Abundancia innecesaria: una falta no reconocida

«Lo superfluo, lo muy superfluo, es necesario; pero lo innecesario, aun en la abundancia, resulta vacío».

— Séneca

Queridos(as) lectores(as):

Estamos rodeados de opciones: tiendas que venden todo tipo de productos, plataformas de streaming con miles de títulos, redes sociales saturadas de contenidos. El mercado y la cultura actual nos repiten que la felicidad consiste en tener siempre algo más. Y, sin embargo, ¿no es curioso que cuanto más acumulamos, más sentimos el peso de un vacío? A este fenómeno lo he llamado «abundancia innecesaria». Se trata de esa acumulación que no responde a ninguna necesidad real: ropa que nunca usamos, información que jamás procesamos, relaciones que no llegan a ser vínculos. Justo ayer platicaba con mi amiga Viri, y en un momento salió el tema que buscaré tratar con ustedes este día. Una abundancia que parece plenitud, pero que sólo nos dispersa. Y lo más interesante es que este exceso tiene relación con algo que solemos ignorar: la falta de cultura del inconsciente.

La abundancia innecesaria no es una categoría económica, sino existencial. Aparece cuando dejamos de mirar hacia dentro y confiamos en que lo exterior resuelva lo que nos duele. No estoy seguro en afirmar que sea un fenómeno de nuestro tiempo, pero ciertamente es un espejo en el que cada uno puede reconocer sus propias fugas y evasiones. Y, al mismo tiempo, puede ser una invitación: si la abundancia innecesaria encubre la falta, entonces reconocerla puede abrirnos la posibilidad de un modo más simple y verdadero de vivir.

El malestar en la cultura del exceso

Sigmund Freud, en El malestar en la cultura (1930), señaló que cada progreso humano trae consigo nuevas formas de insatisfacción. Escribió: “El hombre civilizado ha cambiado un trozo de felicidad posible por un trozo de seguridad”. Ese trueque nos deja con un hueco. Hoy ese hueco lo intentamos compensar con más consumo, más pantallas, más experiencias. Ejemplo cotidiano: la ansiedad que sentimos cuando la conexión a internet se interrumpe. ¿Por qué nos altera tanto? No porque lo necesitemos para sobrevivir, sino porque nos hemos acostumbrado a que el exceso de información calme un vacío que no sabemos nombrar. La abundancia innecesaria se convierte en un calmante cultural, pero como todo calmante, dura poco y deja huella.

Podría decirse que nuestra cultura ha convertido el malestar en un negocio. No soportamos el silencio, y entonces aparecen apps, dispositivos, series y compras que nos prometen alivio instantáneo. Pero ese alivio nunca toca la raíz. Freud ya lo sabía: no hay progreso que anule el conflicto interno, sólo hay maneras más sofisticadas de posponerlo. Pensemos en los gimnasios que venden no sólo salud, sino identidades enteras: “serás más feliz si tienes este cuerpo”. O en las redes sociales, que explotan nuestra necesidad de reconocimiento. La abundancia innecesaria, vista desde Freud, es un síntoma de la misma tensión de siempre: el ser humano intentando tapar con objetos lo que en realidad sólo se resuelve en la palabra y en el vínculo.

La falta y el fetiche del objeto

Fue Jacques Lacan quien insistió en que el ser humano está estructurado por una falta, y que esa falta no debe eliminarse, sino asumirse como motor del deseo. “El deseo del hombre es el deseo del Otro” (Seminario XI, 1964). Cuando desconocemos esta lógica, caemos en el fetichismo de los objetos: creemos que la plenitud está en lo que compramos, en lo que acumulamos. Es como cuando alguien que, después de un día difícil, va de compras compulsivas. La bolsa con ropa nueva parece llenar el vacío. Pero la sensación dura poco, porque no se trataba de ropa: se trataba de un deseo no escuchado. Sin cultura del inconsciente, confundimos abundancia con plenitud, y terminamos cargando con lo que no necesitamos. Cuando era niño, recuerdo que íbamos a visitar a mi familia en Puebla, por lo que cuando llegábamos a las casetas de cobro, siempre veía fascinados los aviones de lámina que vendían unas personas a lo largo de las filas de los autos. Pero nunca me compraron uno mis papás, no porque no tuvieran o no quisieran. Es que «no me faltaba», «no lo necesitaba». Y bien me conocían, porque era más que probable que me aburriera después. Sin embargo, la razón detrás era más importante: al ser de lámina, se podría oxidar y si me llegaba a cortar, podría infectarse la herida y traerme complicaciones de salud. Hubo prudencia paterna ante una demanda infantil sin fundamento.

