C.S. Lewis y el dolor

“El dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla en nuestra conciencia, pero grita en nuestro dolor. Es su megáfono para despertar a un mundo sordo”.
— C.S. Lewis

Queridos(as) lectores(as):

A veces basta un diagnóstico, una llamada en la madrugada, una ausencia inesperada, para que la vida se quiebre sin previo aviso. Es en ese instante —cuando el alma tiembla y el cuerpo no entiende— que surge la pregunta que ha atravesado los siglos: ¿por qué duele? Escribir sobre el dolor es arriesgarse a pisar terreno sagrado y herido. No hay respuestas fáciles, ni fórmulas que consuelen de verdad. Pero hay voces, como la de Clive Staples Lewis, que se atreven a mirar el sufrimiento con una mezcla rara de lucidez, fe y ternura. En El problema del dolor (1940), Lewis no sólo piensa el dolor: lo escucha, lo atraviesa, lo interroga desde su experiencia y su fe. Y eso, en sí mismo, es un acto de profundo amor.

Este encuentro no pretende resumir el libro, sino dejar que algunas de sus intuiciones dialoguen con lo que he vivido y visto en el diván, en los pasillos de los hospitales, en los silencios de quienes no saben cómo seguir. Porque si el dolor tiene algún sentido, quizás sea este: que aún heridos, aún rotos, podemos mirar al otro con compasión verdadera. Que el dolor —cuando no se glorifica ni se niega— puede ser un lugar de encuentro, no de condena. Vamos paso a paso. Que esta lectura no sea un peso más, sino un pequeño descanso en medio del camino.

El dolor como escándalo de la conciencia

Hay dolores que no se pueden explicar sin traicionar su peso. La muerte de un hijo, una enfermedad injusta, la traición de alguien amado… Hay dolores que no se comprenden, sino que se padecen. Para C.S. Lewis, el dolor no es un problema intelectual cualquiera, sino el mayor obstáculo para la fe de un alma sensible: “Si Dios fuese bueno, desearía que sus criaturas fueran perfectamente felices; y si fuese omnipotente, podría lograrlo. Pero las criaturas no son felices. Por tanto, parece que Dios carece de bondad, de poder, o de ambas cosas” (El problema del dolor, 1940). Lewis no esconde esta objeción: la enfrenta. Y lo hace con la honestidad de quien ha amado, sufrido y pensado profundamente. Porque el escándalo del dolor no está sólo en lo que se siente, sino en lo que contradice: la idea de un mundo justo, de un Dios bueno, de una vida con sentido.

En el consultorio, he escuchado muchas veces ese mismo lamento, aunque venga envuelto en otras palabras. Una mujer que fue abusada en la infancia y se pregunta si todo estaba ya escrito. Un hombre que pierde su empleo y con él, su dignidad. Padres que no logran proteger a sus hijos. Gente buena que, simplemente, no puede más. Lo que duele no es sólo el hecho, sino la experiencia de desamparo, la sensación de que el dolor desmiente todo lo que nos dijeron que era la vida. Y sin embargo —como decía el poeta Paul Claudel—: “Dios no vino a suprimir el sufrimiento. No vino a explicarlo. Vino a llenarlo con su presencia». En esto radica uno de los grandes aportes de Lewis: el dolor no es prueba de la ausencia de Dios, sino quizá el único lugar donde algunos llegan a escucharlo. “El dolor es el megáfono de Dios para despertar a un mundo sordo”, insiste Lewis. No como castigo, sino como llamado. Claro que esto no consuela a la ligera. A veces, en la clínica, lo único que uno puede hacer es estar allí, callado, cuando el otro se desmorona. Porque hay dolores que no piden explicaciones, sino brazos abiertos. Y aún así —con el tiempo, con ternura, con trabajo— muchos descubren que el dolor no fue el final. Que, extrañamente, fue el principio de una vida más verdadera.

El amor que duele: cuando Dios no nos deja en paz

Lo más provocador de El problema del dolor no es que Lewis defienda la existencia de Dios a pesar del sufrimiento, sino que se atreva a decir que es justamente porque Dios nos ama que permite que suframos. En sus palabras: “No es la benevolencia del que quiere simplemente que los hombres estén contentos, sino la del artista que no descansará hasta haber plasmado su imagen perfecta en la criatura” (El problema del dolor, 1940). No es fácil aceptar esta idea. Suena incluso cruel. ¿Qué clase de amor permite el quebranto? ¿Qué tipo de Dios “moldea” con lágrimas? Lewis no habla desde la teoría. Él mismo perdería años después a su esposa Joy por un cáncer devastador, y escribiría Una pena en observación (1961) como testimonio desgarrado. Ya no era el académico brillante, sino un hombre roto. Y aún así, no renegó de Dios. Cambió su tono, su confianza, su fe infantil… pero no dejó de creer. Porque comprendió que el amor divino no es complaciente: es transformador. Y a veces, transforma a través del crujir de los huesos.

Muchos pacientes llegan a consulta destrozados no sólo por lo que han vivido, sino por la pregunta latente: ¿por qué yo? Y en esa pregunta hay una queja, sí, pero también una intuición: que la vida —y quizás Dios— tiene algo que decirnos incluso en la ruina. Esto me conmueve personalmente porque me hace recordar a mi papá, quien en su profunda sensibilidad y sabiduría, me hacía pensar en otra pregunta: ¿por qué yo no? Mi amigo Uriel, de hecho, me hablaba con la calidez de un amigo, pero sobre todo de un hermano en la fe: «Las tribulaciones que vivimos muchas veces nos ayudan a poner más atención en cosas que no veríamos de estar en paz o en calma». ¿Quiénes somos para no tener que vivir lo que otros viven con absoluta dignidad?

El amor que duele no es sádico. Es exigente. Lewis compara a Dios con un cirujano: una vez que ha comenzado la operación, no puede detenerse solo porque el paciente sufre. Su finalidad no es herir, sino curar. Pero no lo hace a medias. Como un escultor que talla a golpe de martillo, porque ve en el mármol una belleza que aún no ha emergido. Claro que todo esto sólo puede decirse con humildad. Cuando uno no es quien está sufriendo, lo mejor es guardar silencio. Pero cuando uno ha pasado por el fuego —y sabe que no fue en vano— entonces estas palabras pueden comenzar a tener sentido. No como explicación, sino como compañía.

«No basta con decir que el sufrimiento enseña; si lo hace, es porque ha sido escuchado».
-C.S. Lewis, El problema del dolor (1940)

Dolor, dignidad y sentido en la clínica

Una de las grandes intuiciones de C.S. Lewis es que el sufrimiento no nos deja igual. “Dios susurra en nuestros placeres, habla en nuestra conciencia, pero grita en nuestro dolor” —no es sólo una imagen poética, sino una verdad clínica. Porque el dolor, cuando no se anestesia ni se niega, puede volverse revelación. Y lo revelado no siempre es algo nuevo: a veces es algo olvidado. Lo he visto muchas veces en el consultorio: el hombre que se quiebra después de años de sostenerlo todo, y por fin puede decir que tiene miedo. La mujer que empieza a dormir bien sólo después de permitirse llorar. El joven que reconoce que no odia a sus padres, sino que quiere ser visto. Y también he visto lo contrario: personas en quienes el dolor ha fermentado en resentimiento, desconfianza o rabia muda. Porque el sufrimiento no es maestro automático de nada. Sólo puede enseñar si encuentra un oído que escuche, un otro que acompañe, un espacio donde hablar sin ser juzgado.

En El problema del dolor, Lewis distingue entre el sufrimiento físico y el moral, pero reconoce que ambos afectan el alma. En clínica, esa distinción se vuelve difusa: hay cuerpos que somatizan lo que no pueden decir, y hay dolores emocionales que se experimentan como heridas en la carne. Por eso, acompañar el dolor no es sólo intervenir en lo que “duele”, sino en lo que esa persona ha hecho —o no ha podido hacer— con su historia. Recuerdo un paciente que había atravesado una infancia marcada por el abandono. Durante meses, hablaba como si todo le fuera indiferente. Pero una vez —al mencionar que, de niño, fingía dormir para no escuchar a sus padres pelear— se quedó en silencio. Y luego, con la voz quebrada, dijo: “Yo quería que alguien me defendiera”. No hablaba un adulto: hablaba el niño que aún no había podido dolerse en paz. A partir de ahí, comenzó el trabajo real. Lewis insiste en que Dios no quiere que seamos “felices” a cualquier precio, sino santos. Esto puede sonar lejano, incluso hostil, si se lo dice a alguien en crisis. Pero si lo traducimos: Dios desea que seamos verdaderos. Que nuestra dignidad no dependa del éxito, del cuerpo joven o del reconocimiento externo. En clínica, eso también se busca: que la persona descubra que, incluso en medio del dolor, hay un “sí” que puede decir a la vida. A veces pequeño, casi susurrado. Pero real.

No sentido, sino presencia

Hay historias que no se olvidan, no por lo escandalosas, sino por lo profundamente humanas. Una mujer me contó una vez que, tras años de vivir violencia familiar, huyó una noche con su hija pequeña y una maleta. Terminó en un refugio. No tenía trabajo, ni red, ni autoestima. Durante meses, cada palabra suya era una mezcla de culpa y vergüenza. Pero hubo un punto de inflexión: una mañana, mientras barría, su hija le dijo: “Me gusta más tu risa cuando estamos solas”. Esa frase fue un parteaguas. “Entonces supe que todavía podía empezar otra historia”, me dijo. El dolor no desapareció. Pero ya no era el dueño de su vida. Otro caso que me marcó fue el de un hombre que, tras perder a su esposa en un accidente, se negó durante años a rehacer su vida. No por fidelidad, sino por miedo. Miedo a olvidar, miedo a traicionar, miedo a volver a amar. En consulta, me dijo un día: “La única manera en que ella sigue viva es si yo no soy feliz sin ella”. Nos quedamos en silencio. Y luego preguntó: “¿Será que ella querría eso?”. No respondí. No hizo falta. El dolor que lo había encerrado empezó a volverse recuerdo, no cárcel. A los meses, volvió a la música —ella era pianista— y empezó a tocar de nuevo. No para olvidarla, sino para recordarla de otro modo.

Lewis diría que lo que esas personas encontraron no fue un sentido abstracto, sino una Presencia. “El dolor elimina las ilusiones sobre nosotros mismos” —escribió— “y nos obliga a ver quiénes somos y quién es Dios” (El problema del dolor, 1940). No para condenarnos, sino para liberarnos de todo lo que nos impide vivir con verdad. A veces, acompañar a alguien en su dolor es como quedarse junto a él mientras cruza un puente roto. No se trata de dar respuestas, sino de ser testigo. Y hay algo en ese testimonio compartido que convierte el sufrimiento en semilla.

