La «creación» del amor

Queridos(as) lectores(as):

¿En qué momento despertamos de ese «sueño de amor»? Es decir, cada uno de nosotros tenemos una facultad única y sin igual: somos creadores. En alguna ocasión, Nietzsche sostenía que el ser humano era un ser creador. ¿Y estaba en el error? Me parece que no. De hecho, gracias al denominado genio artístico (que todos tenemos de un modo u otro), somos capaces de expresar un sin fin de cosas sobre nosotros mismos. Hay quienes escriben cartas, poemas, cuentos; hay quienes tienen un talento para lo plástico, otros para lo musical, otros para la danza, etc. Pero, me parece, todos somos artistas en el tema del amor.

Como es costumbre aquí en estos encuentros, al tratar una noción tan compleja, sería importante que nos centráramos en un mito antiguo para poder explicar y/o entender un poco más y reflexionar al respecto.

Galatea y Pigmalión

Pigmalión era el regente de la isla de Chipre. Un hombre bueno, amable y preocupado siempre por el bienestar de su pueblo. Pero también era un artista notable que gustaba de obsequiar a los suyos bellísimas obras de arte. Todos lo amaban y querían, no había quien no admirara al rey de los chipriotas. Era tanta su devoción a los demás, que rehuía de todo placer terrenal para sí. Preocupados por su «exageración», sus familiares y amigos le pedían que buscara a una buena mujer para que pudiera tener descendencia, pero sobre todo, que fuera quien le devolviera el mismo amor que él brindaba a los demás. Cosa que nunca despertó mayor interés en Pigmalión.

Pero sucedió una vez que nuestro gobernante se empeñó en moldear la estatua de mujer más bella que pudiera haber hecho en toda su vida. Cabe decir que para los demás, las obras de Pigmalión eran tan perfectas que sólo les faltaba un soplo de vida para que fueran seres vivientes. A esta estatua, que logró crear de una manera tan perfecta, la terminó por vestir con los mejores vestidos, adornándola también con las más hermosas flores y las más deslumbrantes joyas de su reino. A su creación le dio el nombre de Galatea. Sin embargo, era tan hermosa esa estatua, que nuestro querido Pigmalión terminó enamorándose perdidamente de ella.

En aquel tiempo, los chipriotas tenían sus festejos anuales en honor de la diosa Afrodita, cosa que ayudó al valeroso rey a pedirle suplicante a la diosa: «¡Concédeme, hermosa entre las más hermosas, que Galatea tenga vida y que pueda amarla más de lo que ya la amo!». Y debido a que era un buen hombre, sus suplicas llegaron a los oídos de la diosa, la cual no dudó en concederle su deseo. De ser una hermosa estatua, Galatea terminó siendo una mujer tan bella que inclusive los susurros chipriotas se atrevían a afirmar que era más bella que la propia Afrodita. Cuando Galatea tomó vida, Pigmalión se le acercó amorosamente y le preguntó si le gustaría ser la reina de Chipre y gobernar a su lado, a lo que la ahora mortal contestó: «Mientras sea tu esposa, no importa el reino que sea ni la condición que ofrezcas». Y ambos reinaron por años, siendo amados y respetados por su pueblo.

Me amo, que diga, ¡te amo!

Todos quisiéramos que el amor fuera tan fácil y hermoso como el mito que acabo de compartir. Sin embargo, no es así. Esto del amor es algo que nos lleva a pensar, muchas veces, si es que no es una auténtica locura. Y vaya que lo es. Freud sostenía que el enamoramiento era un estadio psicótico de la personalidad, pues no hay nada más cercano a la locura que el estar enamorados. Pero, ¿es que acaso está mal enamorarse? Por supuesto que no. Lo que está mal es el modo en el que lo hacemos.

Vamos a recuperar el momento en el que Pigmalión empezó a crear a Galatea. Él depositaba lo bello en ella, de modo que uno podría pensar que lo que él conocía sobre la belleza era lo que su corazón era para los demás. Por lo tanto, el enamoramiento nos hace ver al otro pero de manera parcial. Aunque lo más correcto sería decir «de manera idealizada». ¿Qué tanto habrá enfocado su mirada el rey chipriota sobre Galatea que descuidaba la realidad (de que era una estatua)? Imaginemos, pues, el momento en que la belleza lo desbordó al punto de caer en cuenta que no era real, por lo que pidió con mucha fe y desesperadamente a Afrodita que le concediera vida a su creación «para poderla amar más de lo que ya lo hacía». Con esto podemos decir que vemos al otro en as dimensiones que se establecen a partir de nuestro propio narcisismo. En otras palabras, el amor idealizado es un «lo que me gusta de ti es aquello que yo proyecto mío sobre ti». El Gato de Verdaguer (cómico argentino) decía: «Mi mujer y yo fuimos muy felices, hasta que un día, nos conocimos».

