Buscar sin esperar encontrar

«Un barco está a salvo en el puerto. Pero no fue construido para eso»

-William H. Shedd

Queridos(as) lectores(as):

Ya hace tiempo que hemos hablado sobre la búsqueda de sentido en la vida. En aquel entonces, habíamos hecho un esfuerzo para comprender que la vida por sí misma no tiene sentido alguno. Es el ser humano quien le brinda sentido. Pero ese sentido es algo que se actualiza. Diría Nietzsche (parafraseándole): «Quien tiene un por qué, sabrá lidiar con los cómos». Sin embargo, en la ajetreada jornada persistente en nuestro tiempo, ¿qué sentido tiene cada cosa que pensamos, decimos y/o hacemos? Cuesta mucho verse apartado de la idea de que algo habrá de pasar significativo a modo de recompensa. ¿Pero qué es exactamente lo que estamos esperando que pase?

Uno de los problemas más comunes en nuestro día a día es el dejar de hacer. Vuelvo a lo mismo: ¿qué sentido tiene hacer algo si no pasa nada? ¿No pasa nada? ¿O no será más bien que no pasa lo que esperamos/creemos/queremos que pase? Estamos tan acostumbrados a tener control de las cosas que cuando la vida nos demuestra que no es así, caemos en una profunda frustración que nos deja «inmóviles», y que nos aparta poco a poco del hacer. Cuando Viktor Frankl escribió su más conocido libro, El hombre en busca de sentido (1946), una de las más interesantes reflexiones que el psiquiatra austriaco nos comparte es sin duda ésta: «La felicidad no se puede perseguir; debe suceder». ¿Cuántas veces nos enfocamos en que las cosas sean como queremos y nos perdemos de lo que puede ser realmente?

¿A las puertas de la posibilidad?

Justo la frase con la que iniciamos este encuentro me la pasó un querido amigo junto con una imagen. «¡Para tu página!» -me dijo. Me quedé anoche pensando en el tremendo significado de tan sencilla frase. En un principio lo relacioné con el estado de comodidad, que a veces termina siendo conformidad, en el que como seres humanos nos quedamos a pesar de las tremendas inquietudes que tenemos. Las pulsiones son tan fuertes que no son tan fáciles de controlar. A veces, por miedo dejamos de hacer algo más. «Ya logré esto, mejor no le sigo». Sí, en buena medida existe la famosa prudencia (phrónesis), pero tampoco podemos ser tan reduccionistas ni tan simplistas. ¿Será que disfrazamos el miedo con la supuesta prudencia? Me parece que es cuando más debemos estar conscientes de nuestros límites y de nuestros alcances, siendo totalmente sinceros con nosotros mismos. Por un momento, podemos ver cuánto hemos logrado y pensar si sería posible hacer algo más. Y cuidado con esto: hacer algo más no implica algo muy grande o de proporciones exageradas. Hacer «algo más» puede derivarse en la actitud con la que hacemos las cosas.

Muchas veces me he topado con situaciones en las que muchas personas comparten que «ya no saben qué hacer». Y recuerdo a mi mamá que cuando le decía algo así me contestaba: «Salte a caminar». Y es que en verdad uno ignora lo tremendamente fantástico que puede ser eso. Aunque ya hemos hablado sobre eso (Caminatas y nubes), es importante recordar brevemente que el poder salir a caminar, de manera solitaria, nos permite tener mayor claridad en el pensamiento. Podemos incluso descubrir nuevas cosas, conocer nuevas personas, probar nuevos sabores… ¡Novedad! Pero para descubrirlo hay que ir, no esperar a que suceda sin más. De eso se trata la apertura a la posibilidad.

