Miedo a perder

«Para quien tiene miedo, todo son ruidos».

-Sófocles

Queridos(as) lectores(as):

No es para mentir, pero lo cierto es que hoy por hoy tenemos miedo, y mucho, sobre tantas cosas en la vida. Sin embargo, aunque no lo crean, resulta algo «bueno», ya que nos ayuda a aferrarnos a la vida, en tanto que nos concentramos en cosas que nos hacen considerarla (inconscientemente) importante. El aferrarnos a ciertas cosas nos provoca el miedo a perderlas: trabajo, pertenencias, situaciones, personas, relaciones, etc. Claro, ¿quién no tendría miedo cuando llegue el fin de algo? Sin embargo, tal como lo señala el mismo Buda, el miedo a perder termina por ser algo que atormenta al ser humano y le imposibilita ser feliz. ¿Qué es lo que realmente nos da miedo? Hay que entender que todo en esta vida tiene un inicio y un fin. Nada «dura para siempre», al menos no las cosas materiales. Sin embargo, es precisamente lo que nos cuesta tanto aceptar. ¿Qué es lo que realmente perdemos?

Muchas de las experiencias del miedo a perder son de las que más debemos aprender. Cuando tememos perder algo, en realidad lo que sucede es que surge una inseguridad muy personal de cada uno de nosotros. Pienso, por ejemplo, cuando una relación sentimental se encuentra a punto de acabarse. En muchos casos, lo único que sostiene la relación es la inseguridad de no «volver a tener una relación», de «no haber sido suficientes», y claro, eso es lo que nos aterra comprobar. Por así decirlo, algo que ya tenemos «seguro» nos salva de tener que comprobarlo después. Así, el miedo a perder entonces lo podemos resignificar como el «miedo a volver a tener». Sin embargo, como podrán advertir, hay cosas que no se podrán volver a tener, siendo la muerte de un ser querido una de las que más estragos causan en la mente y en el corazón.

Sólo queda lo que hay

Uno de los miedos a perder más recurrentes hoy en día sin lugar a dudas es la sensación de seguridad. Cuando tenemos un trabajo estable, una relación fuerte, buena salud, reconocimiento, etc. Sin embargo, cuando se mete a la ecuación un tercero, las cosas pueden ser bastante cuestionables. Es decir, muchas veces creemos que la relación que tenemos con la familia, los amigos, la pareja, etc., es lo mejor. De ahí que muchas cosas «malas» las permitamos justificando siempre desde el supuesto «amor». No sé, pienso por ejemplo en la violencia que se ejerce en las relaciones y que se justifica porque «lo hacen por amor». Ya lo hemos comentado, quien ama NUNCA LASTIMA. Sostener lazos con lo que hay a pesar de las formas negativas, es sin duda una confesión del miedo a perder la seguridad de algo por no querer comprobar la posibilidad de algo más.

El miedo puede provocar crueldad, y lo que es peor, contra uno mismo. El «yo aguanto» es por mucho uno de los más perturbadores escenarios. «Es que así es mi familia, no es que pueda cambiarla», «me trata así mi pareja, pero pues yo lo/la acepté», etc. Tantas cosas que se asemejan a este tipo de comentarios. Curiosamente, este tipo de situaciones perversas buscan nulificar toda alternativa abusando del sentimiento de culpa: «agradece que tienes familia», «ya parece que vas a encontrar a alguien más que te aguante como yo», «di que por lo menos alguien te quiere», y demás muestras de crueldad que aumentan el miedo a vivir algo más.

Vencer el miedo

No es fácil, pero es necesario. El miedo siempre es un factor paralizante para muchas cosas. Cuando hablamos del miedo a perder a un ser querido, hablamos del miedo a hacer nuestra vida aparte de. Es decir, ¿qué haremos cuando x persona nos falte? La única respuesta real es: vivir sin ella. Ya me imagino lo que han de estar sintiendo y en tantas personas que estarán pasando por su mente. Pero es la verdad, la vida un día «falla» y se llenan de flores y lágrimas los cementerios. Quienes hemos perdido personas queridas nos hemos visto frente a frente ante la sensación horrible de la desolación y del desamparo. ¿Qué haremos ahora? ¿Cómo podremos vivir sin esa persona? Cuando un ser querido muere, una parte de nosotros muere también con él. Se muere la relación en la acción. Ya no podremos hacer las cosas que hacíamos, ya no podremos disfrutar las cosas que disfrutábamos, etc. Podremos hacerlo, sí, con alguien más, pero no será lo mismo. Y claro que así es. Sin embargo, perder a un ser querido sólo pasa cuando le olvidamos, cuando le matamos en los recuerdos. Quien siembre distancia, cosecha olvido. Por eso, el recuerdo siempre debe ser fortalecido.

La única manera que tenemos de vencer el miedo es enfrentarlo, y ver que más allá del mismo hay siempre opciones y/o alternativas. Insisto: perder a un ser querido lo hace irremplazable. Cuando murió mi querido erizo, Baruch, hubo quienes me dijeron si iba a tener otro para reemplazarlo. Por supuesto que podría tener 1, 2, 100, miles de erizos, pero ninguno reemplazaría al original. Sin embargo, esa afirmación, me permite traer al presente todos los buenos y hermosos momentos que pasé con mi mascota. Poco a poco, el dolor troca con la ternura y el amor, haciendo que el miedo se torne en esperanza de los días que están llegando. El miedo a perder, por último, es tener miedo sobre no ser capaces de continuar; desconfiar de nuestra capacidad para ello, de no descubrirnos en otra posibilidad siendo al mismo tiempo nuestra propia posibilidad. Quizá lo que más nos puede enseñar el miedo es a curtir un corazón cada vez más fuerte y dispuesto, aceptar que la vida es así y que un día todo lo material se acabará, incluyéndonos.