Reflexión final

Hay dolores que nos cambian para siempre. Sería injusto decir que todo se supera, que el tiempo cura, que basta con ver el lado positivo. A veces no hay “lado positivo”. A veces sólo hay ruinas, silencio y preguntas que duelen más que el propio hecho vivido. Pero también es cierto —y lo digo no desde el dogma, sino desde lo visto y vivido— que el dolor puede transformarse. No se borra. No se explica del todo. Pero puede encontrar un lugar donde no destruya, sino fecunde. Como las grietas por donde entra la luz, como las cicatrices que no tapan la herida, pero sí indican que hubo sanación. C.S. Lewis no escribió El problema del dolor desde la comodidad. Su fe no fue nunca un escudo contra el sufrimiento, sino una forma más profunda de atravesarlo. En uno de sus pasajes más hermosos, escribió: “He aprendido ahora que mientras aquellos que no sufren pueden ayudarnos por lo que dicen, los que han sufrido pueden ayudarnos por lo que son”. Eso es lo que más necesitamos: no explicaciones perfectas, sino presencias verdaderas.

Si estás pasando por un momento oscuro, que sepas esto: no estás solo(a). Y aunque no lo parezca ahora, es posible que algún día, lo que hoy te rompe sea también lo que te vuelva más compasivo(a), más libre, más profundo(a). No porque el dolor sea bueno, sino porque tú eres más grande que tu herida. Que podamos ser, cada uno a su modo, testigos del consuelo. Porque a veces, basta con que alguien nos mire con ternura para volver a creer que la vida todavía puede ser hermosa.


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Nos seguimos leyendo.

La vida después del error

«No puedes echar a perder toda una vida por un error».
-John Nolan (The Rookie)

Queridos(as) lectores(as):

No sé en qué momento exacto aprendimos a tratarnos tan mal. Tal vez fue en la escuela, cuando un tropiezo bastaba para marcarte de burla. O en casa, cuando el amor pareció condicionado a portarse “bien”. O quizás más tarde, cuando nos hicimos adultos y el mundo empezó a juzgarnos con una mirada fría, sin margen de error. Hay días en los que uno siente que ya no puede con nada más. Y no porque todo esté mal, sino porque uno ya no cree merecer otra oportunidad. Como si un error bastara para borrar todo lo que fuimos, todo lo que podríamos ser. Es en esos días —que suelen llegar sin avisar— cuando una frase sencilla, dicha por un personaje de ficción, puede ser más real que todo lo demás: “No puedes echar a perder toda una vida por un error”.

Esa frase la dice John Nolan en la serie The Rookie (que recién la estrenaron en Netflix), un hombre que a sus cuarenta y tantos empieza desde cero en la academia de policía en Los Ángeles. Lo tratan con recelo, con burla, con desdén. Pero no se rinde. Porque Nolan no es un héroe perfecto: es un hombre con historia, con miedos, con culpas. Pero no está dispuesto a dejar que un sólo momento defina su vida entera. Y eso, a veces, es todo lo que se necesita para volver a caminar. Hoy quiero hablarte, a ti que lees esto con el corazón hecho trizas. A ti que te preguntas si todavía vale la pena intentar. A ti que crees que fracasaste y ya no hay más por hacer. Este encuentro es para recordarte —y recordarme— que no estamos solos, que nadie merece vivir exiliado de sí mismo, y que un solo error nunca podrá definir una existencia entera.

El peso de un solo error

Un solo error puede ser como una piedra en el zapato… pero hay quienes la convierten en la piedra angular de su autoacusación. Una palabra mal dicha, una decisión precipitada, una pérdida que no supimos evitar. Y de pronto, como si fuéramos jueces implacables de nuestra propia alma, nos condenamos a vivir desde la vergüenza. El filósofo danés, Søren Kierkegaard, decía: “La angustia es el vértigo de la libertad” (El concepto de la angustia, 1844). Es decir: cuando descubrimos que somos libres de elegir —y también de equivocarnos— sentimos miedo, incluso culpa, por esa misma libertad. Pero eso no significa que la libertad sea un error. Significa que hay que aprender a convivir con la fragilidad sin destruirnos por ella.

Recuerdo una paciente que, tras una ruptura amorosa que no supo manejar, se auto definía con estas palabras: “Soy una persona que arruina lo que ama”. Esa frase me conmovió, no sólo por el dolor que encerraba, sino por la injusticia que implicaba. Nadie debería reducirse a su peor momento. Pero a veces lo hacemos, convencidos de que estamos siendo justos con nosotros mismos, cuando en realidad estamos siendo crueles. También me ha pasado a mí. Hubo un tiempo en que creí que un solo fracaso me había arruinado la vida. Me culpé más de la cuenta, y terminé aislándome, como si no mereciera compañía, alegría o descanso. Ahora sé que ese juicio no venía del amor, sino del miedo. Y que el miedo, cuando no se lo enfrenta con ternura, se disfraza de sentencia.

¿Cuántas veces creíste que un error te definía?

La sociedad que castiga sin redención

Vivimos en una época donde lo imperdonable no es la maldad, sino el error. Nos hemos convertido en una sociedad donde fallar no sólo se paga caro: se paga para siempre. Como si el mundo —ese gran jurado invisible— dijera: “Te equivocaste, ya no tienes derecho a volver a intentarlo”. Y eso cala hondo. Porque lo escuchamos en las redes sociales, en el trabajo, en la familia… y al final, también en nuestra conciencia. Michel Foucault, en su estudio sobre el castigo moderno, observaba con lucidez: “El poder no castiga para corregir: castiga para vigilar, para controlar, para marcar” (Vigilar y castigar, 1975). Y aunque hablaba de las cárceles y los sistemas penales, su análisis se aplica también al alma: cuando alguien se equivoca, la cultura actual no busca que sane, sino que quede etiquetado. Cancelado. Anulado. Y peor aún: muchas veces somos nosotros mismos quienes nos aplicamos esa sentencia.

Hay algo profundamente triste en esto: hemos olvidado el valor del perdón, del volver a empezar, del error como parte del aprendizaje. Todo debe salir bien a la primera. Todo debe verse perfecto. Todo debe encajar. Pero… ¿y si no? ¿Qué pasa cuando uno no se ajusta a esa medida imposible? En mi experiencia con pacientes y amigos que se sienten fracasados, suele haber una constante: todos temen haber decepcionado al mundo. Ya no se trata sólo de lo que pasó, sino de lo que creen que el mundo espera de ellos: éxito sin fisuras, estabilidad emocional, logros medibles. Y si no cumplen con eso, sienten que ya no tienen nada que ofrecer. Pero el mundo está equivocado. Y hay que decirlo con claridad.

No hay vida humana sin errores. Y no hay redención sin humanidad. Cancelar a alguien por su error es tan absurdo como arrancar una flor porque no florece en invierno. Decía Clarice Lispector: “Perdonarse a uno mismo es una forma de amor tan difícil como necesaria” (La hora de la estrella, 1977). Pero ese perdón requiere ir en contra del ruido cultural. Requiere valentía. Porque perdonarse no es excusarse: es comprenderse. Y comprenderse no es debilidad: es resistencia. Quizás por eso personajes como Nolan nos conmueven tanto. Porque en un mundo que exige perfección, él representa lo contrario: la posibilidad de comenzar otra vez. La dignidad de no rendirse. La ternura de los que caen… y aún así se levantan.

El consuelo de los valientes

No se habla lo suficiente de la valentía que se necesita para seguir adelante cuando uno se siente roto. Vivimos tan obsesionados con los logros y las apariencias que solemos llamar “valiente” sólo a quien triunfa. Pero hay un tipo de coraje mucho más silencioso, más íntimo: el de quienes, aunque heridos, eligen no rendirse. John Nolan no es un superhéroe. Es un hombre que ha cometido errores. Ha fallado en su matrimonio, ha perdido su rumbo, ha tenido miedo. Y sin embargo, en lugar de esconderse, elige volver a empezar. No para demostrar nada, sino porque la vida, simplemente, aún no ha terminado para él. Y esa convicción es profundamente consoladora. Me he cruzado con personas así en la vida real. Una mujer que, tras años de violencia doméstica, decidió rehacer su vida desde un cuarto rentado y un taller de repostería. Un joven que salió de una adicción y, aunque el mundo no dejó de mirarlo con sospecha, comenzó a estudiar enfermería porque quería “curar como me curaron”. Ninguno de ellos se sentía fuerte. Pero lo eran. Y su fuerza no venía de haberlo hecho todo bien, sino de no haberse abandonado del todo.

Jacques Lacan decía: “El acto más ético es aquel que se sostiene aún cuando no garantiza ningún reconocimiento” (Seminario VII: La ética del psicoanálisis, 1959-60). Seguir adelante sin aplausos. Sin promesas. Sin certezas. Esa es la ética profunda del que no se rinde. Y cuando uno está en el suelo, no hay consuelo más grande que saber que aún es posible intentarlo. Que se puede ser valiente no desde el éxito, sino desde la decisión humilde de continuar. A veces, basta una sola escena, una sola palabra, una sola presencia para recordárnoslo. Cuando escuché a Nolan decir esa frase —“No puedes echar a perder toda una vida por un error”— sentí que alguien, por fin, me hablaba sin juzgarme. Como si hubiera espacio para mí, incluso con mis torpezas. Como si aún tuviera derecho a construir algo nuevo. Porque lo tengo. Porque lo tienes. Y mientras haya aliento, hay posibilidad.

No todo está perdido, aunque lo parezca

Hay momentos en que uno mira su vida y no ve más que escombros. Todo parece un error, una mala elección, un “debí haberlo sabido antes”. Uno se sienta entre los restos, exhausto, y cree —con amarga sinceridad— que ya no queda nada por hacer. Pero esa sensación, aunque sea real, no es definitiva. Porque lo que parece ruina, a veces es sólo el terreno limpio donde puede construirse algo nuevo. Hace unos años, una amiga muy cercana —una mujer brillante, generosa, con vocación de cuidado— me confesó con lágrimas en los ojos que sentía que su vida “ya no valía la pena”. Había perdido el rumbo laboral, atravesaba una separación, y se sentía “como un proyecto fallido”. Le respondí lo único que me salió en ese momento: “¿Y si no estás acabada? ¿Y si estás naciendo de nuevo?”. No lo dije como consuelo barato. Lo dije porque, en el fondo, lo creo. El sufrimiento no es señal de inutilidad. Es signo de transformación. Y aunque duela —porque duele mucho—, también puede ser la puerta hacia una vida más propia, más consciente, más verdadera.