Apostar por la vida

Como sabrán, queridos(as) lectores(as), en esta página apostamos siempre por la vida. ¿Qué significa eso? En la medida justa de las circunstancias, la apuesta por la vida siempre nos garantiza el hacer algo, el no quedarnos con los brazos cruzados esperando el fin. ¿De qué sirve tener una pelota de fútbol si no la pateamos y jugamos con ella? Sí, es cierto, las circunstancias de nuestro tiempo tal parece que nos obligan a estar esperando que cambien por sí solas. ¿Es que qué puedo hacer con la guerra en Ucrania? ¿Qué puedo hacer para que desaparezca el COVID-19? ¿Qué puedo hacer…? Pues vivir lo que se puede y lo que nos corresponde. No podemos estar, una vez más, sentados con los brazos cruzados. Hay que darnos la oportunidad de abrirnos a nuevas experiencias. ¿Qué caso tiene sólo hacer lo que nos gusta si no buscamos algo nuevo que nos guste o no?

Suele pasar que incluso las cosas a las que peligrosamente nos hemos acostumbrado, tal como lo es la rutina misma, terminan por hacernos sentir agobiados. Nos cansamos hasta de lo que tanto nos gustaba. ¿Es eso posible? Claro que sí. Y nada raro, de hecho. Imaginemos por un momento qué pasaría si sólo pudiéramos hacer lo mismo en la vida. Sin cambios, sin novedad. Un día tras otro. Hasta leer esto es tedioso, ¿no? El chiste radica en poder buscar sin la idea de encontrar algo específico. Eso es darle oportunidad a la vida de sorprendernos. Cristobal Colón creía que había llegado a la India, y terminó por descubrir un continente.

¿Qué podemos hacer? Se responde: Veamos…

Evitemos juzgar, evitemos dañar

«Quien cree que las frutas maduran al mismo tiempo que las fresas, nada sabe sobre las uvas».

-Paracelso

Queridos(as) lectores(as):

Es muy común que hoy en día pareciera que cada uno tiene una verdad incuestionable y que sienta la urgente necesidad de expresarla y, en su proceso, pasar por encima de los demás. En algún encuentro anterior habíamos señalado que si bien vivimos en el mundo de la doxa (opinión) y que cada uno tiene la suya, no podemos descuidar que en efecto existe una Verdad (objetiva) y que nuestra subjetividad no trata de verdades particulares. El modo de ser o de existir de cada uno es en sí mismo la expresión de la propia experiencia.

En la clínica psicoanalítica buscamos que quien viene a con nosotros no se sientan en ningún momento juzgado por nuestra parte. De hecho, la invitación es la misma: «Por favor, diga lo que piense evitando censurarlo, aquí nadie le juzga». ¿Qué ganamos con juzgar al otro? Independientemente del contexto, el juzgar a los demás parece que nos sitúa en una posición moral intachable en la que nos autorizamos a señalar los problemas, defectos, hasta pecados, de los demás. ¿Con qué fin? Y lo que es peor, a veces descuidamos que al juzgar al otro lo hacemos de manera pública, así que no sólo hacemos que se sienta mal la persona, sino que lo exhibimos y dejamos en ridículo. Hoy en día, las redes sociales nos acerca peligrosamente a excesos terribles en ese tipo de tratos, empeorando la acción con el hecho de que muchos se mantienen en un «seguro» anonimato.

Corregir con humildad y amor

Hace acaso unas cuantas horas, tuve la mala fortuna de presenciar un momento bastante incómodo en el que a una persona de las labores de limpieza de cierto banco, el gerente le llamaba la atención de modo cruel e insensible sin importarle que muchos estuviéramos presenciando tal «espectáculo». Cosas como «es que gente como tú no entiende», «por algo estás haciendo esto y no otra cosa en la vida», entre otras, fueron suficientes para que algunos clientes interviniéramos a favor del joven. ¿Qué ganaba el gerente con ese trato tan miserable? Llamar la atención. No hay más. Pero, en esa falta que pretendía llenar, su acción estaba haciendo pedazos a otra persona. Ya después de que le hicimos entrar en razón, el gerente no tuvo otra más que pedirle perdón al joven. Podríamos pensar que incluso eso se volvió algo humillante para él. Y sí, seguro lo fue, porque es lo que ese tipo de acciones logran: humillación tras otra.

