Caminatas y nubes

«El arte nace de la observación y la investigación de la naturaleza»

-Cicerón

Queridos(as) lectores(as):

En los últimos meses he tenido la oportunidad de dar unos cursos relacionados con el arte, la emociones y el inconsciente en mi alma mater, la Universidad Panamericana. Además de tratarse de temas que me apasionan y que son parte de mis trabajos de investigación, me resulta maravilloso y muy enriquecedor la experiencia misma de compartir justo lo que esos temas despiertan en los participantes. No hay nada más bello que ver cómo alguien se conmueve ante una obra de arte. Un misterio fantástico y muy subjetivo.

En este encuentro, me gustaría compartir con ustedes algo que justo me ha pasado hace unos días durante una de mis largas caminatas. ¿Caminatas? Sí, cosa que siempre recomiendo hacer por lo menos unos minutos al día y de preferencia en solitario. No sólo por sus beneficios en la salud, sino por lo que se genera a nivel anímico. Las posibilidades son tantas y a la vez tan únicas que bien vale la pena desprenderse un poco del tedio de las labores y los estudios.

Caminos y encuentros

El antropólogo, David Le Breton, en su libro Elogio del caminar, nos dice lo siguiente:

«Caminamos sin necesidad de un motivo, por el placer de degustar el tiempo que pasa, para descubrir lugares y rostros desconocidos y también, simplemente, como respuesta a la llamada de la carretera. Caminar nos ofrece la tranquila posibilidad de reinventar el tiempo y el espacio, y por eso, experimentamos una alegre humildad ante el mundo».

Autores de la talla de Aristóteles, Spinoza, Kant, Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, etc., dieron vital importancia a sus caminatas y a la profunda influencia de ello en sus obras. Un hecho tan sencillo y que nos vincula con los demás de una manera humilde y austera. ¿Cuántas veces no nos hemos dicho «voy a dar una vuelta para pensar más claro»? Sin duda hay algo en esa acción que nos posibilita el poder tener más paz y calma, sin importar qué tan rodeados estemos.

Tal como lo adelanté, hace unos días, caminando por la zona en la que vivo, llegué a una esquina donde yacía un pequeño niño, muy quieto y sereno, mirando el cielo. «¿Qué miras, peque? -le pregunté. Apenas movió su cabecita sin despegar la vista del ente celeste y me contestó: «Esas nubes… ¿no son geniales?». Acto seguido me puse a ver las nubes y escuchaba cómo el niño empezaba a compararlas con otros objetos: un avión, una espada, un elefante, etc.

Las nubes maravillosas

Justo ahora recuerdo que hace tiempo, cuando todavía estaba estudiando la carrera, compartí una foto en mi Facebook de una foto en la que decía yo que tenía forma de un anciano mirando el cielo. Un profesor me comentó: «Es bueno que tengas todavía la capacidad del asombro y que te detengas a mirar las nubes». La pregunta aquí es: ¿por qué ya no lo hacemos con tanta frecuencia? Los días están nublados desde hace unos años y las nubes se nos hacen tan distantes y, a veces, tan poca cosa, tan poco significantes para lo terrenal, para lo que estamos viviendo aquí y ahora. Y no es del todo cierto…

En 1862, Charles Baudelaire publicó El extranjero, donde encontramos esta belleza:

«-Dime. hombre enigmático, ¿a quién quieres más: a tu padre, a tu madre, a tu hermana o a tu hermano? […]

-Amo a las nubes… a las nubes que pasan… allá lejos… ¡a las nubes maravillosas!»

La sencillez de la vida pareciera que se va perdiendo con el paso de los años, pero lo que es un hecho, tal como decía Nietzsche, «la filosofía de la existencia se escribe con las manos y con los pies». De ahí la importancia de una alegre y grata caminata que nos permita recordar que el mundo está justo ahí fuera, esperando, diciéndonos «aprovecha». ¿Qué hacemos tanto tiempo pegados tras una computadora, un televisor, un celular, etc.?

¿Te has detenido a mirar las nubes? ¿No? ¡Mira que en verdad son geniales!

Mozart y un «escándalo» epistolar

«Todas las cartas de amor son ridículas. No serían cartas de amor si no fuesen ridículas»

-Álvaro de Campos (Fernando Pessoa)

Queridos(as) lectores(as):

Últimamente en distintas páginas de Facebook han estado compartiendo algunos fragmentos de algunas cartas del compositor austriaco, Wolfang Amadeus Mozart, a su prima, Marianne. ¿Y qué tiene? Pues para empezar podemos decir que son de naturaleza romántica, en la que exponía sus sentimientos hacia su prima, mismos que no eran bien vistos por su padre y demás familia. Sin embargo, el contenido erótico en esas expresiones románticas son las que «escandalizan» a los lectores. ¿Cómo es posible que Mozart, siendo el genio que era, se «rebaje» de ese modo tan escandaloso? Pregunta en sumo interesante ya que nos permite, una vez más, darnos cuenta de la manera tan errónea en la que concebimos, de modo casi idolátrico, a la gente que solemos admirar. Les arrebatamos su lado humano y los encaminamos hacia un sendero de perfección y pureza en demasía inocente y absurdo.

