Dostoievski: morir y volver a nacer

“Cuando me dijeron que quedaban cinco minutos de vida, pensé en ustedes, en mi familia, en mi pasado. La vida es un don, la vida es felicidad; cada minuto podía ser una eternidad de felicidad”.
— Fiódor Dostoievski

Queridos(as) lectores(as):

No todos mueren para saber qué significa vivir. La mayoría pasa por la vida con la ilusión de que la muerte está lejos, como si fuera un asunto que compete a otros. Dostoievski no tuvo ese privilegio. En una fría mañana de diciembre de 1849, con apenas 28 años, el joven novelista ruso se encontraba con las manos atadas, los ojos vendados y el corazón latiendo con un miedo visceral. Frente a él, un pelotón de fusilamiento esperaba la orden de disparar. Todo estaba preparado para el final… hasta que, en el último instante, un mensajero del zar Nicolás I interrumpió el ritual para anunciar que la pena se conmutaba por trabajos forzados en Siberia.

Aquel perdón no era misericordia: era una forma sofisticada de tortura psicológica. Y, paradójicamente, fue también el inicio de la metamorfosis que haría de Dostoievski uno de los más grandes conocedores del alma humana.

El día del simulacro

En abril de 1849, Dostoievski fue arrestado junto a otros miembros del Círculo Petrashevski, un grupo de intelectuales que se reunía en San Petersburgo para debatir ideas políticas, filosóficas y literarias prohibidas en la Rusia zarista. Allí se leían y traducían textos de Charles Fourier, Saint-Simon y Voltaire, y se hablaba de reformas sociales, la abolición de la servidumbre y la libertad de prensa. Para el zar Nicolás I, estas reuniones eran más peligrosas que cualquier conspiración armada. Las ideas, una vez pronunciadas, no se pueden volver a encadenar. Por eso, en un gesto calculado para enviar un mensaje ejemplar, ordenó arrestar a todos los miembros.

Tras ocho meses de encierro en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, el 22 de diciembre de 1849, los prisioneros fueron llevados a la Plaza Semiónov. La sentencia: muerte por fusilamiento. La ceremonia fue pública. Los condenados fueron atados, se les vendaron los ojos y se les alineó en grupos. Dostoievski estaba en el segundo. Vio cómo el primero se preparaba para recibir la descarga. Fue entonces cuando apareció el mensajero con la “misericordia” imperial: la pena sería sustituida por cuatro años de trabajos forzados en Siberia, seguidos de servicio militar obligatorio. Este episodio ilustra lo que Sigmund Freud llamaría una situación traumática extrema: una vivencia donde el Yo queda desbordado por un peligro real e inminente. Sin embargo, en Dostoievski, ese trauma no derivó en parálisis vital, sino en una reorganización de su aparato psíquico. El “indulto” no borró la angustia, pero le otorgó un nuevo principio de realidad: la certeza de que todo puede terminar en segundos.

El trauma como revelación

Para la mayoría, una experiencia así dejaría una cicatriz paralizante. Dostoievski, en cambio, escribió ese mismo día a su hermano Mijaíl: “Hermano, no estoy desanimado ni deprimido. La vida es en todas partes la vida; la vida está en nosotros mismos, no fuera. A mi alrededor habrá gente, y ser humano entre humanos y permanecer siempre, no entristecerse ni enfadarse, he ahí la vida. El sentido de la vida está en la vida misma” (Carta a Mijaíl Dostoievski, 1988). Aquí no hay ingenuidad. Hay una transformación existencial. El filósofo y psicoanalista, Rollo May, más de un siglo después, lo resumió así: “La creatividad surge a menudo en respuesta a la experiencia de muerte o destrucción” (El coraje de crear, 1975).

En términos freudianos y posteriormente del propio Winnicott, Dostoievski logra aquí una “adaptación creadora” frente al trauma: no niega la experiencia ni se queda atrapado en ella, sino que la integra como un material simbólico. El resultado es una intensificación de la percepción del tiempo y una conciencia más viva de la finitud.

Fiódor Dostoievski, frente al pelotón de fusilamiento en la Plaza Semiónov, instantes antes de recibir el indulto que marcaría su vida y su obra.

El alma humana a la luz de la muerte

Desde ese día, su obra se volvió un espejo de la condición humana enfrentada a sus límites. Crimen y castigo (1866) examina la tensión entre culpa y redención; El idiota (1869) presenta al príncipe Myshkin describiendo, con sorprendente detalle, el estado mental de un condenado a muerte: “Decía que en esos instantes no había un pensamiento que no pasara por su mente, ni un sólo detalle que no captara con intensidad inusitada” (El idiota, 2002). No es un recurso narrativo inventado: es la transposición literaria de un recuerdo grabado a fuego. En Los demonios (1872) y Los hermanos Karamázov (1880), los personajes no son héroes ni villanos puros, sino criaturas complejas que oscilan entre el bien y el mal, siempre bajo la sombra de la mortalidad.

El trauma de Dostoievski se convierte en una matriz narrativa donde sus personajes funcionan como “escenarios internos” (concepto de Melanie Klein): representaciones dramatizadas de los conflictos psíquicos que él mismo experimentó en ese límite entre vida y muerte.

Trauma y empatía

El impacto más profundo no fue literario, sino humano. Dostoievski no se volvió cínico. Al contrario: su empatía se volvió más feroz y más lúcida. En Los demonios afirma: “El hombre es desgraciado porque no sabe que es feliz; sólo por eso. Eso es todo, todo” (Los demonios, 2001). No es consuelo barato. Es advertencia. La felicidad está ahí, pero pasa inadvertida… hasta que la muerte nos obliga a verla. Aquí vemos lo que Jacques Lacan llamaría atravesar el fantasma: dejar de vivir bajo la ilusión de que siempre habrá más tiempo. La empatía de Dostoievski no es sentimentalismo; es la lucidez de quien ha perdido la inocencia de la inmortalidad.

Reflexión final

No necesitamos un pelotón de fusilamiento para comprender que somos frágiles, pero sí necesitamos —con urgencia— una mirada más honesta hacia nuestra propia finitud. Vivimos como si la muerte fuera un rumor lejano, algo que le sucede a otros, no a nosotros. Pasamos días enteros ocupados en trivialidades, aplazando conversaciones, proyectos y afectos como si tuviéramos crédito infinito de tiempo. Dostoievski no tuvo ese lujo. En un sólo día, la muerte le susurró al oído con la voz de un oficial que le leía la sentencia, y luego lo dejó vivo para que cargara con esa memoria como una herida abierta y, al mismo tiempo, como un faro. Desde entonces, escribió como quien sabe que cada palabra podría ser la última, y miró a los demás con la compasión de quien ha estado a un paso del abismo.

Tal vez esa es la lección más incómoda: la vida no se mide en la cantidad de años que acumulamos, sino en la intensidad con la que habitamos cada instante. Podemos tener décadas por delante y, aun así, estar muertos en vida. Podemos tener un sólo día y vivirlo con una plenitud que lo haga valer por mil. Si mañana llegara nuestro propio mensajero —con o sin uniforme, con o sin anuncio dramático—, ¿nos encontraría listos para morir… o descubriría que hasta ahora no hemos empezado a vivir?


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Adolescentes y libros

“Cuando un niño lee, no sólo descubre mundos, se descubre a sí mismo”.
— Gianni Rodari

Queridas lectores y queridos lectores:

En esta ocasión, voy a contestar a un mensaje que me escribió Lucía desde Ecuador. En él me preguntaba sobre la literatura que podría servirle para que su hijo no sólo adquiera gusto por la lectura, sino que también le forme en valores y le haga más consciente del mundo. Espero también les sirva.


Querida Lucía:

Gracias por tu mensaje. De verdad. En un mundo donde muchos padres se preguntan cómo mantener ocupados a sus hijos, tú me preguntas cómo formar su alma. Y lo haces con humildad, con ternura y con un sentido profundo del deber. Eso ya habla bien de ti, pero también nos habla de una necesidad compartida: la de acompañar a nuestros adolescentes en este mundo que parece haber perdido la brújula. Me pediste títulos de libros. Claro que te los voy a dar. Pero antes de enlistarlos, quiero regalarte una reflexión. Porque cuando se trata de adolescentes, no basta con recomendar cosas “bonitas” o “formativas”. Se trata de saber qué necesita un joven hoy: consuelo sin cursilería, desafío sin sermón, palabras verdaderas en medio de tanto ruido.

Y para eso, la literatura —la buena, la que incomoda y consuela al mismo tiempo— sigue siendo una de las mejores aliadas. Como un faro que no obliga a cambiar de rumbo, pero que está ahí, firme, para quien tenga el valor de mirar.

No se trata sólo de leer: se trata de despertar

A veces se cree que leer es simplemente un hábito útil, como lavarse los dientes o hacer ejercicio. Pero no. Leer bien es un acto de libertad. Es uno de los primeros grandes gestos de autonomía que un joven puede asumir: elegir un libro, sentarse a leerlo sin que nadie lo obligue, y dejarse transformar por él. La filósofa española María Zambrano escribió: “El niño aprende a hablar para preguntar. El joven, para responderse. El adulto, para callar” (Persona y democracia, 1958). Leer en la adolescencia es eso: buscar respuestas en medio del caos. Y la buena literatura no da soluciones fáciles, pero ofrece palabras. Y con palabras, viene la posibilidad de comprender.