Cuando estudiaba en la secundaria y en la prepa, conocí la acción conocida como «corrección fraterna». ¿De qué trata? Cuando estamos presenciando algo que se está llevando a cabo por parte de otra persona, y que no es del todo correcta, procuramos encontrar un momento justo para acercarnos a esa persona, apartarnos a un lugar más privado y con total humildad hacerle ver lo que nos ha parecido mal o incorrecto. La persona, también con humildad, quizá tenga la oportunidad de reconocer su error (en caso de realmente haberlo) y podrá enmendarlo para hacer mejor las cosas la próxima vez. Esa corrección fraterna es un método que puede ayudarnos en el día a día para evitar precisamente que las cosas malas ocasionen otras igual o peores.

Magnanimidad y asombro

Nadie estamos absueltos de cometer errores, eso es lo que nos hace ser perfectamente humanos. Pero sí es posible tratar de cometer los menos e, incluso, hacer las cosas mejores día con día. De eso se trata el principio de la magnanimidad: apostar por ser mejores. Hoy en día vemos un desgaste constante en muchas cosas que vivimos a diario. Parece ser que el cansancio, el tedio, la desesperación, etc., nos van ganando a lo larga de la jornada. Hablábamos en el encuentro anterior sobre la sencillez y cómo ésta nos ayuda a ser más prudentes y pacientes. Uno de los grandes temores es que el ser humano pierda la capacidad del asombro. «Cuando no sepamos qué hacer, preguntémosle a un niño», no es que el pequeño tenga la respuesta directa, pero su imaginación y creatividad nos pueden orientar a ver de otra forma el problema que tenemos.

Hay veces que el trabajo y los estudios pueden llegar a sentirse en demasía sofocantes. Ni qué decir cuando la rutina se apodera de nuestras vidas. Hacer lo mismo una y otra y otra vez vaya que es desquiciante, pero el problema no radica en ello, sino en el modo en el que lo hacemos. Por eso es que uno de los primeros pasos es evitar el juzgar al otro, porque en buena medida en eso nos estamos juzgando a nosotros mismos. A mis analizandos suelo decirles «no seas tan duro contigo», porque de nada sirve castigarse y joderse más la vida. Hay que encontrar cierta serenidad libre de juicios que están de más. El acto de juzgar siempre es una sentencia que no da paso a otra posibilidad. Nunca sabemos el infierno que el otro está llevando en silencio.

Quizá la apertura del corazón al encuentro con el otro sea más linda y cálida si lo hacemos desde el amor y no desde los complejos. No todos tienen que estar de acuerdo con esto a la hora en la que lo hagamos nosotros, pero cierto es que para que se noten cambios en el mundo, uno debe comenzar con sí mismo. También, la corrección fraterna es algo que podemos hacer para con nosotros mismos en algo que conocemos como «reflexión diaria». Pero, sin humildad ni sencillez, de nada nos sirve «darnos cuenta de lo que está mal con nosotros», si no aprendemos de ello y buscamos enmendar.

De vuelta a la sencillez

«Las cosas de este mundo son tanto más buenas cuanto más sencillas»

-José Luis Martín Descalzo

Queridos(as) lectores(as):

Cada día nos queda más claro que «vivir» se entiende de muchas maneras y entre ellas, hay quienes llegan a confundirlo con «sobrevivir». Es curioso cómo la vida se desarrolla en planos de auténtica complejidad. Y es por eso mismo que se puede tornar muy complejo todo intento de acabar cada día. Trabajos arduos y pesados, estudios que no cesan, preocupaciones económicas, etc. Tanto cargamos día y noche. Aunque me parece interesante cómo es que las resistencias se siguen dando y hay quienes prefieren «sufrir en silencio» que abrirse con los demás. Ni pensamos en la idea de buscar ayuda profesional.