El remedio para el miedo es vivir…

No es fácil, pero recuerden: «nadie nos prometió un jardín de rosas».

¡Los abrazo!

Srta. Ansiedad, pase al diván

«Dependerás menos del día de mañana si tienes bien asido el de hoy».

-Séneca

Queridos(as) lectores(as):

Ciertamente no es la primera vez que abordamos este tema en estos encuentros, pero es importante hacerlo desde distintos flancos para poder alcanzar, quizá no sólo a entender, sino a identificarnos en alguno de ellos y, así, poder abordar de la mejor manera nuestro problema. La ansiedad, noción muy abstracta y compleja, la podemos apreciar como un «exceso de pensamiento sobre el devenir», en otras palabras, pensar de más lo que «ha» de suceder. Aunque es curioso, porque en dicha situación tenemos la impresión (¿inconsciente?) de ser unos auténticos videntes sobre lo que está por pasar. ¿Qué puede ser tan insoportable como pretender predecir el momento después? Claro, puede que nos apoyemos en cierta estadística para poder «entre ver» lo que está por suceder pero, tal como reza un refrán oriental: «No todas las hojas caen del árbol en otoño». Siempre habrá algo que se nos escapa de la certeza absoluta.

La ansiedad, hoy por hoy, es uno de los problemas que más están afectando a las personas. Bien decía mi querida amiga Fernanda N. ayer que platicábamos sobre eso: «No conozco a nadie que en esta época no sufra de ansiedad». Y en esto hay dos claves importantes, mismas que he resaltado en la cita. No es que la ansiedad, en primer lugar, sea propia de esta época, es tan vieja como el hombre mismo, sólo que el nombre era distinto pero, me atrevo a decirlo, también las prioridades. En segundo lugar, una vez más, nos vemos presos del lenguaje, ya que al decir que «sufrimos» la ansiedad, nos sentenciamos a una sola posibilidad.

Nombres y modos

Tal como lo decía, la ansiedad tiene sus orígenes desde la existencia del hombre. Por poner un ejemplo, Hipócrates (460-370 a.C.), «padre de la medicina» en Occidente, registró al menos varios casos de personas que padecían repentinos ataques de angustia y pánico en público. El pánico es una noción que de hecho podemos derivar de Pan, dios griego de los pastores y los rebaños. En la mitología, se le conocía como un dios «bromista» que gozaba de asustar a las personas y a los animales. Ese «susto» está relacionado con el ataque repentino de angustia y ansiedad. Pensemos por un momento: estamos ante una situación determinada, en la que de cierto modo estamos confiados por tener todo «bajo control», pero de repente, sin verla venir (como decimos acá en México), algo sucede que nos arrebata nuestra seguridad y estabilidad. Y eso que pasa, irónicamente, puede que no pase. Ese es el poder de la mente en el ser humano: puede crear sin crear.

Es momento de las etimologías. Sufrir viene del latín sufferro, sufferre; a su vez es un prefijado sub+ferre, que nos remite a «llevar, soportar» incluso «sostener», por lo que podemos traducir como «soportar por debajo». ¿Qué pasa si cambiamos la noción por «padecer»? Ésta viene del latín, del deponente patior, y a su vez del infinitivo patir, que traducimos como «soportar» o «tolerar», aunque curiosamente también como «soportar un sentimiento». Y aquí está el punto: en ambos casos encontramos la idea de «soportar/tolerar», llevar con uno, aceptar, asimilar. Porque la ansiedad es un trastorno que nos acompaña desde que somos conscientes hasta el último día de nuestras vidas. Un «estado de alerta» que puede ser beneficioso si lo sabemos orientar en nuestra vida.

Mientras tanto, en psicoanálisis…

El propio Sigmund Freud tuvo el tiempo para reflexionar sobre este tema. La ansiedad la concebía como un estado afectivo negativo en el que el ser humano se vuelve su propia víctima, padeciendo un enlistado enorme de sentimientos, pensamientos y actividades. Para él, la ansiedad se podía dividir en tres: real, neurótica y moral. Estas tres divisiones están dirigidas hacia lo que es propio del mundo exterior (lo real), al Ello (lo neurótico) y al Superyó (lo moral). Lo curioso aquí es que la ansiedad es un modo de evasión de la propia angustia, es decir, vemos tigres sin comprobar que los haya, y lo sufrimos, lo padecemos.

¿Cómo lidiar con esa terrible experiencia? Si bien la psicofarmacéutica ofrece un catálogo de ansiolíticos bastante grande, la idea de depender de algo para ayudarnos contra algo de lo que también estamos dependiendo, puede llegar a ser contradictora (ojo: no estoy diciendo que un buen tratamiento psiquiátrico no ayude), porque de nada sirve «poner vendaje sin revisar la herida». Hay que hablar, hay que sacar aquello que «estamos soportando» para poder entender, primero, qué es y, segundo, por qué lo soportamos. Incluso podemos ver la ansiedad como un problema de percepción de la realidad y de nuestra falta de confianza en la misma. Volviendo al ejemplo de los tigres, tengan por seguro que de haber tigres frente a ustedes, ellos tendrán la amabilidad y la sutil cortesía de hacérselos saber…

Un consejo…

Poder lidiar con la ansiedad es algo que se entiende de muchas maneras, pero como en muchas cosas relacionadas con el malestar psíquico del ser humano, la creatividad puede ser una buena herramienta para ayudarnos en los momentos donde nos ataque. Escribir, hablar, pintar, dibujar, bailar, hacer ejercicio, etc., nos puede ayudar a recuperar justo lo que la ansiedad nos pretende arrebatar: el aquí y el ahora. Pensar de más las cosas, irónicamente, nos hace que las descuidemos como son, y las «decoramos» con nuestros miedos, nuestras inseguridades, con todo lo que somos… ¿narcisismo?

¡Ah, qué cosa…!

Los días están llegando

«El porvenir es un lugar cómodo para colocar los sueños».