Después de ti, yo

El amor al otro es en sí un acto de renuncia a nuestras propias expectativas y especulaciones. Regresando a Freud, parafraseándole, decía que «el amor requiere un acto de humildad de renuncia a nuestro propio amor (narcisista)». Quizá lo que convendría pensar en todo caso sobre el enamoramiento es que, tarde o temprano, tendremos que ver y aceptar al otro tal y como es, no como queremos o pensamos que sea. Amar al otro, por tanto, es amar lo distinto. Y como en la vida: ¡dejarnos sorprender!

Pienso en tantas listas que a lo largo de los años hemos hecho sobre cómo sería nuestro amor ideal, la persona perfecta para nosotros. Pero, ¿cuántas veces nos hemos equivocado en plasmar nuestro nombre y corregirlo a toda prisa en cada una de esas listas? Es en verdad un ejercicio de la memoria fantástico y que les recomiendo ampliamente llevar a cabo. Hay mucha exigencia, demasiada demanda, cosas que hasta parecen «salirse de nuestro presupuesto». Una vez hice este ejercicio con unos alumnos y siempre habían características que coincidían: que sea guapo(a), que tenga buen cuerpo, que me trate con amor, que yo sea todo para él/ella, que me haga reír, etc. Hasta que de repente, tras la pregunta «¿cómo sería el amor ideal para ti?», una respuesta me sacó la más sincera de mis carcajadas: «Con que exista y que me lo tope, tengo».

La depresión y la falta

Para A.

Queridos(as) lectores(as):

Hoy en día es demasiado común escuchar: me encuentro deprimido. Y parece ser algo que todavía se debate entre aquellos que dicen «échales ganas» y los que hacen menos ese hecho. Me parece que es tanta la deformidad interpretativa que genera dicha noción, que precisamente descuidamos que estamos hablando de una falta.

Es decir, la depresión en ningún momento es sinónimo de tristeza. No, porque en sí la depresión es la falta o ausencia de ánimo, mismo que puede deberse a varios factores desde lo biológico, lo social, etc. Pero también consideremos que es la falta de interés e incluso de pasión por las cosas. Por tanto, aunque la depresión sea algo que se diagnostica después de una revisión médica (que en su mayoría se trata de los neurotransmisores), no es ni será nunca algo tan definitorio que lo podamos incluir dentro de un sentimiento determinado.

La falta de esperanza

La pérdida de interés o pasión por la vida tiene una génesis muy particular y, por supuesto, muy subjetiva. Es decir, la depresión no se contagia. De hecho, si nos orientamos por la etimología latina de la palabra, que es depressio/depressionis, entendemos que se trata de un hundimiento, pero específicamente de «una zona de hundimiento». La ley de los cuerpos nos dice que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo, por lo que el hundimiento del sujeto se da en su propio centro.

Esta falta de interés nos conduce a una confesión silenciosa que nos habla sobre la pérdida de la esperanza. Hablando de esto último, es curioso, pero importante hacer notar que la esperanza es un «no saber», es decir, es algo que «no sabremos si pasará, si lo tendremos, si llegará, etc». Pero nos aferramos al lado optimista sobre algo que no depende de nosotros, al menos no al 100%.

El muy querido Julio Cortázar, definía la esperanza de este modo (lo parafraseo): «Es que la esperanza no nos pertenece a nosotros, le pertenece a la vida, pues no es otra cosa que la vida defendiéndose a sí misma». ¿Recuerdan los encuentros anteriores en los que hablábamos sobre la negación de la vida? Es como si la vida nos dijera: «Espera, calla, que así es esto, pero no es todo». El problema yace en que no escuchamos lo que la vida nos dice, ¡lo que nos grita! Todavía hay algo más. Sin embargo, ¿por qué nos deprimimos a cada momento?

Aquello que no era mío

Si yo les preguntara, ¿qué aman de la vida? Estoy seguro que me podrían decir un sinfín de cosas. Habrían respuestas que coincidirían: a los amigos, a la familia, comer, bailar, la música, a la pareja, etc. Y otras que serían «disparates» para los demás. Hay quienes aman incluso aquello que es insignificante o que al menos eso creemos: caminar, silbar, tararear una canción, ver el cielo, etc. Sin embargo, la depresión nos aleja de aquello que decimos amar porque, después de todo, «de qué sirve esto para lo que estoy pasando». Ese notable desprecio por aquello que nos apasiona, no es más que el producto de un malestar social que nos hace ver tan poca cosa lo nuestro. Y entramos al terreno de la insana comparación, terca y aguerrida, con la vida de los demás. «Es que ellos hacen lo que les gusta y les va bien, yo lo hago y parece que no pasa nada». Pero sí pasa, y mucho.

