El problema es no pensar, ¿ofenderse qué?

“Pensar ofende».
— Georges Bataille

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en un tiempo extraño: no se prohíben las ideas, se descalifican los desacuerdos. El problema de hoy no es la censura, sino la fragilidad. Antes las personas temían hablar por miedo al poder; hoy temen hablar por miedo al público. Ya no pensamos para buscar la verdad, sino para evitar la incomodidad. Lo que alguna vez fue una capacidad humana —tolerar la diferencia, elaborar lo que nos afecta, dialogar sin destruir— se ha convertido en una amenaza existencial. Todo incomoda, todo hiere, todo se interpreta como agresión. Y sin embargo, la verdadera violencia no está en escuchar algo duro, sino en perder la capacidad de pensar. Quizá el peor síntoma de nuestra época sea que confundimos “estar ofendido” con “tener razón”. La susceptibilidad emocional se ha transformado en criterio moral. Como escribió Martha Nussbaum, filósofa estadounidense: “Sustituimos el argumento por el daño emocional, como si sentir dolor bastara para construir justicia” (Emociones políticas, 2013). Pero el dolor no es un argumento: es un punto de partida. Si creemos que todo cuestionamiento es una agresión, la conversación pública se vuelve imposible. Lo mismo ocurre en lo íntimo: muchas relaciones termina no por maldad, sino por incapacidad de soportar la diferencia.

Tal vez hemos olvidado que pensar duele —y que ese dolor no es un defecto, sino una condición. Como decía Hannah Arendt: “El pensamiento, al interrumpir la marcha automática de la vida, puede ser destructivo y doloroso, pero también es la única garantía de libertad” (La vida del espíritu, 1971). Eso significa que si no podemos soportar la fricción de las ideas, renunciamos a la libertad, aunque sigamos repitiendo la palabra como amuleto. La libertad requiere carácter, no aplausos. Este encuentro no es una invitación a ser cruel. Es una invitación a madurar. A dejar de vivir en la superficie emocional y animarnos a ir más profundo. Pensar no es atacar; callar no es cuidar. Tal vez lo que necesitamos no es menos confrontación, sino más pensamiento.

El imperio de la susceptibilidad

Se ha instalado el derecho a no sentirse incómodo. No es que la gente se haya vuelto más sensible: es que ha dejado de tener recursos para sostener esa sensibilidad. Todo roce se convierte en herida. Cualquier palabra que no confirme una identidad se interpreta como agresión. Pero si el mundo entero debe adaptarse a mi estado emocional, he convertido mi fragilidad en un sistema de poder. Kierkegaard lo intuyó hace casi dos siglos: “La gente exige libertad de expresión como compensación por la libertad de pensamiento que rara vez utiliza” (Diarios, 1837). Nos sentimos dueños de la palabra, pero no responsables del pensamiento. Esta lógica se ha extendido a lo social, lo cultural y lo político. No se debaten ideas: se administran sensibilidades. Un profesor cambia su temario para no incomodar; un escritor es acusado de odio por narrar un conflicto real; una película es retirada porque algún espectador se sintió atacado. Hemos llegado al extremo donde la ficción es tratada como violencia. Como escribió Ray Bradbury, cuya obra fue profética: “No hace falta quemar libros para destruir una cultura. Basta con que la gente deje de leerlos” (Fahrenheit 451, 1953). Y hoy, más que leer, pedimos amabilidad.

La psicología y el psicoanálisis llevan décadas explicando este fenómeno: la dificultad para tramitar frustración. Donald Winnicott lo formuló con claridad: “La inmadurez se caracteriza por la incapacidad de usar la experiencia sin sentirse destruido” (De la infancia a la madurez, 1965). Y una sociedad inmadura convierte cualquier tensión en trauma. Por eso reaccionamos con ira ante un desacuerdo, pero no sabemos qué hacer con un silencio. Lo emocional se volvió tiránico. La susceptibilidad, además, impide la conversación real. Cuando todo es ofensivo, nada puede ser dicho. Y si no puede ser dicho, no puede ser pensado. La ofensa se volvió el fin de la conversación. Paradójicamente, esto no nos hace más empáticos, sino más solitarios. Cada uno protegido detrás de su coraza emocional, incapaz de tocar al otro sin gritar: “¡Me estás hiriendo!”.

