La importancia de la Navidad

Queridos(as) lectores(as):

Como es bien sabido, en este espacio hablamos de todo un poco evitando hacer distinciones. En estos días, los creyentes cristianos conmemoramos el nacimiento de Jesús, quien consideramos es el Hijo de Dios. Sin embargo, hay que ampliar el panorama religioso y tornarlo en un significado que abraza a toda la humanidad por igual: la esperanza. También es justo recordar que hay que saber diferenciar entre la natividad (nacimiento) cristiana y la que se funda a partir del consumismo, la mercadotecnia y el capitalismo salvaje.

Pensar en el nacimiento del Niño Dios nos obliga a todos a usar nuestra imaginación y regresar a aquella narrativa en la que se nos enseña que nació en un lugar modesto, junto a nobles animales y humildes pastores, en un pesebre durante una noche fría. ¿Por qué hay que hacer esto? Porque son las herramientas necesarias para tener presente el verdadero significado de la Navidad: de lo más sencillo, en lo menos esperado, en tiempos difíciles, vino a brillar lo más importante, lo más grandioso, lo que consuela al mundo. Citando a Jeremías Springfield (Los Simpsons): «Un espíritu noble engrandece al ser más pequeño».

Los últimos serán los primeros

Esta sentencia es en verdad maravillosa si la sabemos meditar y trabajar en nuestros corazones. Cuando se hace referencia a los humildes pastores en el relato bíblico, nos acercamos justo a los más olvidados, a los que no son tomados en cuenta, de quienes la política suele sacar provecho. Los pastores representan a los más pobres, a quienes son tratados muchas veces como parias. ¿Pero quiénes fueron los primeros en admirar al pequeño Mesías que había llegado con la promesa de la salvación? Recordemos que si bien la Sagrada Familia fue visitada por 3 Reyes Magos, quienes a su vez se rindieron ante el pequeño niño, no podemos descuidar que los primeros fueron los últimos.

Ahora bien, justo este momento nos habla no del festejo de una fecha, sino de un hecho. La Navidad cristiana nos habla de un hecho atemporal que nos lleva a la reunión familiar, a abrazar la esperanza, el amor, la ternura con humilde agradecimiento. En cambio, la navidad (así, en minúsculas) del consumismo se centra en una fecha repetitiva, año tras año, que busca de un modo silencioso pero al mismo tiempo perverso, condicionar las reuniones, los encuentros y hasta los afectos. ¿Dónde hay espacio para el amor donde un regalo es una condición? Es inevitable pensar en «cuánto me quieres según lo que me regales», porque eso es un golpe inconsciente que se ha ido generando en la sociedad a partir de las presiones materialistas y consumistas.

Los signos navideños

No está mal, por supuesto, celebrar en familia y con seres queridos, pero lo que sí está mal es restarle la importancia y el verdadero significado del hecho que estamos recordando. De ahí que nos obliguemos a nosotros mismos a ver qué es exactamente lo que nos da alegría. Las luces, los colores, los sabores, los olores, etc., son signos exteriores que pretendemos son los que nos ofrecen lo que en ninguna temporada del año. Y sí, ciertamente así es. ¿Pero a qué costo? En la Navidad, los creyentes nos aferramos al nacimiento de Jesús, pero no fuera de nosotros, sino dentro de cada uno, en nuestros corazones y en nuestras almas. Porque ahí es donde brota el amor, la esperanza y los buenos deseos que han de exteriorizarse para ser compartidos.

En el Evangelio según San Lucas, encontramos varios puntos que podríamos considerar muy fuertes, pero que son llamadas de atención para un mundo en el que nos olvidamos con mucha facilidad de lo que es en verdad importante. Comparto con ustedes dos:

«Cuiden de ustedes mismos, no sea que la vida depravada, las borracheras o las preocupaciones de este mundo los vuelvan interiormente torpes y ese día caiga sobre ustedes de improviso…»  (Lc, 21:34)

«El Señor les dijo: «Así son ustedes, los fariseos. Ustedes limpian por fuera las copas y platos, pero el interior de ustedes está lleno de rapiñas y perversidades. ¡Insensatos! » (Lc. 11, 39:40)

