Un asunto de belleza

Queridos(as) lectores(as):

¿Qué es lo que hace bello a un hombre o bella a una mujer? ¿Qué clase de estándar se «debe» seguir o tomar en cuenta para determinar algo así? Ciertamente, la noción de la belleza ha ido modificándose con el pasar del tiempo. Sin embargo, no así los prejuicios y los comentarios crueles. ¿Pero qué es lo que nos hace señalar al otro en «su fealdad»?

¿Alguna vez leyeron el cuento de Hans Christian Andersen, El patito feo? Grosso modo, el escritor danés encontró la forma de sublimar el profundo malestar que le agobiaba desde su infancia, ya que según tenemos entendido, no era un hombre muy agraciado que digamos. De hecho, se habla de que él fue rechazado tanto por hombres y mujeres. Cabe mencionar que existe un rumor de que el filósofo danés, Sören Kierkegaard, con quien tenía una relación en extremo complicada, llegó a mofarse de él diciendo «tan rechazado es que sólo le queda escribir para los niños, quienes en su inocencia, son nulos conocedores de la belleza». En fin, un rumor más de intelectuales.

La belleza de la diferencia

En el mencionado cuento de Andersen, se nos narra la historia de una pata que esperaba ansiosa porque sus polluelos salieran de los huevos. Ella los esperaba hermosos y lindos. Eventualmente, fueron quebrando los huevos y uno por uno llenaron de orgullo a su madre. Hasta que del último huevo, salió un patito negro, regordete y nada parecido a sus hermanos. «¡Tú no puedes ser mi hijo!» -exclamó la pata enojada-. Desde pequeño, el rechazo materno le valió un aparente destino triste al pobre patito.

Poco después, el patito se aventuró por el mundo, encontrando rechazo y malos tratos. Hasta que llegó a un lugar donde había una mujer. Dulcemente, el patito le pidió poder quedarse, cosa que le fue concedido, pero con un deje de desprecio. Una vez que creció, los humanos veían que aunque estaba feo y gordo, se lo podían comer. ¿Sacarle utilidad a alguien a pesar del rechazo que nos genera? Sigamos. Al escuchar eso, el patito escapó y llegó a un lago, donde vio a unos «patos». Se acercó al más anciano y le pidió poder meterse al lago, comer y descansar por un tiempo. «¡Claro que sí!» -le contestó emocionado el anciano-, Tú eres de los nuestros. ¿De los nuestros? Fue en ese momento en el que al mirarse en el agua, que fungía como un espejo, el «patito» descubrió que se había convertido en un hermoso cisne negro.

Sí, era diferente, y la diferencia sucede que nos causa desconfianza, temor y en ocasiones rechazo.

La perspectiva de uno es su confesión

No dejo, ni dejaré, de afirmar que lo que decía Emmanuel Levinas es importante, sobre todo en este tiempo carente de amor, empatía y ternura: mirar al rostro del otro desde la bondad, no desde el ser. De hecho, vamos a ir un poco más atrás al encuentro con el filósofo escocés, David Hume, quien decía que «la belleza de las cosas existe en el espíritu de quien las observa». Y más atrás todavía, en un diálogo de Platón (cuyo nombre no recuerdo por el momento), si mal no recuerdo, Alcibiades diría: «No te hace parecer bello tu naturaleza, sino la debilidad de los ojos que te miran».

Esto nos ayuda a entrar en el famoso debate que inicia con un «¿dónde yace la belleza?». ¿Cómo es posible que dos personas puedan observar o contemplar una flor y no encontrarla al mismo nivel de bella? A mi creer, se trata justo de la perspectiva de cada uno de nosotros. Lo que es bello para unos, es feo para otros. Pero en ese juicio temerario, nos pasamos por alto que en muchas ocasiones hablamos sobre las personas, y al hacerlo, ignoramos la inseguridad, los comentarios ofensivos que han tenido que soportar de quienes no los consideran como parte de los suyos. Y cuánto dolor y tragedia puede provocar.