Hay libros que nos enseñan a mirar de nuevo, a hablar de lo que callábamos, a descubrir que lo que nos pasa también le pasó a otros. Y no desde la teoría, sino desde la carne viva del relato. Por eso no basta con “darles algo para leer”. Hay que ofrecer libros que digan la verdad, aunque duela. Libros que acompañen sin infantilizar, que desafíen sin agredir, que despierten sin empujar. Leer, entonces, es orar con los ojos. Es aprender a esperar. Y no hay etapa que necesite más esa espera —esa paciencia activa del alma— que la adolescencia.

Esa tierra extraña entre silencios y estallidos

Lucía, la adolescencia no es sólo una etapa biológica: es una revolución interior. Es el momento en que uno ya no es niño, pero tampoco adulto. Donde las emociones aparecen como tormentas, pero también como revelaciones. Es una tierra de silencios largos y estallidos repentinos. Y en medio de todo eso, lo que más necesita un joven es compañía. Pero no cualquier compañía: necesita presencia sin juicio, escucha sin prisa, y libros que no le hablen desde arriba, sino desde el costado. Como escribió Alfonso Reyes, maestro de las letras mexicanas: “Leer es buscar compañía en el pensamiento» (Cartones de Madrid, 1917).

Los adolescentes necesitan esa compañía. Alguien que les diga, sin palabras: “No estás solo en esto. Yo también me sentí así alguna vez”. Y cuando encuentran ese alguien en un libro, algo se enciende. No siempre se nota de inmediato. Pero en el alma, algo se mueve. Por eso es tan importante no darles libros para “que se porten bien”, sino libros que les permitan ser. Ser lo que son, sin miedo, sin máscaras, sin presiones. Y si ese libro llega en el momento justo, puede marcar una vida entera.

¿Qué libros pueden acompañar a un adolescente sin imponerle nada, pero sembrándole todo?

Ocho libros para quienes aún no saben que buscan algo más

Aquí van, Lucía, las obras que con mucho cuidado seleccioné. No por ser famosas, sino por ser necesarias. Cada una puede ser una puerta abierta a un cuarto distinto del alma.

1. El principito (Antoine de Saint-Exupéry)
Este pequeño libro es un poema disfrazado de cuento. Nos habla de la amistad, de la pérdida, de lo que significa amar sin poseer. Y, sobre todo, nos recuerda que lo esencial no se ve con los ojos. Publicado en 1943, su mensaje sigue vivo porque es verdadero.

2. Demian (Hermann Hesse)
Un viaje interior sobre la identidad, la ambigüedad del bien y del mal, y la ruptura con lo establecido. Escrito en 1919, sigue siendo un mapa para quienes se sienten raros, distintos o demasiado sensibles. “El que quiere nacer, tiene que destruir un mundo”, dice Hesse. Y sí, crecer es romper moldes.

3. Relatos (Antón Chéjov)
Chéjov es como un espejo bien pulido. No adoctrina: observa. Sus cuentos breves —como La tristeza o El violín de Rothschild— permiten al joven ver que en los detalles más simples puede habitar toda la profundidad del alma humana.

4. La invención de Morel (Adolfo Bioy Casares)
Una obra breve y brillante sobre la obsesión, la imagen, el amor y la soledad. Ideal para jóvenes con gusto por lo misterioso y lo filosófico. Borges la llamó “perfecta”, y no exageró.

5. Don Quijote de la Mancha (Miguel de Cervantes)
No se trata de leerlo completo de inmediato, sino de entrar en él por escenas bien elegidas. Don Quijote es un canto al idealismo, al coraje y a la libertad. Como escribió Cervantes: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos” (Parte I, capítulo LVIII, 1605).

6. Matar a un ruiseñor (Harper Lee)
Una historia narrada por una niña que observa las injusticias del mundo. Habla de racismo, compasión y dignidad. Atticus Finch, el padre, es un ejemplo silencioso de integridad.

7. Rebeldes (S.E. Hinton)
Escrita por una adolescente de 16 años, esta novela nos mete en la piel de jóvenes marginados, endurecidos por la vida, pero con una ternura que resiste. “Los libros no me regañan, sólo me entienden”, me dijo una vez un paciente adolescente al leerlo.

8. Cartas a un joven poeta (Rainer Maria Rilke)
Son cartas reales escritas por Rilke a un joven que buscaba ser poeta, pero que, en realidad, buscaba sentido. Rilke le responde con belleza, pero también con verdad. “Viva las preguntas”, le dice. Y eso vale para todos.

Piensan más de lo que dicen

Lucía, hay algo que he aprendido en el espacio analítico una y otra vez: muchos adolescentes piensan más de lo que hablan. Sienten más de lo que muestran. Pero si nadie les da palabras, se quedan atrapados en su mundo interior. Y eso es peligroso. Una vez un chavo de 16 años me dijo, después de leer El viejo y el mar, de Hemingway: «Ese señor está solo, pero no está rendido. Yo me sentí así». Y ahí lo entendí: no buscan héroes perfectos. Buscan espejos que no los juzguen.

José Antonio Marina escribió: “Una persona culta no es la que ha leído muchos libros, sino la que ha encontrado en ellos motivos para vivir mejor”(El vuelo de la inteligencia, 2000). Que eso sea la meta: no formar lectores voraces, sino lectores verdaderos. No darles letra muerta, sino letra que encienda algo. Que puedan decir: “este libro me cambió”. Y si no lo dicen, que al menos lo sientan.

Reflexión final

Querida Lucía: gracias por tu pregunta. Gracias por tu esperanza. Esta entrada no es sólo para ti, sino para todos los padres, madres, abuelos, maestros y jóvenes que aún creen que leer puede ser un acto de libertad, de belleza y de formación interior. No impongas libros: compártelos. Léelos tú también. Pregúntale a tu hijo qué sintió, qué entendió, qué le dolió. A veces, un capítulo leído en voz alta puede ser el inicio de una conversación que dure toda la vida.

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Y tú, lector que llegaste hasta aquí:
¿Qué libro te marcó en tu adolescencia? ¿Cuál fue esa lectura que te salvó sin que nadie lo supiera? Me encantará leerte en los comentarios. Si esta entrada te gustó, puedes suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir nuevas publicaciones por correo. También puedes escribirme a través de la pestaña Contacto del blog.

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Freud y la dignidad del enfermo

“Mi querido Freud, qué admirable eres. Sufres como un perro y no te quejas nunca”.

— Marie Bonaparte

Queridos(as) lectores(as):

Hay momentos en la vida que no pueden ser habitados con discursos fáciles. Cuando el cuerpo comienza a desmoronarse y el dolor se vuelve compañero constante, uno ya no necesita teorías sino compañía, silencio y dignidad. Esta entrada nace desde ese lugar: no desde la explicación, sino desde la contemplación del dolor como umbral. Un umbral que Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, cruzó con entereza hasta su último aliento. Mucho se ha dicho de su obra, de sus controversias, de su genio. Pero hoy quiero hablar de su humanidad. De ese Freud enfermo, consumido por más de treinta intervenciones quirúrgicas, que no dejó de pensar, de escribir, de recibir amigos… y de sufrir. Porque a veces es en la enfermedad donde se revela con más claridad la hondura de un ser humano.

Este encuentro no será una biografía ni una elegía, sino una invitación a mirar con respeto la fragilidad. Porque hay dolores que no se pueden evitar, pero hay maneras de habitarlos que ennoblecen. Acompáñenme.

El cuerpo traicionado

Cuando el cuerpo enferma de forma crónica, el sujeto no sólo sufre un mal físico: asiste al progresivo extrañamiento de su propio límite. El cuerpo —ese aliado constante, silencioso e invisible en la salud— se vuelve un enigma, un enemigo, un recordatorio continuo de la finitud. Para Freud, esto no fue teoría: fue experiencia cotidiana durante los últimos dieciséis años de su vida. En 1923, a los 67 años, le fue diagnosticado un carcinoma en el paladar. A partir de ahí, su vida transcurrió entre consultas médicas, intervenciones quirúrgicas, hemorragias, infecciones, y un aparato ortopédico que le dificultaba hablar y comer, conocido como el “monstruo”. Pese a esto, Freud no dejó de escribir ni de recibir pacientes y discípulos.

En una carta dirigida a Lou Andreas-Salomé en 1924, escribe: “Mi cuerpo ya no me pertenece. Cada día me recuerda con nuevos signos que el final está en marcha. Pero, mientras tanto, sigo trabajando: quizá porque el trabajo no duele». Este desprendimiento del cuerpo como posesión muestra una resignación activa: no una derrota, sino una aceptación lúcida. Freud no negó su enfermedad, no se refugió en un optimismo ingenuo ni buscó consuelo banal. Nombró su padecimiento, convivió con él, lo soportó con una mezcla de estoicismo e ironía vienesa.

Ernest Jones, su discípulo y biógrafo, narra que en una ocasión, después de una cirugía particularmente dolorosa, Freud simplemente comentó: “Mi querido Jones, he perdido la cuenta de las veces que me han cortado la cara, pero uno se acostumbra. El problema es cuando el espejo no se acostumbra” (Ernest Jones, La vida y la obra de Sigmund Freud, 1957). Este humor amargo no debe confundirse con cinismo. Era, más bien, una forma de mantener el espíritu en pie cuando el cuerpo comenzaba a derrumbarse. La lucidez con la que Freud enfrentó su enfermedad revela la profundidad de su pensamiento, incluso (y quizá sobre todo) cuando ya no podía sostenerlo todo con palabras.

