Mamá, papá, ¿dónde están?

El otro día platicaba con un querido amigo y colega filósofo sobre la importancia del tema de la escucha en nuestros días. Y entre las muchas cosas que dijimos, salió un caso que recordé sobre un adolescente (el que adolece) que fue a consulta, más bien, que llevaron con un conocido psicoanalista.

L. es un muchacho (en aquel entonces de 14 años) que han traído sus padres conmigo. Ellos, entre reclamos y gritos, dicen que no pueden con él, que se ha vuelto un verdadero dolor de cabeza. El padre le echa la culpa a la madre y viceversa. En ambos discursos hay un «es que tú…». Después de una larga hora, acepto recibir al adolescente.

Al cabo de unos días, L. llega al consultorio, no sin antes azotar la puerta del flamante BMW de la madre. El analista cuenta que alcanzó a oír un «cuando acabes tu terapia, pides un Uber y te vas a casa, ¿ok?». L. pega tres veces con el puño cerrado en la puerta. Sólo se escucha desde la ventana del consultorio «ahí hay un timbre». El muchacho lo toca y le abren la puerta.

Enfurecido, L. entra al consultorio y se avienta en el diván. Le indico que se levante y que se siente en el sillón de enfrente, así como le señalo que todavía no es el momento. Se levanta todavía más irritado y se deja caer en el sillón. Con cara de fastidio me ve y me dice «Bueno, ya estoy aquí, ¿ok?». Le contesto: «Sí ya veo, el ruido que has estado haciendo te delató». No capta la broma y sólo mueve los ojos hacia el techo. Él me odia. Pero no soy al que odia.

Después de explicarle el analista al muchacho que como se trata de un menor de edad, su trabajo le llevará a tener dos sesiones, una con él y otra con sus padres, el paciente se muestra todavía más enojado y le dice «lo que me faltaba, ahora usted va a ir de chismoso con ellos». Notablemente furioso, el adolescente se va haciendo a la idea de que no se puede «escapar».

L. no deja de mirar su celular, los cuadros de mi consultorio y hasta se queda mirando una revista que dejé (a propósito) sobre una mesita a lado de su sillón. Hasta que capta la imagen completa en ella y la avienta al piso. «Ay, sí, una familia contenta, ¡esas son mamadas!».

-¿Mamadas? Mmm… ¿qué palabra hay dentro de esa palabra?

-¿A qué se refiere?

-Sí, a ver, ¿notaste que cuando la dijiste hiciste una breve pausa al pronunciarla?

-¿Qué?

-Sí, mira, dijiste «esas son mamá-das».

-Ajá… ¿y qué?

-Claramente tu mamá es el problema aquí. ¿No te parece?

-Wow, ¡usted es un genio! No puedo creer que lo notara tan fácilmente.

Evidentemente L. se estaba burlando del analista. Pero «la cosa» apenas comenzaba.

-L., ¿por qué estás tan molesto? ¿No te gusta que te escuche?

-¿Para qué? No sirve de nada.

-Más bien me parece que no soy quien quisieras que te escuchara, ¿no es así?

Es importante explicar que el psicoanalista, aunque está ahí en frente, no está del todo, al menos no siendo él. En la transferencia que hay entre ambos, hay figuras que se manifiestan en donde debería estar sentado el analista; figuras que son un secreto hasta que se les va dando cuerpo y nombre.

-Papá… mamá… ¿dónde están?

-¿Qué les quieres decir, L.? Te escucho…

-Pues eso, Dr., ¿dónde están?

-Me parece que sí sabes dónde están, no sería mejor preguntar «¿por qué no están aquí?»

El analista narra que L. se echó a llorar de un modo completamente desconsolado, como un niño indefenso. Las palabras sobran, están de más, por el momento. El análisis ha comenzado…

Desgraciadamente vivimos en una época en la que los padres de familia o quienes cumplen la función de padre y/o madre, están reproduciendo una clase de orfandad con sus propios hijos. El pensar que se les da lo que no se tuvo (coches, celulares, tablets, computadores, etc.) es en verdad un auténtico desastre. Irónicamente se les da, pero no nos damos a ellos. Los hijos necesitan a sus padres, tener la confianza de poder hablar con ellos, ayudarles a lidiar con ese «infierno» que resulta ser la adolescencia. Tampoco se trata de estar sobre ellos, hostigándolos y hacer que desesperen, pero sí tener una actitud que les permita sentirse amados y queridos.

¿O vamos a esperar una llamada desgarradora sobre un accidente?

Los accidentes, por cierto, no existen.