Amar la diferencia es amar al mundo

Recuerdo con especial cariño una intervención del Papa Francisco, misma que hizo eco distinto en los oídos del mundo (parafraseo): «Las diferencias enriquecen, nos dan la oportunidad de aprender a amar sin prejuicios». Volviendo al Patito feo, debemos rescatar la importancia de la familia, de pertenecer a un grupo. Carentes de esto, los niños se van desarrollando con una auténtica crisis de identidad, no hablemos de las tremendas inseguridades con las que crecen y que luego terminan degenerando en dolorosas realidades. Aunque, cuidado, no debemos confundir la salud con la belleza.

Hoy en día, existe una notoria campaña de prevención contra la obesidad, misma que causa diversos y peligrosos problemas de salud. Hay que mantenerse en forma, alimentarse lo mejor posible y no excederse con ciertos alimentos ricos en grasa. Pero el culto al cuerpo, si no se equilibra con el cuidado de sí, hace que la sociedad se vuelva tan exigente que se olvide la intención por la salud y se torne en una fanática exigencia de perfección física.

Justo ayer leía lo siguiente:

«Del cuerpo de la gente no se habla. Si hay un cuerpo del que quieras hablar, hazlo sobre el tuyo… y ojalá que sea con palabras amorosas».

La temporalidad de lo físico

En el mundo griego, la belleza no sólo se hablaba desde lo físico, sino también desde lo anímico. Al hablar de la belleza, los griegos entendían que un ser humano era realmente bello cuando existía armonía entre el cuerpo y el alma bella, ya que esta última tendría que llevar las cualidades que los dioses poseían. Hay que recordar que la belleza física está «sentenciada» por el tiempo, pues como diría aquel sabio refrán: «todo por servir se acaba y termina por no servir». El cuerpo está condenado al paso del tiempo, lo que ahora es bello, mañana quizá no los sea tanto. Insisto: el cuidado de sí nos ayuda a que la belleza física se mantenga y no se desgaste tan rápido. Pero la belleza del alma es la que durará incluso cuando ya no estemos aquí, porque serán nuestras cualidades las que maravillen e inspiren a los demás.

O como diría el Quijote: «Ama, no lo que eres, sino aquello en lo que te puedes llegar a convertir».

Llegar a ser uno mismo

Queridos(as) lectores(as):

He leído en los últimos días, confieso de manera preocupante, cómo lo que unos considerarían como «el rebaño» (la multitud, la masa, etc.), han manifestado un creciente malestar sobre las limitaciones propias de la pandemia que estamos viviendo/padeciendo muchos. Hablamos, por supuesto, desde el lugar del privilegio cada uno de nosotros. Recuerdo a un profesor en la universidad que nos daba un seminario sobre el sentido común, basado en el filósofo escocés, Thomas Reid. ¿Es posible tal cosa? ¿Es realmente factible pensar que la sociedad en la que vivimos se puede dar ese «lujo» de apostar por lo común? Ciertamente, en la época del individualismo salvaje y del nihilismo sofocante, parece ser que no…

Sin embargo, la excepción a la regla se hace presente y podemos decir que sí, sí es posible. Y podríamos modificar eso de «sentido común» y apostar más por otra palabrita que alguno que otro lector mío se ha mostrado un poco desorientado al respecto: prioridad. Esta palabrita viene del latín medievo prioritas, mismo que deriva de prior, es decir: aquello que es primero entre dos. ¿Y cómo podemos sustituir «sentido común» por «prioridad»? Simple: empezando por uno mismo.

Nietzsche: el monumento de una crisis

Justo el día de ayer, conmemoramos el fallecimiento de Friedrich Nietzsche en 1900. Podemos decir que la primer etapa de la obra del filósofo alemán se centró en los ídolos, en la veneración a ellos. En esto nos referimos especialmente a sus «héroes» de su juventud: Richard Wagner y Arthur Schopenhauer. Pero es más de nuestro interés en este encuentro centrarnos en la segunda etapa, donde Humano, demasiado humano (Ecce homo, 1878) sería el punto de partida hacia la obra más biográfica del autor (junto con Aura y La gaya ciencia). Pero, ¿por qué nos interesa entonces? Justo, Ecce homo, Nietzsche lo denominó como «el monumento de una crisis». Por crisis, nuestro autor entiende la oportunidad u ocasión de liberarse para poder llegar a ser sí mismo. Esto implica un desprendimiento de los vínculos de veneración, que a modo de vendaje, le cegaban sobre su tarea primordial: su propia vida.

