El mundo en el que no estamos

Queridos(as) lectores(as):

Hay algo de lo que he querido escribir para uno de nuestros encuentros desde hace ya bastante tiempo y que una situación personal, muy molesta, me ha inspirado para por fin hacerlo. Una situación, una actitud o un modo de ser en el que cada día nos mostramos aparte del mundo. Como si estuviéramos «desconectados» pero dando a entender que «ahí seguimos». Me atrevería a pensar en una suerte de indiferencia que, entre muchas razones, la encuentro muy cercana a un egoísmo muy radical.

Por poner un breve ejemplo: ¿les ha pasado que quedan de ir a ver a uno o más amigos/familiares a un restaurante o cafetería, y que están sumergidos en sus celulares? En lo personal, puedo decir que es de las cosas que más detesto y que en verdad me fastidian, cosa que no dejo pasar con sencillez y hago notar mi molestia con comentarios del tipo «si quieres dejo que dejes de escribir en tu cel», o cuando siguen sin reaccionar, simplemente me levanto y me voy del lugar. ¿En dónde están cuando fingen estar?

Ese momento en el que no estás

El vitalismo o el «impulso natural a la vida que surge del interior de las personas», es una corriente filosófica de la cual tendríamos que hacer uso para casos como el anterior. Si nos vamos más por el lado psicoanalítico, nos topamos con la pulsión de vida que nos hace, sea como sea, aferrarnos a ella. ¿Pero qué está sucediendo que de la vida nos estamos perdiendo todo, o al menos demasiado, por poner atención a cosas tan diminutas?

Quizá la pregunta correcta en esto es: ¿de qué no se quieren enterar? Cuando las personas que se reúnen tienen estas actitudes de perderse en sus celulares (o móviles), dando a entender una cierta «indiferencia» hacia quienes les rodean, en primer lugar nos lleva a pensar en la falta de prioridades que tienen esas persona. «No creas que no te estoy haciendo caso, tú sigue hablando». ¿Les han llegado a contestar eso? Sí, seguramente sí y estoy seguro que es la peor respuesta que les pueden dar porque incrementa la sensación de que les están dando el avión (en México decimos eso a quien nos ignora y sólo responde por responder).

¿De qué sirve estar por estar sin que haya una intención de estar? Ahora con lo de la pandemia y el encierro que muchos vivimos, leí en redes sociales muchas veces que ya estaban hartos de no poderse ver en persona, de no poder convivir, de poder incluso tocarse. Y claro, todos extrañamos eso. Pero cuando se levantaron las medidas y los encuentros se permitieron, la gente se reunía sin quitarse el celular de las manos.

La inmediatez y la incapacidad de pensar

Hace unos días, pasé por una situación que realmente me molestó. Un querido amigo había olvidado su celular en mi camioneta cuando le di un aventón a un lugar en el que se iba a encontrar con otro amigo. Yo no noté el aparato. Por lo general, los domingos tengo un horario dispuesto que dedico para platicar con mi familia que vive en otros países. Estaba ya preparado para ello cuando de repente veo una serie de mensajes desesperados en Instagram en mi celular. Cabe señalar que a mí no me gusta tener con sonido mi celular, pero estoy al pendiente por una pequeña luz que me avisa siempre cuando llega un mensaje o una llamada. Así que vi la insistencia de la luz y abrí la aplicación. Resulta que el amigo de mi amigo nunca llegó (aparentemente), cosa que le perjudicó porque sí se dio cuenta de que había dejado su celular en mi camioneta, por lo que lo esperaba para poder pedirle que le prestara el suyo para poderse comunicar conmigo.

Este amigo, con quien ya he tenido ocasiones de «regañarlo» por las cosas que no hace por estar embobado con su celular TODO EL DÍA, entró en una crisis brutal. No sabía cómo comunicarse conmigo. Total que terminé «yendo a su rescate». Al contarme la historia de lo sucedido, me dijo que por no tener su celular, no podía pedir un UBER; que en la avenida en la que estaba parado no pasaban taxis y que, para terminar de empeorar su situación, de cualquier modo no tenía dinero en efectivo para pagarlo. 3 cosas:

  1. Si no hay UBER, ¿no hay otra forma? La inmediatez, como ya lo he hablado en encuentros anteriores, nos tiene terriblemente acostumbrados a solucionar las cosas sin hacer mucho esfuerzo, de un modo rápido y sin «problemas».
  2. Si no pasaban taxis en esa avenida, ¿no se puede acercar a otra avenida donde es más que probable que sí tendrá suerte? Una actitud de «espero que pase algo que me ayude sin moverme». Claramente eso no ayuda en nada.
  3. ¿No cargar dinero en efectivo? ¿Qué pasará el día en que la tecnología nos traicione y no nos pueda servir para solucionar nuestros problemas cotidianos? Mi papá me decía siempre que «por lo menos debería tener 200 pesos en la cartera por cualquier emergencia» y también que «la tecnología tiene la gran facultad de hacernos inútiles».

