El mundo es un gran diván y cada persona una circunstancia única y sin igual. La historia es un punto de partida fundamental para poder dar paso a los distintos discursos que hay. Bienvenidos a un espacio de reflexión, donde la filosofía, el psicoanálisis, la literatura, el arte y demás ciencias humanísticas abrirán distintas puertas, ventanas… o agujeros en los muros.
“El chiste, como el sueño, permite a lo reprimido asomar disfrazado” —Sigmund Freud
Queridos(as) lectores(as):
En el transcurso de los últimos años, los memes han pasado de ser un entretenimiento informal a convertirse en una auténtica forma de comunicación cultural. No se trata sólo de chistes visuales: los memes expresan emociones, condensan pensamientos colectivos y revelan —sin proponérselo— estructuras afectivas profundas. Funcionan como huellas psíquicas compartidas, a menudo humorísticas, otras veces inquietantes, que circulan como ecos del inconsciente en un espacio donde todos somos emisores, receptores y, en algún punto, sujetos afectados. El meme, aunque breve y aparentemente trivial, opera como una pequeña obra de condensación simbólica. En él se cruzan la repetición, el deseo, la defensa, el duelo. Su éxito no se mide solamente en likes o cuántas veces se comparte, sino en la intensidad con la que logra tocar algo en el sujeto: una ansiedad, una herida, un sinsentido. En este gesto mínimo se esconde una economía del sufrimiento. No sufrimos menos, pero lo decimos de otra manera.
Desde la teoría psicoanalítica, podríamos entender esta práctica como una de las formas actuales que adopta lo que Sigmund Freud llamó “el retorno de lo reprimido”: aquello que no puede decirse directamente, se repite o se actúa. Desde la filosofía y la historia cultural, el meme aparece como una pathosformel contemporánea, en el sentido propuesto por Aby Warburg: una forma visual que encarna una emoción colectiva y persistente a lo largo del tiempo (Cfr. El ritual de la serpiente, 1923).
Reír para no llorar: el meme como defensa psíquica
El humor es una forma refinada de defensa. Freud decía que el humor “no es resignación, sino rebelión” frente a la realidad que nos oprime (Cfr. El humor, 1927). Cuando no podemos cambiar la realidad, al menos podemos modificar la manera en que la experimentamos. Esa es, en esencia, la lógica del meme: transformar lo insoportable en algo digerible, incluso risible. Durante la pandemia de Covid-19, por ejemplo, circularon miles de memes sobre el encierro, el papel higiénico, las videollamadas y el miedo. ¿Qué estábamos haciendo, en realidad, al compartirlos? Procesar lo impensable. Elaborar —aunque fuera de forma parcial— una situación traumática sin tener que nombrarla directamente.
No podíamos hablar de la muerte, del abandono, del colapso; pero sí podíamos reírnos de que el pan de masa madre no nos salía, de que habíamos perdido la noción del tiempo o de que extrañábamos a alguien. Así, el meme se convierte en una defensa secundaria: no niega el dolor, pero lo transforma en algo transmisible. De hecho, como señala Viktor Frankl: “El humor es otra de las armas del alma en la lucha por la supervivencia” (El hombre en busca de sentido, 1946). Esa arma, hoy, está pixelada.
El inconsciente digital: repetición y goce en el clic
La estructura del meme está hecha para repetirse: se copia, se modifica, se resignifica. Esta repetición no es banal. Desde el psicoanálisis, la repetición es el modo privilegiado por el cual se manifiesta lo que no ha sido elaborado. Jacques Lacan diría que la repetición es “la insistencia de una marca simbólica que retorna allí donde no puede integrarse” (Seminario XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, 1964).
Cuando compartimos un meme sobre ansiedad, soledad, relaciones fallidas o crisis existenciales, no sólo nos reímos de ellas: también las repetimos como si esperáramos que, a fuerza de circular, algo se resuelva. Pero no siempre hay elaboración. Muchas veces, la lógica algorítmica intensifica el circuito del goce: queremos volver a ver ese contenido porque nos afecta, porque nos duele, porque nos atrapa. Ahí donde antes teníamos un síntoma que se analizaba, ahora tenemos un loop de imágenes que se viralizan. Es el goce sin dialéctica, como advierte Byung-Chul Han: “El exceso de positividad cancela el espacio del otro, y con él, la posibilidad de una experiencia significativa” (La sociedad de la transparencia, 2012).
El meme no refleja la vida. A veces la reemplaza.
Comunidades del malestar: una clínica de lo colectivo
En la clínica solemos trabajar con la singularidad del sujeto. Pero los memes ponen en escena otro nivel: el del inconsciente colectivo. Carl Jung utilizó este término para hablar de los arquetipos que atraviesan culturas enteras (Cfr. El hombre y sus símbolos, 1964), pero hoy podríamos reformularlo: hay núcleos de angustia, pérdida y deseo que se comparten, se comentan y se actualizan en los lenguajes visuales de internet. No es casual que tantos memes hablen del burnout, del síndrome del impostor, del ghosting o de la desesperanza. Son signos de una comunidad afectiva, aunque fugaz, que reconoce su malestar en un código visual común. No hay consuelo, pero hay reconocimiento. Y en ese mínimo gesto —“yo también me siento así”— se funda una clínica no hablada.
Jean-Luc Nancy afirmaba que la comunidad no se forma por lo que se tiene en común, sino por la experiencia de la exposición mutua al vacío, al límite (Cfr. La comunidad inoperante, 1986). En cierto modo, los memes contemporáneos son una forma de compartir esa exposición sin tener que explicarla.
Memes como ruinas del presente: lo patético como estética
Los memes no sólo dicen algo: muchas veces dicen que no sabemos qué decir. Son retazos, fragmentos, ruinas. En ellos aparece una estética del desborde emocional, del patetismo asumido, del fracaso cotidiano convertido en gesto visual. No son “arte elevado”, pero sí son expresiones de una sensibilidad contemporánea atravesada por el desarraigo simbólico.
Giorgio Agamben, reflexionando sobre los testigos de Auschwitz, afirma que el verdadero testigo es el que habla “en nombre de aquello que no puede hablar” (Lo que queda de Auschwitz, 1998). Salvando las distancias éticas y contextuales, podríamos decir que los memes hacen algo similar: dan forma a lo que no se puede nombrar del todo, a esa experiencia difusa de habitar un mundo donde el tiempo se vuelve efímero, donde todo debe causar efecto, donde el silencio es reemplazado por una risa breve. Walter Benjamin lo anticipó: “La historia está hecha de escombros que iluminan sólo por un instante” (Tesis sobre la Historia, 1940).
Tal vez los memes no pretendan durar, pero en su fugacidad, iluminan zonas que no podríamos mirar de frente.
Los días de calor extremo no sólo alteran el termómetro, también desestabilizan el alma. Más allá de lo físico, hay un desajuste silencioso que comienza a instalarse en quien vive atrapado entre la incomodidad corporal y una emoción que no encuentra palabras. En el consultorio, llegan pacientes agotados, de mal humor, con menos tolerancia, más frágiles. Lo atribuyen al clima, y no se equivocan del todo. Pero hay algo más: el calor no inventa lo que sentimos, pero sí lo exacerba, lo amplifica, lo empuja al límite. No es el culpable, pero es el detonador.
Hay días en que pareciera que incluso el inconsciente suda. Días en que la tristeza se fermenta con rapidez y la rabia hierve por cualquier cosa. El calor, más que un clima, se vuelve estado del alma. Una especie de fiebre que no se cura con agua fría, sino con palabras. Y en ese contexto, el diván no sólo es refugio, también es espejo: ahí donde uno puede nombrar lo que arde por dentro, sin miedo a quemar al otro.
Cuerpo y emoción: la piel como frontera
El cuerpo no miente. Es el primer escenario donde se inscriben las tensiones que aún no alcanzan a decirse. Y la piel, esa frontera sutil entre lo que somos y lo que el mundo toca, reacciona cuando el calor apremia: se enrojece, se inflama, suda, arde, se irrita. Pero lo más interesante no es lo que se ve, sino lo que se siente. Durante los días calurosos, muchas personas experimentan insomnio, agotamiento, hipersensibilidad y una sensación constante de incomodidad. Pero no es sólo el cuerpo que se queja: también lo hace el ánimo. Lo fisiológico se transforma en emocional. El cuerpo, desbordado, ya no puede seguir sosteniendo lo que el alma calla.
Sigmund Freud lo intuía con claridad: “El yo es, ante todo, un yo corporal; no es sólo una entidad superficial, sino también la proyección de una superficie” (El yo y el ello, 1923). En otras palabras, lo que ocurre en el cuerpo habla del estado psíquico, aunque aún no tenga nombre. En consulta, no es raro que alguien diga: “No soporto el calor, me pone de malas”. Pero poco a poco, detrás de esa molestia, aparecen otras frases: “No estoy durmiendo bien.”, “Ya no me aguanto.”, “Me siento irritable con todos.” Ahí es donde el calor deja de ser meteorológico y se vuelve emocional. Porque la piel no es sólo protección: es también símbolo. Y cuando se agrieta, cuando reacciona, cuando arde, muchas veces lo que está tratando de decir es: algo en mí necesita cuidado.
El calor del deseo y la frustración
El calor, por su propia naturaleza, está asociado a lo vital, a lo pulsional. En ciertos contextos incluso estimula el deseo: se habla de “pasiones ardientes”, de cuerpos que “arden en deseo”. Pero también puede convertirse en un espejo cruel de lo que no se tiene, de lo que se desea y no se alcanza. Ahí el calor ya no erotiza: desespera. En el consultorio, no es raro que surjan, durante los días calurosos, relatos cargados de impaciencia, de deseo truncado, de una especie de ansiedad que no se logra articular. Es un malestar que no siempre encuentra palabras. El sujeto se siente inquieto, incómodo, lleno de energía mal distribuida. Dice cosas como: “No tengo ganas de nada, pero tampoco puedo estar en paz”. O bien: “Me siento irritable, como si todo me estorbara”.
Lo que se esconde detrás, muchas veces, es un deseo sin cauce. Una libido sin objeto. Y eso genera frustración. El calor, como un espejo implacable, devuelve esa imagen del sujeto ante su imposibilidad de alcanzar lo que quiere o incluso de saber qué quiere. Jacques Lacan lo formuló con crudeza: “El deseo del hombre es el deseo del Otro” (Seminario II, 1954–55). Es decir, que nuestros deseos se constituyen en relación al deseo del otro, al reconocimiento, a lo que esperamos —consciente o inconscientemente— de los demás. Pero cuando ese Otro no responde, cuando no hay quien escuche, cuando no hay quien legitime o contenga ese deseo, entonces el deseo no se disuelve: se recalienta, se vuelve fiebre interna.
Y no hay peor sensación que la de estar lleno de algo que no puede salir. El calor exterior se convierte en la metáfora perfecta del ardor interno que no haya forma ni destino. En algunos casos, el deseo se transmuta en agresión. En otros, en apatía. En otros más, en angustia pura. Porque el deseo frustrado no desaparece: se transforma. Y muchas veces, lo que llega al diván no es la formulación clara de un deseo, sino su síntoma. El trabajo analítico consiste entonces en ayudar a que ese ardor se nombre, se articule, se piense. Que el deseo se diga. Porque sólo lo que se dice puede dejar de quemar.
«Demasiado calor como para acalorarse de más»
Malestares del alma disfrazados de clima
Hay algo curioso en nuestra manera de hablar: solemos culpar al clima de lo que no sabemos cómo explicar. “Estoy insoportable, es este calor”. “No puedo con nada, el bochorno me tiene mal». Es una verdad a medias, un comodín emocional. Pero basta un poco de escucha para saber que, en muchos casos, el calor no es la causa sino la coartada. Lo que llamamos “mal humor por el calor” suele tener raíces más hondas. Incomodidades que ya estaban ahí: conflictos no resueltos, palabras no dichas, decisiones postergadas. El calor las exacerba, las empuja hacia la superficie. Pero no las inventa.