Pensar duele (pero no impide vivir)

Hoy en día, pensar es una experiencia incómoda. Obliga a reconocer contradicciones, revisar certezas, cuestionar lo que damos por sentado. Y sin embargo, hoy actuamos como si pensar fuera una forma de agresión. “No me hagas pensar, hazme sentir bien”. Lo cual sería comprensible si no fuera trágico. Porque quien renuncia a la incomodidad del pensamiento, renuncia a sí mismo. “Pensar es ensayar la herida” (George Bataille, La experiencia interior, 1943). No es sufrir por sufrir, es abrir una fisura para que entre la luz. El pensamiento profundo no es violento: es examen. Es un espejo. Y, como todos sabemos, los espejos no siempre son amables. Pero ¿cómo crecer sin mirarlos? Simone Weil lo dijo con la precisión que la caracterizaba: “La inteligencia no puede ser movida por la afirmación, sólo por la duda” (Cuadernos, 1942). La duda es la forma más honesta de respeto por la verdad. Quien ya lo sabe todo, no oye nada.

Una cultura incapaz de pensar su dolor lo convierte en identidad. No sufre: milita el sufrimiento. No transforma el malestar: lo enarbola como bandera. Entonces aparecen discursos donde todo disenso es violencia, toda crítica es “odio”, y toda propuesta de reflexión es leída como ataque. Esto no es sensibilidad: es analfabetismo emocional disfrazado de ética. Como decía Zygmunt Bauman: “Una cultura líquida es aquella en la que ya no hay tiempo para devenir, sólo para parecer” (Modernidad líquida, 2000). No queremos comprender, queremos exhibir. Pensar duele porque nos quita excusas, nos arranca máscaras, nos deja sin coartadas. Pero también nos salva. Un pensamiento puede ser una herida que cura. Un silencio bien llevado puede ser una revolución interior. Por eso la esperanza del pensamiento no está en ganar debates, sino en evitar la muerte interior. Pensar no destruye: reconstruye.

Cancelar: el método moderno para no pensar

La cancelación no nace del odio, sino del miedo. Cancelamos cuando no podemos soportar el conflicto. En lugar de discutir una idea, eliminamos a quien la sostiene. En lugar de analizar un argumento, buscamos su error moral. Y así reemplazamos el pensamiento por el linchamiento. La cancelación convierte a la opinión en tribunal. Y en ese tribunal, todos son culpables hasta que se demuestre que piensan igual que nosotros. Paulo Freire advirtió este peligro: “El diálogo no puede existir sin humildad, pero tampoco sin valentía” (Pedagogía del oprimido, 1970). Cancelar es miedo disfrazado de virtud. La cancelación funciona como mecanismo infantil: si algo me molesta, lo elimino. Es la defensa del yo frágil. Y sin embargo, podríamos pensar en la cancelación como lo contrario de la educación. La educación dice: “Vamos a revisar esto juntos”. La cancelación dice: “No quiero que esto exista para que no me duela”. Es un movimiento regresivo: volvemos al útero simbólico donde nada incomoda. Pero la adultez comienza cuando uno aprende a tolerar el malestar sin aniquilar lo que lo provoca.

Todo esto recuerda una escena literaria: en Los hermanos Karamázov, de Dostoievski, Iván dice que devolvería el mundo a Dios si su felicidad dependiera del sufrimiento de un niño. El libro no responde con propaganda ni panfleto: expone el problema, lo deja abierto, nos obliga a pensar. La literatura no cancela: exponer el conflicto es su esencia. Entonces, ¿qué hacemos nosotros cancelando conflictos reales mientras pretendemos que eso es justicia? Lo más grave de la cultura de la cancelación no es el silencio que provoca, sino el vacío. Después de destruir un discurso, ¿qué queda? Nada. No se construye alternativa, no se ofrece sentido. Es el equivalente simbólico de romper un libro porque nos incomoda una frase. Lo paradójico es que justo eso es lo que hicieron los totalitarismos que decimos rechazar. Quemaron libros… para que la gente no pensara.

