Saltos hacia el vacío: Rayuela y la identidad fragmentada

“Y por qué escribir siempre es, en el fondo, otra manera de buscar».

— Julio Cortázar

Queridos(as) lectores(as):

Cuando Julio Cortázar publicó Rayuela en 1963, la literatura latinoamericana dio un salto inesperado. No sólo porque rompió con la estructura tradicional de la novela, sino porque puso al lector en el centro de la experiencia. Cortázar no quería simplemente contar una historia, sino invitar a vivirla como un juego, un tablero abierto, un laberinto de capítulos que podían recorrerse en distinto orden. Con ello, nos obligó a preguntarnos: ¿leemos o jugamos? ¿Buscamos sentido o nos dejamos arrastrar por el sinsentido?

Lo fascinante es que este experimento literario no se queda en la forma: habla directamente de la vida. Porque, al fin y al cabo, ¿no vivimos también así, entre fragmentos dispersos, saltos al vacío, intentos de armar con coherencia lo que muchas veces no la tiene? La novela se convierte entonces en un espejo de la identidad contemporánea: una identidad hecha de pedazos, de búsquedas inacabadas, de certezas que se desmoronan apenas creemos tenerlas. Además, Rayuela nos confronta con algo que preferimos evitar: que no hay camino seguro ni reglas fijas. La vida, como el libro, exige al lector-jugador una decisión constante. ¿Avanzar o retroceder? ¿Saltar o quedarse en el mismo casillero? En esa incertidumbre se esconde su fuerza, porque nos recuerda que toda existencia auténtica implica riesgo, como decía Søren Kierkegaard: “La angustia es el vértigo de la libertad” (El concepto de la angustia, 1844).

El tablero y el salto

La estructura de Rayuela nos obliga a decidir: podemos leerla de manera lineal, del capítulo 1 al 56, o seguir el “tablero de dirección” que propone Cortázar y saltar a voluntad entre capítulos. Ese gesto, aparentemente lúdico, cambia todo: convierte la lectura en un acto de libertad. No hay un sólo camino, sino múltiples trayectorias. Como si la vida misma estuviera hecha de esos saltos imprevisibles que nos obligan a arriesgarnos sin garantías. Kierkegaard decía que “el salto es el movimiento de la pasión” (Temor y temblor, 1843), y quizás eso es lo que Cortázar quiso poner en manos del lector: la responsabilidad de saltar, aunque no sepamos si caeremos en un cielo o en un infierno.

En lo personal, recuerdo una tarde en que un amigo me compartía que llevaba meses dudando si dejar un trabajo estable para perseguir un proyecto que lo entusiasmaba más. Me decía que no podía con la angustia de equivocarse, de quedarse sin nada. Yo pensaba entonces en Oliveira, el protagonista de Rayuela, siempre atrapado en el dilema entre avanzar o detenerse, entre la Maga y el Club de la Serpiente. Al final, mi amigo dio el salto. No todo salió como esperaba, pero hoy dice que aprendió más de ese fracaso parcial que de todos los años de seguridad acumulada. Y en su voz reconocí lo que Cortázar intuía: que la vida, como el libro, se juega en los riesgos que aceptamos correr.

Oliveira y la búsqueda infinita

Horacio Oliveira es, en esencia, un buscador. Intelectual, irónico, siempre tentado por el escepticismo, encarna esa figura moderna que sabe mucho y, sin embargo, no logra encontrar sentido en lo que vive. Vive entre París y Buenos Aires, entre el deseo y el tedio, entre la Maga y sus obsesiones intelectuales. Es un hombre dividido, incapaz de asentarse, siempre huyendo de lo que lo compromete demasiado. Su dilema no es menor: ¿cómo reconciliar la vida pensada con la vida vivida? Dostoievski apuntaba en Los hermanos Karamázov (1880): “El misterio de la existencia humana no está en quedarse vivo, sino en saber para qué se vive”. Oliveira encarna esa pregunta sin respuesta.

Pienso en un conocido que siempre pospone la felicidad: “Cuando termine el posgrado, cuando consiga ese trabajo, cuando viaje allá, cuando…” Y la vida se le escurre en condicionales. Un día me dijo que sentía que había leído más sobre la vida de lo que había vivido en sí misma. Eso es Oliveira: el intelectual atrapado en su propia telaraña, el que ve en cada posibilidad un motivo de duda. Rayuela nos recuerda, con brutal honestidad, que esa búsqueda infinita puede convertirse en prisión.