Hace tiempo, compartí con ustedes la Guía (estoica) para la vida, un brevísimo intento para poder asimilar la vida y tratar de hacer que se torne más sencillo el poder vivirla. Precisamente quiero quedarme en esta ocasión con el tema de la sencillez. ¿Qué significa ser sencillo o apostar por la sencillez? Si bien es cierto que hay quienes suelen confundir nociones, tales como pobreza-humildad (cosa que es un gravísimo error), cuando se habla de sencillez también pareciera que no se tiene mucha claridad en ello.

Modo de ser y perspectiva

Sencillez viene de la noción latina singellus. Sin embargo, hay que advertir que en esto encontramos dos desviaciones en tanto a su significado. Por un lado nos orientamos hacia aquello que es simple, sencillo o fácil (como sinónimos), es decir, que no implica una gran dificultad para llevar a cabo. Por el otro, lo atendemos desde una actitud (modestia) que hace que el ser humano actúe sin exagerar, sin soberbia o arrogancia. ¿Pero qué significa, entonces, volver a la sencillez? Muchas veces he escuchado que «hay que ser sencillos con lo que se tiene y aspira a tener», esto pensando en evitar la avaricia. El deseo puede desencadenar en los seres humanos un desesperante recorrido por verse satisfecho. Pero eso en ningún momento garantiza que sea algo bueno, útil, necesario o que esté bien. ¿Qué tanto reflexionamos sobre nuestros deseos?

La sencillez es precisamente una herramienta propia de la prudencia (phrónesis). ¿Por qué quiero lo que quiero? ¿Para qué? ¿En qué me beneficia? ¿Me ayuda realmente? Puede ser un ejercicio muy desgastante preguntarse tantas cosas, pero tiene en realidad un efecto contrario. Pensar y actuar con sencillez nos ayuda a liberarnos de estándares que sólo nos esclavizan, muchas veces incluso al deseo del otro (mímesis). Hay que recordar que la vida es sencilla, sólo que nos encanta hacerla compleja. Esto en referencia a que hay quienes nos obsesionamos con lograr más y más, sin muchas veces realmente conocer nuestros motivos inconscientes para ello. La sencillez, precisamente, nos ayuda a una limpieza interior.

La compleja sencillez

Ante las complicaciones de la vida contemporánea, la sencillez nos hace abrazar la paciencia (y en secreto la prudencia, que no es lo mismo). En el pasado encuentro hablábamos sobre los efectos negativos de la inmediatez en nuestra vida. ¿Por qué queremos todo ya y ahorita? Esto me recuerda un pequeño relato que quiero compartir con ustedes.

Érase un jardinero, quien era conocido por el trato y cuidado que dedicaba a su labor. Éste jardinero tenía dos hijos, quienes querían aprender su oficio. Un día, el padre enfermó y encargó a estos que asistieran a atender a un hombre rico. Eso hicieron. El hombre rico quería que su jardín fuera uno de los más hermosos, por lo que les insistió en que pusieran todo su empeño para lograr tal empresa. El mayor de los hermanos, quien se jactaba de haber aprendido más de su padre, iba y venía por todo el jardín, revisando que todo estuviera simétrico y ordenado. El otro, en cambio, ponía especial atención en cada una de las flores. «Haces demasiado, pero parece que pierdes el tiempo» -le recriminaba constantemente, a lo que el joven jardinero sólo contestaba sonriendo. Llegado el plazo acordado, el hombre rico fue a ver el fruto del trabajo de los jardineros. El hermano mayor, presumía su labor con exageración y gran alarde. Pero el hombre rico le reclamó que aunque todo estaba en orden, las flores y plantas a su cuidado estaban dañadas. Cuando fue el turno de supervisar al hermano menor, el hombre rico quedó maravillado por lo bien que se veían cada una de sus flores y plantas.

Este cuento nos recuerda que quizá la sencillez parezca más compleja, cosa que va más allá de la ironía. Muchas veces, lo más sencillo es lo más nos cuesta hacer. Y eso se debe a un curioso caso de adaptación a la complejidad que hemos tenido a lo largo de los años. «Nos encanta hacernos la vida imposible», se repite una y otra vez. Y sí, así es. Por eso es que la sencillez siempre tiene que ir ligada a la prudencia y a la paciencia. Retomando el tema del tiempo: ¿qué prisa llevamos para disfrutar un momento?