La depresión, como veíamos al principio, se ha caracterizado por la ausencia o falta de estado de ánimo. Ni somos felices ni estamos tristes. «Ser y estar». Pero, ¿es que acaso tenemos que ser y estar siempre de alguna manera? ¿No se puede simplemente ser y estar, así sin agregar algo más? El problema que yo veo al menos en esto, es una exigencia frenética de nuestra cultura a tener que ser o estar según los estándares establecidos. «Es que no estés triste, ¡debes ser feliz!» Semejante atrevimiento es un atentado contra la vida de cada uno. Hasta en eso se quieren meter con nuestra subjetividad. Y no, no hay que hacer caso.

La depresión que me aleja de mí

Ahora que estoy escribiendo esto, me pongo a pensar si no es que la depresión lo único que hace es ponernos en falta de nosotros mismos, como si no fuera suficiente lo que somos. ¿Qué somos? Lo que estamos siendo. Hoy sonreímos, mañana lloramos, la vida es así ya que no goza de ninguna lógica y de ninguna ley que disponga el acontecer de cada uno de nosotros. Es absurdo pensar que porque soy buena persona, me pasarán cosas buenas, y viceversa. Gustave Flaubert dice que «cuidado con la tristeza, es un vicio». Así como lo puede ser la alegría. Y es que, una vez más, la negación de la vida es no aceptar los tiempos que nos tocan vivir, con todos su matices e instrucciones. Si hay que sonreír, sonreiremos; si hay que llorar, lloraremos.

Si nos vamos a exigir algo en esta vida es precisamente vivirla. ¿Cómo puedo ser mejor? ¿Cómo puedo hacer mejor las cosas? ¿Es que tengo que cambiar acaso para que me vaya mejor? Son preguntas tan insistentes, que no es de sorprender que nos pongan en un estado permanente de ansiedad y desesperación. Pero en la ansiedad y en la desesperación olvidamos que hay una acción por hacer. Y esa acción depende de nosotros. Si quisiéramos recuperar el interés o la pasión por las cosas que decimos amar, me parece preocupante que estemos esperando que alguien más nos diga cómo hacerlo. La sinceridad con uno mismo es vital. «Es que amo bailar pero no tengo ganas de hacerlo», ¡pues no bailes ahora! A veces, la vida es tan simple que nos resulta imposible de creérnoslo. Recuerden: todo a su tiempo y a su ritmo. No hay prisa.

Mi poema favorito

Hace unos días, platicaba con una querida amiga con quien comparto el gusto y amor por la poesía. Llegó un momento en el que le hablé sobre mi poema favorito. Tal como se lo dije a ella: «Este poema lo guardo en el corazón y lo recito en voz baja para recordarme por qué late cuando siento que estoy por rendirme». Y quiero compartirlo con ustedes, esperando se vuelva al menos uno de sus poemas favoritos de hoy en adelante.

Oración a la vida

Ciertamente, así ama un amigo a otro.

Como yo te amo a ti, hermosa vida.

Si en ti me alegré o lloré así te amo, Vida,

con tu felicidad y tus penas.

Y cuando tú misma hayas de liquidarme,

me separaré con dolor, con el mismo dolor

que un amigo se aleja del regazo de su amigo».

Lou-Andreas Salomé

Y como alguien que también padece de depresión, lo único que les puedo decir es que he encontrado la «cura» compartiendo con los demás mis pasiones y ellos las suyas conmigo. Al final de cuentas, en esta vida estamos muchos.

No están solos, cuentan conmigo.

Un juego de máscaras

«Siento en mí una energía que me permitirá hacer frente a todos los sufrimientos, con tal que pueda decirme a cada momento: ¡Existo!»

-Fiódor Dostoievski (Los hermanos Karamazov)

Queridos(as) lectores(as):

Como se ha vuelto una alegre costumbre, los viernes sostengo un encuentro muy especial con uno de mis más queridos amigos, un hermano, que se llama Martín. Los dos encontramos juntos ratos de auténtica y serena reflexión en torno a distintos temas que nos incumben en la investigación filosófica, psicoanalítica y demás. Entre esos diversos temas, el existencialismo se ha vuelto uno de sumo interés.

Otro querido amigo en común, Bernardo, una vez me dijo: «En este tiempo se requiere un nuevo existencialismo». ¿Será? Me parece que la intención original de mi querido amigo se torna en repensar el existencialismo, pero no sin hacer de éste algo nuevo. Es decir, ¿qué puede estar aconteciendo en este tiempo que hace que la existencia entre en un profundo cuestionamiento? Ciertamente no es fácil dar una respuesta aventurada a la existencia, pero sí podemos seguir adelante con la postulación central de esta rama filosófica: estamos siendo.