Porque cuando el cuerpo se traiciona, el sujeto puede perder también el deseo de vivir. Pero en Freud encontramos una tenacidad que no nace del narcisismo, sino del compromiso con algo más grande: su obra, sus vínculos, su convicción de que el psicoanálisis debía sobrevivirle. En los tiempos actuales, donde tantas enfermedades se viven con vergüenza o negación, y donde el cuerpo enfermo es apartado de la vida pública y del pensamiento, la figura de Freud reaparece como una interpelación ética: ¿qué hacemos con nuestra fragilidad?, ¿cómo habitamos un cuerpo que ya no responde como antes?, ¿qué queda cuando duele existir?

Freud en su jardín de Hampstead, Londres, poco antes de morir. El cuerpo ya rendido, pero el alma todavía despierta.

El dolor como interlocutor

Freud no sólo padeció el dolor: lo pensó, lo estudió, lo soportó. Para él, el dolor no fue únicamente un síntoma que debía ser eliminado, sino una experiencia que podía ser observada desde dentro, con la misma agudeza con la que analizaba los sueños. En su carta a Marie Bonaparte del 10 de junio de 1938, ya exiliado en Londres, Freud escribió: “El dolor me acompaña como un huésped fiel. No discutimos mucho, pero tampoco me deja solo. Me ayuda a saber que estoy vivo, aunque a veces desearía que no me recordara tanto». Este tono, casi irónico, revela una conciencia aguda: el dolor no es sólo un castigo del cuerpo, sino también una confrontación con uno mismo. Quien sufre —de verdad— se encuentra con partes de su alma que quizá no conocería de otro modo.

Para el psicoanálisis, el dolor no siempre debe silenciarse. A veces, debe ser escuchado. Y Freud, que tanto exploró el inconsciente, aprendió en carne propia que hay dolores que no se elaboran con palabras, pero que se pueden habitar con dignidad. Jones señala que “Freud nunca permitió que el dolor se volviera excusa para la amargura”. No buscaba héroes ni mártires, pero sí supo resistir sin entregarse al resentimiento. En ello reside, quizá, su forma más profunda de enseñanza: mostrar que el sufrimiento humano puede tener sentido incluso cuando no tiene solución.

Acompañar sin anestesiar

Estar junto a alguien que sufre puede ser más difícil que sufrir. Porque implica renunciar a los consuelos fáciles, a las frases hechas, al impulso de hacer desaparecer lo insoportable. Freud tuvo a su lado a personas que lo acompañaron sin anestesiarlo, sin infantilizarlo, sin robarle su lucidez. Esa es quizá una de las formas más altas de amor. Marie Bonaparte, su discípula, protectora y amiga íntima, fue una de ellas. Ella organizó su huida de Viena cuando los nazis anexaron Austria. Le consiguió los permisos, le pagó el rescate exigido, y estuvo presente hasta el último día. Fue ella quien escribió: “Estar con Freud era saber que la muerte rondaba, pero que había que seguir hablando. Él nos enseñó que acompañar no es aliviar el peso del otro, sino caminar junto a él sin apartar la mirada» (Freud y su mundo, 1951).

También su hija Anna fue presencia constante, sostén firme y discreto. Lo cuidó con una entrega silenciosa, protegiendo al padre sin suprimir al maestro. Freud nunca se dejó reducir a un paciente: su sufrimiento no le robó la voz. Y quienes lo acompañaron supieron respetar eso. Acompañar a alguien que se va desgastando es un acto que exige respeto. No todos están hechos para ello. Requiere una mezcla extraña de ternura y fortaleza. De saber estar ahí sin decir demasiado. De aprender que el silencio —cuando es presencia verdadera— puede ser más profundo que cualquier consuelo. A veces no hay nada que decir. Sólo estar. Y eso basta.

Una última dignidad

Freud murió el 23 de septiembre de 1939, en Londres, tras pedir a su médico de confianza, el doctor Max Schur, que pusiera fin a su sufrimiento. No lo hizo en un acto impulsivo, sino con la misma serenidad con la que durante años había habitado su enfermedad. Schur cuenta en sus memorias que Freud le dijo: “Ahora no tiene ningún sentido. Ya no es soportable. Hágalo, y no me haga esperar más” (Freud: Living and Dying, 1972). Tras la administración de morfina, Freud entró en un sueño profundo. Murió como había vivido los últimos años: sin alarde, sin escándalo, con una dignidad que no buscaba ser ejemplar, pero que lo fue.

En una carta posterior, Schur escribe: “No quiso morir con dramatismo, sino con sobriedad. Lo único que le preocupaba era no perder la conciencia del mundo. Y al final, se fue sin hacer ruido, como un sabio que ya no necesita decir nada más». Esa es quizá la última enseñanza de Freud: que incluso al borde de la muerte, la lucidez puede ser un acto de amor. Que no es necesario renunciar a uno mismo para aceptar el final. Que hay una forma de morir que no es rendición, sino fidelidad a lo que se ha sido. Su funeral fue discreto, con pocas palabras, y una urna que lleva grabado un verso griego antiguo: “He aquí el hombre que logró conocerse a sí mismo”. No hay mayor epitafio.

Reflexión final

Sigmund Freud no fue un mártir, ni un santo, ni un héroe. Fue un hombre que convivió con el dolor sin convertirlo en espectáculo. Y eso, en estos tiempos de exhibicionismo emocional, es profundamente admirable. Su enfermedad no lo definió, pero sí reveló algo de lo más hondo de su ser: su fidelidad al pensamiento, su capacidad de soportar sin dramatismo, su respeto por los límites. En un mundo que suele temer la fragilidad o esconderla, él la habitó con entereza. Cada enfermo merece ser mirado así: no como una carga, ni como una historia trágica, sino como alguien que sigue siendo, aún en su deterioro, digno de amor, de respeto, de presencia.

Y tú, lector, ¿a quién estás acompañando?, ¿cómo habitas tu propio dolor?, ¿de qué forma te permites estar ahí —junto al otro o junto a ti mismo— sin negar lo que duele y sin rendirte a ello? Ojalá que este encuentro no sea sólo una lectura, sino una presencia. Un pequeño acto de compañía en medio del dolor, como ese silencio compartido que, a veces, dice mucho más que cualquier palabra.


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Sin cultura no hay escucha

“No se puede analizar a alguien si no se ha aprendido a leer novelas”.
— Jacques Lacan

Dedicado a mi maestro, pero sobre todo amigo, el psicoanalista Alberto Montoya.

Queridas y queridos lectores:

Hay quienes piensan que para ejercer el psicoanálisis basta con conocer el método. Que lo esencial se reduce a saber interpretar sueños, manejar el encuadre y aprender a callar con estilo. Pero no es así. Hay una dimensión invisible en todo buen analista: su mundo interior. Su cultura. Cuando hablo de cultura, no me refiero a diplomas ni a acumulación de datos. Hablo de ese alimento profundo que viene de la literatura, del cine, de la música, de la filosofía, etc. Porque quien no ha leído a Kafka no entiende del todo lo que es el sinsentido. Quien no ha sentido angustia viendo a Bergman o Tarkovsky, difícilmente puede acoger el dolor del otro sin necesidad de apurarlo. Y quien no ha atravesado a Pascal o Dostoievski no ha estado frente al abismo de la contradicción humana.

La cultura no es un lujo en la práctica clínica. Es una forma de hospitalidad. Es lo que permite que el analista no se convierta en un tecnócrata del alma, ni en un aplicador de etiquetas DSM disfrazado de escucha empática. Este encuentro es, pues, una defensa apasionada del analista culto. Del que se forma en silencio, del que ve películas sólo para pensar en su paciente, del que lee poesía para entender por qué alguien no puede decir “te quiero”. Es un elogio de esa formación que no se enseña en posgrados, pero que se transmite en el modo de estar, de mirar, de esperar.

Entre técnicos y cultivados

La diferencia entre un técnico y un cultivado no es el conocimiento que poseen, sino el lugar desde donde escuchan. El técnico busca aplicar lo que sabe; el cultivado deja que lo que sabe se transforme en silencio disponible. El primero se apura por identificar un mecanismo psíquico, un «diagnóstico», una etiqueta; el segundo se deja afectar, espera, sospecha que hay algo más allá del síntoma evidente.

El técnico pregunta: ¿Qué categoría le corresponde a este caso?
El cultivado pregunta: ¿Qué mundo interior ha construido esta persona para sobrevivir?

Por eso es que Jacques Lacan podía afirmar que no se puede analizar a alguien sin haber leído novelas. Porque una novela no se lee para obtener respuestas, sino para comprender personajes contradictorios, tramas inconclusas, dolores sin resolución. Leer literatura es, en el fondo, aprender a no juzgar. A convivir con lo complejo. Donald Winnicott —ese pediatra y psicoanalista británico que escribía con el alma— lo decía con sencillez: “No existe la madre perfecta, sólo una madre suficientemente buena” (Realidad y juego, 1971). Esa frase, que ha consolado a generaciones, no es producto de un algoritmo clínico. Es fruto de una mirada humana, que sabe que lo real no encaja en modelos ideales.

En el espacio analítico, quien se ha formado sólo con manuales, escucha en blanco. Pero quien ha vivido la Tragedia de Edipo, la rabia de Medea, el duelo de Anna Karenina, el desconcierto de Gregor Samsa, posee un lenguaje secreto para captar el alma ajena. Porque el sufrimiento humano no entra por los ojos, sino por la cultura.

