Nos hemos vuelto extraños

Queridos(as) lectores(as):

Los días pasan y la vida sigue, a pesar de la circunstancia de pandemia, no podemos hacer sino continuar con lo que nos toca. Hace unos días, una persona cercana a mí me comentó que sentía que «este tiempo le cambió la perspectiva sobre las personas». ¿A qué se refería? En un momento de tierna confesión, me aseguró que las personas no eran lo que creía, que nos habíamos vuelto extraños, pero más interesante aún es que esa persona se asumía otro extraño más.

«El más personal de mis libros…»

Es probable que Friedrich Nietzsche sea uno de los autores más polémicos, no tanto por lo que escribió, sino por la manera en la que hemos recibido e interpretado su pensamiento. Pero sin lugar a dudas, es un autor que debe ser leído en estos tiempos. ¿Por qué? Porque se necesita volver a la intimidad misma del ser humano, ir más allá de sus propias motivaciones y encontrarnos frente a frente con lo que somos, lo que estamos siendo. Nietzsche es un autor que atrapa al leerlo. Uno de sus textos, La gaya ciencia (o La ciencia jovial), en sus propias palabras dirigidas a su entonces amigo, Paul Ree, justo se volvió el más personal de sus libros. Debatible por muchos especialistas, pero no debemos ignorar la expresión del filósofo alemán.

De hecho, justo en un punto del mencionado libro, encontramos lo siguiente:

«Éramos amigos y nos hemos vuelto extraños. Pero es bueno que sea así, y no trataremos de disimularlo ni de ocultarlo como si debiéramos avergonzamos por ello. Como dos navíos con rumbos y destinos propios, podernos sin duda cruzarnos y celebrar juntos una fiesta al igual que hacíamos antes. Así, esos buenos navíos descansaban el uno junto al otro en el mismo puerto, bajo el mismo sol, tan serenos como si hubiesen llegado a la meta, su mismo destino. Pero luego la llamada irresistible de nuestra misión nos impulsó de nuevo a alejarnos el uno del otro, cada uno por mares diferentes, hacia tierras y bajo soles distintos, quizás para no volvernos a ver nunca, quizás también para volver a vernos una vez más, pero sin reconocernos; ¡los mares y los soles distintos nos deben de haber cambiado! La ley que existe por encima de nosotros quiso que llegásemos a ser extraños el uno al otro; por eso mismo, debemos respetarnos más entre nosotros. Por eso mismo debe resultarnos más sagrada nuestra antigua amistad. Es probable que exista una inmensa curva invisible, una inmensa vía estelar donde nuestros rumbos y metas divergentes se hallen inscritos como ínfimos trayectos. ¡Elevémonos a este pensamiento! ¡Pero nuestra vida es demasiado breve, nuestra vista es demasiado débil para que podamos ser más que amigos en el seno de esta posibilidad sublime! Por eso queremos creer en nuestra amistad de estrellas, aunque debamos ser enemigos en la tierra». (Nietzsche – La gaya ciencia, §279)

El encuentro en nuestra vida con el otro es un misterio que tarde o temprano tenemos que abordar. No sabemos nunca qué es lo que pasará, qué es lo que viviremos, qué es lo que podemos esperar. Sin embargo, de cierto modo apostamos a favor (a veces en contra) de la posibilidad misma. Queremos pensar, por ejemplo, que esa relación será hermosa, divertida, que tendremos con quién pasar ratos agradables y, sobre todo, que siempre le tendremos con nosotros. Pero, ¿exactamente en quién estamos pensando? ¿En el otro o en la idea que tenemos del mismo? Nietzsche es punzante con su escrito: «¡los mares y los soles distintos nos deben haber cambiado!».

Al remover el velo

Ciertamente, nos encontramos con un problema grande: afrontar lo que es. Como ya hemos visto en otras ocasiones, la ilusión de poder (o de control) es una traba muy grande en nuestra vida. Y, por desgracia, muchas de nuestras relaciones se ven sumidas en esa ilusión. También es cierto que el ser humano huye del dolor o del displacer, cosa que debería servir en nuestro análisis sobre nuestras relaciones. Cuando asumimos que una persona es de un modo, según nuestra perspectiva, la asumimos dentro de la comodidad de aquello que creemos controlar, sobre lo que tenemos poder. Por eso es que cuando las cosas salen de un modo que no esperábamos, la desilusión se hace presente y se cae la imagen del otro.

Al volvernos extraños, curiosamente, es cuando nos mostramos como somos. Somos extraños ante el ojo, ante la esperanza del otro. Es interesante porque es algo que sucede entre el yo ideal y el ideal del yo. Pero también hay amor de por medio, por eso que hay un dolor psíquico. El Dr. Juan David Nasio dice lo siguiente: «Nuestro amado es nuestra carencia. Nuestro amado es más que una persona exterior, es la parte de nosotros mismos que centra nuestro deseo». Por tanto, cuando esa persona amada se descubre como lo que es, no es que nos provoque dolor, nos duele nuestra propia ilusión destruída.

