Sin cultura no hay escucha

“No se puede analizar a alguien si no se ha aprendido a leer novelas”.
— Jacques Lacan

Dedicado a mi maestro, pero sobre todo amigo, el psicoanalista Alberto Montoya.

Queridas y queridos lectores:

Hay quienes piensan que para ejercer el psicoanálisis basta con conocer el método. Que lo esencial se reduce a saber interpretar sueños, manejar el encuadre y aprender a callar con estilo. Pero no es así. Hay una dimensión invisible en todo buen analista: su mundo interior. Su cultura. Cuando hablo de cultura, no me refiero a diplomas ni a acumulación de datos. Hablo de ese alimento profundo que viene de la literatura, del cine, de la música, de la filosofía, etc. Porque quien no ha leído a Kafka no entiende del todo lo que es el sinsentido. Quien no ha sentido angustia viendo a Bergman o Tarkovsky, difícilmente puede acoger el dolor del otro sin necesidad de apurarlo. Y quien no ha atravesado a Pascal o Dostoievski no ha estado frente al abismo de la contradicción humana.

La cultura no es un lujo en la práctica clínica. Es una forma de hospitalidad. Es lo que permite que el analista no se convierta en un tecnócrata del alma, ni en un aplicador de etiquetas DSM disfrazado de escucha empática. Este encuentro es, pues, una defensa apasionada del analista culto. Del que se forma en silencio, del que ve películas sólo para pensar en su paciente, del que lee poesía para entender por qué alguien no puede decir “te quiero”. Es un elogio de esa formación que no se enseña en posgrados, pero que se transmite en el modo de estar, de mirar, de esperar.

Entre técnicos y cultivados

La diferencia entre un técnico y un cultivado no es el conocimiento que poseen, sino el lugar desde donde escuchan. El técnico busca aplicar lo que sabe; el cultivado deja que lo que sabe se transforme en silencio disponible. El primero se apura por identificar un mecanismo psíquico, un «diagnóstico», una etiqueta; el segundo se deja afectar, espera, sospecha que hay algo más allá del síntoma evidente.

El técnico pregunta: ¿Qué categoría le corresponde a este caso?
El cultivado pregunta: ¿Qué mundo interior ha construido esta persona para sobrevivir?

Por eso es que Jacques Lacan podía afirmar que no se puede analizar a alguien sin haber leído novelas. Porque una novela no se lee para obtener respuestas, sino para comprender personajes contradictorios, tramas inconclusas, dolores sin resolución. Leer literatura es, en el fondo, aprender a no juzgar. A convivir con lo complejo. Donald Winnicott —ese pediatra y psicoanalista británico que escribía con el alma— lo decía con sencillez: “No existe la madre perfecta, sólo una madre suficientemente buena” (Realidad y juego, 1971). Esa frase, que ha consolado a generaciones, no es producto de un algoritmo clínico. Es fruto de una mirada humana, que sabe que lo real no encaja en modelos ideales.

En el espacio analítico, quien se ha formado sólo con manuales, escucha en blanco. Pero quien ha vivido la Tragedia de Edipo, la rabia de Medea, el duelo de Anna Karenina, el desconcierto de Gregor Samsa, posee un lenguaje secreto para captar el alma ajena. Porque el sufrimiento humano no entra por los ojos, sino por la cultura.

Cómo la literatura enseña a escuchar lo indecible

Hay dolores que no se pueden decir. Ni siquiera con todo el vocabulario técnico del mundo. Hay traumas que no se narran cronológicamente, sino a través de imágenes inconexas, de silencios largos, de frases entrecortadas. Para poder alojar ese tipo de experiencia, el analista necesita una sensibilidad que no se enseña en las aulas: la sensibilidad literaria. Porque la literatura no da soluciones, pero sí forma el alma para acoger lo imposible. Cuando uno ha leído Los hermanos Karamázov, entiende que el odio hacia el padre puede convivir con la necesidad de su amor. Cuando uno ha caminado con Emma Bovary, comprende que el deseo puede volverse prisión. Y cuando uno ha llorado con Juan Rulfo, descubre que hay voces que vienen del otro lado de la vida, y aún así nos hablan.