Cómo la literatura enseña a escuchar lo indecible

Hay dolores que no se pueden decir. Ni siquiera con todo el vocabulario técnico del mundo. Hay traumas que no se narran cronológicamente, sino a través de imágenes inconexas, de silencios largos, de frases entrecortadas. Para poder alojar ese tipo de experiencia, el analista necesita una sensibilidad que no se enseña en las aulas: la sensibilidad literaria. Porque la literatura no da soluciones, pero sí forma el alma para acoger lo imposible. Cuando uno ha leído Los hermanos Karamázov, entiende que el odio hacia el padre puede convivir con la necesidad de su amor. Cuando uno ha caminado con Emma Bovary, comprende que el deseo puede volverse prisión. Y cuando uno ha llorado con Juan Rulfo, descubre que hay voces que vienen del otro lado de la vida, y aún así nos hablan.

En un momento inolvidable de La muerte de Iván Ilich (1886), Lev Tolstói describe el instante en que el protagonista, moribundo, comprende que toda su vida fue falsa. Que vivió para lo que “debía ser”, no para lo que amaba. ¿Qué manual clínico puede transmitir eso? ¿Qué clase de técnica puede enseñarle al analista a reconocer cuando un paciente comienza a despertar a esa misma angustia? Es en la literatura donde se aprende a tolerar el sinsentido, a captar lo simbólico, a sospechar del lenguaje sin caer en cinismo. Como decía Virginia Woolf: “Las palabras no son fósiles inertes, sino criaturas vivas, frágiles, llenas de historia” (Una habitación propia, 1929). Esa mirada es la que necesita el analista: una que vea en cada palabra dicha en sesión una constelación de sentido, dolor y deseo. La literatura enseña que la vida no cabe en la lógica, que lo humano no es lineal, y que detrás de cada palabra hay algo que no se dice —pero que pide ser escuchado.

El cine como ventana al síntoma social

El cine, cuando se lo mira con atención analítica, no es sólo entretenimiento: es un espejo oscuro donde los síntomas de una época se hacen visibles. La gran pantalla nos muestra lo que la sociedad quiere negar. Y un analista cultivado sabe reconocer en esas historias no sólo tramas, sino expresiones condensadas del malestar de la civilización. Ver cine no es evadirse, es entrenar la mirada. Aprender a captar lo que se juega en un gesto, en un encuadre, en una omisión. ¿Cómo comprender el desarraigo sin haber visto Los 400 golpes de Truffaut? ¿Cómo percibir la angustia de la rutina sin El empleo del tiempo de Laurent Cantet? ¿Cómo captar el deseo de redención entre la fe y la locura sin Dancer in the Dark? Una escena de El hijo (2002), de los hermanos Dardenne, muestra a un carpintero que acepta en su taller al adolescente que años antes asesinó a su hijo. No hay diálogo explícito sobre el perdón, pero cada plano está cargado de tensión, contención y humanidad. Un analista que ha visto esa película sabe cómo se construye un lazo más allá del trauma, sin necesidad de palabras espectaculares. Porque el cine enseña algo que también es clínico: el tiempo que toma un vínculo, la resistencia del afecto, la asimetría del deseo.

El cineasta griego Theo Angelopoulos decía: “Lo esencial no está en lo que el personaje dice, sino en lo que calla mientras se lo filma”. Esa frase podría estar escrita en la puerta de cualquier espacio psicoanalítico. El cine no sólo muestra conflictos individuales: revela climas sociales. La ansiedad de las metrópolis, la soledad disfrazada de éxito, el goce silencioso del consumo. El analista que ve cine con ojos atentos, aprende a reconocer en sus pacientes no sólo neurosis personales, sino síntomas colectivos. Porque muchas veces el sufrimiento individual no viene de la historia familiar… sino del ruido del mundo.

Tres formas de habitar la cultura como modo de presencia analítica.

Filosofía como fundamento ético y pregunta permanente

El psicoanálisis sin filosofía corre el riesgo de quedarse sin brújula. Puede interpretar con brillantez, pero no necesariamente con responsabilidad. Puede escuchar sin juzgar, pero sin llegar a implicarse. Y puede hablar de deseo, pero olvidar la pregunta por el bien. Por eso, la filosofía no es un lujo para el analista: es su ancla ética. Simone Weil escribió: “El amor al prójimo en su estado puro es como una capacidad de decirle al otro: ‘Tú no morirás’” (La gravedad y la gracia, 1947). Esa frase podría ser la traducción más íntima de lo que ocurre en una cura analítica: sostener la subjetividad del otro cuando todo en su historia lo empuja hacia la aniquilación interior. Un analista que ha leído filosofía no busca imponer respuestas, sino formular mejores preguntas. Porque ha aprendido de Sócrates a no saber; de Pascal a dudar con fe; de Kierkegaard a mirar el abismo sin perder el temblor. Y quizá de Levinas a recordar que el rostro del otro no es objeto de comprensión, sino llamado a la responsabilidad.

En consulta, muchas veces el sufrimiento que se presenta como ansiedad, duelo o culpa, es en el fondo una pregunta: ¿cómo vivir con dignidad en medio del absurdo? Y esa pregunta no se responde con test de ansiedad ni con pautas de relajación. Se responde —si acaso— con presencia, con humildad y con una escucha que no banaliza el dolor existencial. La filosofía le recuerda al analista que no se trata sólo de aliviar síntomas, sino de ayudar al otro a construir una vida que tenga sentido para él, aunque sea precaria. Porque como decía Albert Camus: “El deber del hombre es encontrar un sentido a su rebelión” (El hombre rebelde, 1951). No hay clínica sin ética. No hay ética sin pregunta. Y no hay pregunta sin cultura.

Cultura como intimidad

Hay una formación que no aparece en los CV’s. Una que no se acredita con constancias ni se paga con mensualidades. Es la formación del alma, es la formación de la mente. Y esa se hace en silencio, en soledad, en compañía de libros, películas, cuadros, canciones y palabras que uno no olvida aunque hayan pasado veinte años. También se hace compartiendo con otros para luego conocer sus opiniones y sentimientos. A veces me pregunto por qué, frente a ciertos analizandos, en lugar de venir a mi mente un autor técnico, recuerdo un poema. O una escena de cine. O una frase que leí de adolescente y que sin saberlo me marcó para siempre. Es que hay cosas que no se piensan con teorías, sino con imágenes. Y hay momentos clínicos en los que no basta saber… hay que haber vivido.

Un analista cultivado no es alguien erudito, sino alguien que se ha dejado tocar. Que ha leído a Clarice Lispector y no ha salido indemne. Que ha mirado a Juliette Binoche llorar en Tres colores: azul y se ha quedado callado largo rato. Que ha escuchado a Mahler con lágrimas en los ojos o ha puesto notas con Cioran en los márgenes de una noche difícil. Que ha visto su propia herida reflejada en un personaje de Dostoievski o en una escena de Bergman. La cultura, cuando es verdadera, no adorna: transforma. Hace del analista alguien más humano. Menos soberbio. Más disponible. Porque la cultura no nos hace saber más, sino escuchar mejor. Y en un mundo donde se multiplican los diplomados exprés, los títulos vacíos y las promesas de éxito rápido, la cultura sigue siendo una trinchera. Un refugio. Una oración laica. Una forma de cuidar el alma, incluso —y sobre todo— cuando se cuidan las de otros.

Reflexión final

No todos los analistas son artistas. Pero todo buen analista tiene algo de poeta: sabe demorarse en las palabras, intuir lo no dicho, oler la atmósfera de lo invisible. Y eso no se aprende en manuales ni supervisiones. Se cultiva. Por eso este encuentro no es una crítica a los títulos, sino un elogio a las noches de lectura, a las lágrimas frente al cine, a los cuadernos rayados con frases que un día hicieron sentido. Es un recordatorio de que la escucha clínica no sólo se construye con teoría, sino con vida. Y que cuanto más cultivado esté el analista, más mundo podrá ofrecer como continente simbólico para quien lo ha perdido todo.

A mis colegas les digo: no dejen de leer, de ver cine, de escuchar música. La cultura no es tiempo perdido, es tiempo sembrado. Es fondo. Es intimidad. Y a quienes están en análisis o en búsqueda, sepan que no es lo mismo ser escuchado por alguien que ha pasado por los libros, los silencios y las preguntas que nos hacen más humanos. Porque en el fondo, el acto analítico no es otra cosa que un encuentro entre dos mundos: el del que sufre… y el del que ha aprendido a estar ahí.


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Identidad: ¿Un rompecabezas ideológico?

«La identidad es una historia que nos contamos. El problema comienza cuando ya no somos los autores».
— Zygmunt Bauman

Queridos(as) lectores(as):

Hay imágenes que no se olvidan. Ayer me topé con la imagen que ilustra este encuentro en una página de Facebook (más adelante la podrán apreciar): el rompecabezas de una joven cuyo rostro ha sido parcialmente borrado por las piezas que faltan. No hay sangre, no hay gritos, no hay gesto dramático. Pero hay algo más perturbador: la desaparición lenta de alguien que alguna vez estuvo allí. Esa figura incompleta, ambigua, vulnerable, es —quizá sin quererlo— una metáfora de nuestra época. De nuestros pacientes. De nosotros mismos. Cada vez más personas llegan a análisis con la misma sensación: «Siento que no sé quién soy», «me cambiaron sin darme cuenta», «soy lo que los demás esperan». No es falta de autoestima. Es algo más profundo: es el sujeto atravesado, fragmentado, disuelto en una marea de discursos que lo nombran antes de que pueda hablar por sí mismo. Una identidad hecha de consignas, etiquetas, performances… y vacío.

