¡Ya no juego! … Un berrinche de adulto

«A veces, el silencio es la peor mentira».

-Miguel de Unamuno

Queridos(as) lectores(as):

Últimamente he escuchado mucho (y también vivido) eso de que la gente de repente se desaparece, pero a diferencia del fenómeno conocido como ghosting (del cual ya hemos hablado con anterioridad), no lo hacen «para siempre». Es comprensible que muchos se saquen de onda -como decimos en México- sobre este tipo de reacciones por parte de amigos, familiares y conocidos. Pongamos un ejemplo: un día, Manuel estaba hablando con Francisco; pasaron algunas cosas entre ellos y, sin un aparente problema, uno de ellos dejó de estar presente por varios días en la vida del otro. ¿Se enojó? ¿Se ofendió? ¿Qué pasó? Ese silencio y esa retirada no son sino un mecanismo de defensa por las inseguridades del sujeto. Pero, lo que es más llamativo de esto, es que ya es una tendencia social que si bien no es preocupante, puede llegar a serlo en otros factores de la vida.

Algo que me llama mucho la atención es la apología que se hace de la persona que recurre a esas (re)acciones, pues suelen decir de ella que «así es» y, peor todavía: «hay que entenderle». ¿Por qué digo peor? Veamos, cuando no se hablan las cosas, se puede prestar para un sinfín de posibilidades tanto para el sujeto que se calla y se retira y también para quienes «padecen» de eso. Por un lado, el sujeto no logra comunicar el malestar que le ocasiona algo en específico y al no trabajarlo, puede empeorar con el transcurso del tiempo haciendo que se acostumbre a no lidiar con los problemas. Por el otro, los demás empiezan a sentirse mal y logran generar un sentimiento de rechazo por parte del otro. Claro, estoy siendo muy simplista, pues debo insistir que es un abanico de posibilidades lo que puede suceder.

¿Infantilización?

Como decía al principio, cada vez es más notorio que las personas recurran a estos mecanismos de defensa, que bien podemos decir pueden tener un origen inconsciente pero, en muchas ocasiones es bastante consciente. Lo cierto es que por lo general se debe a que el sujeto yace frente a un problema del cual no quiere saber. Que alguien más se haga cargo, que alguien más vea qué se puede hacer. Al menos eso pensamos en primera instancia. Pero, ¿qué sucede cuando hay algo más de por medio? Es decir, ya lo decía también al principio, estamos hablando de las inseguridades del sujeto, entre las cuales quizá haya una de cierta impotencia que lo haga sentirse menos ante las cosas y las personas. Lo curioso es que se torna en una cierta derivación de responsabilidades: una actitud infantil.

El niño sólo se concentra en sus deseos, aunque no los tenga bien definidos. Al niño lo único que le importa es jugar, divertirse, que nadie lo moleste. Pero, ¿qué pasa cuando en el juego existe una molestia con los demás niños? Es muy común que el niño diga «ya no juego», se enoja y se retira. Los demás sólo se le quedan viendo sin entender qué pasó, porque por lo general el berrinche no da explicación del porqué. Eso mismo estamos viendo en estos casos de adultos que guardan silencio y no comparten su malestar, optando por «ya no jugar», irse y dejar que se les pase aquello que los molestó/ofendió/asustó. Puede ser unas horas, unos días, un mes… pero pasa y vuelven. Lo llamativo resulta cuando en su retorno tampoco hay una explicación o una disculpa. ¿Por qué habría de haberla? Es decir, «yo sé por qué me fui, yo sé por qué regreso».

Actitudes que no evolucionan

Cuando los niños hacen este tipo de berrinches, el adulto por lo general se acerca para preguntarles qué ha pasado. Al menos así era en mis tiempos, porque hoy en día eso de «tipos de crianza» ha dado paso a muchos caminos que no dejan claridad de qué manera se involucran directamente los padres. En fin, no soy pedagogo, pero sí he llevado por un tiempo psicoanálisis infantil, y puedo decir desde mi experiencia que muchos padres nos traen a sus hijos para que nosotros averigüemos qué pasa con ellos, con el pretexto de «no sé qué le pasa, pero no sé qué hacer para que me lo diga». Las resistencias en la mente de los niños son para muchos muy complicadas, pero hay que tratar de abordarlos de tal manera que no se sientan presionados y que, al contrario, tengan la seguridad de tener un espacio donde puedan decir lo que sienten. Eso de no hacerse responsable es algo que se hereda al momento de la mímesis. Recordemos que los niños aprenden por lo que ven que los adultos hacen.

