Queridos(as) lectores(as):
Como es bien sabido, en este espacio hablamos de todo un poco evitando hacer distinciones. En estos días, los creyentes cristianos conmemoramos el nacimiento de Jesús, quien consideramos es el Hijo de Dios. Sin embargo, hay que ampliar el panorama religioso y tornarlo en un significado que abraza a toda la humanidad por igual: la esperanza. También es justo recordar que hay que saber diferenciar entre la natividad (nacimiento) cristiana y la que se funda a partir del consumismo, la mercadotecnia y el capitalismo salvaje.
Pensar en el nacimiento del Niño Dios nos obliga a todos a usar nuestra imaginación y regresar a aquella narrativa en la que se nos enseña que nació en un lugar modesto, junto a nobles animales y humildes pastores, en un pesebre durante una noche fría. ¿Por qué hay que hacer esto? Porque son las herramientas necesarias para tener presente el verdadero significado de la Navidad: de lo más sencillo, en lo menos esperado, en tiempos difíciles, vino a brillar lo más importante, lo más grandioso, lo que consuela al mundo. Citando a Jeremías Springfield (Los Simpsons): «Un espíritu noble engrandece al ser más pequeño».
Los últimos serán los primeros
Esta sentencia es en verdad maravillosa si la sabemos meditar y trabajar en nuestros corazones. Cuando se hace referencia a los humildes pastores en el relato bíblico, nos acercamos justo a los más olvidados, a los que no son tomados en cuenta, de quienes la política suele sacar provecho. Los pastores representan a los más pobres, a quienes son tratados muchas veces como parias. ¿Pero quiénes fueron los primeros en admirar al pequeño Mesías que había llegado con la promesa de la salvación? Recordemos que si bien la Sagrada Familia fue visitada por 3 Reyes Magos, quienes a su vez se rindieron ante el pequeño niño, no podemos descuidar que los primeros fueron los últimos.
Ahora bien, justo este momento nos habla no del festejo de una fecha, sino de un hecho. La Navidad cristiana nos habla de un hecho atemporal que nos lleva a la reunión familiar, a abrazar la esperanza, el amor, la ternura con humilde agradecimiento. En cambio, la navidad (así, en minúsculas) del consumismo se centra en una fecha repetitiva, año tras año, que busca de un modo silencioso pero al mismo tiempo perverso, condicionar las reuniones, los encuentros y hasta los afectos. ¿Dónde hay espacio para el amor donde un regalo es una condición? Es inevitable pensar en «cuánto me quieres según lo que me regales», porque eso es un golpe inconsciente que se ha ido generando en la sociedad a partir de las presiones materialistas y consumistas.
Los signos navideños
No está mal, por supuesto, celebrar en familia y con seres queridos, pero lo que sí está mal es restarle la importancia y el verdadero significado del hecho que estamos recordando. De ahí que nos obliguemos a nosotros mismos a ver qué es exactamente lo que nos da alegría. Las luces, los colores, los sabores, los olores, etc., son signos exteriores que pretendemos son los que nos ofrecen lo que en ninguna temporada del año. Y sí, ciertamente así es. ¿Pero a qué costo? En la Navidad, los creyentes nos aferramos al nacimiento de Jesús, pero no fuera de nosotros, sino dentro de cada uno, en nuestros corazones y en nuestras almas. Porque ahí es donde brota el amor, la esperanza y los buenos deseos que han de exteriorizarse para ser compartidos.
En el Evangelio según San Lucas, encontramos varios puntos que podríamos considerar muy fuertes, pero que son llamadas de atención para un mundo en el que nos olvidamos con mucha facilidad de lo que es en verdad importante. Comparto con ustedes dos:
«Cuiden de ustedes mismos, no sea que la vida depravada, las borracheras o las preocupaciones de este mundo los vuelvan interiormente torpes y ese día caiga sobre ustedes de improviso…» (Lc, 21:34)
«El Señor les dijo: «Así son ustedes, los fariseos. Ustedes limpian por fuera las copas y platos, pero el interior de ustedes está lleno de rapiñas y perversidades. ¡Insensatos! » (Lc. 11, 39:40)
El signo de Jesús se interioriza en cada uno de nosotros a modo de sentir el poderoso consuelo de lo que sólo el amor y la esperanza nos pueden brindar en tiempos difíciles. Ahora que, por ejemplo, atravesamos esta terrible pandemia del COVID-19 con todo y sus nuevas variantes, ¿cuántos seres queridos se nos han ido? ¿cuántas personas pasarán estos días con el dolor, el miedo, la tristeza y la desesperanza fuera de un hospital esperando a unos que están dentro? ¿cuántas familias no podrán contar con algunos miembros que están atendiendo a enfermos en los hospitales? La Navidad nos invita a olvidarnos del egoísmo y a pensar en los demás. Recordemos: «Cuando estuve enfermo, me atendiste», «Cuando estuve hambriento, me diste de comer», etc.
Un breve relato navideño
“La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que describir de su cara es una reverencia llena de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en una cara humana. Y es que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo llevó en su seno, le dará el pecho y su leche se convertirá en sangre divina.
De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: ¡mi pequeño! Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y le atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto.
Porque todas las madres se han visto así alguna vez, colocadas ante ese fragmento rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten exiliadas de esa vida nueva que han hecho con su vida, pero donde habitan pensamientos distintos. Mas ningún niño ha sido arrancado tan cruel y rápidamente de su madre como este niño, pues Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella pueda imaginar.
Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana delante de su hijo. Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y resbaladizos, en los que siente, a la vez, que Cristo, su hijo, suyo, es su pequeño, y es Dios.
Le mira y piensa: ‘Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí. Y ninguna mujer jamás ha tenido así a su Dios para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede coger en brazos y cubrir de besos, un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que sonríe.
Es en uno de esos momentos cuando pintaría yo a María si fuera pintor. Y trataría de plasmar el aire de atrevimiento tierno y tímido con que ella adelanta el dedo para tocar la piel pequeña y suave de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe.
Eso en cuanto a Jesús y la Virgen María. ¿Y José? A José no le pintaría. Plasmaría sólo una sombra, al fondo del establo, y dos ojos brillantes. Porque no sabría qué decir de José y José no sabe qué decir de sí mismo.
Está en adoración y está feliz de adorar y se siente un poco exiliado. Creo que sufre sin confesarlo. Sufre porque ve cuánto se parece a Dios la mujer que ama y hasta qué punto está ya al lado de Dios. Porque Dios explota como una bomba en la intimidad de esa familia. José y María están separados para siempre por este incendio de claridad. Y toda la vida de José, imagino, será aprender a aceptar“.
¿Y quién es el autor de este bellísimo fragmento de la obra conocida como Barioná, el hijo del trueno? Nada más y nada menos que el filósofo ateo, Jean-Paul Sartre, quien durante la ocupación nazi de Francia, fue llevado a un campo de concentración (Stalag 12D, Tréveris). Ahí, unos sacerdotes que también habían sido arrestados le pidieron que escribiera algo para la celebración navideña en 1940. El texto en sí se publicó en 1962, ya que el mismo Sartre se negaba a difundir su primer obra teatral por su conocido anticristianismo y procomunismo. No hay que ser creyentes para entender y comprender que un hecho como la Navidad es único e irrepetible y que garantiza para todos por igual, el nacimiento de la esperanza, la ilusión y la búsqueda de la paz.
¡Muy felices fiestas!