Los niños y el psicoanálisis

Queridos(as) lectores(as):

Una vez más, gracias por sus participaciones en esta página. Sus mensajes me llegan y trato de contestarles de manera personal, sin embargo, hay temas que han preguntado que me parece mejor contestarlos de manera general y que sirvan de entrada para este espacio. Son varios los que han escrito para preguntar sobre el psicoanálisis infantil. Así que comencemos con esto.

¿Por qué llevar a los niños al psicoanalista? Recordemos que los niños todavía no desarrollan en totalidad la capacidad lingüística como para poder expresarse, ellos todavía siguen aprendiendo e imitando a los adultos para poder relacionarse. Pero eso no los hace no perceptivos o tontos, muy por el contrario, ellos están observando y escuchando y van logrando una comprensión en verdad maravillosa, misma que se refleja justo en la clave para el análisis infantil: el juego.

El juego del carretel

Hay que recurrir al texto Más allá del principio del placer (1920) de Sigmund Freud, pues ahí es donde el padre del psicoanálisis hace su primer reflexión sobre el tema al ver jugar a su nieto. Freud nos comparte lo siguiente:

«Este buen niño exhibía el hábito, molesto en ocasiones, de arrojar lejos de sí, a un rincón o debajo de una cama, todos los pequeños objetos que hallaba a su alcance, de modo que no solía ser tarea fácil juntar sus juguetes. Y al hacerlo profería, con expresión de interés y satisfacción un fuerte y prolongado oooooh!, que según el juicio coincidente de la madre y de este observador, no era una interjección, sino que significaba Fort (se fue). Al fin caí en la cuenta de que se trataba de un juego y que el niño no hacía otro uso de sus juguetes que el de jugar a que se iban. Un día hice la observación que corroboró mi punto de vista. El niño tenía un carretel de madera atado con un hilo. No se le ocurrió por ejemplo arrastrarlo tras sí, por el piso para jugar al carrito, sino que con gran destreza arrojaba el carretel, al que sostenía por el hilo, tras la barandilla de la cuna, el carretel desaparecía y el niño pronunciaba su significativo ‘o-oo-o’, y después tirando del hilo volvía a sacar el carretel de la cuna, saludando ahora su aparición con un amistoso Da (acá está). Ese era, pues, el juego completo el de desaparecer y volver».

Lo que sucede con el niño es que encontró la manera de lidiar con su renuncia pulsional. Es decir, tiene que ver con la satisfacción y el displacer el «desaparecer y volver» de su propia madre. ¿Qué pasa cuando un pequeñito pierde de vista a su madre? Desespera, incluso es capaz de llorar. En el ejemplo de Freud, el niño «toma el control» con el juego, ya que en la vivencia del acto de desaparición y posterior aparición de su madre, él era pasivo y era afectado por ese otro; pero ahora, es él el activo que dice cuándo desaparece y cuándo aparece el objeto. Así, podemos entender que el tema del juego va ligado con la repetición, ya que los niños escenifican todo aquello que les ha causado una fuerte impresión en distintos momentos. Pero el juego les permite adueñarse/apropiarse de las circunstancias.

Los símbolos y el juego

Tenemos que entender que el juego, por muy simple que parezca, es en verdad un laberinto muy complejo. No hay que caer en la tentación de creer que el juego se explica por sí mismo, porque en buena medida es menospreciar la capacidad racional de los niños. En el juego hay una gran variedad de símbolos que se deben someter a un sinfín de interpretaciones para intentar entenderlo.

Fue Melanie Klein la pionera (rivalizando con Anna Freud) en tratar de exponer una teoría respecto a la mente infantil desde el psicoanálisis. Ella decía que no era posible pensar a los niños sin pulsiones, miedos y deseos, más inconscientes que conscientes, expuestos por ellos en la fantasía. La fantasía es para los niños una herramienta para poder, antes que nada, expresar lo que el lenguaje no podría por el momento. Es decir, los niños se comunican mejor con la fantasía a través del juego. Lo que para muchos podría tratarse de un niño agresivo en el juego, lo que en realidad estamos viendo es una conducta que reacciona a una vivencia que le afectó y que no ha podido superar u olvidar. Es por ello que el juego es una comunicación indirecta. El juego también es clave para entender lo que sucede con el deseo de los niños, pues como se trata de una escenificación de control, también es reflejo de lo que ellos quieren. Sin embargo, es curioso cómo los niños pasan de lo pasivo a lo activo cuando interactúan entre ellos.