-Anatole France

Queridos(as) lectores(as):

No sabría decirles por qué, pero desde que leí eso de «los días están llegando» en el hermoso libro del mismo nombre del rabino Ezriel Tauber, además de la profunda búsqueda espiritual que pretende, me conmovió al punto de dar un consuelo especial a mi corazón. Tantas cosas que pasan o que pasamos a diario y tantas que nos estamos perdiendo. ¿De qué va el día a día de cada uno de ustedes cuando se alejan del labor, el estudio, de aquello que «importa»? ¿Cuántas veces nos vemos sumidos en la responsabilidad que olvidamos elementos tan finos y bellos como el simple sentir la brisa del aire estrellarse con nuestro rostro?

Soy tremendamente afortunado por las amistades que tengo, pero sobre todo cuando éstas me inclinan a la reflexión y a seguir aferrándome a la vida. Pero de nada me sirve eso si no lo comparto y trato de vivir por un lado, y por el otro enseñarlo. A veces me pesa mucho el ser filósofo, el ser psicoanalista, el «tener que lidiar» con los problemas del mundo. ¿Estaré haciendo lo correcto? ¿Servirá lo que ofrezco a mis pacientes? Son preguntas que puedo responder con facilidad por lo que veo y por lo que compruebo, pero esas preguntas me orillan a preguntarme ahora si todo eso es también para mí.

¿Dónde quedamos nosotros?

Mi amigo Martín me compartió que está por iniciar una nueva aventura académica para su formación profesional y personal. Hablamos un poco sobre los dones y de qué manera los usamos. En un momento, compartí lo mucho que disfrutaba tocar la guitarra cuando era más joven y que por una circunstancia de salud no lo pude volver a hacer. Ciertamente pasaron los años y con fisioterapia pude tener más movimiento en mi mano derecha. ¿Por qué ya no volví a tocar guitarra? Lo primero que respondo es que me desespera el hecho de que «ya no es lo mismo, ya no es como antes», pero luego me respondo: «Es porque me ha dado flojera comprobarlo». Patético. Pero no por eso deja de ser importante. Las cosas no son tan simples, y en mi esfuerzo por ser más sincero conmigo mismo, descubro que hay momentos y recuerdos tristes que no quiero volver a vivir al tocar con mis dedos las cuerdas de la guitarra. Así que ahí yace, en una esquina de mi cuarto, cubierta de polvo.

Lo que ayer fue la música para mí, hoy los son la literatura y la poesía. Mis queridos(as) lectores(as), ¿se imaginan cuántos libros podría publicar si recopilara todos estos encuentros? Quizá 5 ó 9, no lo sé. ¿Pero qué ganaría con eso? Quizá descubrirían este espacio quienes no son duchos en el uso del internet, quizá alguien podría compartir lo leído con alguien más a modo de recomendación literaria. Quizá… quizá… quizá. Pero, a pesar de esa incertidumbre, yo estoy ahí, en la posibilidad infinita que es mi propia vida. Cierro el libro que estoy leyendo, tomo un trago de mi café, me digo non estic per hòsties! (¡no estoy por/para hostias!) y me regreso a escribir. ¿Qué escribo? Para empezar, lo que pienso, para que entre todos los que puedan leerlo, en algún momento lo haga yo también y me dé cuenta de cosas secretas entre tantas palabras que sólo yo podré descifrar(me).

Quisiera…

Antes de llegar al mediodía de hoy, mi amiga Odette me pregunta por Whatsapp a dónde me gustaría irme de vacaciones. No tardo en contestar «no sé», para luego decirle que «necesito playa». Pero esa necesidad no es la clásica y malgastada respuesta cotidiana de «necesito playa, me urge», que significa irse de fiesta, alcohol y demás desenfrenos. No, en mi caso quisiera sentir la arena en mis pies mientras son refrescados con la fría agua del mar. Ver al horizonte y volverme a preguntar como cuando era niño: «¿Qué habrá más allá?». Pero, ¿me gustaría compartir ese momento con alguien? Sí. ¿Con quién? «No sé», y después yo mismo me digo, «no, sí sabes, con ella, con él, con ellos…», y vienen a mi mente mis amigos, mis amigas, mis padres (que ya no están aquí), mi ex, mi crush, con esos extraños que se volverían conocidos para luego ser amigos o parte del olvido.

Quisiera tantas cosas, ¿qué me detiene para ello? ¿Qué logra el psicoanálisis sino enfrentarnos contra nuestras propias prohibiciones? Es decir, hay cosas que no decimos, que no hacemos, porque según nosotros no podemos, quizá porque no debamos, pero no es tan simple. En los miedos personales yace la respuesta hacia la libertad que buscamos. Escuchar el deseo es enfrentarnos a lo que nosotros mismos hacemos para no cumplirlo. Quisiera, por ejemplo, escribirle a cierta persona y decirle «vámonos, no preguntes a dónde, vamos a improvisar». ¿Qué pretextos me pongo? Sí, claro, los días están llegando, pero yo con ellos, porque esa es la vida que está frente a mí esperando que tome alguna de tantas posibilidades y me atreva a adentrarme en el misterio mismo. Ahí donde yace el nombre del destino, yace el hombre elegido.

Quizá, en vez de playa, quisiera ir a Escocia…

¿Qué creen que sea?

Una sociedad de erizos

«El ser humano es un animal sociable que detesta a sus semejantes».