La frágil sociedad

El siglo XXI es sinónimo de grandes avances y descubrimientos científicos, de notables esfuerzos por mejorar la calidad de vida, de asegurar la paz, de proteger a la naturaleza. Pero, a su vez, parece ser que el mundo se ha estado fragmentando en cuanto al ser humano. Cada día es sobresaliente el número de notas rojas sobre incontables hechos fatídicos, tristes y lamentables alrededor del mundo. Parece ser que la sentencia popularizada por el filósofo inglés, Thomas Hobbes (s. XVIII), “el hombre es el lobo del hombre”, cada vez se va volviendo más cierta. ¿En qué momento pasamos de ser seres proactivos a ser sólo gente que se queja de todo?

Vivimos en una época en la que el ser ofendidos es algo que está a la orden del día. Incluso me parece cómico cómo mucha gente está atenta a encontrar razones para ofenderse e indignarse, siendo resultado de muchas campañas que intentan ser una suerte de “concientización” sobre varios y diversos temas de profundo significado social y, por tanto, cultural. No estoy diciendo que no sean temas que deben dárseles importancia, pero me parece que estamos exagerando brutalmente en ello. Retomando lo que decía sobre la gente que está esperando a ser ofendida, los miro y trato de encontrar el porqué de ello. Personas que hace apenas unos años atrás no se preocupaban en lo más mínimo, hoy son los que se rasgan las vestiduras y se proclaman “indignados”. Pero, ¿por qué? ¿De dónde surge esa desesperación?

De la subjetiva normalidad

Tenemos que voltear la mirada hacia el hombre y hacia la mujer, sobrevivientes de la afamada posmodernidad, y darnos cuenta de lo ridículamente sensibles que se han vuelto. Pienso, por ejemplo, en las personas que se asombran por cosas que generaciones atrás lo hubieran visto como algo perfectamente normal. Y con esto de “normal” me estoy metiendo a mí mismo en un problema, ya que tal y como sostenía Michel Foucault, el tema de la normalidad es algo meramente atemporal, pero siempre apuntando hacia lo que se creía en cada momento como lo correcto, lo que estaba bien, lo que la sociedad aceptaba. Hace unas semanas, comencé a hablar con mis alumnos de universidad sobre algunos filósofos, entre ellos Nicolás Maquiavelo, quien afirmaba que el ser humano era malo por naturaleza; que ese ser fantástico, capaz de hacer y de crear grandes cosas, era el mismo que era capaz de perpetuar los más aberrantes actos, siempre en aras de obtener poder y lograr someter a los demás a su voluntad.
A mi creer, deberíamos festejar que lo normal haya ido evolucionando hacia un punto en el que podamos lograr verdaderos avances, sin embargo, mucho me temo que hay quienes han querido forzar de más esa evolución y buscan, entre muchas otras cosas, establecer la absurda idea de que la verdad es relativa, entendiendo por esto último que cada quien goza de su propia verdad. Ya no es que cada quien tenga su opinión sobre las cosas, sino que cada quien tiene su verdad sobre ellas. Lo objetivo se vuelve algo que se somete a la subjetividad, sin importar qué tan errada se encuentre.

El riesgo de la terquedad

Estamos siendo absorbidos día a día por la frágil sociedad de nuestro tiempo. Una sociedad con gravísimos problemas de echar a perder todo lo que se ha logrado a través de años de progreso. Hasta parece broma, pero se está llegando a tal nivel de escepticismo que hasta la misma ciencia está siendo puesta en duda debido al florecimiento del sentimentalismo. Una prueba de esto último es el movimiento anti- vacunas, que ha provocado, entre muchos otros problemas sociales, el resurgimiento de enfermedades que se pensaban ya erradicadas. Personas irresponsables que basan sus acciones en creencias sin fundamentos reales, imponiendo prejuicios y poniendo en riesgo a sus propios hijos, y por supuesto, a otros. Y no conforme a que muchos miembros de ese movimiento ya han muerto, hay todavía quienes se siguen aferrando a
seguir defendiendo lo indefendible, prefiriendo enfermar hasta morir en vez de aceptar que se han equivocado. Pero cuidado con hacer algo contra ellos, porque surgen los anteriormente mencionados indignados (que muchas veces ni tienen nada que ver) a ocasionar un verdadero escándalo, tachando a los que no piensan como ellos como intolerantes.

De hecho, sobre este punto me gustaría comentar que en sí la palabra “tolerancia” no es de mi agrado, pues de cierto modo interpreto en ella algo así como “no me gusta lo que haces, pero te permito que lo hagas”, como si se pusieran en una posición moral superior para ceder al otro la libertad de sus propias acciones. ¿Entonces estaríamos siendo precisamente intolerantes con los anti-vacunas? No, porque si ellos sólo fueran los únicos que se enfermaran y murieran, quizá podríamos dejarlos, porque al final de cuentas están haciendo uso de su mal entendida libertad, pero están poniendo en riesgo a terceros. La ecuación es fácil: haz lo que quieras, siempre y cuando no afectes a otros. ¿Por qué “mal entendida libertad”? Porque es precisamente esto último lo que ha permitido que la sociedad sea débil y carente de valor para afrontar las consecuencias de sus propios actos. Entendamos que no hay libertad sin responsabilidad (guiño al Sartre).