El poeta y dramaturgo alemán, Bertolt Brecht, escribió: “Hay quienes luchan un día y son buenos; hay quienes luchan un año y son mejores; pero hay quienes luchan toda la vida: esos son los imprescindibles” (Poemas y canciones, 1951). Tú, lector(a), que estás leyendo esto con un nudo en la garganta… eres de esos imprescindibles. No por lo que logras. No por lo que los demás vean. Sino por no rendirte del todo. Por seguir leyendo, buscando, resistiendo. Por ser capaz de preguntarte si aún hay algo más. Y claro que lo hay. Tal vez no se parezca a lo que soñaste. Tal vez tengas que soltar lo que no fue. Pero hay una vida posible después del error. Hay encuentros nuevos, tareas pequeñas que dan sentido, silencios llenos de compañía, cafés que saben a tregua, frases que llegan justo a tiempo. Permítete reconstruirte sin prisa. Perdónate con la misma dulzura con la que mirarías a un niño que tropezó. Recuerda que incluso en las historias más oscuras, hay páginas en blanco esperando ser escritas. No todo está perdido. No mientras sigas aquí. No mientras haya alguien que aún te nombre con ternura —aunque ese alguien seas sólo tú.

Unas palabras para ti

Si has llegado hasta aquí, gracias. No por leerme —eso es lo de menos—, sino por no rendirte contigo. Por atreverte a mirar ese rincón doloroso y, aun así, quedarte un poco más. No eres tu error. No eres tu caída. No eres ese momento que te sigue como una sombra. Eres alguien que ha vivido. Que ha amado. Que ha perdido. Que ha querido hacer las cosas bien, aunque a veces no haya sabido cómo. La vida no se define por un instante. Ni siquiera por varios. La vida —la verdadera— se define por el modo en que respondemos a lo que nos rompe. Por la capacidad de volver a mirar el mundo, aunque los ojos estén cansados. Por la dignidad de seguir de pie, incluso cuando nadie lo nota.

Y sí: puedes volver a empezar. Hoy. Mañana. Cuando estés listo(a). Sin prisa. Sin demostrar nada. Nolan tenía razón: no puedes echar a perder toda una vida por un error. Pero yo me atrevería a ir un poco más lejos: no puedes dejar que el dolor tenga la última palabra… cuando aún queda tanto por decir.


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Nos leemos pronto.

Por favor: descansa

“Cuando el trabajo no descansa, se convierte en castigo; y cuando el corazón no se aquieta, ni el amor puede florecer”.
Françoise Dolto

Queridos(as) lectores(as):

Hay días en los que uno siente que ya no puede más, pero sigue. No porque tenga fuerzas, sino porque teme decepcionar, fallar, quedar mal. El cuerpo da señales, los pensamientos se enturbian, el alma se apaga de a poco… y aún así uno responde mensajes, atiende pendientes, dice “sí” cuando lo que necesita es una pausa larga y silenciosa. Vivimos en una época que glorifica la disponibilidad permanente. Siempre hay alguien que puede “sólo un momento” llamarte, pedirte un favor, contarte su crisis o mandarte un archivo “urgente”. Como si el cansancio ajeno fuera prioridad y el propio, una falta de carácter.

Este encuentro no va dirigido a quienes quieren hacer más, sino a quienes ya no pueden. A quienes se sienten culpables por estar cansados. A quienes se han convencido de que si no están siempre disponibles, dejan de valer. Hoy quiero invitarte a pensar el descanso no como un lujo, sino como una responsabilidad con uno mismo. Porque también se ama sabiendo decir “ahora no puedo”. Porque hay un momento en el que no descansar deja de ser generosidad y empieza a ser autoabandono.

Cuando el alma pide tregua

Hay un tipo de agotamiento que no se quita con dormir. Es ese que se acumula cuando uno ha dado de más, ha sostenido demasiado, ha callado lo que le duele y ha postergado lo que necesita. Ese cansancio —que no es sólo físico, sino emocional, afectivo, espiritual— tiene una forma de colarse por todo el cuerpo: se aloja en los hombros tensos, en el pecho que pesa, en el pensamiento que se nubla con facilidad. Y sin embargo, vivimos en un mundo que nos empuja a seguir como si nada. El problema no es sólo el ritmo, sino el mandato: si te detienes, decepcionas; si descansas, estás siendo flojo; si te desconectas, dejas de pertenecer. Lo perverso no es el esfuerzo, sino la imposibilidad de retirarse sin culpa. Hemos confundido presencia con valor, productividad con dignidad, y eso nos ha llevado a una mentira peligrosa: que el cansancio debe esconderse, como si fuera un fracaso.

La psiquiatra y ensayista, Marion Milner, escribió alguna vez: “La libertad no está en hacer más cosas, sino en poder dejar de hacerlas sin sentir que perdemos el sentido” (Sobre no poder pintar, 1950). Saber parar, detener la máquina, desactivarse, no es señal de debilidad: es una forma de consciencia. El alma necesita tregua. No para volverse inútil, sino para no volverse ausente. Porque incluso lo que amamos —el trabajo, la familia, los demás— se vuelve peso cuando lo llevamos sin aire.

El mito de estar siempre para todos

Hay una idea que nos arruina sin que lo notemos: la de que debemos estar siempre disponibles para quienes nos necesitan. Que ser buena persona es no poner límites. Que el cariño se demuestra atendiendo de inmediato, sin importar si uno puede, quiere o está en condiciones de hacerlo. Esto no es generosidad. Es autoexigencia disfrazada. Y muchas veces nace no tanto del amor, sino del miedo: miedo a ser reemplazados, olvidados, juzgados. Miedo a no ser indispensables. El celular ha vuelto esta trampa casi invisible. Los mensajes llegan a cualquier hora, los grupos de trabajo no duermen, y quien no responde parece desinteresado o irresponsable. “Sólo te tomará cinco minutos”, dicen. Pero son cinco minutos del cuerpo agotado, del alma que ya no puede, del descanso que nunca llega. Y esos minutos —una y otra vez— van quitándonos el día, la paz, la salud.

El filósofo español, José Antonio Marina, escribió: “Vivimos tan pendientes de los otros, que hemos dejado de tener intimidad con nosotros mismos” (Anatomía del miedo, 2006). Y sin intimidad, uno no descansa: se anestesia, se apaga, se pierde en el ruido. Estar siempre para todos puede ser una forma muy sutil de no estar para uno mismo. Y nadie —escucha bien— puede sostener al mundo entero si no se da permiso de soltarlo, aunque sea un rato.

Desconectarse también es cuidarse

Uno de los mayores obstáculos para el descanso hoy no es la carga de trabajo… sino la carga de estímulos. Información, conversaciones, alertas, noticias, audios, memes, notificaciones, llamadas: todo sucede a la vez, todo exige respuesta, todo parece urgente. Pero no lo es. Hemos confundido lo inmediato con lo importante. El celular, que tanto nos conecta, también nos quita la posibilidad de estar verdaderamente solos, o verdaderamente presentes. Ya no hay silencios, ya no hay pausas. Incluso cuando “descansamos”, lo hacemos con una pantalla en la mano. Y el alma, que no puede apagarse del todo, permanece en guardia. Apagar el teléfono no es huir del mundo, es recordarle al cuerpo y a la mente que no todo está bajo nuestro cuidado. Que hay cosas que pueden esperar. Que hay momentos que no necesitan ser compartidos, grabados, respondidos. Sólo vividos.

Franco “Bifo” Berardi lo dijo con crudeza: “La sobreexposición a la conectividad ha destruido nuestra capacidad de elaborar el dolor, de procesar el cansancio, de pensar el futuro” (Después del futuro, 2011). No saber desconectarse no es valentía. Es un síntoma. Quizá uno de los actos más revolucionarios hoy —y más sanadores— sea dejar el celular a un lado, aunque sea una hora, y escuchar el silencio. O el canto de los pájaros. O la respiración propia. Volver a habitar el cuerpo como quien regresa a casa.

A veces el cuerpo lo dice antes que el alma: “ya no puedo más”.

El descanso no es un lujo, es un acto de responsabilidad

Aprender a descansar es, en el fondo, un acto de madurez. No se trata sólo de dormir o de tomarse unas vacaciones, sino de asumir que el cuerpo y el alma necesitan cuidados, no sólo exigencias. Que no basta con funcionar: hay que habitarse. Escucharse. Sostenerse con ternura.nHay quien cree que descansar es abandonar la misión, desviarse del camino, o dejar solos a los demás. Pero no. Descansar es lo que permite continuar. Es lo que evita que uno estalle, que hable con ira, que enferme, que trate con desprecio a quienes más ama. Porque el alma agotada no ama: sobrevive. Y el cuerpo saturado no piensa: reacciona. El descanso no es egoísmo. Egoísta es quien se cree tan indispensable que no puede retirarse ni un instante. Quien no confía en que el mundo puede seguir sin él, sin ella, un rato. Quien no se concede espacio para estar, simplemente, consigo mismo.

Por ello es que Simone Weil escribió: “La atención verdadera es un acto de generosidad, pero sólo puede ofrecerla quien no está exhausto” (La gravedad y la gracia, 1947). Cuidarse es también preparar el corazón para volver a dar sin resentimiento, sin desgaste, sin angustia. El descanso no es el final del camino: es el claro en el bosque donde uno respira para continuar. Y a veces, detenerse a respirar es lo más valiente que se puede hacer.

Algunas ideas sencillas para descansar mejor

Descansar no siempre significa hacer menos. A veces, significa hacer distinto. Aquí te dejo algunas sugerencias que pueden ayudarte a reconectar contigo mismo y recuperar energía:

  • Desconéctate intencionalmente del celular al menos una hora al día. Ponlo en modo avión o déjalo en otra habitación. Tu mente necesita silencio.
  • Establece un horario de descanso sin culpa. No lo negocies. Así como agendas reuniones, agenda pausas. El mundo no se va a caer si tomas un respiro.
  • Aprende a decir “no por ahora”. No todo requiere una respuesta inmediata. No todo lo urgente es importante.
  • Haz algo que no tenga propósito. Leer por placer, caminar sin destino, escribir, mirar el cielo. Recuperar lo inútil es recuperar lo humano.
  • Cuida el cuerpo como quien cuida una casa. Dormir bien, comer con calma, respirar profundo. Lo básico no es banal: es sagrado.
  • Busca momentos de soledad elegida. No para huir del mundo, sino para volver a ti mismo(a) con menos ruido.

Tal vez nadie te lo ha dicho con claridad, así que permíteme hacerlo ahora: no todo puede esperar de ti. Hay cosas que sí. Pero no todo. Y tú no puedes seguir creyendo que decir “no puedo más” es un pecado, una traición o una señal de debilidad. A veces, lo más fuerte que puede hacer alguien es detenerse. No responder ese mensaje. No atender esa llamada. No prometer lo que no puede dar. A veces, lo más amoroso es desaparecer un rato para volver con el alma menos rota. Si estás cansado(a), no estás mal. Estás vivo(a). Estás sintiendo. Estás llegando a un límite. No eres débil: estás honrando tu cuerpo, tu mente, tu historia. Escúchate. Haz espacio para ti. Cierra los ojos. Baja el ritmo. El mundo puede esperar. Tú no.