La sencillez, por último, nos ayuda a saber valorar lo que somos y lo que tenemos. Por eso es que la sencillez comienza en el corazón y termina por compartirse con los demás.

De aquí a mañana

«El problema de nuestro tiempo es que el futuro ya no es lo que era»

-Paul Valéry

Queridos(as) lectores(as):

Quizá uno de los temas que más preocupan o al menos que mantienen a la gran mayoría de las personas pensando al respecto es el del futuro. Y no es para menos: la situación política global, la crisis económica, guerras, pandemias que van y vienen, etc. Son escenarios poco optimistas en muchos caso. Si bien es cierto que Karl Marx decía que el capitalismo para su supervivencia requería de la crisis, esto que entendemos como crisis es algo que se ve desde espectros muy subjetivos. ¿En qué momento, cada uno de nosotros, se identifica con la crisis? Justo cuando nos vemos afectados «ahora más que ayer».

Pero, ¿se puede hacer algo para atender el futuro de la mejor manera posible? A esto Cicerón decía: «No hay ventaja alguna en conocer el futuro; al contrario, es doloroso atormentarse sin provecho». ¿De qué nos sirve estar piense y piense en aquello que simple y sencillamente no tenemos idea alguna de si sucederá o no? Hace algunos años, cerca de donde vivo, había una señora que gritaba que «el mundo estaba llegando a su fin» a través de su recorrido por las calles. Un día, dejó de vérsele por la zona. Resulta que averiguando sobre ella, me enteré que ya había fallecido. En efecto, el mundo se acabó, el suyo.

El futuro y el control

Ya lo hemos comentado con anterioridad, pero me parece importante que tengamos muy en cuenta la realidad líquida y de inmediatez que estamos viviendo. Todo deprisa, sin pausas, de un momento. Dicen siempre que «nos falta tiempo», y es equivocado. El tiempo como lo medimos es justamente algo muy humano. ¿Quién tiene realmente control sobre ello? Hoy en día existe una «filosofía» sacada del bolso del consumismo que dice «aprovecha todo ahora y ya». Cierto: hay cosas que sólo se nos presentan una vez y que hay que aprovecharlas, pero de ahí a que nos queramos comer el mundo a mordidas, es desperdiciar la vida. No se trata de exagerar.

«No anheles impaciente el bien futuro:
mira que ni el presente está seguro»

-Félix María Samaniego

Uno de los terribles efectos que la inmediatez tiene sobre nosotros es precisamente un silencioso (e inconsciente) terror al futuro. «¡Hoy, hoy, hoy!, ¿y luego qué?». Mientras más conscientes somos de la desesperada necesidad que tenemos de control sobre las cosas, habría que analizar el porqué de ello. ¿Qué nos asegura tener control? Y por lo general contestamos eso con una «idea de», mas no con un hecho.

¿Qué prisa llevas?

Recién me hice con una copia de una interesante biografía. Karl Marx: ilusión y grandeza, de Gareth Stedman Jones (887 páginas). Al compartir con un querido amigo mi nueva adquisición, su reacción me pareció muy cómica: «¿¡En verdad vas a leer todo eso!?». Hay quienes tenemos un gusto particular por la lectura y hay quienes no, no hay gran cosa para entender eso. ¿Cuánto tiempo me llevará leer este tabique de libro? No tengo la menor idea. Quizá me vaya de corrido y lo lea en unas dos semana, quizá en menos días. O tal vez me tarde lo que queda del 2022 para ello. No lo sé, pero lo voy a leer. ¿Por qué existe esa tendenciosa preocupación por el tiempo que se le dedica a las cosas?