La Maga: inocencia y abismo

Si Oliveira representa la mente dividida, la Maga es el cuerpo y el alma lanzados a la experiencia. No estudia, no analiza, vive. Se mueve con una ingenuidad luminosa que irrita y fascina a Oliveira. Ella es autenticidad pura, presencia viva. En palabras de Winnicott: “Ser es más fundamental que hacer” (Realidad y juego, 1971). La Maga no necesita justificar su existencia: la habita. Y en esa inocencia se abre también el abismo de su fragilidad, porque amar y entregarse sin defensas también puede doler.

Me acuerdo de una amiga que solía decir: “Yo no sé teorizar sobre nada, pero sé reírme, llorar, querer. ¿No basta?”. Ella tenía algo de Maga: ese modo de estar en el mundo sin cálculo, que a veces desconcierta a quienes siempre necesitamos explicaciones. En ella entendí que vivir no es acumular teorías sino dejarse atravesar por lo real, por lo inmediato. La Maga nos incomoda porque nos muestra lo que hemos perdido: la capacidad de vivir sin tanta mediación.

Fragmentos, espejos y lector

Cortázar juega con la novela como si fuera un rompecabezas que nunca se completa. Los capítulos dispersos, las notas, las digresiones, los “capítulos prescindibles”: todo apunta a romper la linealidad y obligarnos a reconocer la condición fragmentaria de nuestra propia identidad. ¿No somos también un montón de escenas inconexas, recuerdos, deseos, temores que intentamos hilar para sentirnos uno solo? Freud lo había advertido: “El yo no es dueño en su propia casa” (Introducción al psicoanálisis, 1917).

Una vez, conversando con un conocido que atravesaba una ruptura, me decía que sentía que se había quedado en pedazos: “El que era con ella ya no existe, y el que soy ahora no sé quién es”. Me vino a la mente la estructura de Rayuela: un ser hecho de retazos, de capítulos desordenados, que sin embargo forman parte del mismo libro. Tal vez la identidad no sea un bloque sólido, sino ese rompecabezas incompleto en el que a veces falta una pieza y aun así seguimos jugando.

Si caes te levanto y si no, me acuesto a tu lado
(Rayuela, 1963)

La rayuela como metáfora existencial

El juego infantil de la rayuela (en «avioncito» en México y otros países) consiste en saltar casillas hasta llegar al cielo. En la novela, esa figura se expande como metáfora de la vida: un ir y venir entre cielo y tierra, entre lo alto y lo bajo, lo sagrado y lo profano, lo lógico y lo irracional. Blaise Pascal lo decía con lucidez: “El corazón tiene razones que la razón no entiende” (Pensamientos, 1670). Rayuela nos invita a aceptar esa tensión entre lo humano y lo trascendente, entre lo que aspiramos a ser y lo que inevitablemente somos.

Recuerdo a un amigo que, después de una pérdida muy dolorosa, me dijo: “Ahora todo es como una rayuela: a veces logro dar un salto y sonrío, a veces me tropiezo y caigo en la tierra. Pero sigo jugando, porque si no juego, me muero”. En esa confesión estaba la esencia de Cortázar: no se trata de alcanzar siempre el cielo, sino de animarse a saltar una y otra vez, aunque la piedra se caiga o el cuerpo se canse.

Reflexión final

Rayuela no nos ofrece respuestas cerradas, sino un espejo de nuestra propia existencia fragmentada. Oliveira, la Maga, el lector mismo: todos somos piezas de un tablero que no termina de ordenarse. Cortázar nos recuerda que la vida es menos un relato lineal que un conjunto de saltos, caídas, búsquedas, pérdidas y hallazgos. La pregunta no es si llegaremos al cielo, sino si tendremos el coraje de seguir jugando.

———————————

Y tú, querido lector, ¿qué rayuela estás jugando en tu vida? Si este texto resonó contigo, recuerda que puedes seguir suscribiéndote a Crónicas del Diván para recibir cada nueva entrada. Y si quieres escribirme directamente, lo puedes hacer en la pestaña de “Contacto”.
También me puedes seguir en Instagram: @hchp1.

Deja un comentario