Desde el psicoanálisis, esta disolución no es novedad: el yo nunca ha sido una unidad sólida, sino una construcción precaria. Pero lo que hoy preocupa no es la falta constitutiva, sino la colonización ideológica de esa falta. Se nos dice quién debemos ser antes de que podamos siquiera preguntarlo. Este encuentro está dedicado a esa pregunta, cada vez más urgente: ¿quién soy entre tantos pedazos?

El sujeto como territorio invadido

Lo que antes llamábamos identidad hoy parece una moneda de cambio cultural. En nombre de la libertad, se ofrecen manuales para ser uno mismo; pero en realidad se trata de adoptar pertenencias, seguir doctrinas o encajar en etiquetas cada vez más rígidas. Lo singular queda aplastado por lo representable. Desde la antropología estructural, Claude Lévi-Strauss advertía ya en 1955 que “el mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él. Los mitos que nos contamos son intentos desesperados por ocupar un lugar que nunca nos fue garantizado” (Tristes trópicos, 1955). El sujeto no tiene un terreno firme sobre el que pararse: su consistencia simbólica es frágil, y eso siempre ha sido así. Pero hoy no sólo se le desdibuja: se le ocupa.

Muchas ideologías contemporáneas —aún aquellas que se presentan como liberadoras— colonizan la grieta estructural del sujeto con discursos prestados. Prometen autenticidad a cambio de obediencia simbólica. No te preguntan qué deseas, sino a qué colectivo perteneces. No te preguntan quién eres, sino qué causa representas. Y aquí es donde surge una pregunta inevitable: ¿cómo distinguir entre la subjetividad herida y el sujeto silenciado? ¿Dónde termina la herida simbólica propia del deseo, y dónde comienza la amputación del yo en nombre de un ideal ajeno?

En este punto, la clínica se encuentra dividida: muchos psiquiatras advierten un aumento en diagnósticos difusos, sin etiología clara. Depresión, ansiedad, trastornos disociativos… pero con una base común: un yo que no logra consolidarse. Un psiquiatra amigo me dijo hace poco: “Cada vez veo más pacientes que no están ‘enfermos’ en sentido clásico; están desorientados. Es como si los hubiesen desprogramado de sí mismos”. Desde el psicoanálisis, responderíamos que no se trata de devolverles una programación, sino de permitir que elaboren sus propias coordenadas simbólicas. En otras palabras: la psiquiatría observa la caída del sujeto desde una perspectiva diagnóstica; el psicoanálisis lo escucha como un síntoma social. El desafío es trabajar juntos, sin negar la dimensión estructural del sufrimiento ni patologizar lo que podría ser una forma de resistencia. Porque cuando el sujeto se fragmenta, no siempre está colapsando: a veces, está intentando no mentirse más.

El rostro borrado: del deseo al mandato

Hay algo profundamente inquietante en esa imagen del rompecabezas: el rostro, centro de reconocimiento y expresión, es lo más dañado. No faltan los pies, ni un rincón del fondo. Falta el rostro. Como si alguien —o algo— hubiese querido borrar justamente la parte que otorga identidad, mirada, voz. No se trata de una omisión cualquiera: es una herida dirigida. En su diario de guerra, Simone Weil escribió: “La opresión más profunda no es la que destruye el cuerpo, sino la que destruye el rostro” (Cuadernos, 1942). Y es que el rostro, para Weil, no es sólo la faz externa: es el lugar simbólico donde el alma se expone al mundo. Cuando se nos priva del derecho a construir ese rostro desde nuestra verdad interior, lo que se instala no es la libertad, sino el mandato. Vivimos en una época en la que ya no se desea: se obedece. Se actúa no desde la pregunta, sino desde el imperativo. Sé auténtico, pero que tu autenticidad cumpla con las reglas. Sé libre, pero que tu libertad se note. Sé tú mismo, pero encaja. El deseo ha sido desplazado por el performance.

Un colega psicoanalista me compartió que hace unos meses atendió a una joven de 22 años. Su demanda era clara: “Quiero saber quién soy, porque ya no lo distingo entre tantas cosas”. Había pasado por grupos activistas, terapias breves, coaching de autoestima y decenas de etiquetas: queer, pansexual, neurodivergente, no binaria, víctima, resiliente. Todo eso —según ella— la definía. Pero al relatarlo, se quebró: “No sé si realmente soy alguna de esas cosas o sólo aprendí a decirlas”. No era una joven confundida. Era alguien saturada. Su rostro simbólico estaba cubierto de máscaras que le habían ofrecido pertenencia, pero le negaban la posibilidad de hacerse la pregunta esencial: ¿quién soy yo, más allá de lo que el mundo espera que diga? Lo que se hizo en el análisis no fue imponer otra etiqueta, sino dar lugar al silencio. Al tartamudeo. A la angustia. Porque el rostro no se recupera desde una nueva consigna, sino desde el dolor de haberse sentido sustituida.

La fragilidad del yo y el espejismo del colectivo

No hay identidad sin fragilidad. El yo es, en sí mismo, una construcción tambaleante, llena de huecos, costuras, repeticiones. Pero esa fragilidad, cuando es acompañada simbólicamente, puede dar lugar al pensamiento, a la creación, al deseo. El problema aparece cuando dicha fragilidad se vuelve insoportable y se pretende esconder tras una máscara colectiva. María Zambrano, filósofa del exilio y de la piedad del pensar, advirtió en medio del siglo XX: “Toda ideología es una traición al pensamiento, pues clausura la incertidumbre del vivir” (Claros del bosque, 1977). La ideología, en este sentido, no es simplemente una doctrina: es una defensa contra el vacío. Una estructura que promete identidad a cambio de sumisión simbólica.

El sujeto contemporáneo —fragmentado, solitario, hiperestimulado— ya no encuentra referencias estables en la familia, en la tradición ni en los relatos religiosos o filosóficos que durante siglos permitieron bordear la falta. En su lugar, se le ofrecen comunidades de sentido prefabricado, con léxicos cerrados y rituales de pertenencia. Así se produce el espejismo: sentirse alguien porque se es parte de algo. Pero el colectivo que se impone sin deseo, que sustituye la historia personal por una narrativa impuesta, termina devorando al sujeto. Y lo peor: el sujeto lo agradece. Porque en tiempos de vértigo, cualquier mapa parece suficiente.

En análisis, esto se ve con claridad: personas que repiten discursos aprendidos al pie de la letra, con la esperanza de encontrar en ellos una brújula. Pero esas brújulas suelen apuntar hacia afuera, nunca hacia el interior. No hay verdadera identidad que se constituya sin conflicto, sin pregunta, sin herida. El colectivo —cuando ocupa el lugar del deseo— impide toda subjetivación. Por eso, el psicoanálisis no ofrece pertenencias, ni eslóganes, ni consignas. Ofrece un lugar donde poder decir yo, aunque sea entre balbuceos. Como decía Jacques Lacan en su Seminario 20: “El inconsciente no es lo que se oculta, sino lo que insiste”. Y esa insistencia es única, incluso si duele.

¿Quién soy entre tantos pedazos?

El síntoma como resistencia: entre el diagnóstico y el grito

Cuando alguien llega al análisis con angustia, insomnio, ataques de pánico o despersonalización, la primera tentación —a nivel cultural y médico— es etiquetar. Nombrar. Diagnosticar. Porque el diagnóstico, se cree, otorga claridad. Pero, ¿y si esa claridad fuera también una forma de silenciar? El psiquiatra italiano, Franco Basaglia, escribió: “El diagnóstico psiquiátrico define a una persona sólo en función de su ausencia de sentido; no la escucha, la clasifica” (La institución negada, 1968). La crítica no es al conocimiento médico en sí, sino al uso totalizante de sus categorías. Lo que debería ser una herramienta orientadora, muchas veces se convierte en una jaula. Desde el psicoanálisis, el síntoma no es sólo una alteración clínica: es una formación del inconsciente. Tiene estructura, sentido, lógica, incluso si no es inmediatamente comprensible. Es, como diría Sigmund Freud, el retorno de lo reprimido —una verdad que no puede decirse en palabras, y entonces grita con el cuerpo, con la conducta, con el sufrimiento.

Volvamos por un momento al rostro incompleto del rompecabezas. Desde cierta perspectiva médica, ese rostro podría representar un “trastorno de identidad”. Desde el psicoanálisis, es más bien la imagen precisa del sujeto barrado, dividido, deseante. La falta no se cura. Se atraviesa. Pero esto no significa despreciar la labor psiquiátrica. Al contrario: muchos analistas trabajamos en diálogo con psiquiatras éticos, conscientes de los límites de su campo y respetuosos de la subjetividad. El verdadero peligro no es la psiquiatría: es su uso ideológico, cuando se convierte en herramienta de normalización forzada, en lugar de acompañamiento singular. Hoy más que nunca, cuando el mercado de la salud mental se ha convertido en una industria que promete “curas rápidas” y “versiones mejoradas de ti mismo”, necesitamos recordar que el síntoma no es un error del sistema: es un mensaje que espera ser escuchado. No se trata de taparlo, sino de traducirlo. No de eliminarlo, sino de descifrar qué pide. Qué falta. Qué desea.

