El fracaso del triunfo

Queridos(as) lectores(as):

Esta semana me tengo que poner al corriente en las publicaciones atrasadas. Por tal motivo es que dejo este segundo encuentro. En 1916, Sigmund Freud publicó un breve texto llamado Los que fracasan cuando triunfan, en el que describe un tipo de carácter muy curioso de ciertas personas «excepcionales».

¿Les ha pasado que han soñado o deseado algo con mucha pasión y que, cuando se les cumple, lejos de disfrutarlo se sienten mal? ¿O quizá que cuando han querido algo por mucho tiempo, llega el día que lo obtienen y ya no significa lo mismo? Justo de esto hablaremos en este encuentro.

Enfermedad y éxito

No es para nada nuevo el famoso «miedo al fracaso». Es algo que se escucha día tras días, no sólo en la clínica, sino en todas partes. Estamos en una sociedad que apuntala tanto hacia el éxito que compromete de incontables maneras a los sujetos a ello, exponiéndolos a un miedo exagerado al fracaso. ¿Qué dirán de mí? ¿Cómo me verán después? ¿Y si no cumplo las expectativas? Haciendo que lo que podrían ser preguntas «típicas» que nos hacemos constantemente a lo largo del día, se vuelva una obsesión que nos consume y nos aparta de lo deseado.

Tenemos que tener en cuenta esto: no estamos hablando en ningún momento de aquel deseo que yace en la fantasía, sino que estamos tratando con la satisfacción del deseo por el mismo acto. Lo que sigue de esto es algo que podemos denominar «meterse el pie a uno mismo». Es decir, pareciera que estos sujetos «no son capaces de merecer» lo que han buscado y encuentran la forma de autosabotearse. Al hablar del merecer, nos vamos acercando a una estructura fundante de la sociedad: la culpa.

Pero, ¿qué pasa si…?

Como bien sabemos, el hecho de sentir culpa (en alemán encontramos la palabra schuldig, que podemos traducir de dos maneras: culpa o deuda) hace que la persona se paralice, caiga en un profundo malestar y lo lleve a cometer muchas cosas con tal de dejar de sentirla. Todos hemos pasado por eso. Sin embargo, ¿qué tiene que ver la culpa con el triunfo o el éxito? Nos sitúa en una posición frente al otro, misma que nos inventamos mentalmente y que nos hace ver lo que el otro ha pasado y que no ha logrado lo que nosotros. O al revés, ver en el triunfo del otro el fracaso nuestro y de ahí las terribles comparaciones.

Además de la culpa existen otros factores que pueden ser diversos en cada caso. Pensemos por un momento en la angustia que nos puede generar el lograr el objetivo en tanto que no tenemos previsto qué haremos luego con ello. Claro, todo nuestro ser se empeña en alcanzar una meta, pero no se ve más allá de ella. Llegando a ese punto surge entonces el «¿y ahora qué?». Por eso es que hablamos de angustia, pues nos situamos ante lo desconocido, no sabemos qué pasará. Y de ahí pasamos al miedo a «no ser aptos», «a no estar en el momento adecuado», «el no estar listos», etc. De angustia se pasa al miedo y del miedo hacia una profunda y cruel autodesacreditación, es decir, nos vamos haciendo menos a nosotros mismos.

Culpa y responsabilidad

El propio Freud nos habla en Tótem y tabú (1913) sobre la culpa estructural que se presenta en cada hijo que está conectada con el hilo genético y familiar. Hay algo que nos hace estar en deuda, algo que nos hace sentir culpables y que se tiene que pagar de alguna manera. De este modo, parece ser que el fracaso de los que triunfan se expone como un sacrificio de lo logrado a favor de la culpa transmitida tras el crimen del parricidio. Vamos a explicarlo de otra manera más sencilla: el sujeto se considera a sí mismo no capaz de recibir lo que es del padre, lo ve como algo que no le corresponde, que no lo merece, que no podrá con la responsabilidad que conlleva. Por eso es que llamo a esto «una puerta de escape» de la posibilidad misma del seguir siendo (más).