En la clínica infantil no hay diván

Ya para cerrar este brevísimo acercamiento al psicoanálisis infantil, es importante hacer ver que, irónicamente, las «reglas del juego» son muy distintas con el psicoanálisis de adultos. En el infantil se sustituye el diván por el piso, la asociación libre (de ideas) por el juego. Es importante que el analista entre al juego del niño, que se ponga a jugar con él o con ella. Aquí el análisis comienza con un «¿A qué jugamos?» y esperando a lo que dirán los niños.

Siempre es importante hacer modificaciones en el espacio analítico a modo que se preste para que los niños puedan, uno, entrar en confianza y no sientan la severidad de la seriedad típica de un consultorio «oscuro y frío» y, dos, se sientan los dueños del lugar. Una buena estrategia es tener una caja con distintos tipos de juguetes, para que los niños tengan de dónde escoger y, de ese modo, pueda comenzar el análisis propiamente, ya que lo que escogen es lo que nos empieza a dar idea de lo que quiere decir. El juguete, así como el acto mismo de jugar, será el medio perfecto para que los niños puedan expresar sus deseos, sus miedos, sus preocupaciones, sus molestias… pero sobre todo su amor.

Y no, queridos padres de familia, llevar a análisis a sus hijos no es porque sean locos o «no tengan remedio». Llevarlos al análisis es darles la oportunidad de aprender que, más allá del juego, hay un mundo que los necesita y que los quiere en él.

La importancia de un abrazo

Queridos(as) lectores(as):

Hace tiempo que vengo pensando en este tema, mismo que he de confesar me ocupa lo suficiente, pues es en verdad enigmático lo que sucede antes, durante y después de ese acto tan «sencillo». Lo pongo entre comillas porque no lo es del todo, por mucho que guste de dar o recibir abrazos, siempre hay un trasfondo de afecto… y miedo.

Vamos a aclarar algo: dar un abrazo SIEMPRE es un gesto de apertura hacia el otro, pero sobre todo, hacia nuestra vulnerabilidad. Es decir, cuando se da un abrazo, existe la ocasión de apertura del sentimiento del que da y del que recibe; ocasión que posibilita un acceso a la intimidad misma. Y es el momento en el que más vulnerables estamos. Recuerdo la palabras de un antiguo profesor sobre esto precisamente: «Se le da la oportunidad al otro de amarnos o de matarnos». ¡Y es cierto! Porque cuando se extienden los brazos, irónicamente, ponemos a disposición del otro nuestros órganos vitales. Y me quedo con «ponemos a disposición», pues no es otra cosa que entrega y disposición hacia el otro. ¡Servicio!

Los abrazos… ¿en la clínica?

Sin lugar a dudas, uno de los temas que más dividen a los psicoanalistas o psicoterapeutas alrededor del mundo es el del contacto físico, ya que, al menos en la cuestión analítica, pone «en peligro la transferencia» entre el paciente y el analista. Pero, ¿exactamente por qué? Estoy seguro que muchos de mis colegas tendrán sus propias opiniones, muy respetables y sin dejar de ser cuestionables para los demás; pero el contacto físico, a mi modo de verlo, es parte de la demanda misma del paciente. Es decir, no sólo hablamos de atender su demanda de escucha, hay mucho en juego en cada caso y debemos tener cuidado de no perder detalle alguno. Pero hay que saber poner límites…

Estoy leyendo un texto, muy bello, de Irvin D. Yalom, reconocido psiquiatra y psicoterapeuta existencial estadounidense, el cual es El don de la terapia (carta abierta a una nueva generación de terapeutas y a sus pacientes), en el cuál da algunos tips o consejos para poder mejorar nuestras consultas. Y en el capítulo 63, justo trata este tema del que estamos hablando: No tenga miedo de tocar a su paciente. Les comparto un breve fragmento:

Para mí es importante tocar a mis pacientes -darles la mano, agarrarlos del hombro- y trato de hacerlo en cada sesión, por lo general al final de la hora, cuando los acompaño hasta la puerta. Si un paciente quiere sostenerme la mano más de lo habitual o quiere abrazarme, rehúso sólo si existe alguna razón importante, por ejemplo, cuestiones relacionadas con sentimientos sexuales. Pero, cualquiera que sea el contacto, le doy mucha importancia a referirme a la cuestión en la sesión siguiente; quizá algo muy simple como: «Mary, nuestra última sesión terminó de forma diferente: usted me tomó la mano con sus dos manos y la sostuvo un rato largo (o «usted me pidió un abrazo»). Tuve la sensación de que usted sentía algo muy profundo. ¿Qué recuerda de eso?». Creo que la mayoría de los terapeutas tienen sus propias reglas secretas acerca del contacto físico. Hace décadas, por ejemplo, un terapeuta muy competente, ya mayor, me dijo que durante muchos años sus pacientes tenían la costumbre de terminar cada sesión dándole un beso en la mejilla. Toque. Pero asegúrese de aprovechar ese contacto para el trabajo interpersonal»

Sin lugar a dudas es un tema complejo que merece muchas sesiones de debates casi interminables, pero comparto con el Dr. Yalom la idea de buscar la verdadera motivación de la acción humana. Siempre hay un por qué, ¡y por supuesto un para qué! Cuando permitimos eso en la clínica, es siempre una estrategia que nos brinda la oportunidad de ayudar al paciente a expresar lo inexpresable en su discurso. Un querido colega y amigo psicoanalista repite mucho: «El cuerpo es en sí un lenguaje que permite traducir el oral y el escrito».

¿Y fuera de la clínica?

Seamos sinceros, seamos humanos: todos necesitamos sentir el amor del otro. Un abrazo es una muestra muy sencilla de amor y afecto (evitemos las teorías paranoicas de traición y demás negatividades por un momento). Pero también es un regalo de hacer sentir al otro seguro y protegido. Sin embargo, como les decía en un principio, no es fácil, ni darlo ni recibirlo. Y me pondré de ejemplo para ello.

Durante muchos años, me había costado mucho el contacto físico con las personas, no importaba si se tratara de un familiar, de un amigo o un amable feligrés en la iglesia, para mí era algo totalmente insoportable e incómodo recibir un contacto físico. Después de varias sesiones con mi analista y de unos exitosos Ejercicios Espirituales, pude darme cuenta que no aceptaba el contacto físico, sobre todo y especialmente los abrazos, por no sentirme vulnerable con el otro. Por miedo al dolor, por miedo a la pérdida, por una mera cuestión de aprensión, debido a algunos problemas personales. En verdad me costó mucho trabajar con esto, pero lo he ido superando con el tiempo, ¡y me estaba perdiendo de mucho! No es malo sentirse vulnerable frente al otro, pero hay que saber con quién sí serlo y con quién no. Aunque la vida les puede sorprender…

Un abrazo es también aprender a soltar

Regresando a la cuestión clínica, este analista que les comentaba hace unos momentos, gusta de compartir una experiencia durante una sesión con una paciente:

Un día recibí a M, quien me habló desesperada pidiéndome que la viera aunque no fuera ni el día ni la hora de su consulta semanal. Cuando llegó, abrí la puerta, con lágrimas en los ojos y con la garganta casi cerrada, me dijo «¿puedo darle un abrazo?». Apenas había dicho «sí» cuando ya estaba ella rodeándome con sus brazos. Sorpresivamente, mis brazos reaccionaron. Alcancé a sentir que cuando mis brazos se debilitaban, M me abrazaba con mayor fuerza como si me estuviera diciendo «no me sueltes». Duramos así por unos 5 minutos, quizá. Cuando ella dejó de abrazarme, seguía llorando, pero ya podía hablar. Perdón y gracias, Dr. -me dijo-. Le sonreí y le indiqué que se recostara en el diván. Ese día, su padre había fallecido y no podía verlo, pues vivía en otro país.

M, la paciente de mi amigo, necesitaba ese abrazo, necesitaba sentirse protegida, necesitaba sentir amor en un momento de enorme dolor. Quizá necesitaba el abrazo de un padre, mismo que nunca volvería a tener, y mi amigo en la transferencia fue el que facilitaba eso. Después de aquella ocasión, no volvió a haber necesidad de más abrazos (rompiendo entonces con aquello que algunos afirman se vuelve costumbre).

En definitiva, un abrazo es la oportunidad de soltar, de dejar ir, es algo muy simbólico.

¡Los abrazo!