A veces basta una sesión para descubrirlo. El paciente llega irritado, molesto por cosas mínimas, y en el fondo —tras capas de quejas meteorológicas— aparece una herida: una pelea familiar, una decepción amorosa, un cansancio acumulado. Cosas que no se dicen de entrada, porque parece más fácil y aceptable decir “me siento mal por el clima” que decir “me siento mal porque ya no aguanto mi vida”. Anton Chéjov, con su agudeza habitual, escribió: “Cualquier idiota puede enfrentarse a una crisis; lo que agota es el día a día” (Cartas selectas, 1890). Es precisamente ese día a día, ya desgastado, el que el calor vuelve insoportable. No lo crea, pero lo delata.
En ese sentido, el calor actúa como revelador. Como una lámpara que ilumina rincones que normalmente permanecen en penumbra. Por eso, en el análisis, no se trata de negar lo físico, sino de escuchar lo que el cuerpo permite entrever: una queja puede ser síntoma, un cansancio puede ser duelo, una irritación puede ser abandono. En el fondo, todos tenemos nuestra propia “temperatura interna”. Cuando esa temperatura se eleva, a veces ni siquiera sabemos por qué. Pero el cuerpo sí. El alma también. Y si el clima exterior coincide con el clima interior, entonces todo se vuelve insoportable. El calor, entonces, no miente: señala. Pero hay que saber leer lo que apunta. A veces, basta con preguntarse: ¿Y si no fuera sólo el calor?
Acompañar mientras arde
En días de calor extremo, todo arde. El cuerpo, la cabeza, los nervios, incluso la relación con el otro. Pero también arde algo más profundo: la espera de una palabra, de un alivio, de un refugio. Quien llega al diván buscando eso —aunque no lo diga así— en realidad busca un lugar donde no lo empujen a “estar bien”, donde no lo fuercen a ser productivo ni a rendir emocionalmente, donde alguien pueda simplemente estar ahí, sin apagar su incendio, pero sin avivarlo tampoco. El análisis no ofrece ventiladores emocionales. No promete frescura ni comodidad. Pero sí ofrece algo más raro: un espacio donde lo que arde puede ser dicho sin culpa, sin prisa, sin vergüenza. Y ese decir —a su ritmo— alivia.
Lo escribió Clarice Lispector con su elegancia cruda: “El alma también tiene su clima, y a veces lo único que necesita es que alguien lo nombre” (La hora de la estrella, 1977). Acompañar en el ardor no significa calmarlo, sino reconocerlo. Hacerlo visible. Nombrarlo hasta que deje de tener poder de destrucción. En ese gesto —tan simple y tan profundo— comienza una pequeña transformación. El calor sigue. El malestar persiste. Pero ya no se está solo frente a él. Hay una escena del análisis que es muy discreta, casi imperceptible: el momento en que el paciente, sin darse cuenta, empieza a decir “me siento así” en lugar de “esto me pasa por…” Ese cambio de sujeto es también un cambio de lugar. El sujeto ya no es víctima del clima, del otro, del mundo. Es alguien que comienza a pensarse. Y pensarse es empezar a cuidarse.
En el fondo, acompañar mientras arde es una forma de amar: no con respuestas, sino con presencia. No con soluciones, sino con escucha. Porque si algo enseña el calor —el de afuera y el de adentro— es que no todo puede apagarse. Pero sí puede compartirse. Y cuando se comparte, arde menos. El cuidado emocional también pasa por lo básico: dormir, respirar, comer bien, decir lo que duele. Porque, como diría Donald Winnicott: “La salud está relacionada con la capacidad de jugar” (Realidad y juego, 1971).
«El sentido no es algo que descubrimos, sino algo que hacemos posible».
-Markus Gabriel
Queridos(as) lectores(as):
Hay preguntas que no nacen de la razón, sino del quebranto. No son un ejercicio intelectual ni un juego dialéctico. Surgen cuando el alma está en ruinas y apenas logra susurrar, entre lágrimas, entre noches sin dormir: “¿Qué sentido tiene todo esto?” No es la pregunta de los filósofos en su escritorio, ni la del estudiante en su tesis, ni siquiera la del creyente en busca de dogma. Es la pregunta del que ha perdido algo esencial —una madre, un hijo, una esperanza, la salud, la fe, o a sí mismo— y se descubre arrojado al mundo sin mapas. Es la pregunta del que, en medio de una rutina que no entiende, de un dolor que no cesa o de una alegría que ya no basta, comienza a sospechar que vivir no es lo mismo que estar vivo.
Vivimos tiempos donde todo debe tener “explicación”, pero pocas veces tiene verdadero sentido. Y sin embargo, la pregunta sigue latiendo en muchos: no como una exigencia lógica, sino como un clamor existencial. A veces callamos por orgullo, por miedo, por costumbre… pero en el fondo, todos, alguna vez, la hemos formulado con el corazón hecho trizas. En este encuentro haremos un intento de escuchar esa pregunta. No de responderla del todo —sería arrogante pretenderlo—, sino de honrarla, caminarla, darle espacio. Porque incluso la desesperación merece un lenguaje.
Cuando la vida se cae a pedazos
No hay anuncio, no hay preparación, no hay manual. Simplemente ocurre. Algo —o todo— se rompe. Y entonces el cuerpo tiembla, la mente se dispersa, el alma se pliega sobre sí misma. El colapso no siempre es un grito; a veces es un silencio seco que no deja pasar ni el aire. Llega como una grieta, y uno descubre que no era tan fuerte como creía, ni tan blindado, ni tan inmune. Es el día en que la vida, sin avisar, se nos cae a pedazos. Puede venir por la pérdida de un ser querido, por una traición que desgarra, por una enfermedad que arranca el futuro de cuajo, o por una fatiga existencial tan profunda que ya no se sabe cómo dar el siguiente paso. A veces ocurre en el corazón de un adulto maduro; otras, en el desconcierto de un joven que no encuentra su lugar en el mundo. Lo cierto es que nadie está exento del colapso. Porque nadie está exento de vivir.
El filósofo Byung-Chul Han escribe: “El dolor, el sufrimiento y la negatividad hacen que el alma sea alma” (La sociedad del cansancio, 2010). Tal vez por eso el alma despierta cuando más duele. Pero en ese primer momento, el despertar no trae consuelo: trae vértigo. ¿Cómo seguir cuando lo que sostenía la vida ya no está? ¿Cómo encontrar sentido cuando los fragmentos de la existencia se esparcen como vidrios rotos? En consulta, no pocas veces escuchamos esta frase dicha con los ojos vacíos: “Ya no sé para qué estoy aquí”. Es un lamento, sí, pero también una súplica: que alguien —o algo— le devuelva sentido al caos. A veces, incluso el lenguaje se vuelve insoportable, porque cada palabra parece traicionar la dimensión del dolor vivido. “Me rompí”, dicen algunos. Y con eso basta. No hace falta explicar más.
El psicoanálisis no responde con fórmulas, pero sabe escuchar los signos del colapso. Sabe que ahí donde el Yo tambalea, algo más profundo pide nacer. En la Biblia, Job lanza su lamento: “¿Por qué salió del vientre el que vio la luz? ¿Por qué dar vida al amargado de corazón?” (Job 3,11). No es sólo un reproche, es una herida que busca su eco. Porque el sufrimiento, cuando no encuentra sentido, busca al menos una compañía. Quien ha vivido un colapso sabe que no hay consuelo fácil. Las frases hechas se vuelven veneno, y los intentos de explicarlo todo, una falta de respeto al misterio del dolor. Lo único que puede hacerse en ese umbral es lo más humano: quedarse, acompañar, y reconocer que no siempre hay palabras, pero sí presencia. “El sentido no siempre se encuentra —decía Simone Weil—, a veces se padece, se soporta, se deja crecer” (La gravedad y la gracia, 1947). Y ese crecimiento suele comenzar justo ahí: donde la vida parece haberse desplomado por completo.
El impulso de seguir
Hay un momento —extraño, desconcertante, casi absurdo— en el que, aún sin sentido, el cuerpo se levanta. Uno come algo, se baña, responde un mensaje, vuelve a caminar por la misma calle donde ocurrió lo irreparable. Y se sorprende. Porque si todo está perdido, ¿por qué seguimos? No es resignación. Tampoco esperanza. Es algo más primitivo y profundo: un impulso vital, una especie de terquedad del alma que se niega a caer del todo. Como si algo dentro dijera: no entiendo nada, pero no puedo dejar de estar aquí. Kierkegaard lo intuyó con radicalidad en su obra El concepto de la angustia (1844), cuando explicó que la angustia no destruye al hombre, sino que lo revela. Hay una fuerza paradójica en ella: mientras desestructura, también impulsa. La angustia no es sólo vacío; es la antesala de una decisión. Es la grieta por donde la libertad se asoma.
En clínica, se observa con claridad: personas devastadas que, sin saber cómo, han resistido diez, veinte, treinta años con un dolor que parecía insoportable. Lo cuentan sin orgullo, sin épica. Simplemente siguen. Sigmund Freud lo llamaría pulsión de vida (Trieb), esa energía que se opone —a veces silenciosamente— al deseo de desaparecer. Melanie Klein, desde su lectura del duelo y la posición depresiva, señalaría que incluso en la destrucción hay una intención de restauración. El sujeto ama demasiado aquello que ha perdido, y por eso lucha con más intensidad por no desaparecer con ello.
En literatura, lo vemos con crudeza en personajes como Winston Smith, de 1984 (Orwell, 1949), o el padre de La carretera (McCarthy, 2006). Ninguno tiene una razón clara para seguir, salvo una: hay alguien que aún merece ser amado, o salvado, o simplemente acompañado. Esa es, muchas veces, la negación del sinsentido: el amor. Aunque esté herido, aunque no encuentre palabras, aunque no sepa si habrá mañana. El Evangelio según San Lucas narra que, luego de la crucifixión, algunas mujeres se dirigieron al sepulcro con perfumes y ungüentos (Lc 24,1). ¿Para qué? Ya estaba muerto. Pero fueron. No para entender, sino para amar. Para cumplir un gesto. Y en ese gesto absurdo, se toparon con el milagro.
Hay en el ser humano una voluntad inexplicable de permanecer. Aunque el mundo se desmorone. Aunque el alma esté rota. Aunque no haya respuestas. Como si, en lo más íntimo, supiéramos que dejar de buscar sentido es renunciar a lo que nos hace humanos. El filósofo contemporáneo, Markus Gabriel, señala que “el sentido no es algo fijo, sino algo que se produce en el acto de habitar el mundo” (El sentido del pensamiento, 2018). Tal vez sea eso: habitamos. Seguimos. Aunque sea caminando entre ruinas, aunque sea con el alma hecha jirones. Porque vivir —a veces— es un acto de negación radical del sinsentido. Y ese gesto, por pequeño que sea, ya es una forma de sentido en sí mismo.
Y aún entre las cenizas de Dresde, la dignidad humana encontró formas de resistir.
El duelo de no comprender
Antes de la caída, teníamos un relato. No importaba si era simple o complejo, ingenuo o elaborado: había una historia que nos sostenía. Éramos “el hijo de…”, “el que amaba a…”, “el que soñaba con…”. Incluso el dolor, cuando tenía un lugar dentro de una narrativa, era más soportable. Pero el colapso no sólo hiere lo que somos: rompe lo que creíamos ser. Y, con ello, desmonta la historia que habíamos contado sobre nuestra vida. De pronto, ya no se sabe cómo narrarse. ¿Quién soy ahora que ya no tengo eso que me nombraba? ¿Qué sentido tiene todo lo anterior si no condujo a nada más que a este abismo? Paul Ricoeur, en Tiempo y narración (1983), explica que el ser humano necesita narrarse para habitar el tiempo. Sin relato, el tiempo se vuelve inerte, y la existencia se fragmenta. Por eso el dolor profundo —especialmente el que llega de forma abrupta— no sólo duele: desorienta. Es el duelo no sólo de lo perdido, sino del sentido que daba forma al pasado, al presente y al porvenir.