¿En qué mundo estamos? ¿Dónde está la consciencia que es el puente entre aquello que decimos es lo Real y lo nuestro? Este amigo se cerró en su desesperación. De hecho, también me había dicho en su cadena delirante de mensajes que «le pidiera un UBER». La facilidad con la que lo decía evitaba pasar por la reflexión de la complejidad de esa solución. Ahora bien, si no tenía dinero (cosa que le dije), ¿por qué no tomó el taxi y al momento de llegar a mi casa le pedía que lo esperara, me llamara, y le prestara para pagarle? Insisto: la inmediatez lo cerró en su desesperación que le impidió pensar, en darle soluciones a su problema.

Espera… ahorita te atiendo

Después de que tuviera que enfrentarse a mi enojo y fastidio por lo que me hizo al tener que cancelar la única llamada que tengo con mi familia en la semana, sólo recibía de su parte un «ya sé, tienes razón, perdón, perdón». Una vez en casa, me dice que se iba a comunicar con su amigo para saber qué pasó. ¿Y qué sucedió? Se puso a platicar con él por 20 minutos para ponerse al corriente sobre eso, sin importarle que yo estuviera ahí en ese momento con él y seguir platicando de otras cosas. Terminó de hablar, pidió su UBER y se fue. «¿Oye, te paso algo de la gasolina?», «¿Puedes retomar la llamada con tu familia?», etc… No sé, preguntas que uno esperaría por parte de alguien que debería ser empático y agradecido. Pero no, al parecer eso es imposible.

¿Les pareció molesto? ¿Piensan de mí que soy un neuroticazo obsesivo? Sobre esta última pregunta, sí, en buena parte lo soy, pero no debemos confundir la neurosis con el respeto y la educación. Los valores nos forman para justamente evitarnos problemas y no provocarlos o serlo para los demás. Si no existen las prioridades, los valores, la empatía, nos volveremos todos hacia ese mundo digital en el que «no pasa nada» y descuidaremos lo que está pasando fuera, se abrirán los ojos y nos daremos cuenta que hemos perdido todo. Y estoy casi seguro que nos atreveremos a quejarnos por eso. Así de descarados.

¿De qué sirve un aparato que nos conecta con quienes no están cerca y nos aleja de los que están a nuestro alrededor? No nos arrepintamos después y lloremos de maneras inconsolables por no saber valorar, amar y agradecer lo que tenemos y que solemos descuidar por cosas que terminan siendo totalmente ajenas a los momentos especiales e irrepetibles.

Y tú… ¿sufres porque quieres?

«Si amas, sufres. Si no amas, enfermas»

-Sigmund Freud

Queridos(as) lectores(as):

Antes de comenzar este encuentro, me gustaría compartirles una cita del Dr. Arnoldo Kraus, Dolor de uno, dolor de todos:

«Predecir y medir las respuestas provenientes de los sentimientos ‘del alma’ no es materia sencilla. Cuestiones cotidianas ejemplifican la incapacidad para explicar los claroscuros del alma, ¿por qué el enamoramiento?, ¿por qué enloquecerse por la de allá y no por la de acá?, ¿por qué sentirse atraído por la hermana gemela con el pelo rizado en lugar de la del pelo lacio?, ¿por qué es imposible explicar el dolor del abdomen?, ¿por qué el deseo? […] Los lenguajes de la empatía, de la fraternidad, del odio y del dolor son meandros fundamentales del alma, propios de cada individuo, de la arquitectura que se traza y se modifica conforme transcurre la vida».

Perdonen si la cita es un poco larga, pero me parece que abarca muchos puntos importantes que en este encuentro habremos de buscar tratar de la mejor manera posible. El simple hecho de escuchar un «sufres porque quieres», demuestra una falta de sensibilidad, tacto, amor y real preocupación de quien lo expresa. No podemos decir que todos están obligados a tener profundos conocimientos (al menos básicos) de teorías psicoanalíticas o psicológicas, pero lo que es imperdonable es la frialdad y esa apática manera de responder ante alguien que nos comparte su dolor.