El signo de Jesús se interioriza en cada uno de nosotros a modo de sentir el poderoso consuelo de lo que sólo el amor y la esperanza nos pueden brindar en tiempos difíciles. Ahora que, por ejemplo, atravesamos esta terrible pandemia del COVID-19 con todo y sus nuevas variantes, ¿cuántos seres queridos se nos han ido? ¿cuántas personas pasarán estos días con el dolor, el miedo, la tristeza y la desesperanza fuera de un hospital esperando a unos que están dentro? ¿cuántas familias no podrán contar con algunos miembros que están atendiendo a enfermos en los hospitales? La Navidad nos invita a olvidarnos del egoísmo y a pensar en los demás. Recordemos: «Cuando estuve enfermo, me atendiste», «Cuando estuve hambriento, me diste de comer», etc.

Un breve relato navideño

“La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que describir de su cara es una reverencia llena de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en una cara humana. Y es que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo llevó en su seno, le dará el pecho y su leche se convertirá en sangre divina.

De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: ¡mi pequeño! Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y le atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto.

Porque todas las madres se han visto así alguna vez, colocadas ante ese fragmento rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten exiliadas de esa vida nueva que han hecho con su vida, pero donde habitan pensamientos distintos. Mas ningún niño ha sido arrancado tan cruel y rápidamente de su madre como este niño, pues Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella pueda imaginar.

Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana delante de su hijo. Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y resbaladizos, en los que siente, a la vez, que Cristo, su hijo, suyo, es su pequeño, y es Dios.

Le mira y piensa: ‘Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí. Y ninguna mujer jamás ha tenido así a su Dios para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede coger en brazos y cubrir de besos, un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que sonríe.

Es en uno de esos momentos cuando pintaría yo a María si fuera pintor. Y trataría de plasmar el aire de atrevimiento tierno y tímido con que ella adelanta el dedo para tocar la piel pequeña y suave de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe.

Eso en cuanto a Jesús y la Virgen María. ¿Y José? A José no le pintaría. Plasmaría sólo una sombra, al fondo del establo, y dos ojos brillantes. Porque no sabría qué decir de José y José no sabe qué decir de sí mismo.

Está en adoración y está feliz de adorar y se siente un poco exiliado. Creo que sufre sin confesarlo. Sufre porque ve cuánto se parece a Dios la mujer que ama y hasta qué punto está ya al lado de Dios. Porque Dios explota como una bomba en la intimidad de esa familia. José y María están separados para siempre por este incendio de claridad. Y toda la vida de José, imagino, será aprender a aceptar“.

¿Y quién es el autor de este bellísimo fragmento de la obra conocida como Barioná, el hijo del trueno? Nada más y nada menos que el filósofo ateo, Jean-Paul Sartre, quien durante la ocupación nazi de Francia, fue llevado a un campo de concentración (Stalag 12D, Tréveris). Ahí, unos sacerdotes que también habían sido arrestados le pidieron que escribiera algo para la celebración navideña en 1940. El texto en sí se publicó en 1962, ya que el mismo Sartre se negaba a difundir su primer obra teatral por su conocido anticristianismo y procomunismo. No hay que ser creyentes para entender y comprender que un hecho como la Navidad es único e irrepetible y que garantiza para todos por igual, el nacimiento de la esperanza, la ilusión y la búsqueda de la paz.

¡Muy felices fiestas!

Apegados al Tiempo

«Más vale perder un minuto en la vida, que perder la vida en un minuto»

-Proverbio español

Queridos(as) lectores(as):

Atendiendo a la sugerencia que me ha hecho Jirel, quisiera que nos tomemos un momento para hablar sobre el tiempo. ¿Pero cómo podemos hablar de algo que desconocemos en realidad? Es decir, toda medida del tiempo que tenemos es meramente una invención humana. Recordemos que para Immanuel Kant, tanto el espacio como el tiempo son intuiciones puras del ser humano. Podemos hablar del pasado y del futuro en tanto que nos encontramos en el presente. Estamos «atrapados» en el ahora, en tanto que el ayer se habla a partir de los recuerdos y el futuro se espera a partir de la expectativa.