Ahora bien, pensemos un poco en aquella obra literaria, El tambor de hojalata (Die Blechtrommel, (1959) de Günter Grass. El protagonista del mismo, Oscar Matzerath, es un niño que a los 3 años de edad decide negarse a seguir creciendo, logrando que su mente se desarrolle como la de un adulto, pero conservando su cuerpo de infante y cómo es que terminó siendo recluido en el psiquiátrico a los 29 años. Por otro lado, pensemos ahora en James Matthew Barrie, célebre autor escocés de la obra de teatro Peter Pan y Wendy (1904), que como sabemos se trata de un niño que se niega a crecer también. La diferencia entre Oscar y Peter radica en que el primero sí «madura» (sea lo que entendamos por esto) a nivel mental, y el segundo se mantiene como niño «por nunca jamás». Esto permitió que en la década de los 80’s, el psicólogo estadounidense, Dan Kiley, planteara lo que se conoce como el Síndrome de Peter Pan, a partir de la observación de varios de sus pacientes y cómo estos se negaban a tomar las responsabilidades propias de los adultos. Ese miedo a crecer, muchos lo comentamos (y lidiamos con ello) a modo de broma cuando decimos que «nos estafaron y que queremos nuestra infancia de vuelta». Sea pues que las personas que en silencio se retiran, es perfectamente entendible que padezcan en cierta medida un temor inconsciente a la responsabilidad social y afectiva, prefiriendo huir por un tiempo, para regresar cuando sientan que ya pasó el «peligro» de hacerse responsables.

Cronopios, Cortázar y Famas

«El que no inventa, no vive».

-Ana María Matute

Queridos(as) lectores(as):

Ahora que estoy empezando el curso Julio Cortázar: cuentista del hombre en la Universidad Panamericana, mi alma mater, he vuelto a «hojear» los libros de este fascinante escritor argentino que, desde mi adolescencia, siempre ha ocupado un lugar de honor en mi biblioteca gracias a mi madre. Y no es fácil leer por leer a Julio, porque Cortázar no es sólo un autor famoso, sino que orienta una lectura bastante inquietante posibilitada a partir de su cultura asombrosa y por el camino que trazó a la psique humana después de haber leído a Sigmund Freud.

Entre las muchas dudas que suelen salir al momento de adentrarse al mundo cortazariano, una que predomina por mucho es la de: ¿qué son los cronopios y qué son los famas? De hecho, en el libro Historias de cronopios y famas (1962), todos caemos en la curiosidad de encontrarnos qué son tales cosas. Y no, no encontramos explicación alguna de estos neologismos del autor argentino. Fue hasta el 20 de marzo de 1977, que en el programa «A fondo», del periodista y conductor español, Joaquín Soler, que durante la entrevista con Julio Cortázar, pudimos enterarnos sobre lo que eran.

Explicaciones a pura pérdida

Tras ser cuestionado sobre el origen de estos seres, Cortázar empieza diciendo «cuando me piden explicaciones es a pura pérdida, porque a mí me cuesta mucho explicar cosas que no me las explico yo mismo». Fue en París en 1956, durante un concierto en honor a Igor Stravinski en el Théâtre des ChampsÉlysées, que nos cuenta nuestro autor lo siguiente:

«Me quedé completamente solo en ese inmenso teatro. Entonces, de golpe, tuve una sensación de que había en el aire personajes indefinibles, una especie de globos que los veía de color verdes, muy cómicos y muy amigos y su nombre era «cronopios» […] Vino así, el nombre y la imagen, y es por eso que al principio cuando se los define, se busca la definición en el mismo libro; empecé a escribir sin saber cómo eran y luego ya tomaron un aspecto humano, relativamente humano porque nunca son completamente seres humanos, con esas conductas especiales de los cronopios que son un poco la conducta del poeta, del asocial, del hombre que vive un poco al margen de las cosas; frente a los cuales se plantan los famas que son los grandes gerentes de los bancos y los presidentes de las repúblicas, de la gente formal que defiende un orden, etc».