En consulta, he escuchado a personas decir: “Siento que ya no soy la misma”, “ya no sé en qué creo” o “todo lo que hice no valió nada”. Esas frases no son un diagnóstico de depresión: son expresiones de duelo narrativo. La identidad ha quedado en suspenso porque el lenguaje interno ha sido silenciado. Y eso duele más que la herida misma. El alma entra en lo que Barthes, tras la muerte de su madre, llamó el suspenso absoluto de la significación. En su Diario de duelo (2009), escribe: “Ya no tengo historias que contarme. Sólo imágenes. Pero las imágenes no sostienen la vida”. Este tipo de duelo no puede ser apresurado. Requiere silencio, compañía y una enorme paciencia con uno mismo. La tentación es construir una narrativa rápida para calmar el dolor. Pero los relatos apresurados son como casas mal cimentadas: se derrumban al primer temblor.
El psicoanálisis no obliga a narrar, pero escucha los silencios, las repeticiones, los balbuceos. Porque en ellos empieza a gestarse, poco a poco, un nuevo relato. Uno más frágil, tal vez. Pero también más verdadero. Y es que, tal vez, el sentido no siempre aparece como una gran explicación que todo lo ordena. A veces, el sentido es simplemente poder decir con honestidad: “No entiendo lo que pasó, pero sigo aquí”. Y con eso, ya comienza una nueva historia.
El sentido como construcción amorosa
A pesar de lo que muchas veces se dice, el sentido rara vez se encuentra. No es una moneda extraviada en un rincón del alma, ni un objeto escondido que algún día aparece bajo la luz reveladora de la razón. El sentido, más bien, se construye. Y no se construye solo: se edifica en el otro, desde el otro, con el otro. Con el tú que nos escucha, con la mirada que no nos juzga, con la palabra que no da soluciones, pero permanece. Emmanuel Levinas lo formuló de manera radical: “El sentido se origina en el rostro del otro” (Totalidad e infinito, 1961). No hay mayor lugar de sentido que el rostro humano que nos interpela, que nos llama sin palabras, que nos exige una respuesta ética, aunque no tengamos nada para dar. Es ahí, en el vínculo, donde el sinsentido comienza a ceder.
Martin Buber habló de la relación Yo-Tú como el fundamento mismo de la existencia auténtica. En esa relación no uso al otro, no lo reduzco a objeto, no lo convierto en recurso ni en solución a mi angustia. En esa relación, simplemente soy con él, y eso basta. El sentido, entonces, no es una construcción solitaria, sino un acontecimiento compartido. El psicoanálisis también reconoce esto. No cura el dolor eliminándolo, sino dándole espacio para hablar. Y hablar no es un acto individual: es un gesto relacional. El analista —presente, humano, falible— escucha con una disposición amorosa que no busca explicar, sino sostener. Julia Kristeva lo resume con claridad: “La cura es, antes que nada, una acogida del sufrimiento en el lenguaje” (El porvenir de una revuelta, 1998). Y esa acogida es un acto de amor. El amor —aunque imperfecto— ofrece un suelo donde el alma puede volver a respirar.
Judith Butler, desde una ética de la vulnerabilidad, ha dicho que “somos constituidos por los lazos que nos hacen vulnerables, pero también por aquellos que nos sostienen” (Marcos de guerra, 2009). El sentido, entonces, no se impone desde fuera, ni se encuentra de forma pasiva: se construye cada vez que alguien nos acompaña a mirar la herida sin apurarnos a cerrarla. Tal vez por eso, a veces basta una mano en el hombro, una taza de café compartida, una carta inesperada, una voz que nos llama por nuestro nombre. En esos gestos sencillos —que no explican, pero sí abrazan— empieza a levantarse de nuevo el edificio del sentido. Ladrillo a ladrillo. Con paciencia. Con amor.
La fe, la espera, la confianza
Después de todo lo vivido —el colapso, la supervivencia sin respuestas, la ruptura de nuestras narrativas, la reconstrucción desde el amor— queda algo que tal vez es lo más difícil de aceptar: no todo se sabrá. No todo se explicará. No todo será claro. Y, sin embargo, eso no impide vivir. La fe, en su núcleo más íntimo, no es certeza absoluta. Es confianza en la oscuridad. Es decir “sí” sin garantías. San Agustín lo entendió con palabras que atraviesan los siglos: “Si lo comprendes, no es Dios” (Sermones, siglo V). La plenitud no radica en tener todas las respuestas, sino en aprender a vivir con preguntas que arden, pero no destruyen.
Miguel de Unamuno, atormentado por la duda, escribió: “¡Que inventen ellos! Yo quiero vivir… aunque sin saber para qué” (Del sentimiento trágico de la vida, 1913). Y en esa contradicción vivía su fe desgarrada, su esperanza tozuda, su forma tan española y tan humana de seguir amando la vida, incluso sin sentido evidente. Aceptaba lo trágico, pero no por eso renunciaba a lo profundo. Dietrich Bonhoeffer, preso por el nazismo y finalmente ejecutado, escribió en una de sus cartas desde la cárcel: “No es en las respuestas fáciles, sino en las preguntas que permanecen abiertas, donde Dios habita” (Resistencia y sumisión, 1951). Habitar la incertidumbre puede ser, en sí mismo, un acto de fe. Rainer Maria Rilke, con su habitual delicadeza, dejó una de las frases más luminosas de la literatura epistolar: “Ten paciencia con todo lo que no está resuelto en tu corazón e intenta amar las preguntas mismas, como habitaciones cerradas o libros escritos en una lengua extranjera… Quizá vivas entonces algún día, poco a poco, sin notarlo, dentro de la respuesta” (Cartas a un joven poeta, 1929). No se trata de rendirse ante el sinsentido, sino de caminar con él como compañero de viaje. Dejar que el misterio, en lugar de paralizar, nos haga más humildes, más atentos, más abiertos. Porque hay sentidos que sólo se revelan cuando uno deja de exigirles que se muestren.
A veces, basta con saber que seguimos aquí. Que algo —alguien— nos sostuvo cuando no pudimos sostenernos. Que el amor no nos abandonó del todo. Que la esperanza, aunque frágil, no se extinguió. No saber del todo no significa no vivir del todo. A veces, vivir es precisamente eso: lanzarse, quedarse, construir, esperar… sin comprenderlo todo, pero creyendo que hay algo más. Algo que quizá no entendamos aún, pero que late, calladamente, en el fondo de todo.
Rubén me escribió desde España. Su mensaje no hablaba de odio, ni de venganza, ni de reclamos… hablaba de algo mucho más profundo: la tristeza de no saber si algún día volvería a confiar. Hay preguntas que no buscan respuesta inmediata, sino acompañamiento. Y eso intento hacer aquí: no dar recetas, sino compartir camino. Porque lo cierto es que muchos hemos estado ahí, en esa herida que no se ve pero lo cambia todo.
Esta carta es para Rubén. Y también, quizás, para ti.
Estimado Rubén:
La traición no siempre grita. A veces, se queda en silencio… y ese silencio es el que más pesa. No duele sólo lo que el otro hizo —el engaño, la mentira, la omisión—, duele lo que eso provocó dentro de ti. Porque confiar no es sólo un acto. Es una entrega. Es decirle al otro: te dejo entrar, incluso en mis partes más frágiles. Y cuando esa confianza se rompe, lo que queda no es sólo el dolor por el otro. Es el juicio sobre uno mismo: ¿cómo no me di cuenta? ¿Por qué confié? ¿Cómo pude haber sido tan tonto? Y esa es la herida que más arde: la que ya no se proyecta hacia fuera, sino hacia dentro.
Comienza entonces una especie de guerra interna: una parte de ti quiere sanar, pero la otra no te lo permite. Te acusa. Te pone en el banquillo. Y te castiga por haber creído en alguien. Y uno empieza a asociar la confianza con la culpa. Como si confiar fuera un error. Como si abrirse fuera una falla. Pero no es así. Confiar no fue el error, Rubén. La herida no está en haber dado algo valioso. La herida está en que ese algo fue despreciado. Y eso… no es tu culpa. Cuando uno empieza a entender eso, algo se suaviza. No se borra el dolor, no se desvanece de inmediato… pero se empieza a separar lo que te hicieron de lo que eres. Después de la traición, Rubén, uno no construye un muro de inmediato. Lo hace poco a poco, casi sin darse cuenta. Una palabra que no dices. Un abrazo que no das. Una puerta que ya no abres. Una versión de ti que dejas encerrada en algún rincón. Y entonces parece que te estás cuidando, que estás siendo más sabio, más fuerte. Pero, con el tiempo, te das cuenta de que también te estás quedando más solo.
A veces, volver a confiar es esto: abrir un poco la ventana… y dejar que entre la luz, aunque duela un poco los ojos.
El miedo empieza como refugio. Como ese rincón seguro donde nadie te toca. Pero si te quedas demasiado tiempo ahí, se convierte en celda. Y lo que fue protección se vuelve encierro. El alma herida deja de buscar conexión, porque asocia lo profundo con lo peligroso. Entonces sobreviene el discurso del “ya no necesito a nadie”,cuando en realidad lo que uno quiere gritar es “¡ojalá pudiera necesitar sin miedo!”. El miedo, Rubén, no es malo. Es necesario. Pero no está hecho para quedarse. Está hecho para alertarnos, no para gobernarnos. Y aunque al principio parezca imposible salir de ahí, hay algo que te lo va diciendo con suavidad: una conversación que no esperabas, una persona que no te exige, una mirada que no juzga, un gesto que te dice “aquí puedes respirar”. Ahí empieza la grieta en la coraza. Y por esa grieta, a veces, entra la luz.
Rubén, lo peor de una traición no siempre es el recuerdo de quien te lastimó. Es la forma en que, poco a poco, todo empieza a parecerse a esa persona. Empiezas a desconfiar de todos. Incluso de los buenos. De quienes no han hecho nada. De quienes apenas están llegando. Y te entiendes… porque no quieres volver a caer. Pero también te dueles, porque sabes que así no se puede vivir. Desconfiar de todo es un mecanismo de defensa… pero también es una trampa del alma herida que cree que ya nada vale la pena. Y lo más cruel es que esa desconfianza no sólo te aleja de lo que podría lastimarte. También te impide ver lo que podría salvarte. A veces aparece alguien con buenas intenciones, con ternura, con paciencia. Pero si uno sigue atrapado en la desconfianza total, esa persona se va. No porque no te quiera, sino porque no puede pelear con todos tus fantasmas. No sabe cómo hacerlo. Y no le toca.
La desconfianza no es realismo, Rubén. Es una forma de duelo mal digerido. Y todos tenemos derecho a atravesarlo. Pero también llega un momento en que uno debe preguntarse si quiere seguir viviendo en ese exilio autoimpuesto. Porque sí: tal vez confiar otra vez te exponga a otra herida. Pero no confiar nunca más… es una forma de renunciar a la vida. Volver a confiar no es hacer como si nada hubiera pasado. No es borrar la herida, ni minimizarla, ni fingir que no duele. Tampoco es “perdonar rápido” para demostrar que eres maduro. No. Confiar otra vez, Rubén, es una decisión profundamente consciente. Es mirarte al espejo y decirte: «No sé si me volverán a lastimar, pero ya no quiero vivir como si eso fuera lo único que puede pasar». Porque si algo nos rompe, también hay algo que puede ayudarnos a sanar. Y no siempre viene de quien esperamos. A veces es una voz nueva, una presencia inesperada, un gesto sutil. A veces es un «cómo estás» sin doble intención. O una mirada que se queda cuando todos ya se fueron.