Vamos a pensar un poco usando el ejemplo del libro. ¿Qué podría hacer durante las 2 semanas que planteo como posibilidad para tardarme en acabarlo de leer? Ni yo mismo lo tengo claro. Lejos de la agenda que pueda tener con trabajo y compromisos varios, lo cierto es que no tengo ni la menor idea de lo que puede suceder. Libera al hombre de su manía de control y verás que se descontrola. Ahora bien, la idea de poder tener tiempo para leer este libro me resulta muy optimista. Porque ciertamente no todo depende de mí. ¿Pero me importa tanto ese tiempo y el quehacer pendiente como para no disfrutar una amena lectura? Ya habrá un momento y un sitio adecuado para la lectura. Quizá en la sala, en mi estudio, en el consultorio, en el metrobus… no sé. Pero me fascina la idea de dejar que las posibilidades se vayan cumpliendo sin tener que preocuparme por ello. Renunciar a la obsesión del tiempo por algo que uno disfruta hace de la experiencia algo todavía mejor.

De aquí a mañana, quién sabe.

Sea lo que sea y como sea.

Ya veremos qué hacer, si se puede hacer algo.

Un helado y una ocasión para vivir

Queridos(as) lectores(as):

En esta ocasión, quiero compartirles una de las tantas enseñanzas que mi papá me dejó. Justo me acordé de ésta en particular el día de hoy. Espero les guste y sea para ustedes una ocasión para vivir.

Para mi papá, el mejor helado del mundo era el de vainilla. En los últimos años de su vida solía decirme en las tardes «Hec, ¿y si me invitas un helado de vainilla?», a lo que con todo el gusto de mi corazón le decía que sí. Para esto, en la contra-esquina de mi departamento hay una heladería de cierta marca, por lo que nada más tenía que salir, cruzarme y listo.

Pero en una ocasión, mi papá me preguntó si me podía acompañar. Le puse su cubrebocas y le ayudé a ir por su helado. Al llegar, le ayudé a sentarse en lo que yo iba a pedir su helado. A lo que la señorita del lugar, que ya me conocía por lo del gusto de mi papá, me dice «joven, hoy no tenemos el helado de su papá», entonces me quedo mirando las otras opciones y vi que tenían napolitano (fresa, chocolate y vainilla). «Pues aunque sea ese tiene vainilla, así que por favor, deme un napolitano». Llego a la mesa con mi papá, ve el helado y sus ojitos se llenaron de alegría como si se tratara de un pequeño niño.

En un momento, se comienza a reír:

-¿Por qué te ríes?
-Jeje, es que Hec, hoy le ganamos a este lugar.
-¿Ah, sí? ¿Por qué lo dices?
-Yo nada más quería un helado de vainilla, y me dieron otros 2.

Así era mi papá. Así era quien fuera mi más grande maestro de vida. Muchas veces vamos por la vida pensando que sólo hay una cosa por hacer, que no hay opciones. ¡Pero vaya que las hay! ¿Por qué cerrarnos a una sola posibilidad y negarnos la ocasión de vivir? A veces, lo que más queremos es lo que más nos aleja de lo que más nos haría felices. Es cosa de pensarlo. Mi papá tenía claro eso, por eso es que encontraba siempre motivos para sonreír.

Te extraño y te quiero, pa’.

¿Y si lo que necesitas es humor?

«Un día sin reír, es un día desperdiciado».

-Charles Chaplin

Queridos(as) lectores(as):

Quizá nos hace falta más pensar en esto que tanta falta nos hace día tras día, sobre todo ahora que los tiempos nos hacen sufrir tantas cosas. ¿Es que las cosas malas nunca acabarán? Así como hay cosas buenas, hay cosas malas. Es inevitable, tiene que haber cierto balance. ¿Pero sabemos vivir las circunstancias de tal modo que éstas no nos vivan a nosotros? Encontrar un momento para reír a pesar de tantas cosas horribles hace que todo valga la pena.

Fue el propio Sigmund Freud quien en su brevísimo texto, El humor (1927), decía que se trataba de «un don precioso y raro». Muy al contrario de lo que mucha gente amargada piensa sobre la gente humorística, hay que ver en el humor justo una clave que ayuda a que la realidad que vivimos, no nos sea tan pesada y logremos encontrar creatividad para salir adelante a diario.