Siempre hay una razón (o más)

La frase con la que inicié este encuentro es de Introducción al narcisismo. Quizá es una de las más conocidas de Freud, pero al mismo tiempo de las que menos se consideran. Empecemos por entender que todo dolor tiene una ligazón con el amor. Y viceversa, de ahí que surja la sabiduría popular a decirnos «el amor es triste». Cuando una persona sufre, puede ser por varios motivos, mismos que al nos ser experimentados por nosotros, podríamos llegar al atrevimiento de juzgarlos: es que es una tontería, es que no vale la pena, ¡por favor, ni que fuera la gran cosa!… madura, ¿quieres? Etc.

Hay que considerar que nunca es fácil abrir el corazón para compartir cosas tristes o dolorosas, ya que existen ciertas resistencias de por medio (frustración, miedo, desconfianza, etc). «¿Qué pensará de mí si le digo que estoy triste?», por poner un ejemplo. Cuando la persona logra, tras una conflictiva lucha interna, romper esas resistencias y expresar sus sentimientos, y lo que recibe son regaños, comentarios burlescos, e incluso que hagan menos lo que siente, se va generando una idea silenciosa y profundamente dolorosa: no les importo.

Esa expresión, «sufres porque quieres», la he escuchado mucho en los últimos meses y he visto a quienes la reciben cómo pasan momentos de tremenda angustia, tristeza y depresión. De hecho, recientemente me enteré que a una paciente, una «amiga» suya, que se dice profesional de la salud mental, al comentarle una situación por la que está atravesando, le contestó con eso. ¡Y ya me imagino de qué modo! No piensan, no alcanzan a dimensionar la responsabilidad emocional, mental y hasta física que están generando por parte de a quien se lo dicen con esa apatía tan miserable.

Hacer consciente lo inconsciente

Esta es la tesis principal del psicoanálisis. ¿Pero para qué sirve exactamente? En su libro, Los perversos narcisistas, Jean-Charles Bouchoux nos dice lo siguiente: «Cuanto mayor es el encuentro con nuestro inconsciente, menos utilizamos los mecanismos de defensa y más ganamos libertad. Ya no estamos guiados por fuerzas inconscientes que se nos escapan, sino por motivaciones reales, o que nos lleva hacia la vía de la resiliencia». Si lo traducimos a un lenguaje filosófico, específicamente socrático: conocerse a uno mismo. Por ello es que aceptar nuestra falta es no tener nada que ocultar.

Para poder entender, o al menos dar ciertas explicaciones sobre nuestro dolor o sufrimiento, tendríamos que hacer un sincero análisis de nuestra vida. Poder dar con pistas que nos ayuden a entender por qué hay cosas que nos afectan tanto, que nos perturban, que hacen que algo aparentemente distinto nos perjudique de una forma tan dolorosa. Por eso es necesario que exista una escucha neutra para ello: por una parte, no nos darán por nuestro lado haciéndonos escuchar «lo que queremos», y por la otra, no seremos víctimas de los problemas y dolencias que el otro proyecta, quizá de manera inconsciente, en nosotros.

Nadie sufre porque quiere, es una realidad que tenemos que entender. Tengamos mayor empatía, amor, cariño y ternura ante el otro que se acerca con fe y esperanza a nosotros, buscando encontrar consuelo o palabras que le ayuden a encontrar paz durante la tormentosa tempestad en su vida. Nunca está de más un abrazo, pero siempre una escucha atenta y cariñosa puede salvar vidas.

¿Te gustaría comenzar tu análisis? Te escucho… no estás solo(a)

Mail: psichchp@gmail.com

Cel: 55 27 09 25 45 (México)

Atención en línea.

¿Existe la plenitud?

«El poeta que estuviera satisfecho del mundo en que vive, no sería poeta»

-Giovanni Papini

Queridos(as) lectores(as):

El fin de semana recibí por parte de una querida amiga, una sugerencia como tema para una posible entrada (encuentro) en la página. La adorable Jimena se refería a la plenitud. Palabra curiosa, noción un tanto compleja. ¿Qué es exactamente la plenitud? Hablamos de «estado de plenitud» cuando algo o alguien ha alcanzado su máximo punto de desarrollo o perfección. Pero esto último nos inquieta: ¿perfección? Hablando desde el punto de vista meramente humano, la perfección si bien es algo que se busca (y debe buscarse), nunca queda claro si es realmente posible. Por ello es que comencé este encuentro con la cita de Papini. Hablamos de un anhelo, de un deseo de plenitud, sentir que nada nos falta, que estamos satisfechos. Pero sabemos y entendemos que la satisfacción si bien es posible, no es del duradera. No podemos descuidar que el ser humano se presenta siempre frente a la nada, que es la falta. ¿Qué nos mueve? Quizá podríamos comenzar precisamente con esa fascinante intención de llegar a ser plenos.