Exacto. Sí, justo así. No se entiende a la ligera y seguramente se han dicho «tengo que volver a leer esto porque no me quedó claro». Descuiden, me parece que justo nos volvemos en este momento un personaje más en las intenciones de Julio Cortázar. Los famas se presentan como el elemento apolíneo, es decir, que siguen un orden determinado, que no se dejan doblegar por la novedad y que buscan un fin determinado sin cosas aparte. Mientras que los cronopios son elementos dionisiacos, que van de aquí para allá, sin orden alguno, desafiando y logrando distintas posibilidades.

Ah… ¡qué freudiano! (Esperen…)

Podríamos entender que nuestro autor, siguiendo esa postura de «el niño que creció pero que no lo hizo realmente» que lo caracterizó en su vida, hizo uso de la imaginación que posibilitó una literatura entre lo surrealista y el realismo mágico. Pero lo que nos debe llamar la atención con estos personajes tan curiosos, es la necesidad que llevó a Cortázar a crearlos, porque lo que hace en este esfuerzo literario no es sino un efecto de identificación meramente personal que termina por facilitarle las cosas. Es decir, siguiendo la biografía de Julio, podemos ver que los cronopios son unos más como él, mas no al revés. Recordemos aquello que decía el mismo autor: «Yo parezco haber nacido para no aceptar las cosas tal como me son dadas». La rebeldía era muy propia de Cortázar, pero no una rebeldía cualquiera de su época, sino algo que permitía una alternativa más personal y que, al mismo tiempo, aseguraba una identidad en medio de tanto conflicto social.

Pensando un poco en psicoanálisis, incluso me atrevería a hacer una cierta comparación con estos personajes y la segunda tópica freudiana. Veamos qué sale:

Ello – Cronopios / Yo – Esperanzas / Superyó – Famas

¿Esperanzas? Sí, así es. En la misma entrevista con Soler, Cortázar habla de este tercer personaje y dice lo siguiente:

«Las esperanzas son personajes intermedios, que están un poco a mitad de camino, sometidas a la influencia de los famas o de los cronopios, según las circunstancias».

El Ello es lo más primitivo del ser humano, el Superyó la proyección e interiorización de la ley o de la autoridad y el Yo es lo que trata de cumplir con las exigencias del Ello y con los límites el Superyó. Esa figura que llamo «el gran negociador», me parece que puede verse con claridad reflejado en las esperanzas de Julio Cortázar. Las circunstancias, en efecto, nos influencian de un modo u otro. Vaya cosa interesante, pues les aseguro que en este breve acercamiento a uno de los tantos contenidos literarios cortazarianos, me topé con un acercamiento a lo expuesto por Freud. Y sí, puede que me equivoque, pero al menos pude experimentar lo divertido que es ser un cronopio… ¡que se dejen venir los famas a decirme que estoy equivocado!

El privilegio de estar rotos

«Si me dan a elegir entre la tristeza y la soledad, me quedo con la tristeza».

-William Faulkner

Queridos(as) lectores(as):

Sinceramente me han sorprendido con la respuesta que han tenido con el último encuentro (El vacío de una persona rota). Me han hecho llegar muchos comentarios y en verdad agradezco cada uno de ellos. Sin embargo, uno que otro de ustedes me hizo centrarme en lo que compartí de la serie Bojack Horseman: «Naciste roto, y ese es tu privilegio». Una sentencia en verdad dura y muy pesada. ¿Pero por qué? Evidentemente, muchos(as) de ustedes se identificaron con esa expresión y me manifestaron (muy hermosamente) algunos aspectos de sus vidas que los tienen «rotos». Así que, en respuesta a esto, quiero compartir con ustedes algunas reflexiones.

¿Qué significa estar rotos? Bueno, no es algo tan difícil de explicar. Pero lo llamativo es que decimos que «estamos rotos» en vez de decir que «estamos heridos/lastimados/dolidos». El uso del lenguaje y de ciertas palabras no es algo en vano. Las analogías lingüísticas que solemos usar son en verdad fascinantes dadas las referencias que tenemos sobre ellas. Decir que algo está roto nos plantea dos opciones: se repara o se deshecha. Pero, pensando en lo personal, en lo que nos hace estar rotos, me parece que se vuelve una condena muy fatalista respecto a la vida misma. ¿Quién puede sonreír cuando está destrozado(a)?