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Si esta entrada te habló, si te hizo detenerte un momento o simplemente sentirte acompañado(a) en tu cansancio, me alegra profundamente. Crónicas del Diván es un espacio pensado para eso: para respirar, pensar, cuestionar, y tal vez —de vez en cuando— descansar juntos. Te invito a seguir el blog, es gratuito y puedes recibir notificaciones por correo cada vez que se publique una nueva entrada. Y si quieres contarme algo, compartir una experiencia o simplemente saludar, puedes escribirme desde la pestaña Contacto.

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Nos leemos pronto.

El pasado que no debe olvidarse

“El secreto de la existencia humana no sólo está en vivir, sino también en saber para qué se vive”
— Fiódor Dostoievski

Queridos(as) lectores(as):

El sábado por la tarde, mientras compartía un café con mi querido amigo Uriel, la conversación tomó un giro que, en estos tiempos, resulta cada vez más necesario: hablamos de la nostalgia. No esa nostalgia melosa que idealiza el pasado como si todo en él fuera virtud, sino la nostalgia crítica, esa que se pregunta qué se ha perdido —y si acaso no se ha perdido algo que merecería ser rescatado.

Uriel y yo coincidíamos en que este siglo XXI tiene mucho de admirable, sí, pero también algo de inestable, de tambaleante, de frágil. Vivimos —como dijo Zygmunt Bauman— en una modernidad líquida: las formas se disuelven, las instituciones envejecen prematuramente, los vínculos se debilitan y hasta la verdad parece una moda de temporada. ¿Es posible entonces mirar hacia atrás sin caer en la falacia de la “época de oro”? ¿Podemos rescatar del pasado algo más que postales sepia? Mi respuesta: un sí rotundo.

La tentación de idealizar el pasado

Es importante comenzar con una advertencia: no hay épocas puramente virtuosas. La Historia está tejida de grandezas y horrores. Todo tiempo humano es mezcla de luz y sombra. Pensar que “todo era mejor antes” suele ser un refugio emocional que nos ahorra el esfuerzo de pensar críticamente el presente. Como bien escribió Hermann Hesse en El lobo estepario (1927): “La nostalgia no tiene por qué engañarnos: quien anhela el pasado no anhela sus hechos, sino su perfume”.

El perfume del pasado nos llega cuando el presente parece insípido. Sin embargo, no debemos confundir la memoria con la parálisis. Lo esencial es distinguir entre el pasado que encadena… y el que da raíces. Hay que saber reconocer que hubo cosas en el ayer que sirvieron a la perfección, por lo que con una pequeña reflexión y una adecuada adaptación a nuestras circunstancias actuales, podría ayudarnos mucho en el presente. Es como cuando nos preguntamos «¿cómo le hizo papá?», «¿de qué modo lo hacía la abuela?».

El vértigo de un presente sin raíces

Lo que caracteriza a nuestra época no es sólo su rapidez, sino su incapacidad para permanecer. Lo que ayer era tendencia hoy es obsoleto. Cambian las palabras, los gestos, las formas de amar, de morir, de educar. En nombre del progreso se desechan costumbres, símbolos, incluso estructuras que durante siglos dieron sentido a la vida común. Pero ¿progreso hacia dónde? Zygmunt Bauman escribió en Modernidad líquida (2000): “Cuando no hay valores duraderos, el yo se vuelve una obra interminable e inestable, una identidad que hay que inventar y reinventar a diario”. Qué curioso -y terrible- que estemos viviendo una de las épocas más confusas y extrañas, donde cada vez hay más miedo que tranquilidad, cada vez hay más quejas que agradecimientos. ¿Por qué será?

Así andamos, reinventándonos de manera compulsiva, como si la estabilidad fuera sospechosa. En este vértigo, muchos se sienten solos, sin guía, sin tiempo para preguntarse quiénes son o por qué hacen lo que hacen. El resultado: un presente hiperactivo pero espiritualmente estéril. Hace tiempo, una amiga me comentaba que una de sus más grandes ilusiones era viajar a la Tailandia, la India, etc., lugares en Oriente que han sido «célebres» por sus enormes cargas de «espiritualidad». Y sí, es cierto que en esos lugares del mundo, la espiritualidad está dividida entre tantas creencias que «hay de dónde escoger», sin embargo, el hecho de que haya tanta variedad nos dice algo que hay que dejar enfriar: mientras más hay, menos tenemos. Tantas opciones nos habla de inconsistencias. Y lejos de ir hacia un punto seguro, nos arrastramos hacia infinidad de inseguridades.

El Conde Rostov: elegancia como forma de resistencia

En la novela Un caballero en Moscú (2016), Amor Towles nos regala a uno de los personajes más memorables de la literatura contemporánea: el conde Alexander Ilyich Rostov. Condenado por el nuevo régimen soviético a arresto domiciliario perpetuo en el Hotel Metropol, Rostov —noble de nacimiento, refinado en maneras, lector empedernido y amante del buen vivir— parece condenado a la irrelevancia. Sin embargo, lo que sigue no es una caída, sino una transformación. Encerrado en unas pocas habitaciones, privado de su estatus, sus privilegios y su libertad, Rostov no se abandona al resentimiento ni a la queja. Cultiva su mundo interior como si la Historia externa no pudiera tocar lo esencial. Organiza su vida con elegancia y propósito, como si incluso la rutina más anodina mereciera ser vivida con cierta forma de arte.

En un momento clave, dice: “Si un hombre no domina sus circunstancias, está destinado a ser dominado por ellas» (Un caballero en Moscú, 2016). Esa frase lo define. La resistencia de Rostov no se expresa en discursos, sino en actos mínimos: seguir vistiéndose con cuidado, leer con disciplina, tratar a cada persona con cortesía, mantener la palabra dada. En un mundo nuevo que ha declarado obsoletas todas esas virtudes, él responde no con nostalgia paralizante, sino con una fidelidad activa. Towles escribe en otro pasaje: “El conde había llegado a comprender que las costumbres pueden ser tan importantes como las leyes; de hecho, en muchos casos, son las costumbres las que aseguran que las leyes sean cumplidas”. Rostov nos recuerda que la compostura no es una pose, sino una forma de mantener el alma intacta cuando todo alrededor se desmorona. En su microcosmos, encarna una civilización que no se rinde: la del respeto, la del deber sin espectáculo, la del buen gusto y el cuidado del otro.

En su compañía, uno no añora un régimen perdido, sino una forma de estar en el mundo que da sentido incluso en la adversidad. En tiempos donde la vulgaridad se disfraza de autenticidad, y la crudeza se vende como honestidad, Rostov nos invita a una resistencia más profunda: la del alma que no se entrega al caos.

«En un mundo que cambia rápidamente, aún podemos elegir cómo responder con dignidad”.
— Amor Towles, Un caballero en Moscú (2016)

Firmeza, cortesía, profundidad

No se trata de restaurar regímenes, ni de repetir estructuras del pasado. Pero sí de rescatar lo mejor que la Historia nos dejó. La cortesía, por ejemplo, entendida no como formalidad vacía sino como arte de cuidar al otro. La vocación de permanencia. El compromiso con la verdad, incluso cuando incomoda. El sentido del deber, no como carga, sino como forma de libertad. León Tolstói escribió en Diarios (1897): “La verdadera grandeza no está en hacer lo que uno quiere, sino en querer lo que se debe hacer».

Hoy, que todo se relativiza, que la autoafirmación se convierte en fetiche, recordar estas palabras no es nostalgia: es brújula. Y Fiódor Dostoievski, una vez más, apuntó con precisión casi profética en Los demonios (1872): “El que quiere destruir el pasado, destruye también el futuro”. Porque sin herencia no hay proyecto, sin raíces no hay ramas, sin memoria no hay dirección.

Volver a lo que permanece, sin negar lo nuevo

El reto no es oponer pasado y presente, sino reconciliarlos. No se trata de negar lo nuevo —la ciencia, los derechos humanos, el acceso al conocimiento— sino de evitar que la novedad se convierta en un ídolo sin rostro. Como escribió Hermann Hesse en Demian (1919): “Lo que llamamos destino es en realidad nuestro carácter, y el carácter puede cambiarse”. Nuestra época necesita cambiar de carácter. No hacia la rigidez, sino hacia una profundidad más habitable.

Necesitamos volver a preguntar por el sentido. Volver a mirar a los que nos precedieron no como fósiles, sino como maestros. Volver a lo esencial, que nunca pasa de moda.Volver al pasado no es un gesto conservador ni reaccionario: es un acto de sensatez y gratitud. No todo lo viejo es sabio, pero lo sabio suele envejecer bien. Quizá por eso, cuando el presente se tambalea, el alma busca en la memoria una raíz, un refugio, una chispa de belleza.

¿Y ustedes? ¿Qué valores del pasado creen que deberíamos rescatar para este siglo que no termina de encontrarse a sí mismo? No olviden dejar sus comentarios para que este encuentro, en verdad, sea de todos.

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Contra la infatilización del pensamiento

“La verdad no se impone más que por la fuerza de la verdad misma, que penetra con dulzura en las almas.”

—San Juan XXIII

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en una época que se precia de ser más empática, más inclusiva, más humana. Pero en nombre de esa sensibilidad triunfante, hemos comenzado a sospechar —cuando no condenar— una de las más altas capacidades del espíritu humano: el ejercicio libre y riguroso de la razón. No es que pensar esté prohibido, pero cada vez más, pensar con profundidad o disentir con argumentos es visto como una amenaza emocional. La emoción, elevada a dogma, ha comenzado a silenciar todo lo que la contradiga. Y donde la emoción dicta, la verdad debe callar.

Lo que aparece como un triunfo de la compasión es, en muchos casos, una infantilización del discurso público, donde la fragilidad personal se convierte en vara de juicio, y la ofensa subjetiva, en forma de censura. En lugar de adultos que se enfrentan a la complejidad del mundo con valentía, estamos generando generaciones que viven con miedo, como niños que necesitan dormir con la luz prendida. No por ternura, sino por incapacidad de tolerar la oscuridad inevitable del pensamiento, el disenso y la verdad.

