Borges y los laberintos infinitos

«Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca».
— Jorge Luis Borges

Queridos(as) lectores(as):

Si Rayuela de Cortázar nos invitaba a saltar, Ficciones de Jorge Luis Borges (1944) nos arrastra a un laberinto donde cada pasillo conduce a otro más profundo. No es una novela ni un tratado filosófico, sino una constelación de relatos que parecen espejos entre sí. Borges no busca contarnos historias en el sentido clásico, sino recordarnos que toda historia es, en realidad, el eco de otras. La experiencia de leerlo no es tanto avanzar hacia un final, sino perderse en un juego de reflejos donde cada respuesta abre nuevas preguntas. Cuando leí Ficciones en mi adolescencia, me pasó algo extraño: estaba acostumbrado a que los libros tuvieran principio, nudo y desenlace, y de pronto Borges me enfrentó a relatos donde lo importante no era “qué pasa”, sino “cómo pasa” y “qué significa que pase”. A ratos me frustraba, a ratos me fascinaba. Fue quizá el primer libro que me enseñó que la literatura podía ser filosofía encubierta. Que un cuento sobre una biblioteca infinita era, en realidad, un tratado sobre la condición humana.

Años después, en mi juventud gracias a mi mamá, entendí que ese desconcierto inicial era precisamente lo que Borges buscaba. En una entrevista dijo: “El hecho central de mi vida fue la existencia de las palabras y la posibilidad de entrelazarlas” (Conversaciones con Osvaldo Ferrari, 1985). Lo suyo no era “contar” sino mostrar el vértigo del lenguaje. Lo descubrí una noche en que, después de una larga jornada de estudio, me quedé releyendo El jardín de senderos que se bifurcan. Cerré el libro y sentí que mi propia vida estaba hecha de bifurcaciones invisibles: cada decisión, por mínima que fuera, me había llevado hasta ese instante. Borges nos recuerda que el sentido de la vida no está en encontrar un hilo recto, sino en aprender a habitar el laberinto. Como decía Macedonio Fernández, su maestro y amigo: “Yo no escribo para que me lean, sino para que me relean” (Papeles de Recienvenido, 1929). Y tal vez la vida, como Borges, no está hecha para entenderla a la primera, sino para vivirla en constantes relecturas.

El laberinto como metáfora

Uno de los símbolos más persistentes en Ficciones es el laberinto. En “La biblioteca de Babel”, el universo entero aparece como una biblioteca infinita donde los hombres buscan, entre anaqueles interminables, un libro que les dé sentido. Esa imagen es brutalmente humana: buscamos explicaciones en medio de un mar de signos que, en su mayoría, no entendemos. Borges sabía que el laberinto no era sólo una figura literaria, sino una metáfora de nuestra condición. Recuerdo que, en mis años de juventud, pasaba tardes enteras en las bibliotecas de la UNAM, rodeado de estantes que parecían no terminar nunca. No buscaba nada concreto: hojeaba, me perdía, encontraba libros que ni sabía que existían. Borges habría sonreído ante ese extravío, porque para él perderse era ya una forma de hallazgo.

Chesterton, otro de sus grandes referentes, había escrito: “Un hombre que piensa sigue siendo un hombre, aunque piense solo” (Ortodoxia, 1908). En el laberinto borgiano, incluso la soledad es compañía porque siempre hay un libro, una palabra, un espejo. El laberinto no se resuelve: se habita. Esa es la lección más incómoda. A los adolescentes nos dicen que la vida es “trazar un camino”, pero Borges sugiere lo contrario: que la vida es aceptar que no hay mapa último. Aquí pienso en Freud, que afirmaba: “La voz del intelecto es baja, pero no descansa hasta ser oída” (El porvenir de una ilusión, 1927). En el laberinto de la mente —y del deseo— siempre habrá un murmullo que nos lleve más adentro.