Al mencionar «nuestra propia vida», tenemos que hacer hincapié sobre lo que tiene que decirnos sobre la autenticidad. Fue Martín Heidegger quien retomaría lo que autores como Kierkegaard y Nietzsche sostendrían en sus respectivos pensamientos: la existencia exige la autenticidad, la vida auténtica. Cuando hablamos del sentido o del bien común, descuidamos en el proceso el sentido y el bien propio (de ahí que hablemos de la influencia griega del cuidado de sí). ¿Cómo podemos pretender algo común si no conocemos o damos prioridad a lo que nos es propio? ¿Acaso un médico enfermo puede atender bien a un paciente? La prioridad en la vida de cada uno de nosotros consiste en apropiarnos de nuestra propia vida, de hacer nuestro el momento en el que estamos, abordar las circunstancias y lidiar con ellas (el paso estoico).

Sobre la falsedad y la ilusión

Uno de los más grandes obstáculos que encontramos en nuestro andar diario, irónicamente, proviene de nosotros mismos: la ilusión que degenera en el abrazo de la falsedad. Nietzsche, en El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (Die Geburt der Tragödie aus dem Geiste der Musik, 1871-1872), en una de sus muchas interpretaciones, nos conduce a un padecimiento muy humano: negar la vida. Ya hemos hablado anteriormente sobre esto, pero podemos recapitular de cualquier modo. Negar la vida implica quedarnos sólo con aquello que nos es placentero, huyendo y rechazando lo malo y que nos provoca tristeza y dolor. Hacer eso es precisamente no querer enterarse de lo que la vida nos ofrece a todos. Si retomamos la enseñanza estoica, debemos aprender a cómo lidiar con las circunstancias de la vida, poder ver y comprender nuestra participación o ausencia de la misma ante las cosas que pasan.

La falsedad es la zona de confort en la que muchas veces aterrizamos por el hecho de lo insoportable que resulta la Verdad. Es por ello que nuestra mente se permite la ilusión, misma que nos da cierta esperanza. Y quiero hacer un paréntesis en este punto: hay de ilusiones a ilusiones, no todas están mal. El problema es cuando hacemos que nuestra vida dependa ciegamente de una ilusión que niega el acceso a la realidad. Podemos decir que es sobreponer una ilusión meramente subjetiva sobre la objetividad. De ahí que choquemos de frente con la desilusión de aquello que no queríamos ver, aquello que no queríamos vivir, y cuando sucede eso, no tenemos las herramientas para enfrentarlo.

¿Por qué la pandemia no ha disminuido? ¿Por qué parece que va para largo? ¿De quién es la culpa? ¿De los gobiernos? Son preguntas que nos hacemos a diario y siempre encontramos culpables. Pero, ¿qué tan culpable es uno de lo que también pasa? Es que, precisamente, al albergar falsas ilusiones y tomarlas como bandera para «vivir la vida», renegamos de la libertad misma pues no nos hacemos responsables de ello. Una vez más: la libertad sin responsabilidad, es un capricho de los tercos.

La autenticidad como clave

En un mundo de copias es bastante simple encontrar el dolor, la desesperación y la enfermedad. ¿Por qué? Porque parece que existe una guía de lo que significa vivir, de lo que hay que hacer para que «valga la pena». He escuchado a muchas personas que se lamentan el no poder ir a fiestas, antros, etc. He visto a muchos que sí van. Pero lo que más me llama la atención es algo que suelen repetir como pericos: «de algo nos tenemos que morir». Y queda demostrado el individualismo salvaje, en tanto que mientras yo disfrute, aunque tenga el riesgo de contagiarme, no importa el otro. Un ejemplo rápido. Un adolescente, recién vacunado con la primera dosis, se aventura a irse de fiesta una noche con un «pequeño» grupo de amigos (aproximadamente 20, en un espacio cerrado como lo es un departamento); todo es risa y diversión hasta que a los pocos días recibe un whatsapp terrible: «Oigan, di positivo a COVID, les aviso por si acaso». ¿Qué hacer? ¿Cómo le explica a sus papás y a sus abuelos que viven con él, que se fue a la fiesta a la que le pedían que no fuera? ¿Estará contagiado? ¿Habrá contagiado a su familia? El placer y la diversión de un momento, se tornan en desesperación y miedo.