Reunir los pedazos: identidad, deseo y silencio

Cuando uno observa el rostro incompleto del rompecabezas, no puede evitar pensar en las criaturas literarias que nacieron de la ruptura entre lo humano y lo deseado, entre lo propio y lo temido. El monstruo de Frankenstein, por ejemplo, no es simplemente un producto de la ambición científica. Es un grito de identidad no reconocida. Un cuerpo armado con pedazos, pero sin un nombre. Mary Shelley lo expresó con dolorosa lucidez: “Soy sólo lo que tú supones de mí; no tengo otro yo que tu repulsión” (Frankenstein, 1818). Ese ser sin rostro simbólico, condenado a ser mirado como error, representa a muchos sujetos contemporáneos: compuestos por múltiples discursos, expuestos al juicio de todos, pero ignorados en su verdad.

Del otro lado, en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), Robert Louis Stevenson propone la escisión radical del yo: el hombre que desea, pero no se atreve; el sujeto que obedece en el día y transgrede en la sombra. Hyde no es un intruso: es la parte de Jekyll que no puede integrarse en la moralidad del mundo. Stevenson escribe: “El hombre no es uno, sino dos… y quién sabe si no somos más” (Dr. Jekyll y Mr. Hyde, 1886). Hoy, el drama ya no se vive como escisión entre el bien y el mal, sino entre la multiplicidad de etiquetas impuestas y el silencio interno. Entre lo que se espera que digamos y lo que no hemos podido escuchar de nosotros mismos.

Reunir los pedazos, entonces, no es una operación estética ni un regreso nostálgico a una identidad perdida. Es un acto profundamente ético: abrir espacio al deseo, al conflicto, al relato propio, aunque esté lleno de dudas. No para encajar en un rostro perfecto, sino para decir “yo” incluso con las piezas que faltan. Porque en tiempos donde todos parecen gritar certezas, el silencio de quien se busca es un acto de resistencia.

Reflexión final

Tal vez nunca podamos completarnos del todo. Tal vez el rostro que buscamos se arme y desarme durante toda la vida. Pero hay una diferencia profunda entre aceptar que algo falta y resignarse a ser lo que otros imponen. En medio del ruido ideológico, de los diagnósticos apurados y de las pertenencias impuestas, aún es posible volver a esa pregunta silenciosa, difícil, única: ¿quién soy yo? Quizá la respuesta no venga de una fórmula ni de una consigna, sino del trabajo lento y valiente de quien se atreve a escuchar sus propios fragmentos. A dejar que su síntoma hable. A reconocerse en lo que aún no sabe decir. Porque hay una dignidad radical en quien, incluso herido, incluso incompleto, no se rinde a ser definido por otros. Hoy más que nunca, defender la singularidad del sujeto es un acto de amor. Y de libertad.

¿Alguna vez te has sentido así —como un rostro hecho de piezas que no encajan? ¿Te han ofrecido respuestas que sólo te alejaban más de tu propia voz? ¿Has sentido que no hay lugar para la duda, para el silencio, para ser quien eres sin tener que representarlo todo?

Te leo con gusto en los comentarios.

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El olvido no es un vacío: Alzheimer y el psicoanálisis

«La memoria no es el recuerdo de lo que pasó, sino la historia que podemos contarnos de eso».
— Paul Ricoeur

Queridos(as) lectores(as):

Hay enfermedades que hieren el cuerpo, y otras que hieren el alma. Pero hay algunas —más crueles aún— que parecen borrar, poco a poco, a la persona misma. El Alzheimer no es sólo una enfermedad neurológica: es una pregunta abierta a la subjetividad. ¿Dónde queda el “yo” cuando ya no hay recuerdos? ¿Qué pasa con el deseo cuando no hay palabras? ¿Cómo se ama a alguien que ya no te reconoce? El discurso médico nos habla de placas, deterioros y funciones perdidas. Pero en el diván, en la casa, en la cama, en la silla del comedor, lo que se borra no es sólo la memoria, sino la continuidad de un mundo compartido. Es un duelo que empieza en vida. Es, también, un modo inesperado de seguir amando.

Este encuentro no es una crítica a la medicina ni una clase de psicoanálisis. Es una invitación a pensar el Alzheimer no sólo desde lo que falta, sino desde lo que queda. Porque incluso allí donde ya no hay palabra, algo del sujeto —una mirada, un gesto, una respiración— todavía resiste.

El diagnóstico y el silencio del sujeto

En el momento en que una persona recibe el diagnóstico de Alzheimer, lo que se impone no es sólo el nombre de una enfermedad, sino el comienzo de una desposesión. El lenguaje médico nombra, delimita, explica; pero al hacerlo, corre el riesgo de aplastar la singularidad del sujeto bajo un rótulo que lo convierte en «paciente con deterioro cognitivo progresivo», como si la persona fuera ahora un conjunto de fallas. La ciencia cumple su función, pero el lenguaje clínico puede volverse un guión que deja fuera al protagonista. La médica y fundadora de la Medicina Narrativa, Rita Charon, ha insistido en que “la medicina necesita volver a contar historias, no sólo leer resultados” (Narrative Medicine: Honoring the Stories of Illness, 2006). Para ella, todo paciente es una narración viviente que busca ser escuchada, no sólo evaluada. Pero en enfermedades como el Alzheimer, donde la capacidad narrativa se erosiona, ¿quién cuenta la historia? ¿Quién escucha lo que no se dice?

El psicoanálisis puede incomodar aquí, porque no se acomoda al protocolo. En lugar de preguntar por el deterioro, se pregunta por el sujeto: ¿Qué queda del deseo cuando la memoria falla? ¿Puede haber transferencia —ese lazo tan sutil entre analista y analizante— cuando ya no hay relato, ni pregunta, ni queja? La medicina diagnostica; el psicoanálisis, en cambio, escucha incluso cuando ya no hay palabras claras. Escucha en el tono de la voz, en la repetición de un gesto, en la mirada que se pierde y vuelve. El diagnóstico puede ser un punto de partida, pero nunca debe ser una sentencia de muerte subjetiva. Aunque el Alzheimer borre nombres y fechas, no borra del todo el lugar que una persona ocupa en el deseo de otro. Y allí, donde el discurso se calla, el deseo puede —a veces— seguir hablando.

La memoria no es archivo, es relato

Una de las trampas más comunes al hablar del Alzheimer es imaginar la memoria como un gran archivo que se va vaciando: primero desaparecen los documentos recientes, luego los más antiguos, hasta que sólo queda una sala vacía. Pero la memoria humana no funciona como un estante de carpetas. Es una narración en movimiento, una construcción afectiva y simbólica que da coherencia a lo que somos. Perder la memoria no es simplemente olvidar datos; es perder el hilo de la historia que nos mantiene unidos por dentro. Paul Ricoeur dedicó años a estudiar esta dimensión narrativa de la identidad. En La memoria, la historia, el olvido (2000), escribió que “la memoria no es el simple recuerdo de lo que pasó, sino la historia que podemos contarnos de eso”. Es decir, somos porque contamos. Y cuando ya no podemos contar, alguien más —un hijo, una pareja, un amigo— puede sostener ese hilo narrativo por nosotros, al menos por un tiempo.

Hannah Arendt, por su parte, afirmaba que lo que da continuidad al mundo humano es la capacidad de prometer, de hacer duradera la acción. Esa continuidad —la promesa que el otro representa para mí— se quiebra brutalmente en el Alzheimer. Pero, paradójicamente, también es el lugar donde puede aparecer un nuevo tipo de fidelidad: no a la palabra dicha, sino a la historia compartida. Cuando el enfermo repite siempre el mismo relato, cuando vuelve a una escena de su infancia una y otra vez, no lo hace por error, sino porque ese fragmento de sentido aún está encendido. Y allí donde hay relato, aunque fragmentario, aún hay sujeto. El psicoanálisis no corrige esa repetición: la acompaña, la habita, la escucha como se escucha una canción que amamos aunque ya sepamos de memoria su estribillo. Porque recordar no es recuperar información: es mantener vivo un lazo.

El sujeto sin palabra, el cuerpo como último texto

Cuando el lenguaje comienza a deshacerse y la memoria se vuelve un territorio confuso, lo que queda es el cuerpo. No como objeto biológico, sino como el primer lugar donde fuimos escritos. Antes de poder hablar, ya habíamos sentido. Antes de decir “yo”, ya habíamos sido tocados, sostenidos, alimentados. Por eso, incluso cuando las palabras nos abandonan, el cuerpo sigue hablando. La psicoanalista francesa, Piera Aulagnier, insistía en que el psiquismo se construye a partir de una “violencia fundadora”: el modo en que la madre (o quien cumple su función) impone al niño una imagen de sí, una historia sobre su cuerpo, su llanto, su existir. Esa inscripción primitiva no desaparece del todo, incluso en el Alzheimer. Algo del cuerpo sigue respondiendo a ciertas voces, ciertas melodías, ciertos olores. Algo del goce permanece, aunque no se pueda nombrar.

André Green, por su parte, habló de ciertos estados mentales como una “muerte psíquica”: no una muerte biológica, sino la extinción del deseo, del pensamiento investido, del mundo interno como espacio de representación. En esos casos, el sujeto no desaparece, pero queda reducido a una presencia opaca, casi sin eco. El desafío es no confundir esa opacidad con ausencia. La pregunta se vuelve entonces ética y clínica: ¿cómo leer el cuerpo cuando ya no hay palabra? ¿Cómo escuchar una emoción que no se dice pero se encarna? Una mujer que se estremece al oír una canción de infancia, un hombre que sonríe al tocar una manta de su juventud, un suspiro repetido cuando alguien entra a la habitación: todo eso son signos. No del pasado, sino del sujeto que aún resiste, incluso si no puede explicarse.

*Cuando todo parece haberse perdido, el cuerpo se vuelve el último texto. Y hay que leerlo con la delicadeza de quien sabe que entre esos gestos aún late un alma.