La sensibilidad secuestrada

La sensibilidad, entendida como apertura al dolor del otro, es un bien precioso. Pero cuando se transforma en medida única de lo válido, deja de ser virtud y se convierte en tiranía. La cultura contemporánea ha hecho de la emoción el nuevo centro moral: ya no se pregunta si algo es verdadero, basta con que alguien afirme sentirse herido por ello. El filósofo francés, Pascal Bruckner, crítico del sentimentalismo político, escribió que “la compasión, al transformarse en política, se convierte en una maquinaria cruel” (La miseria del bienestar, 2002).

En otras palabras, la emoción desbordada no nos hace más humanos, sino más frágiles, más manipulables y más cerrados al debate. Así, la sensibilidad deja de conectar para comenzar a dominar. “Me duele” se convierte en “no puedes decirlo”. Lo emocional reemplaza al argumento, y cualquier análisis que incomode se etiqueta de inmediato como agresión. En ese contexto, la sensibilidad ya no es el camino hacia el otro, sino el pretexto para suprimirlo.

La razón silenciada

No se trata de una incapacidad para pensar, sino de un abandono voluntario del pensamiento en favor de una emotividad confortable. Se piensa menos, no porque no se pueda, sino porque se prefiere no hacerlo. Pensar incomoda, y la incomodidad ha sido declarada inaceptable. El escritor británico, George Orwell, célebre por su lucidez crítica, escribió: “En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario” (Colección de ensayos, 1946). Hoy, el engaño no se manifiesta sólo en propaganda abierta, sino en la presión blanda de lo políticamente sentimental, donde la verdad es vista como amenaza y el pensamiento como agresión.

Quien se atreve a matizar, disentir o pensar fuera del molde afectivo del momento, es cancelado moralmente. La figura del “insensible” ha reemplazado a la del “hereje”. Y ante eso, muchos prefieren callar. Pero el silencio, cuando no es fruto de sabiduría, se convierte en complicidad con lo que no se dice. Lo más peligroso no es la censura externa, sino la autocensura que uno aprende para no ser señalado como violento o indiferente. El miedo a incomodar se vuelve el nuevo límite del pensamiento. Y así, poco a poco, la razón se silencia, y el alma se acomoda a un infantilismo afectivo que todo lo justifica con un “me hizo sentir mal”.

Dormir con la luz prendida

La imagen es deliberadamente simbólica: una humanidad que no puede soportar la oscuridad y exige vivir bajo una luz constante, aunque artificial. No se trata sólo del pensamiento: se trata de una cultura que ha decretado que la vida no debe doler, que las palabras no deben herir, que las ideas no deben incomodar, que los símbolos no deben provocar. Pero eso no es humanidad sensible: es negación neurótica de lo real. El filósofo colombiano, Nicolás Gómez Dávila, feroz crítico del pensamiento moderno, escribió: “El hombre moderno no quiere ser liberado de sus cadenas, sino decorarlas” (Escolios a un texto implícito, 1977).

En lugar de asumir la oscuridad como parte de la vida, preferimos rodearla de frases positivas, comodidades psicológicas y validaciones instantáneas. Pero lo oscuro —la duda, la ambigüedad, el dolor— sigue ahí, silenciado, aguardando su regreso por otras vías. Dormir con la luz prendida puede ser comprensible en un niño. Pero cuando una cultura entera necesita esa luz para no entrar en pánico, no estamos ante sensibilidad, sino ante regresión. Y la regresión, cuando se institucionaliza, bloquea toda posibilidad de pensamiento adulto.

Dormir con la luz encendida: metáfora de una época que teme la oscuridad del pensamiento.

El humor como disidencia

En este panorama, el humor es uno de los últimos espacios donde todavía puede decirse lo que está prohibido pensar. No porque el humor sea irresponsable, sino porque permite decir lo verdadero de un modo que el discurso formal ya no tolera. Y por eso el humor incómodo es tan necesario como molesto. El comediante británico, Jimmy Carr, conocido por su humor negro, ha sido duramente criticado por sus chistes sobre religión, discapacidad, el Holocausto o la corrección política. Pero Carr no busca provocar por provocar. En realidad, expone —con sarcasmo quirúrgico— los puntos ciegos de una cultura que se precia de inclusiva, pero que excluye lo que no puede soportar oír.

El actor y director francés, Jacques Weber, afirmó: “El humor es la forma más civilizada de la desesperación” (Itinerario de un actor, 1998). Reír no siempre es frivolidad: a veces es resistencia. Y el que se ríe de lo prohibido no siempre es un insensible. Muchas veces es el único que se atreve a mirar lo que los demás no soportan sin llorar. El humor, cuando es valiente, es un acto de disidencia. No sólo se burla de lo ridículo, sino que recuerda —con brutal ternura— que la vida no siempre será amable, y que pensar no siempre será agradable. Si un chiste, una manera de expresar lo que cuesta de otro modo, ofende, habría que preguntarnos exactamente qué es lo que nos ofende y por qué. Y eso, en definitiva, es una invitación a reflexionar y no contestar por contestar.

Pensar como forma de adultez

La madurez no consiste en abandonar los sentimientos, sino en ponerlos al servicio de la verdad y no por encima de ella. Sentir es parte de la vida; pero dejar de pensar para no molestar lo que se siente, es una forma lenta de destrucción espiritual. El activista estadounidense, Ambrose Redmoon, escribió: “No es valiente el que no tiene miedo, sino el que sabe que hay cosas más importantes que el miedo” (No Peaceful Warriors!, 1991). En nuestra época, entre esas cosas más importantes está el pensamiento libre.

Pensar, hoy, exige coraje: no sólo intelectual, sino moral. Porque no pensar es cómodo, pero pensar es quizás el acto más adulto que nos queda en un mundo que prefiere emociones pasteurizadas y obediencia afectiva. Quien piensa de verdad está dispuesto a perder afectos, aplausos y seguridades. Pero gana algo mucho más grande: la posibilidad de vivir con la luz apagada y la conciencia encendida.

Conclusión: amar la verdad es amar la libertad

Pensar no es lo contrario de sentir. Pero sí es su límite necesario. Una cultura donde nadie puede decir la verdad por miedo a herir, tarde o temprano se convierte en una cultura donde nadie puede amar de verdad. Porque el amor también exige decir lo difícil, mirar lo que duele, abrazar lo que no siempre es amable. Buscar la verdad, con valentía y con humildad, no es un ejercicio de soberbia racional. Es una forma profunda de amor: hacia lo real, hacia los otros, hacia uno mismo. Porque sólo quien se atreve a pensar puede también comprender, perdonar y amar.

Y por eso, tal vez ha llegado el momento de apagar la luz con la que pretendemos protegernos, y aprender a caminar en la noche como adultos: con fe, con razón, con humor, con coraje. Sin embargo, es apropiado decir algo: decir la verdad es no ofender, no humillar, no denigrar. Habrá quienes estén dispuestos a escuchar y a entablar un diálogo, habrá quienes no. Uno decide si se queda o se va. Uno decide si ver el stand up de alguien como Jimmy Carr o mejor ver una novela turca.

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Carta a una madre buena

Querida:

Ojalá esta carta te encuentre en un momento tranquilo. Pero si no es así —si llegaste a ella en medio del caos, del cansancio, de un llanto ajeno o propio—, también está bien. Porque no es una carta para cuando todo está en orden. Es para ahora. Para ti. Para hoy. Hoy que quizás te preguntas si lo estás haciendo bien. Hoy que te pesa lo que dijiste, o lo que no lograste decir. Hoy que te miras en el espejo con culpa, con duda, con esa sensación de estar llegando tarde a todo. Quiero hablarte con calma. Con ternura. Sin exigencias. Como quien ofrece cinco minutitos de paz entre tanto caos.

Hay una frase que me acompaña desde hace años. La dijo Donald Winnicott, un pediatra y psicoanalista inglés que supo mirar la infancia y la maternidad sin romanticismos. Él escribió: “No hay madre perfecta. Hay una madre suficientemente buena”. Y eso no es una excusa, es una liberación. Una madre suficientemente buena es la que ama, claro. Pero también la que se enoja. La que a veces grita. La que llora en silencio. La que un día no puede más. La que tiene miedo de fallar… y aún así vuelve a intentarlo. Y tú, aunque no lo creas, estás siendo eso. Suficientemente buena.

En el silencio entre el cansancio y el amor, también hay espacio para respirar.

¿Sabes qué? No tengas miedo de equivocarte. Porque sí, vas a cometer errores. Todos los cometemos. Pero los tuyos, si van acompañados de amor, de escucha, de presencia, no destruyen. Enseñan. Le enseñan a tu hijo(a), que el amor no es perfecto, pero es fiel. Que se puede reparar. Que se puede pedir perdón. Que también los adultos se confunden, y que eso no es tragedia, sino verdad. No tengas miedo de equivocarte. Porque cada vez que lo haces y te das cuenta, estás mostrándole a tu hijo(a) algo valiosísimo: que no es necesario ser impecable para ser digno de amor.

Y si hoy te sentiste impaciente, o torpe, o ausente… no te quedes atrapada ahí. Míralo. Abrázate. Dite: “hoy no fue perfecto, pero mañana vuelvo a intentarlo». Créeme, eso basta. Eso construye. A veces sentimos que tenemos que poder con todo: el trabajo, las tareas, las emociones de todos, las propias que nadie ve. Pero no es así. Tú no eres superheroína. Tú eres madre. Y eso ya es inmenso. Tu hijo(a) no necesita una mujer que nunca se caiga. Necesita saber que, cuando te caes, te levantas. Y que aún en el cansancio, sigues eligiéndolo(a).

Si esta carta te da esos famosos «cinco minutos» de respiro, de alivio, de ternura, entonces habrá cumplido su misión. Y si no, si simplemente pasó por ti sin dejar huella, igual quiero que recuerdes esto: no tengas miedo de equivocarte. Porque amar de verdad no significa no fallar. Significa estar, incluso después del error. Y eso, querida, tú ya lo haces. A tu modo. En tu tiempo. Con tus heridas y tus gestos. Así que respira. Llora si hace falta. Y después… sigue. No como quien carga el mundo sola, sino como quien sabe que en medio del caos, también se puede descansar un poco.

Con cariño inmenso y gratitud infinita.

Héctor Chávez Pérez

Lo que Hollywood no te dijo del psicoanálisis

«Donde estaba el ello, deberá advenir el yo»

-Sigmund Freud

Queridos(as) lectores(as):

Durante décadas, el cine y la televisión nos han enseñado que ir al psicoanalista es cosa de neuróticos ricos con demasiado tiempo libre. En el imaginario colectivo, la escena suele repetirse con mínimas variantes: un paciente recostado en un diván, hablando sin cesar mientras un hombre de barba gris anota silenciosamente o lanza interpretaciones grandilocuentes como «usted odia a su madre» o «quiere acostarse con su padre». A veces se vuelve comedia: el analista es torpe, distraído o incluso más desequilibrado que su paciente. Otras, la caricatura se convierte en amenaza: un profesional frío, manipulador o distante que parece jugar con la mente de quien confía en él. Entre una y otra distorsión, el resultado ha sido el mismo: una idea errónea, simplificada y francamente injusta de lo que implica un proceso analítico.