Me siento pleno, nada me falta.

Es curiosa esta afirmación que se escucha muy a menudo en la gente entusiasta por la vida. Pero, ¿cómo sabemos exactamente eso de que «nada me falta»? De ser así, ¿ya no habría nada más por lo cual seguir viviendo? Es como si pusiéramos una meta determinada en la vida que fuera motivo suficiente para vivir, pero cuando se llegara a «ver realizada», lo demás perdiera sentido. Cosa que nos hace volver a la búsqueda de sentido por el que todos atravesamos toda la vida. En el momento que afirmamos «sentirnos plenos» estamos apostando por un absoluto dudoso, pero que encuentra la manera de hacernos sentir ciertos sobre ello. Pienso en el éxito, que se empareja naturalmente con el estado de plenitud. El éxito es lo que todos buscamos, ¿pero hasta qué punto?

Ya lo había mencionado con anterioridad: la naturaleza caótica del ser humano no le deja ni dejará tranquilo nunca. Una vez que se ha probado la «dulce miel» del éxito, ¿es que de ahí no puede haber más o, incluso, haber menos? Siempre se presentarán nuevos desafíos que brindan de valor y pasión la existencia de las personas. Recordemos la maravillosa noción de magnanimidad: siempre apostar por ser mejores y hacer mejor las cosas. Es el impulso a salir de ese aparente estado de plenitud. ¡Así es! El estado de plenitud es una pausa que nos lleva a preguntarnos «¿ahora, qué sigue?». Y no, no caigamos en la tentación errónea de decir que se trata de avaricia (pues esta existe cuando el deseo se desenfrenado sin sentido) o lo que en tiempos recientes algunos sujetos políticos tachan como aspiracionismo (como algo, irónicamente, malo o negativo).

Una génesis

Tenemos que tener presente que esta noción de plenitud nos fue heredada por el neoplatonismo y que encontró un fuerte estudio en la Edad Media. Sin embargo, no es exactamente lo que hemos venido hablando hasta el momento. El principio de plenitud parte de la visión del universo como una cadena del ser, donde todo lo posible debe existir. Diódoro de Cronos nos ofrece lo que conocemos como el argumento victorioso, en el que explica que «todo lo posible se realiza y lo que no se realiza no es posible». Aquí, lo posible real está estrechamente identificado con lo potencial. No sólo es, sino será. (Aunque hay un tema aquí que se abre entre la verdad y la coherencia, pero eso no lo veremos por el momento).

Pasando por el lado platónico de esto, existe un cuestionamiento sobre «algo más allá de la plenitud». Debe existir una razón autoexplicativa y suficiente. ¿Qué puede haber en este mundo que realmente nos haga decir que no necesitamos más? El estado de plenitud me hace pensar en justo el momento en el que alcanzamos cierta meta pero se nos permite la ocasión de reflexionar, recordar y aceptar que todavía queda más por hacer. Y esto más es la propia posibilidad. Si bien nos vamos apostando hacia el seguir adelante, en ningún momento se plantea la destrucción de lo logrado, sino más bien se abraza la adaptación de ello a lo que puede seguir siendo «algo más».

Un sentido diferente

En la tradición judeo-cristiana, esta reflexión sobre la plenitud evidentemente encuentra un sentido, quizá un significado, que trasciende a hacia una realidad metafísica. Cuando los creyentes dicen que «el estado de plenitud real es aquel que se tiene cuando se ha cumplido en esta tierra y ahora toca estar frente a frente al Creador», se resignifica lo que se ha estado entendiendo con lo propuesto anteriormente. De hecho, podemos encontrar en esto lo que el platonismo sugería al decir «hay algo más allá de la plenitud». ¿Será acaso que la plenitud no es otra cosa que una pantalla para cubrir algo? Si aceptáramos esto, ¿qué estaríamos cubriendo? No, no hay que irse por las ramas, como decimos en México, no se trata de no querer ver nada más, a suerte de negación. Muy por el contrario, y quiero insistir en este punto: ante la posibilidad que se busca, el estado de plenitud es el momento en el que se alcanza UNA parte precisa, donde hayamos un descanso que nos invita a la contemplación, la profunda reflexión sobre nuestras vidas y nos indica que todavía hay que seguir adelante. Entonces, la plenitud podríamos presentarla como ocasión de encuentro en el que somos atravesados por la nada.