Confiar no es un salto ciego. Es un puente que se construye con tiempo. Y se vale cruzarlo despacio, con miedo incluso, pero sin detenerse del todo. Algunos llegan a ese punto solos. Otros necesitan ayuda. Un espacio seguro, una terapia, un análisis, un diván, una escucha. Porque también es válido decir: «no puedo solo». Volver a confiar es, sobre todo, volver a elegirte. Es decir: «Mi vida no se va a definir por lo que otros hicieron conmigo». Y eso, Rubén, ya es un acto de esperanza.
Rubén, hay una verdad que quizá nadie te ha dicho así de claro: tú mereces una vida donde el miedo no sea quien decida por ti. Mereces vínculos que no te obliguen a andar de puntillas. Mereces conversaciones donde no tengas que traducir tu dolor para ser entendido. Mereces cariño que no te pida explicaciones ni certificados de garantía. No todos merecen tu confianza. Es cierto. Pero tú no mereces vivir cargando el peso de quienes no supieron qué hacer con ella. No fuiste ingenuo por confiar. Fuiste valiente. Y lo serás otra vez. Pero ahora distinto. Más sabio. Más claro. Sin entregarte a cualquiera… pero sin dejar de ser tú.
No hay fecha exacta para volver a confiar. No hay fórmula. Sólo hay señales. Una calma nueva. Una ternura que no asusta. Una risa que no se fuerza. Alguien que se queda cuando podrías jurar que iba a irse. Y cuando eso pase, Rubén, no sabrás si confiar. Dudarás. Temblarás. Pero recuerda esto: a veces, incluso el temblor… es una forma de esperanza.
P.D. Gracias por tu mensaje. Por confiar, incluso en medio de la duda. A veces, sólo necesitamos que alguien nos diga que no estamos rotos para siempre. Y créeme: no lo estás. Te lo prometo.
Si esta carta tocó algo dentro de ti, tómate tu tiempo. No hay prisa por volver a confiar. Pero ojalá un día te sorprendas haciéndolo, casi sin darte cuenta… como quien vuelve a respirar después de mucho contener el aire.
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Hay días en los que uno se sienta frente a la taza de café con el alma hecha trizas, aunque nadie lo note. Afuera brilla el sol, los pájaros cantan, y sin embargo, por dentro… algo no está bien. No es una tristeza concreta. No es un duelo inmediato. Es otra cosa. Una especie de peso invisible que se acumula con cada noticia, cada imagen, cada tragedia retransmitida a tiempo real. Es un cansancio del que no se habla porque no tiene forma clara. Un agotamiento que no nace de lo personal, sino de lo colectivo. Del mundo que duele, de lo que no podemos solucionar, de lo que sentimos demasiado grande para comprender y demasiado cercano para ignorar.
A veces creo que el alma también tiene su propio tipo de inflamación. No se ve, no se diagnostica, pero se siente. Como si estuviéramos viviendo con una conciencia herida por exceso de realidad. Una realidad que entra sin filtro por la pantalla del celular, por los titulares de prensa, por los comentarios en redes, por los rostros ajenos en el transporte público. Todo se nos mete al cuerpo. Y no siempre sabemos qué hacer con eso. En el consultorio, este dolor también aparece. No con nombres geopolíticos, pero sí con síntomas: insomnio, ataques de ansiedad, irritabilidad, sensación de culpa, desesperanza. Personas que no entienden por qué no logran estar bien, cuando «en teoría» todo en su vida está más o menos en orden. Y al escarbar un poco, aparece: el mundo. Lo que pasa en él. Lo que arde. Lo que muere.
Y en ese momento, surge una pregunta silenciosa: ¿Cómo se vive con el mundo al hombro sin que nos rompa por dentro? Lo diré con toda franqueza: no tengo una respuesta mágica. Pero sí algunas palabras. Algunas ideas que me han sostenido. Algunos autores que me han ayudado a mirar el abismo sin dejarme caer. Es de eso de lo que quiero hablar hoy.
La herida de ver todo
Antes, lo que pasaba en otro continente era apenas un rumor que llegaba con retraso. Una noticia de periódico, una imagen borrosa en el noticiero de las diez. Hoy, basta abrir el celular para sentir que el dolor del mundo entra por los ojos como si fuera nuestro. No estamos diseñados para tanta exposición. El alma humana necesita tiempo, espacio, silencio, incluso ignorancia. No por evasión, sino por protección. Pero el flujo de información no da tregua. La guerra, el hambre, la violencia, el colapso ambiental… todo aparece entre una foto de un desayuno perfecto y un meme sobre gatos. Lo trágico y lo trivial conviven en la misma pantalla, en el mismo instante. Y eso —aunque no siempre lo notemos— nos rompe. La conciencia moderna está desbordada. Y el problema no es solo que nos informamos, sino que no sabemos qué hacer con lo que nos informamos. Porque saber duele. Y no poder actuar frente a ese dolor nos deja en un limbo entre la empatía y la impotencia.
Arthur Schopenhauer, en uno de sus textos más sombríos y necesarios, lo expresa sin anestesia: “Si se pusiera sobre una balanza el placer y el dolor de la humanidad, veríamos que el dolor pesa mucho más” (Sobre el dolor del mundo, el suicidio y la voluntad de vivir, 2006). Sus palabras no buscan deprimirse ni deprimir. Sólo constatar que el sufrimiento no es un accidente de la existencia: es su estructura de fondo. Y sin embargo —y aquí está la paradoja— saber eso no nos libera del impacto de cada nuevo dolor. Por eso tantas personas hoy caminan con una tristeza muda. Porque no saben si están cansadas de vivir, o si lo que realmente las cansa es ver que el mundo sigue su marcha sin compasión. No es que falte sensibilidad. Lo que falta es espacio para tramitarla. Cuando el dolor se acumula sin un lugar donde volcarlo, se transforma en ansiedad, en apatía, en cinismo. Y eso, en cierto modo, es también una forma de herida.
Leer a quienes atravesaron el fuego
Hay días en los que no basta con apagar la televisión o cerrar la app de noticias. La mente sigue alterada, como si los ecos del mundo siguieran resonando por dentro. Y en esos días —justamente en esos—, suelo volver a ciertos autores que han sabido mirar de frente al horror… y escribir sin perder la dignidad. Primo Levi, por ejemplo, no escribió desde el resentimiento ni desde la desesperación, sino desde un lugar más difícil: el de la lucidez moral. Su relato del campo de concentración no se detiene en el espectáculo de la crueldad, sino que interroga la raíz misma de lo humano. Nos dice: “Comprender es casi justificar. No queremos comprender lo que sucedió, porque si lo comprendiésemos, lo justificaríamos” (Si esto es un hombre, 1947). Su escritura es una advertencia contra el olvido, pero también un acto de compasión hacia quienes ya no pueden contar su historia.
Svetlana Aleksiévich, por su parte, eligió no escribir desde su voz, sino desde las voces de otros. En Voces de Chernóbil (1997), y en La guerra no tiene rostro de mujer (1983), se dedicó a escuchar —pacientemente, dolorosamente— a quienes vivieron las catástrofes más brutales del siglo XX. No teoriza. No interpreta. Sólo deja que hablen. Y en ese acto de escucha radical, la literatura se convierte en acto terapéutico colectivo. Paul Celan, el poeta nacido en Czernowitz, escribió después de Auschwitz en un idioma que ya no creía posible. Sus versos, hechos de silencios y cortes, de palabras que no alcanzan, son una plegaria imposible, un eco de lo que no se puede decir, pero tampoco se debe callar. “Nadie da testimonio por el testigo» (Méridien, 1960).
Y luego está Etty Hillesum, esa joven judía holandesa que, sabiendo que sería llevada al campo de concentración, escribió un diario donde se permitió decir, incluso en medio del terror: “La vida es bella a pesar de todo” (Diario, 1941–1943). No por ingenuidad. No por negación. Sino por una sabiduría que solo se alcanza cuando se elige no odiar, aun con razones para hacerlo. Estos autores no nos ofrecen consuelo fácil. Pero ofrecen otra cosa: nos enseñan que escribir, recordar, llorar, y seguir amando, incluso en ruinas, es posible. Que el dolor compartido no se vuelve más liviano, pero sí más habitable. Y eso, a veces, es lo único que necesitamos para no rendirnos.
«No era que el mundo dejara de doler, pero al menos, por un momento, él eligió cuidarse».
Cuando el dolor llega al consultorio
El dolor del mundo no siempre llega a la sesión con titulares. A veces entra disfrazado de insomnio, de crisis de llanto inexplicable, de angustia flotante. No se presenta como “la guerra”, “la injusticia” o “la violencia del sistema”, sino como una frase suelta: “No sé qué me pasa”. «Me siento mal por estar bien”. “Todo me afecta demasiado”. Y entonces el trabajo clínico no es diagnosticar, sino acompañar. Ayudar a que ese “todo” encuentre forma, límite, palabra. Que deje de ser una nube que lo cubre todo y se convierta, al menos, en una lluvia que puede llorarse. El dolor colectivo también deja marcas individuales. Vivimos en un mundo donde la tristeza parece un lujo, donde se espera que sigamos funcionando aunque el alma esté en huelga. Se nos exige productividad, resiliencia, optimismo, y cuando no lo logramos, encima sentimos culpa.
En el diván, lo primero es suspender esa exigencia. Dar permiso para no estar bien. Para decir que el mundo duele. Para confesar que uno no puede con todo, y no por eso es menos fuerte. El psicoanálisis no ofrece recetas. Ni cura el mundo. Pero crea un espacio —único y necesario— donde lo que arde puede decirse sin que nadie lo apague a la fuerza. Y a veces, eso basta. Porque cuando alguien puede decir lo que siente sin ser corregido, ya empezó a curarse. Y cuando alguien escucha sin juzgar, sin comparar, sin interrumpir… ya está ayudando a sostener un poco el peso del mundo. Incluso el silencio, en esos momentos, se vuelve contenedor. No porque oculte, sino porque da lugar. Porque dice: “Estoy aquí. Puedes traer tu angustia sin temor. No vamos a huir de ella”. El consultorio no es un refugio para huir del mundo. Es un lugar donde se aprende a volver a él con más alma, no con más coraza.
Una forma de resistencia: cuidar el alma, cuidar la mente
No todo podemos entender. No todo podemos cambiar. Pero sí podemos decidir qué entra, qué permanece, qué se cuida. Cuidar el alma, cuidar la mente, no es huir del mundo, sino resistirse a que el mundo nos endurezca por dentro. Es preservar la ternura en medio de la violencia. La atención en medio del ruido. El sentido en medio del sinsentido. Y eso también es político. También es ético. También es espiritual. En días de saturación, la respuesta no siempre es saber más, sino sentir distinto. Volver a lo simple: tocar música, leer algo hermoso, caminar sin prisa, mirar el rostro de alguien que amamos, decir una oración breve aunque no sepamos bien a quién va dirigida. Pedir ayuda. Escuchar con el corazón. Agradecer sin motivo.
A veces, eso basta para que el alma no se hunda. Schopenhauer —quien no solía escribir desde la esperanza— lo insinuó con crudeza, pero sin cinismo: “El destino mezcla las cartas, y nosotros las jugamos. Pero si jugamos bien, incluso la peor mano tiene su dignidad” (Sobre el dolor del mundo, el suicidio y la voluntad de vivir, 2006). No se trata de negar la oscuridad. Se trata de no alimentarla. De no permitir que nos robe lo que aún puede florecer. Quizá no podamos apagar todos los incendios del mundo, pero sí podemos cuidar que el nuestro no se extinga de tristeza. Porque un corazón que aún ama, que aún canta, que aún se detiene a mirar una flor o un rostro, es ya un acto de resistencia luminosa.
«El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos».