De corazones

Siguiendo el consejo de John Ruskin, «da un poco de amor a un niño y ganarás un corazón», podemos tener en cuenta el hecho del tesoro de la infancia que se ve en constante peligro cuando se va creciendo y avanzando hacia la edad adulta. El corazón de los niños es una visión del futuro que les espera. Infancia es destino, es lo que entendemos en el psicoanálisis como lo determinante en la vida de los hombres. Hubo corazones que fueron cuidados, que fueron amados, que fueron tomados en cuenta y que dieron oportunidad, pasados los años, de quebrarse. Pero también hubo corazones descuidados, que fueron ignorados, que no se les tomó en cuenta, que sólo fueron puestos a disposición de la aparente crueldad del mundo. Sin embargo, ¿en verdad es un destino funesto del que no se puede escapar? Muy por el contrario de lo que sentencian algunos, el ser humano tiene la posibilidad siempre de probar cosas nuevas y abrirse en totalidad a descubrir lo mejor para sí mismo. Lo que no se tuvo, se puede tener; lo que no se fue, se puede ser. Abordamos la existencia desde el hecho de ser para estar siendo.

El corazón y el ser, pintura al óleo de Cristina Alejos

Un corazón que fue cuidado por alguien más y que ahora está roto, en ningún momento sentencia una realidad que se asemeje a la eternidad de su dolor y de su tristeza. El privilegio que se tiene de poder llorar, de poder dolerse, de poder sufrir, nos abre las puertas de par en par al descubrimiento mismo de la vida. ¿Quién cuando ve a alguien triste no siente el impulso de querer abrazarle y consolarle? Los adultos que sufren son niños que están llorando. La empatía nos permite situarnos en la posición del otro y nos obliga a callar nuestros prejuicios. Un corazón roto debe ser reparado, nunca despreciado. No olvidemos lo que León Tolstoi decía: «A un gran corazón ninguna ingratitud lo cierra, ninguna indiferencia lo cansa». La tristeza y el dolor son ocasiones de encuentro en el que la humanidad tiene la oportunidad de abrazar la vulnerabilidad y descubrir que nada nos diferencia tanto como normalmente creemos.

El desencuentro conmigo mismo(a)

Sin embargo, no hay que perder de vista algo importante: de nada ni de nadie depende nuestra vida más que de nosotros mismos. La vida del ser humano es tan caótica que es fácil perderse en ideas que nos alejan, que nos hacen sentir solos y que nos provocan miedo de cualquier tipo de encuentros. ¿Cómo puedo esperar que alguien me ayude si esa persona también tiene sus propios problemas? ¿Cómo voy a ayudar a esa persona que sólo ha sido «mala» y que no merece ninguna consideración? Razonamientos así nos impulsan hacia un individualismo salvaje que termina por desmoronar todo tipo de noción de ayuda que podemos plantearnos como sociedad. Muchas veces, el doctor no puede ir al enfermo o el enfermo no puede asistir con el médico, por ello es que hay que entender y ver qué se puede hacer al respecto. A veces por miedo, a veces por duda, pero lo cierto es que no podemos estar esperando que alguien «se apiade» de nosotros si nos somos capaces de pedir ayuda.

Por eso es que hay que considerar el hecho de que en el colapso de nuestro ser en aquellos momentos de desolación, lo que solemos hacer (de manera inconsciente) es abandonarnos. Dejamos de comer, dejamos de apreciar el canto de las aves, todo es oscuro y la luz no tiene ni un lugar donde sea capaz de brillar. La depresión posibilita una idea incisiva y dañina de la falta de esperanza en nuestra vida. Y no, no es así. Pero también hay que ver que ese abandono es una oportunidad de volver hacia nosotros mismos. No es nada fácil, pero tenemos que encontrar fuerzas en cualquier lado para levantarnos y empezar, poco a poco, a retomar la vida, ya que ésta no se acaba por un tropezón. Bien dicen por ahí que «la mejor venganza contra nuestros enemigos es seguir viviendo». Por eso es importante la idea del perdón, pero un perdón personal que nos permita quitarnos las cadenas de aquello que nos mantiene cautivos en los aparentes resultados de nuestras anteriores decisiones. Perdonar(se) es un ejercicio de humildad y una oportunidad de enmendar y seguir adelante.