El teólogo Hans Urs von Balthasar, de hecho, concibe al ser como «plenitud atravesada por la nada». Vamos por partes. Hemos mencionado brevemente aquello de la potencialidad, pero también hemos hablado sobre la adaptación. Tendríamos que partir de una actualidad donde no hay carencia de nada, surgiendo de la misma, por lo que no sería de sorprender que la nada fuera parte de ella. Aquí hay que detenernos para pensar la nada fuera de un sentido negativo, sino que nos permitiera aceptarla a modo de una «profundidad», y que a su vez es algo positiva. Al apreciar de este modo a la nada, somos testigos del surgimiento de la singularidad. «El hombre resuena ante la inmensidad de la nada», decía un poema que al momento no logro recordar.

La plenitud de buscar lo pleno

Sin lugar a dudas, este tema nos invita a una reflexión mayor. No es ni será fácil abarcar tanto en un encuentro, pero hay que recordar, mis queridos(as) lectores(as) que es así como se inician los diálogos: aportando todos lo suyo en búsqueda de la Verdad. Por eso es que hasta el momento sitúo la plenitud en un campo de amplio beneficio existencial, una apuesta por el «lo he logrado, mas no he acabado». Y cada uno tendrá seguramente algo que decir sobre todo esto.

Por ahora me siento pleno, porque he podido reflexionar un poco sobre esto, pero claramente no me siento satisfecho, pues no se ha dicho todo. Y aquí lo interesante: a pesar de algo así, uno puede decir «con esto me basta», mas no necesariamente un «ya basta, no hay más». Podremos seguir hablando del tema, o tal vez no, pero no significa que no haya nada más para seguir hablando. La plenitud, entonces, es acto y potencia.

¿Qué opinan?

Breve nota sobre la comunidad

Cor unum et anima una

Queridos(as) lectores(as):

La frase latina con la que empecé significa «un corazón y un alma», que tiene en sí un origen profundamente cristiano. Podemos encontrar la referencia en Hechos de los Apóstoles 4:32, donde leemos: «La multitud de los creyentes no tenía sino un sólo corazón y una sola alma». Yéndonos varios años antes de la fundación del cristianismo, nos encontramos con la palabra griega ékklesía (ἐκκλησία), que podemos traducir como lugar de reunión o asamblea del pueblo. ¿Y para qué se reunían? Para ejercer la democracia, que en su génesis nos orienta hacia «donde se escucha la voz de todos». De ahí que el cristianismo tomara esta palabra para convertirla en Iglesia, pero que no hace referencia a los templos o edificios religiosos, sino a la comunidad de creyentes.

¿Por qué hablo sobre este tema? Porque parece que como sociedad hemos hecho oídos sordos a la responsabilidad que conlleva lo mismo. Hijos de un individualismo salvaje y depredador, nos hemos alejado paulatinamente del sentido de unión, de pertenencia y quizá hasta identitario de lo que ser comunidad significa. Por eso es que aplaudo a quienes sostienen que el capitalismo no es el problema, sino lo capitalistas. La sociedad, por tanto, no es el problema, sino los individuos que se desentienden del compromiso.

Hacia la unidad

Los griegos, de hecho, apostaban siempre hacia la unidad. Entendían y comprendían que aquel dicho popular de «la unión hace la fuerza» es cierto. Recordemos cómo cuando las Ciudades-Estado griegas estaban divididas, los persas (o iraníes) hicieron lo que quisieron con ellos. Pero cuando Leónidas, Temístocles y otros grandes héroes unieron a lis griegos, la realidad cambió, dando paso a la unificación macedonia por parte de Filipo y luego al gran imperio de Alejandro Magno. No es de sorprender que el pensamiento aristotélico tuviera algo que ver al denunciar que a diferencia de los griegos, los denominados bárbaros o no-griegos eran sujetos esclavizados a sus pasiones. Podríamos decir que fue uno de los pilares originales de las corrientes nacionalistas. Sin embargo, el propio Alejandro Magno, alumno directo del estagirita, se dice que en una ocasión tras celebrarse su boda con una bárbara, comentó: «Aristóteles se equivocó, no es que sean esclavos de sus pasiones, es que no las niegan».

En la actualidad, la gran apuesta es por la diferencia, por lo distinto. Y mientras más nos vamos diferenciando, más nos vamos alejando del sentido de la comunidad. Esto sucede porque lejos de decir «personas», hablamos con etiquetas. Es muy peligroso, incluso a niveles políticos, acceder a discursos populistas (que se entienden como convenencieros), que agitan las pasiones, el resentimiento, el miedo y el odio, a puntos donde la unidad sea impensable. ¿Por qué compramos discursos que nos obligan a señalar al otro? Por eso es que he insistido que debemos tener el tema de la alteridad desde la bondad y no desde el ser. A seguir trabajando con la propuesta de Emmanuel Levinas.

