El Eterno Retorno de lo Mismo

¿Cuántas veces hemos caído en la tentación de decir “si viviera en otra época, las cosas serían distintas”? La maravillosa nostalgia, misma de las que han hecho tanto uso poetas, literatos, filósofos y psicoanalistas para compartir interminables reflexiones que siempre terminan por atormentar más a uno de lo que pretenden hacerle sentir mejor. ¿Por qué? Primero, empecemos por dar una breve descripción de la nostalgia como tal: exceso de pasado. Entonces, entendemos que una persona nostálgica es aquella que tiene su vida siendo pensada en un pasado, tan propio como ajeno.

Fue el poeta griego, Hesíodo, quien nos heredó esto que conocemos actualmente como el Complejo de la Edad de Oro, mismo que hace referencia a una época en el pasado en el que, se podría llegar a creer, las cosas eran mejores y los seres humanos pensamos que ahí es donde pudiéramos haber sido, si no es que más, al menos sí felices. Gran engaño de nuestro ego lastimado. La existencia de cada uno de nosotros se ve en constante asedio por las calamidades, por la tragedia, por la asechanza de los lobos de la economía y de la pobreza; herederos de la modernidad, sufrimos la falta de certeza en nuestra vida. Miramos con nostalgia ese pasado del que nos han contado nuestros abuelos, nuestros padres o nuestros maestros, viviendo enamorados de eso que fue, añorando estar ahí. Porque es una parte de la historia en la que todo era (quién sabe según quién) hermoso.

¿Pero qué pasa cuando caemos en cuenta que la Edad de Oro nuestra no es así la del otro? Es decir, cuando descubrimos que para cada cual hay una Edad de Oro propia. Eso lo aborda maravillosamente bien la película de Woody Allen, Midnight in Paris (Medianoche en París, 2011), en la que nos encontramos con Gil Pender, un romántico escritor cuya Edad de Oro se desarrollaba en el París de los 20`s, ya que, según él, fue el momento en el que París fue la máxima expresión de la cultura, albergando a artistas y literatos de la talla de Salvador Dalí, Hemingway, Picasso, Buñuel, etc., mientras que la lluvia no dejaba de caer. Gil será cuestionado por sus contemporáneos e incluso ridiculizado cuando asegura que ha podido viajar en el tiempo a esa época. Dos épocas en la misma historia. Pero cuando se encuentra en su «París de Oro», Gil es indescriptiblemente feliz, incluso encuentra el amor en una mujer francesa y muy relacionada con varios artistas, Adrianne de Bordeaux, misma que le cuenta que para ella la mejor época fue la conocida como La Belle Époque (la Bella Época), en París entre 1871 y 1914.

Hablando de Francia, fueron los filósofos existencialistas franceses, tales como Jean-Paul Sartre, Albert Camus (argelino), Michael Emil Cioran (rumano de nacimiento), entro otros, los que denunciaron el sinsentido por el que atravesaban muchos hombres. Después de todo, pensemos que Europa había sido testigo de dos Guerras Mundiales, tras las que se desató una terrible crisis de identidad por parte de los más perjudicados en ambos lados del campo de batalla. Estos filósofos, a su manera, proponían cómo lidiar ante ello o cómo aceptarlo, dando paso al existencialismo francés, ese movimiento que originalmente inició Kierkegaard en Dinamarca a mediados del siglo XIX en respuesta a la amenaza del nihilismo. Y es que la filosofía parecía haber “olvidado” la parte subjetiva de su estudio, e ignorar eso tras años de racionalismo e idealismo, no dieron explicación al profundo cuestionamiento de cada uno de los seres humanos sobre su existencia.

Friedrich Nietzsche, conocido por ser profeta del nihilismo (la profunda negación de cualquier sentido en la vida), mas no su represente, nos regaló a los hombres un pensamiento de origen griego pero llevado a nuevas proporciones tanto éticas como teológicas, que vino a incrementar la nostalgia de los modernos: el Eterno Retorno de lo Mismo. Esta tesis daba paso a una profunda reflexión, misma que encontraba como enemiga a la concepción de la vida eterna impulsada por el cristianismo. ¿Qué pasaría si les dijera que todo lo que han vivido, y que están por vivir, están condenados a vivirlo una, y otra, y otra vez sin alcanzar un fin? ¿Pueden pensar en aquellas tristes experiencias, así como dolorosas, que han tenido que pasar y que ahora resulta que deberán volver a vivirlas incontables veces? Es una idea aterradora y en demasía escalofriante, porque quien ha vivido una vida (valga la redundancia) con demasiadas cosas tristes, no podrá escapar de ellas nunca. Aunque también está el otro lado de la moneda, en la que se repetirían todos los hermosos y sublimes momentos.

El Eterno Retorno de lo Mismo, no sólo garantizaba un auténtico tormento al pensar en esa cadena perpetua, sino que también brinda la oportunidad de repensar nuestras vidas, de ser todavía más conscientes de nuestra participación en cada elección que tomamos; una invitación a querer vivir, a liberarnos de las cadenas que nos prohiben vivir, de hecho Nietzsche hacía una crítica a la negación de la vida por parte del cristianismo, pensando en la promesa de una vida mejor tras la muerte terrenal. Pero esa crítica se limitaba a la mala fe o a la fe mal entendida, que llevaba a los creyentes a despreciar la vida terrena para esperar mejor la otra prometida. Con todo, ese pensamiento resulta ser una excelente herramienta para enfrentarnos al Complejo de la Época de Oro. ¿Por qué es que cada vez que pensamos en esas épocas, siempre nos pensamos en las mejores condiciones? Hace años platicaba con un querido amigo sobre ello, ya que él estaba convencido (hasta la fecha) de que la mejor época fue durante la Edad Media. Le preguntaba si estaba dispuesto pasar por las carencias que eso supondría vivir ahí, a lo que me decía con firmeza que sí. Pero una vez que le comenté que si estaría dispuesto a vivir en esa época siendo una minoría perseguida, o quizá un esclavo o un simple pordiosero, porque habría que arrancarse la idea de que se viviría en esa época con los lujos de los grandes señores feudales, reyes, emperadores o incluso miembros del clero. ¿Por qué en vez de vivir pensando en el ayer “maravilloso que fue», no nos empeñamos en vivir lo mejor posible en lo que estamos deviniendo?