¿Pero qué pasa cuando el sujeto no quiere hacerse responsable de su éxito y lo que conlleva? Se vuelve un fracaso que apunta al destino como el culpable del mismo. Una posición superyoica que se vuelve una sentencia de «no poder ir más allá del padre». Freud en algún momento incluso aporta más claridad a esto último: el sujeto no se permite disfrutar de su triunfo porque no puede esperar del destino (de la vida) algo así de bueno para sí mismo. Al depositar la responsabilidad del triunfo en el destino, el sujeto se siente culpable de gozar aquello que, a su modo de verlo, no lo merece porque no estuvo en sus manos el lograrlo. Podríamos decir de una manera burda que no se cree la buena suerte que ha tenido. Y confunde esfuerzo propio con suerte.

No más allá del padre

Todo esto que sufren estos sujetos excepcionales, yace en una instancia inconsciente que se vuelve un auténtico martirio. Incluso hay quienes han aportado a esta teoría una suerte de «goce» en esa posición de no poder ir más allá del padre. Como si los frutos del trabajo se intercambiaran con una culpa gozosa. Pero eso es otro tema que no abordaré por ahora.

Si nos volcamos sobre algunas sentencias populares tales como «miedo al éxito», podemos entender que es justamente la otra cara de la moneda del «miedo al fracaso». La crítica que existe en el neurótico se vuelve incluso algo paranoide, por tanto, un desgaste constante. Por eso es que en la clínica tenemos que trabajar con ese tema de superación del padre y entender la génesis de la culpa por ello.

Empezar de nuevo

«La verdadera filosofía consiste en aprender de nuevo a ver el mundo».

Maurice Merleau-Ponty

Queridos(as) lectores(as):

Sé que he estado «desaparecido» por unas semanas, pero el tener que cuidar a mi papá de 80 años ha sido un poco pesado, sin embargo, acá estoy de nuevo para compartir con ustedes en este breve encuentro semanal.

Hace unos días, me hice con una copia del libro La fragilidad del mundo, de mi querido amigo Joan-Carles Mèlich. Un ensayo en verdad fascinante sobre el tiempo precario. Justo al empezar, el autor comparte la cita de Merleau-Ponty que debe resultarnos importante para una reflexión oportuna de lo que estamos viviendo. Por supuesto que les recomiendo ampliamente el libro. Pero como decimos acá en México, quisiera «poner de mi cosecha» en esta ocasión.

Esto que ves, es lo que es

Muchos autores se han ocupado del tema de la percepción a lo largo de la Historia de la Filosofía y de demás ramas del saber. Cada uno ha aportado cosas maravillosas para seguir ampliando el espectro que tenemos sobre ello. Sin embargo, en los últimos años, pareciera que la percepción ha entrado en una clase de debate que profundiza en la subjetividad descuidando la objetividad. Ciertamente un fenómeno propio de nuestro tiempo «incómodo». En encuentros anteriores, hemos tratado brevemente el tema de la Verdad (así, con mayúscula) y cómo es que la sociedad parece que se aleja de ella por, precisamente, resultar incómoda e, incluso, hasta ofensiva para algunos. ¿Pero por qué?

Estamos atravesando un momento en el que la doxa (opinión) busca imponerse en los discursos que tienen que ver con la Verdad. He escuchado y leído incontables veces aquello de que «cada uno tiene su propia verdad», y sí, es cierto, porque es la verdad con minúsculas, misma que podríamos interpretar como «lo que somos capaces de aguantar que forma parte de un todo». Y si seguimos revolucionando las nociones, en una suerte de deconstrucción muy personal, esas verdades son opiniones disfrazadas por la suavidad y su levedad. Sin embargo, por mucho que busquemos pintar la realidad de los colores que queramos, seguirá siendo la misma, así que tarde o temprano veremos cómo esos colores terminan por diluirse.

¿Y ahora qué?

Parece que en el desesperado intento de hacer la vida «más llevadera», nos olvidamos de aquello que la Filosofía nos ofrece: la contemplación. ¿Qué es eso? La contemplación no es otra cosa que la habilidad o capacidad de poder poner atención de manera detenida, profunda y serena sobre algo. Por poner un ejemplo: cada vez que salgo a caminar (con las medidas preventivas adecuadas), disfruto mucho de poder contemplar los árboles de jacaranda. Me encanta el color, la tranquilidad que me brinda el no distraerme con lo demás. Percibo al árbol dentro de sus límites que se vuelven los míos. No tengo que quitar o agregar absolutamente nada. ¿Qué razón tendría para ello?