Tomemos un rico café

El día de ayer por la tarde/noche, tuve la oportunidad de ver a un muy querido amigo. Mismo que ha escuchado su llamado vocacional y que pronto abrazará la vida sacerdotal. A pesar de que quizá tengamos ideas un tanto distintas, siempre ha existido la cordialidad y el respeto entre los dos. Quizá también exagero yo un poco con aquello de «distintas». No pude evitar ver cómo varios comensales nos veían con cierta incredulidad, sobre todo a mi amigo. Me parece cómico cómo es que la gente se hace ideas como de que religiosos (de cualquier credo) no pueden entrar a lugares «no religiosos» como una cafetería cualquiera.

Charlamos brevemente, pero el momento fue maravilloso. Sobre todo porque nos identificamos, no como amigos, sino como partes de lo mismo: de una comunidad y que de la cual queremos siempre promover lo mejor para todos. La gente veían a un «sacerdote» con un sujeto vestido de negro. Sólo había dos amigos, compartiendo un sólo corazón y una sola alma. Había esperanza, la vida seguía esperando.

La puerta de la felicidad

«¡Ay! La puerta de la dicha no se abre hacia dentro, de tal manera que uno pudiera abrirla de un empujón lanzándose sobre ella, sino hacia fuera; por eso no hay nada que hacer».

-Søren Kierkegaard

Queridos(as) lectores(as):

Ya van varios encuentros en los que comento un poco respecto a la felicidad. Sin embargo, como uno de los grandes temas de la humanidad, nunca será suficiente lo que digamos, pero todo puede ir sumando. Por lo que en esta ocasión he querido tomar prestada la palabra «puerta» de la frase que les he compartido de Kierkegaard para dar otra aproximación. Sin lugar a dudas, esta palabra nos hará reflexionar mucho. Por cierto, antes de continuar, desde hace tiempo que he querido recomendarles a los amantes de los símbolos y de la simbología, un libro que sin lugar a dudas encontrarán fascinante y en el cual, en este encuentro, nos podremos apoyar. El libro en cuestión se llama Diccionario de los símbolos (1969), de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant.

Una puerta hacia dos direcciones

Veamos qué nos dicen los autores respecto a la palabra «puerta»:

«La puerta simboliza el lugar de paso entre dos estados, entre dos mundos, entre lo conocido y lo desconocido, la luz y las tinieblas, el tesoro y la necesidad. La puerta se abre hacia un misterio. Pero tiene un valor dinámico, psicológico; pues no solamente indica un pasaje, sino que invita a atravesarlo. Es la invitación al viaje hacia un más allá… La puerta es la abertura que permite entrar y salir, y por tanto el pasaje posible -aunque único- de un dominio a otro: por lo general, en la acepción simbólica, del dominio profano al domino sagrado. Así, el pórtico de las catedrales, los torana hindúes, las puertas de los templos o de las ciudades kmers, los torii japoneses, etc».

Hace algunos años, a mis alumnos de preparatoria, cuando tocaba el turno de hablar sobre Kierkegaard, les comentaba a modo de ejemplo que el sujeto yace siempre frente a incontables puertas, éstas representan de un modo la angustia y atrás de cada una se encuentra la posibilidad misma de la existencia: lo que es aunque nosotros estemos pensando en otra cosa. Tal como señalan los autores, es un paso entre dos mundos, entre lo que es y entre lo que nos espera. De ahí que es interesante lo que plantea nuestro autor danés al decir que la puerta de la felicidad es algo que se abre hacia fuera, nunca hacia dentro. ¿Y eso pone en riesgo el pensar que la felicidad de cada uno de nosotros no depende de nosotros sino del mundo externo? Me atrevo a decir que no, al menos habría que aclarar que justo no se abre hacia dentro «porque ahí ya estamos», se «abre hacia fuera» porque hay que salir de nosotros a vivir con pasión la existencia.

Pero sigue sin ser muy convincente. En la explicación del símbolo de la puerta, hay una parte muy llamativa: «La puerta es la abertura que permite entrar y salir, y por tanto el pasaje posible -aunque único- de un dominio a otro». ¡Ahí está la clave! ¡Dominio! Por su propia definición, dominio «es aquel lugar que es propio o pertenece a algo o a alguien». ¿Qué acaso no nos pertenecemos a nosotros mismos? ¿No somos nuestro propio dominio? Quisiéramos pensar que sí, pero hay que tener presente que no se trata más que una ilusión de poder que llegamos a tener engañándonos a nosotros mismos. Recordemos: la motivación humana, así como el deseo, es algo que solemos decir que sí nos conocemos, pero realmente no es tan sencillo.