-Eugène Delacroix

Queridos(as) lectores(as):

El 25 de mayo de este año, con tristeza y agradecimiento, me despedí de mi querido Baruch, quien era un pequeño erizo que puedo decir que tuvo una vida bastante buena, ya que estos animalitos tienen una esperanza de vida muy variante, pero que en la mayoría de los casos es de 4 a 5 años, pero mi Baruch casi llegó a los 7 años. Fue quizá una de las mascotas más exóticas que he tenido y, a su vez, de las más interesantes. Los erizos son animalitos que, aunque ya se les ha domesticado, no son exactamente lo que uno podría esperar, es decir, a diferencia de un perro, un gato, un conejo e inclusive un hamster, estas bolitas con espinas tienen su muy propio y muy marcado temperamento. Hay los que se acostumbran a sus humanos y se dejan agarrar, juegan y demás; otros, como Baruch, que aunque se acostumbran a sus dueños, el caracter lo mantienen fuerte e «irritante», pues de un momento a otro encuentran la manera de morder la mano de quien los alimenta. Mi erizo siempre estaba «enojado», pero sin lugar a dudas fue un gran acompañante para mí.

Sin embargo, aunque Baruch me sirva como introducción a este encuentro, la idea es abordar lo que los erizos nos enseñan sobre la humanidad, y cómo autores como el filósofo alemán Arthur Schopenhauer encontraron cierto símil. Los erizos, aunque son lindos, tiernos y bonitos, no dejan de ser esa bolita con púas que en cualquier momento, sobre todo cuando se sienten amenazados, las levantan sin importar lo que lleguen a lastimar.

De un enojón a otro

Schopenhauer ha sido expuesto como el padre del pesimismo por su pensamiento y sus actitudes en la vida. Quizá lo que más se le critica es lo que más nos cuesta reconocer. Justo él tenía una noción muy curiosa sobre el ser humano y de ahí el símil con los erizos:

«En un día muy helado, un grupo de erizos que se encuentran cerca sienten simultáneamente la necesidad de juntarse para darse calor y no morir congelados. Cuando se aproximan mucho, sienten el dolor que les causan las púas de los otros erizos, lo que les impulsa a alejarse de nuevo. Sin embargo, como el hecho de alejarse va acompañado de un frío insoportable, se ven en el dilema de elegir: herirse con la cercanía de los otros o morir. Por ello, van cambiando la distancia que les separa hasta que encuentran una óptima, en la que no se hacen demasiado daño ni mueren de frío».

Baruch, en honor al filósofo Spinoza.

A esto anterior se le conoce como el Dilema del erizo, mismo que encontramos en su obra Parerga y Paralipomena (1851), y quizá más de uno(a) de ustedes, queridos(as) lectores(as), les hizo sentirse curiosamente identificados. Y no está tan mal eso. Se dice, y se dice bien, que «los que más te pueden lastimar son los que más te dicen amar». El ser humano, social por naturaleza -según Aristóteles-, ha descubierto a través del tiempo lo tremendamente complicado que puede resultar el relacionarse con los demás, sobre todo en nuestro tiempo que parece que las relaciones se ven muchas veces demasiado forzadas. ¿Cómo podemos satisfacer, como individuos, nuestras necesidades sin afectar o vernos afectados por esa misma búsqueda de los demás? ¿Cómo es que queremos estar acompañados pero, al mismo tiempo, queremos nuestro propio espacio?

Espinas y datos

La sociedad actual se debate constantemente entre lo que consideramos «práctico» y las ganancias o pérdidas que tenemos con ello. Ahora que pasamos la pandemia de COVID-19, la necesidad de estar en contacto con otros se hizo demasiado palpable, ya que aunque existía la «facilidad» de hacer a través de las pantallas durante el enclaustramiento que muchos vivimos, no fue para nada lo mismo, pues la ausencia del contacto físico, la simple presencia «ahí» del otro frente a frente, provocó verdaderos episodios de angustia, ansiedad, depresión, etc. Una vez que pudimos volvernos a encontrar, fue curioso cómo muchos siguieron manteniendo contacto a la distancia. De hecho, hay que fijarse: cuando estamos compartiendo con los amigos o la familia en una cafetería (por decir algo), los celulares siguen estando presentes y, con ellos, otras conversaciones con personas que no están ahí.

Sigmund Freud, en su libro Psicología de las masas y análisis del yo (1921), cita a Schopenhauer y al dilema el erizo: «Consideremos el modo en que los seres humanos en general se comportan afectivamente entre sí. Según el famoso símil de Schopenhauer sobre los puercoespines que se congelaban, ninguno soporta una aproximación demasiado íntima de los otros». ¿Qué tan cierto es esto? No es motivo para asustarnos, pero es muy cierto. El ser humano, una vez más, es sociable por naturaleza, pero como pasa con todo, llega un momento en el que se harta, se cansa y necesita su propio espacio. Sería un error pensar que se cambia uno por otro, que somos asociales por naturaleza. Habría que considerar cada uno de los casos de tantos millones de seres en este mundo, para poder saber por qué hay quienes abrazan la soledad y pareciera que están mejor así. Sinceramente me cuesta mucho creer que haya alguien en este mundo que sea incapaz de extrañar la compañía del otro, aunque sea por un minuto.

¿Qué piensan de esto?

Crisis y claridad

«En las grandes crisis, el corazón se rompe o se curte».

-Honoré de Balzac

Queridos(as) lectores(as):

No es algo nuevo pero, ¿ya están hartos de algo? Esta pregunta no es fácil de hacernos porque presupone una demanda muy importante de sinceridad para con nosotros mismos. Porque estar harto implica un «no quiero más», sin embargo, silenciosamente lo acompaña un «pero». Por ejemplo: «Ya estoy harto, no quiero más este trabajo… pero es lo que hay». Ciertamente ese pero puede llegar a ser devastador en el sentido de que parece imposibilitar algo más. Cuántos de ustedes no estarán pasando por lo que san Juan de la Cruz denominaba una «noche oscura del alma». El santo católico se refería a esos momentos de profunda desolación y soledad, de falta de sentido, de tristeza y arrepentimiento en algunos casos. Apartados un poco de la cuestión espiritual (por tanto religiosa), las personas solemos vivir estas noches muy a menudo, a veces, tantas que pensamos que realmente estamos mal. Pero, ¿qué significa pasar por algo así?