La Época de Oro, la existencia precaria que nos hace tener tal complejo, siempre se cuenta sin tomar en cuenta un factor muy importarte: si era tan hermosa, ¿por qué se acabó? Es decir, en nuestra nostalgia abrazamos las cosas bellas de nuestra propia especulación y de nuestras más detalladas fantasías, pero no somos capaces de advertir que todo tiene un fin, y que la belleza de las cosas es precisamente eso: nada dura, todo se acaba. Pero hasta que no valoremos nuestra vida, tratando de dar un giro radical en cuanto a nuestra forma de hacerlo realmente, viviremos atrapados en esferas imaginarias donde nada pasa, todo está bien, y nos veremos severamente perjudicados a la hora de que salgamos a la realidad y no podamos hacer nada con ello. Y la desesperación, el morir sin morir, será nuestro único destino.

Sobre la locura

Michel Foucault fue uno de los más grandes escritores de la filosofía. Su primera obra será la Historia de la Locura en la Época Clásica (1961 [1964]). Conecta historia y experiencia.

Habla de la historicidad de las formas de la experiencia, es decir, cómo se vive, cómo se concibe un fenómeno. Se plantea el origen: todo empieza con una experiencia que es la de la locura. Cada época experimenta la locura de manera distinta, que haya alguien loco no es evidente. Foucault estudia lo que se ha entendido por loco en otras épocas; es un proyecto crítico pues trata de problematizar las formas de saber, la racionalidad que subyace a las instituciones y a las prácticas que son propias de la modernidad. Detrás de todas esas formas históricas, en la modernidad lo que hay es voluntad de poder. Es el punto flojo de Foucault porque eso estaba ya en Nietzsche, no es original. Es distinto al filósofo alemán en que éste es un moderno, lo propio de la posmodernidad es la diferencia. La modernidad es unidad y posmodernidad es diferencia; la posmodernidad busca valorar las diferencias y mantenerlas. Para Nietzsche, la voluntad de poder no se puede dar sin cierta unidad. Lo interesante es que el poder en Foucault es descentralizado: un poder presente en todas las culturas, en todas las instituciones.

Foucault toma de referencia al siglo XVII francés. En ese momento la locura se establece como lo otro de la razón, lo contrario. Antes, la locura era parte del ser del hombre, los locos no estaba categorizados ni tratados. ¿Cómo era entendida la experiencia de la locura? La noción de espacio es importante en Foucault porque él va a darle valor de poder y de dominación al espacio, y tiene toda la razón, la distribución del espacio es un ejercicio de dominación. Habla del espacio de la locura.

La locura se percibe de modo distinto a lo largo de la historia. Foucault menciona cuatro periodos:

  1. La Edad Media: la experiencia de la locura estaba nublada por las imágenes del pecado, la bestia, etc. Los locos eran los posesos, es decir, los que habían sido poseídos por alguna entidad demoniaca, esto en un contexto meramente cristiano.
  2. Renacimiento: se empieza a hablar de la locura y de la razón, no como en la época clásica. Foucault se inspira en un cuadro del Bosco: La Nave de los Locos. El loco es el que es medio genial, el que se ríe de los demás. Es una persona divertida con momentos de extravagancia y genialidad donde dice las verdades de la razón. La razón es media loca. El loco se ríe del sabio y del genio.
  3. Época Clásica, 1656: se da la creación o fundación del Hospital General en París. Se crea por ley, siendo la exclusión de la sociedad para los locos, ya que se les ve como peligrosos. No se les encierra nada más a ellos, sino también a los vagabundos, los pobres, los homosexuales, los viejos, a las prostitutas, a todo aquel que padezca de enfermedades venéreas. No hay separación mental. No existe un concepto de “enfermo”, sino de indeseable para la sociedad. Viene una ética de influencia protestante en la que se valora mucho el trabajo: el que no trabaja es indeseable y debe ir a la cárcel. No se trata de corregir a esas personas, sino de segregarlas. Antes no había gente anormal, había gente distinta, asimilada socialmente y ahora son excluidos. Es un paso hacia atrás, pero aparece también el afán de exhibir a los locos.
  4. Medicación del encierro: cuando se somete a alguien a tratamiento médico es una práctica que deja a ese alguien como un anormal. Se generan las nociones de «loco» y de «enfermo mental». Es una forma de dominación, dándole una identidad que en principio no tenía. Se muestran las etiquetas con las que funcionamos en la sociedad moderna como extractos sociales. No se acepta el concepto de «naturaleza», pues no hay nada que detenga nada, no hay barreras, todo vale igual, todo está construido histórico-cultural-socialmente.

La posmodernidad convierte todo en cultura porque no hay nada estable. No existía el loco como paciente, no se había instalado hasta el siglo XVII como lo contrario a la razón, sino como la sin-razón. El sujeto está construido sin naturaleza, no es que el hombre no sea social por naturaleza ni que se establezca por contrato, es que todo se establece de esa manera, por consenso. Se expulsa la metafísica misma (desde Heidegger en Ser y tiempo).

Sobre la confesión

En 1847 el filósofo danés Sören A. Kierkegaard escribió Discursos edificantes en varios espíritus, hablando de la revelación, aunque sin autoridad (no era un pastor ordenado). Entre los tres discursos, el Discurso de Ocasión, está escrito respecto al tema de la confesión. En la Iglesia Luterana Danesa, también existe la figura de la confesión, por lo que Kierkegaard dirá que lo importante, pues, para poder hacer la confesión, es que uno tiene que hacer examen de conciencia, identificar el pecado cometido y confesarlo con sinceridad y arrepentimiento.