No se trata sólo de ver el mundo, sino de contemplarlo. Y para ello necesitamos precisamente calma y serenidad, mismas que hemos despreciado por darle rienda suelta a la inmediatez. Sucede que vamos muy deprisa, con carrera, no sabemos exactamente hacia dónde, pero vamos cada vez más rápido y sin poder detenernos. La sociedad es tan exigente que pareciera que tenemos que competirle para ser más exigentes con nosotros mismos.

En este tiempo tan difícil y complicado, tenemos que justo empezar de nuevo todo. Es una oportunidad que estamos teniendo dentro de la adversidad. Pero empezar de nuevo, ahora, nos permite tener la experiencia previa que hemos generado en nuestros años de vida. Podríamos decir que no estamos empezando desde cero sin más. Recuerdo con mucho cariño las palabras de un querido maestro, el Dr. Jorge Morán (q.e.p.d.), quien decía: «Quiero tomarme un café y que me sepa a café». Lo que quería decir con ello es que pudiéramos experimentar el asombro en todo momento, «redescubrir» las cosas y disfrutarlas.

Antes de despedirme por hoy, quisiera compartirles un fragmento del poema Alastor (o sobre el espíritu de la soledad) de Percy Bysshe Shelly (1816):

¡Tierra, Océano, Aire, amada hermandad!
Si nuestra gran Madre ha impregnado mi voluntad
con algo de piedad para sentir su amor,
y recompensa con el mío su favor,
si la mañana rociada, y el mediodía fragante, y más aún,
el crepúsculo y sus magníficos ministros,
y el cosquilleo de la medianoche solemne y silenciosa;
si el aullido del Otoño que suspira en la madera,
y el traje del invierno se corona con la pureza
del hielo estrellado sobre la hierba cana y las ramas desnudas;
si el jadeo voluptuoso de la Primavera cuando respira
sus primeros besos dulces, -tan caros para mí-;
si ningún pájaro brillante, insecto, o bestia apacible
deliberadamente he perjudicado y, en cambio, he visto
en ellos a mi propia raza; entonces, perdonad
esta jactancia, queridos hermanos,
y conservad para mí una porción de vuestros favores.

Hasta pronto…

En el camino de la desesperación

Queridos(as) lectores(as):

Una disculpa, antes que nada, pues tuve que detener el ritmo de publicación semanal debido a que, para serles sincero, no tenía sobre qué escribir. Y siendo todavía más sincero, no es que me faltaran temas, me faltaban «ganas», «motivación» y «poder soltarme escribiendo». Tal como me ha pasado, esto está siendo muy recurrente en muchas personas; existe una cierta frustración, un deje de inquietud negativa y, por supuesto, desesperación. Vamos a quedarnos con ésto último. La desesperación está haciendo mucho ruido en las personas, ya que el COVID-19 es una pandemia que no sólo nos paraliza en cuestión de salud, sino en el tema laboral y, por ende, en el económico.

¿Qué hago?

Tristemente, muchas personas han perdido sus trabajos y con ello el ingreso necesario para poder vivir aunque sea sin presiones. He leído en varios espacios que el COVID-19 dio una estocada al capitalismo, y aunque en muchos de esos artículos hay una pretensión en demasía exagerada, no podemos negar que en buena parte es cierto: esto no acabará al capitalismo, pero sí lo está modificando. Los trabajos de antes están evolucionando, y es algo bueno, aunque el proceso es lo que está desquiciando a las personas. Claro, no estábamos listos para este evento a nivel mundial, pero hay que reconocer que las raíces de nuestra desesperación no se debieron a esto. ¿Qué llevamos arrastrando?

Si tomamos la definición del filósofo danés, Sören A. Kierkegaard respecto a la desesperación, podemos decir que se trata del «morir sin morir». Definitivamente es una experiencia terrible, una incertidumbre que nos desgarra. ¿Qué hacer? ¿Cómo? ¿Dónde? Tantas preguntas que parece que terminan con otra: ¿y ahora qué? El escenario es nada alentador. Si accedemos a las noticias, pareciera que estamos estancados en un punto en el que sólo hay noticias malas después de otras. Hace unos días un amigo me decía alarmado: «Héctor, no inventes, el coronavirus es algo horrible, y ahora ya hay cepas del mismo, que son más infecciosas. ¡Y ahora resulta que las vacunas no pueden con ellas!». La desesperación es más que evidente.