Tener dudas de lo que somos, pensamos, sentimos, hacemos, etc., es algo perfectamente humano. ¿De qué nos sirve tener tantas certezas si éstas no nos permiten entenderlas? La duda para alguien como el filósofo francés, René Descartes, sirve para acceder a la verdad. Dudar para dejar de dudar. Por eso es que la duda debe ser, sobre todo, metódica y no algo cercana a lo escéptico. Dudar por dudar es perder el tiempo. Pero, cuando realmente nos detenemos a reflexionar sobre las cosas que vivimos a diario, podemos entender entonces que la noche oscura del alma no es otra cosa sino un momento de purificación para tener claridad.

Nuevos inicios

Ya había abordado algo sobre este tema en un encuentro anterior, sin embargo, quisiera ampliar un poco más esto a partir de la experiencia de la noche oscura del alma. Muchas de las veces que experimentamos esto, se debe en buena medida a la desilusión, a la alta expectativa que podemos generar sobre nuestros estudios, trabajos, relaciones, etc. La semana pasada tuve de visita a mi mejor amiga aquí en mi casa. En una de nuestras tantas charlas, me preguntó: «Si no hubieras estudiado Filosofía o Psicoanálisis, ¿qué te hubiera gustado estudiar?». Como decimos acá en México, «a bote pronto» (sin pensarlo), le contesté que Medicina o Leyes. Después de que le di mis razones, terminé diciéndole: «Sin embargo, igual y vuelvo a estudiar lo mismo». ¿Cuántos de ustedes eligieron sus carreras por cosas aparte? Es decir, hay quienes quisieron (por voluntad o por presión) continuar el legado familiar, otros eligieron por las oportunidades económicas que parecen más probables, etc. Hay quienes tuvieron o tuvimos la oportunidad de estudiar lo que quisimos. Pero, ¿cuántos de nosotros estamos felices por nuestra elección?

En su libro, Las noches oscuras del alma (2004), el psicoterapeuta estadounidense, Thomas Moore, dice lo siguiente:

A medida que transcurre la vida, uno se hace más reflexivo y menos obsesionado consigo mismo. Adquiere una visión más amplia y profunda, y su corazón es capaz de abrirse más allá del egoísmo hacia las necesidades de las personas que le rodean. […] Uno se refina, se vuelve más reflexivo y sensible. Comprende el significado y la importancia de los muchos acontecimientos que jalonan su vida, y su conversación se hace más sustanciosa e inteligente.

Durante aquella conversación, le decía a Fernanda que muchas veces tenemos la idea de que no nos queda de otra y hay que seguir haciendo lo que hemos estado haciendo. Y eso perpetúa el malestar personal. Hay quienes pierden el sentido de lo que hacen porque se aburren, porque ya no es tan interesante, porque no es lo que esperaban. Y sí, pasa y mucho. Pero, ¿es que acaso es lo único que podemos hacer? Luego, le hablé sobre aquello que conocemos como el eterno retorno de lo mismo, una noción griega que el filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, retomó en su trabajo. ¿Qué pasaría si un demonio se acerca y nos dijera que todo cuanto hemos vivido estamos destinados a vivirlo una y otra, y otra, y otra y otra vez en un ciclo sin fin? Apartados de la visión lineal de la vida, todo dolor, toda tristeza, todo mal momento, lo repetiríamos sin poder hacer algo al respecto. Ella se puso sensible y me dijo «no, qué horror…». Ah, pero no se queda ahí, ¿qué pasaría si pudiéramos elegir qué vivir y de qué modo? Cosa que siempre hemos podido, pero que nos ha faltado decisión, valentía, coraje y un poco de egoísmo (¿por qué no decirlo?). No se trata de vivir como nos dicen, sino vivir como queremos en medida de que podamos hacerlo. Hay cosas que no podemos cambiar, que no están en nuestras manos, pero hay otras que pueden ser los más bellos inicios para apropiarnos de nuestra vida, de nuestro deseo.

Por favor, desespera.

La desesperación, el morir sin morir, como diría el filósofo y teólogo danés, Sören Kierkegaard, es un estado del ser humano en el que la posibilidad parece que desaparece. Sólo hay malestar, genuino y muy personal. Sin embargo, la desesperación es algo bueno, dentro de lo que cabe, pues eso nos hace decir otro «hasta aquí», sólo que en esta ocasión le acompaña un «cómo». Ejemplo: «Estoy desesperado, no puedo más con esto, ¿cómo le hago?». Esa pregunta requiere una respuesta que, una vez más, requiere de nuestra total sinceridad. Tenemos que volver a nosotros mismos, a escucharnos y elegir. La madurez es la ocasión del ser humano en la que se libera de la dependencia, para abrirse paso a sus propios aciertos y a sus propios errores. Tal como decía Honoré de Balzac en la frase que les compartí al inicio de este encuentro, «… el corazón se rompe o se curte». ¿Qué elegimos? ¿Nos quedamos sentados a lamentarnos o hacemos algo al respecto? No es fácil, definitivamente no lo es, pero tenemos que aprender a confiar en nosotros mismos y en nuestras capacidades.

Hay quienes estudiaron lo que estudiaron y parece que no están muy felices por ello. Sin embargo, resulta que son buenos en lo que hacen. ¿Qué más hacer? La desesperación es una invitación a hacer algo más. Un querido amigo y hermano, René, es ingeniero, y muy bueno, sin embargo hay algo que le inquietaba, por lo que decidió, aparte, dibujar y pintar, ¡y vaya que es muy bueno! Pero, ¿hay algo más por hacer? Sí, y se formó como psicoanalista. A lo que voy es que las crisis nos permiten tener claridad y darnos cuenta de que no estamos atrapados en una realidad en la que sólo hay algo por hacer, sino muchas otras cosas más. ¿Están pasando por una noche oscura del alma? Qué bueno, póngale y pónganse atención, dense la oportunidad de aprender y verán que a la mañana siguiente, el sol brillará más que de costumbre.