El ser humano tiene una dimensión eterna, es decir, no existe propiamente el antes y el después, sino que el tiempo se vuelve un tiempo continuo, un permanente presente. Esto es, algo así, la perspectiva de Dios, quien puede ver la imagen perfecta y que no distingue el antes y el después. Desde esta otra perspectiva, el pecado cometido no queda propiamente en el pasado, sino que queda inserto en el continuo que es el yo. A mis alumnos suelo decirles que, por eso, el pecado es como una cicatriz de una herida, que aunque ya no sangra y ya no duele, la marca ha quedado.

Dios sí perdona los pecados, pero uno mismo no puede hacerlo, pues sería jugar a ser Él. Aunque la figura del sacerdote sirve como intermediario, como ocasión para que se pueda confesar los pecados sirviendo como vínculo entre Dios y los hombres. Lo que es un error es considerar el pecado como que está separado de uno mismo, ese pecado es parte de nuestro ser. Respecto a la confesión, si bien en el protestantismo existe la figura de la confesión, no existe de manera sacramental como en el catolicismo.

Se puede confesar (en el protestantismo) el pecado de tres maneras:

  • Confesarse a uno mismo: confesión personal, es decir, un examen de conciencia que es difícil que sea genuino porque la voluntad puede manipular la descripción que se hace de los actos.
  • Hacerlos frente a un confesor: aunque se puede engañar al confesor con la misma facilidad con la que uno se puede engañar a sí mismo, que se trata de un engaño inconsciente, la llamada racionalización, “esto no es un pecado porque lo hice con buena intención”.
  • Frente a Dios: la única confesión genuina, pues puede evitar el tema del engaño por la cuestión de la omnisciencia divina, ya que no se le puede decir algo que Él no sepa, pues no tendría ningún punto el engañarlo. No se le estaría contando algo que no sepa. No se aprende nada de Dios, pero de uno mismo sí: al estar frente a Él, el hombre se puede contemplar a sí mismo desde esta perspectiva, se da cuenta que cometió un pecado y que es absolutamente responsable frente a ese pecado cometido.

En la confesión, lo que se hace es contar nuestra propia historia para darle sentido nuestra existencia. El individuo se percata en el pecado de la continuidad que es el propio yo, y podríamos decir que el yo es la suma, no de sus acciones concretas, sino de sus decisiones, el acto de voluntad con el que realizó las acciones.

El silencio de los inocentes

Me he sentado en un parque, quería tomar un poco de sol y respirar aire fresco; disfrutar del ruido de la naturaleza perturbada por la ciudad, saborear un rico helado y dejar que mis piernas y mi espalda busquen un poco de alivio. Veo a muchos perros (cada vez hay más «ángeles sin alas»), gente que camina sin preocuparse. Pero lo más lindo es escuchar la risa de los niños que se divierten en los juegos. Todo bien…

Pero, en ese momento, viene a mi mente lo que me ha dolido por años: la triste realidad de la pederastia. Simple y sencillamente no puedo entender cómo es que hay quienes, buscando una satisfacción degenerada del deseo, arruinan y destruyen la vida de los inocentes niños. Son muchos los casos que suenan alrededor del mundo; muchos de ellos señalan a una institución milenaria: la Iglesia Católica. Porque han sido sus representantes (sacerdotes), evidentemente no todos, los que han cometido uno de los pecados/crímenes más terribles y que no gozan de perdón alguno, ni deben tenerlo.

Camino entre la fe y la razón, y por ello es que no puedo negar el dolor que siento sobre este tema, porque me atrevo a pensar que esos miserables no conocen para nada la fe. Pienso, por ejemplo, que no leyeron Mateo 18:1-6, que dice:

«»En aquel momento se acercaron a Jesús los discípulos y le dijeron: «¿Quién es, pues, el mayor en el Reino de los Cielos?» El llamó a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos.» «Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar.»»

Es una advertencia que se extiende fuera de la fe. Miramos el mundo y nos encontramos con el caos que los seres humanos han provocado desde que existen. Vemos las mismas historias tristes que se repiten una y otra vez por culpa de aquellos que ostentan el poder, poder que es capaz de poner a hermanos contra hermanos. La búsqueda del poder es lo que ocasiona: desear más y más. Y nos consta que, aunque existen, el hombre no conoce límites.

El perfil de un pedófilo es difícil de establecer, pero podemos encontrar un patrón interesante, que se muestra en el interés sospechoso que tiene para relacionarse con tanta insistencia con los niños. No confundamos el cariño y el apego con la obsesión. Ahora bien, el problema que no se ha estado «viendo» con claridad es saber interpretar el silencio de los niños. En la espacio psicoanalítico, TODO debe pasar por el análisis, porque incluso el silencio, a veces, «grita» muchas cosas que el discurso del paciente no está compartiendo. Tenemos que saber y entender que los niños son los más expuestos a la crueldad de los adultos, de ahí aprenden casi por mímesis y después descubrimos a los siguientes en una línea de dolor y tristeza.

¿Acaso sabemos escuchar a los niños? Comparto la siguiente anécdota:

Un día, J. regresó del colegio. Una institución de educación privada laica. Sin embargo, su mamá vio que estaba muy callado, de hecho, notablemente asustado. Le preguntó una y otra vez qué tenía, a lo que el pequeño le contestaba un «nada». Ya en la noche, el papá de J. regresó del trabajo y fue enterado de la situación misteriosa. Éste se acerca al niño y le vuelve a preguntar por qué estaba así, ya que no era normal verlo tan apagado. Los días pasaban y el estado de J. empeoraba más y más. Y el silencio seguía. Fue hasta que la mamá de J. asistió a la escuela para hablar con su maestra, la cual también había notado el cambio repentino del pequeñito. Tras platicarlo, entendieron que era necesario llevar a J. con un experto. Así fue. Después de algunas sesiones, el terapeuta pidió hablar con los padres de J. Diagnóstico: el pequeño había sido víctima de acoso sexual. ¿Cómo es posible? -preguntaron los papás alterados-. La información llegó a la escuela y se realizó una investigación. Curiosamente, varios padres también se habían estado presentando a la dirección de la escuela para pedir explicaciones sobre lo que estaba pasando con sus hijos. Fue hasta un día que salió de la boca de J. el nombre del supuesto responsable; dicha persona era familiar de la directora de la escuela. La policía fue avisada y la investigación realizada por ellos llevó a la detención de esa persona. El sujeto había estado tocando a los niños de manera inapropiada y les obligaba a guardar silencio, ya que si ellos hablaban, «él iba a ser muy malo con sus papás, y luego sería culpa de ellos».