Percibimos el tiempo a modo de que pensamos que los fenómenos o hechos se van desarrollando a lo largo de intervalos sucesivos. Fue gracias a Albert Einstein con su Teoría de la relatividad con la que se invalidó, de cierto modo, al tiempo como una constante universal. David Hume nos aporta, con sus estudios sobre la perspectiva, que cada ser humano es capaz de mirar lo mismo sin estar mirando lo mismo. ¿Confuso? No, es simple, cada uno de nosotros percibe las cosas según su propia experiencia. Por ejemplo: un adulto puede ver un auto de carreras, conociendo sus partes, su capacidad, sus dimensiones, etc., mientras que para la mirada de un niño pequeño, lo que está ahí es un «rrun-rrun». Justo así pasa con el tiempo: cada uno lo percibimos de manera distinta. Lo que para unos se puede pasar muy rápido, para otros es quizá demasiado lento.

El movimiento y la consciencia

Siguiendo lo planteado por Einstein, debemos considerar que de lo más importante en lo relacionado con el tiempo es el movimiento. El ser humano experimenta el tiempo a modo de un flujo continuo, por lo que existe lo que conocemos como «espacio-tiempo». Si podemos sostenernos en esto, podríamos entender que el aquí y el ahora es justo el presente al que llegamos de otro presente que recordamos como el pasado y que avanzamos a otro presente que especulamos como futuro. Sin el movimiento, no podemos entenderlo. La física cuántica, en sus novedosos estudios, cada vez se acerca a la confirmación de que el tiempo no es más que una ilusión.

De hecho, es curioso, porque si recuperamos la idea de inmortalidad en el mundo griego clásico, ellos apostaban a que los recuerdos inmortalizan a los hombres, los sucesos, etc. Por eso es que hablamos de Historia, y cuando lo hacemos estamos teniendo presente lo que ocurrió miles de años atrás. ¿Será que el tiempo entonces está ligado directamente con el lenguaje? Así es, al menos eso es lo que vamos descubriendo. Porque nosotros hablamos sobre el tiempo, no del tiempo. Hablamos entonces de la necesidad de una consciencia observadora, es decir, sin quien observe o sea testigo, no pasa nada.

Sin caer en terrenos de la Física, podemos acercarnos a una evolución de la consciencia que percibe un ahora determinado entre la gama de posibilidades que existen. De ahí que se hable de cosas tales como el famoso multiverso. Pero no hay que desestimar esto de la consciencia observadora, ya que nos es imposible desmentir eso de que «si no lo veo, no pasa». Y caeríamos en un debate metafísico, incluso teológico, interminable. De hecho, para San Agustín de Hipona, tener clara la diferencia entre la esencia divina (la eternidad) y la esencia humana (lo contingente), le permitió comprender más lo que conocemos como finitud.

Percepción y arreglos

Hace unos días estuve visitando algunos museos. Me pareció llamativo quedarme a contemplar algunos fósiles. Mi papá una vez me explicó que lo que veíamos realmente era una configuración neuronal, en tanto que si recordamos algo del pasado, lo recordamos ahora; por lo que si vemos objetos del ayer lo que estamos realmente observando es un arreglo anatómico del objeto hoy. La consciencia observadora, por tanto, me permite que el fósil que veía en el museo sea lo que es hoy, no ayer. Esta capacidad es propia del ser humano, mas no de otro animal, al menos no tenemos evidencia científica que nos contradiga hasta ahora.

Regresando a Kant, él planteaba un experimento mental que me parece muy interesante realizarlo en este momento. Él decía que no podíamos pensar nada fuera de las intuiciones puras que son el espacio y el tiempo. Por ejemplo, pensemos en una manzana. ¿Cómo la pensaron? ¿De qué color? ¿Sobre qué? ¿En dónde? ¿Cuándo? Etc. De hecho, aquí agregamos el factor de la imaginación para poder recrear esa manzana determinada de cada uno de nosotros. Pensando incluso en aquellas cosas que «no logramos recordar con exactitud», no es de sorprendernos que empleemos incluso la fantasía para rellenar esos espacios mentales. Pero para ello también nos ejercitamos en el espacio y tiempo de nuestra propia consciencia observadora.