Saber estar rotos

Una cosa que quizá no habíamos podido contemplar respecto al uso de las palabras para expresar nuestro sentir, es que en este caso al decir que estamos rotos, se abre al mismo tiempo una ilusión de poder «ser reparados». ¿Alguna vez les ha pasado que entienden mejor cómo funciona algo cuando se rompe? Es decir, pienso en aquel juguete de la infancia que por un descuido se terminó rompiendo. Al ver lo que hay dentro del juguete, en cierto modo es fascinante descubrir cómo funciona. Eso mismo pasa con un corazón. Qué fácil nos resulta decir que estamos felices o que estamos tristes, pero qué difícil es explicar el porqué. Y no nos vayamos por la fácil de «es que no puedo explicarlo», porque queda demostrado lo que estoy abordando. Ni nos vayamos por la evasiva retórica al estilo de uno de los amigos de Antonio en El mercader de Venecia (William Shakespeare) cuando le dice a éste (parafraseando): «Estás triste porque no estás contento». La repetición es un fenómeno psíquico bastante común en el ser humano. En la clínica vemos cómo los pacientes no recuerdan, sino que repiten actuando algo en específico. Algo inconcluso, algo no trabajado, termina por repetirse una y otra vez a lo largo de nuestras vidas.

Pienso en N, quien una vez me decía que siempre que hablaba con él, le era imposible no sentirse profundamente triste. ¿Te da tristeza hablar conmigo? -le pregunté. A lo que me contestó: No, pero hay algo en tu voz que me hace recordar a mi abuelo, y pues ya que murió ya no puedo hablar con él. Indagando en esa valiosa información que me dio, pudimos caer en cuenta que el tono de mi voz era muy similar al de su abuelo, y con otras cosas que no puedo compartir aquí, N se sentí muy cercano y a su vez lejano a él al hablar conmigo. Una vez aclarado eso, la tristeza se volvió alegría. Por eso es que hay que entender que estar rotos es un privilegio porque nos permite indagar en nosotros mismos y ver de qué manera podemos «repararnos», qué cosas podemos cambiar, qué cosas podemos incluso eliminar. Saber estar rotos es saber darnos una pausa para estar con nosotros mismos. Y, tal como sostenía Blaise Pascal, «el corazón tiene razones que la razón no conoce». Hay que hacer(nos) preguntas para poder dar con las emociones más profundas y dejarlas fluir con los sentimientos más claros.

El vacío de una persona rota

«Comprender el vacío no es nada fácil».

-Tenzin Gyazo (Dalái Lama)

Queridos(as) lectores(as):

Quiero aprovechar estos días para «ponerme al corriente» de los encuentros que no habíamos podido tener. El día de ayer platicaba con una amiga. P me hizo recordar varias cosas sobre la fragilidad del ser humano. Si bien es cierto que hay personas que consideran la fragilidad (o la vulnerabilidad) como una suerte de «vicio» sentimental, dadas las circunstancias de su entorno, no podemos darnos el lujo de tomar tan a la ligera esa realidad. La fragilidad es propia del ser humano y llama siempre a una esperanza de sentirse mejor. Recordé una escena de la serie Bojack Horseman en la que la madre del protagonista le dice a este: «Naciste roto, y ese es tu privilegio». Hoy por hoy, esa expresión la conocemos mucho ya que solemos escuchar un «estoy roto», «tengo roto el corazón», «voy con el alma rota», etc. En cierto modo, me resulta algo tiernas esa expresiones ya que me remiten a la manera en la que los niños describen sus tristezas, miedos y confusiones. Y precisamente, en buena medida, de eso se trata: el retorno a un periodo en el que algo se rompió.

Dicen por ahí que cuando el corazón duele, es porque alguien antes lo había cuidado y ahora ya no. ¿Pero por qué duele tanto el corazón? ¿Por qué los sentimientos nos consumen si no sabemos controlarlos? P me comentaba que ella «siente mucho», a lo que le respondí que es algo muy suyo, pero tampoco algo extraño. Cuando las personas sienten demasiado, a mi parecer hay una falta de administración sentimental. Hoy en día le llama educación emocional, pero no resulta tan sencillo. La emoción es algo que se produce a nivel inconsciente, mientras que el sentimiento es ser conscientes de las emociones al ser algo más racional. Si somos capaces de analizar el sentimiento, debemos poco a poco ir descubriendo el origen de las emociones. Un amor, por ejemplo, tiene un origen inconsciente que busca ponerle nombre y rostro.