El placer de las cosas sencillas

«Las cosas de este mundo son tanto más buenas cuanto más sencillas».

-José Luis Martín Descalzo

Queridos(as) lectores(as):

El día de ayer me reuní con mi querido amigo, el escritor y académico mexicano, Daniel Rodríguez Barrón (La soledad de los animales, Incidentes, La luna vista por los muertos, etc.), con quien estoy llevando a cabo un proyecto que, espero, pueda ver la luz muy pronto. Después de un magnífico intercambio de ideas y puntos de vista, proseguí con mi día. Estaba buscando uno de esos controles que, hasta la fecha, sigo sin recordar cómo se llaman (los inalámbricos que se dividen en 2) para mi Nintendo Switch (uno de mis placeres culposos) pero por desgracia, aunque más bien por fortuna, no lo encontré; seguí recorriendo la zona y me topé con una cafetería muy pequeña que no hubiera notado nunca de no ser porque iba caminando en esta ocasión. Entré y una joven muy agradable, de nombre Ariel, me atendió de una manera muy cálida, atenta y servicial. Me contaba que llevaba ya casi 1 año ahí y que estaba ahorrando para entrar a estudiar Filosofía en la UNAM. Le platiqué que algo sabía sobre eso y nuestra conversación se «desató».

Me llama mucho la atención cómo las mentes más jóvenes se inclinan poco a poco hacia un saber tan cuestionado como lo es el de la Filosofía, y a esto me refiero por su «falta de practicidad» o, mejor dicho, «porque no deja para vivir». El pan nuestro de cada día de los que estamos en este mundo. Ella me decía que hace unos años, se topó con un librito que le llamó mucho la atención, que lo leyó una y otra vez y que le había provocado el querer estudiar esta carrera. El libro en cuestión era De Anima, de Aristóteles (¡vaya librito!). Debo de confesar que pasé un rato bastante agradable, además de que el café era soberbio, rico y muy bien preparado. Me atreví a darle algunos consejos y unas recomendaciones y quedé de visitar ese lugar de manera más frecuente «para seguir enseñando y aprendiendo».

¿Para qué tanto?

Una de las cosas que más me llamó la atención sobre Ariel era la sencillez con la que hacía las cosas, ya que aunque estaba platicando conmigo (ya que no había más comensales, quizá por la hora), estaba limpiando la barra del lugar, las mesas, el piso, preparando algunos platillos y contándome sobre las cosas que tenía que hacer al día, sin dejar a un lado sus lecturas filosóficas. Por un momento me «perdió», ya que me puse a reflexionar en que en realidad, ante esta época donde vamos a toda prisa y con «poco tiempo», son muchas las ocasiones en las que se nos olvida que uno de los máximos placeres en esta vida es el de las cosas sencillas. Es decir, es una realidad que nos encanta complicarnos la vida, y eso tiene mucho que ver con ciertas ideas del tipo «si no cuesta, no sirve». ¿Quién nos cargó con semejante peso?

Una torta/emparedado de aguacate/palta. Más abajo lo entenderán.

Bien es cierto que tenemos muchas cosas por hacer, pero el tema no es eso, sino el modo en el que lo hacemos. «Ante la complejidad, mantente sencillo», decía un querido amigo hace unos años. A lo que se refería es a qué podemos hacer para aligerar un poco lo que estamos haciendo. Pienso, por ejemplo, en la limpieza del hogar. Aunque para mí resulta una actividad en demasía terapéutica, para muchos no es así, al contrario, si pudieran lo evitarían hacer a toda costa. ¿Qué pasa si esa limpieza la hacemos escuchando la música que nos lleva a mover el cuerpo, a bailar? El cerebro recibe la excitación de los sentidos y libera endorfina, una de las hormonas que «causan» felicidad al ser humano. Las endorfinas se generan por la práctica deportiva, el hacer ejercicio, y no sólo ayudan a sentirse mejor y con más ánimo, sino que tienen también un efecto analgésico que ayuda a disminuir el dolor. Por eso, cuando la gente dice asegurar que «ya no puede con el cansancio», cuando se da la oportunidad de hacer algún ejercicio, se «recarga» de energía y le viene un «segundo aire». Si eso pasa con el cuerpo, ¿qué pasará con el entorno?

Sencillez y alimentación

Hace unos días, una paciente me decía que tiene un «gustito» especial para cuando no tiene ganas de hacer nada. Que se come un chocolate y con eso tiene para «reanimarse». Claramente podemos decir que se debe al azúcar y al efecto afrodisíaco que el chocolate tiene lo que le lleva a sentirse mejor, sin embargo, va más allá de eso. Ella, en alguna ocasión, trajo a su análisis que su abuelita siempre los recibía con mucho amor cuando ella y sus hermanos regresaban del colegio. «Mis niños lindos, mis pequeñas baterías» -les decía. Acto seguido, les preguntaba cómo les había ido. No faltaba el clásico reproche infantil de «estuvo muy pesado», a lo que la señora les decía «bueno, peso adiós, aquí un chocolate». Y les daba a cada uno una barrita. Mi paciente relaciona el chocolate con el amor y cariño de su abuelita con ese «truco» para sentirse mejor. La carga emocional y de afecto depositada en un objeto que nos hace recordar, tiene un poder inigualable en la mente y el cuerpo.