El humor es libertad

Freud dice: «El yo se rehúsa sentir las afrentas que le ocasiona la realidad; rehúsa dejarse constreñir al sufrimiento, se empecina en que los traumas del mundo exterior no pueden tocarlo, y aun muestra que sólo son para él ocasiones de ganancia de placer». Me parece que lo que indica el padre del psicoanálisis es que se trata de la capacidad que uno tiene de aferrarse a la vida (pulsión) a pesar del dolor y la tragedia. ¿Pero eso significa que no toma en serio lo que está viviendo? No, de hecho es todo lo contrario, es tan serio para el humorista que le encuentra un lado «risible» de modo que pueda vivirlo sin verse perjudicado en totalidad.

En el mismo texto, Freud hace una comparación especulativamente hablando respecto a un criminal que atrapan un lunes. No es lo mismo que diga «no me importa nada. ¿Qué interesa que ahorquen a un tipo como yo? El mundo no se hundirá por eso», a que diga «¡vaya, empieza bien la semana!». En el primer caso podríamos decir que nos encontramos ante una actitud que sentencia algo definitivo, quizá de un modo que muestre una cierta superioridad del yo frente a la situación adversa. Sin embargo, en el otro caso, el humor se presenta como aquello que busca afianzar el principio de placer a pesar de la circunstancia trágica. ¿Es acaso una actitud cínica? No, más bien el humor se muestra de un modo opositor pero que acepta al mismo tiempo. Es una disminución del sufrimiento al obtener cierta ganancia de placer en el momento.

¿Qué pasa cuando en México, por ejemplo, ahora que en septiembre parece ser que los temblores son una «realidad inevitable»? El pensamiento colectivo del mexicano apuntala hacia la actitud humorística para hacer frente a lo traumático, tan es así que hasta el nombre del mes cambia a «septiemble». Si bien en El chiste y su relación con el inconsciente (1905) Freud decía que el chiste era un modo de afrontar una realidad dolorosa, más tarde evalúa la situación y advierte que el humor es algo más vital, algo que permite ser para seguir siendo sin dejarse afectar del todo por lo que está sucediendo. Es saberse reír de uno mismo ante algo malo. «Tómate con humor las cosas», dirían las abuelitas.

El superyó y el humor

«¿Tiene algún sentido decir que se trata a si mismo como a un niño, y simultáneamente desempeña frente a ese niño el papel de adulto superior?». El superyó es la instancia psíquica que trae al yo, de un modo, como si se tratara de una figura parental con poder sobre un niño. Es el vasallaje del que parece ser el ser humano no puede librarse tan simplemente. La relación que tiene el humor con el superyó, y que me parece que es una forma muy bonita de tratarlo por parte de Sigmund Freud, es a modo de acción que señala al mundo exterior y que con autoridad hace sentir al yo indefenso cierta confianza y seguridad al decir «véanlo: ese es el mundo que parece tan peligroso. ¡Un juego de niños, bueno nada más que para reírse de él!».

¿Qué pasa cuando un pequeño tiene miedo por algo del mundo? Alguna figura de autoridad se acerca y le hace ver que las cosas no son tan terribles como se creen. Pienso, por ejemplo, cuando los niños tienen miedo a la oscuridad o a un armario abierto en la noche. ¿Qué hacen mamá o papá? Le indican que no hay nada que temer, hasta en ocasiones hacen algo «chistoso» para que el niño pueda quedarse con la tranquilidad de que nada le podrá pasar. La risa ayuda a relajar o disminuir los niveles de tensión ocasionados por el miedo. Así, en palabras de Freud: «Si es de hecho el superyó quien en el humor habla de manera tan cariñosa y consoladora al yo amedrentado». Pero los papás no están todo el tiempo, por eso es que el superyó, con la ayuda del humor, nos ayuda a perder el miedo, apostando por el principio de placer que ayuda a nivelar las cosas.