Aquello que hace posible lo demás

Ese vacío que podemos llegar a sentir en algún momento de nuestra vida, podríamos convertirlo a otra noción, la cual sería «la falta». ¿Qué buscamos? Llenar el vacío. Pero, ¿qué pasa cuando ese vacío o falta se presenta como un agujero negro y que nada ni nadie puede llegar a llenarlo? Pues es precisamente lo que deja abierta la posibilidad misma del vivir. Hay que entender y tener muy claro que la falta es lo que permite, en cierta medida, el movimiento, el ir hacia el encuentro con algo determinado. Pero, a su vez, ese encuentro se ve afectado por dos realidades simultáneas: el primero que es la expectativa que de un modo sentencia lo que queremos y, por el otro, aquello que desconocemos y que a su vez es lo que es. Es decir, por un lado buscamos algo con ciertas características, mismas que se nos presentan de modo inconsciente, y por el otro nos topamos con una realidad muy distinta por cuestión de detalles. Y nos aborda un sentimiento de incompletud, algo falta. Curiosamente nunca hay algo que sobre.

«Es lo que yo quería, pero algo le falta». ¿Cuántas veces hemos dicho/oído algo así? Si las cosas fueran al 100% tal y como las esperamos, mucho me temo que no sabríamos valorarlas. ¿Quién se lamenta por estar un día en paz? Incluso en esto último que pregunto, podríamos decir que algo falta: la presencia de un ser querido, una buena comida, una buena bebida, un plan para hacer algo, etc. Entonces, esto nos lleva a cuestionarnos, ¿qué es lo que falta? Y es maravilloso analizarlo. Quien conoce su falta no tiene nada que ocultar.

El paraíso perdido

En el libro del Génesis de la Biblia, conocemos el famoso relato sobre Adán y Eva, quienes son considerados los «primeros padres». Tras el pecado original, fueron expulsados del paraíso. Si entendemos esto a modo de analogía, el paraíso representaba un todo, donde no había falta. Y esto lo vamos a sostener con pinzas. Al ser expulsados, pierden y ganan algo. El vacío interior es vivo ejemplo de ello. Muchas veces no sabemos qué nos sucede cuando respondemos de manera inconsciente a un estímulo exterior. ¿Por qué me dio tanta risa un comentario que hizo un amigo si quizá no es tan chistoso? ¿Por qué me cuesta tanto lidiar con un lugar sumido en la oscuridad? ¿Por qué al escuchar cierta melodía no puedo evitar sentir nostalgia y salen de mis ojos algunas lágrimas? Sigmund Freud «odiaba» la música, pero en realidad no es que no le gustara, lo que sucedía es que le era imposible explicar el hecho de que ésta lograra en el ser humano una lluvia de emociones tan diversas y tan profundas. Una melodía podía hacer sonreír y provocar el llanto al mismo tiempo.

Siempre hablamos de querer ir, de querer estar, en un lugar distinto al que estamos para «sentirnos bien» o «mejor». Pero, ¿qué sucede si el error se encuentra en la expresión? El filósofo rumano-francés, Emil Cioran, sostenía que el ser humano lo que hace es añorar el paraíso perdido, mismo que, a su creer, es el lugar y momento en el que el ser humano fue feliz en realidad, en el que tenía todo, en el que no le faltaba (al parecer) nada. Si pensamos en el paraíso perdido de los «primeros padres», caeríamos en una nostalgia religiosa incierta. Pero si pensamos en nuestro propio paraíso perdido encontraríamos un lugar muy cercano a nuestra infancia. Hay días en los que solemos decir, a modo de burla, que «nos engañaron, que no está tan genial ser adultos». Cuando somos niños, fantaseamos con ser grandes por todas las cosas que percibimos y que nos maravillan. Cuando somos adultos, quisiéramos regresar a aquel momento en el que no teníamos tantas preocupaciones. Se trata de la falta original: ser niños era poder disfrutar el mundo sin comprometernos con él.