La memoria no se pierde de golpe, se deshilacha lentamente. A veces, una pieza basta para que todo lo vivido vuelva a brillar por un instante.

Los que acompañan: duelo anticipado y ética del cuidado

El Alzheimer no sólo afecta a quien lo padece. También sacude —a veces brutalmente— a quienes acompañan. Amar a alguien que comienza a olvidarte es una experiencia que no se parece a ninguna otra: es mirar cómo el otro se aleja sin irse, cómo su rostro sigue ahí pero ya no te nombra, cómo el amor permanece pero ya no tiene respuesta. Los familiares y cuidadores atraviesan una forma extraña de duelo: el duelo anticipado. El ser amado todavía vive, pero su presencia es cada vez más difusa. Es una pérdida que se renueva cada día, sin ceremonia, sin fecha. Una hija que ya no es reconocida como hija. Un esposo que escucha su nombre sin entender que lo llaman a él. La identidad compartida se tambalea. Y, sin embargo, el amor insiste.

La filósofa, Cynthia Fleury, especializada en ética del cuidado, sostiene que cuidar a otro es sostener una parte de su dignidad incluso cuando él ya no puede ejercerla. No se trata de devolver lo que el otro nos dio, ni de esperar gratitud: se trata de un acto radical de responsabilidad. “La ternura no es un adorno afectivo, sino un deber de lucidez ante la fragilidad del otro” (Ciudades del cuidado: ética e imaginación política, 2021). Esa lucidez es saber que el cuidado puede ser frustrante, extenuante, incluso desesperante. Y aun así, persistir. Acompañar a alguien en su borramiento no es acompañarlo a desaparecer. Es, por el contrario, un modo feroz de sostenerlo en el ser, aunque sólo quede una chispa de su antiguo fuego. Quien cuida también es sujeto. También necesita palabras, alivio, descanso. Y también merece ser acompañado.

¿Puede el psicoanálisis decir algo allí donde no hay palabra?

A primera vista, el psicoanálisis parecería no tener mucho que decir frente al Alzheimer. ¿Cómo trabajar con quien no recuerda? ¿Cómo interpretar si no hay asociaciones libres, ni historia contada, ni demanda formulada? ¿No se trata acaso de un territorio donde reina el silencio, donde el sujeto parece haberse desvanecido? Pero si el psicoanálisis sólo escuchara palabras, sería apenas una técnica. Lo que escucha, en verdad, es la existencia que resuena en los intersticios: el tono, el gesto, la pausa, la insistencia. Como escribió Thomas Ogden, “pensar en presencia de otro” (Sujetos de análisis, 1994), es ya una forma de cuidado psíquico. No se trata de analizar al paciente como un enigma por descifrar, sino de estar con él como quien acompaña una forma de vida que resiste a su propio borramiento.

En ciertos momentos, un paciente puede no reconocer ni su nombre ni el lugar donde está, pero al oír una voz conocida, su mirada se vuelve luminosa. No lo recuerda, pero responde. Y esa respuesta no es mecánica: es afectiva, es singular. Es un resto del sujeto que se aferra al mundo por una vía distinta a la palabra. La psicoanalista brasileña, Maria Rita Kehl, ha señalado que “incluso cuando el lenguaje se apaga, el deseo puede persistir en formas imprevistas” (El tiempo y el perro: La actualidad de las depresiones, 2009). Un deseo que no se articula pero se insinúa, que no se reconoce pero pulsa, que no sabe decir “yo” pero aún tiembla ante la presencia del otro. En esos casos, el analista —o el cuidador que escucha como un analista sin diván— no interpreta: simplemente está, disponible para recibir ese temblor. Quizá, entonces, el acto más psicoanalítico frente al Alzheimer no sea decir, sino sostener. Sostener una escena donde alguien pueda ser mirado como sujeto, incluso si no puede mirarse a sí mismo. Sostener la dignidad de una vida en su forma más frágil. Sostener lo que queda cuando ya no queda casi nada.

Reflexión final

Hay enfermedades que apagan, poco a poco, la luz del mundo interior. Pero incluso en la penumbra, algo late. Un gesto, un murmullo, una sonrisa fugaz: no son pruebas de memoria, sino señales de que la llama no se ha extinguido del todo. A veces, la presencia más humana es la que no exige nada: ni respuestas, ni reconocimiento, ni gratitud. Es la que se sienta al lado sin pretender detener el olvido, pero sí acompañarlo. Como quien no sabe si será recordado, pero igual decide quedarse.

Y quizás sea ése el acto más amoroso: seguir allí, cuando ya no hay quien nos vea, ni quien nos nombre. Porque aunque la memoria falle, el amor —cuando es verdadero— puede volverse memoria por los dos. ¿Y si amar, cuando ya no hay quien te ame, es la forma más pura de ser recordado?

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Un paso al frente

“La vida se encoge o se expande en proporción al coraje”.
-Anaïs Nin, Diarios (1931)

Queridos(as) lectores(as):

Hay un momento en la vida —a veces breve como un parpadeo, otras veces largo como un invierno— en el que el alma se agota de esperar. No se trata de impaciencia ni de capricho. Es algo más hondo, más visceral. Un cansancio que no es solo físico, sino existencial: uno se cansa de no entenderse, de vivir con el piloto automático, de fingir que está bien, de sostener vínculos que ya no se sostienen solos. Y ese cansancio, paradójicamente, puede volverse el umbral de algo nuevo.

Recuerdo a J, una conocida de 39 años que una vez soltó una frase demoledora: “Me cansé de mi vida”. Es directora de una empresa, madre de dos hijos, casada desde hace quince años. Desde fuera, todo parecía en orden. Pero por dentro vivía en ruinas: sin deseo, sin palabra, sin pausa. Había pasado años cumpliendo todos los deberes —trabajar, criar, sostener, rendir— sin escuchar nunca qué quería para sí. Lo que la trajo al análisis no fue una crisis dramática, sino el agotamiento absoluto. Un día, mientras se preparaba el café, sintió que algo en su cuerpo ya no respondía. “Me senté en el suelo de la cocina y me puse a llorar. No de tristeza. De vacío».

J no lo sabía, pero ese llanto era ya un paso al frente. Venía de tocar fondo, sí, pero también de empezar a decirse. Comenzó un proceso psicoanalítico. A lo largo del proceso, no tomó decisiones ruidosas. No se divorció, no dejó su trabajo, no se fue a recorrer el mundo. Pero aprendió a tomar distancia de los mandatos que la oprimían. A decir “no” sin culpa. A pedir ayuda. A dormir sin exigirse salvar a todos. Y poco a poco, su vida se fue ensanchando: no por lo que cambió afuera, sino por lo que por fin se movió adentro. Este encuentro es para quienes han sentido que ya no pueden más, pero no se han rendido. Para los que viven atrapados en una rutina que ya no les refleja, para los que sienten que algo en su interior está pidiendo un cambio, aunque no sepan por dónde empezar. Porque a veces, avanzar no es correr ni volar. A veces, simplemente, es dar un paso al frente.

El hartazgo como umbral

A veces el punto de partida no es la esperanza, sino la fatiga. El análisis, los cambios de vida, las decisiones que transforman rara vez empiezan por una visión clara del futuro; casi siempre comienzan cuando ya no se puede sostener el presente. No hay cosa más solitaria que sentir que uno está viviendo una vida que no le pertenece. Y, sin embargo, esa soledad —tan honda, tan paralizante— puede convertirse en terreno fértil. ¿Por qué? Porque cuando todo se rompe por dentro, también se abren rendijas por donde empieza a entrar la verdad. “Estoy cansado”, “ya no puedo”, “esto no es lo que quiero”, son frases que, dichas con honestidad, contienen una potencia silenciosa. Reconocerse agotado puede ser más valiente que insistir en seguir funcionando.

Viktor Frankl, sobreviviente de los Campos de Concentración, escribió una frase que suele pasar desapercibida entre sus ideas más conocidas, pero que aquí cobra sentido: “Cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, estamos desafiados a cambiarnos a nosotros mismos» (El hombre en busca de sentido, 1946). El hartazgo genuino, el que nace desde lo más íntimo, es un signo de que algo en nosotros aún vive, aún resiste, aún quiere. No es resignación: es inicio.

El miedo a moverse

Si el hartazgo es el umbral, el miedo es la puerta. Una puerta pesada, silenciosa, que uno rodea muchas veces antes de atreverse a tocar. Porque cuando el cansancio ya no puede más, aparece el paso inevitable: moverse. Pero es entonces cuando surge el miedo con toda su voz: ¿Y si cambio todo y sigue igual? ¿Y si salto y me rompo? ¿Y si descubro que ni siquiera era eso lo que buscaba? El miedo al cambio no es signo de cobardía, sino de lucidez. Sólo teme quien ha imaginado consecuencias, quien ha vivido suficiente como para saber que no hay garantías. Incluso las decisiones más nobles pueden doler. Incluso los caminos más necesarios pueden estar llenos de incertidumbre.