-Marcel Proust
Queridos(as) lectores(as):
Muchos llegan al diván con una carga invisible pero densa: el pasado. Lo vivido —doloroso, confuso o incluso indecible— se presenta como una condena inapelable. “No puedo cambiarlo”, dicen, como si esa verdad bastara para justificar la inercia, el sufrimiento o el miedo. Y, en efecto, el pasado es un conjunto de hechos que ya no pueden modificarse. Pero el psicoanálisis no trabaja con los hechos, sino con sus efectos, sus huellas, sus narraciones. La clínica enseña que recordar no es simplemente traer algo al presente, sino relatarlo de un modo que revele su inscripción en la subjetividad. No se trata de cambiar lo que ocurrió, sino de comprender cómo eso que ocurrió sigue operando hoy. Como señala Sigmund Freud en Recordar, repetir y reelaborar (1914), la neurosis no se nutre sólo del pasado, sino de su permanencia activa en la vida psíquica actual. Lo que duele, muchas veces, no es lo que pasó, sino el sentido que se cristalizó.
Es en ese espacio intermedio entre lo fijo y lo móvil donde emerge una posibilidad transformadora: resignificar la historia personal sin negar el dolor, pero tampoco glorificarlo como destino. En esa línea se inscribe la cita de mi querido Gabriel Rolón que será el eje de esta reflexión:
“El pasado es un conjunto de hechos inmodificables que han ocurrido hace tiempo. La historia, en cambio, es dinámica. Es una suma de escenas que se modifican según dónde ubiquemos la cámara y cómo dirijamos la luz. A diferencia del pasado, la historia puede ser otra a partir de la resignificación que se haga en el presente de lo vivido en el pasado. […] Es una obviedad decir que el pasado influye en el presente. Sin embargo, no se trata de un camino que tiene una sola dirección. También el presente influye en el pasado. Lo cuestiona, le da un sentido y lo modifica” (La felicidad, 2023).
El pasado como hecho, la historia como narración
Existe una diferencia crucial entre lo que sucedió y lo que se cuenta que sucedió. El pasado, en tanto hecho, es inamovible; pero la historia, como narración, está viva. Cambia con la voz que la relata, con el tiempo que la abraza, con la emoción que la carga. Esta distinción no es sólo filosófica, sino clínica: no es lo mismo haber sido herido que seguir hablando desde la herida. En Más allá del principio del placer (1920), Freud introdujo la idea del trabajo psíquico como una suerte de escritura: la mente no es un registro pasivo, sino una instancia que reescribe, reprime, desplaza. Lo traumático, por ejemplo, puede no estar en el hecho mismo, sino en la imposibilidad de inscribirlo, de narrarlo, de darle lugar. Por eso, en la cura, la elaboración narrativa no es un adorno, sino una vía de transformación.
Cuando una persona empieza a relatar su vida desde un nuevo punto de vista, no niega lo que ocurrió, pero comienza a habitarlo de otro modo. Es ahí donde se abre la posibilidad de una “historia otra”, una en la que el sujeto deja de ser únicamente víctima de lo vivido y pasa a ser autor de su relato. Como sostiene Paul Ricoeur en La memoria, la historia, el olvido (2000): “… recordar es siempre refigurar, reconstruir, recomponer los fragmentos en una unidad que no se da naturalmente”. Entonces, lo que parecía una condena puede convertirse en una pregunta: ¿cómo contar lo que fui desde lo que soy? Y esa pregunta no es menor, porque en ella se juega la dignidad del sujeto que, aun sin negar su pasado, ya no se define exclusivamente por él.
La dirección inversa del tiempo
Decir que el pasado influye en el presente es casi una obviedad. Sin embargo, lo verdaderamente transformador aparece cuando se reconoce que el presente también puede influir en el pasado. No porque los hechos se borren, sino porque su sentido se reviste de otra luz, se vuelve otra cosa a partir de quien somos hoy. Este desplazamiento en la dirección del tiempo psíquico no contradice la cronología, sino que revela su insuficiencia cuando se trata de lo humano. En Psicología de las masas y análisis del yo (1921), Freud deja ver que el yo no es una instancia fija, sino una construcción permanente, en diálogo con lo que fue, lo que es y lo que se espera. Desde ahí, el presente no sólo recuerda, también interpreta.
En el proceso analítico, esta inversión del tiempo se manifiesta con nitidez. Un hecho que durante años fue vivido como humillación puede, desde una nueva posición subjetiva, leerse como el origen de una fuerza, de un límite o de un acto de dignidad. Lo que dolía por incomprensible comienza a ser elaborado desde una mirada más amplia. No se trata de justificar el pasado, sino de comprender el modo en que hoy lo alojamos. Gabriel Rolón lo resume con claridad: “También el presente influye en el pasado. Lo cuestiona, le da un sentido y lo modifica”. En otras palabras, cuando el presente se hace cargo de narrar el pasado, deja de repetirlo. Como señala Jacques Lacan: “No se trata de recordar para recordar, sino para cernir lo real que se insiste” (Seminario XI, 1964). Lo que ayer parecía una marca imborrable, puede hoy volverse materia de una nueva inscripción. La historia personal, entonces, no se borra, pero sí puede reescribirse. Y en esa reescritura no se niega el dolor, pero se le quita el poder de determinarlo todo.
A veces, basta una nueva luz para que lo vivido encuentre otro sentido.
El lugar del analista: luz y cámara
Si la historia puede modificarse según “dónde ubiquemos la cámara y cómo dirijamos la luz”, como afirma Gabriel Rolón, entonces el consultorio analítico se convierte en ese set donde el pasado es filmado nuevamente. No para falsificarlo, sino para mirarlo desde otro ángulo, con otra iluminación. Y en ese escenario, el analista no es director ni guionista, sino acompañante del movimiento que hace posible esa resignificación. El lugar del analista, como bien señaló Lacan, es el de “causar un saber”, no el de imponer uno (Seminario XI, 1964). Su función no es decirle al paciente lo que le pasó, sino propiciar las condiciones para que el sujeto pueda narrar lo vivido con una lógica que antes le era inaccesible. En ese sentido, el analista ayuda a enfocar, a distinguir sombras de formas, a ver más allá del encuadre automático que muchas veces el dolor impone.
Acompañar a alguien en este proceso no significa decirle que todo va a estar bien, ni ofrecer soluciones listas para aplicar. Más bien se trata de estar allí cuando la historia empieza a cambiar de tono, cuando el sujeto se permite volver a mirar con otros ojos y puede, por fin, hacer de su pasado algo narrado y no sólo padecido. Donald Winnicott hablaba del analista como un objeto “suficientemente bueno”, que sostiene sin asfixiar, que presencia sin invadir. Ese sostén es el que permite que la escena se vuelva contable, soportable, incluso transformadora. Como en el teatro o en el cine, no basta con tener la escena: hay que tener también el marco adecuado para verla, una distancia que no sea indiferencia ni fusión. Y allí, en ese juego delicado entre encuadre y enfoque, el analista acompaña no para reconstruir la escena exacta, sino para posibilitar una historia otra: una en la que el sujeto pueda salir de su lugar fijo y emerger como alguien distinto al que entró en el primer acto.
Vivir con historia, no bajo su peso
Cuando el pasado se impone como un peso que paraliza, la vida se convierte en repetición. Lo que fue se vuelve lo que sigue siendo. Sin embargo, cuando ese pasado se vuelve historia narrada, puede convertirse en una plataforma para caminar, y no en una losa que hunde. No se trata de olvidar, sino de recordar de otro modo. En Duelo y melancolía (1917), Freud muestra que el duelo saludable implica un trabajo: el de retirar la libido del objeto perdido para reinvertirla en otras zonas de la vida. Algo semejante ocurre en el trabajo con la historia personal. Lo traumático no desaparece, pero se convierte en experiencia si encuentra una palabra que lo aloje y una mirada que lo humanice. Vivir con historia no significa idealizar lo vivido, ni convertirlo todo en enseñanza. Algunas cosas duelen y dolerán siempre. Pero cuando la herida deja de definir al sujeto y pasa a ser parte de un relato más amplio, la identidad se expande, y con ella, la posibilidad de amar, de crear, de reír y de elegir. Como lo plantea Boris Cyrulnik en Los patitos feos (2001), la resiliencia no es negar el sufrimiento, sino hacer de él una oportunidad de reconstrucción subjetiva.
Quizá ese sea uno de los mayores gestos de libertad psíquica: hablarle al pasado desde la dignidad del presente. No para reescribirlo con falsedad, sino para integrarlo con verdad. Como señala Gabriel Rolón, el presente “cuestiona, le da un sentido y lo modifica”. Y esa modificación no ocurre por arte de magia, sino por el arduo trabajo de decir, de escuchar, de volver a mirar. Al final, no se trata de soltar el pasado, sino de dejar de ser arrastrado por él. Porque sólo cuando se transforma en historia, el pasado puede ser soporte y no condena.
Una historia que sigue escribiéndose
Tal vez nunca podamos liberarnos del todo de lo vivido, pero sí podemos aprender a vivir con ello de otra manera. Esa es, en última instancia, la apuesta del psicoanálisis: no eliminar el dolor, sino transformar su inscripción en la vida de quien lo porta. El sufrimiento no se borra con una frase, pero puede volverse palabra, símbolo, testimonio… puede devenir sentido. En El porvenir de una ilusión (1927), Freud afirma que la cultura y el aparato psíquico han evolucionado no por erradicar el malestar, sino por construir formas de tramitarlo.
El trabajo sobre el pasado no apunta, entonces, a negar la realidad, sino a construir con ella una narración habitable. Una historia que, como toda historia humana, está siempre en proceso de escritura. Quizá el gesto más amoroso hacia uno mismo consista en eso: dejar de contar la vida como tragedia para empezar a narrarla como posibilidad. Y en ese gesto, el pasado, sin desaparecer, se transforma. Ya no es verdugo. Es, simplemente, un capítulo más de una historia que aún sigue escribiéndose.
«El trauma es el resultado de una ruptura brutal de la confianza; una herida profunda en la fe misma en el mundo y en los otros».
-Sándor Ferenczi
Queridos(as) lectores(as):
Hay heridas que no piden ser mostradas. Hay dolores que no buscan aplausos ni miradas ajenas, sino un espacio interior donde poder ser nombrados sin juicio. Sin embargo, vivimos en tiempos en que incluso el dolor parece haber sido arrastrado al escenario público, convertido en estandarte, en etiqueta, en identidad. La palabra «trauma» —que en otro tiempo era pronunciada con respeto, casi en susurro— hoy se alza como bandera en discursos breves, en publicaciones instantáneas, en narraciones que a veces confunden la catarsis con la exposición. Pero el verdadero trauma no se exhibe; se atraviesa. No busca ser celebrado, ni comentado, ni validado con aplausos virtuales. Busca sentido. Busca escucha. Busca dignidad.
Desde el diván —ese territorio sagrado donde las palabras se atreven a rozar lo innombrable— sabemos que el dolor auténtico no grita para ser oído, sino que susurra en busca de quien sepa escuchar sin prisa, sin escándalo, sin exigencia de espectáculo. Hoy quisiera invitarlos a caminar juntos por un tema delicado, pero urgente: la banalización del dolor, la mercantilización del trauma, y la posibilidad —aún viva, aún luminosa— de devolverle al sufrimiento su espacio sagrado. Porque quizá, antes que hablar de sanar, debamos recordar cómo se honra una herida.
El dolor como mercancía
No todo lo que duele debe ser contado al mundo. Y, sin embargo, vivimos en una época donde el sufrimiento parece no tener valor si no se comparte, si no se sube a una red, si no genera alguna forma de aprobación. Como si el dolor necesitara ahora likes para ser válido. Como si lo íntimo tuviera que justificarse con visibilidad. La palabra «trauma», que en su raíz griega significa «herida», ha sido despojada de su espesor. Se repite en conversaciones cotidianas como si fuera sinónimo de molestia, de incomodidad, de cualquier malestar que toca apenas la superficie. Pero el trauma verdadero no es ruido: es ruptura. No es moda: es fractura del alma.