Con mi querido amigo y hermano, el famoso Martín, existe algo muy parecido. No es necesario decir más que, «la torta nos llama», para entender que es NECESARIA una rica y deliciosa torta/emparedado de aguacate/palta. La sencillez de ese alimento es quizá la base de todo: frijolitos, mantequilla, aguacate y queso de Oaxaca (quesillo, queso de hebra). Puedo decir sin temor a equivocarme y hablando por mi amigo, que ese momento es en verdad especial, pues lo disfrutamos sin prisa y nos llena el espíritu. Y sí, somos felices. La felicidad no es un absoluto, por lo que cuando llega el momento, hay que saborearla por el tiempo que dure. Pero, así como lo decía anteriormente, es el modo o la manera en la que hacemos las cosas. Cuando comemos esa deliciosa torta, Martín y yo compartimos una plática a la que llamamos psicoanalítica (pues es una auténtica demostración de la asociación libre) y nos asombramos, reímos, hay sarcasmo e ironía, pero sobre todo, un momento en el que el mundo está bien donde está… allá, fuera de ese encuentro filial.

El amor en los pequeños detalles

«La mirada indiferente es un continuo adiós».

-Malcolm de Chazal

Queridos(as) lectores(as):

Hoy en día, todos vivimos sumidos en nuestros problemas y se nos olvida el mundo. ¿O es que el mundo es en sí un problema para nosotros? Cierto es que «nadie nos entiende», y muchas veces eso pasa porque nos hemos vuelto muy reservados, quizá por pena, por coraje, por temor a ser regañados o criticados, etc. ¿Para qué compartir lo que nos pasa si parece que sólo podemos recibir algo negativo por parte del otro? Podemos entender que muchas de las respuestas derivan de la propia frustración personal del otro, es decir, hablamos de proyecciones y que en ellas hay todo lo que está mal, lo que duele, lo que entristece. Por eso es que es necesario que hagamos un ejercicio diario de recordar que TODOS tenemos problemas, pero no hay motivo de hacerlos los problemas del otro. En el compartir yace la oportunidad de ver desde otra perspectiva el problema, quizá haya solución, quizá no estemos haciendo lo mejor para ello, pero la idea debe fortalecerse en la virtud de la humildad, tanto del que comparte como del que comenta.

Mi papá solía decirme: «Cuando hables de ti, no te olvides del otro». Esa insistencia es muy humana, demasiado importante como para pasar de largo. Sí, una vez más, todos tenemos problemas, pero no todos tenemos las soluciones. Ayer, una paciente me compartió un refrán que me gustó: «Cada maestrito tiene su propio librito». Cada uno de nosotros compartimos y/o enseñamos algo a nuestra manera, pero eso no es una totalidad, o al menos no debería serlo. No nos dejemos arrastrar por algo que nos vuelva indiferentes al problema del otro. Los problemas encuentran solución muchas veces en la compañía de un familiar, un buen amigo o de un conocido de ocasión.

Una película triste, muy triste

Hace unos días, volví a ver La tumba de las luciérnagas (火垂るの墓 Hotaru no Haka, 1988), por mucho una de las películas más tristes y deprimentes que han existido en el mundo del anime japonés. Con el peligro de spoilear a quienes no la hayan visto, es una historia que se desarrolla en el Japón Imperial a finales de la Segunda Guerra Mundial. Basada en la novela de Akiyuki Nosaka del mismo nombre, nos encontramos con dos hermanos, Seita y Setsuko, que viven en la ciudad de Köbe y las duras penurias que son posibles durante una guerra. Tras sobrevivir a un bombardeo, los dos pequeños se enfrentan a la realidad de saber que su madre quedó gravemente herida (posteriormente fallece) y quedan con la esperanza de que pronto se reunirán con su padre, quien funge como oficial de la Armada Imperial de Japón (cosa que, como podemos entender, no sucederá).

Seita tiene 14 años y Setsuko es una pequeñita de 5 años. A pesar de la crueldad de la guerra, estos hermanos nos ofrecen un recuerdo de que siempre hay algo por lo cual luchar. Aunque claro, Seita se ve sumido en la responsabilidad de cuidar a su hermanita en una situación francamente desesperada, donde el alimento, el hogar, la paz y la seguridad escasean, así como la salud. Sin querer entrar en muchos detalles para no arruinarles la ocasión de ver esta película (desgraciadamente la quitaron de Netflix por temas de derechos de distribución, ya que desde que Studio Ghibli cedió sus derechos a Disney, desapareció de esa y demás plataformas de streaming), y que a pesar de su crudeza en verdad les animo a que lo hagan, en ella encontramos la crueldad absoluta del ser humano cuando abrazan la indiferencia y el individualismo salvaje. En este mundo de amor, quien cierra las puertas al otro, se condena a sí mismo a los peores infiernos personales.

Abrazar la esperanza, abrazar al otro

Es increíble que como seres humanos sólo pensemos en los demás cuando ha pasado una desgracia o cuando, de plano, ya es demasiado tarde. Los gestos de amor y cariño son exigencia del día a día. Sé que el famoso «debe ser» puede resultar una imposición, pero en algunos casos como éste, quizá sea más bien un recordatorio de que nos estamos sumiendo en una realidad de indiferencia tan cruel que no somos capaces de entender que muchos problemas los podríamos evitar o al menos ayudar a solucionar. Es de tercos pensar que la única ayuda deriva en cuestiones materiales, pero también es cierto que muchas veces tenemos algo que podríamos ofrecer a otros. «Haz el bien sin mirar a quién» podría ser bandera de cada día. Ya he insistido mucho en esto, porque es algo que nos está azotando terriblemente en la sociedad. La amabilidad no es un lujo, no es algo que deba ganarse, porque de hacerlo, ¿por qué nos quejamos de que nadie es amable con nosotros?

Me recuerdo mucho un día, hace algunos años, que una niñita muy linda se acercó a mí estando en el parque y, sin más, me pidió que me agachara y me ofreció una pequeña florecita. «Para ti», me dijo, y se fue corriendo a lado de su mamá. Un gesto muy simple en el que la pequeñita me transmitió un amor que todavía no logro poner en palabras, pero que llenó de vida mi corazón y me dio la sensación de no estar solo. En aquel entonces, recién había fallecido mi mamá, por lo que quienes hayan pasado por ese tipo de pérdida, saben y comprenden lo difícil que resulta para uno seguir viviendo con semejante ausencia. Esa pequeña niña en esa flor, sin saberlo, me dio una caricia que fue directamente al corazón. No me conocía, sólo me vio sentado ahí en el parque mientras leía. Un perfecto extraño ayudando a otro perfecto extraño.