Cuando no hay diálogo, un día llegaremos a decir: «Perdóname… por lo que entendiste».

Narcisismo cultural: “No me escuches, apruébame”

Cuando el otro deja de ser interlocutor y se convierte en espejo, desaparece el pensamiento. No hablamos para comprender: hablamos para ser validados. Como escribió Natalia Ginzburg: “Pedimos comprensión, pero lo que realmente queremos es aprobación” (Las pequeñas virtudes, 1962). Por eso discutimos sin escuchar. La discusión ya no busca verdad: busca confirmación. Las redes sociales exacerban esto al máximo. No permiten pensar, sino reaccionar. No invitan a argumentar, sino a performar. Cada usuario es una pequeña marca personal: no quiere verdad, quiere likes. Y el pensamiento no puede sobrevivir donde la verdad se negocia con emoticones. Como dijo Albert Camus: “Hay personas que necesitan que las aplaudan para creer que existen” (Cuadernos, 1951). Esa es la tragedia: si no soy aplaudido, desaparezco.

En psicoanálisis esto tiene un nombre: demanda. La demanda no quiere lo que pide: quiere ser amada por pedirlo. El sujeto no quiere verdad, quiere que lo quieran. Por eso un desacuerdo duele tanto: no hiere la idea, hiere la ilusión de ser amado sin condiciones. Y cuando el amor propio depende de la aprobación externa, el pensamiento se vuelve imposible. La verdadera conversación requiere desilusión. No se puede pensar sin renunciar a ser adorado. De ahí la grandeza del diálogo socrático: no buscaba ganar, sino llegar al límite de la propia ignorancia. En cambio, nuestra cultura prefiere el simulacro: gente opinando sin saber, gente reaccionando sin pensar, gente exigiendo respeto sin respetar el pensamiento.

Recuperar el coraje de pensar

Volver a pensar no significa volver a pelear. Significa recuperar el espacio interior donde la verdad importa más que la aprobación. Pensar nos salva del impulso de destruir. Pensar es lo contrario de la violencia. La violencia anula; el pensamiento abre. Václav Havel escribió: “La libertad consiste en ser capaz de decir la verdad, aunque no se tenga la certeza de un resultado inmediato” (El poder de los sin poder, 1978). Pensar exige valentía, no agresividad. Necesitamos recuperar la incomodidad como virtud. Sin incomodidad no hay conciencia. Sin conciencia no hay libertad. ¿Por qué tememos tanto la tensión? Porque la confundimos con odio. Pero un médico que toca una herida no odia: intenta sanar. A veces el pensamiento funciona igual. Toca lo que duele para liberar lo que está estancado.

Tal vez pensar sea la última forma de resistencia espiritual que nos queda. En un mundo acelerado, superficial y emocionalmente delicado, detenerse a reflexionar ya es un acto contracultural. Pensar es detener el ruido. Y donde hay silencio, hay alma. Como escribió Clarice Lispector: “Mientras yo tenga preguntas y no respuestas, seguiré viviendo” (La hora de la estrella, 1977). Quizá pensar no sea resolver, sino mantener vivo el misterio. El pensamiento honesto no destruye la sensibilidad: la purifica. Y lo que hoy llamamos ofensa, tal vez mañana lo recordemos como el momento exacto en que dejamos de obedecer al miedo.

Reflexión final

¿Cómo podríamos crecer si todo lo que nos incomoda lo cancelamos? ¿En qué momento dejamos de tolerar que el otro piense diferente? ¿Y qué pasará con nuestra libertad si dejamos que la susceptibilidad dicte lo que es verdad? Pensar incomoda. Pero no pensar destruye. El problema no es que se ofendan: es que no nos estamos permitiendo pensar.


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