Conócete a ti mismo… ¿otra vez?

Así es, me temo que no «queda de otra». La invitación socrática es algo que NUNCA veremos realizada en totalidad. El día que una persona se conozca realmente a sí misma, se muere. No habría nada más que hacer, pero descuiden, eso no pasará. Sin embargo, el conocerse a uno mismo es acto y potencia al mismo tiempo, algo que por su propia naturaleza caótica (en tanto a que no es un ejercicio nada sencillo) se vuelve una invitación permanente. Quienes dicen «es que yo sé lo que soy y lo que quiero», ¡caray!, en verdad que no saben lo que dicen. En otras palabras, lo que expresan, es una suerte de conformismo que se sitúa en la mediocridad de no ser lo que se está llamado a ser y sólo quedarse con lo que les han dicho que está bien, que no se necesita nada más.

Antes de tan siquiera pensar en la felicidad, tendríamos que ser conocedores de la puerta de cada uno de nosotros. Ese momento en el que damos el paso hacia la Verdad, hacia lo que nos llama, hacia aquello que aunque estemos inseguros, nos invita a descubrirle. Pero cuidado, no confundamos la sana curiosidad y pasión por la existencia, con las tentaciones mundanas propias del rebaño. Es decir, no es lo mismo querer saber sobre nuestros sentimientos que querer «buscarlos» con drogas, por ejemplo. Recordemos a autores como Schopenhauer, Nietzsche o Freud que nos hablan de lo que oculta la vida, lo que nos distrae de ella, etc. En este caso, la droga no nos hace ver las cosas, nos hace «escapar» de ellas. Ahora bien, uno en efecto tiene que entrar a sus propios dominios para conocerlos, para ver qué hace falta, para ver qué sí y qué no tienen lugar ahí, qué cosas hay que sacar o conservar, y después de ello, ahora sí, se abre la puerta hacia afuera y dar más espacio, entre lo que hay y lo que podrá haber.

La felicidad es aquello que debemos experimentar

Como todo en la vida, no podemos quedarnos sólo con la teoría, debemos dar paso a la práctica. Si bien podemos tener al alcance varias definiciones sobre las cosas, mismas que nos harían apuntalar hacia un valor objetivo, universal y general, podríamos encontrar más frustración que paz. Pero, ¿entonces la felicidad es lo que cada uno entienda a su modo? Podría ser fantástico pensarlo así, pero como ya he mencionado, hay que tener cuidado de no dejarse llevar por las pasiones que nos «aseguran» la satisfacción y que nos «alejan» del displacer. Muchas veces, como seres humanos, cometemos el error de reducir las experiencias y verlas como un todo. ¿Pero por qué pasa eso? Me parece que hay un factor de miedo a no volver a experimentar algo tan agradable y placentero. Y en buena medida hay razón para ello. Sin embargo, hablar de una experiencia o situación determinada como en verdad lo único e irrepetible, es negarse a seguir abriendo puertas de la posibilidad.

Pero tampoco cometamos el error de suponer que entonces de ninguna manera podremos ser felices o estar al menos conformes con lo que, en apariencia, nos está brindando auténtica felicidad. Sólo es no aferrarse a que x es lo único y que de ahí no habrá más. Por eso es que los procesos de duelo son muy complicados. Aferrarse a algo es negarse a aceptar la finitud de todo, incluyéndonos. De este modo, podemos considerar que la adaptación es lo que permite a ser humano hacer con lo que tiene, sin limitarse por lo que no tiene. Así, la felicidad es un ejercicio de la virtud constante que nos recuerda que hay que vivir, hay que experimentar… hay que existir.

Camino a la eternidad (Día de Muertos)

«Amar a alguien es decirle ‘tú no morirás'»

-Gabriel Marcel

Queridos(as) lectores(as):

Octubre y noviembre, en Occidente, representan dos meses en los que la muerte está presente. Por un lado tenemos la festividad pagana (por los rituales celtas) de Halloween que en el mundo anglosajón viene a significar, como contracción, All Hallows ‘evening (noche previa o víspera de todos los santos) y en el mundo hispano las festividades religiosas del Día de Todos los Santos (primero de noviembre) y, especialmente en México y en otros países de Centro América, Día de Muertos (dos de noviembre).