De la desesperación y el desprecio

La noción de la desesperación siempre nos resulta algo interesante para tratar todo aquello que tiene que ver con el existencialismo. De hecho, sin ella no podríamos hablar del segundo. Es sencillo de entender: si no desesperáramos, la existencia nos importaría muy poco o quizá nada. Cuando el hombre cae en la desesperación, en aquello que Kierkegaard sentenciaba como «el morir sin morir», caen en cuenta de su propia finitud. Y es que es el desenmascaramiento de la falsa ilusión en la que nos sostenemos de que «estamos bien».

La lucha contra la ilusión es precisamente romper la máscara del engaño en nuestra propia vida. El pretender que las cosas están bien para presentar un rostro confiado y en aparente calma, es un ejercicio tan desgastante que el ser humano termina enfermando sin entender por qué. Es una lucha contra la verdad que se ha extendido de persona a persona en este tiempo de apariencias e imitaciones baratas.

La desesperación o la pérdida de la esperanza (incluso del poder morir), nos hace preguntarnos si es que no hay de otra. ¿Pero exactamente a qué nos estamos refiriendo con ello? Sea lo que sea, en el fondo conlleva un malestar profundo y radical contra la existencia, contra la vida misma. Porque, ¿qué otra vida podría ser mejor (o peor) que la que tenemos? No lo sabemos, pero pareciera que en nuestra fantasía tenemos la opción de que definitivamente hay algo mejor de lo que estamos viviendo. Eso no es desesperar, eso más bien es despreciar. Para entenderlo mejor: la desesperación es una privación que apuntala hacia los cambios sobre algo que queremos, mientras que el desprecio es justamente la negación de lo que tenemos.

Soy eso que creo que no soy

Al principio cité a Dostoievski y a su maravillosa novela, Los hermanos Karamazov (1880), siendo la última escrita por quienes consideran el padre de la literatura existencialista. En ella, nos encontramos esto también: «El que se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras, llega a no saber lo que hay de verdad en él ni en torno de él, o sea que pierde el respeto a sí mismo y a los demás». Y esto es importante para lo que estamos tratando en este encuentro. ¿De qué sirve quererse engañar sobre la verdad cuando ésta encuentra siempre la manera de desenmascararnos? Podemos decir que el autoengaño es una herramienta de defensa, una resistencia que nos «ayuda» a lidiar con la vida. Somos lo que queremos ser aunque no lo seamos realmente. «Muy valientes cuando nos escondemos como cobardes», solía decir mi papá.

Pero ese desprecio por la vida misma, interpretando un papel que ciertamente no nos corresponde, es una de las principales causas de la enfermedad neurótica que nos acecha a lo largo de nuestros días. Cuando preguntamos si «no hay de otra», lo que estamos haciendo es renunciar a la posibilidad que somos optando por la falsa ilusión de la posibilidad que no somos. Es un desquiciante baile entre el ser y el no-ser. Una apuesta por la inseguridad misma. Lo interesante de todo este vaivén de identidades, es que olvidamos que el querer ser algo más de lo que se es, conlleva la silenciosa responsabilidad de aceptar lo que eso significa ser, es decir, todo cuanto se sufre también por ello.

Nuestra obra magna

El ser humano, en la actualidad, parece ser que olvida que su mayor proyecto es él mismo. En el 2008, se estrenó la película Synedoche, New York, del director Charlie Kaufman. Me parece que es una producción en suma inquietante y un tanto «desesperante», ya que nos presenta la historia de un dramaturgo que tiene la oportunidad de llevar a escena una obra que ha estado escribiendo. Por no querer arruinarles la trama, ya que me gustaría invitarles a que la vean, hay un punto que debemos rescatar: «Hagas lo que hagas, nadie podrá interpretar tu papel en esta vida».

¿Por qué no existe la serenidad en nuestra vida cotidiana? ¿Por qué es que nos vemos tan presionados por las exigencias tan risibles y ridículas de una sociedad tan inestable como la nuestra? En nuestra inherencia en el mundo, olvidamos nuestra subjetividad y la confundimos con un individualismo salvaje, reforzado por un capitalismo que devora nuestra carne y nuestros huesos, haciéndonos pagar por ello. Por un momento podríamos decir que la serenidad es aprender a ser conformes con lo que se tiene, pero en ningún momento significa quedarnos ahí varados. No, porque precisamente la existencia es hacer lo que se pueda con lo que tenemos. Habrá éxito, habrá fracaso, pero siempre habrá aprendizaje. Lejos de querer ser lo que el otro aparenta ser, seamos mejor lo que estamos llamados a ser: nosotros mismos. Siendo, como diría Nietzsche, «los héroes de nuestra propia vida».

Al final, ¿qué narrativa recordarán los demás sobre nosotros y con qué rostro?

Una nota sobre la vida auténtica

Queridos(as) lectores(as):

¡Muchas gracias por sus palabras en cada uno de los mensajes que me hacen llegar! Me da alegría saber que encuentran puntos de interés en los encuentros que tenemos en esta página, pero sobre todo, me da gusto leer sus inquietudes y preguntas. Confieso que muchas veces me agarran, como decimos en México, «en curva» (por sorpresa), porque siempre hay temas que no se dominan como uno quisiera, pero no por ello dejo de tomar nota y en mis ratos libres me pongo a estudiar. La vida sin estudio sería un desperdicio.