Y esa ayuda… al día de hoy… me invita a repetirla.

Tener y querer

«Mañana de niebla, tarde de paseo».

-Refrán

Queridos(as) lectores(as):

Los días en la Ciudad de México son en verdad fascinantes. En esta época del año, tenemos la capacidad de gozar de tantos climas en un solo día: por las mañanas está fresco (hay quienes dicen «¡qué frío!», pero mucho me temo que exageran), a mediodía empieza un calorcito agradable, a partir de las 14 hrs el sol y el calor aumentan y se vuelve sofocante, más tarde llega el momento templado y en la noche es un volado, puede hacer frío o puede hacer calor. Y la lluvia, siempre la lluvia nos deja a la espera…

¿Pero qué hace que los días así sean especiales? Precisamente el asombro. Nadie puede confiar en los programas del clima, porque además de tener bellas distracciones, el clima parece que no está en la labor de hacernos creerle. Dicen que hará frío, hace calor y viceversa. Y la lluvia… ahí está, en acto y en potencia. ¿Hace cuánto que nos dejamos de preocupar por cosas tan banales como el clima? Y lo digo así porque son cosas que aunque se nos salgan de la mano, en cierto modo podemos hacer algo al respecto. Recuerdo, hace algunos ayeres, cuando iba a entrenar atletismo por la tarde, a pesar de las nubes negras de tormenta que amenazaban con desatar su furia, uno decía «pues ni qué hacerle, hay que entrenar». Y llovía, y el cuerpo lo agradecía. Después de tanto ejercicio, no había nada más delicioso que el agua al caer desde el cielo. Aunque, claro, teníamos que tener cuidado de no refrescarnos de más.

Lo que unos tienen

Muchas veces, el ser humano se encuentra tan limitado por las circunstancias pero también por sí mismo. Hay tantas resistencias inconscientes que limitan nuestro pensar, nuestro hacer, etc. ¿Qué nos detiene para hacer las cosas? En estas semanas, un querido amigo proveniente de Ecuador (el buen Sebastián), me avisó que estaría por acá. Tuve la ocasión de poder verlo 2 veces. Nuestras pláticas nunca carecieron de contenido. Quedé fascinado por su propia fascinación por la Ciudad de México. Sí, es cierto, uno como capitalino puede tener una idea determinada sobre esta enorme y caótica ciudad, pero mirar con ojos ajenos es una ocasión que no debemos desaprovechar por tanto que olvidamos aprovechar. El tesoro de uno es el anhelo de otros.

A veces olvidamos lo tremendamente afortunados que somos. Sebas me comentaba que en Quito no hay la misma oportunidad, por ejemplo, de adquirir un libro que se busca en caso de no encontrarlo en la librería, ya que allá no hay tantas ofertas como las que tenemos acá. Podríamos decir que por cada librería ecuatoriana, en la CDMX tenemos 6. Pensamos los latinoamericanos que somos tan iguales, cosa que es cierta en muchos puntos, pero la realidad es que sí hay diferencias muy marcadas. «Aquí hay muchísimos edificios que hasta parece que estás en un enorme museo», me decía Sebas. De hecho, no sólo me hizo notar cosas como esas, sino otras muy básicas o al menos que podríamos pasar por desapercibido. Cosa que agradezco, pues la reflexión sirvió para valorar más lo que tengo aquí.

¿Hace cuánto…?

Del mismo modo, tengo de visita a mi mejor amiga que viene de Celaya. Fernanda me invitó a hacer unas cosas que ella tenía (como decimos acá en México) en el radar, es decir, que eran prioridades. Hace tanto tiempo que no veía a un adulto sonreír (hasta las lágrimas) por poder realizar un sueño infantil. Hicimos dos visitas a dos lugares, uno de ellos era a una tienda de productos de danza. El sol estaba desatado, por lo que le pedí poder esperarla bajo la sombra. Cuando salió, como si se tratara de una pequeña niña, venía cargando/abrazando una caja, con lágrimas en los ojos y una sonrisa de oreja a oreja. Uno de sus sueños «frustrados» de su infancia era poder tomar clases de ballet, pasados los años y como si fuera un regalo de la vida, frente a su casa abrieron -por lo que tengo entendido- una academia de danza. Así es, por fin podría hacer su sueño realidad. Tan simple, tan sencillo, tan sincero y tan envidiable. ¿Por qué tanta frustración por cosas tan mundanas que hacen que despreciemos cosas tan pequeñas y tan llenas de alegrías?

¿Qué estamos esperando? Es muy común que escuche en la clínica aquellas tristezas por lo que no se pudo hacer cuando mis pacientes eran niños. Pasan los años y pareciera que el lamento sólo puede ser eso. Pero, ¿qué sucede cuando podemos darnos aquello que no tuvimos? Quizá no sea lo mismo, pero en buena medida me parece que incluso sería hasta mejor. Aprovechamos más lo que de niños estaríamos limitados por distintos factores. Y entre muchas cosas que perdemos con el pasar del tiempo, es la capacidad del asombro. En ocasiones anteriores había sugerido el «mirar con ojos de novedad» lo que vivimos a diario. Pero, ¿qué pasaría si dejamos la seriedad seca del adulto a un lado y damos paso a la diversión del niño para resignificar nuestra vida?

¿Hace cuánto no se ríen hasta las lágrimas?

¿Hace cuánto no juegan bajo la lluvia?

¿Hace cuánto que quieren comprarse algo?

¿Hace cuánto…?