Delirio por el tiempo

Desde que lo leí en mi adolescencia, El perseguidor de Julio Cortázar me atrapó. En ese cuento, inspirado en la vida de saxofonista, Charlie Parker, el escritor argentino tiene demasiadas consideraciones respecto al tiempo que detallan un cierto delirio que el ser humano tenemos sobre el mismo. Johnny, uno de los personajes más irritantes dentro de la literatura universal, ve el tiempo no como una necesidad, sino como un mero formalismo:

«[…] Pasado mañana es después de mañana, y mañana es mucho después de hoy. Y hoy mismo es bastante después de ahora, en que estamos charlando con el compañero Bruno y yo me sentiría mucho mejor si me pudiera olvidar del tiempo y beber alguna cosa caliente«.

En la clínica psicoanalítica, podemos ver con mucha claridad cómo el tiempo es uno de los grandes malestares en tanto que hay arrepentimientos y profundas frustraciones que se ven arrastradas con el «pasado, el presente y el futuro», pero que en ese espacio analítico, pareciera no tener una medida exacta en el discurso del paciente. Incluso, es curioso que muchas veces se inicia la sesión con mucha impaciencia y se termina con un desánimo brutal por la «rapidez» con la que ha concluido o con lo «tardado» que ha sido.

Sea como sea, el tiempo sigue siendo una noción que nos tiene a todos muy atrapados. No pienso que algún día nos «libraremos» de su «cruel yugo», pero sí me parece importante que cada uno de nosotros tratemos de ver que, tras ese fondo temporal, lo único que tenemos es vida y que no sabemos cómo ni cuándo dejaremos de tenerla. Quizá nos inmortalicen con los recuerdos y es por ello que queda siempre camino por andar…

Una vida de análisis

«Negros pensamientos, la tristeza; tengo un peso en el alma que no me deja vivir».

-Fiódor Dostoievski (Pobres gentes)

Queridos(as) lectores(as):

Hace unos días, recibí por parte de Susana una pregunta que me pareció muy oportuna: ¿hay necesidad de pasar por psicoanálisis para estar bien? Sin duda no es algo tan fácil de responder, pero sí podemos hacer el esfuerzo de aclarar algunas cosas. Por ejemplo, ¿la idea de analizarse surge de la necesidad? Es decir, ¿es necesario hacer eso en nuestra vida? Hay que recordar que los antiguos griegos recomendaban una «vida de análisis», para ello está el famoso «conócete a ti mismo» del Oráculo de Delfos; sin embargo, es importante tomar en cuenta lo otro: «todo con medida». ¿De qué sirve analizar la vida? Para empezar, el hecho de vivir por vivir nos genera una cierta sensación vacía que nos imposibilita hallarle un sentido a cada día. ¿Por qué hago lo que hago? ¿Por qué me gusta lo que me gusta? ¿Por qué detesto tanto a cierta(s) persona(s)? Y un sinfín de preguntas que nos podríamos hacer a lo largo de la vida. Pero de nada sirve hacerse esas preguntas si no hay intención alguna de contestarlas, o al menos claro de intentar hacerlo.

De hecho, la Filosofía (que en la etimología clásica entendemos como «amor a la sabiduría») es un arte de la vida misma, en sentido de que es la que nos orienta a preguntarnos las cosas del mundo (entiéndase lo que se entienda por ello) y no quedarnos «conformes» con que las cosas son así por que sí. Al contrario, la filosofía debe ser siempre aquello que logre incomodar al sujeto, que le haga moverse de su zona de confort para que descubra que hay algo más y que no es tan evidente como podría pensarse. De hecho, no hay nada más sospechoso que aquello que es «obvio». ¿Por qué es obvio?

Sapere aude!