¿Pero por qué es que la muerte está tan presente en estas culturas? Heidegger decía que la existencia del ser humano es una constante huída de la muerte, entendiendo esta última noción como una posibilidad muy variada desde la interpretación. Pero, para poder hablar de la muerte, hay que hablar de la vida y viceversa. Tomemos en cuenta y resaltemos el profundo significado religioso (cristiano): hay vida después de la muerte. No podemos, ni debemos, descuidar que el ser humano se rige por un sistema de creencias muy particular y éste es algo vital para «sostenerle» en los brazos de la vida.

Un adiós temporal

La creencia cristiana de la vida después de la muerte es en sí una esperanza de los creyentes de, no sólo vivir frente a Dios, sino de volverse a encontrar con aquellos seres amados que en algún momento se les tuvo que decir un «último adiós». Esa esperanza es la que se vuelve un herramienta, muy poderosa, en el duelo. ¿Qué es el duelo? En Duelo y melancolía, Sigmund Freud nos explica lo siguiente: «El duelo es, por regla general, la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc.». Esta reacción de la que habla el padre del psicoanálisis es justo ante algo o alguien amado, es decir, de aquello en lo que hemos depositado una gran carga afectiva. No se trata de cualquier cosa. Y de la mano con este duelo, es perfectamente entendible que vivamos una profunda tristeza, pasando a una especie de indiferencia por el mundo, etc. Hay dolor, mucho… pero no significa el fin.

Cuando perdemos a un ser querido, no sólo tenemos que lidiar con su ausencia en nuestra vida, sino precisamente nuestra propia ausencia en cosas que no podrán volver a vivirse pues ya no está con quien las vivíamos. Es decir, cuando el ser amado muere, una parte de nosotros se muere con él. ¿Han escuchado «no te mueras con tus muertos»? Hace tiempo que muchas corrientes psicológicas han venido planteando esta fórmula en apariencia simple pero profundamente importante. Es entendible que la muerte del ser amado nos ocasione un cierto «negro deseo» de morirnos también. ¿Qué caso tiene vivir si ya no está esa persona con nosotros? ¿Cómo podríamos hacerlo? ¿Qué hacemos ahora? Y muchas preguntas se tornan contra nosotros. Pero hay que tener presente, si seguimos la creencia religiosa, que ese triste adiós no es más que un poderoso anhelo de volvernos a encontrar. ¿Creemos o no creemos? Eso depende de cada uno…

Día de Muertos

¿Qué puedo decir? Sin lugar a dudas es una festividad que se ha vuelto con los años cada vez más importante para mí. En lo personal, he pasado por muchos fallecimientos de gente muy querida, de seres amadísimos y que sin duda extrañaré hasta mis últimos momentos consciente. Día de Muertos es quizá una de las tradiciones mexicanas que más le cuesta entender a los extranjeros, sobre todo a quienes no comparten el mismo sistema de creencias de la cultura latinoamericana. Fue gracias a la película de Disney, Coco (2017) que el mundo pudo darse una brevísima idea del tremendo significado de esta celebración mexicana. Un día en el que los muertos «cruzan» el umbral que hay entre la vida y la muerte y que visitan de manera espiritual a sus seres queridos que siguen vivos. La oportunidad de recordar con amor, ternura y cariño, donde hermosas lágrimas van acompañadas de sonrisas y profundos suspiros.

¿Es que acaso tener una tradición así nos hace negar la vida? Me atrevo a decir que no, al contrario, es parte del hermoso testimonio de nuestra humanidad y de cómo hay sentimientos que nos unen a todos. Hay ausencias que se tornan en presencias y en nuevas compañías, en momentos llenos de homenajes inagotables y en las que presentamos a quienes ya no pueden hacerlo con las nuevas generaciones que hubiera sido hermoso que les hubieran conocido. «Papá, háblame del abuelo», «Mamá, ¿cómo era mi tía X?», «Ay, compadrito, ¡cuánto se le extraña!».

Por eso es que «no hay que morirse con nuestros muertos», porque si lo hacemos, ¿cómo haremos que los demás se acuerden de ellos? Es un acto de amor, de profundo anhelo el hacer presente atravesando mares de tiempo para ello. Y sí, al final, justo es el amor el que no deja que el olvido triunfe. Sin embargo, mientras que la muerte nos separa, aprovechemos y disfrutemos lindos momentos con nuestros seres queridos, así cuando tengamos que despedirnos, el dolor se torne en ternura y el corazón encuentre la forma más sencilla para seguir latiendo.

Hoy, queridos(as) amigos(as), brindemos, por sus muertos y por los míos.