«El hombre que más ha vivido no es aquel que más años ha cumplido, sino aquel que más ha experimentado la vida».
-Jean Jacques Rousseau
Queridos(as) lectores(as):
Les pido me disculpen, pero he tenido dos semanas un tanto pesadas por el inicio de actividades de este año, por lo que no me había podido sentar a compartir un encuentro con ustedes. De hecho, en mi Instagram (@HCHP1), había hecho una actividad en la que la mayoría de los participantes pidieron que tratara el tema de «lidiar con los sentimientos». No crean que se me olvidó, pero prometo que esta misma semana podrán leer sobre ello. Pero ahora, me gustaría comenzar haciendo énfasis en la pregunta del título de este encuentro: ¿por qué nos cuesta tanto vivir? Es decir, ¿qué es lo que pasa que no nos permite, o no nos permitimos, vivir la vida como quisiéramos?
Cuando hablamos sobre las cosas que hacemos a diario, muchas veces (si no es que siempre) omitimos lo que nos hubiera gustado haber hecho o dicho. ¿Qué pasa con toda esa vida que se queda encerrada en nosotros? Es ahogar el deseo y dar paso luego al arrepentimiento y, por tanto, al auto-reclamo sobre nuestra «mala decisión». Me parece que día a día pensamos demasiado la vida, tratando de aferrarnos lo más posible de manera inconsciente a la falsa idea de control que tenemos. Y, por supuesto, a escena entra el famoso «deber ser» que, como ya hemos comentado antes, se planta como un auténtico dictador y nos hace decir «no» a tantas cosas, sin saber exactamente por qué. Es el recordatorio superyoico de una autoridad que nos persigue desde nuestros padres. «Es que si no hago esto, me puede pasar esto», «es que si hago aquello, puede pasar esto otro»… Y nos pretendemos gobernantes absolutos del devenir. Pero la incertidumbre del futuro nos demuestra que generar tanta expectativa nos destruye.
Un paseo dominical
El día de ayer quedé de verme con una amiga en Reforma, a la altura del Bosque de Chapultepec. En ningún momento dijimos con exactitud en qué lugar. De hecho, ella me escribió un WhatsApp diciéndome «encuéntrame». Para quienes no son de México o que no conocen este lugar, se trata de un espacio enorme donde hay mil y un posibilidades para poderse encontrar. Justo afuera del Museo de Antropología e Historia, está una atracción turística que tiene años: los Voladores de Papantla (del Estado mexicano de Veracruz). Siempre es fascinante ver todo lo que hacen y el espectáculo que brinda ver a 4 hombres que se dejan caer desde una gran altura confiando en una cuerda que se atan en la cintura mientras giran alrededor del enorme poste. ¿Ustedes se atreverían a aventarse? Es que justamente lo que ellos hacen es dar un «salto de fe». Para el filósofo danés, Sören A. Kierkegaard, dar un salto de fe (dicho mal y pronto) es reconocer lo racional para poder comprender lo irracional que se nos brinda por aquello que es trascendental. En otras palabras, es confiar en lo que será ante la duda misma. ¿Ustedes confían en lo que saben? ¿Confían en lo que son? ¿Confían en sus capacidades? A la hora de tomar una decisión, entre otras cosas, es de vital importancia tener confianza en uno mismo. Venga lo que venga y como venga. Pero dar el salto de fe no significa darlo a lo tonto. Es como si estos hombres se aventaran sin cuerda alguna esperando caer sanos y salvos. Pues no…
Después de encontrarme con mi amiga, nos pusimos a caminar «sin sentido», es decir, no teníamos claro hacia dónde íbamos. Caminamos y caminamos. ¿Qué te gustaría comer? -me preguntó-, a lo que le contesté «lo que tú quieras, vamos, confío en tu gusto». Y sin decir más, me dijo que iríamos a comer ramen japonés. Muy bien, eso hicimos y estuvo rico. Después regresamos a mi departamento, platicamos y bromeamos un rato, después fuimos a tomar un café y la llevé a su casa ya en la noche. Todo esto sin la necesidad de tenerlo planeado. Las cosas «se fueron dando». Y pasamos un feliz día. Justo lo que decía más arriba: la expectativa termina por destruirnos. Esto lo refiero a que muchas veces hay que animarse a «vivir» sin estar pensando cómo. Claro, hay cosas que se pueden planear, pero como bien dice el saber popular: «cuéntale tus planes a Dios y Él se reirá de ti». No todo lo podemos controlar. Y quien se la pasa viviendo pensando tanto, se muere sin haber vivido. (Gracias, querida M.)
Vivir significa atreverse
Muchos hemos crecido con ciertos «temores» de muchas cosas que para otros pareciera que no es del todo parecido. Hay quienes hacen cosas que sólo podemos quedarnos viendo y envidiar. Nada que «es envidia de la buena», no, es envidia sin agregar calificativo alguno. La manifestación del deseo es evidente, pero lo que no queda claro es el porqué no lo realizamos. Además de aquellas prohibiciones que se daban sin dejar claro el porqué de las mismas, uno de los factores más grandes es sin duda alguna el miedo. ¿Miedo a qué? En este particular caso: miedo a vivir. Es en verdad muy interesante ver toda esa capacidad creativa y de auto-castigo que tenemos a la hora de explicar el porqué no hacemos o decimos algo. Pareciera que fuéramos videntes y que quedara sentenciado que lo que pensamos va a suceder como tal. ¿Cuántas veces hemos vivido anticipándonos a todo? Por ahí dicen «la vida es de quienes se arriesgan», y en buena medida es cierto.
Siempre nos toparemos con narrativas fantásticas de muchas personas que se atrevieron a hacer cosas que los demás sólo «soñaban». En la antigüedad, los egipcios, mesopotámicos, chinos, indios, griegos, persas, mayas, aztecas, incas, etc., sólo podían mirar el cielo y aprender lo que les era posible, hoy por hoy, tenemos máquinas que se acercan a las estrellas, las estudian, las analizan, se desmienten antiguas creencias. Pero sólo fue posible cuando alguien se atrevió a dar un paso más. ¿Cuántas cartas de amor tienen que no se atrevieron a mandar? ¿Cuántos corajes han pasado por no atreverse a pedir perdón o a reclamar? Todos los mal entendidos son justamente eso porque no hay quien aclare las cosas. ¿Qué va a pasar? Lo que tenga que pasar. ¿Qué podremos hacer? Lo que podamos hacer si se puede hacer algo.