El tema aquí es que hay un desgarre de nuestra concepción espacio-temporal mientras estamos desesperados. Es decir, usando una jerga moderna psiquiátrica, se genera una ansiedad que nos hace desesperar por algo que todavía no ha pasado y que, en muchas ocasiones, no tiene por qué suceder. Muchos dirán ante eso «qué exagerados», pero es una realidad insoportable que miles de millones de personas están enfrentando a diario.

Afrontar y aceptar

Quisiera compartir algo personal con ustedes. Mi papá tiene 80 años, ya es una persona «entrada en años», que desgraciadamente tiene problemas de salud, tales como la hipertensión y la deficiencia renal. Si bien está controlado y dentro de lo que cabe «está bien», es muy difícil lidiar con algunos eventos que suelen pasar de un día a otro: fatiga, cansancio emocional, el famoso «no tengo nada» cuando parece que tiene de todo, y también la depresión natural que lleva cargando desde hace 5 años que falleció mi mamá. Soy hijo único y me tocó lidiar con esto. Es difícil, más cuando te encuentras en una posición en la que «estás solo» ante una emergencia. Claro que están mis amigos y algunos familiares, pero no están las 24 horas con nosotros, cosa que es perfectamente entendible.

Les comparto esto porque me parece importante que reconozcamos lo que «nos ha tocado vivir», y más en este tiempo de pandemia. Las cosas no son para nada fáciles. Muchos estamos pasando por momentos muy complicados y es perfectamente entendible que nos quedemos atrapados en episodios de desesperación. Pero hay algo que estamos pasando de lado, y es que mientras estamos así, caemos en el auto reproche y en el hacernos menos a nosotros mismos. Eso pasa cuando nos olvidamos que no estamos solos aquí, que las cosas que pasan no dependen al 100% de nosotros. Olvidamos el mundo exterior, las causas y los efectos de las que somos parte de un modo u otro. Nos olvidamos de la vida.

Platicando con mi papá ayer, le decía: «Sí, entiendo que estés desesperado y que te sientas mal por lo que estamos pasando, pero es justo lo que estamos pasando, ¿qué podemos hacer al respecto? ¿Se puede hacer algo?». La idea de hacerle ver eso es justamente para regresarlo a lo que llaman «el aquí y el ahora». ¿Qué está en nuestras manos en este momento? La desesperación, una vez más, nos plantea posibilidades por lo general negativas y que sólo nos hunden más y más en la depresión. Abrazar la vida es aferrarse al momento y poder observar lo que existe en ello.

Si puedes, ve a terapia

Cuando pasé por un momento muy complicado hace unos años, una amiga muy querida me dijo una cosa que puede no ser «la gran cosa», pero que realmente lo es: «No tienes que poder con todo, ni ahora ni siempre». Hay que recordar que vivimos en una cultura que nos exige demasiado de nosotros mismos, cosa que desgasta y termina por acrecentar los problemas que ya de por sí teníamos. En encuentros anteriores, he dicho una y otra vez que este mundo necesita empatía, amor y ternura. Y es curioso, porque muchas veces buscamos todo eso y no lo encontramos. Nos da miedo incluso expresar esa necesidad, mejor dicho, eso que queremos.

En 2020, la demanda terapéutica creció considerablemente. Y era de esperarse, la desesperación por todo lo que hemos estado viviendo desde entonces tiene que encontrar un modo de expresarse para alivianarnos, para poder tener un poco de calma. Hay que entender que para muchos el ir a terapia es un lujo, pues implica un gasto adicional. Del mismo modo, existen grupos o propuestas que ofrecen atención en salud mental de modo gratuito. Hay opciones. ¿Qué los detiene? Tenemos una ventaja que la pandemia nos ha dado, la posibilidad de tener sesiones en línea, mismas que no le gustan a muchos, pero que hay que ver desde la perspectiva de «es lo que hay», así que habría que aprovecharlo.

En el camino de la desesperación, nunca se está solo, siempre hay quien nos acompañe.

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