Respondiendo a Gaby, quien muy amablemente me escribió hace unos días, quisiera compartir un poco sobre aquello que se conoce como «la vida auténtica». No es un tema sencillo, pero haré lo posible para abordarlo y que se preste para la siempre oportuna reflexión.

La posibilidad de ser

Muchos han sido los autores que han dedicado notables esfuerzos por escribir sobre la autenticidad. Sin embargo, si hay alguien que lo hizo de manera apasionada, sin duda alguna fue Martin Heidegger. El filósofo alemán, en Ser y tiempo (Sein und Zeit, 1927), nos plantea su pensamiento de tal modo que se dirige a la pregunta por el Ser desde la fenomenología de Husserl, es decir, alejándose de la concepciones aristotélicas y kantianas. En encuentros anteriores, hemos hablado del principio existencialista: uno nunca es, sino que está siendo. De tal modo que no podemos evitar centrar a Heidegger dentro de esta postulación, ya que cuando nuestro autor dice que «algo es lo que es», nos reafirma que es «aquello que está siendo».

Así, podemos decir que el ser humano es capaz de entenderse como la posibilidad misma. De ahí que el determinismo se vuelva algo a cuestionar. Sin embargo, muchos cometen el error de saberse posibilidad apostando por una libertad sin límites. En palabras de Jean-Paul Sartre: «libertad sin responsabilidad no existe». En esto, Heidegger insiste en poner acento en que el hombre debe apropiarse y responsabilizarse de su existencia, por lo tanto, de su vida. Ahora bien, ¿qué sucede con la existencia auténtica?

De la posibilidad

No vamos a decir que Heidegger tiene un pensamiento novedoso, de hecho sería muy aventurado tan siquiera suponerlo. Porque no debemos olvidar que él estudió ampliamente a Friedrich Nietzsche, pero tampoco caigamos en la idea de que ahí es donde se detiene nuestro retroceso en la génesis de lo que estamos revisando. En fin, no hagamos de este encuentro una Historia del pensamiento. Pero volviendo con Nietzsche, hay que tener presente que en su ardua labor, él nos invitaba a apropiarnos de nuestra vida, dándonos a pensar las terribles consecuencias para nosotros en el malestar que retoma de la noción griega clásica conocida como «eterno retorno de lo mismo». Si no somos capaces de elegir nuestra vida, ¿cómo podemos esperar que hayamos vivido realmente?

¿Cuántas veces nos hemos visto tentados por algo que deseamos con todo el ser, pero que por x o y cosa, no nos atrevemos? Ciertamente se nos presentan arrepentimientos profundos y que nos hacen incluso hasta maldecirnos. No caigamos en algo moral que limite el entender de este sencillo punto. Heidegger dirá que la vida auténtica es apropiarse genuinamente de la posibilidad que se nos presenta. Por el lado contrario, la vida inauténtica nos sitúa al mismo nivel de las cosas del mundo, una repetición de lo mismo, una y otra vez sin opciones, sin posibilidades. Esto lo vemos muy bien reflejado en eso de «que alguien más decida», y que no queda sino seguirle como un rebaño, como una masa sin voluntad, sin pasión por la existencia.

Sapere aude!

¿Recuerdan esa expresión? Sí, se trata del lema de la Ilustración. ¡Piensa por ti mismo! La vida auténtica hace homenaje al individuo que se abre camino contracorriente. Tal como un salmón que brinca y brinca, nadando contra las feroces aguas de los ríos. Pero aquí está la advertencia que les hacía con anterioridad. No se trata de hacer las cosas «sólo porque quiero», porque ello nos conduce a la inautenticidad. No confundamos autenticidad con capricho o con rebeldía sin causa.

Saberse únicos e irrepetibles, como toda existencia lo es por sí misma, no significa en ningún momento saberse privilegiados por encima de los demás, de los dictámenes de la sociedad o de alguna institución. Pero sí es pensar a partir de lo pensado. Es decir, el ser humano ha presumido durante siglos que el uso de la razón es lo fundamental que lo distingue de todos los animales (pensar que sólo un cromosoma nos diferencia del chimpancé…), pero pareciera que esa presunción se olvida cuando no se cuestiona lo que se escucha, lo que se ve, lo que se siente. A ver, cuestionar no quiere decir «estar en contra» nada más porque sí, al contrario, es el insistente recordatorio de no dar las cosas por sentadas, atreverse a preguntar el porqué de ellas. ¡Pensar por uno mismo!