El poder y dominio que ejerce un adulto sobre un niño puede ser tan grande que se hace de todos los medios para someterlo a su voluntad. El miedo es una herramienta básica para los pedófilos, quienes amenazan de formas distintas al niño y, peor aún, en ocasiones hasta los llegan a hacer sentir culpables de lo que sucedió. Recuerdo que un «obispo» un día soltó un polémico comentario: «Es culpa de algunos niños que seducen a los adultos». El problema con gente así, además de los pedófilos evidentemente, es que ocasionan que las pasiones se enciendan y la razón se apague, provocando el odio (entendible) de la sociedad, en este caso contra la Iglesia en general.

Pero, ¿qué respuesta ha dado la Iglesia Católica sobre estos desagradables casos? Muchos creen, y desgraciadamente hay hechos que lo sustentan, que las soluciones se dan con medidas de «prevención», cambiando a los sacerdotes sospechosos de diócesis, o bien que no hacen nada, sin embargo, la postura de la Iglesia en verdad ha ido cambiando con los años. Hoy por hoy, el Papa Francisco ha condenado enérgicamente la pedofilia por parte de sacerdotes, sobre todo ahora que ha salido a la luz el informe de la Fiscalía General de Pensilvania en el que se acusa a 300 sacerdotes de abusar sexualmente de mil niños (quizá de más). Las palabras fueron: vergüenza y dolor.

Hace unos años, salió un documental muy fuerte llamado Las Manzanas Podridas en las que el Vaticano brinda una respuesta contundente, donde son claros en mencionar que sus medidas han sido un fracaso, y donde se muestra, una vez más, que el hombre es capaz de todo, hasta de desobedecer al mismísimo Santo Padre, como lo hicieron varios obispos en Estados Unidos. Les comparto el documental: Manzanas podridas.

Hay que proteger, amar y siempre escuchar a los niños. La pedofilia, sea quien sea que la practique, es un crimen y no debe ser ni solapado ni silenciado. Mucho menos justificado.

La importancia de la autocrítica

El ser humano yace frente al mundo; se ve a sí mismo en otros y en otros se pierde. Un acercamiento de tinte existencialista para tratar de mostrar que, en efecto, buscamos en otro u otros lo que deberíamos encontrar en nosotros. Día a día, la vida nos exige mucho, hay quienes opinan que demasiado, sin embargo, no somos capaces (al menos no todos) de darnos cuenta que lo que nos exigen es lo que exigimos y, al no darlo nosotros, aún así lo seguimos exigiendo. La continuidad del error y de la frustración la podemos encontrar en el reflejo del espejo al vernos en él.

No es un secreto que la gente actúa, muchas veces, tal y como esperan o esperarían los demás de ellos. Es una presión constante, el señalamiento inquisitivo que nos hace hacer las cosas de una o de otra manera para cumplir. ¿Con quiénes exactamente? La sociedad está estructurada de tal modo que no podemos descuidar ningún nivel de la misma, es como la empresa y el empresario; el empresario sabe que no puede hacer su trabajo si su empresa está tambaleando, que no está en las condiciones para ofrecer lo que sus clientes esperan. Por ello, el empresario debe ser el que observe con cuidado, de la cabeza a los pies, el funcionamiento.

Evidentemente no va a estar el dueño viendo que todos hagan lo que les corresponde, por eso es que tiene subordinados que lo hagan. Pero no por ello debe confiarse. Hay muchos factores que influyen de manera directa o indirecta en nosotros. Cuando creemos que estamos haciendo las cosas bien, en efecto, nosotros solamente lo creemos porque nos sentimos agusto con el resultado, sin embargo, no vemos más que lo que queremos ver, así como no escuchamos sino únicamente lo que queremos escuchar. Toda autocrítica comienza con la crítica de otros. Recordemos al senador romano, Cayo Cornelio Tácito: “Quien se enfada por las críticas, reconoce que las tenía merecidas”. Y sí, justo es cuando debemos regresar a nosotros mismos y dar paso a la autocrítica.

“Confía pero vigila”, era una advertencia que hacía Joseph Stalin, el infame dictador de la Unión Soviética. Cuando comentaba lo del empresario, hice hincapié en que no debe confiarse solamente porque tiene subordinados que le ayuden a que las cosas marchen bien con su empresa. Y así tiene que ser, debe mostrarse siempre atento para que por un error, no se caiga todo. El individuo debe confiar en sí mismo pero vigilarse al mismo tiempo, no abusar de su propia confianza.

El error se da al primer descuido. Cuando en la autocrítica analizamos algo debemos ser honestos con nosotros mismos y reconocer que hemos cometido un error, pero tampoco ser dictadores y castigarnos con fuertes sentimientos de culpa. Hay una palabra clave que va por debajo de la autocrítica, me refiero a la humildad. San Josemaría Escrivá decía: “El propio conocimiento nos lleva, como de la mano, a la humildad”, y ese conocimiento es también el autoconocimiento. Sin humildad, la autocrítica puede volverse un ejercicio que fomente el narcisismo y nos lleve al autoengaño. Por ello es que debemos abrazar el hecho de que somos humanos y que podemos equivocarnos. Pero también podemos enmendar. Y no ser tercos, ya que Jacques Lacan sugiere: “Si usted ha comprendido, seguramente está equivocado”. Comprender algo no nos hace aprender de ello, por ello es que podemos caer en la contradicción o en el error mismo.