El ser auténtico nos sitúa frente a frente a nuestra prioridades. Nos lleva de la mano hacia lo que podemos y debemos hacer. Encontrar que en la vida no hay un sólo camino donde pasan las ovejas, sino que hay senderos para descubrir otros paisajes.

A la orilla del olvido

«Siempre fue mi deseo resultar agradable a los demás y mucho me ha dolido que siempre me fueran indiferentes. Huérfano de fortuna, tengo, como todos los huérfanos, necesidad de ser objeto de afecto por parte de alguien».

-Fernando Pessoa

Queridos(as) lectores(as):

Escribir se me ha complicado mucho en este tiempo. Sigo en amoroso duelo por la ausencia de mi papá. Pero no dejo de estar al pendiente de las inquietudes que llegan a compartirme en mis redes sociales. De hecho, muy pronto habrá algo nuevo para compartir con ustedes.

Hay una inquietud que me hizo llegar L., un joven originario de Guatemala. Les comparto un breve fragmento de su mensaje: «[…] me siento tan sólo y olvidado, que me consuela poder escribirte y esperar a que me leas». En efecto, le contesté a la primera oportunidad, pero confieso que su inquietud la siento muy personal. El olvido es un tema que cala nuestros huesos y duele, en verdad mucho. Por eso empecé con la frase de Pessoa que recordé de su aclamado texto El libro del desasosiego (Livro do Desassossego, 1982).

Huérfanos de fortuna

«Querido L., siento tu soledad y te comparto la mía. ¿Sabes? Al final de cuentas, todos en el mundo somos soledades que nos encontramos». Así empecé mi respuesta al amigo guatemalteco. Regresando al escritor portugués, dicho libro es el resultado de una recopilación de notas, fragmentos, aforismos y reflexiones filosóficas que no fueron publicadas debido a su muerte. Pessoa a lo largo del libro él se presenta como un desafortunado, un «huérfano de la fortuna». Llega a esa conclusión porque incluso ha perdido el deseo de algún día ser feliz.

No puedo compartir el contenido central del porqué de la inquietud de L., pero puedo asegurarles que es resultado de la terrible indiferencia y del salvaje individualismo que vivimos en nuestros trágicos días presentes. De hecho, recordé un encuentro que tuvimos en esta página hace tiempo que tenia que ver con la soledad de los enfermos. ¿Qué hace que la gente «se olvide» de los demás? ¿Qué es lo que no se ha hecho como para asegurar la presencia de los otros? Son tantas preguntas e incontables respuestas. Pero una vez más, el amor vuelve a ser el centro de atención en esta notable búsqueda.

¿Dónde están los demás?

Es curioso que esa pregunta nos la hagamos siempre cuando estamos pasando momentos difíciles. Porque cuando no es así, y al contrario, son momentos felices, sabemos exactamente dónde están los demás. El tema de la presencia y la ausencia, a mi creer, cae en un tema de interpretación, entre el ser y el estar. ¿Qué significa ser? ¿Qué significa estar? Varias veces he insistido en la importancia del saber ser y del saber estar, cosa que no ha sido fácil ya que es algo que cae en la mera opinión personal de cada uno de nosotros, pero que sin lugar a dudas, en el notable esfuerzo que cada uno hace para explicarse, se pierde toda intención y se vuelve, más bien, una justificación de la falta.

El amor, tal como pensaría Pessoa, es el único bálsamo que puede ayudarnos a sobrellevar la pesada existencia y sus drásticos avatares. Pero ese amor no puede ser egoísta, debe conocer de espacio y tiempo, es decir: cuándo darlo, a quién, de qué manera, etc. Recordemos a Emmanuel Levinas: mirar al otro desde la bondad. Todos tenemos problemas, cierto, pero hay quienes la están pasando peor, y a veces no somos capaces ni de imaginar qué tanto. El doloroso silencio de los que esperan. Querido L., cuando leí «esperar a que me leas», me recorrió el cuerpo una sensación de tremenda ternura que sólo un abrazo sincero puede ofrecer al otro.

La espera es justo un acto que nos sostiene a pesar de las circunstancias. Cuando una persona se siente atrapada en el olvido, hay una silenciosa espera en su corazón de ser recordado, de ser tomado en cuenta, de que alguien le hable o le escriba. Y aunque no suceda nada de eso, esa espera se vuelve una suerte de fuerza. Pero, cuidado, no pensemos que esa «notable fortaleza» sea duradera. En algún momento, la realidad puede pegar con toda su ira y desencadenar tristísimas consecuencias.