Los que han sido mis alumnos, y todos aquellos cercanos amigos y familiares con los que gusto tomar un rico té o café por las tardes, están muy acostumbrados a mis cuestionamientos. Recuerdo en una ocasión mientras daba clases de Ética en cierta preparatoria al sur de la Ciudad de México, que estaba haciendo preguntas sobre un tema a mis alumnos y cada uno hacía su propio esfuerzo para contestar por sí mismo a partir de la propia reflexión, intuición y hasta de sus sentimientos. Fue cuando tocó el turno de C., quien era conocido como «el caso perdido» (siempre he tenido mucho problema con esas sentencias de parte de quienes tiran la toalla y no entienden que tienen responsabilidad también), y al evitar una confrontación con el tema, se limitó a decir «lo que usted diga, profe». Mi reacción fue enérgica, pero no grosera, pues grité: «Sapere aude, C.!»

Todos se me quedaron viendo raro y fue cuando recordé que no les había hablado sobre eso. Tal como ya ha sucedido en otros encuentros en esta página, Sapere aude! fue el lema del periodo conocido como La Ilustración. «¡Piensa por ti mismo!» o «¡Atrévete a saber!». Una vez que le expliqué eso al grupo, por tanto a C., fue como si les hubiera dicho algo en verdad extraño, complejo, difícil, pero sobre todo sorprendente. Y salió mi psicoanalista interior: «A ver, C., te escucho…». Poco a poco se fue animando a contestar la pregunta y se mostró contento, pues por primera vez estaba hablando por sí mismo, diciendo cosas que él pensaba. Cabe señalar que siempre les decía a mis alumnos que conmigo tuvieran la confianza de expresarse sin temor a la censura, mucho menos al castigo. Y vaya que me sirvió esa estrategia porque lo que una materia tan «aburrida» como Ética (por tanto las otras que daba de Humanidades), se volvió una que no se perdían por nada del mundo.

Atrévete a saber(te)

Si bien la Filosofía nos confronta con las dudas y preguntas que surgen en el mundo, no podemos descuidar que de hecho es parte obligatoria en esta disciplina voltear a nosotros mismos para poder dar con un mejor entendimiento de nuestra participación aquí y ahora. Goethe decía que «para poder comprender el pensamiento de un autor, había que conocer primero su vida». Y en verdad es fascinante meterse de lleno a las biografías de los autores que nos apasionan y poder tratar de comprenderles. Hay que entender, no justificar. Por eso es que un análisis de nuestras pasiones, nuestros anhelos, nuestros sueños, nuestros deseos, etc., siempre será imprescindible para esta ardua lucha por la vida y por la búsqueda de un significado posible.

Por eso es que Sigmund Freud y demás estudiosos de la psique (mente), han hecho una suerte de filosofía práctica que nos sirve para (intentar) conocernos a nosotros mismos. Pero, ¿por qué nos cuesta tanto ir a análisis o a terapia? En un principio hablaba sobre la necesidad. Hay que aclarar que nunca uno se analiza por necesidad, porque le sea en suma necesario, sino que tiene que ver más con el deseo, con la voluntad de saber «qué sucede con nosotros». De ahí que de las primeras resistencias que encontramos se traduzcan como una suerte de presión social: «Es que deberías ir a terapia», «Te haría bien si vas con un especialista», etc. No es de sorprender que la negativa se haga presente porque incluso eso lo podemos considerar como una suerte de agresión pasiva que viene de un otro que, a nuestro juicio, quizá quien tendría que ir a terapia o a análisis es esa persona antes que nosotros.

La persona que se «anima» a comenzar un análisis, es quien con valentía y coraje decide «hacerse cargo» de sí mismo; conocer sus debilidades, miedos, tristezas, su «lado oscuro». Cuando digo que se anima es en dirección a «quien se escucha a sí mismo» y cumple con el deseo de analizarse. Fuera de los famosos tabúes sociales de aquellos que son como «sólo van a terapia los que están locos», podríamos señalar algo que el propio Kierkegaard compartía en su filosofía: ¡voy a análisis porque hay pasión por mi existencia! Y en ese recorrido por la historia de uno, de su propio cielo y su propio infierno, el analizando (paciente) no va solo, sino que cuenta con un acompañante (el analista), tal como Virgilio fue con Dante en la Divina Comedia.