(Texto mío publicado originalmente en la Cátedra Carlos Llano)

El tiempo presente

Comencemos con un relato budista:

Un hombre se le acercó a un sabio anciano y le dijo:

-Me han dicho que tú eres sabio… Por favor, dime qué cosas puede hacer un sabio que no está al alcance de las demás de las personas.

El anciano le contestó: cuando como, simplemente como; duermo cuando estoy durmiendo, y cuando hablo contigo, sólo hablo contigo.

-Pero eso también lo puedo hacer yo y no por eso soy sabio- le contestó el hombre, sorprendido.

-Yo no lo creo así- le replicó el anciano. Pues cuando duermes recuerdas los problemas que tuviste durante el día o imaginas los que podrás tener al levantarte. Cuando comes estás planeando lo que vas a hacer más tarde. Y mientras hablas conmigo piensas en qué vas a preguntarme o cómo vas a responderme, antes de que yo termine de hablar. El secreto es estar consciente de lo que hacemos en el momento presente y así disfrutar cada minuto del milagro de la vida.

(Tomado de Rincón del Tibet)

Queridos(as) lectores(as), ¿por qué vivimos tan atareados? ¿Por qué vivimos tan rápido la vida que nos toca? ¿Qué prisa tenemos? En entradas anteriores comentamos el tema de la inmediatez, cosa que podría contrariarnos con la intención del texto de hoy. Pero diferenciemos la vida de lo que vivimos (y cómo lo vivimos). La diferencia es importante porque tal parece que hoy, en plena posmodernidad donde se apuesta por la diferencia, irónicamente cuesta diferenciar las cosas. Y no es lo mismo lo que hay a lo que hacemos con ello.

Mis lecturas y estudios me han llevado a ir descubriendo a un psicoanalista francés, Jean-Charles Bouchoux (Los perversos narcisistas), quien se ha ido convirtiendo en una de las voces autorizadas para hablar sobre la práctica de origen freudiano y la relación con la meditación. Además de la lectura mencionada, he estado leyendo (y francamente disfrutando) otro texto, Por los caminos de Buda y Freud. Dicho texto, que es un breve acercamiento al budismo y su relación que encuentra el autor con el psicoanálisis, cuenta con varios ejemplos y casos, ricos en contenido, de los que podemos encontrar varios puntos de reflexión, partiendo de la premisa «transformar el dolor en sabiduría con la meditación y el psicoanálisis». La vida es dolor, eso en el budismo, y lo cierto es que podemos encontrar verdad en ello independientemente de las creencias que tengamos o de las que carezcamos.

Jean-Charles Bouchoux nos comparte la siguiente reflexión:

¿Cómo encontrarse?

-Existe la ignorancia y existe el karma. Existe el zen y existe el psicoanálisis. ¿Cómo encontrarse? El velo de la ignorancia puede caer con la práctica del zen pero, ¿podemos liberarnos del karma?

-Como si de un río se tratase, la energía del karma fluye… Paciencia y confianza: continuidad con zazen.

-¿Debo creer en vidas anteriores?

-El pasado ha dejado de existir, el futuro aún no existe. Concentraos en el aquí y en el ahora. Si queréis conocer vuestro pasado, observad vuestro presente: es la consecuencia de vuestro karma, de la energía presente generada en el pasado. Si deseáis conocer vuestro futuro, observad vuestro presente: vuestro futuro será consecuencia de vuestras acciones presentes.

Escucho mucha angustia, mucho dolor en cada una de las pláticas de mis familiares, amigos y alumnos, quienes sostienen muy presente el futuro que no ha llegado. Cierto, es de todo buen hombre y de toda buena mujer prudente el tener visualizado el futuro para poder anticiparse a cualquier cosa que pudiera acontecer, pero lo cierto es que es dudoso, nunca es del todo exacto. Las hojas de los árboles inevitablemente han de caer, pero no sabemos cuándo ni por qué. Planear la vida es un acto que muchos queremos hacer, siempre pensando en circunstancias favorables, casi nunca pensamos en cosas malas porque «no queremos». Pero el futuro es en totalidad incierto. A veces bueno y gentil, a veces cruel y despiadado. La perspectiva subjetiva gobierna.

Pensar demasiado las cosas es no pensar las cosas, porque vamos más allá de lo que hay y muchas veces todavía ni siquiera gozamos o padecemos eso. Vivir el presente nos puede ayudar a fortalecer el camino a seguir, a sentirnos un poco más seguros (y aún así no lo estaremos). Después «que venga lo que venga y como venga».

«No insistas en el pasado, no sueñes con el futuro, concentra tu mente en el momento presente».

Buda

Aprende del pasado, sí, para que no repitas los mismos errores en el presente y puedas vivir el futuro, con los nuevos errores. Cada error es una enseñanza, cada enseñanza una oportunidad para aprender a vivir.

La soledad de los enfermos

No hay cosa que más nos humanice que la enfermedad, pues nos muestra frágiles, nos muestra como realmente somos: vulnerables. Después de todo, el valor de las personas no se basa en su clase social o en su riqueza, sino en la belleza de sus corazones, en su vulnerabilidad. Y cuando se está enfermo, lo que más se necesita, además del cuidado atento por parte de los médicos y de enfermeros(as), es un trato amoroso y cariñoso.

