Lo que Hollywood no te dijo del psicoanálisis

«Donde estaba el ello, deberá advenir el yo»

-Sigmund Freud

Queridos(as) lectores(as):

Durante décadas, el cine y la televisión nos han enseñado que ir al psicoanalista es cosa de neuróticos ricos con demasiado tiempo libre. En el imaginario colectivo, la escena suele repetirse con mínimas variantes: un paciente recostado en un diván, hablando sin cesar mientras un hombre de barba gris anota silenciosamente o lanza interpretaciones grandilocuentes como «usted odia a su madre» o «quiere acostarse con su padre». A veces se vuelve comedia: el analista es torpe, distraído o incluso más desequilibrado que su paciente. Otras, la caricatura se convierte en amenaza: un profesional frío, manipulador o distante que parece jugar con la mente de quien confía en él. Entre una y otra distorsión, el resultado ha sido el mismo: una idea errónea, simplificada y francamente injusta de lo que implica un proceso analítico.

Pero el problema no es sólo lo que Hollywood muestra. Es lo que no dice: lo que omite, distorsiona o reemplaza por formatos más digeribles. Así, al espectador medio le resulta más fácil entender la lógica del coaching motivacional o la terapia breve centrada en soluciones, que adentrarse en el terreno pantanoso de un inconsciente que no siempre obedece al sentido común. En este contexto, no es raro que muchos, aun sintiendo la necesidad de iniciar un análisis, vacilen. Temen no entender, no hablar, no avanzar. Temen, sobre todo, lo que puedan encontrar de sí mismos cuando ya no haya nadie que les diga qué hacer.

Este encuentro no pretende dar una cátedra sobre teoría psicoanalítica, ni ofrecer garantías. Pero sí busca desmontar algunas de las fantasías más comunes que impiden a muchas personas siquiera considerar sentarse frente a un analista. Porque, a diferencia de lo que Hollywood nos hizo creer, en análisis no se trata de volverse normal. Se trata de volverse uno mismo, en serio.

El psicoanalista no es tu coach (ni tu gurú, ni tu madre)

En la cultura actual, saturada de consejos, frases motivacionales e influencers emocionales, resulta casi natural suponer que quien acude a terapia va a recibir indicaciones, soluciones prácticas o fórmulas para mejorar su vida. En muchos enfoques terapéuticos, esto puede ser parcialmente cierto: se diseñan objetivos, se trazan estrategias y se dan tareas entre sesiones. Pero el psicoanálisis no trabaja en esa lógica. El analista no da recetas, no sugiere caminos ni ofrece palabras de aliento prefabricadas. No es una figura de autoridad externa que diga qué hacer con la propia vida. No es ni coach, ni guía espiritual, ni confidente familiar. Y precisamente por eso su posición es tan potente.

En lugar de hablar desde un saber ya constituido, el analista se coloca en un lugar de escucha radical. Su función no es enseñar, sino permitir que el sujeto se escuche a sí mismo de otro modo. Esto puede resultar frustrante para quienes esperan orientación inmediata, pero es esencial para que el deseo propio —no el deseo del Otro— pueda emerger. Por eso, cuando alguien se pregunta «¿pero entonces qué se hace en análisis si el analista no habla mucho ni da consejos?», la respuesta es tan simple como radical: se trabaja con lo que el sujeto dice, y con lo que eso produce en él. El saber, si aparece, no viene del analista, sino del propio analizante, a veces en contra de su voluntad consciente. El analista no ordena. Desordena. No acomoda la vida del otro, pero sí crea un espacio donde algo de su verdad puede empezar a articularse. A veces, eso es más transformador que cualquier consejo bienintencionado.

La resistencia no es un error, es el punto de partida

Uno de los malentendidos más frecuentes entre quienes contemplan iniciar un análisis es creer que deben llegar preparados, dispuestos a hablar con fluidez, como si de una entrevista de trabajo se tratara. Pero en psicoanálisis, el silencio no es fracaso, la duda no es patología y la incomodidad no es una señal de que algo está saliendo mal. De hecho, son síntomas de que algo real está en juego. Freud no tardó en advertir que toda entrada al análisis está marcada por una resistencia: una fuerza psíquica que se opone al decir, al recordar, al desear. No porque el sujeto no quiera, sino porque hay algo en él que no se deja domesticar tan fácilmente.

La resistencia no es una falla en el proceso: es el proceso mismo. Y suele adoptar formas muy creativas. Desde el olvido de las sesiones hasta la racionalización excesiva, desde el hablar sin decir nada hasta el “esto no me sirve para nada”. Cada uno encuentra su estilo de defensa. Y en ese estilo, en ese rodeo, hay algo profundamente singular: una forma de estar en el mundo, de soportar el deseo, de protegerse del sufrimiento. El trabajo analítico no consiste en eliminar la resistencia a fuerza de voluntad, sino en ponerla a hablar. Es decir, en permitir que esa defensa cuente su propia historia.

En muchas representaciones cinematográficas, el paciente entra, se desahoga, recibe una interpretación reveladora y sale mejorado. Pero en la vida real, es mucho más probable que alguien pase meses —o años— bordeando un punto que no logra tocar. Y está bien. Porque el análisis no es una carrera por resultados, sino un trabajo de escucha que respeta el ritmo inconsciente. Lo que a veces parece estancamiento, es preparación. Lo que parece miedo, es el inicio de una pregunta seria sobre el deseo propio. Y eso no es debilidad, es coraje.

No se trata de actuar mejor, sino de dejar de repetir el papel (¿de víctima?)