De hecho, hace algunos años, salió la película Amadeus (1984), en la cual se mezclaba la ficción con la realidad. Pero lo llamativo de esta película es que exponían a un Mozart (Tom Hulce) siendo un auténtico infeliz, al gran Salieri (F. Murray Abraham) un envidioso mojigato de la nobleza austriaca, y enfrentando a ambos genios de las maneras más humanas imaginables. Es una película que retrata más una historia para vender que lo que sucedió realmente. Pero la parte humana, la parte miserable, es justo lo que incomodó a los amantes de la música y del «buen gusto».

En el mundo hay más ídolos que realidades

Esto último lo encontramos en el libro El ocaso de los ídolos, de Friedrich Nietzsche. Ese constante empeño de despreciar la realidad, de negar la vida, ha hecho que el hombre crezca en ambiciones desproporcionadas, de modo que apueste más por un intransigente imperativo del deber ser, que de lo que es. Apostamos tanto por la reputación, la imagen, la idea, la fascinación propia y el ego desatado, que muchas veces nos olvidamos del suelo que estamos pisando. A decir verdad, las notas que han sacado sobre las cartas de Mozart son algo viejas, ya que tienen años que fueron «expuestas», pero lo que me resulta entretenido es el morbo tremendo que desencadenan en sus muy piadosos seguidores los ídolos reconstruidos con soberbios trazos casi de dioses.

¿Acaso porque Mozart fue un genio en el tema de música, se le tiene prohibido ser hombre? ¿Es que ser hombre implicad abrazar la virtud y desterrar los vicios y demás cosas «negativas» de su propia naturaleza? Demasiada neurosis de por medio. El tema de los ídolos es que se les ve demasiado lejanos de la mundaneidad, por lo que cualquier cosa que hagan que «no esté de acuerdo con esa grandiosidad», es motivo de uno de los más miserables morbos que la sociedad puede generar. «Todos tenemos por dónde cagar», dicen por ahí. ¿Por qué nos sorprende?

Lo escandaloso de ser uno mismo

Sería interesante analizar la fijación anal, y por tanto fecal, del jovencísimo Mozart que se expone en la cartas a Marianne pero también a las demás personas, como a su amada esposa, Constanze Weber. Uno de los fragmentos que se comparten demasiado es:

«Acogeré tu noble persona como bien merece, te sellaré en las nalgas mi membrete, te besaré las manos, dispararé la escopeta del ano, te abrazaré de más, te pondré lavativas por delante y por detrás, te pagaré cuanto te debo sin descuidar ni un pelo y soltaré —y que resuene— un señor pedo (y quizá también algo sólido)».

Un joven adolescente expresando sus deseos sexuales. ¡Qué horror! ¡Pecado! Joder… La naturaleza expresiva de quienes pasan o hemos pasado por esa etapa, no puede ser sino algo que se torna desesperante. De hecho, la propia palabra «adolescente», nos habla de aquel que «adolece». ¿Por qué estigmatizar esto? ¿Es que no puede ser tratándose de Mozart? Ay, mis queridos(as) lectores(as), en verdad insisto en que evitemos idealizar lo que no podemos hacer tan siquiera con nosotros mismos. «Es que yo nunca haría/diría algo así…», por favor. Acostumbrado al lente prejuicioso de la sociedad, el ídolo tiene que encontrar consuelo en la intimidad, lugar donde «podrá ser quien realmente es», sin tener que aparentar para complacer. Aunque es triste e irónicamente chistoso, que la intimidad que unos compartían en la discreción de las relaciones epistolares, años después se consideren cosas de dominio público. Y nos seguimos quejando de que violen nuestra intimidad cuando damos nuestros datos en la red…

Las cartas escritas para otros

Ciertamente, muchos de los más notables personajes de la Historia, compartieron más (sin saberlo) en sus cartas que en lo que estaban conscientes que estaban demostrando. El autor, Simon Sebag Montefiore, en su libro Escritos en la historia (Crítica), nos comparte algunas de las cartas más emblemáticas que tenemos de distintos personajes famosos. En ellas, podemos encontrar romance, miedo, depravación, obscenidades, humor fecal (como en el caso de Mozart), traiciones, infidelidades, etc. ¿Pero dónde queda el amor por los ídolos si nos queremos enterar hasta del modo con el que comían la sopa?

