«A veces, el silencio es la peor mentira».
-Miguel de Unamuno
Queridos(as) lectores(as):
Últimamente he escuchado mucho (y también vivido) eso de que la gente de repente se desaparece, pero a diferencia del fenómeno conocido como ghosting (del cual ya hemos hablado con anterioridad), no lo hacen «para siempre». Es comprensible que muchos se saquen de onda -como decimos en México- sobre este tipo de reacciones por parte de amigos, familiares y conocidos. Pongamos un ejemplo: un día, Manuel estaba hablando con Francisco; pasaron algunas cosas entre ellos y, sin un aparente problema, uno de ellos dejó de estar presente por varios días en la vida del otro. ¿Se enojó? ¿Se ofendió? ¿Qué pasó? Ese silencio y esa retirada no son sino un mecanismo de defensa por las inseguridades del sujeto. Pero, lo que es más llamativo de esto, es que ya es una tendencia social que si bien no es preocupante, puede llegar a serlo en otros factores de la vida.
Algo que me llama mucho la atención es la apología que se hace de la persona que recurre a esas (re)acciones, pues suelen decir de ella que «así es» y, peor todavía: «hay que entenderle». ¿Por qué digo peor? Veamos, cuando no se hablan las cosas, se puede prestar para un sinfín de posibilidades tanto para el sujeto que se calla y se retira y también para quienes «padecen» de eso. Por un lado, el sujeto no logra comunicar el malestar que le ocasiona algo en específico y al no trabajarlo, puede empeorar con el transcurso del tiempo haciendo que se acostumbre a no lidiar con los problemas. Por el otro, los demás empiezan a sentirse mal y logran generar un sentimiento de rechazo por parte del otro. Claro, estoy siendo muy simplista, pues debo insistir que es un abanico de posibilidades lo que puede suceder.
¿Infantilización?
Como decía al principio, cada vez es más notorio que las personas recurran a estos mecanismos de defensa, que bien podemos decir pueden tener un origen inconsciente pero, en muchas ocasiones es bastante consciente. Lo cierto es que por lo general se debe a que el sujeto yace frente a un problema del cual no quiere saber. Que alguien más se haga cargo, que alguien más vea qué se puede hacer. Al menos eso pensamos en primera instancia. Pero, ¿qué sucede cuando hay algo más de por medio? Es decir, ya lo decía también al principio, estamos hablando de las inseguridades del sujeto, entre las cuales quizá haya una de cierta impotencia que lo haga sentirse menos ante las cosas y las personas. Lo curioso es que se torna en una cierta derivación de responsabilidades: una actitud infantil.
El niño sólo se concentra en sus deseos, aunque no los tenga bien definidos. Al niño lo único que le importa es jugar, divertirse, que nadie lo moleste. Pero, ¿qué pasa cuando en el juego existe una molestia con los demás niños? Es muy común que el niño diga «ya no juego», se enoja y se retira. Los demás sólo se le quedan viendo sin entender qué pasó, porque por lo general el berrinche no da explicación del porqué. Eso mismo estamos viendo en estos casos de adultos que guardan silencio y no comparten su malestar, optando por «ya no jugar», irse y dejar que se les pase aquello que los molestó/ofendió/asustó. Puede ser unas horas, unos días, un mes… pero pasa y vuelven. Lo llamativo resulta cuando en su retorno tampoco hay una explicación o una disculpa. ¿Por qué habría de haberla? Es decir, «yo sé por qué me fui, yo sé por qué regreso».
Actitudes que no evolucionan
Cuando los niños hacen este tipo de berrinches, el adulto por lo general se acerca para preguntarles qué ha pasado. Al menos así era en mis tiempos, porque hoy en día eso de «tipos de crianza» ha dado paso a muchos caminos que no dejan claridad de qué manera se involucran directamente los padres. En fin, no soy pedagogo, pero sí he llevado por un tiempo psicoanálisis infantil, y puedo decir desde mi experiencia que muchos padres nos traen a sus hijos para que nosotros averigüemos qué pasa con ellos, con el pretexto de «no sé qué le pasa, pero no sé qué hacer para que me lo diga». Las resistencias en la mente de los niños son para muchos muy complicadas, pero hay que tratar de abordarlos de tal manera que no se sientan presionados y que, al contrario, tengan la seguridad de tener un espacio donde puedan decir lo que sienten. Eso de no hacerse responsable es algo que se hereda al momento de la mímesis. Recordemos que los niños aprenden por lo que ven que los adultos hacen.
Ahora bien, pensemos un poco en aquella obra literaria, El tambor de hojalata (Die Blechtrommel, (1959) de Günter Grass. El protagonista del mismo, Oscar Matzerath, es un niño que a los 3 años de edad decide negarse a seguir creciendo, logrando que su mente se desarrolle como la de un adulto, pero conservando su cuerpo de infante y cómo es que terminó siendo recluido en el psiquiátrico a los 29 años. Por otro lado, pensemos ahora en James Matthew Barrie, célebre autor escocés de la obra de teatro Peter Pan y Wendy (1904), que como sabemos se trata de un niño que se niega a crecer también. La diferencia entre Oscar y Peter radica en que el primero sí «madura» (sea lo que entendamos por esto) a nivel mental, y el segundo se mantiene como niño «por nunca jamás». Esto permitió que en la década de los 80’s, el psicólogo estadounidense, Dan Kiley, planteara lo que se conoce como el Síndrome de Peter Pan, a partir de la observación de varios de sus pacientes y cómo estos se negaban a tomar las responsabilidades propias de los adultos. Ese miedo a crecer, muchos lo comentamos (y lidiamos con ello) a modo de broma cuando decimos que «nos estafaron y que queremos nuestra infancia de vuelta». Sea pues que las personas que en silencio se retiran, es perfectamente entendible que padezcan en cierta medida un temor inconsciente a la responsabilidad social y afectiva, prefiriendo huir por un tiempo, para regresar cuando sientan que ya pasó el «peligro» de hacerse responsables.