Nuestro miedo común

Como seres humanos, estamos conscientes poco a poco de nuestra propia finitud. Todos tememos a la muerte, pero eso que es tan natural, se vuelve una desquiciante huída para evitarlo. Eso es lo que diría Heidegger precisamente sobre las vidas inauténticas. El no mirar hacia la muerte, el querer evadirla, no es otra cosa que no querer enterarse de la Verdad. Por eso es que hoy estamos sumergidos en una crisis de identidad, de autenticidad. Hay momentos en que los humanos parecemos borregos, que sólo están ahí, arrojados al destino que otros sentencian u ofrecen. Eso es despreciar la vida.

El miedo a la muerte se vuelve un silencioso miedo a uno mismo. Y caemos en dudas, en cuestionamientos, en cosas que nos hacen privarnos de nuestra propia posibilidad abierta al mundo. «Yo no soy capaz de», «yo no podría», «yo no soy la mejor opción», etc. El imperio de la inseguridad da paso a la tiranía de aquellos que, en su supuesta autenticidad, han descubierto lo tremendamente influyentes que pueden llegar a ser sobre los otros, pero claro, sin responsabilidad alguna.

Para concluir, la vida auténtica es elegirse a uno mismo y con ello elegir poder pensar, hacer y decir por uno mismo. Y cuando la sociedad de individuos auténticos se logra, sólo es a través del diálogo, de las propuestas, de los debates y de la apuesta por el progreso de todos, no sólo de unos.

Si de amor se trata…

Para Daniela

Queridos(as) lectores(as):

Como ustedes saben, en estos encuentros he sostenido incontables veces que para poder conocer una noción, hay que ir directamente a la etimología. Tratándose del castellano, debemos voltear al latín y al griego, pero también al árabe. Asimismo, en varios puntos hemos recurrido a la mitología para poder ampliar los conocimientos que creemos tener sobre los diversos temas.

En este encuentro, vamos a centrarnos en el amor. Primero, antes que nada, cumplamos con lo que iniciamos, vayamos a la etimología. En este caso nos es más de interés la génesis griega. En la Antigua Grecia, encontramos 4 tipos de amor, a saber:

φιλία (filia): el que se tiene por los amigos, compañeros y objetos.

στοργή (storge): el que sienten de manera natural los padres por sus hijos.

Ἔρως (eros): aquel que se inclina por lo apasionado, por lo sensual.

ἀγάπη (agapé): complicado, pero lo podemos traducir hacia un amor anímico, del alma, un amor puro hacia el mundo.

Sin embargo, podemos añadir a estos tipos de amor uno que conocemos como xenia, que es el amor de la compasión, la hospitalidad y la camaradería hacia los extraños o extranjeros.

Estos tipos de amor conllevan su propia «condena». Vamos, el amor es trágico. ¿Pero por qué? Porque el amor va acompañado siempre de un contrario: el dolor.

«Se sufre cuando no se tiene. Se sufre por temor a no perderlo. Se sufre cuando se tiene y se piensa que se puede perder. Se sufre cuando ya se ha perdido».

Una fórmula en demasía pesimista. Pero no hay que dejarnos tocar por ese dolor, ya que justo uno queda en la idea y otro queda en el hecho. «Saber amar implica aceptar nuestra falta». Han sido incontables los que han escrito sobre el tema y no nos vamos a detener en cada uno. Pero haciendo eco a las veces que he repetido que en nuestro tiempo estamos muy carentes de amor, empatía y ternura, me gustaría contarles algunos relatos mitológicos sobre el amor que pudieran ser motivo de reflexión para cada uno de ustedes.

Hero y Leandro: el amor como un faro

Este relato se sitúa en la ciudad de Sesto (la encontramos junto al Peloponeso). Por un lado, tenemos a la hermosa Hero, una doncella que había sido consagrada a la diosa Afrodita. Su belleza era tal, que tanto Apolo y Eros la cortejaban constantemente. Sin embargo, la joven se mantenía fiel a su servicio como sacerdotisa de la diosa del amor. Un día, un joven de nombre Leandro, acudió al templo para rendir homenaje a la diosa. La hermosa sacerdotisa posó sus ojos en él y quedó cautivada, y para su sorpresa, Leandro también quedó fascinado por ella.

Sin embargo, el amor de los dos jóvenes, se encontró con la negativa de sus familias, llegando incluso a amenazarles para que cesaran sus encuentros. El amor de Hero y Leandro era tan grande, que no importó amenaza alguna para ellos; usando una linterna, que Hero colocaba en su ventana al caer la noche, avisaba al valiente Leandro de que podía ir a visitarla. Para ello, el joven se aventaba al Helesponto para nadar hacia los brazos de su amada. De aquí que se conozca el «el amor es un faro». A Leandro no le importaba el riesgo que era nadar en la noche por las misteriosas aguas, pues su valentía era recompensada con el amor ferviente de Hero. Hasta que una noche, la tragedia acabó con tan amorosos encuentros.