En algunos discursos actuales se ha confundido el legítimo derecho a narrar lo vivido con una necesidad de exposición constante. Se cree que mostrar el dolor es, por sí mismo, un acto de sanación. Pero lo cierto es que no todo lo que se expone se elabora. Y no todo lo que se elabora necesita ser expuesto. Byung-Chul Han, con su mirada crítica hacia nuestra época del exceso, lo expresó con precisión: «Cuando el dolor se exhibe, pierde su carácter narrativo y se transforma en mercancía» (La sociedad del cansancio, 2010). Lo que fue herida se vuelve contenido. Lo que fue silencio interior se transforma en performance. Y lo que alguna vez debió ser acompañado en lo profundo, es ahora aplaudido o comentado superficialmente… antes de que el algoritmo lo reemplace por otra historia más llamativa.
Esto no quiere decir que el dolor deba permanecer oculto para siempre, ni que contar lo vivido sea un error. Todo lo contrario: la palabra es, muchas veces, el principio de la transformación. Pero no toda palabra cura. Sólo aquellas que nacen del trabajo interior, de la escucha sincera, del deseo de comprender antes que de mostrar. Hay relatos que liberan. Y hay otros que sólo repiten. Y en esa diferencia se juega, muchas veces, el destino de una vida.
El verdadero trauma
No todo lo que duele es trauma. No todo malestar deja una herida psíquica. Y no toda herida puede ser mostrada sin consecuencias. El verdadero trauma —ese que se instala en la carne viva del alma— no siempre se recuerda con claridad, ni se dice con facilidad. A veces aparece como un síntoma, como un silencio, como un nudo que aprieta desde dentro y que no encuentra palabras para explicarse. No es un suceso simplemente doloroso, sino una fractura en el entramado de sentido que la persona había construido para vivir. Una interrupción abrupta en la confianza básica en el mundo, en los otros, y en uno mismo. Sigmund Freud, en Más allá del principio del placer (1920), escribió: “El trauma implica una afluencia de excitaciones tan grande que no pueden ser controladas o manejadas; el aparato psíquico queda desbordado, incapaz de reaccionar.” Y Sándor Ferenczi, con su ternura radical hacia los pacientes traumatizados, diría más tarde: “El trauma no sólo hiere: traiciona. Es la ruptura de la fe infantil en que el otro cuidará de mí» (Confusión de lenguas entre los adultos y el niño, 1933)
Cuando una persona vive un trauma real, no busca convertirlo en pancarta. Busca sobrevivir a él. Busca comprender qué fue lo que ocurrió en su historia que el alma no pudo metabolizar. Y muchas veces, lo que el cuerpo recuerda, la mente aún no lo puede narrar. En consulta, lo hemos visto: quien ha sido herido profundamente no siempre llega diciendo lo que le pasó. A veces lo hace desde un insomnio que no cede, desde una ansiedad inexplicable, desde un vacío que parece no tener fondo. El trauma, cuando es real, se esconde —no por cobardía, sino porque es demasiado grande para ser dicho de inmediato. Y por eso el trabajo con él requiere tiempo, respeto, paciencia… y sobre todo, una escucha que no exija relato, pero que prepare el terreno para que, cuando pueda, ese relato nazca. Porque el trauma no desaparece por ser contado. Pero puede comenzar a transformarse cuando se cuenta desde el lugar donde por fin alguien escucha sin asustarse, sin juzgar, sin apurar.
Hablar de un trauma no es una plática de café.
El precio de banalizar el dolor
Cuando todo se llama trauma, ya nada lo es con profundidad. Cuando cada herida se exhibe antes de ser escuchada, lo que debía sanar se convierte en eco sin transformación. Y cuando el sufrimiento se reduce a un discurso repetido, automático, impersonal, deja de ser una experiencia humana para volverse un producto de consumo más. Banalizar el trauma no sólo es un error conceptual: es una forma sutil de violencia. Una que ignora el tiempo psíquico, que impone un guión donde sólo hay gritos sin palabra, y que empuja a las personas a actuar eternamente su dolor sin poder elaborarlo. Se crea así una escena donde el sufrimiento se performa, pero no se trabaja. Donde se grita lo que aún no se ha comprendido, y donde se exhibe lo que, en el fondo, aún necesita ser protegido.
Esto no es nuevo en psicoanálisis. Freud ya lo advertía en Recordar, repetir y reelaborar (1914): “El paciente, en vez de recordar, actúa. Reproduce la situación, sin saber que lo hace”. Es decir, lo que no se elabora, se repite. Y lo que no se simboliza, se convierte en guión ciego. El riesgo más grave de banalizar el trauma es precisamente este: quedarnos atrapados en una actuación inconsciente que se repite sin cesar, como un eco de algo que aún no ha podido ser pensado. Y en el mundo contemporáneo —rápido, ruidoso, impaciente— no siempre hay lugar para esa elaboración silenciosa. El algoritmo exige inmediatez. El mundo virtual aplaude las frases cortas, las historias impactantes, los discursos emocionales. Pero la subjetividad humana necesita algo que las redes sociales no ofrecen: tiempo, profundidad, silencio, y acompañamiento real.
¿Y qué ocurre entonces? Que muchas personas, en lugar de sanar, terminan encadenadas a una identidad construida en torno a su dolor. Una identidad que no permite moverse, que no tolera contradicciones, que no deja lugar al crecimiento. Como si dejar de sufrir fuera traicionar la herida. Como si sanar fuera una forma de olvido o de deslealtad. Pero no es así. El sufrimiento no es una identidad. Es una experiencia. Y como toda experiencia humana, puede ser mirada, dicha, comprendida y, poco a poco, resignificada. La banalización del trauma no sólo hiere al que lo vive: empobrece también la capacidad colectiva de empatía. Porque cuando todo se sobreactúa, lo verdadero se vuelve invisible. Y cuando todo se llama “dolor”, incluso el dolor más profundo corre el riesgo de no ser escuchado. Recordemos aquel niño que gritaba «¡el lobo, el lobo!», cuando por fin fue real, nadie lo salvó.
El trabajo real: silencioso y paciente
Sanar no es gritar más fuerte. Tampoco es acumular palabras bonitas o relatos que conmuevan. Sanar —de verdad— es un acto humilde y profundo. No se hace de cara al público, sino de cara a uno mismo. El trauma, cuando es auténtico, necesita tiempo y silencio. No para ser olvidado, sino para ser mirado desde otro lugar. Un lugar donde no hay exigencia de espectáculo, sino espacio para que el alma respire y empiece a poner nombre a lo innombrable.
Carl Jung decía: “Hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el inconsciente dirigirá tu vida y tú lo llamarás destino» (Recuerdos, sueños, pensamientos, 1961). Y Viktor Frankl, que conoció el dolor extremo, escribió: “Cuando ya no podemos cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos” (El hombre en busca de sentido, 1946). Quizá eso sea el trabajo psíquico: no borrar lo vivido, sino aprender a vivir sin que nos paralice. No se trata de dejar de sentir, sino de dejar de estar sometidos al mismo guion. Y eso no ocurre de golpe. Sucede en la intimidad. En el diván. En la oración. O en esa conversación inesperada que, sin prometer milagros, nos devuelve la palabra.
Mirar con compasión
No toda herida debe mostrarse. Algunas sólo piden ser miradas con compasión, no con juicio. Con ternura, no con análisis rápido. A veces, lo más sanador no es una interpretación brillante, sino una presencia real que no huye del dolor ajeno. En el Evangelio según san Lucas, los discípulos de Emaús no reconocen a Jesús por sus palabras, sino cuando parte el pan con ellos. Es en el gesto, no en el discurso, donde la esperanza se enciende. Así también con el alma: no siempre necesita explicaciones. A veces basta con alguien que acompañe. Y con una mirada que, sin decir mucho, diga: “aquí estoy, no estás solo(a)”. Mirar con compasión no es justificar lo que pasó, ni negar lo que dolió. Es dejar de mirar la herida como un error… y empezar a verla como parte de un camino que, con amor, puede seguirse andando.
No todo trauma necesita ser dicho en voz alta. Algunos sólo encuentran alivio cuando se les ofrece un espacio donde respirar, sin presión, sin prisa. El alma herida no busca escenario, busca sentido. Y el sentido no siempre se encuentra en lo visible, sino en lo silencioso. En ese instante en que, por fin, alguien escucha. O en ese momento en que uno se atreve a escucharse a sí mismo sin juzgarse. El trauma no desaparece con frases hechas ni con aplausos virtuales. Pero puede comenzar a transformarse cuando es acogido con respeto. Y en ese gesto, humilde pero profundo, puede dejar de ser condena para volverse raíz. Una raíz que no encadena, sino que sostiene. No se trata de olvidar lo vivido. Se trata de recordar que el dolor no define una vida, pero sí puede fecundarla… si lo miramos con verdad, y si elegimos seguir caminando con amor.
«Todos los hombres de la Historia que han hecho algo con el futuro tenían los ojos fijos en el pasado».
-G.K. Chesterton
Queridos(as) lectores(as):
Hay momentos en la vida en que el pasado regresa sin haber sido invitado. Aparece en un recuerdo que duele, en una frase que nos toca donde creíamos haber sanado, o en un sueño que nos recuerda que aún hay cuentas pendientes con nosotros mismos. A veces no hace falta que nadie lo mencione: basta una canción, un olor, una mirada… y ahí está de nuevo, reclamando su lugar en la Historia. Desde el diván —ese espacio donde la palabra se atreve a decir lo que el alma calla— hemos aprendido que no todo lo que pesa se debe cargar, y no todo lo vivido debe ser perpetuado tal como fue. Hay una posibilidad más compasiva, más madura, más libre: resignificar.
Este no es un concepto clínico vacío ni una frase de autoayuda. Es un acto profundo, a veces doloroso, casi siempre liberador. Es volver a mirar lo vivido, pero con una nueva luz. No para negarlo. No para justificarlo. Sino para integrarlo. Porque, tal vez, la verdadera libertad no esté en olvidar el pasado… sino en encontrar la manera de reconciliarnos con él. A veces el pasado no se supera: se resignifica.
El peso de lo vivido
Quien llega al diván con el alma desgastada por lo que vivió no viene buscando una pócima del olvido. Viene, sin saberlo quizá, buscando una forma distinta de narrarse. Porque los recuerdos que no encuentran palabras se enquistan, se repiten, se disfrazan de síntomas. La memoria no es un archivo objetivo, sino una construcción viva. Como decía Jorge Luis Borges: “Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos» (El Aleph, 1949) Y sin embargo, podemos mirar esos espejos y decidir qué imagen conservar. El psicoanálisis no cura con recetas ni anula el dolor. Escucha. Acompaña. Y desde esa escucha, permite que el sujeto empiece a descubrir que no es lo mismo recordar que revivir.
Freud, en su texto Recordar, repetir y reelaborar (1914), explica cómo el paciente, al no poder recordar ciertos hechos de su historia, tiende a repetirlos. Pero si esa repetición se nombra, se trabaja, se atraviesa… entonces puede transformarse. Eso es resignificar. San Agustín, en sus Confesiones (397-98), también lo sabía cuando escribió: “No se ha de despreciar el pasado, pues si se convierte en lección, también es maestro». El pasado no desaparece. Pero puede dejar de doler como una herida abierta y convertirse en cicatriz: no menos real, pero mucho más tolerable.
No se trata de borrar
El psicoanálisis no borra lo vivido. No promete eliminar cicatrices ni endulzar lo amargo. Lo que hace —cuando realmente toca el alma— es ayudar a mirar de otro modo. Resignificar no es reescribir la Historia como si lo sucedido nunca hubiera existido. No se trata de anular el sufrimiento ni de crear una versión más amable para consolarse, sino de comprender desde dónde lo miramos hoy. Porque el dolor pasado, si se vuelve palabra, puede dejar de ser prisión. El psiquiatra austriaco, Viktor Frankl, sobreviviente del Holocausto, escribió: “Cuando ya no podemos cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos”. (El hombre en busca de sentido, 1946) Esta es, en esencia, la invitación de resignificar: no negar el pasado, sino decidir quién ser frente a él.