En un momento inolvidable de La muerte de Iván Ilich (1886), Lev Tolstói describe el instante en que el protagonista, moribundo, comprende que toda su vida fue falsa. Que vivió para lo que “debía ser”, no para lo que amaba. ¿Qué manual clínico puede transmitir eso? ¿Qué clase de técnica puede enseñarle al analista a reconocer cuando un paciente comienza a despertar a esa misma angustia? Es en la literatura donde se aprende a tolerar el sinsentido, a captar lo simbólico, a sospechar del lenguaje sin caer en cinismo. Como decía Virginia Woolf: “Las palabras no son fósiles inertes, sino criaturas vivas, frágiles, llenas de historia” (Una habitación propia, 1929). Esa mirada es la que necesita el analista: una que vea en cada palabra dicha en sesión una constelación de sentido, dolor y deseo. La literatura enseña que la vida no cabe en la lógica, que lo humano no es lineal, y que detrás de cada palabra hay algo que no se dice —pero que pide ser escuchado.

El cine como ventana al síntoma social

El cine, cuando se lo mira con atención analítica, no es sólo entretenimiento: es un espejo oscuro donde los síntomas de una época se hacen visibles. La gran pantalla nos muestra lo que la sociedad quiere negar. Y un analista cultivado sabe reconocer en esas historias no sólo tramas, sino expresiones condensadas del malestar de la civilización. Ver cine no es evadirse, es entrenar la mirada. Aprender a captar lo que se juega en un gesto, en un encuadre, en una omisión. ¿Cómo comprender el desarraigo sin haber visto Los 400 golpes de Truffaut? ¿Cómo percibir la angustia de la rutina sin El empleo del tiempo de Laurent Cantet? ¿Cómo captar el deseo de redención entre la fe y la locura sin Dancer in the Dark? Una escena de El hijo (2002), de los hermanos Dardenne, muestra a un carpintero que acepta en su taller al adolescente que años antes asesinó a su hijo. No hay diálogo explícito sobre el perdón, pero cada plano está cargado de tensión, contención y humanidad. Un analista que ha visto esa película sabe cómo se construye un lazo más allá del trauma, sin necesidad de palabras espectaculares. Porque el cine enseña algo que también es clínico: el tiempo que toma un vínculo, la resistencia del afecto, la asimetría del deseo.

El cineasta griego Theo Angelopoulos decía: “Lo esencial no está en lo que el personaje dice, sino en lo que calla mientras se lo filma”. Esa frase podría estar escrita en la puerta de cualquier espacio psicoanalítico. El cine no sólo muestra conflictos individuales: revela climas sociales. La ansiedad de las metrópolis, la soledad disfrazada de éxito, el goce silencioso del consumo. El analista que ve cine con ojos atentos, aprende a reconocer en sus pacientes no sólo neurosis personales, sino síntomas colectivos. Porque muchas veces el sufrimiento individual no viene de la historia familiar… sino del ruido del mundo.

Tres formas de habitar la cultura como modo de presencia analítica.

Filosofía como fundamento ético y pregunta permanente

El psicoanálisis sin filosofía corre el riesgo de quedarse sin brújula. Puede interpretar con brillantez, pero no necesariamente con responsabilidad. Puede escuchar sin juzgar, pero sin llegar a implicarse. Y puede hablar de deseo, pero olvidar la pregunta por el bien. Por eso, la filosofía no es un lujo para el analista: es su ancla ética. Simone Weil escribió: “El amor al prójimo en su estado puro es como una capacidad de decirle al otro: ‘Tú no morirás’” (La gravedad y la gracia, 1947). Esa frase podría ser la traducción más íntima de lo que ocurre en una cura analítica: sostener la subjetividad del otro cuando todo en su historia lo empuja hacia la aniquilación interior. Un analista que ha leído filosofía no busca imponer respuestas, sino formular mejores preguntas. Porque ha aprendido de Sócrates a no saber; de Pascal a dudar con fe; de Kierkegaard a mirar el abismo sin perder el temblor. Y quizá de Levinas a recordar que el rostro del otro no es objeto de comprensión, sino llamado a la responsabilidad.