Un pasado pesado

Aunque claro, no siempre pensar en el pasado nos resulta algo bello o alegre. La vida, siendo la posibilidad de las posibilidades, no es la misma para todos. Unos tuvieron, otros carecieron. Unos fueron amados, otros fueron descuidados. Si bien es cierto que el pasado nos marca, debemos comenzar a abrazar la esperanza de un modo distinto. Irvin D. Yalom invita a que «abandonemos la esperanza de un pasado mejor». Lo que no fue, no fue. Hay que permitirnos soltar las cadenas del pasado un poco y dejarnos libres para lo que está siendo, para lo que está por ser. El pasado no puede (ni debe) determinar el futuro. Antes bien, nos debe servir como experiencia para poder asimilar la realidad y ver de qué manera podríamos lograr lo que ayer no fue. Aquellos que no fueron amados, habrán de poder ser amados. Pero no es fácil cuando hay tanta culpa de por medio. Me ha tocado escuchar incontables veces a pacientes que «no se perdonan por haber permitido lo que pasó». ¿Qué se podía hacer en aquellos momentos donde no estábamos preparados para las cosas malas que sucedieron? Hay tantas personas que no fueron sólo víctimas ayer, sino que hoy siguen siéndolo por lo que no logran soltar. Amor, comprensión y empatía son herramientas necesarias para todo y para todos.

Volviendo a temas religiosos, San Agustín nos recuerda que «la salvación no es de todos, sino de muchos». Hay quienes no podrán ser salvados, quienes no podrán ser ayudados, por mucho que haya quienes queramos hacerlo. No depende de nadie la salvación o la perdición del otro. Uno puede hacer algo, servir y amar, pero del otro también depende una cierta carga de trabajo para ello. Por eso es que el vacío de las personas que están rotas, a mi creer, es fuente de inagotable ternura y oportunidad. Si apreciamos un corazón que está roto, lo buscaremos reparar. Si no, terminará siendo desechado. Quien piense que estar roto es una tragedia, es que no ha entendido que el vacío es ocasión de aprendizaje constante y de descubrimientos inigualables. El ser humano tiene en sus manos el poder hacer algo o no con su vida. Recordemos a Nietzsche: vivir la vida sin que la vida nos viva.

Cambiar y cambiar

«Nada está perdido si se tiene por fin el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo».

-Julio Cortázar

Queridos(as) lectores(as):

Hace tiempo que no había podido estar con ustedes en nuestro encuentro acostumbrado en esta página. Pero ahora que la ocasión lo permite, me gustaría plantear una pregunta: ¿qué sucede cuando no nos queda más que «volver a empezar»? Evidentemente se trata de una pregunta muy abstracta y que facilita el hecho de que haya incontables respuestas, pero me parece que podemos comenzar justo con una base a modo de cuestionamiento meramente personal. Volver a empezar implica, antes que nada, aprender a renunciar. ¿A qué? A lo que precisamente nos ha hecho estar en donde estamos.

Vamos a poner un ejemplo muy común: una relación nueva. Si bien es cierto que el rompimiento o el fin de una relación nos orienta hacia un duelo, debemos entender que es el fin de A con B, mas no el fin de A ni de B. Ver la relación existente que acaba es posibilitar la aceptación de la individualidad que se mantiene. Por lo que A y B tienen una nueva oportunidad de relacionarse con C, D, E, F, G… etc. Lo que se acaba es el vínculo. Pero, aunque esto suene muy fácil, sabemos y comprendemos que no lo es del todo. Y con eso hay que empezar, por trabajar aquello que cuesta.

El fin del mundo llega en todo momento

El fin de semana tuve la oportunidad de compartir con un querido amigo, R. Él ha pasado por una situación en la que le han puesto fin a un trabajo suyo por razones que no diré aquí. Pude observar y conocer en sus palabras las ideas, las dudas, las molestias y demás cosas alrededor de lo sucedido. Pero, mucho tiempo antes de lo sucedido, fue precisamente con R con quien tuve una plática sobre «el fin del mundo». ¿No les parece interesante cómo la narrativa personal proporciona un material inigualable para la reflexión general? «El mundo se está acabando, estimado» -le dije. ¿Qué mundo? El que conocemos, el que vivimos, en el que participamos. ¿Pero se trata del mundo Tierra o el mundo abstracto? Todo lo existente desde su inicio lleva asegurado un fin.