Søren Kierkegaard, desde su mirada existencial y cristiana, afirmaba: “La desesperación es no querer ser uno mismo” (La enfermedad mortal, 1849). Quien vive atado al pasado sin procesarlo cae en esa forma de desesperación: el rechazo de la vida actual en nombre de un yo atrapado en lo que fue. La libertad, decía él, está en aceptar ser el proyecto que se construye día a día, en relación con Dios. Pero claro, no todos creen en Dios, por lo que esto nos hace verlo también de esta manera: aceptar el proyecto que somos, construyéndonos día con día, en relación con nuestro deseo del mañana.
Incluso Albert Camus, tan lúcido en su escepticismo, afirmaba: “El valor de un hombre se mide por la forma en que asume sus sufrimientos” (El hombre rebelde, 1951). No se trata de idealizar el dolor, sino de hacerlo fértil. Porque el sufrimiento que se entiende puede, a veces, convertirse en semilla. Una vida sin memoria no es libertad, es vacío. Pero una memoria trabajada con amor puede volverse raíz. Porque no hay árbol que crezca hacia el cielo sin hundir sus raíces en la tierra… incluso en la tierra que dolió.
A veces, la parte más sabia de nosotros se sienta frente a la más frágil. No para juzgarla, sino para mirarla con compasión.
Mirar con otros ojos
Resignificar el pasado no es romantizarlo ni justificarlo. Es darle sentido. Es atreverse a mirarlo con ojos más compasivos, incluso cuando dolió profundamente. Mirar con compasión no significa excusar lo injustificable, ni endulzar la amargura con frases hechas. Significa reconocer que, desde el lugar donde estamos hoy, podemos ver más lejos, más profundo, y también más humano. Tal vez en el pasado no sabíamos defendernos, no teníamos herramientas, ni palabras… pero ahora sí. Simone Weil, esa pensadora tan luminosa en su austeridad, escribió: “El amor es mirar al otro —y también a uno mismo— como Dios lo haría” (La gravedad y la gracia, 1947). Y es justamente eso lo que empieza a nacer cuando resignificamos: una mirada más misericordiosa, no sólo hacia quienes nos hirieron, sino —sobre todo— hacia nosotros mismos.
Desde el campo psicoanalítico, Carl Gustav Jung decía: “Hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el inconsciente seguirá dirigiendo tu vida y tú lo llamarás destino” (Recuerdos, sueños, pensamientos, 1961). Resignificar es entonces hacer consciente ese guion oculto. Es romper el hechizo de la repetición ciega. Porque mientras no revisemos nuestras heridas, tenderemos a caminar sobre ellas una y otra vez. San Pablo escribe una frase que a menudo parece contradictoria, pero que guarda una verdad profunda: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12, 10). Mirar con otros ojos significa entender que la fragilidad no nos arruina, sino que nos humaniza. Que lo que un día fue quebranto, puede ahora ser fuente de ternura y lucidez.
No se trata de rehacer la historia, sino de habitarla de otro modo. Porque hay heridas que, al ser miradas con amor, dejan de supurar y comienzan a cicatrizar con dignidad. A veces basta una sola frase que nunca pudimos decirnos —“hiciste lo que pudiste”, “no era tu culpa”, “ya no estás en peligro”— para que se abran ventanas nuevas al alma. Y ese, aunque parezca un acto simple, es uno de los gestos más valientes que podemos ofrecernos: vernos de nuevo… y no apartar la mirada.
El giro silencioso
A veces esa resignificación llega con una frase inesperada, con un gesto amable, con una lágrima no contenida. A veces llega cuando uno se permite decir: “Eso me pasó, me dolió, pero no me define”. Y entonces, algo cambia. No afuera. Adentro. En el relato que nos contamos. En la forma en que nos abrazamos después de comprender. Lo verdaderamente transformador rara vez viene con estruendo. El alma no cambia como lo hace un escenario tras el telón, sino como lo hace el amanecer: a tientas, poco a poco, sin pedir permiso. Rainer Maria Rilke lo expresó de forma magistral: “La verdadera patria del hombre es la infancia” (Cartas a un joven poeta, 1929).
Pero a veces esa patria está hecha de ruinas, de silencios largos, de puertas cerradas. Y es ahí donde la terapia, el análisis, o una experiencia profundamente humana, puede abrir una posibilidad insospechada: mirar lo vivido no como cárcel, sino como territorio a explorar. En esos momentos, incluso el dolor encuentra palabras nuevas. La herida ya no es sólo herida: es signo, mapa, origen de una voz más verdadera. Françoise Dolto, psicoanalista francesa y gran defensora de la escucha infantil, decía: “Todo lo que se dice con verdad, sana” (La causa de los niños, 1985). Y es cierto: a veces, al decir lo que callamos tanto tiempo, se nos abren los pulmones. La vida se vuelve más respirable. No porque el pasado cambie, sino porque nosotros dejamos de vivir bajo su sombra constante.
Es curioso cómo el lenguaje puede ser dolor y también salvación. Un simple “te creo”, un “no estás solo(a)”, un “ya no necesitas seguir protegiéndote”… puede dar lugar al milagro discreto de empezar a vivir distinto. Incluso Jesús, en su silencio ante el dolor, enseñó algo fundamental: que no todo se responde, pero todo puede acompañarse. En el Evangelio según san Lucas, los discípulos de Emaús caminan sin esperanza hasta que alguien se les une y los escucha. Sólo después, al partir el pan, lo reconocen (Lc 24, 13-35). La comprensión no vino por una enseñanza teórica, sino por la compañía, el gesto, el pan compartido. Resignificar el pasado es, a menudo, partir ese pan con uno mismo. Decirse: “sí, eso ocurrió… pero ya no tiene por qué tener la última palabra”. Y ahí, en ese gesto interior, comienza el verdadero giro: silencioso, pero real. Humilde, pero irreversible.
Esto le decía a unos amigos el otro día: «Al crecer me di cuenta que el pasado hizo en buena medida posible el presente que sigo trabajando para el mañana».
Amor en lugar de rabia
Resignificar no es olvidar. Es mirar con amor lo que antes mirábamos con rabia o vergüenza. Es abrir la puerta del alma y dejar que entre aire fresco. Y, con suerte, un poco de paz. Hay quienes temen resignificar porque creen que hacerlo es traicionar su dolor. Como si aceptar lo ocurrido significara justificarlo. Pero resignificar no es borrar la memoria: es limpiarle el polvo, cambiarle el marco, y dejar que nos enseñe desde otro lugar. Natalia Ginzburg, con esa sabiduría simple y poderosa que sólo da la vida, escribió: “No se ama a la gente por lo que nos da, sino por lo que nos hace recordar” (Léxico familiar, 1963).
Y sí. El pasado no es sólo un inventario de heridas. También guarda —aunque duela reconocerlo— los gestos que nos formaron, los silencios que nos enseñaron a escuchar, los errores que nos hicieron más humanos. A veces es en lo más triste donde empieza lo verdaderamente tierno. Resignificar es poner al amor donde antes sólo había rabia. No un amor ingenuo, ni indulgente, sino uno que entiende. Que abraza sin justificar, pero sin condenar. Lev Tolstoi escribió en sus Diarios (Entrada del 25 de marzo de 1856): “El verdadero amor comienza cuando no se espera nada a cambio”. Y en ese amor sin exigencia, sin revancha, se halla también el amor por uno mismo: cuando uno deja de exigirse haber sido otro en el pasado, y empieza a cuidarse con ternura en el presente.
Incluso el recuerdo más oscuro, si es trabajado con paciencia, puede transformarse en un faro. No para volver atrás, sino para saber por dónde no volver a pasar… o para ayudar a otros a cruzar. La resignificación es un acto de madurez, pero también de humildad. Implica reconocer que el pasado nos tocó, pero no nos determina por completo. Que aún podemos escribir otras páginas. Que cada día, si queremos, puede ser una carta distinta a lo que fuimos. Y es que ese es el milagro discreto de resignificar: transformar la herida en historia, el error en enseñanza, el duelo en gratitud, y el dolor en posibilidad. Porque al final, no se trata de olvidar el pasado… sino de vivir sin que él nos impida volver a amar la vida.
Querido(a) lector(a), querida alma que resiste en silencio:
No sé quién eres, ni dónde estás, ni qué historia te trajo hasta esta carta. Pero si estás leyendo esto, es probable que el alma te pese más de lo habitual. Que estés pasando por días difíciles. Que los números no den, que la soledad apriete, que los pensamientos no se callen, o que simplemente el cansancio se haya convertido en tu sombra cotidiana. Yo también he estado —estoy— en ese lugar.
Hay días en los que me levanto con fe, con ánimo, con ganas. Y hay otros en los que todo se me viene encima: los temas económicos, las responsabilidades, los dolores que no se curan con analgésicos. A veces siento que hago mucho, y que, sin embargo, no alcanza. Me esfuerzo por mantenerme como psicoanalista, como escritor, como ser humano que aún cree en lo que hace. Y a pesar de todo, hay momentos en que el mundo parece no escuchar. Pero quiero decirte algo importante, algo que me diría a mí mismo si pudiera abrazarme en esas noches largas: ¡estás haciendo más de lo que parece, aunque no se note! Y eso, eso también es una forma de amor.
Tal vez no puedas cambiar todo ahora mismo. Tal vez te falten recursos, compañía, certezas. Tal vez tus padres ya no estén, como los míos. Tal vez no tengas con quién hablar de lo que realmente te pasa. Tal vez te han dicho que tienes que “echarle ganas” como si fuera tan simple. Entonces, déjame ser quien te lo diga con otro tono: no estás solo, no estás sola, aunque la soledad grite fuerte. Hay quienes entendemos lo que significa luchar con el alma cansada. Hay quienes, como tú, han aprendido a amar desde la ternura, aunque a veces la paciencia se agote. Por eso, esta carta no es sólo un consuelo. Es un puente. Desde mi dolor al tuyo. Desde mi esperanza tambaleante a la tuya, que tal vez esta noche necesita una mano para no dejarse caer.
En este punto, quisiera compartir contigo algunas cosas que me han ayudado, con la tierna esperanza de que te puedas dar 15 minutos en tu día para desconectarte del mundo para conectarte contigo mismo(a), con tus emociones, tus sentimientos, tus miedos… tu sombra. ¿Qué te parece ponerte unos audífonos y disfrutar de lo siguiente?
Música que acaricia el alma
Hay piezas que no salvan, pero que acompañan. Que se sienten como una voz que no te exige nada, sólo se sientan contigo. Me tomé la libertad de ayudarte poniendo los links para cada una de ellas. ¡Disfrútalas!
Spiegel im Spiegel– Arvo Pärt (sencilla, minimalista, como una oración sin palabras).
Adagio for Strings – Samuel Barber (para esos días donde necesitas llorar sin pedir permiso).
Clair de Lune – Claude Debussy (una caricia sonora, como un recuerdo bonito en medio del ruido)
Sake de Binks– Kohei Tanaka (One Piece) (dejarnos llevar por los sueños de piratas como los Mugiwara / Sombreros de Paja)
Si puedes, escúchalas con los ojos cerrados. No busques entenderlas. Sólo déjate llevar…
A veces, basta con mantenerse a flote. Y si el mar ruge, que ruja… pero que no nos haga olvidar que seguimos navegando.
Lecturas que sostienen
No, no son fórmulas mágicas. Pero algunas palabras funcionan como bálsamos:
Cartas a un joven poeta – Rainer Maria Rilke (especialmente esa parte donde dice que la tristeza también es una casa que hay que habitar)
Salmo 42 –»¿Por qué te turbas, alma mía?” (un diálogo eterno entre la angustia y la esperanza)
Los hermanos Karamázov – Fiódor Dostoievski (porque incluso los personajes más rotos siguen hablando con Dios desde sus escombros)
Fragmentos de Tío Vanya – Antón Chéjov (donde la resignación y la ternura se dan la mano. “Viviremos, tío Vanya… Viviremos…”)
Pequeños ejercicios que a veces nos salvan del abismo
Escribe algo cada día. Aunque sea una línea. Aunque sea un insulto. Escribe.