La transferencia no es enamoramiento: es el campo de batalla

Si hay un concepto psicoanalítico que ha sido vulgarizado hasta el cansancio por el cine y la televisión, ese es la transferencia. La típica escena muestra a un paciente enamorándose perdidamente del analista —o viceversa— y generando todo tipo de enredos emocionales. La idea de que «te vas a enamorar de tu terapeuta» se ha convertido en chiste recurrente, cuando no en advertencia seria. Pero lo cierto es que, más allá de lo anecdótico, la transferencia no se reduce ni al amor ni al deseo sexual: es la puesta en escena, en el vínculo con el analista, de las marcas más profundas que constituyen al sujeto.

En análisis, no se trabaja sólo con lo que se dice, sino con el modo en que eso se dice, a quién se le dice, y desde dónde. En ese decir se reactivan vínculos pasados: con padres, hermanos, figuras de autoridad, con lo amado y lo temido. La transferencia no es una desviación del análisis, es su condición misma. No hay análisis sin transferencia porque no hay sujeto sin historia. Y esa historia, cuando se despliega, no lo hace sólo en recuerdos, sino en actos, omisiones, silencios, demandas y fantasías que se instalan en el vínculo con el analista.

¿Y por qué es un campo de batalla? Porque en esa transferencia se juega, una y otra vez, la posibilidad de repetir o de transformar. Lo que se pone en escena no es un teatro inocente, sino la posibilidad de volver a elegir distinto. El analista, al sostener una posición que no responde al deseo habitual del sujeto —no cede, no se enamora, no aconseja, no castiga— permite que algo nuevo se articule. A veces eso irrita, confunde, duele. Pero también abre una posibilidad inédita: no seguir atrapado en las mismas respuestas de siempre ante los mismos conflictos de siempre. Por eso la transferencia no es un obstáculo, sino el terreno fértil donde el síntoma puede volverse pregunta. Y donde esa pregunta, poco a poco, puede dejar de ser un enigma para transformarse en decisión.

No se trata de saber lo que te pasa, sino de soportarlo de otro modo

Uno de los mayores malentendidos en torno al psicoanálisis es pensar que su objetivo es dar explicaciones. Muchas personas llegan al análisis con una idea clara —o eso creen— de lo que les sucede: “soy así porque mi papá me abandonó”, “me cuesta confiar por culpa de mi ex”, “tengo ansiedad por mi trabajo”. Incluso se lo dicen al analista desde la primera sesión, como si entregaran una síntesis previa de su biografía, esperando una confirmación, una estrategia o una absolución. Pero el psicoanálisis no parte del saber consciente, ni de la causalidad lineal. Saber lo que a uno le pasa no equivale a dejar de repetirlo. De hecho, muchas veces ese saber se vuelve una coartada perfecta para no cambiar. Se convierte en discurso cerrado, en justificación. La pregunta no es tanto “¿por qué soy así?” sino “¿qué hago con esto que me pasa?”. Y aún más: “¿qué lugar ocupo yo en lo que me ocurre?”. Esa pregunta no se responde desde la teoría, sino desde la experiencia de decir, de escuchar-se, de encontrarse en lo que se dice.

En este sentido, el análisis no apunta a eliminar el síntoma como quien borra un error, sino a darle otra dignidad. A descubrir qué verdad lleva inscripta ese malestar, ese fracaso repetido, esa angustia que parece no ceder. El objetivo no es funcionar mejor, sino vivir con menos alienación. No se trata de obtener explicaciones lógicas, sino de alcanzar una forma nueva de soportar lo que duele, sin quedar reducido a eso. El síntoma deja de ser una condena para volverse una vía. Por eso, muchas veces, quien entra al análisis creyendo que ya sabe todo sobre sí mismo, termina descubriendo algo más inquietante: que hay un saber en juego que no se domina, pero que se insinúa en lo que se dice sin querer. Ahí comienza lo verdaderamente analítico: cuando el sujeto se encuentra no con lo que cree, sino con lo que lo habita.

No es magia. Es trabajo (pero del otro)

Quizá uno de los grandes errores de quienes se acercan al psicoanálisis con expectativas formadas por el cine, es creer que basta con ir, sentarse y hablar para que todo se acomode. Como si el sólo hecho de “sacarse las cosas de adentro” bastara para que esas cosas dejaran de doler. Pero en análisis no hay varitas mágicas. No hay soluciones inmediatas. Hay trabajo. Y lo hace el sujeto. El analista no interviene desde un saber omnisciente ni con técnicas estandarizadas. No hay recetas, ni fórmulas, ni pasos a seguir. El análisis no es una técnica aplicada sobre un paciente pasivo, sino un espacio ético donde algo del deseo se pone a trabajar. Y para que eso ocurra, el analizante debe implicarse. No basta con contar su historia: debe asumir una responsabilidad subjetiva en ella. Esto puede ser agotador, incluso doloroso. Pero también es profundamente liberador.

Por eso el análisis no busca que uno encaje mejor en el sistema, ni que sea más productivo o sociablemente adecuado. Busca que uno deje de vivir a merced de los mandatos inconscientes que lo gobiernan sin saberlo. Que pueda, poco a poco, desatar los nudos que lo atan a lo que repite. Que lo que antes era padecimiento, pueda convertirse en acto. Sí, es trabajo. Pero no es un trabajo cualquiera. Es el único trabajo en el que uno puede llegar a encontrarse, no con lo que esperaba ser, sino con lo que verdaderamente es. Y eso —aunque Hollywood no lo diga— puede ser mucho más transformador que cualquier final feliz con música de violines.

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