En consulta, muchas veces el sufrimiento que se presenta como ansiedad, duelo o culpa, es en el fondo una pregunta: ¿cómo vivir con dignidad en medio del absurdo? Y esa pregunta no se responde con test de ansiedad ni con pautas de relajación. Se responde —si acaso— con presencia, con humildad y con una escucha que no banaliza el dolor existencial. La filosofía le recuerda al analista que no se trata sólo de aliviar síntomas, sino de ayudar al otro a construir una vida que tenga sentido para él, aunque sea precaria. Porque como decía Albert Camus: “El deber del hombre es encontrar un sentido a su rebelión” (El hombre rebelde, 1951). No hay clínica sin ética. No hay ética sin pregunta. Y no hay pregunta sin cultura.

Cultura como intimidad

Hay una formación que no aparece en los CV’s. Una que no se acredita con constancias ni se paga con mensualidades. Es la formación del alma, es la formación de la mente. Y esa se hace en silencio, en soledad, en compañía de libros, películas, cuadros, canciones y palabras que uno no olvida aunque hayan pasado veinte años. También se hace compartiendo con otros para luego conocer sus opiniones y sentimientos. A veces me pregunto por qué, frente a ciertos analizandos, en lugar de venir a mi mente un autor técnico, recuerdo un poema. O una escena de cine. O una frase que leí de adolescente y que sin saberlo me marcó para siempre. Es que hay cosas que no se piensan con teorías, sino con imágenes. Y hay momentos clínicos en los que no basta saber… hay que haber vivido.

Un analista cultivado no es alguien erudito, sino alguien que se ha dejado tocar. Que ha leído a Clarice Lispector y no ha salido indemne. Que ha mirado a Juliette Binoche llorar en Tres colores: azul y se ha quedado callado largo rato. Que ha escuchado a Mahler con lágrimas en los ojos o ha puesto notas con Cioran en los márgenes de una noche difícil. Que ha visto su propia herida reflejada en un personaje de Dostoievski o en una escena de Bergman. La cultura, cuando es verdadera, no adorna: transforma. Hace del analista alguien más humano. Menos soberbio. Más disponible. Porque la cultura no nos hace saber más, sino escuchar mejor. Y en un mundo donde se multiplican los diplomados exprés, los títulos vacíos y las promesas de éxito rápido, la cultura sigue siendo una trinchera. Un refugio. Una oración laica. Una forma de cuidar el alma, incluso —y sobre todo— cuando se cuidan las de otros.

Reflexión final

No todos los analistas son artistas. Pero todo buen analista tiene algo de poeta: sabe demorarse en las palabras, intuir lo no dicho, oler la atmósfera de lo invisible. Y eso no se aprende en manuales ni supervisiones. Se cultiva. Por eso este encuentro no es una crítica a los títulos, sino un elogio a las noches de lectura, a las lágrimas frente al cine, a los cuadernos rayados con frases que un día hicieron sentido. Es un recordatorio de que la escucha clínica no sólo se construye con teoría, sino con vida. Y que cuanto más cultivado esté el analista, más mundo podrá ofrecer como continente simbólico para quien lo ha perdido todo.

A mis colegas les digo: no dejen de leer, de ver cine, de escuchar música. La cultura no es tiempo perdido, es tiempo sembrado. Es fondo. Es intimidad. Y a quienes están en análisis o en búsqueda, sepan que no es lo mismo ser escuchado por alguien que ha pasado por los libros, los silencios y las preguntas que nos hacen más humanos. Porque en el fondo, el acto analítico no es otra cosa que un encuentro entre dos mundos: el del que sufre… y el del que ha aprendido a estar ahí.


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