo, el Dr. Jorge Morán (q.e.p.d.), decía: «¡Que haya luz, sin perder claridad!». A veces, el exceso de certezas nos hace perder claridad sobre las cosas. En un breve ejercicio, pensémonos en un cuarto en completa oscuridad, mismo que está repleto de muchos muebles y que nos tenemos que tratar de mover sin tropezarnos. ¿Difícil, no? ¿Pero qué pasa cuando en otra ocasión, recién abrimos los ojos al despertar y hemos descuidado dejar cerradas las cortinas? La luz entra de tal forma que nos obliga a cerrar los ojos, pues no tenemos claridad. Irónico, ¿no? Pensar que la luz es sinónimo de claridad es darse muchas licencias poéticas. Al contrario, hablamos justo de excesos. Ni muchas dudas ni demasiadas certezas, si no, ¿dónde queda el asombro? Por supuesto hay cosas en las que debemos estar muy seguros (condiciones médicas, cálculos para construcciones, etc.).

En Psicoanálisis, llegamos a entender que muchas veces las afirmaciones tales como «tengo tal», «soy tal», etc., son sólo «la punta del iceberg«. Es por ello que en la asociación libre vamos descubriendo pasajes que nos orientan hacia aspectos un tanto más reservados o privados, mismos que se han visto construidos por años de lucha contra el deseo, miedo a reconocernos, etc. Por eso es que es importante señalar que la claridad no es otra cosa sino un punto y aparte, que da paso hacia más y más dudas. De tal modo que no debemos negarnos el poder tener dudas de las cosas, de hecho, hay que ser claros y decirnos (aceptándolo) que siempre habremos de tener dudas. Es un proceso muy común que se llama «vivir».