Respira de verdad. No esas respiraciones automáticas. Inhala contando 4, detén 4, exhala 6. Hazlo tres veces.
Mira el cielo un minuto. En serio. Como cuando eras niño.
Toma un vaso con agua y hazlo con tiempo y calma. Recuérdate que estás aquí. Que existes. Que eres. Disfrútalo entonces.
Y algo más: el humor
En medio de todo… ríete. De ti, de tus ideas locas, de tus juegos perdidos de Melate. Yo también he apostado con fe, y también he perdido. Pero aún así, sonrío. Porque si algo me enseñó mi madre, es esto: «En vez de contagiar gripe, contagia la risa. Al mundo le hace falta reír». Y si un día te ves riéndote solo(a), contestándote a ti mismo(a)… no te asustes. Yo lo hago seguido. Y a veces, eso es más terapéutico que cualquier sesión.
Querido(a) lector(a), si has llegado hasta aquí, te agradezco. Esta carta no es una despedida. Es una compañía. No sé si mañana estaré mejor, ni si tú lo estarás. Pero en este momento, nos tuvimos. Y eso basta. Cierra los ojos con esta certeza: no todo está perdido. Aunque la vida duela, tú eres más que tu dolor. Y siempre —siempre— hay alguien que, aunque no te vea, piensa en ti con amor.
Un abrazo inmenso desde este espacio, tuyo y mío, con respeto, con ternura y con fe en tu fuerza, ¡porque yo sí creo en ti!
Nos seguimos acompañando.
Héctor Chávez Pérez
P.d. Y si alguna vez te sientes muy perdido(a), vuelve a esta carta. Aquí estaré. Aquí estarás. Porque aunque no nos conozcamos, compartimos la misma tormenta… y el mismo anhelo de encontrar tierra firme.
P.d. ¿Te gustaría hablar? Te puedes analizar conmigo. Escríbeme a psichchp@gmail.com o en Instagram me encuentras como @hchp1. ¡Te espero!
«Nada es más insoportable que el silencio de aquellos a quienes uno ama»
-Pascal Quignard
En respuesta a la amable y generosa carta de Julieta (Uruguay).
Queridos(as) lectores(as):
Es difícil explicar lo que se siente cuando uno ofrece algo desde el corazón y lo que recibe a cambio es silencio. No un silencio profundo, meditativo, ni mucho menos agradecido, sino ese otro: el que vacía. El que deja en visto. El que no responde ni con una palabra, ni con un «lo leí», ni con un simple «gracias». Ese que, a fuerza de repetirse, comienza a doler. Lo que más duele, a veces, no es que no te lean. Es que no te lean quienes pensabas que te iban a leer. Es que no te escuchen los que conoces, los que alguna vez dijeron admirar lo que haces, los que comparten memes o trivialidades, pero no se detienen frente a algo que puede hacerles bien, aunque sea por un momento.
Algo que no se vende, que no se cobra, que no busca otra cosa más que compartir un pensamiento que tal vez alivie, acompañe o despierte algo valioso en el otro. Y entonces uno se pregunta: ¿vale la pena seguir? ¿Tiene sentido regalar palabras que a veces parecen caer en un abismo? La respuesta no es sencilla, pero tampoco desesperanzadora. Porque hay algo en nosotros que insiste. Algo que nos recuerda que no escribimos sólo por ser leídos, sino porque callar nos lastima más que el silencio de los otros.
La trampa de las expectativas
Es curioso —y cruel, a veces— cómo uno va alimentando expectativas sin querer. Esas pequeñas esperanzas que se tejen al escribir algo y compartirlo, al hacerlo llegar a personas cercanas. Uno cree que, por el vínculo, por el aprecio mutuo, por la historia compartida, esa persona leerá, comentará, dirá algo. Lo que sea. Porque no se está vendiendo nada, no se está imponiendo un discurso, sino regalando un pensamiento. Y sin embargo… no ocurre. La decepción, entonces, no nace de un rechazo explícito, sino de una ausencia que pesa. Porque lo que duele no es sólo que el otro no lea, sino que no quiera hacerlo. Que no tenga ni la curiosidad, ni el gesto, ni el mínimo movimiento del alma para acercarse a algo que podría tocarlo, ayudarlo o simplemente acompañarlo. Decía Albert Camus: «No ser amado es una simple desventura. La verdadera desgracia es no saber amar» (El mito de Sísifo, 1942).
Ahí es cuando la expectativa se revela como una trampa. Porque uno no escribía para ser aplaudido… pero secretamente, sí esperaba algo. Esperaba un gesto. Un eco. Una señal. Y cuando esa señal no llega, no queda más remedio que mirarse por dentro y preguntarse: ¿por qué me dolió tanto? ¿Es por ellos o por lo que había en mí, esperándolos? La respuesta no siempre consuela, pero libera. Porque al reconocer esa trampa, también se reconoce el valor de seguir escribiendo aun cuando no haya respuesta. Como quien deja una carta en una botella, con la esperanza serena —y muchas veces solitaria— de que algún día, en alguna orilla del mundo interior de alguien, esa carta será leída.
El silencio que duele más que un «no»
Hay silencios que sanan, y otros que matan algo dentro. Hay silencios llenos de respeto, de espera, de escucha… y hay otros que son indiferencia disfrazada de paz. El segundo es el que más duele. Porque no es un rechazo frontal, no es una crítica que permita diálogo o respuesta. Parafraseando a María Zambrano: «El silencio que no espera es el más cruel de todos». Es una ausencia elegante, una especie de vacío decorado con cordialidad digital: el “visto” de las redes sociales. Vivimos una época donde la exposición es constante, pero el verdadero encuentro escasea. Se responde más rápido a un meme que a una reflexión. Se comparte antes una frase hecha que un pensamiento profundo. Y así, cuando uno lanza algo importante —algo trabajado, cuidado, sentido— y lo único que recibe a cambio es ese silencio pulido de las plataformas, la herida se abre en un lugar inesperado: no en el ego, sino en la esperanza.
Porque uno no esperaba ovaciones, ni palabras grandilocuentes. A veces, con un simple «te leí», bastaba. Pero no llega. Y entonces el silencio se vuelve estruendo. No por su volumen, sino por su carga simbólica. Quien no responde, el que no se toma ni un minuto, parece decir —aunque no lo diga—: «no me interesa». Pero ¿realmente no les interesa? ¿O hemos llegado a tal nivel de anestesia emocional que lo gratuito, lo profundo y lo humano ya no convoca? La respuesta, quizás, no esté en ellos. Tal vez esté en nosotros. En quienes aún creemos que el alma merece ser tocada, incluso por palabras que nadie pidió, pero que alguien podría necesitar. Y aunque el silencio siga cayendo como una losa, la palabra, si es honesta, seguirá siendo un acto de resistencia. Un gesto de fe. Un modo de decir: «Aquí estoy. Y aunque no respondas, sigo creyendo que el encuentro es posible».
«A veces hay cosas más interesantes e importantes en un mundo absurdo que un buen libro» -Héctor Chávez Pérez
El valor de lo gratuito
Hay una profunda distorsión en la forma en que entendemos el valor. Se ha instalado la creencia de que sólo vale aquello que se puede comprar, medir, monetizar. Y sin embargo, lo gratuito —lo verdaderamente gratuito— no es sinónimo de barato, ni de irrelevante. Es, en realidad, una de las formas más puras de lo humano. Es fácil despreciar lo que se ofrece sin costo. Y más aún, ignorarlo. Pero lo gratuito lleva consigo una densidad que no siempre se ve: implica tiempo, dedicación, deseo de bien. Tal como dice Ivan Illich en su texto, La convivencialidad (1973): «Lo gratuito no es lo que carece de precio, sino lo que nace de una relación humana auténtica». Implica vínculo. Cuando alguien escribe, comparte una reflexión, un pensamiento cuidado, y lo hace sin esperar nada a cambio, está haciendo una ofrenda. Una invitación silenciosa al encuentro. Pero vivimos en tiempos en los que dar sin pedir parece ingenuo. Como si fuera sospechoso. Como si no tuviera lugar en un mundo regido por el rendimiento, la utilidad y el consumo.
Y entonces lo gratuito —en lugar de ser honrado como un acto noble— es ignorado como si fuera una molestia. Sin embargo, quienes seguimos apostando por la palabra gratuita, por el pensamiento que se entrega sin factura, no lo hacemos por necedad, sino por fidelidad a algo que sentimos verdadero. Porque el alma también necesita ofrecer, y no siempre desde la necesidad de respuesta, sino desde la convicción de que hay cosas que deben ser compartidas. Escribir y ofrecer lo escrito sin precio no es un gesto menor. Es resistir. Es confiar en que lo humano aún vive en alguna parte. Es tender puentes donde todo parece construido con muros. Y si algún día alguien cruza ese puente, aunque sea una sola persona… entonces habrá valido la pena.
¿Para quién se escribe, entonces?
Hay un momento inevitable en la vida de quien escribe —de quien da, de quien piensa y comparte— en el que la pregunta se vuelve punzante: ¿para quién lo estoy haciendo? Cuando no hay respuesta, cuando el silencio se multiplica, cuando los propios cercanos parecen no ver lo que uno ofrece… esa pregunta no es un ejercicio intelectual: es una herida abierta. Pero en medio de esa incertidumbre, hay algo que se impone como necesidad: escribo porque si no lo hiciera, me dolería aún más. Escribo porque es mi manera de seguir buscando sentido, de nombrar lo que no debe quedar en la sombra, de acompañar aunque no siempre haya compañia de vuelta.
Clarice Lispector, en una de esas frases que parecen salidas del fondo de una noche silenciosa, escribió: «Escribo para entender lo que el silencio me dice» (esta frase, por cierto, la encontramos incontables veces en varios lugares, pero realmente es una paráfrasis de lo que dice, hermosamente, en Un soplo de vida (1978): «Escribir es una maldición que salva»). Y quizás ahí esté una de las claves. Porque a veces no se escribe para otros, sino para intentar traducir lo que se mueve en el alma cuando el mundo calla. La escritura se convierte entonces en una forma de oración, de memoria, de testimonio. No se trata de si lo leen hoy o mañana, ni siquiera de si lo agradecen. Se trata de que hay cosas que deben ser dichas. Y si uno tiene el privilegio —o la carga— de poder decirlas, callar se vuelve una forma de traición.
Una semilla invisible
Escribir, dar, compartir sin saber si alguien escucha… puede parecer un acto ingenuo, casi absurdo. Pero no lo es. Es, en realidad, un gesto de fe. De una fe que no siempre se nombra en voz alta, pero que sostiene la vida misma: la creencia de que nuestras palabras —como semillas— pueden crecer incluso en tierras que no vemos. A veces, uno se siente como ese personaje de Jean Giono en su obra El hombre que plantaba árboles (1953), quien planta árboles en una tierra desolada, sin esperar que alguien lo aplauda, sin pedir reconocimiento, simplemente porque es necesario. Giono escribe: “Para que el carácter de un ser humano revele cualidades verdaderamente excepcionales, hay que tener la suerte de poder observar su acción durante largos períodos. Si esa acción no persigue ningún interés propio, entonces es posible juzgar que se está ante una grandeza de alma”. Y en la escritura gratuita —esa que nace sin interés ni contrato— también hay algo de esa grandeza silenciosa.
Tal vez nuestras palabras no germinen hoy. Tal vez no sean vistas por quienes más esperábamos. Pero en alguna parte, en algún momento, pueden tocar un corazón herido, una mente confundida, un alma que buscaba algo y no sabía qué. Como la lluvia que cae sobre la tierra seca… aunque no sepamos a qué profundidad llegó. Por eso, a pesar del desencanto, de la indiferencia ajena, de las expectativas rotas, sigo escribiendo. Porque a veces —y esto lo aprendí con el tiempo— el simple acto de dar puede salvar, no al otro, sino a uno mismo.
Y si alguna de estas palabras encuentra eco, aunque sea en una sola persona, entonces ya no fueron en vano…