Trabajar la relación… ¿conmigo mismo?

¿Alguna vez han escuchado aquello que dice «no es lo que quieres, sino lo que necesitas»? Confrontar al deseo es quizá una de las cosas más complicadas que el ser humano puede hacer por tantas cosas que le atraviesan. ¿Quién es fiel a su deseo que busca satisfacerlo sin importar las consecuencias? ¡Qué interrogante! Habrá quienes digan que sí, que son capaces de ello, pero luego descubren que el velo también se recorre de ellos y las cosas no son las que decían. La relación con uno mismo es una relación de por vida. No por nada el «conócete a ti mismo» es quizá uno de los imperativos más «chocantes», uno de los esfuerzos más desgastantes.

Hace unos años, les decía a mis alumnos de preparatoria: «No olviden que ustedes son el otro para el otro». Si hablamos del reconocimiento que buscamos, estamos hablando del reconocimiento que buscan por parte de nosotros. Ver al otro en su alteridad es facilitar la apertura hacia nuestra propia falta, cosa que si terminamos por aceptar, nunca tendremos nada que ocultar.

Itaca o sobre el viaje por la vida

Queridos(as) lectores(as):

Antes de que avancemos en este encuentro, quiero compartirles un poema de Konstantino Kavafis (1863-1933), precisamente titulado Itaca:

Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.

Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.

Ten siempre a Itaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Itaca te enriquezca.

Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Itacas.

El poeta griego hace referencia al hogar del héroe homérico, Ulises/Odiseo, y por tanto a su viaje. ¿Pero cuál es la intención del autor? ¿Qué quería compartir Kavafis? Una reflexión entorno al disfrute de la vida.

Disfrutar una pausa…

Hoy más que nunca estamos a la deriva. He escuchado muchas veces que «hay que resistir». ¿Resistir qué? ¿A quién? Me parece que no es otra cosa que a nosotros mismos. Estamos atrapados con mil dudas, mil temores, mil angustias. Pero, ¿qué tan reales son? Platicaba con una querida amiga y colega hace unos días y me insistía en algo: «Disfruta la vida como niño… ¡siempre puro!». ¿En qué momento de nuestro crecimiento nos olvidamos de, precisamente, disfrutar? Los niños son fantásticos, grandes maestros de la vida y muchas veces los ignoramos, no escuchamos sus fabulosas enseñanzas por la sencillez de su existencia. La existencia, decía a mis alumnos, es en sí sencilla, pero mientras más crecemos más nos la complicamos.

Mi mamá tenía un hábito curioso. Le gustaba mucho caminar por la calles, ir y venir, en verdad era algo que disfrutaba. Pero siempre que se encontraba una flor en su andar, se detenía a olerla, a contemplarla, incluso a platicarle. Y era feliz con ello. Tengo el vivo recuerdo de esas veces que me tocó verla. Era interesante porque, por «mucha prisa que llevara, siempre había tiempo para disfrutar una pausa». Disfrutar una pausa… ¿cuántos somos capaces de eso? La verdad es que todos, pero siempre encontramos un pretexto para negárnoslo.

¿Qué esperamos de la vida?

Cuando daba clases, me gustaba irme a sentar al patio de la escuela para «distraerme» un rato de lo académico. En una ocasión, me senté en una banca que estaba a un lado de un salón de primaria, justo cuando la maestra les preguntaba a los niños «qué esperaban de la vida». E insisto, los niños tienen las claves que nosotros buscamos desesperados en lugares complicados. Recuerdo bien 3 respuestas:

-Divertirme mucho.

-Estar con mis amigos.

-No cansarme nunca.

Aristóteles hubiera estado muy contento al escuchar eso. Al final de cuentas, la vida por sí misma no tiene ningún sentido, es el ser humano el que le brinda su sentido en cada momento, y es algo que se actualiza constantemente. Hoy, con esto de la pandemia, nos olvidamos de tantas cosas. Parafraseando a Schopenhauer, muchas veces hablamos de lo que nos falta, pero no de lo que tenemos. Y lo que tenemos, es vida. ¿Qué más? Pero nos encerramos en el dolor, en la tristeza, en la negación de la misma vida. Y esto lo digo también por mí: nos olvidamos de nosotros mismos en la existencia.

A veces, lo único que hace falta es «darnos cuenta». ¿De qué? De todo…

Avanzando a través de la tormenta

Queridos(as) lectores(as):

¿Qué hemos aprendido, hasta ahora, con la pandemia? Las respuestas pueden ser varias y en verdad muy distintas, pero me queda claro que habrá algunas en las que logremos coincidir. Hay una que me inquieta, que es la que tiene que ver con la salud mental. Cierto es que esta pandemia nos ha puesto a los límites, entre el miedo al contagio y el dolor por la pérdida de seres queridos; la impotencia de no poder hacer nada y la espera, larga y prolongada, de los sistemas de salud y la dependencia que tenemos de ellos por el tema de la vacuna contra el COVID-19.