Por último, una vida de análisis es un viaje que es capaz de llevarnos a todos lados, en un abrir y cerrar de ojos, pero sin perderse algo importante: la vida misma.

¿Te gustaría empezar tu análisis?

Te escucho.

Mail: psichchp@gmail.com

Unas palabras para tu soledad

Querido(a) lector(a):

No es para nada sorprendente que uno de los grandes malestares de nuestra sociedad sea el de la soledad. Si bien es cierto que, tal como decía el P. Henri Nouwen, «la soledad es el horno de la transformación», no podemos evitar sentir la desolación, la desesperación, la angustia, la ansiedad, etc. Cuando uno está solo, en efecto, tiene la ocasión del encuentro consigo mismo (descansar, meditar, etc.), pero sumando los problemas cotidianos de la vida, tales como la presión laboral, la falta de ingresos, deudas, enfermedades, ahora el COVID-19 y sus variantes, entre otras, puede llegar a convertirse en una sobrecarga de pensamientos que terminan por quebrarnos. La soledad, de este modo, es quizá lo que menos queremos realmente.

A corazón abierto

Una vez más, estamos aquí, yo escribiendo ignorando quién eres, pero con el corazón abierto para acompañarte en tu soledad. Siempre insistiré que somos soledades que nos encontramos. Cada uno de nosotros sabe, o al menos eso queremos decir, que existen ciertas razones que nos han llevado a vivir con dolor, tristeza, soledad, etc. Pero, ¿por qué parece que eso no le importa a los demás? En este punto me imagino que estás pensando en aquellas veces en las que tú estuviste para los demás y que, ahora que los necesitas, simplemente no están. Hay gente que desgraciadamente sólo ve por sus propios intereses, y eso termina lastimando a otros. Pienso mucho en la figura del títere, ya sabes, aquella curiosa figura que puede llegar a ser muy divertida para el momento, pero que acabada la función, o es colgada en una pared o guardada en un baúl en solitario. ¿Te has sentido así? «Ya que se divirtieron, me olvidan». Te comprendo, mejor de lo que crees. De hecho, querido(a) amigo(a), recuerda que la carta siempre será una asociación libre en la que quien escribe proyecta lo suyo. Pero también considera que estas «confesiones», a veces, las necesitamos leer por parte de alguien más para poder darle palabras a nuestros propios sentimientos.

Quiero decirte algo: todos queremos una maravillosa compañía en nuestras vidas. Desde nuestros padres, hermanos, familia, los icónicos amigos, las coincidencias fantásticas y demás sorpresas. Sin embargo, algo nos hace sentir que no es suficiente. Leí hace unos días en un post que compartieron en redes sociales, que «el arte existe porque el mundo no basta». Lo que nos están diciendo con ello es que el ser humano, en su naturaleza creativa, encuentra las formas de expresarse, tarde o temprano, pero lo hace. Te abro mi corazón y te comparto que he pasado días difíciles, donde mi soledad me ha pesado como no tienes idea, sin embargo, ahora que estoy compartiendo contigo estas letras, me siento un poco liberado de su yugo y me da ilusión pensar que estás sonriendo, que te sientes acompañado(a). Como suelen decir por ahí, «no es coincidencia que estés leyendo esto». Algo te brincó que al leer «unas palabras para tu soledad» te hicieran abrir esta entrada. Y sí, cómo no, después de lo que estamos viviendo, lo que más queremos es un poco de consuelo, algo que nos haga levantar el ánimo y al menos descubrir que no estamos tan solos como llegamos a sentirnos en varios momentos del día. Nos hace falta el tacto humano. Te propongo algo: acércate a un ser querido y, sin explicar nada, pídele un abrazo.

