«La única compensación que puede esperar un hombre atormentado: el derecho al pataleo».
-C.S. Lewis
Queridos(as) lectores(as):
Hace unas semanas, el P. Carlos me recomendó leer un texto del que desconocía su existencia. Del escritor inglés, C.S. Lewis, Una pena en observación (A Grief Observed, 1960). Este libro es un sincero y profundo testimonio de lo que tuvo que pasar el autor tras la muerte de su amada esposa, Joy Gresham. A lo largo de estas páginas donde la tristeza, el dolor, el miedo, la falta de sentido, pero también el recuerdo, el agradecimiento, la esperanza y una renovación personal, Lewis se refiere a su esposa como «H» (ya que su nombre completo era Helen Joy Gresham). San Juan de la Cruz se refiere como «la noche más oscura del alma» a aquellos momentos de profunda desolación, a lo que Lewis lo sustituye como su «medianoche».
El tema del dolor es algo que vengo estudiando, desde los textos y vivencias de gente cercana, amigos, familiares, pacientes, así como desde mi propia experiencia. Es curioso cómo la gente se desmorona apenas se menciona esa noción. Martin Heidegger sostenía que la vida inauténtica es aquella donde se huye constantemente de la muerte, y ésta es el punto máximo de la experiencia genuina del dolor. ¿Por qué no nos queremos enterar de ello? El dolor un día llega y derriba nuestro castillo de naipes.
La cuerda no es tan segura
El propio C.S. Lewis, de quien quizá estén más familiarizados por su aclamada obra, Las crónicas de Narnia (1950-1956), fue un prolifero y audaz escritor, muy amigo del también escritor legendario, J.R.R. Tolkien (El Señor de los Anillos), que centró su actividad intelectual y académica en una apologética del cristianismo y en la antropología, tuvo la sensibilidad suficiente para desnudar precisamente el alma y su vulnerabilidad. En su otro ensayo, El problema del dolor (The Problem of Pain, 1940), Lewis buscaba dar una suerte de sentido a sufrimiento y su vinculación con Dios. Haciendo un paréntesis, que justo en Una pena en observación, en un capítulo él deja claro que no es lo mismo hablar de algo que tener que vivirlo. Les comparto el siguiente fragmento:
«Nunca sabes verdaderamente cuánto crees en algo hasta que su verdad o falsedad se te vuelve asunto de vida o muerte. Es fácil decir que crees que una cuerda es fuerte y resistente mientras sólo la utilizas para amarrar una caja. Pero no es lo mismo si tienes que suspenderte de esa cuerda en un abismo. ¿No vas a verificar antes cuánta confianza te merece?».
Este breve fragmento es quizá lo más cercano a una propia reflexión sobre lo que escribió en El problema del dolor y a partir de lo que terminó viviendo tras la muerte por cáncer óseo de su amada Joy a lo 45 años de ella. Es muy fácil hablar al tener tanto de lo cual aprender, pero cuando se vuelve uno parte de lo que se aprende, las cosas cambian. Pero, a pesar de que Lewis redescubrió por sí mismo su problema del dolor, lo valioso aquí es que no trató de ocultarlo, como solemos hacer muchas veces los demás. No le fue nada sencillo (tal como él lo dice al principio), pero en esta sublimación, logró recuperar la estabilidad necesaria para poder seguir a pesar de su pena.
Pensar y sentir
Justo recuerdo una conversación que sostuve hace tiempo con el ahora P. Miguel sobre el dolor. En Occidente, la tradición católica romana nos orientó hacia una fe racional, donde autores como Sto. Tomás de Aquino dejaron fuertes argumentos entre la fe y el intelecto. Sin embargo, la tradición Oriental, es decir, la ortodoxa, supo poner atención también, y quizá con mayor énfasis, a los sentidos, pero también a los sentimientos. Cuando reflexionamos sobre el dolor, precisamente lo que hacemos es pensarlo, ver sus causas y efectos, tratar de solucionarlo… pero nos apartamos de ello en el camino. Si el dolor, en cambio, lo afrontamos desde los sentimientos sin buscar meterlo en un ejercicio de la razón, puede que tengamos una mayor libertad. Por eso es que la cita que compartí de Lewis al principio no es tan descabellada. El propio Freud veía el tremendo valor e importancia de la queja ante una adversidad. En cierto sentido es garantizarnos una participación personal y a modo sobre algo que nos agarra desprevenidos. Quizá la queja no nos salve, pero sí nos da un alivio necesario.
¿Acaso cuando alguien está dolido por algo le instamos a que deje de estarlo? Claro que sí, de hecho, lo hacemos tan a menudo que no nos damos cuenta. Ese acto es, por mucho, la invitación a negar la vida. Si el dolor está presente, hay que vivirlo tal y como es, no buscar darle un sentido que, al mismo tiempo, le niegue su propio sentido. C.S. Lewis explica: «El dolor es el megáfono que Dios utiliza para despertar a un mundo de sordos». Si el dolor no existiera, la vida sería algo que no sabríamos valorar. Quien agradece tanto algo que sabe que no perderá nunca, tarde o temprano lo hace sin siquiera prestarle atención. Es por la presencia de contrarios en la vida que podemos «darnos cuenta» de lo que tenemos, de lo que queremos, de lo que anhelamos. Nuestra vida es como un castillo de naipes, impresionante, pero tarde o temprano se habrá de derrumbar. Quizá podamos volver a alzarlo, quizá ya no. Lo haremos solos, pero es mejor acompañados.