Una de las cartas de Mozart a su prima (¡suerte intentando leer!)

No recuerdo dónde escuché o leí aquello de que «hagas lo que hagas, nunca conozcas en persona a tus ídolos». Y ahora entendemos por qué. Hay que tener claro que los principales responsables de la desilusión que tenemos sobre los ídolos, se debe a nosotros mismos y a todo lo que depositamos en ellos. Es como por ejemplo, en el caso de Jesús de Nazareth, quien representa a Dios Hijo para los creyentes católicos; entendiendo su doble naturaleza, humana y divina, parece que muchos se obsesionan con sólo verlo desde la divina, despreciando la humana, la que lo hace cercano a nosotros. Esa manera de sólo querer ver algo del todo, nos hace caer en nuestra propia trampa. Y de ahí que se desate la neurosis brutal de la imposición absurda.

La crueldad que ocultamos (segunda parte)

«De todos los animales, el hombre es el más cruel. Es el único que infringe dolor por el placer de hacerlo»

-Mark Twain

Queridos(as) lectores(as):

Es momento de continuar con el tema que comenzamos a tratar la semana pasada sobre la crueldad que ocultamos. Pero en esta ocasión, me gustaría comenzar con un pequeño diálogo que puede ilustrar lo que iremos analizando más adelante:

-Papá, ¿qué pasa si matamos a todos los malos?

-Nos quedaremos los asesinos, hijo.

¿Cuántos de nosotros no hemos fantaseado alguna vez con lastimar o matar a alguien? Recapitulando lo visto anteriormente, el hecho de fantasear con algo así no quiere decir que lo vayamos a hacer, cosa que sucede igual con el soñar algo de esa índole, pues siguiendo la teoría freudiana, el sueño no es sino la realización del deseo. ¿Entonces quiere decir que somos psicópatas en potencia? En primer lugar, tenemos que hacer una aclaración. La psicopatía no se trata de un trastorno mental, sino de un trastorno de personalidad. Es decir, hay que tener claro que la personalidad no es otra cosa sino la manera de ser, por lo que los trastornos nos indican los modos en el que el sujeto se relaciona con el mundo.

En un mundo de psicópatas

La idea que tenemos en general sobre los psicópatas ha sido fielmente desarrollada por Hollywood a lo largo de los años. Sin embargo, no es del todo cierta. El trastorno de personalidad de un psicópata se puede distinguir de la siguiente manera: tendencia a la manipulación y al engaño, carencia de empatía y son antisociales. Pero no dejemos pasar de alto la tremenda capacidad histriónica que tienen al poder pasar por ser muy encantadores. Se trata de figuras dominantes que ejercen mucha presión en su entorno. Ahora bien, no por ello hablamos necesariamente de que todo psicópata llega a cometer crímenes, mucho menos asesinatos. Así que está mal decir que un psicópata es alguien fijo en la «locura», ya que no están desconectados de la realidad.

Podemos hablar perfectamente de psicópatas funcionales. Pero es necesario hacer notar que sus vidas siempre estarán ligadas a lo caótico, ligados a los problemas constantemente. Este trastorno de personalidad convierte al individuo en alguien que hace uso de los demás a modo de objetos, valiéndose de reglas propias. Muchos de estos sujetos, en efecto, gozan de una tremenda inteligencia y suelen hacer uso de ella de un modo egoísta, sádico y con tendencia hacia lo «incorrecto» desde una perspectiva social, por lo que nociones como el bien y el mal son insoportables para ellos. Philippe Pinel, padre de la psiquiatría moderna, acuñó la noción manie sans délire (es decir, manía sin delirio) para referirse a los psicópatas en primera instancia.

De todo un poco

Sigmund Freud llegó a considerar que los neuróticos (de serlo) tenemos un poco de todas las estructuras mentales, sólo que el sentimiento de culpa era algo muy presente en nuestro día a día y que eso, en buena medida, nos limitaba a caer en los terrenos oscuros. Pero eso, en efecto, nos abre un mundo de posibilidades en nuestra fantasía. ¿Pero qué hace que «probemos las dulces mieles» del mal? Ya lo decía Mark Twain: el placer. Hace unos días, un paciente compartía en su sesión que encontraba muy satisfactorio cuando en plena relación sexual con su pareja llegaban a ocurrir «pequeños momentos de violencia» entre ambas partes. Que la excitación era todavía más grande. ¿Es que estaba enfermo por ello? No, porque podemos entender que en el Ello, justamente la parte bestial más oscura del ser humano, existe una exigencia de salir en cualquier oportunidad donde el inconsciente pueda liberarse de las barreras.