La soledad, de hecho, es un recordatorio para cada uno de nosotros que necesitamos al otro para poder seguir en esta vida. Pero no nos confundamos, no caigamos en una suerte de dependencia determinista. Hablar del otro es como lo que estoy haciendo contigo en este momento, no sé quién seas, no sé dónde vivas, no conozco tu nombre ni edad. Pero te escribo estas palabras para que sientas que, en alguna parte del mundo, alguien comparte tus inquietudes y pesares sobre la soledad. Y no, no estás solo(a), sólo sucede que mereces saber ser acompañado(a) pero no por cualquiera. Ya verás que la vida te irá demostrando que, a pesar de la tormenta, siempre habrá alguien dispuesto a compartir su techo contigo. Pero también es fundamental que tú lo hagas. Recuerda esto que les digo: la esperanza nos enseña a ser sembradores, luego cosechadores. La soledad desaparece cuando se comparte. Olvídate de mandar mensajes por whatsapp, mejor habla. Verás que incluso la llamada que podría ser de 5 minutos se vuelve en algo de horas. Busca, no esperes nada más a que te busquen. Nuestro miedo, nuestra tristeza, nos desconectan del mundo y nos encerramos en el nuestro, a veces sólo hace falta una llamada, un encuentro cálido y tierno, para recordar que vivimos en una sociedad para progresar juntos.

Te quiero, te acompaño, no estás solo(a).

P.d. Gracias, Roxanna, Alisa, Martín… gracias por acompañarme.

Amar lo «imposible»

«El amor es una alegría unida a la idea de su causa».

-Baruch Spinoza

Queridos(as) lectores(as):

Hoy nos toca hacer una reflexión sobre el famoso «amor imposible». Sin embargo, como habrán advertido en el título, agregué un «lo» entre ambas nociones. ¿Por qué? Porque en sí es algo en lo que nos detenemos a reafirmar la idea que tenemos sobre algo: lo que no puedo, lo que puede ser, lo que me gustaría, lo que temo, etc. De hecho, empecé con esta cita de Spinoza que encontramos en su libro Ética. Y aquí verán por qué. El hecho de amar a alguien se vuelve una alegría por su mera existencia. Esté o no esté con nosotros esa persona, el simple hecho de que sabemos de ella, hace que nuestro mundo (nuestra vida) se vuelva en verdad hermoso.

Quizá no lo recuerden o no lo tengan tan presente, pero hace ya varias entradas hablaba del tema de la añoranza, del anhelo, que tienen su base fija en la falta. Tiene mucho que ver con lo que Platón nos daba a entender en sus diálogos cuando se abordaba el tema del amor. Pero, ¿por qué no amar la existencia en vez de optar «amar» una ausencia?

Escribo este encuentro en respuesta a «Vivi», quien muy amablemente se puso en contacto conmigo para sugerirme el tema. «¿Pero qué pasa cuando esa persona que amamos apenas y nota que existimos?». Esa pregunta que tanto nos ha dolido a muchos. Me hace pensar en aquella canción del musical El Hombre de la Mancha, «El sueño imposible«.

Amar una idea

Cuando he hablado sobre esto con colegas de Filosofía o del mismo Psicoanálisis, por increíble que parezca, se ven renuentes a aportar lo que uno esperaría estando en confianza para un diálogo enriquecedor. «Es que lo que preguntas es impensable», «Claro que no se puede amar a alguien que no está», «¡Joder, estás loco, para qué perder el tiempo en alguien que ni si quiere le importas!», etc. Como verán, si de pesimismo queremos hablar, hay que comenzar con la desilusión personal para tratar de hacer morir la esperanza de los demás.

Me parece curioso que se olviden con tanta facilidad de lo que la Historia, la Literatura, la propia Filosofía y demás artes nos han logrado demostrar llegando incluso a inmortalizar. Empecemos por algo sencillo que se conoce como el «amor cortés». Esto tenemos registro en la Edad Media, en la que se expresaba un amor tierno, sincero, honrado, virtuoso y DESINTERESADO. Quedémonos con esto último. El noble caballero, valiente y fiel, elige a una dama que será su inspiración a la hora de batirse en duelo; esa dama quizá estaba comprometida o casada ya con otro, sin embargo, la idea del amor cortés radica en que aunque no sea nuestra esa persona, se vive, se pelea, se triunfa y hasta se muere por ella.