Saber diferenciar (o lo uno o lo otro)

¿Qué pasa cuando hay manifestaciones, por cualquier razón o motivo, y que gente en ellas empieza a atentar contra establecimientos comerciales o contra otras personas? Por lo general, llega la policía a establecer orden, pero los responsables se escudan a sí mismos en el ya de por sí desgastado “estás violando mis derechos”, negándose a aceptar que sus acciones los han llevado a ser castigados. Todos quieren ser libres, pero sin responsabilizarse por lo que hacen. ¿Y de quién es culpa esto? De las propias familias y de las crecientes y muy cuestionables ideas de “no traumar a los niños” regañándoles por sus travesuras. Pensemos, por ejemplo, en una situación en la que una madre lleva a su pequeño hijo a un restaurante para reunirse con sus demás amigas y tomar el café. El niño, como es perfectamente entendible, no querrá estar sentado tanto tiempo y comenzará a jugar; se pone a correr entre las mesas (ya que no hay una zona

de juegos infantiles), pasando entre los meseros que llevan platillos calientes, empujando y pataleando. “A ver, papito, tranquilo” -dice la madre sin hacer nada más. Como era de esperarse, un mesero pierde el equilibrio tratando de esquivar al niño y tira todo lo que llevaba. El niño se asusta y se queda mirando lo que pasó, la madre se levanta enojada, toma al pequeño y sólo le dice “Te dije que no lo hicieras, muy mal”. ¡Y ya! No pasa nada más. Y cuidado con que el mesero le reclame, porque puede volverse víctima de un sinnúmero de ofensas por parte de la indignada madre. ¿Qué hubiera pasado si alguno de los platillos le caía al niño? Ni imaginar el tremendo problema que tendría, no sólo el mesero, sino el restaurante en general. Al no haber límites, mismos que muchos tuvimos y que no hicieron de nosotros unos «traumados» (si es que es la palabra correcta), se presta a la idea de que no hay consecuencia por nuestros actos. Pero luego, las madres lloran desesperadas y en profunda agonía porque a su “angelito” lo balearon los policías después de haber asaltado a otras personas en el camión.

«Educad a los niños para no tener que castigar a los adultos»

-Pitágoras

No estoy pidiendo que nalgueen al niño, mucho menos que le griten y lo humillen, pero al menos sí que lo hagan consciente de lo que ha pasado; pero también que, en este caso la madre, no se haga la desatendida y cumpla con la responsabilidad que el accidente ha ocasionado. Sin embargo, parece que es mucho pedir. ¿Pero qué pasa si alguien más se atreve a decirle algo a la madre? Comienza la lluvia de insultos y degradaciones. Hasta es risible, porque el mismo mesero puede perder su trabajo, y todo por como decimos coloquialmente “sin deberla ni temerla”.

¿Qué esperanza queda? ¿Queda?

Estamos mal, en verdad muy mal, pero lejos de hacer algo, seguimos en silencio o solamente nos quejamos. Pero, ¿qué hacer? ¿se puede hacer algo? Sí, lo cierto es que debemos fortalecer las virtudes que se han ido debilitando, restablecer los límites y apostar por la educación. Ahí está la clave que ha hecho que muchas naciones sean consideradas como grandes; en la educación yace el futuro y la esperanza de toda sociedad. Pero no sólo me refiero a la educación académica, sino aquella que empieza en casa. La sociedad va en picada precisamente porque hemos olvidado las primeras estructuras que yacen en el seno familiar, en los valores que se nos enseñaron y que nos hicieron personas responsables y trabajadoras.
Dejemos de ser adultos infantilizados y llorones, dejemos de permitir que los gobiernos nos traten así con sus programas asistencialistas que fomentan en nosotros la irresponsabilidad y la mediocridad. La riqueza no se obtiene extendiendo la mano pidiendo o suplicando la limosna de los demás, sólo a partir del trabajo honrado, justo y bien remunerado es como podemos alcanzar lo que otros tienen, dejando atrás el insano resentimiento social que nos esclaviza a nuestras pasiones. Evidentemente el tema del trabajo justo y remunerado es otro, y tendremos otra oportunidad para hablar sobre ello.

Si estamos viviendo todo esto, imaginemos por un momento que podríamos (y tal parece que así será) estar peor…