Ese pequeño momento en el que sabemos que estamos haciendo algo incorrecto, es cuando precisamente sentimos la adrenalina que recorre nuestro cuerpo, que a su vez se da por el miedo a ser descubiertos. ¡Es excitante! De ahí que la fantasía sea un recurso muy recurrente en muchos momentos del día a día. La violencia, de hecho, está estrechamente ligada a la actividad sexual. El placer es algo que de poder, se libraría de toda regla o ley. Volviendo al imperio de los sueños, por eso es que podemos soñar lo que sea, sin importar lo terrible que pueda resultar, porque ahí no existe Ley alguna que valga. Los sueños van más allá del bien y del mal.

Satisfacción y sustitución

¿Cuántos de ustedes -vuelvo a preguntar- no han fantaseado alguna vez con algo terrible? Por poner un ejemplo, en la caótica Ciudad de México, cada vez que nos enteramos de un hecho violento, que en primer lugar nos indigna y altera, por lo general solemos responder de un modo aún más agresivo: «Ojalá que lo maten», «Ojalá que lo agarren a madrazos hasta matarlo al infeliz», etc. Incluso hay quienes han dicho que «de poder hacerlo, si ven un asalto mientras que van manejando, sin pensarlo pasan por encima del asaltante». Ya saben… pensamientos muy buenos y amables de gente incapaz de hacer algo malo. Pero, una vez más, ¿eso significa que se podría hacer? Ciertamente hay quienes logran un pasaje al acto (sobre advertencia no hay engaño), pero en su mayoría, es casi improbable que se llegue a dar. Tal como diría William Shakespeare, «la crueldad es un tirano sostenido sólo por el miedo». No es tan fácil dar ese tipo de pasos.

En la conformación de la sociedad, se establecen leyes que precisamente buscan sustituir la violencia natural de los individuos. En Vigilar y castigar, Michel Foucault nos habla mucho sobre el tema, que en buena medida podemos resumir en que vivimos en una sociedad que inhibe, reprime, con modos e instituciones «aceptables», el comportamiento de los individuos. Sin embargo, podríamos pensar algo sobre todo esto: ¿qué tanto la búsqueda de justicia se vuelve un disfraz para la venganza? ¿No existe acaso un regocijo, un placer latente, cuando nos enteramos que alguien «malo» la paga con el sistema que cae con todo su poder sobre él? Ese deseo, tan propio del ser humano, queramos o no, es inevitable. Alguien más sufre, sin importar la etiqueta que le pongamos, y con ello otros sonríen.

…continuará…

La crueldad que ocultamos (Primera parte)

«El espejo ve al hombre hermoso, el espejo ama al hombre; otro espejo ve al hombre horrible y lo odia; y es siempre el mismo ser el que produce las impresiones»

-Marqués de Sade

Queridos(as) lectores(as):

Es momento de comenzar a abordar aquellas cosas que hemos podido llegar a señalar, de modo no aprobatorio, en algunos hombres y mujeres que, claro, no son nosotros. La conducta señalada como mala, mezquina, cruel, miserable y terrible, no es otra cosa que el reflejo de la propia naturaleza humana. No hay que dejarse llevar por la visión romantizada sobre «los buenos hombres» u «hombres de bien», de tal modo que nos haga pensar que todo es «humanamente posible», menos el comportarse de modos reprochables. Nada más humano que negarse a sí mismo.

Si bien es cierto que la naturaleza caótica del ser humano no es algo que se ha descubierto hace pocos años, podemos señalar un periodo de la Historia en el que el libertinaje llegó a su máximo resplandor: la Revolución Francesa. Sin embargo, esa aseveración no es otra sino un momento oportuno para contemplar al ser humano tal y como es, para dar paso a lo que podríamos considerar, una y otra vez, el fracaso de la razón. Esta sentencia, devenida del pensamiento ofrecido por la Escuela de Frankfurt, nos aparta en buena medida de lo que es, lo que hay y lo que solemos ocultar bajo un racionalismo tiránico que apuesta por lo ideal sin siquiera rozar lo que podemos llamar «real».

Ciertamente, la dignidad humana (dignitatis humanae) nos habla de todo aquello que nos hace especiales, también hay que considerar que el ser humano no está lejos de lo peor, del terror de las cosas tan posibles en tanto que son muy humanas. No descuidemos la parte salvaje que existe en nosotros, misma a la que Freud denominó como «ello». Sólo así podremos ser capaces de afrontar sin evitar.