Lo curioso es que el mercado entiende muy bien esta dinámica. Nos ofrece objetos que funcionan como espejismos: el celular más nuevo, la prenda de moda, la experiencia “imperdible”. Todo está diseñado para hacernos creer que la falta se colma. Pero Lacan advertía: la falta no desaparece; se desplaza. Y cuando no la trabajamos, la convertimos en un carrusel interminable de abundancia innecesaria. Un ejemplo claro lo vemos en la publicidad de los smartphones: cada año sale un modelo con mejoras mínimas, pero presentado como indispensable. Esa compulsión colectiva no se explica por utilidad, sino por la ilusión de que el objeto trae consigo un reconocimiento. Lo que en realidad se desea no es el aparato, sino la mirada del Otro.

Cuando el exceso de cosas convierte el lugar de descanso en un espacio inhabitable

El vacío enmascarado

Es curioso, porque hace dos siglos el filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, advirtió en Así habló Zaratustra (1883-1885): “El desierto crece: ¡ay de aquel que alberga desiertos!”. La frase, tan lapidaria, nos recuerda que el exceso puede ser un disfraz del vacío. La abundancia innecesaria es como una mesa repleta de comida en la que nadie tiene hambre. Un ejemplo cultural: pensemos en la industria del entretenimiento. Hoy podemos maratonear series por horas, sin detenernos. ¿Eso es disfrute real o un modo de no enfrentarnos al silencio? Muchas veces, el desierto se disfraza de fiesta interminable, pero en el fondo sigue siendo desierto.

Nietzsche veía que el mayor peligro no era la carencia, sino el aburrimiento disfrazado. Cuando todo está disponible, el hombre se hastía de todo. Y entonces el exceso ya no es disfrute, sino anestesia. El desierto crece no porque falten cosas, sino porque sobran demasiadas sin sentido. Esa es la paradoja de la abundancia innecesaria: cuanto más tenemos, más nos pesa el vacío. Lo vemos en los viajes exprés que prometen “vivirlo todo” en un fin de semana. Paisajes, comidas, selfies, recuerdos enlatados: una saturación que a menudo termina en agotamiento. El viajero vuelve con fotos en el teléfono pero con la sensación de no haber habitado realmente ningún lugar. El desierto, disfrazado de abundancia, lo ha acompañado todo el viaje.

Cultura del inconsciente vs. cultura del exceso

Aquí está el núcleo del problema. Una cultura que desconoce el inconsciente reduce todo a un esquema simple: si algo me falta, lo compro; si estoy vacío, me lleno. El psicoanálisis enseña lo contrario: la falta no se elimina, se escucha. La cultura del exceso fabrica “abundancia innecesaria” para callar la pregunta, para tapar la herida. El culto al multitasking, por ejemplo. Hacer diez cosas al mismo tiempo no nos vuelve más plenos, nos fragmenta. En vez de escuchar lo que verdaderamente nos habita, llenamos el día de ocupaciones. Y cuando cae la noche, sentimos la soledad como un eco amplificado.

Si hubiera una cultura del inconsciente más extendida, aprenderíamos a tolerar la falta, a habitarla. Descubriríamos que la pausa no es vacío, sino lugar de sentido. Pero al no tener esa educación, la sociedad nos lanza a la hiperactividad y al consumo. Y así, la abundancia innecesaria se convierte en un modo de existencia aceptado, incluso celebrado, aunque sepamos que nos desgasta. Basta ver cómo tratamos a los niños: cada vez más expuestos a juguetes, pantallas y actividades, como si debieran estar siempre entretenidos. Pero, ¿qué lugar dejamos para el aburrimiento, que tantas veces es fuente de creatividad? Una cultura del inconsciente sabría que la pausa y el silencio también educan, mientras que la abundancia innecesaria sólo distrae.

Reflexión final

La abundancia innecesaria no es un signo de riqueza, sino un síntoma de negación. Es como el ruido que no nos deja escuchar una música más profunda: la del deseo, la del inconsciente, la de lo verdaderamente esencial. Reconocer esto no significa despreciar los bienes materiales, sino distinguir lo que es necesario de lo que es sólo un disfraz brillante. Quizá el desafío de nuestro tiempo no sea tener más, sino aprender a vivir con lo justo y lo necesario, para que la falta no se convierta en vacío, sino en motor de sentido. La verdadera riqueza no está en la acumulación, sino en el espacio interior que dejamos para lo que importa: el encuentro, la palabra, la pregunta. Y tal vez ese sea el camino para transformar la abundancia innecesaria en abundancia verdadera: aquella que nace del sentido compartido, no del exceso que cansa, sino del don que se entrega y permanece.


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