Ésta maldita incertidumbre

«La esperanza es pariente de la duda»

-Walter Savage Landor

Queridos(as) lectores(as):

Hace tiempo que vengo escuchando mucho algo que se repite una y otra vez en distintos discursos que, para ser totalmente sinceros, no tendría que ser tal: «Esto (del COVID-19) nos agarró por sorpresa a todos». A ver, sí, por un lado es cierto, nadie podía imaginar las tremendas consecuencias de éste virus (las estadísticas económicas, laborales y financieras dejémoslas a un lado), sin embargo, COVID-19 o no, ¿quién realmente puede tener certeza de algo? Me parece que todos hemos crecido con esa sabiduría popular que nos dice que «lo único de lo que tenemos certeza es de la muerte». Pero, ¿de algo más, realmente, tenemos certeza?

Grosso modo, tener certeza de algo es estar 100% seguros que algo sucederá y no podrá ser de otra manera. Pero, me queda muy claro hoy más que nunca, que nos encontramos, como diría Heidegger, «arrojados a la existencia», y con ello, ante la más grande y temible incertidumbre. Y es que, a pesar de otros tiempos difíciles, ahora nos enfrentamos a un enemigo «invisible» y letal. Pero, ¿acaso siempre estuvimos atentos al peligro que supone existir día a día al no poder tener, precisamente, certidumbre de lo que sucederá?

Más allá de la razón

Justo estoy comenzando a ver una serie danesa en Netflix que se llama Algo en qué creer (Ride Upon the Storm, 2017), y que por lo pronto no me ha decepcionado; una historia fuertemente influenciada por la religión (en éste caso por la creencia cristiana de la Iglesia Luterana Danesa), pero que en sí invita a una profunda reflexión sobre la caótica existencia de cada uno de los seres humanos. En verdad, les recomiendo que la vean, porque les hará, una vez más, caer en cuenta de lo importante de la idea de nuestra propia interioridad. Pero, por lo pronto, me quedo con algo que dicen en un momento: «No tienes miedo a morir, tienes miedo a creer».

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Zygmunt Baumann tenía razón al afirmar que nos encontramos en una modernidad líquida, es decir, que no hay nada sólido a lo cual aferrarse. ¿Pero a qué se refiere con exactitud? Justo habla del malestar propio de la incertidumbre. No hay nada (fe, valores, principios, virtudes, etc.) a los que el ser humano se pueda sostener con fuerza. Esto se debe al desenfrenado crecimiento de la inmediatez, donde «todo tiene solución con un sólo click«. Soluciones rápidas y precisas. O al menos es lo que nos gusta pensar ante la desesperación de responder a los problemas en nuestra vida. Pero, cuando no se puede, ¿qué pasa? La desesperación se torna en estrés, el estrés en enfermedad y la enfermedad en muerte. Se acabó. ¿Y luego?

Perdonando un poco éste «atrevimiento», quiero compartir con ustedes algo desde mi fe (catolicismo) para poder seguir con nuestro encuentro. ¿Qué es la fe? Según el Catecismo de la Iglesia Católica, la fe «es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro». Sin embargo, me queda por advertir, que la fe por sí misma no es comunicable, al menos no del todo, ya que es precisamente una experiencia personal que se desarrolla subjetivamente y que, luego, logra el sentimiento de comunidad con los demás creyentes.

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Sé perfectamente que hoy en día, hablar de la religión es algo que inquieta, y hasta molesta, a muchos. Sin embargo, la propia antropología nos demuestra que es inevitable hacerlo. De hecho, aunque no fuera un creyente, Sigmund Freud en el Malestar en la Cultura, no podía negar el efecto “esperanzador” que brindaba la religión a los creyentes. Partimos de que la experiencia del vivir se puede convertir en un auténtico suplicio debido a las tristes y dolorosas realidades que se viven a diario. Me parece que la búsqueda de certeza es algo que todos compartimos de un modo u otro, y es válido el tener o no una religión, porque al final de cuentas, el ser humano siempre tendrá una fe en algo o en alguien. Vaya… otra certeza…

No es mi intención caer en un debate interminable sobre la fe, pero sí quisiera que consideremos éste punto ya que, debido a lo que estamos viviendo, hay una profunda crisis existencial que, casualmente, termina por rallar los límites de la propia espiritualidad. La espiritualidad es otro tema complejo, pero que al final de cuentas nos permite centrarnos en nosotros mismos y ver cómo está nuestra relación con Dios, el otro, la «realidad», pero sobre todo con nosotros mismos. Sin embargo, ¿quiénes tienen realmente la disposición para orar, rezar, meditar ante la desesperante situación que vivimos? Realmente todos, pero lo que sigue sin haber, irónicamente, es tiempo. Una querida amiga me decía «rezar es hablar con Dios y meditar es escucharlo». ¡Y me encantó! De hecho, me hizo pensar en las Confesiones de san Agustín (texto que recomiendo ampliamente leer): “Tú estabas dentro de mí y yo fuera…Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo… Me llamaste, me gritaste y desfondaste mi sordera…”.