Siglos más tarde, los romanticistas y neorromanticistas, encontraron en este tipo de nociones sobre el amor, una herramienta primordial para poder narrar historias hermosas. Uno de mis eternos favoritos fue, es y será Edmond Rostand (1968-1918), a quien le debemos la obra teatral de Cyrano de Bergerac (1897), la cual nos cuenta la historia del amor imposible de Cyrano por su prima, Roxanne, y no sólo eso, sino la manera en la que consciente de ello, nuestro valiente y noble protagonista accede a ayudar a un joven soldado llamado Christian a que conquiste el corazón de ella. Esta obra ha sido llevada no sólo al teatro, sino también al cine. Una de las más emblemáticas es la que protagoniza el actor francés, Gerard Depardieu. La escena del balcón nos ayudaría a entender esta «renuncia» pero que permite a Cyrano expresar de manera indirecta el noble amor por su dama «imposible».

Lo imposible es no amar

Ahora que les he compartido este hermoso ejemplo de Cyrano, quisiera preguntarles: ¿alguna vez estuvieron en una situación parecida? Yo recuerdo mi propio caso cuando cursaba la preparatoria. Había una chica que nos gustaba a varios. Cabe señalar que estudié en una escuela de puros hombres. Pero de algún modo todos la conocíamos y quedábamos maravillados por lo bonita que era, además de ser buena persona y muy agradable. Un día, ella me dirigió la mirada y la palabra (¡triunfé -me dije-, me hizo caso!). De los hombres con los que frecuentaba, con quien más confianza tenía era conmigo. Pero la historia bonita que me hubiera gustado compartirles, en realidad terminó haciéndome probar el amargo sabor de la famosa friend zone (la zona del amigo).

Un día, estando en un café, me confesó que ella estaba enamorada de otro, que casualmente era uno de mis mejores amigos. Entre el dolor y la tristeza de mi desilusión, pero también la alegría y orgullo por la suerte de mi amigo (aunque la envidia es envidia, nada de que «de la buena»), sólo pude sonreír y dar un rostro que no expresara un corazón roto (el orgullo es el orgullo). Cuando mi amigo se enteró del amor de ella, sin saber lo que yo sentía por ella, se acercó y me pidió que le ayudara a escribir una carta y algún problema para dedicárselo a ella. ¡Qué cosa, cómo se atreve! Por eso es que me identifico con Cyrano, al igual que sé que muchos de ustedes han pasado por cosas similares en algún punto de su vida. Creo que terminaron saliendo y después ya no supe qué fue de ellos.

Pero recuerdo que al momento de escribir esa carta y ese poema, pude identificar el amor cortés, y lo hice con total entrega y con los mejores deseos para ella (y también, aunque a «regañadientes» por mi amigo). Me decía «mientras ella sea feliz, fantástico, aunque no sea conmigo». Ya pueden dejar de sentir lástima por mí, queridos(as) lectores(as) jaja.

Tú ama, que serás amado(a)

Ciertamente la noción del amor cortés no es algo que uno quisiera vivir de por vida. ¿Y cuándo llegará el amor? ¿Llegará? Hoy más que nunca, parece ser que esa búsqueda se atenúa por la soledad en nuestras vidas. Sin embargo, hay que saber y entender que ningún amor debe pensarse para una cosa tan utilitarista. Por eso es importante sostener el amor propio en nuestra vida, ya que de no hacerlo, cuando la friend zone se haga presente, podríamos llegar a hasta humillarnos con tal de que esa amada persona nos ame, como si quisiéramos hacerle sentir culpable de nuestro dolor. Cuando caemos en cosas así, perdemos en realidad dos amores: el del otro y el nuestro. Lo que nos rescata, como bien dice mi querido Gabriel Rolón, es la dignidad.

El amor no sólo busca, se deja encontrar. Y esto último, lo olvidamos con bastante frecuencia. Además, ¿quién nos asegura que no somos ese «amor imposible» de alguien más? No olvidemos que no sólo existen puertas, sino también ventanas.

«Vive por la imagen que alienta y justifica todas tus proezas», como diría el Quijote.