Los fuertes vientos que soplaron aquella trágica noche, apagaron la linterna justo cuando Leandro yacía nadando hacia Hero. Perdido en la oscuridad, aunque redobló sus esfuerzos, el joven murió a causa de las fieras olas. Al día siguiente, angustiada, Hero acudió a la playa sólo para encontrar que el cuerpo de Leandro era depositado ante sus pies por el mar. Herida profundamente, Hero se arrojó al mar para encontrarse con su amado en otro lugar.

Eurídice y Orfeo: el amor desafiante y que espera

No podíamos dejar de mencionar la triste historia de estos amantes. Orfeo era hijo de Eagro, quien era rey de Tracia, y de la musa Calíope. Era un hombre tan virtuoso, querido y amado tanto por hombres como por los dioses mismos, que su música y canto lograban verdaderos prodigios. Un día, Orfeo encontró a la ninfa Eurídice, de quien quedó profundamente enamorado, al igual que ella de él. Era tal la alegría del mismo Zeus por ver a Orfeo tan feliz, que se cuenta que los ríos y los campos cantaban de alegría al ver a los dos amantes juntos. Sin embargo, un día, Eurídice se percató de que un pastor de nombre Aristeo la acosaba, se escondió detrás de unos arbustos, sin percatarse de que yacía ahí una serpiente, misma que la atacó, terminando así con su vida.

Nada pudo hacer el desesperado Orfeo al tenerla entre sus brazos y ver cómo ella moría. En su tristeza, sus cantos se volvieron tan dolorosos para Zeus y otros dioses, que le permitieron que viajara al Inframundo para rescatar a su amada. Una vez ahí, alegre por la oportunidad que le habían concedido los dioses, Orfeo entonó cantos que llegaron a los oídos del propio Hades y de Perséfone, quienes maravillados, permitieron que el héroe pudiera llevarse a su amada con él. Pero, se le fue puesta una condición a Orfeo: «Podrás llevarte de aquí a tu amada, pero no podrás voltear hasta no haber alcanzado ambos el lugar donde la luz del sol bañe la tierra de los vivos». Agradecidos, los dos amantes caminaron hacia su destino. Apenas Orfeo hubo tocado la tierra acariciada por el sol, desesperado por ver a su amada, volteo con rapidez, sin haberse fijado que Eurídice todavía no cruzaba el umbral. Lo último que Orfeo escuchó por parte de su amada fue un doloroso y triste «adiós… mi amado Orfeo… ¡hasta pronto!», desapareciendo tras las sombras de la muerte.

Dolido por su pérdida, Orfeo viajó entre los bosques tratando de encontrar consuelo con su lira. Sin embargo, los celosos dioses, no querían que un humano anduviera por la Tierra con los conocimientos de la vida después de la muerte, por lo que encomendaron a las Ménades ir tras él, terminando por despedazarlo.

Alcestes y Admeto: el amor que da vida

Nuestra historia comienza en la ciudad de Feras (Tesalia), donde Admeto era el querido y admirado monarca. Sin embargo, la enfermedad estaba causando estragos en el regente y el pueblo estaba desconsolado y en demasía preocupado. Nada se podía hacer por su amado rey. Apolo, quien tenía en alta estima y cariño a Admeto, suplicó con tristeza a Zeus que le permitiera salvarse de la muerte. Sin embargo, éste explicó al suplicante dios que no le era posible detener la rueda del Destino. Pero al ver al desconsolado Apolo, Zeus dio una condición: «Si quieres que tu querido Admeto se salve, tendrás que ofrecer a las Moiras otra alma en su lugar».

¿Quién estaría dispuesto a ofrecerse en lugar del rey? Como era de esperarse, el amor y la devoción por este tan querido ser, no era lo suficiente como para sacrificar la vida en su lugar. Ni sus ancianos padres, ni su familia, ni sus devotos súbditos. La esperanza parecía perdida y Apolo se lamentaba profundamente. Hasta que Alcestes, la esposa del rey, se ofreció ocupar el lugar de su amado en el Hades. ¿Pero cómo podría Apolo permitir tal sacrificio? Después de todo, Alcestes era joven y una amorosa madre que dejaría en desamparo a sus hijos. El benevolente dios trató de todas las formas posibles de persuadirle, pero Alcestes se negó a arrepentirse de su decisión. Mientras que Admeto se recuperaba favorablemente, la reina Alcestes se encontraba más cercana a la muerte.

Gracias al feliz destino, Hércules se encontraba en Feras, por lo que al enterarse del valiente sacrificio de la reina Alcestes, rogó a su padre Zeus poder intervenir, por lo que cuando Tánatos (Muerte) estuvo a punto de llevársela, el héroe le apretó entre sus brazos y le ordenó alejarse de la moribunda mujer. Lleno de miedo, Tánatos se escapó y se marchó sin el alma de Alcestes. La reina recuperó la salud, así como su amado esposo. Y en muestra de su benevolencia, el rey disculpó a todos los que se negaron a ayudarle.