Dentro de cada uno está una voz que nos llama. ¿Por qué no nos detenemos a escuchar qué tiene que decirnos? ¿No acaso ésto se parece a lo que el psicoanálisis defiende a capa y espada de que «la respuesta está en el sujeto»?

¿Tiempo de incertidumbre?

¿Quién no quisiera enterarse por medio de las noticias que ya existe una vacuna que nos libre del COVID-19? ¿Quién no quisiera «recuperar» la vida de antes? Muchos, todos, en verdad que son preguntas que no podríamos encontrar respuestas diferentes. Sin embargo, ¿qué entendemos realmente ante esas posibilidades? Acabo de decir que seguimos sin tener tiempo. Karl Marx decía que lo más valioso que tenemos es el tiempo. Y seguimos sin entenderlo o al menos no lo tenemos tan claro todavía.

Esto del coronavirus realmente no nos aleja mucho de los escenarios a los que ya estábamos «acostumbrados», sólo que no lo vivíamos en propia piel. ¿A qué escenarios me refiero? La enfermedad, la pobreza, la guerra, la inseguridad… el miedo. Vayamos por partes. ¿Quiénes se han detenido, realmente, a pensar en los enfermos, en los pobres, los que sufren invasión extranjera, terrorismo, delincuencia? Siempre hablamos, pareciera, desde la experiencia ajena. Ciertamente, muchos hemos vivido o pasado por cosas así, pero también es cierto que ahora todos lo vivimos al mismo tiempo. Al COVID-19 se le une el virus del miedo, que es realmente el más letal de todos pues nos impone un miedo a vivir.

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Nuestra condición humana nos expone a una vulnerabilidad innegable a cada uno de nosotros; estamos indefensos ante enfermedades, pobreza, dolor, guerras, crímenes, etc. Pero quizá no estábamos del todo conscientes porque, de un modo u otro, había «remedio» o «soluciones». Uno enfermaba e iba al doctor, con grandes posibilidades de salir adelante o por lo menos tratar de una manera más digna la enfermedad (tristemente no todos); se trabajaba para tener recursos, se planeaba la rutina para evitar zonas peligrosas u horarios inconvenientes (vaya, el temor siempre presente), etc. Pero, ante lo que no vemos, ¿cómo anticiparnos o prevenirlo? Vuelvo a lo que preguntaba: ¿cuándo hemos estado del todo seguros realmente? Lo que sabemos, aunque a muchos todavía no les «cae el 20» (por decir «no se dan cuenta» o «no quieren darse cuenta»), es que la gente está enfermando y está muriendo, y no son pocos, son miles. Sucede que el miedo tocó la puerta y nos hizo ver con terror lo que nos puede pasar a cualquiera con lujo de detalle.

Ilusión y esperanza

No podemos negarle absolutamente a nadie el tener una ilusión y muchos menos esperanza. Es lo que nos hace abrazar la vida, que a pesar de todo lo que suceda, tendremos la oportunidad de seguir adelante. La ilusión brinda al ser humano un consuelo sobre la existencia, se sea creyente o no, pero lo cierto es que da un valor que muchos necesitamos a diario. Pienso en el muy querido personal médico que, día a día, batalla contra ésta enfermedad. En las familias que están tristes y preocupadas por tener a sus familiares debatiéndose entre la vida y la muerte. En aquellos que, con amor y verdadero interés humanista, buscan la cura en un laboratorio. Cada uno tiene una ilusión y una esperanza, que debemos valorar y atesorar.

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Me uno a los rezos, sin importar el credo de cada uno. A la ilusión y a la esperanza de volvernos a encontrar, de volvernos a ver, de volvernos a abrazar y que, después de este valle de lágrimas, aprendamos a amar con todo el corazón, a ser mejores y a seguir impulsando los más que notables esfuerzos de muchas personas en el mundo para lograr salvarnos a todos en la medida de lo posible en distintos aspectos. Éste mundo ya ha probado lo que es el sabor del odio, la envidia, el dolor, la tristeza, es tiempo en verdad de que llegue el suave y delicioso sabor del amor, la amistad, la confianza y la paz.

Pienso en muchas personas fantásticas y magníficas que han cerrado sus ojos para siempre y que no pude conocer. En el dolor y la desesperación de quienes no pueden sino sólo verlos morir intentando salvarlos. Pero sé, que a pesar de todo eso, la vida nos dará la oportunidad de volver a sonreír, juntos.

Les abrazo.

Les escucho.