Un retratista llamado Sade

Uno de los máximos referentes de la «inversión de la Ley», sin lugar a dudas ha sido el «divino» Marqués de Sade. Si bien hay que evitar caer en la ingenuidad de pensar que en sus escritos él estaba haciendo una confesión sobre sus propios delitos, pensamientos o incluso propuestas filosóficas, hay que centrarnos en ellas no podemos sino encontrar un retrato de la denigrante sociedad francesa antes, durante y después de la Revolución Francesa. El propio Marqués nos advierte en Los crímenes del amor (1799): «Nunca, repito, nunca pintaré el crimen bajo otros colores que los del infierno; quiero que se lo vea al desnudo, que se lo tema, que se lo deteste, y no conozco otra forma de lograrlo que mostrarlo con todo el horror que lo caracteriza». ¿De qué sirve hablar del hombre si evitamos hacerlo de modo que no consideremos lo ruin en él?

Geoffrey Rush como el Marqués de Sade en la película Quills (2000)

Tal como señala Élisabeth Roudinesco en el repaso que hace sobre la figura de Sade en Nuestro lado oscuro, los personajes que nos ofrece el intelectual francés «lo que proponen en práctica es la voluntad de destruir al otro y destruirse a sí mismos en un desbordamiento de los sentidos». Por lo que podemos entender que Sade se adelantó a Freud al sugerir lo que en psicoanálisis conocemos como «pulsión de muerte». Ahora bien, la acción del libertino, que encuentra un goce al parecer ilimitado, entra en un modelo de obsesión que le exige una constante capacidad creativa para sostener lo que ahora ya no le es fácil renunciar. «Las dulces mieles del mal», así es como se le puede conocer al sometimiento al vicio. Como podemos entender, la propuesta sadiana apuntala a una revisión de la propia perversión del hombre. De hecho, el propio San Agustín señala que «lo verdaderamente excepcional del ser humano es que, pudiendo hacer el mal, elige hacer el bien». ¿Qué es lo que hace, además del temor al castigo, que el hombre inhiba o reprima esas compulsiones perversas? ¿No existe un goce también en esa prohibición?

Podemos ver a una persona fumar y detestarla, pero no pasará lo mismo si nos volvemos esa persona que se anima a probar el cigarro. El placer es cuestionable hasta que se confiesa propio.

¿Acaso soy un asesino en potencia?

Hace tiempo, se hizo una entrevista a un asesino para poder comprender su modus operandi. Las respuestas eran tan variadas que podrían generar no sólo repudio, sino también asco en todo buen neurótico funcional. Sin embargo, ¿quién no ha fantaseado alguna vez con hacer «lo incorrecto»? Claramente, en muchos, muchísimos casos, las fantasías se quedan en eso, pero a su vez se ven sustituidas por acciones menos «cuestionables», de modo que exista la posibilidad de ver satisfecho, de algún modo, el deseo. Pensemos en la expresión «me quiero echar a esa persona». En México, la noción «echar», cuenta con al menos varios significados, pero podemos resumirlos en «hacer nuestro». La fantasía tiene un rol fascinante que permite al neurótico «experimentar» cosas que sería impensables llevarlas a cabo. «Me quiero echar a esa persona», para terminar «echándome una pizza».

En un estudio realizado por la Universidad de Filadelfia, en colaboración con el FBI (en donde entran los ahora más famosos Kraemer y Lord por la serie de Netflix, Mindhunter), se lograron detectar 3 ideas fijas en la mente de los asesinos seriales: manipulación, dominio y control de la situación. Relaciones de poder llevadas al extremo. Un perfil psicópata-narcisista es lo que abunda en esa investigación. ¿Qué características eran las comunes? Aquí tenemos unos:

-Visión e imagen exaltada sobre ellos mismos.

-Fantasías y delirios de poder.

-Bajo nivel afectivo, sin empatía y frialdad.

-Crueldad contra animales y personas.

-Sin noción de responsabilidad (bien y mal son cosas impensables).

-Necesidad de ser centro de atención.

Hay mucha terquedad en querer identificarse con puntos como éste para preguntarse si «es que acaso somos asesinos potenciales». Lo interesante no es tanto la pregunta, sino el hecho de que la hagamos. Nos genera un morbo, una excitación incluso, el querer ver si es posible eso. Ahora bien, esa identificación con el criminal, no nos hace criminales necesariamente, antes bien, nos permite hacer una simulación de cómo podría ser nuestra vida si nos animáramos a hacer lo que a otros, al parecer, no les cuesta trabajo. ¿Y dónde queda eso? En la fantasía…

…continuará.