Pero el problema no es sólo lo que Hollywood muestra. Es lo que no dice: lo que omite, distorsiona o reemplaza por formatos más digeribles. Así, al espectador medio le resulta más fácil entender la lógica del coaching motivacional o la terapia breve centrada en soluciones, que adentrarse en el terreno pantanoso de un inconsciente que no siempre obedece al sentido común. En este contexto, no es raro que muchos, aun sintiendo la necesidad de iniciar un análisis, vacilen. Temen no entender, no hablar, no avanzar. Temen, sobre todo, lo que puedan encontrar de sí mismos cuando ya no haya nadie que les diga qué hacer.

Este encuentro no pretende dar una cátedra sobre teoría psicoanalítica, ni ofrecer garantías. Pero sí busca desmontar algunas de las fantasías más comunes que impiden a muchas personas siquiera considerar sentarse frente a un analista. Porque, a diferencia de lo que Hollywood nos hizo creer, en análisis no se trata de volverse normal. Se trata de volverse uno mismo, en serio.

El psicoanalista no es tu coach (ni tu gurú, ni tu madre)

En la cultura actual, saturada de consejos, frases motivacionales e influencers emocionales, resulta casi natural suponer que quien acude a terapia va a recibir indicaciones, soluciones prácticas o fórmulas para mejorar su vida. En muchos enfoques terapéuticos, esto puede ser parcialmente cierto: se diseñan objetivos, se trazan estrategias y se dan tareas entre sesiones. Pero el psicoanálisis no trabaja en esa lógica. El analista no da recetas, no sugiere caminos ni ofrece palabras de aliento prefabricadas. No es una figura de autoridad externa que diga qué hacer con la propia vida. No es ni coach, ni guía espiritual, ni confidente familiar. Y precisamente por eso su posición es tan potente.

En lugar de hablar desde un saber ya constituido, el analista se coloca en un lugar de escucha radical. Su función no es enseñar, sino permitir que el sujeto se escuche a sí mismo de otro modo. Esto puede resultar frustrante para quienes esperan orientación inmediata, pero es esencial para que el deseo propio —no el deseo del Otro— pueda emerger. Por eso, cuando alguien se pregunta «¿pero entonces qué se hace en análisis si el analista no habla mucho ni da consejos?», la respuesta es tan simple como radical: se trabaja con lo que el sujeto dice, y con lo que eso produce en él. El saber, si aparece, no viene del analista, sino del propio analizante, a veces en contra de su voluntad consciente. El analista no ordena. Desordena. No acomoda la vida del otro, pero sí crea un espacio donde algo de su verdad puede empezar a articularse. A veces, eso es más transformador que cualquier consejo bienintencionado.

La resistencia no es un error, es el punto de partida

Uno de los malentendidos más frecuentes entre quienes contemplan iniciar un análisis es creer que deben llegar preparados, dispuestos a hablar con fluidez, como si de una entrevista de trabajo se tratara. Pero en psicoanálisis, el silencio no es fracaso, la duda no es patología y la incomodidad no es una señal de que algo está saliendo mal. De hecho, son síntomas de que algo real está en juego. Freud no tardó en advertir que toda entrada al análisis está marcada por una resistencia: una fuerza psíquica que se opone al decir, al recordar, al desear. No porque el sujeto no quiera, sino porque hay algo en él que no se deja domesticar tan fácilmente.

La resistencia no es una falla en el proceso: es el proceso mismo. Y suele adoptar formas muy creativas. Desde el olvido de las sesiones hasta la racionalización excesiva, desde el hablar sin decir nada hasta el “esto no me sirve para nada”. Cada uno encuentra su estilo de defensa. Y en ese estilo, en ese rodeo, hay algo profundamente singular: una forma de estar en el mundo, de soportar el deseo, de protegerse del sufrimiento. El trabajo analítico no consiste en eliminar la resistencia a fuerza de voluntad, sino en ponerla a hablar. Es decir, en permitir que esa defensa cuente su propia historia.

En muchas representaciones cinematográficas, el paciente entra, se desahoga, recibe una interpretación reveladora y sale mejorado. Pero en la vida real, es mucho más probable que alguien pase meses —o años— bordeando un punto que no logra tocar. Y está bien. Porque el análisis no es una carrera por resultados, sino un trabajo de escucha que respeta el ritmo inconsciente. Lo que a veces parece estancamiento, es preparación. Lo que parece miedo, es el inicio de una pregunta seria sobre el deseo propio. Y eso no es debilidad, es coraje.

No se trata de actuar mejor, sino de dejar de repetir el papel (¿de víctima?)

La transferencia no es enamoramiento: es el campo de batalla

Si hay un concepto psicoanalítico que ha sido vulgarizado hasta el cansancio por el cine y la televisión, ese es la transferencia. La típica escena muestra a un paciente enamorándose perdidamente del analista —o viceversa— y generando todo tipo de enredos emocionales. La idea de que «te vas a enamorar de tu terapeuta» se ha convertido en chiste recurrente, cuando no en advertencia seria. Pero lo cierto es que, más allá de lo anecdótico, la transferencia no se reduce ni al amor ni al deseo sexual: es la puesta en escena, en el vínculo con el analista, de las marcas más profundas que constituyen al sujeto.

En análisis, no se trabaja sólo con lo que se dice, sino con el modo en que eso se dice, a quién se le dice, y desde dónde. En ese decir se reactivan vínculos pasados: con padres, hermanos, figuras de autoridad, con lo amado y lo temido. La transferencia no es una desviación del análisis, es su condición misma. No hay análisis sin transferencia porque no hay sujeto sin historia. Y esa historia, cuando se despliega, no lo hace sólo en recuerdos, sino en actos, omisiones, silencios, demandas y fantasías que se instalan en el vínculo con el analista.

¿Y por qué es un campo de batalla? Porque en esa transferencia se juega, una y otra vez, la posibilidad de repetir o de transformar. Lo que se pone en escena no es un teatro inocente, sino la posibilidad de volver a elegir distinto. El analista, al sostener una posición que no responde al deseo habitual del sujeto —no cede, no se enamora, no aconseja, no castiga— permite que algo nuevo se articule. A veces eso irrita, confunde, duele. Pero también abre una posibilidad inédita: no seguir atrapado en las mismas respuestas de siempre ante los mismos conflictos de siempre. Por eso la transferencia no es un obstáculo, sino el terreno fértil donde el síntoma puede volverse pregunta. Y donde esa pregunta, poco a poco, puede dejar de ser un enigma para transformarse en decisión.

No se trata de saber lo que te pasa, sino de soportarlo de otro modo

Uno de los mayores malentendidos en torno al psicoanálisis es pensar que su objetivo es dar explicaciones. Muchas personas llegan al análisis con una idea clara —o eso creen— de lo que les sucede: “soy así porque mi papá me abandonó”, “me cuesta confiar por culpa de mi ex”, “tengo ansiedad por mi trabajo”. Incluso se lo dicen al analista desde la primera sesión, como si entregaran una síntesis previa de su biografía, esperando una confirmación, una estrategia o una absolución. Pero el psicoanálisis no parte del saber consciente, ni de la causalidad lineal. Saber lo que a uno le pasa no equivale a dejar de repetirlo. De hecho, muchas veces ese saber se vuelve una coartada perfecta para no cambiar. Se convierte en discurso cerrado, en justificación. La pregunta no es tanto “¿por qué soy así?” sino “¿qué hago con esto que me pasa?”. Y aún más: “¿qué lugar ocupo yo en lo que me ocurre?”. Esa pregunta no se responde desde la teoría, sino desde la experiencia de decir, de escuchar-se, de encontrarse en lo que se dice.

En este sentido, el análisis no apunta a eliminar el síntoma como quien borra un error, sino a darle otra dignidad. A descubrir qué verdad lleva inscripta ese malestar, ese fracaso repetido, esa angustia que parece no ceder. El objetivo no es funcionar mejor, sino vivir con menos alienación. No se trata de obtener explicaciones lógicas, sino de alcanzar una forma nueva de soportar lo que duele, sin quedar reducido a eso. El síntoma deja de ser una condena para volverse una vía. Por eso, muchas veces, quien entra al análisis creyendo que ya sabe todo sobre sí mismo, termina descubriendo algo más inquietante: que hay un saber en juego que no se domina, pero que se insinúa en lo que se dice sin querer. Ahí comienza lo verdaderamente analítico: cuando el sujeto se encuentra no con lo que cree, sino con lo que lo habita.

No es magia. Es trabajo (pero del otro)

Quizá uno de los grandes errores de quienes se acercan al psicoanálisis con expectativas formadas por el cine, es creer que basta con ir, sentarse y hablar para que todo se acomode. Como si el sólo hecho de “sacarse las cosas de adentro” bastara para que esas cosas dejaran de doler. Pero en análisis no hay varitas mágicas. No hay soluciones inmediatas. Hay trabajo. Y lo hace el sujeto. El analista no interviene desde un saber omnisciente ni con técnicas estandarizadas. No hay recetas, ni fórmulas, ni pasos a seguir. El análisis no es una técnica aplicada sobre un paciente pasivo, sino un espacio ético donde algo del deseo se pone a trabajar. Y para que eso ocurra, el analizante debe implicarse. No basta con contar su historia: debe asumir una responsabilidad subjetiva en ella. Esto puede ser agotador, incluso doloroso. Pero también es profundamente liberador.

Por eso el análisis no busca que uno encaje mejor en el sistema, ni que sea más productivo o sociablemente adecuado. Busca que uno deje de vivir a merced de los mandatos inconscientes que lo gobiernan sin saberlo. Que pueda, poco a poco, desatar los nudos que lo atan a lo que repite. Que lo que antes era padecimiento, pueda convertirse en acto. Sí, es trabajo. Pero no es un trabajo cualquiera. Es el único trabajo en el que uno puede llegar a encontrarse, no con lo que esperaba ser, sino con lo que verdaderamente es. Y eso —aunque Hollywood no lo diga— puede ser mucho más transformador que cualquier final feliz con música de violines.

No eres tu síntoma

«El síntoma es una metáfora».
-Jacques Lacan

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en una época que ha logrado dos cosas al mismo tiempo: por un lado, visibilizar con justicia los malestares psíquicos y, por otro, reducirlos a etiquetas casi mercantiles. Si antes el sufrimiento era negado, hoy se ha vuelto marca personal. “Soy ansioso”, “tengo TDAH”, “soy una persona límite” —se dice con una mezcla de resignación, alivio y sentido de pertenencia. Como si el alma pudiera resumirse en un acrónimo clínico, y la biografía en un manual de diagnóstico.