Mientras aquí siga, te sigo.

Las muestras de amor, los detalles, aquellas lindas ocurrencias que hacen sonreír al que está triste, son auténticos regalos. Pero no se trata de lo que se hace o lo que se da, sino de quien lo hace y quien lo da. Como le decía a L., «somos soledades que se encuentran». Aunque he defendido la importancia que tiene en nuestra vida vivir nuestra propia soldad, también es importante señalar que como todo, al exagerar, puede ser peligroso.

¿Qué decir? ¿Qué hacer? Caray, con el estar uno aprende a ser y a hacer. Es un hecho. No desperdiciemos el tiempo y recordemos que ante la terrible pandemia que estamos viviendo, la esperanza somos nosotros para muchos otros. «Cosechas lo que siembras»: que el olvido no haga que te olviden después.

Te abrazo, te acompaño, te escucho.

No te olvido nunca.

Guía (estoica) para la vida

Queridos(as) lectores(as):

Espero que estén bien. He recibido mensajes de su parte preguntando por qué ya no he escrito nada en estas últimas semanas. Les comparto que mi papá falleció el miércoles 21. Ya era grande y tenía varios problemas de salud, pero su partida fue en paz y sin sufrimiento. Agradezco a mis amigos, familiares, ex alumnos, colegas, etc., por todos sus gestos generosos de amor y respeto, primero hacia mi papá, y por su cariño y compañía para conmigo.

Pero la vida debe seguir, por eso es que las crónicas también deben seguirse redactando. En esta ocasión, como bien advierte el título, retomaré lo que ya hace tiempo mencioné brevemente sobre aquella escuela filosófica conocida como estoicismo y cómo puede ayudarnos a lidiar con la «difícil vida».

Notas estoicas

Recordemos un poco sobre esta escuela. Su fundador fue Zenón, quien por el año 300 a.C. visitó Atenas, proveniente de la isla de Chipre. En aquellos años, se estaba dando lo que conocemos como la época helenística de la Filosofía, es decir, varias escuelas fueron fundándose a partir de las enseñanzas de Aristóteles, Platón y demás filósofos griegos clásicos.

Zenón fue aprendiendo de las diversas escuelas, sin embargo, se empeñó en la empresa de crear la suya. Para esto, encontró en la Stoa Pintada, un pórtico en el centro de Atenas, el lugar indicado para ello. Sus alumnos se conocieron, precisamente, como «estoicos». ¿Qué significa stoa? Grosso modo, columna. Y esto tendrá que ser tomado en cuenta para entender la postura de la filosofía de Zenón. Si bien fueron sus alumnos, Cleantes y Crisipo, quienes ampliaron el conocimiento de sus enseñanzas, no tenemos ningún texto de ellos en la actualidad. Tuvieron que pasar varios años para que el estoicismo encontrara en los filósofos romanos una mayor difusión. Pensamos específicamente en tres: Séneca (maestro de Nerón), Epicteto (un esclavo que logró obtener su libertad) y Marco Aurelio (emperador romano). ¡Qué vidas tan distintas!

Pero, ¿qué enseña el estoicismo? Sin duda sería interesante e importante hacer un gran resumen de las ideas de esta escuela, pero vamos a limitarnos a decir lo siguiente (pidiendo perdón a mis colegas filósofos que lleguen a leer esto por mi atrevimiento): ¿cómo ves la vida? Tal cual, el estoicismo es una invitación a una profunda reflexión de cómo participamos de y en la vida. Podemos decir que es una visión de la filosofía como terapia para nuestra mente. De hecho, no es nuevo, ya que Sócrates sostenía que la Filosofía se encargaba de curar nuestra alma. (Podemos agregar aquí que el estoicismo debe ser considerado como una columna de la psicología, el psicoanálisis y demás psicoterapias).

No despreciemos la mente

Hace poco, sostuve una brevísima plática en una red social con una mujer a la que sigo. Ella en una de sus stories compartía que pasaba por momentos de depresión e invitaba a sus followers a que no descuidaran su salud mental. Además de felicitarla por brindar ese consejo tan valioso en una época tan complicada, se prestó la oportunidad para que ella, generosa y valientemente, me compartiera un poco sobre su padecer. Por ello es que también me animé a escribir sobre esto. Gracias, querida A.

