De máscaras y de rostros

«La mejor manera de encontrar a otro es no darse cuenta ni del color de sus ojos»

Emmanuel Levinas

Queridos(as) lectores(as):

Espero que se encuentren bien y cuidando de su salud física y mental. Vaya que han sido días complicados en el mundo, donde el COVID-19 sigue sin darnos tregua, pero también los otros malestares de nuestro tiempo siguen provocando gran dolor, tristeza y demás emociones que nos hacen perder la esperanza.

En este encuentro, me gustaría que pudiéramos reflexionar acerca del otro. ¿Quién es esa persona que yace frente a mí? ¿Es o me lo imagino? ¿Realidad o misterio? ¿Cómo poder definirlo? Me parece que ahí es donde encontramos la primera traba a nuestra compleja tarea. ¿Por qué existe esa tediosa necesidad de poder definir al otro? Pensemos por un momento: ¿de quién son los criterios por los que me rijo para buscar definir?

Imagen y detalles

En encuentros anteriores hemos abordado este tema. Demasiadas veces, pero es que nunca hay un límite exacto para esto. Brevemente, podemos decir que el ser humano se encuentra en un mundo donde existe sí una objetividad y un sinnúmero de subjetividades. Por eso es que hablamos de la percepción. Sin embargo, debemos recordar que esto de la percepción es en sí algo que ha ido cambiando a lo largo del tiempo.

En un principio, hablamos de la experiencia sensorial que relaciona o vincula al sujeto con aquello que llama su atención de manera específica y que poco a poco, con ello podrá «construir la información». A esto lo conocemos como constructivismo: información y los estímulos recibidos para darle un sentido determinado. De ahí que la advertencia que comparto de Levinas al principio es vital. Cuando nos enfocamos en los detalles, perdemos la imagen completa.

«Entiende que un mosaico no te dice nada hasta que esté la imagen completa»

No es mi intención entrar en debate respecto al tema de la percepción, pero sí me parece importante al menos considerar esto como algo útil para nuestro día a día. Hace unas semanas justo di un curso donde abordé de manera sencilla el tema de la alteridad y de cómo es que muchas veces descuidamos el hecho que es aquello que nos permite introducirnos en el misterio del otro. Se ha hablado mucho de una suerte de «juego de máscaras» en tanto la realidad que encubren, que no es otra cosa que el rostro. Si yo veo a una persona sonreír, por ejemplo, podría pensar que es alguien feliz o alegre en el mejor de los casos, sin embargo, ¿qué pasa con el fantástico maquillaje de los payasos?

Reír llorando

Hago alusión al famoso poema de Juan de Dios Peza, en el que se nos habla de una persona que llega a ver a un médico para decirle que está pasando por una tristeza terrible. Después de una larga entrevista, el médico le recomienda al paciente que vaya a ver a Garrick, quien es un gran payaso que hace reír a cualquiera. Al final, se descubre que ese ser alegre y genial no es sino el propio paciente. «Eso no me cura, cámbieme la receta».

Cuando nos quedamos en los detalles de nuestra percepción, como decía anteriormente, nos perdemos la imagen completa. Ahora bien, en la clínica los analistas sí prestamos atención a los detalles que escuchamos, de ahí la importancia de una escucha flotante, misma que nos permitirá poner atención a la asociación libre en el discurso del paciente. Sin embargo, sería muy ingenuo pensar que esos detalles nos dan toda la idea que necesitamos para nuestras devoluciones. De ahí que «escucha para que sigas escuchando» se vuelve un consejo muy importante.

Freud prestaba especial atención a la ilusión y al tremendo daño que puede provocar. Pero aterricemos esa ilusión de un modo distinto: el autoengaño. «Estoy bien», «no tengo nada», «me la estoy pasando genial», muchas veces son las máscaras que usamos para ocultar las cicatrices del corazón. ¡Qué carga tan tremenda! Aparentar algo que no es supone un ejercicio desgastante y tortuoso. Sí, la sociedad se ha vuelto muy exigente en ese punto, pero es algo que daña, que lastima, que incluso nos desmotiva y nos hace perder contacto con nuestra propia humanidad.

Mirar el rostro

Grosso modo, Levinas explica que hay que mirar el rostro del otro, no desde la cuestión del ser, sino desde la bondad. Esto nos permite ver en el otro a nosotros mismos, entendiendo que el otro también es lo que estamos proyectando. Podríamos decir «veo lo que quiero ver», y eso es justamente definir a partir de nuestros prejuicios sin entender que no se puede definir algo que está en constante cambio.

Recuerdo hace unos años a una persona que me comentaba que «no podía esperar que las personas cambiaran». En buena parte es cierto porque para ello hace falta el trabajo personal, pero al final es una sentencia (desde un punto moral superior) que limita e imposibilita al otro. Casarse con la idea de que la gente no cambia, es cometer un error que termina costando muy caro.

Ludwig Wittgenstein explica esto: «No podemos decir la verdad, si aún no nos hemos conquistado a nosotros mismos. No podemos decirla, pero no porque aún no seamos lo suficientemente inteligentes. La verdad sólo puede ser dicha por quien ya se siente como en casa con ella; no por quien aún vive en la falsedad, que no hace más que intentar alcanzarla desde la falsedad». Cuando aseveramos algo de los demás, nos olvidamos que eso mismo lo podríamos hacer respecto a nosotros mismos. Por eso que mirar al otro con bondad es guardarnos la posibilidad de ser bondadosos con nosotros mismos. Y esto tiene que ver de manera directa con la «sinceridad de ser lo que somos, sin tener que ser algo más para poder ser».

Sentirnos en casa, por último, es estar seguros, cómodos, tranquilos. En la interacción con el rostro ajeno, es una invitación, una responsabilidad, de abrir las puertas de esa casa y brindarle alojamiento ante la desesperación, el miedo y el dolor. En palabras más sencillas: ser la esperanza que sostenga al otro, para que la encontremos también para nosotros.

Después de usted, Dr. Freud

Queridos(as) lectores(as):

Hoy que es aniversario de Freud, no quería dejar pasar la oportunidad de compartir una reflexión personal sobre la labor psicoanalítica, y desde el punto de vista de un analizando (paciente):

No hay nada como tener a la semana un espacio de 55 minutos (a lo máximo), muy íntimo, muy personal, donde uno tiene la oportunidad de ser sí mismo, sin la presión de los demás, sin los prejuicios y los juicios que atormentan día a día. Un espacio donde puede haber sonrisas, bellos recuerdos, reflexiones serias, así como lágrimas, dolor y mucha tristeza. Pero que al final se combinan y traen una fortaleza inexplicable.

El psicoanálisis, al final, es un acto de amor donde dos inconscientes se encuentran y enfrentan, una dialéctica que da paso a un «seguir siendo». Muy apegado al existencialismo que expone que nunca se es sino que se está siendo. Acostarse en el diván es un entregarse a la muerte para dar paso a la vida. Quizá muchos no entiendan esto último que digo, pero el experimentar esto es simplemente algo subjetivo y que da paso a muy bellas e interesantes confesiones.

Gracias, Dr. Freud, por darnos una herramienta muy valiosa para seguir siendo. Gracias, sobre todo, porque si no fuera por el valor que tuvo de analizar (junto con Fliß) sus propios sueños, no sabríamos qué hacer con los nuestros. Gracias de parte de alguien que sigue trabajando, entre el dolor y la pasión de seguir viviendo.

Parafraseando a Lacan: «Sólo Freud tuvo las agallas de exponerse ante los demás».