Este encuentro no pretende negar la importancia de la psicopatología, ni romantizar el dolor. Pero sí levantar unas preguntas esenciales, que la filosofía y el psicoanálisis no pueden ignorar: ¿qué perdemos cuando confundimos al sujeto con su síntoma? ¿Qué queda del misterio de una persona cuando creemos haberla descifrado con tres letras? No, no eres tu síntoma. No lo fuiste antes de recibirlo, y no tienes por qué seguir siéndolo después.

El síntoma como lenguaje

Para Sigmund Freud, el síntoma no es una simple disfunción o un “error” de la mente. Es una formación del inconsciente, es decir, una construcción que expresa un conflicto psíquico no resuelto. No se trata de eliminarlo, sino de escucharlo. En palabras del propio Freud: “Los síntomas son actos sustitutivos que, a falta de otra solución, permiten que se satisfaga en forma encubierta un deseo reprimido” (Lecciones introductorias al psicoanálisis, 1917).

Este enfoque contrasta con el paradigma médico actual, donde el síntoma se interpreta como una anomalía que hay que suprimir. Freud, en cambio, enseñaba a leerlo como se lee un sueño, un lapsus, una obra de arte: como algo que tiene sentido, aunque no sea evidente. Esto implica que detrás de cada síntoma hay un sujeto. No un código genético, ni una tabla de neurotransmisores, sino una persona que sufre, que desea, que teme. Cuando el síntoma se convierte en identidad, ese sujeto desaparece.

El diagnóstico como consuelo y como prisión

Es comprensible que un diagnóstico pueda ser vivido como un alivio. Da nombre a lo que antes era caos. Permite reconocerse en una comunidad de otros que padecen lo mismo. Pero, como todo consuelo rápido, tiene un precio. El filósofo surcoreano, Byung-Chul Han, advierte que vivimos en una cultura donde lo patológico ha sido privatizado: la sociedad genera condiciones de insalubridad psíquica, pero individualiza el sufrimiento. Escribe: “El sujeto del rendimiento se explota a sí mismo creyendo que se está realizando. (…) Cuando no puede más, se culpa a sí mismo y no al sistema” (La sociedad del cansancio, 2010).

Así, el diagnóstico puede servir de sedante: “tengo ansiedad”, ergo, no tengo que cuestionar el entorno que me la provoca. Pero también puede operar como condena: si soy ansioso, ¿qué lugar queda para el cambio?

Lacan y el síntoma como metáfora del ser

Jacques Lacan, retomando a Freud, profundizó aún más en el carácter simbólico del síntoma. Para él, el síntoma es una metáfora fallida, un signo que remite a un vacío estructural del sujeto. Es lo que se forma cuando algo no puede decirse, pero insiste. “El síntoma es lo que viene en lugar de lo que no puede ser dicho” (La dirección de la cura, 1958).

Lacan fue muy claro en esto: el síntoma no es el sujeto, sino el modo en que el sujeto intenta estructurarse en medio del lenguaje y el deseo. Cuando decimos “soy ansioso”, nos olvidamos de que esa ansiedad es una respuesta a algo —no un origen, sino un efecto. No una identidad, sino un camino de retorno. Desde esta perspectiva, la cura no consiste en eliminar el síntoma, sino en reconfigurar su sentido. Es decir, en asumirlo no como cárcel, sino como enigma.

Etiquetas visibles, historias invisibles.

Sanar no es normalizar

Hay una tentación peligrosa en el discurso terapéutico moderno: la de convertir la salud mental en un proyecto de normalización. Sanar, se nos dice, es “funcionar bien”, “ser productivo”, “llevarse bien con los demás”. Pero ¿y si el alma no quiere adaptarse, sino despertar? El psicoanalista británico, Darian Leader, comparte lo siguiente al respecto: “Si el objetivo de la terapia es simplemente adaptarse a las exigencias del mundo moderno, entonces el coste puede ser la pérdida del sujeto mismo” (¿Qué es la locura?, 2011).

Quizá parte del sufrimiento psíquico actual sea esta inquietud desfigurada por un mundo que no sabe de descanso. En vez de escuchar el alma, la medicamos; en vez de discernir, diagnosticamos; en vez de confiar, controlamos. El síntoma puede ser una ocasión de conversión: no hacia lo “normal”, sino hacia lo verdadero.

Redescubrir al sujeto: una tarea urgente

Si la cultura del diagnóstico ha reemplazado al sujeto por su síntoma, entonces una de las tareas más urgentes es recuperar la pregunta por el “quién”. No el qué tienes, sino el quién eres. No el cómo funcionas, sino el para qué vives. Viktor Frankl, psiquiatra y sobreviviente del Holocausto, lo expresó con lucidez: “Quien tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo” (El hombre en busca de sentido, 1946). Esta frase —tan citada como ignorada— contiene una verdad que incomoda a las formas actuales del discurso terapéutico: no basta con reducir el malestar, hay que encontrarle un sentido. No basta con funcionar mejor, hay que vivir con propósito.

Pero ese propósito no se impone desde fuera, ni se compra en talleres de autoayuda. Nace, muchas veces, de atravesar el síntoma. De escucharlo, de respetarlo como se respeta a quien trae una mala noticia que, sin embargo, revela algo verdadero. El síntoma, entonces, no es el enemigo. El verdadero peligro está en perder al sujeto que hay detrás. En anestesiar el alma para que encaje. En dejar que una palabra clínica nos robe el nombre, el rostro, la historia.

No, tú no eres tu síntoma. No eres tu ansiedad, ni tu trauma, ni tu diagnóstico. Eres alguien que ha sufrido, que busca comprender, que desea vivir mejor. Y eso —la dignidad de ser alguien— no hay etiqueta que lo abarque.

Carta al valor de ser uno mismo

Querido(a) lector(a):

No sé cuántas veces he escuchado la consigna de moda: “sé tú mismo(a)”. La repiten los libros de autoayuda, las marcas de ropa, los discursos motivacionales que duran lo que un café tibio. Pero lo que nadie dice es que ser uno mismo no se celebra realmente. Se tolera apenas. Y muchas veces, ni eso. Ser uno mismo —de verdad— no es una pose ni un eslogan. No es publicar una foto con un pie de página rebelde, ni disfrazarse de extravagancia para evitar el juicio. No. Ser uno mismo es, muchas veces, una forma de intemperie. Es caminar entre miradas que no comprenden, soportar juicios disfrazados de bromas, y ver cómo algunos se alejan sin decir adiós porque ya no pueden controlarte ni moldearte. Uno se va quedando solo, a veces. Más solo, pero más entero. Más sobrio, pero más libre.

Porque cuando decides no rebajar tu inteligencia para encajar, ni fingir humildad para no herir egos frágiles, ni callar tu fe para no incomodar a los escépticos, ni esconder tu tristeza para no parecer débil, ni ceder tu alegría para no molestar a los que viven del resentimiento… entonces, querido(a) lector(a), ya no puedes volver atrás. Empiezas a ver con nitidez lo que antes justificabas: los amigos que competían disfrazando su envidia de ironía, las conversaciones que eran campos minados de vanidades, los vínculos que se sostenían sólo mientras tú no brillaras demasiado.

A veces pienso en Ignatius J. Reilly, ese personaje monumental de La conjura de los necios (1980), tan insoportable como necesario. Su terquedad grotesca, su desprecio por la modernidad, su exagerado sentido de superioridad intelectual… son también un espejo deformado del que intenta no ceder a la estupidez que lo rodea. Es un hombre tan desubicado como honesto, tan ridículo como íntegro en su extravío. Y aunque nos riamos de él, también lo entendemos: en su exageración hay una defensa desesperada contra un mundo que lo empuja a traicionarse. Y también pienso en otros. En Antígona, por ejemplo, desafiando el decreto del poder para enterrar a su hermano, sabiendo que ese acto le costará la vida. ¿Qué otra cosa es ella sino el retrato puro del ser fiel a sí mismo aunque el precio sea altísimo? Y en Don Quijote, cuya locura no es más que una forma elevada de fidelidad a un mundo que ya no existe, pero que él se empeña en hacer presente. Lo llaman loco… porque no entienden que él ve más lejos. Como todo verdadero lúcido. O en Raskólnikov, el atormentado protagonista de Crimen y castigo (1866), cuya caída no es por haber matado, sino por haber creído que podía hacerlo sin consecuencias. Es, al final, la conciencia la que lo persigue, no la ley. Y eso también es ser uno mismo: descubrir, a veces tarde, que tu alma no se negocia, ni siquiera en nombre de una idea brillante. Incluso pienso en figuras más discretas, como Franny Glass, en la obra de Salinger. Esa joven que colapsa espiritualmente porque no puede soportar la falsedad académica, la arrogancia de los intelectuales huecos, el ruido del mundo sin alma. Se encierra, se enferma, pero también despierta. Y su despertar es silencioso: una oración continua, una pequeña llama que arde sin escándalo, pero no se apaga.

Mientras el mundo camina en fila hacia la obediencia ciega, el alma libre elige su propio paso —y sonríe.

¿Y tú, lector(a)? ¿Qué precio has pagado por ser tú mismo(a)? ¿A cuántos has tenido que dejar atrás, no con rabia, sino con un nudo en el pecho, porque te diste cuenta de que ya no podías seguir mendigando comprensión donde sólo había juicio? ¿Cuántas veces te han hecho sentir culpable por tu claridad, como si pensar bien fuera un delito? ¿Cuántas veces te han llamado arrogante sólo porque no te disculpaste por tener una voz propia? El acomplejado no siempre grita. A veces se disfraza de amigo, de colega, de interlocutor. Pero su patrón es reconocible: necesita apagar luces ajenas para no ver su propia sombra. Te ridiculiza en público, te corrige sin razón, se ofende cuando señalas lo evidente, y se ausenta cuando ya no puede influir en ti. Y aquí estás tú. Todavía firme. Quizá más cansado(a). Quizá más selectivo(a). Pero todavía tú.

Ser uno mismo en un mundo así no es una postura estética. Es una postura espiritual. Es el acto profundo de no traicionar la voz interior, de no diluirse en las aguas tibias del agrado ajeno. Es vivir con raíz, aunque no siempre haya flores visibles. Es sostener la llama, incluso cuando el viento de la mediocridad sopla con violencia. Y por eso, si alguna vez dudas… si te sientes solo(a), extraño(a), fuera de lugar… si crees que no vale la pena seguir siendo tú en medio de un mundo de apariencias y de acomplejados organizados en clubes de sarcasmo… vuelve a los grandes. Vuelve a los personajes que te formaron, a las páginas donde sentiste por primera vez que no estabas solo(a). Vuelve a tu oración, si crees. O a tu pensamiento más honesto, si dudas. Vuelve, sobre todo, a ti. Porque este mundo necesita menos adaptados y más fieles. Menos simpáticos funcionales y más almas que, aún rotas, aún heridas, aún cansadas… sigan eligiendo ser ellas mismas.