«El laberinto es uno de los caminos más antiguos de la humanidad, quizá porque todos estamos perdidos en uno».
— Jorge Luis Borges, conferencia El tiempo y J. W. Dunne (1952)

El tiempo como encrucijada

En “El jardín de senderos que se bifurcan”, Borges imagina un libro-laberinto donde cada decisión abre infinitos futuros posibles. Ese relato me golpeó fuerte en mis años universitarios, cuando dudaba entre seguir el camino académico o abrirme a la escritura y la clínica. Sentía que cada elección significaba cerrar todas las demás. Borges me mostró que quizás no, que el tiempo no es una línea, sino un entramado de bifurcaciones donde todos los caminos conviven en potencia. Schopenhauer, a quien Borges leía con pasión, escribió: “El presente es lo único que existe y es lo más breve que pueda imaginarse” (El mundo como voluntad y representación, 1819). El tiempo, entonces, no es algo que poseamos, sino algo que nos escapa a cada instante.

Lo mismo decía el obispo Berkeley: “Ser es ser percibido” (Tratado sobre los principios del conocimiento humano, 1710). En Borges, el tiempo se percibe, se imagina, se multiplica, pero nunca se posee del todo. Recuerdo haber pensado, en una tarde de dudas, que cada decisión que no tomaba se convertía en un fantasma: “el Héctor que pudo haber sido”. Borges me reconcilió con esa angustia: quizás todos esos Héctor posibles existen en algún jardín de senderos que se bifurcan. Y que la angustia de elegir —como diría Lacan— no es señal de error, sino de libertad.

Espejos y duplicaciones del yo

Otro de los motivos de Borges son los espejos. En “Borges y yo” escribe: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas” (El hacedor, 1960). La fractura entre el que vive y el que escribe, entre el que piensa y el que actúa, es algo que cualquier lector experimenta. Y también, en cierto modo, cualquier analizante: el yo nunca coincide consigo mismo. Freud ya lo había advertido: “El yo no es dueño en su propia casa” (Introducción al psicoanálisis, 1917). En mi juventud me pasó algo curioso: leía a Borges y sentía que había un “yo lector” distinto del “yo que vivía la vida real”. El primero se maravillaba, el segundo se preocupaba por el día a día. Y ambos parecían no encontrarse. De hecho, en alguna conversación que tuve con mi querida maestra y amiga, Lourdes Penella Jean, le decía «deja que me pregunte luego qué quise decir cuando no dije nada… pero que no me escuche, no sea que me juegue otra mala pasada».

Bioy Casares, en sus memorias, recordaba: “La amistad con Borges fue una conversación ininterrumpida que duró más de cincuenta años” (Memorias, 1994). Quizá eso somos: conversaciones ininterrumpidas con distintos yos que nunca acaban de encontrarse. El espejo no sólo refleja: multiplica. En la adolescencia, uno suele querer una identidad sólida, clara. Borges nos muestra que lo humano es, precisamente, aceptar que somos varios. Winnicott lo dijo con ternura: “Una vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir” (Realidad y juego, 1971). Y quizás esa multiplicidad de yos que llevamos dentro sea, más que un problema, una oportunidad para vivir más de una vida en la misma existencia.

El vértigo del infinito

Si algo caracteriza a Borges es su fascinación por lo inabarcable. En “La biblioteca de Babel” dice: “El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales” (Ficciones, 1944). No se trata de resolver el enigma, sino de aprender a habitarlo. En mi juventud me obsesionaba con entenderlo todo: quería que la filosofía me diera respuestas claras, que la teología me explicara a Dios, que el psicoanálisis me mostrara el mapa del alma. Borges me enseñó lo contrario: que lo humano es reconocer los límites. Como escribió él mismo: “La identidad personal es una superstición” (Otras inquisiciones, 1952). Y en ese reconocimiento del límite hay una forma de libertad.

A veces, cuando camino por las calles de la Ciudad de México y veo librerías, pienso en esa biblioteca infinita. Sé que nunca leeré todos los libros, y en lugar de angustiarme, sonrío. Bioy lo resumió mejor: “Él me enseñó que toda gran literatura es también una forma de juego” (entrevista, 1980s). Y sí, tal vez el infinito no está para comprenderse, sino para jugar con él.

Reflexión final

Ficciones nos recuerda que la vida no es un relato lineal, sino un laberinto de bibliotecas, espejos y bifurcaciones donde cada paso abre nuevas posibilidades. Borges nos invita a perder el miedo a no abarcarlo todo y a disfrutar el vértigo de lo inabarcable. Como Quevedo escribió siglos antes: “Soy un fue, y un será, y un es cansado” (Sonetos, 1631). Y como Borges respondió, quizá sin quererlo, en cada página: lo importante no es poseer la totalidad, sino asombrarse con sus destellos.

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