Primer anécdota:

La pequeña O. había sido una niña linda, tierna y siempre entusiasta. Le gustaba jugar con su perro, Coby, y no dejaba de sonreír. Un día, comenzó a sentirse cansada, cosa que empeoró a las pocas horas, cayendo enferma. La risa en su casa se apagó. Los papás veían con preocupación cómo O. no mejoraba, con todo y que la atendía uno de los médicos especialistas en su enfermedad. Los días pasaban y O. apenas podía abrir los ojos. Pero, con todo y las lágrimas de sus padres, la pequeñita seguía esforzándose por reír, ya que su hermano R. se colaba al cuarto y le contaba historias y uno que otro chiste. O., ante la enfermedad estaba perdiendo, pero R. le brindaba un amor que le daba consuelo a su corazón.

¿Es que acaso se necesita de los demás? Sí, todos en algún punto nos veremos obligados a recurrir al otro, a los demás, ya que somos vulnerabilidad que se disfraza de fuerza e independencia. Pero lo cierto es que vivimos en una existencia de codependencia. Siempre necesitamos al otro. Por ejemplo, yo estoy sentado escribiendo este texto, confiando de manera inconsciente en la persona que hizo la silla que estoy usando, ya que dependo de su destreza y cuidado en su trabajo para no sufrir una aparatosa (¡y humillante!) caída, y no decir que también mi salud depende de ello.

Pero volvamos a los enfermos. Quienes padecen enfermedades que les privan de una vida armoniosa, saben y comprenden que el miedo es un acompañante que no es bien recibido. Hay un temor por lo que pasará, además, claro, del dolor que están padeciendo. Ibn Sina, o mejor conocido en Occidente como Avicena (980-1037), fue un respetado filósofo y médico persa, uno de los grandes precursores de la ciencia médica. Él trataba de hacer que sus alumnos y colegas médicos tuvieran presente que ellos no atendían enfermedades, sino personas que padecían enfermedades. ¡Qué importante diferenciar eso! Quienes atendemos a pacientes, de un modo u otro, sabemos que el dolor que tienen, y como he mencionado también el miedo, hace que muchas veces actúen de forma agresiva y en ocasiones hasta ofensiva. Entendamos: el dolor es el que está, no hablando, gritando. Y esas actitudes hacen que los veamos a veces con recelo y perdamos, hay que decirlo, el entusiasmo y las ganas por atenderlos. En algún momento se atraviesa un pensamiento como «¿así me paga que lo esté atendiendo?».

Segunda anécdota:

La señora U. ha estado confinada a su cuarto desde hace poco más de 10 años. Ella, una anciana de 93 años, vive bajo los cariñosos cuidados de L., la enfermera que sus hijos han contratado para esa labor. Cabe decir que sus hijos tienen a sus familias que atender, además de sus trabajos y demás compromisos, sin embargo, el hecho de que contrataran a L. no fue para «deshacerse o desentenderse» de los cuidados que su madre requiere, al contrario, se han puesto de acuerdo en tener «turnos» para estar y convivir con ella. Y todos lo han cumplido, de manera entregada y amorosa. Sin embargo, la señora U., padece una enfermedad que le ocasiona mucho dolor por el día, cosa que L. a veces tiene que enfrentar bajo torrenciales de insultos y contestaciones negativas. Pero L. la entiende, y a cada ofensa la respuesta siempre es un gesto amable y tierno.

Cuando Avicena recalcaba lo de atender a personas que padecen enfermedades, amplió la visión llevando a las personas en esa labor a abrir sus corazones. Hay una palabra que estamos descuidando: miseria. Y eso es precisamente lo que los enfermos sienten; se sienten miserables, «olvidados» y con muchas preguntas terribles que no encuentran respuesta. Queridos(as) lectores(as), ¿alguna vez han escuchado el famoso «por qué yo»? Eso atormenta a muchos, y no sólo en cuestiones de salud, sino también en otras situaciones de la vida. Pero entendamos eso: las personas no sólo están padeciendo la enfermedad, sino que sienten dolor, sufren constantes miedos, pero sobre todo, están aterrados por la soledad. ¡Es una exigencia estar con ellos! Quizá me digan, con justa razón, «¿pero qué puedo hacer yo que no pueda hacer el médico?». El valor de la compañía es un valor agregado, es decir, tiene algo que no se puede medir, pero que influye mucho en la persona que nos necesita. Muchas veces el sólo estar a su lado, sin decir absolutamente nada, llena de consuelo a las personas al no sentirse solas mientras las acompañamos en ese valle de lágrimas.

No temamos estar con ellos, antes bien, temamos no estar con ellos. No olvidemos que vivimos en una realidad donde la culpa nos corroe muchas veces por el no haber hecho, el no haber dicho, por el no haber estado. Y esas cargas son duras y muy pesadas. No vivamos con arrepentimientos cuando podemos vivir con amor en el corazón. Una palabra tierna, una caricia, un «aquí estoy contigo», una sonrisa, un gesto amable, quizá un regalito sencillo, no sé, todo eso resulta una medicina anímica que puede ayudar a los enfermos a luchar contra sus padecimientos y no a no rendirse.

Tantas cosas que podemos lograr siendo amables…

Reforzar la vida interior

Ayer por la noche platicaba con una amiga, quien me participó que esta página le estaba gustando y que el contenido le estaba ayudando a encontrar claridad en distintas cosas sobre su vida (¡Gracias, S.!). Y se animó a sugerirme un tema que, hasta hace un tiempo, precisamente yo había estado reflexionando. De hecho, mi muy querido amigo, Bernardo Sosa, quien es filósofo y se dedica al pensamiento de Séneca, ya había tenido la oportunidad de dar una plática sobre la Importancia de la Vida Interior, por lo que en su honor y a la sugerencia de mi amiga, les dedico esta reflexión.

En la entrada pasada a ésta (El dolor de amar), sostenía que la cultura de la belleza estética ha hecho que muchas personas se sientan fracasadas por no poder alcanzar los cada vez más exigentes estereotipos que muestran. Y eso, entre otros motivos, ha perjudicado seriamente la identidad de cada una de las personas. Es decir, cuando nos enfrentamos al bombardeo masivo de información y propaganda que las empresas disparan contra nosotros, establecen ciertos estándares «aceptables» para una sociedad que se debate constantemente entre el ser y el deber ser. Y ese deber ser, quiero aclarar, se torna más bien en un «como nos gustaría (te exigimos) que seas». ¿Cómo se puede aceptar lo que se es cuando hay quienes no dejan que eso pase?