Con firmeza, con afecto, y con una esperanza que no se explica —pero tampoco se apaga—,

Héctor Chávez Pérez

P.d. En un mundo como éste, tener el valor de ser uno mismo es en sí un verdadero acto revolucionario. Cuando dicen «es que pensamos igual», te puedo asegurar que uno está pensando por todos. Es que las copias son eso… y nada más.

IA y la salud mental

“Las máquinas nos dan respuestas; pero sólo el alma humana puede formular las verdaderas preguntas”.
— Viktor Frankl

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en un tiempo extraño: tan hiperinformado como desorientado, tan conectado como solitario. La inteligencia artificial (IA), protagonista indiscutible de esta nueva era, no sólo ha modificado la manera en que nos comunicamos, trabajamos o consumimos, sino también —y quizá de forma más silenciosa— cómo nos pensamos a nosotros mismos. En el ámbito de la salud mental, su presencia es cada vez más visible: plataformas que ofrecen apoyo emocional, algoritmos que detectan señales de riesgo suicida, sistemas que prometen una psicoterapia automatizada y sin demoras.

A primera vista, esto puede parecer una bendición: en un mundo donde el sufrimiento psíquico se ha vuelto pandemia, contar con herramientas accesibles, inmediatas y eficaces suena como una respuesta esperanzadora. Sin embargo, la pregunta no es sólo qué puede hacer la tecnología, sino qué está dejando de hacer la presencia humana. ¿Qué se pierde cuando el consuelo llega en forma de notificación? ¿Qué se rompe cuando el otro es sustituido por una interfaz? Esta entrada se adentra en ese intersticio entre la promesa del algoritmo y la herida del alma: un diálogo urgente entre inteligencia artificial y salud mental.

La promesa tecnológica: prevención, eficiencia y vigilancia emocional

Uno de los grandes atractivos de la IA en salud mental es su capacidad para procesar datos masivos y detectar patrones antes de que un síntoma se verbalice. Estudios recientes muestran que, mediante el análisis de publicaciones en redes sociales, registros de voz o patrones de sueño, los algoritmos pueden predecir episodios depresivos o ansiosos con una precisión notable. Esto abre posibilidades fascinantes en términos de prevención y acceso temprano a tratamiento, sobre todo en regiones con escasez de profesionales. En una de sus aportaciones, Johannes C. Eichstaedt nos explica: “Los algoritmos pueden identificar marcadores lingüísticos de depresión con una precisión del 70%, incluso antes de que el sujeto haya sido diagnosticado clínicamente» (Nature Human Behaviour, 2018).

Sin embargo, detrás de esta precisión cuantitativa se esconde un problema cualitativo: la reducción del sujeto a un perfil de riesgo. El algoritmo no escucha el sufrimiento; lo clasifica. No aloja la palabra; la traduce a variables. Y eso plantea una paradoja inquietante: cuanto más eficaz es la IA en predecir, menos espacio deja para el acontecimiento subjetivo, lo imprevisto, lo que irrumpe sin lógica. El riesgo, entonces, no es sólo técnico sino clínico: pensar que saber antes equivale a curar mejor, cuando en realidad, en salud mental, lo importante no es la anticipación sino el encuentro.

¿Puede una máquina escuchar el dolor?

Surgieron ya múltiples aplicaciones que ofrecen acompañamiento emocional 24/7. Algunas, como Woebot o Wysa, se presentan como “robots empáticos” entrenados en terapia cognitivo-conductual, capaces de sostener conversaciones aparentemente afectuosas y de dar consejos útiles para lidiar con el estrés o la ansiedad. Pero no descuidemos un punto importante: esta función de la IA no es y no debe ser un sustituto del analista o terapeuta. Hablamos sólo de una compañía momentánea, una contención del momento. En una entrevista para la revista Forbes en 2018, la fundadora de Woebot Health, Alison Darcy, decía esto: “Woebot no fue creado para reemplazar a los terapeutas, sino para acompañar a las personas allí donde están — en sus teléfonos — y ofrecer algo útil en el momento». Esto en sí es inquietante y muy alarmante, ya que nos hace ver una realidad que estamos descuidando: el acompañamiento cada vez se vuelve más y más artificial. ¿Dónde están los demás?

Lo que distingue la escucha clínica no es la amabilidad del lenguaje ni la coherencia de la respuesta. Es la capacidad de sostener la palabra del otro sin apresurarla, de tolerar su ambigüedad, su repetición, su silencio. Es comprender que el dolor no siempre busca una solución, sino un lugar donde ser dicho. Jacques Lacan advertía que “la palabra tiene efectos de cuerpo” (Escritos, 1966). Y ese cuerpo, en la clínica, no es sólo el del analizando: es también el del analista, el terapeuta, el otro encarnado que se conmueve, se cansa, se confunde y, aun así, permanece. La IA, por su propia estructura, no puede ser afectada. Puede simular empatía, pero no padecerla. Y eso, en el vínculo terapéutico, hace toda la diferencia.

No habrá inconsciente, pero al menos sí protocolo…

El sujeto dividido frente al algoritmo que todo lo sabe

En el corazón del psicoanálisis habita una certeza: el sujeto está dividido. No es dueño de su palabra ni transparente ante sí mismo. Se contradice, se pierde, se traiciona. Su dolor no siempre tiene sentido, y muchas veces lo que más sufre es lo que no puede nombrar. La IA, por el contrario, opera bajo el principio de la consistencia. Busca regularidades, reducir ambigüedades, optimizar comportamientos. Y aunque esto puede ser útil para predecir ciertas conductas, es profundamente insuficiente para alojar lo que el sujeto no sabe que dice cuando habla. En su libro, Cinco lecciones sobre el psicoanálisis (1992), Juan David Nasio señala algo que nos es de mucha utilidad en este tema: “El inconsciente no es un algoritmo: no responde a reglas explícitas, sino a desplazamientos, condensaciones y silencios”.

El riesgo aquí no es sólo técnico, sino simbólico: que la lógica del rendimiento colonice también los territorios del alma. Que el síntoma, lejos de ser escuchado como un mensaje cifrado, sea visto como un error de sistema a corregir. Que el deseo se confunda con un desajuste estadístico. Y que el sufrimiento, en lugar de ser atravesado, sea simplemente callado por una notificación bien redactada.

Más conectados, más solos

Vivimos en la era de la conectividad constante. Sin embargo, nunca como ahora hemos sentido tan intensamente la soledad. No soy el primero ni el único en decirlo, pero sucede mucho que en las redes sociales, sobre todo Facebook, el efecto es demoledor: nos acerca a gente lejana, nos aleja de gente cercana. Sumado a esto, la inmediatez (de la que ya hemos hablado en varios encuentros) hoy exige más de lo que realmente se puede ofrecer. Es irónico, porque incluso podemos señalar «lo que es humanamente imposible de ofrecer»: presencia constante y activa. En este contexto, la IA promete una presencia permanente, una compañía sin juicio, sin demora, sin conflicto. Pero, ¿qué clase de presencia es aquella que no puede faltar? Hace unos días asistí a una lectura sobre la obra de Byung-Chul Han, en donde uno de mis queridos amigos hizo hincapié en una cita que hasta apunté: “El malestar actual no proviene de la falta de herramientas, sino de la falta de vínculos reales. La IA puede ser una prótesis, pero nunca un otro” (La expulsión de lo distinto, 2014). Un efecto más del «progreso» tecnológico: la deshumanización de las relaciones. Donde «sustituir» se vuelve «expulsar».

La clínica —y, más ampliamente, la experiencia humana— necesita del otro como alteridad, no como reflejo. El vínculo que cura no es el que responde siempre bien, sino el que permite habitar la incertidumbre. La IA, en su afán de eficiencia, nos da respuestas limpias y rápidas. Pero lo humano se gesta, muchas veces, en la espera, en el equívoco, en el no saber. No es casual que muchas personas que han conversado largamente con asistentes de IA terminen experimentando una angustia sorda: intuyen que, en el fondo, no hay nadie del otro lado. Y eso, más que consolar, desampara. ¿Uno puede encontrar consuelo en una respuesta fría, calculada y estadística?

Ética, límites y responsabilidad clínica en tiempos de automatización

El ejercicio clínico no es una técnica neutral. Implica una ética: una disposición a hacerse responsable por el otro, a poner el cuerpo —no sólo en sentido físico, sino afectivo, simbólico, incluso espiritual— frente al dolor ajeno. La IA, por muy potente que sea, no puede asumir responsabilidad. Puede calcular probabilidades, pero no cargar con consecuencias. Puede indicar riesgos, pero no decidir qué hacer con ellos. Y, sobre todo, no puede responder con presencia cuando algo en el otro se rompe. De hecho, hay que ser justos con la IA también, ya que en sus respuestas suelen concluir con una recomendación de buscar apoyo profesional, filial o familiar. Pero eso, como pasa seguido, es lo que menos se lee. ¿Y por qué no se lee? Porque ya hay una resistencia de por medio: si estoy con la IA, es porque no encontré a alguien más. Por miedo, por pena, por inseguridad, por la razón que queramos. Ya que todo acto clínico implica una responsabilidad subjetiva. La IA no puede ser imputable del sufrimiento que toca.

Conviene recordar a Hans Jonas: “La técnica debe ser guiada por una ética del futuro, una ética de la responsabilidad por la fragilidad humana» (El principio de responsabilidad, 1979). Por eso, más que pensar en reemplazar al terapeuta con una IA, conviene imaginar modos de complementariedad responsables, donde la tecnología amplíe el acceso, pero no sustituya el lazo. Donde el algoritmo sea herramienta, pero nunca interlocutor. Donde lo humano, con su fragilidad y su exceso, siga siendo el centro.

Reflexión final

La inteligencia artificial ha llegado para quedarse, y su aporte a la salud mental puede ser valioso. Pero también nos confronta con una decisión profunda: ¿queremos alivio o queremos sentido? ¿Queremos que nos calmen o que nos escuchen? ¿Queremos una respuesta rápida o una compañía real? En Crónicas del Diván, sabemos que el alma humana no se deja reducir a patrones ni a comandos. Que el dolor, cuando se dice, necesita un otro que lo escuche de verdad. Que el consuelo no está en la respuesta correcta, sino en la presencia que no se va. Tal vez la IA pueda ayudarnos a llegar antes. Pero aún necesitamos alguien que, al abrir la puerta, nos diga: “aquí estoy, no sé todo… pero te escucho”.