Psique y Eros: el amor perfecto

Por último, me gustaría contarles sobre estos dos. Psique (alma), era la menor de las tres hijas de una reina. Era tal su belleza que habían comentarios que la comparaban con la mismísima Afrodita, incluso hacían que llegara a ser más hermosa que la diosa. Afrodita, al ver que las miradas se iban hacia la joven, llena de celos e ira, ordenó a su hijo Eros que fuera, en forma de un horripilante monstruo, a ponerle fin a la vida de Psique. Las hermanas de Psique habían logrado contraer matrimonio, pero ella se mantenía soltera sin ningún pretendiente. Desolado por la tristeza de su hija, su padre fue a consultar al Oráculo. Pero lo único que logró fue espantarse ante la profecía dada: habría de vestir a su hija con vestidos nupciales y abandonarla a su suerte en lo alto de una montaña, pues Destino había sentenciado que una feroz bestia se hiciera con ella.

Aunque con temor, el padre cumplió con lo dicho por el Oráculo. Una vez sola, Psique fue guiada por un céfiro hacia un valle donde yacía un hermoso castillo de oro. Ahí fue atendida por sirvientes que Psique no podía ver. ¿En qué lugar se encontraba la joven? Llena de dudas, Psique escuchó un murmullo en su oído que respondía a la pregunta de dónde estaba: «Yaces ahora en donde serás amada y donde tus deseos serán realidad». La joven fue descubriendo que cada cosa que ella pedía, se veía cumplida de forma inmediata. Llegada la noche, se le hizo saber que su esposo había llegado para cumplir con las labores conyugales. Ella, asustada por lo que le había contado su padre sobre la feroz bestia, sólo encontró ternura y dulzura por parte de su esposo, sin embargo no podía notar su forma física. Al llegar la mañana, el misterioso ser desaparecía para no ser visto por Psique. Y así pasaba todo el tiempo, muy al pesar de la joven quien le pedía a su esposo poder mirarlo y que éste se negaba rotundamente. «¿Qué acaso no somos dichosos? No te atormentes pues en saber quién soy y sólo disfruta de todo lo que amorosamente te ofrezco».

Un día, Psique fue visitada por su familia, recibiendo un consejo perturbador por parte de sus hermanas: ella debería matar a su esposo. Sin embargo, ella no aceptó tal cosa, antes bien se armó de valor y, cogiendo un candil, se animó a alumbrar el rostro de su amoroso esposo en la noche. Ella descubrió que se trataba de Eros, quien no pudo evitar enamorarse de ella y pasar de largo la orden de su madre Afrodita. Sin embargo, el enojado dios, desapareció junto con todos los lujos que le había ofrecido a Psique, dejándola sola una vez más en la cima de la montaña. La joven se dispuso a buscar a su amado por todas partes, no sin sufrir los castigos de la iracunda Afrodita por todo ese tiempo. Pero Eros, no dejó de amarla, por lo que la ayudaba a superar todo dilema ocasionado por su madre.

Eros suplicó a Zeus poder estar con su amada por toda la eternidad, por lo que el padre de los dioses accedió, haciendo llevar ante él a Psique. Le hicieron comer ambrosía y beber el néctar, haciendo que ella alcanzara la inmortalidad. Así fue como, ante la presencia del Olimpo, Psique y Eros, es decir, el alma y el amor, quedaron unidos por toda la eternidad.

Lo que nos queda es amar

Me disculpo por este recorrido tan largo. Pero como entenderán, la mitología nos brinda de varias historias que nos pueden ayudar a orientarnos en nuestras vidas. Ciertamente han sido historias tristes que ponen a prueba al hombre y a la mujer en todo momento. Es que el amor es así, una prueba constante. ¿Amar o ser amados? ¿Sólo se puede uno? No, la realidad es que son cosas que todos buscamos, de maneras distintas y que, del mismo modo, encontramos. Creemos que amamos (idealización) a alguien en específico, esperando ser correspondidos. A veces así sucede, a veces no. Pero pesa mucho el no serlo, por eso es que caemos en cuenta de lo doloroso que es amar.

Sin embargo, no debemos perder nunca el amor propio al perder el amor del otro, pues nos quedaríamos sin amor, sin esperanza. En el corazón debemos abrazar al amor en tanto que nos da la esperanza del día a día. San Agustín nos recuerda «ama y haz lo que quieras», ya que «la medida de todo es el amor».

Así que, a pesar de que el amor nos resulte algo trágico, siempre hay la esperanza de seguir amando. Un día, el amor será tan grande, que hará un eco tan fuerte, que inevitablemente hará que alguien se guíe hacia nosotros.

Los abrazo.