Hoy por hoy, podemos estar seguros que las ideas de progreso, avance, evolución, etc., dan paso a cambios a todo nivel. Pero, cuidado, los cambios no son necesariamente buenos, así como tampoco malos. Sucede que estamos muy «acostumbrados» a lo que hemos vivido por tanto tiempo, y una vez más, para bien o para mal, que la idea de cambio nos hace dudar, cuestionar, incluso hasta sentenciar de manera negativa. Hay cosas que podemos intentar cambiar, pero otras que por mucho que la sociedad se esfuerce, no se logrará tan fácilmente, porque hay que tener claro que los cambios se dan de forma paulatina, nunca de golpe. Antes bien, los cambios que se dan de un día a otro, caen en lo que podemos conocer como «lo que se impone», y eso atenta contra la libertad y la voluntad de las personas. Así como las estrellas que vemos en el cielo, es más que probable que llevan años muertas, los cambios que estamos presenciando en el día a día llevan años en el proceso. El mundo ha estado muriendo desde que empezó.

Instrucciones para afrontar un cambio

Ahora que inicié este encuentro citando a Julio Cortázar, quiero aprovechar lo que el escritor ha hecho con algunos de sus textos «instructivos» y hacer algo parecido a ello. Pero… ¿qué pasaría si la instrucción fuera sólo una? ¿Es posible? Veamos…

1.- Viva.

Ya. Eso es todo. Qué simple. ¿Pero por qué nos cuesta tanto vivir? ¿Qué significa eso? Para empezar, ¿acaso existe un manual del saber vivir? Pareciera que desde que nacemos, los seremos humanos estamos estrechamente ligados con la noción de supervivencia. De un modo más darwiniano, estamos ante la selección natural de la supervivencia del más apto. Uno observa, uno siente, uno reflexiona, uno hace… o no a todo lo anterior. Lo que me resulta muy llamativo es la manera en la que no dejamos el papel protagónico en todo lo que sucede: «Es que yo(no)…», «Yo (no)creo que…», «A mí (no)me parece…», etc. El narcisismo en todo su apogeo. El cambio, insisto, es parte de un proceso que lleva tiempo gestándose. Uno se adapta o muere. Quizá no, porque la adaptación al final de cuentas es también un modo en el que cada uno lo hace y en el que cada uno logra algo determinado. R y yo, aunque somos amigos casi de toda la vida, aunque coincidamos en muchos puntos, chocamos de manera directa en otros. Atrapados en el mismo proceso, R y yo confeccionamos estrategias que nos permitan sobrevivir, adaptarnos, a la realidad. Y quién sabe qué diablos es eso…

Volver a empezar es sólo empezar

Lo cierto es que en la vida estamos muy orientados a creer que las cosas se van a dar según las esperamos, porque esa es la expectativa de cada quien. Pero eso es tratar de escribir un guión y que las cosas pasen tal y como queremos que pasen. Dice un refrán por ahí, «cuéntale tus planes a Dios y se reirá de ti». O algo así. Ya es un tema que hemos abordado en otros encuentros, pero me parece oportuno volverlo a mencionar ahora que hablamos del cambio y del volver a empezar.

Vamos a trasladarnos al Japón antiguo, específicamente al periodo Sengoku. Existió en aquel entonces un famoso espadachín, Kojiro Sasaki, quien fue famoso, entre otras cosas, por ser el rival más fuerte y difícil de vencer que tuvo el legendario Miyamoto Musashi. Sasaki blandía una nodachi, una espada similar a una katana, sólo que en vez de los 70 cm de la hoja de la última, era de 90 cm. A pesar de eso, del peso también que tenía su espada a la cual se le conocía como «el tendedero», Sasaki se volvió un hábil espadachín y causó el terror y la admiración de todo aquel que se atreviera a desafiarlo. ¿Y qué tiene que ver esto? Sasaki vivía en un periodo en el que ser espadachín, samurai en algunos casos, era ser ligado al uso de la katana, el arma común. La nodachi que empleaba en ningún momento le hizo mella, pero sí lo hizo singular y famoso. Él logró que los demás se tuvieran que adaptar al cambio que él hacía consigo mismo. Las circunstancias pueden ser tanto externas como internas, pero el camino de la virtud, al final de cuentas, siempre es el mismo: cuesta.

Y un cambio, al final, nos hace empezar de nuevo… sólo que con experiencia previa.