No solamente es un asunto de amor propio, sino que es una exigencia de (auto)respeto por la dignidad de cada uno de nosotros. Sobre este tema, el filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804), escribía lo siguiente:

«El ser humano, considerado como persona, está situado por encima de cualquier precio, porque, como tal, no puede valorarse solo como medio para fines ajenos, incluso para sus propios fines, sino como fin en sí mismo; es decir, posee una dignidad (un valor interno absoluto), gracias a la cual infunde respeto a todos los demás seres racionales del mundo, puede medirse con cualquier otro de esta clase y valorarse en pie de igualdad»

¿Contra quién estamos compitiendo? ¿Por qué estamos compitiendo? Desde hace unos meses, he dado la cátedra Ética de Negocios, y en ella hemos trabajado mis alumnos y yo en la diferencia entre competir y ser competentes. Grosso modo, cada individuo tiene que tener las capacidades para poder ser competente, es decir, tener con qué poder hacer las cosas y buscar lo que se necesite para poder hacerlas. Cuando competimos, poniendo por ejemplo a los atletas de alguna rama del deporte, la idea que importa es la de ganar, la de superar al otro para mostrar quién es el mejor en lo que hace. Sin embargo, ningún atleta que triunfe debería ver como perdedores a los demás y burlarse de ellos. Ojo: sí, perdieron, pero eso no los hace menos, simple y sencillamente será la ocasión que les permita tener en cuenta que necesitan entrenar más para lo lograr ganar la próxima vez.

Pero regresemos a eso de «tener las capacidades». Justamente el trabajo de la vida interior es un acto que exige la humildad en cada uno de nosotros para ver las cosas que podemos hacer, las que no y la que podríamos llegar a hacer si buscamos los medios para ello. Bien decía una tía mía: «Total, reconocerse no es morir». Afrontar con humildad nuestras limitaciones no nos hace menos que los que sí pueden hacer las cosas, porque precisamente no todos son capaces de hacer todo. Antes bien debemos observar que lo que unos no pueden nosotros sí podemos, y eso es precisamente el valor existencial que aportamos en la vida: nadie puede ser lo que somos. Para reforzar este punto, la idea central propuesta por la corriente existencialista en la filosofía es que no existimos, sino que estamos existiendo, es un proceso que va más allá de una simple definición. Por ejemplo, una persona no es mediocre, porque al hablar de ese modo sentenciamos su existencia y la limitamos a una totalidad, sin embargo, la persona actúa de tal modo que pareciera que en verdad no sale de la mediocridad. ¿Y no puede hacer algo para salir de eso? ¡Claro! Y no sólo puede, sino que debe hacerlo.

La vida interior es la verdad de cada uno de nosotros, después de todo, como decía Sören Kierkegaard: «Las puertas de la verdad se abren hacia dentro», pues cada uno de nosotros debemos encontrar una verdad que sea verdad para nosotros, y dicha verdad no es ni puede ser otra más que lo que somos. Aceptar lo que somos nos permite desafiarnos, desafiarnos a ser mejores, buscar la magnanimidad como una virtud que refuerce la vida interior y que nos haga salir de ella hacia el mundo y lograr cumplir con cada vez más metas. Es un ejercicio existencial que obliga a buscar la perfección. Nunca seremos perfectos, pero en ningún momento eso nos debe detener en buscar serlo.

El que fracasa hoy, no tiene por qué fracasar mañana.

El que triunfa hoy, no tiene por qué triunfar mañana.

Parte de la aceptación es reconocer la vida tal y como es. Aceptar que vivimos ante la falta nos puede ayudar a entender lo que debemos realmente buscar; quizá podríamos empezar por quitarnos las cadenas que nos limitan, cadenas que la sociedad, la familia, las estructuras sociales nos han impuesto, aunque si las vemos bien, son meramente simbólicas. Debemos ser más de lo que estamos siendo, es la consigna del hombre y de la mujer que buscan ser felices. Y para eso, queridos(as) lectores(as), hay que abandonar la zona de confort de nuestras vidas. Les advierto que no será fácil, que habrá que hacer muchos sacrificios, romper con lazos que se vuelven pesas y alentizan nuestro andar. Habrá dolor, habrá penas, habrá tristeza, pero todo valdrá la pena si nos comprometemos a vivir. Y eso implica: atreverse a ser. Pero cuidado, atreverse a ser no significa que estemos siempre bien o que lo estemos realmente. Es por ello que la importancia de la vida interior empieza, siempre, en el fortalecimiento de las virtudes.

¡Hay que ser personas virtuosas!

El dolor de amar

Al depender del objeto de amor elegido […] uno se expone al mayor de los dolores cuando sufre el desdén de esa persona o cuando la pierde por infidelidad o por muerte.

-Sigmund Freud

Hace algunos años atrás, no pude evitar escuchar a una de mis alumnas en el corredor afuera de mi oficina decirle a una amiga suya: «No sabes cómo me duele amar». Sabía que eso no terminaría ahí y que la puerta abierta de mi oficina sería suficiente para que ella se invitase a sí misma a pasar a consultarme «¿por qué me duele amar, profe?».

Quizá tendríamos que entender que el amor es una de las faltas más importantes en nuestra vida. El amor es reflejo de nuestra carencia. Por eso lo buscamos, pero pocas veces nos detenemos para ser encontrados. No me sorprende que a mi alumna le duela tanto amar porque, además, se trataba de un crush, es decir, esa persona que le gusta pero que (digámoslo un poco crudo) ignora la existencia de ella. Esto me hace recordar a un amigo en nuestros tiempos universitarios que se acercó a mí prácticamente por lo mismo:

-Héctor, estoy nervioso.

