Esa extraña serenidad

No dejo de pensar en lo serena, e incluso pasiva, que resulta la naturaleza en nuestros días. Estos días del hombre caótico. El mundo colapsando por la pandemia y por la caída económica, el miedo y el dolor; la angustia se palpa en todos lados y se comunica entre todos.

Y la naturaleza sigue ahí. Serena. Pasiva. Tranquila.

Sopla el viento: las ramas y hojas de los árboles y plantas se menean suavemente, un movimiento perenne, que sigue un ritmo extraño, complejo pero simple a su vez.

La naturaleza insiste en estar ahí. Quieta. A la espera. ¿Qué puede pasar?

La naturaleza del hombre se desata, unos contra todos: la arrogancia, la envidia, la soberbia. Un baile de máscaras que tiene como fin negar la vida misma. Todos quieren respuestas, soluciones, que la pandemia pase. Todos quieren todo y pocos son los que están para todos. ¿Y la empatía?

La naturaleza sigue ahí. Un espectador único y privilegiado. Y se cuestiona en silencio al vernos: «¿Son en verdad ellos lo más importante de la creación?».

¿Cuántos quisiéramos esa serenidad? Por muy extraña y sospechosa que parezca. Hasta que un día, toda esa paz se vuelva contra nosotros para recordarnos que seguimos siendo parte de un todo.

Mirar o contemplar la naturaleza requiere de un criterio casi insospechado, es decir, necesitamos aprender a ver más allá de lo aparente, que esa serenidad, como les decía, en cualquier momento se torna contra nosotros. Y eso no es más que la proyección de nuestro propio «estar» en el mundo.