Curiosamente recordé un librito que se volvió popular hace ya varios años, mismo que era prohibido por muchas mamás mexicanas porque era de los Simpson’s, de esos «dibujos del demonio». El libro en cuestión se llamaba Guía para la vida, y el autor era el mismísimo Bart Simpson (El Barto). Evidentemente el contenido era pura broma y cosas irreverentes, pero no dejaba de ser algo llamativo y no dudo que uno que otro tema haya servido para muchas cosas a incontables personas. Yo guardaba mi copia bajo la cama para que no desapareciera como la primera copia que tuve…

Pensando en A, así como en varios de mis conocidos que me han reconocido una «manera estoica de llevar el duelo por mi papá» (cosa que me sorprende que lo digan), quise volver a escribir sobre eso, porque es cierto que la Filosofía, sobre todo la Clásica, tiene mucho que aportar para nuestra vida moderna.

Muchos de nuestros pensamientos que nos dan vueltas y vueltas en la cabeza a diario (hay quienes le llaman ansiedad), tienen una génesis en nuestra imaginación, en nuestra fantasía o en nuestra manera desesperada en la que vivimos. ¿Cuántas veces nos preocupamos por cosas que o no han pasado, que no van a pasar, que ni siquiera tienen que ver con nosotros, etc.? Esto deviene en emociones negativas que nos consumen a modo de crisis depresivas o existenciales (si nos arriesgamos a jalar de ese hilo). Se nos olvida que no todo está bajo nuestro control, que no todo está en nuestras manos, y pasamos a hacernos responsables de cosas que, como diría un profesor de la carrera, «si no tenemos comezón, para qué nos rascamos». Esto nos habla del modo en el que participamos del mundo, del modo en el que el exterior nos afecta y demuestra que nuestro interior no está lo suficientemente fortalecido.

Seamos stoas

Cuando daba a los estoicos en las clases de Filosofía de mis alumnos en la prepa, me gustaba decirles que aprendiéramos a ser stoas o columnas, que fuéramos fuertes y resistentes ante «la marea, la adversidad y los desastres». Muchos de ellos solían quejarse y se consolaban a sí mismos diciendo de mí que era «insensible y poco empático» sobre las cosas al actuar de ese modo. Pero lo que me esforzaba porque entendieran no era esa actitud fría y «desinteresada», al contrario, el estoicismo nos ayuda a canalizar nuestras pasiones, a medir nuestras emociones, a conocer nuestros límites y alcances en esta vida.

¿Qué haces si ves que viene un coche a mil por hora hacia ti? Te quitas. ¿Y si no puedes? Te mueres o quedas muy mal herido. Es decir, debemos aprender a lidiar con la vida y con sus circunstancias, ser conscientes de lo que podemos o no hacer, de aprender a valorar nuestras capacidades y las oportunidades que tenemos para aprender para no sólo ser mejores, sino hacer mejor las cosas. Precisamente la gran virtud que fortalece el estoicismo en cada uno de nosotros es la phronesis o prudencia.

Esto último es la llave para entender el gran mérito de la escuela estoica y que ya habíamos mencionado con anterioridad: muchos problemas de la vida lo son por la manera en la que los vemos, por la manera en la que los hacemos realmente problemas. La prudencia es una virtud que encara a la vida, que pone el freno para no aventarnos a lo tonto y ponernos en riesgo. Esto pasa mucho con la depresión, ya que ese volver a nosotros mismos y dolernos por «lo miserable que puede ser la vida», nos ciega y nos hace descuidar que la vida no es ni buena ni mala per se, sino que es el modo en el que la vivimos, las cosas que permitimos, las cosas que nosotros mismos generamos en gran parte de los momentos. Hay cosas que se controlan, otras que no. Hay veces que estamos solos, porque no aceptamos la compañía que otros nos ofrecen cuando no se trata de los que esperamos. Tantas cosas…

Por último, una columna no sólo es fuerte para sí misma, sino que es parte del sostén de un techo que bien podría caérsele a todos. También podemos servir de ejemplo para quienes la están pasando incluso peor que nosotros… y eso jamás lo sabremos.