Debemos ser claros en decir que las vacunas han salido en tiempo récord, y son esfuerzos que debemos agradecer a todos los que se han puesto a la tarea de dar una respuesta ante el gran problema que atravesamos a nivel mundial. Justo ayer estaba leyendo unos textos del escritor francés, Víctor Hugo (1802-1885) y me topé con lo siguiente: «Las emergencias siempre han sido necesarias para progresar. Fue la oscuridad la que produjo la lámpara. Fue la niebla la que produjo la brújula. Fue el hambre lo que nos llevó a la exploración. Y tomó una depresión para enseñarnos el valor real de un trabajo». La pregunta que me gustaría formularles es: ¿qué emergencia los ha hecho necesariamente progresar?

La terapia y los prejuicios

En encuentros anteriores, y como uno de los fines de éste blog, he tratado de promover el romper con los prejuicios que existen sobre las cuestiones que existen sobre la salud mental. Es importante que lo hagamos, porque hoy más que nunca está quedando en evidencia que las personas están cayendo más y más en profundos estados de estrés, depresión, ansiedad y demás promovidos por el miedo, la inseguridad, la tristeza y el dolor.

Hay muchas referencias que podríamos encontrar sobre por qué ir a terapia (psicología, psiquiatría, psicoanálisis), pero nos perderíamos en los infinitos disfraces del deseo individual. Si bien es cierto que uno no va al psicoanálisis, por ejemplo, porque lo necesite sino porque así lo quiere o así lo desea, la idea de ir a terapia nos demuestra que necesitamos del otro para poder hablar o desahogar el malestar.

Si bien la noción «ansiedad» es algo muy compleja y abstracta, debemos reconocer que hoy por hoy es muy recurrente en las conversaciones que tenemos con familiares y amigos. «Me siento ansioso», «esta ansiedad me está matando», etc. ¿Y cómo no? La ansiedad se desarrolla muy apegada a la obsesión que podemos desarrollar debido a la falta de control que tenemos sobre algo o, incluso, alguien. Por tanto, la ansiedad es la caída de nuestra ilusión de control. Y duele… mucho.

El silencio incómodo

Uno de los prejuicios que predominan respecto a la salud mental no es otro sino el «temor» de expresar lo que estamos sintiendo a otro. Es un tema que quizá lo podríamos abordar desde un agente cultural, pero es de sumo interés enfocarlo hacia nuestro propósito clínico. «No pasa nada», «tranquilo(a)», y demás expresiones que tememos escuchar. Pero el dolor mental es tan real como el físico. Tomando parte de un poema de Frieda Fromm-Reichmann, «nunca te prometí un jardín de rosas», tendríamos que pensarlo y aceptarlo. ¿Quién nos ha prohibido llorar y lamentarnos por las cosas que también nos pueden pasar?

Si fuéramos un poco más empáticos con los demás, aprenderíamos a serlo con nosotros mismos. Muchas veces nos presionamos tanto que nos negamos el derecho a llorar, a rendirnos, a decir «ya basta, no puedo más». ¿Eso es ser débil? No, por supuesto que no. Es un reconocimiento de nuestra existencia de manera sincera y humilde. ¿Quién puede estar todo el tiempo «bien» sin que nada le perturbe? No debemos descuidar las cosas pequeñas, cosas como una pequeña espina que quizá no seamos tan sensibles por ella, pero que de cualquier modo está ahí generando una molestia. El silencio es justo la oportunidad que tenemos de escuchar el escándalo de nuestra mente, de nuestro corazón, de nuestro lastimado ser. ¿Por qué negarnos la posibilidad de dejarnos caer?

Duele porque está sucediendo

Hace unos días, escuchaba a una vecina «regañar» a su hijo porque el pequeño le pedía poder salir a la calle a jugar con la pelota. Escuchaba en el llanto del niño una auténtica desesperación. Si como adultos llegan momentos en los que estamos hartos de estar encerrados (los que tenemos el privilegio de poder hacerlo) para evitar enfermarnos, ¿se imaginan lo que pasa con los niños? Pero llegó un punto en el que el pequeñito dijo algo muy interesante: «me duele no estar ahí afuera». Toda la experiencia que supone estar afuera ha de ser algo que en su imaginario le está costando mucho asimilar como una prohibición (por muy preventiva que sea).

Por un lado tenemos el miedo de la madre y por el otro la desesperación del niño. Dos cosas que duelen y calan terriblemente. Después de unos minutos, encontraron una actividad que podría ayudarles a ambos a lidiar con el encierro y los llantos pasaron a ser risas. Pero, aún así, hay un deseo insatisfecho que tarde o temprano volverá a hacerse presente.

En fin, todavía hay mucho por hacer antes de que pasemos por esta tormenta, pero sí tenemos que tener claridad y aprender a escucharnos realmente. No dejemos para después lo que son cosas de auténtica prioridad, y nosotros lo somos. Y como leí en un anuncio cerca de mi casa: «juntos saldremos de esto».