-¿Por qué, amigo?

-Porque mira (me señala con el dedo a una mujer), ella está ahí y yo estoy acá.

-Ajá, ¿y luego?

-Es que no sabes cómo me gusta.

-¡Pues vas! ¡Ármate de valor e invítala a salir!

-Es que no puedo…

-¿Por?

-Es que no la conozco.

-¡Pues conócela!

-Es que no le hablo.

-¡Pues háblale!

Y así estuvimos por un buen tiempo. Nunca pudo lograr nada con ella porque simplemente no pudo (¿no quiso?). Continuemos. El amor tiende a provocar que quien lo «padece» idealice al objeto amado. Y esa idealización termina por ser, a veces, una verdadera limitación cuando se traduce algo así como «¿cómo alguien como él/ella se podría fijar en alguien como yo?». Y comienza entonces la desilusión. Y es que el ser amado representa nuestro propio límite, ya que es en quien descargamos nuestro yo, que incluye nuestras fantasías, nuestros miedos, nuestros anhelos y, sobre todo, nuestro deseo.

¿Qué es amar? Jacques Lacan (1901-1981) sostenía que «amar es dar algo que no tengo a alguien que no es». ¿A quién estamos «amando» realmente? ¿A quién estamos buscando amar? El Dr. Juan David Nasio menciona al respecto: «El amado es sin duda una persona, pero es ante todo y sobre todo esa parte ignorada e inconsciente de nosotros mismos que se derrumbaría si la persona desapareciera». Por eso es importante tener presente que el amor comienza en nuestro propio narcisismo.

Me viene a la mente una situación que viví hace años en la que solté un comentario que se prestó para muchas interpretaciones: «He amado tanto que no me he amado lo suficiente». Ese comentario se debió a que estábamos platicando unos colegas filósofos y yo sobre la falta de amor a uno mismo. Sucede que realmente no sabemos amarnos. Nos imponemos tantas cosas que terminamos por despreciar lo que somos. Es el problema de la aceptación social, donde por culpa de campañas de estética se levantan estándares que terminan por hacer sentir mal a las personas que no creen poder alcanzarlos.

Y justamente mi alumna se lamentaba por algo relacionado: «Él nunca se podrá fijar en mí porque yo estoy gordita». El prejuicio es demoledor, pero más cuando se tiene sobre uno mismo. Hay que entender que si existe la posibilidad de ir al gimnasio, no debe ser con la meta o la idea de «ponerse buenos o buenas para los demás», sino de mejorar y estar bien con uno mismo para uno mismo.

Poder amar al otro exige primero el poderse amar a uno mismo. Es algo básico, es algo que no puede faltar nunca en nuestra vida. Porque quien busca el ser reconocido por el otro, vamos a ponernos un poco hegelianos, ignora que justo el otro está buscando ser también reconocido. Y al final sólo habrá dolor.

Gatopardismo: la fórmula de la perpetuidad

«Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie».

-Giuseppe Tomasi di Lampedusa

Qué gran contradicción, ¡qué gran oportunidad! Publicado entre 1954 y 1957, Il Gattopardo se convirtió en una auténtica denuncia sobre la tendencia adaptativa del mundo para sostener lo que se tiene.

Un juego de poder en el que las situaciones socio-políticas pretenden determinar los nuevos procedimientos tras revoluciones significativas que «buscan» el cambio. Un cambio superficial de estructuras. La idea es simple: para seguir teniendo lo que se tiene, hay que hacer unos ajustes. Ajustes que muestren a los demás, por lo general a aquellos que buscan cambios reales en el poder, que sí habrá cambio. El discurso político no sirve sino únicamente para convencer mientras se juega con la esperanza de quienes creen en quien lo pronuncia.

Pero, el gatopardismo incluso es una acción que podemos sacar de lo político y llevarlo al ámbito personal. Y no es otra cosa que un autoengaño. Es decir, las personas tienden mucho a hacerse promesas de cambio ante cosas en ellos que no les gustan, que les incomodan o que simplemente los desgastan. Les presento la siguiente anécdota:

C. es una mujer que ha alcanzado los 30 años de edad. Es una mujer estudiosa, preparada, intelectualmente inquieta y muy entregada a su trabajo. Tiene una relación con F., quien se ha mostrado muy dispuesto a aceptar que su futura esposa es así. Sin embargo, eso no evita que haya entre ellos ciertos desencuentros debido a que C. le pone mayor prioridad a sus estudios y a su trabajo que a su relación, esto según F. Por fin un día C. se vuelve consciente de que puede que haya exagerado con sus actividades y que, en efecto, estaba descuidando su relación, por lo que se propone limitarse para poder pasar más tiempo con F.; emocionado por ello, un día él le pregunta a dónde le gustaría ir a pasear, a lo que C. le contesta con mucha ilusión: «Me dijeron que abrieron una librería bellísima al sur de la ciudad, ¿podemos ir?»

Cuando C. propone ir a una librería cuando anteriormente le había prometido a F., tal como a sí misma, limitar sus actividades para dedicarle más tiempo a su relación, ella encontró (inconscientemente, queremos pensar) un modo de pasar más tiempo con F. pero sin dejar de hacer lo que le gustaba. Podemos imaginar qué pasó después de esa sugerencia…

El gatopardismo es algo que tristemente se ha vuelto algo muy habitual, tan es así que la gente está dispuesta a perpetuarlo. Cuando existe la desilusión por el sistema político que rige a un país, la primer propuesta «seria» para sustituirlo y dar algo mejor al pueblo, se vuelve «aire fresco», y hay que respirarlo. El problema es que, con todo y que entendemos que para que las cosas cambien tienen que dejar de ser las mismas cosas, la realidad es que nos cegamos y creamos una fe secularizada para dar paso a salvadores, mismos que antes portaban piel de lobo y que luego se sobrepusieron la de un inocente borreguito.