La filósofa francesa, Simone Weil, lo encarnó con radicalidad. En 1935, renunció a su cátedra en París para trabajar como obrera en una fábrica metalúrgica. Lo hizo, escribió, “porque necesitaba sentir en el cuerpo el peso de aquello que tanto había teorizado”. Su familia, sus colegas, sus amigos: todos le dijeron que era un error. Que una mujer frágil, brillante, de salud delicada, no podía sobrevivir ahí. Y tenían razón. Sufrió desmayos, humillaciones, agotamiento. Pero también algo dentro de ella despertó. En sus Cuadernos dejó escrito: “El miedo de caer es más violento que la caída misma” (1938). Sabía que el paso más difícil no era el físico, sino el interior: vencer la parálisis que impone el temor. No se trataba de masoquismo ni de heroísmo. Sino de una certeza casi espiritual: no se puede pensar verdaderamente el mundo desde la comodidad perpetua. Hay que habitarlo. Hay que rozar el abismo con los pies. Uno no da un paso al frente cuando deja de tener miedo, sino cuando deja de obedecerle.

Una pequeña decisión lo cambia todo

No siempre es un gran gesto el que cambia la vida. A veces es una acción mínima, una frase apenas dicha, una puerta que se cierra sin estruendo. El primer paso hacia uno mismo rara vez es visible para los demás. Pero adentro, en lo más íntimo, puede ser decisivo. C.S. Lewis, el escritor y pensador inglés que muchos conocen por Las Crónicas de Narnia, fue durante años un ateo convencido. No por frivolidad, sino por lógica. Educado en la razón, marcado por el dolor, había aprendido a desconfiar de toda esperanza trascendente. Y sin embargo, como contaría en Cautivado por la alegría (1955), hubo un instante silencioso que lo transformó todo. Fue en un paseo en motocicleta hacia el zoológico de Whipsnade. Subió al sidecar como no creyente, y al llegar, algo en él había cambiado: “Cuando salí del zoológico, ya creía en Dios”.

No hubo una visión, ni una epifanía dramática. Sólo un giro interno, casi imperceptible, pero irreversible. Lewis mismo lo escribió con ironía: “Era como si, sin saber cómo ni por qué, me hubiese pasado algo. No lo busqué. No lo entendí del todo. Pero supe que ya no podía volver atrás”. Ese tipo de decisiones —que no siempre son religiosas, pero sí existenciales— se parecen mucho al paso al frente del que hablamos aquí. No siempre tienen forma de ruptura visible. Pero marcan un antes y un después. Como cuando alguien, por primera vez, dice: “No quiero seguir así”. O: “Quiero vivir con sentido, aunque aún no sepa cómo”. Hay pasos que no se anuncian. Se dan.

Mi mamá me decía: «Cuando pienses de más… salte mejor a caminar un rato».

Nadie puede dar el paso por ti

Hay decisiones que se toman entre muchos: mudanzas, proyectos, matrimonios, incluso terapias. Pero el paso al frente del que hablamos aquí —ese que inaugura una vida más fiel a uno mismo— siempre se da en soledad. No porque uno esté solo, sino porque nadie puede ocupar ese lugar. Elegir es asumir. Y asumir es dejar de delegar en los otros la responsabilidad de lo que uno vive. Es fácil decir que no se puede por el trabajo, la pareja, la familia, la economía, los traumas del pasado. Y muchas veces todo eso es cierto. Pero también es cierto que, tarde o temprano, uno tiene que decidir si quiere seguir repitiendo lo que no elige… o empezar a elegir lo que aún no sabe cómo vivir. Hannah Arendt, marcada por el exilio y el horror de su tiempo, escribió una frase punzante en su ensayo La vida del espíritu (1971): “Ser libre es estar solo con uno mismo y atreverse a juzgar”. En un mundo que todo lo mide por la aprobación externa, por el algoritmo o por el éxito visible, elegir desde dentro se vuelve un acto subversivo. Y profundamente humano.

No hay garantías. Nadie aplaude. Nadie absuelve. Pero en esa elección —íntima, silenciosa, propia— comienza la libertad. No la abstracta, sino la concreta: la de decirse con verdad, la de vivir con coherencia, la de mirar el espejo sin vergüenza. Uno da un paso al frente no porque alguien más lo empuje, sino porque algo en el interior por fin se alinea. Y ese paso, aunque no lo vea nadie, cambia el mundo de quien lo da.

Cuando la vida se ensancha

Después del paso, no siempre llega la paz. A veces viene la duda, el desconcierto, el silencio. Pero también, de pronto, aparece un pequeño respiro. La vida no se transforma de golpe, pero comienza a sentirse más respirable. Como si uno pudiera habitar su propia existencia con menos miedo. Con más verdad. Hay quien al dar ese paso vuelve a dormir sin ansiedad. Otro descubre que puede caminar más lento. Otro más —sin saber cómo— empieza a llorar por fin, o a reír con algo de ternura.

María Zambrano, exiliada durante décadas y profundamente atenta al alma humana, escribió: “Toda verdad es un alumbramiento, y todo alumbramiento trae su dolor” (Claros del bosque, 1977). Pero también dijo que, tras ese dolor, “la vida se dilata, como si uno pudiera ser por fin más ancho que sus miedos”. Y eso es lo que ocurre: no que todo se arregle, sino que todo se vuelve más amplio. Más real. Más propio.

Reflexión final

Quizá tú, que estás leyendo esto, también estés en ese momento. Quizá ya te cansaste de fingir que no pasa nada. Quizá ya no te alcanza la energía para sostener lo insostenible. Si es así, no esperes un gran milagro. No lo necesitas. Basta un gesto: escribir ese mensaje que llevas días postergando. Decir esa verdad que duele. O simplemente sentarte en silencio y admitir lo que ya sabías, pero no te habías atrevido a mirar. A veces, el paso más valiente es el más sencillo: dejar de mentirse.

Dar un paso al frente no es cambiarlo todo. Es dejar de esconderse. Es recuperar la dignidad de moverse, aunque sea con miedo. Y si tiembla la voz, que tiemble. Pero que sea tuya. La vida, con sus contradicciones y sus heridas, aún puede ensancharse. Y empieza por ahí.


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No toda tristeza es depresión

“El sufrimiento psíquico no es una patología que haya que erradicar de inmediato; es, con frecuencia, una vía de acceso a la verdad del sujeto”
— Jean-Bertrand Pontalis

Queridos(as) lectores(as):

Cada vez es más común escuchar frases como: “Estoy mal, seguro tengo depresión” o “Últimamente me siento bajoneado(a), algo debo tener”. Vivimos en una época donde cualquier malestar emocional despierta sospecha clínica. Lo que antes llamábamos “una mala racha” o “una tristeza fuerte”, ahora corre el riesgo de convertirse en un diagnóstico automático. Y eso, aunque a veces ayuda, también puede volverse un problema. Porque no todo lo que duele está roto. No todo lo que molesta necesita ser eliminado. Hay malestares que nos pertenecen como parte legítima de la vida. Y si corremos demasiado rápido a etiquetarlos, podemos perdernos la oportunidad de entender qué nos están diciendo.

Este encuentro no es una negación de la depresión real, profunda, inhabilitante. Esa existe y necesita atención seria. Pero sí es una invitación a distinguir entre el sufrimiento necesario y el sufrimiento que paraliza. A preguntarnos si, en el afán de sentirnos “bien”, no estaremos silenciando emociones que podrían ayudarnos a crecer.

No toda tristeza es una enfermedad

A veces estar triste es lo más coherente que uno puede estar. Cuando muere alguien, cuando termina una historia importante, cuando el mundo cambia de manera abrupta y uno no sabe quién es frente a eso… ¿qué otra cosa se puede sentir sino una mezcla de vacío, desconcierto y dolor? Pero hemos aprendido a tenerle miedo a ese dolor. Nos han enseñado que estar tristes es sinónimo de estar mal. Y entonces, en lugar de abrazar esa tristeza, la empujamos fuera con pastillas, con distracciones, con frases hechas: “Tienes que ser fuerte”, “todo pasa por algo”, “levanta el ánimo”.

La escritora Siri Hustvedt toca esta idea con delicadeza cuando dice: “Una parte del problema con la tristeza es que se espera que se comporte bien, que no moleste, que no dure” (La mujer temblorosa, 2009). Pero la tristeza no obedece a mandatos sociales. Llega cuando lo que amamos desaparece o se transforma. Y se queda el tiempo que necesita para ser comprendida. No es un enemigo, sino una señal. A veces, la única forma que tiene el alma de recordarnos que hemos perdido algo valioso.

Lo que se gana y lo que se pierde

El diagnóstico puede ser un bálsamo. Cuando alguien pone nombre a lo que sentimos, aparece un alivio inicial: “Entonces no estoy loco, no soy débil, esto tiene una explicación”. Y sí, a veces esa explicación permite iniciar un proceso de cuidado, de contención, de tratamiento. Pero si no se da en el contexto adecuado, también puede volverse una jaula. Hay quienes llegan al análisis diciendo: “Soy depresivo” como quien ya no espera nada más de sí mismo. Como si esa palabra sellara su historia. Como si el diagnóstico les quitara el derecho a preguntarse por qué sufren. Qué les duele. Dónde comenzó todo.

El psicoanalista Juan David Nasio lo advierte con claridad: “El diagnóstico puede servir como brújula, pero nunca debe volverse un destino. Porque una vez que uno se identifica con el síntoma, deja de interrogar su origen”(El dolor psíquico, 2000). Cuando el diagnóstico se vuelve identidad, ya no hay camino. Sólo resignación. Y el dolor se convierte en algo que se padece, no en algo que se trabaja. Por eso, antes de correr a etiquetarnos, conviene detenernos y preguntar: ¿Qué me está diciendo esta tristeza? ¿Qué historia hay detrás de ella?

Tristezas que cuentan algo

No todas las tristezas son enfermedades. Muchas son narraciones inconclusas, afectos sin nombre, despedidas que no se cerraron, duelos que aún buscan ser llorados. A veces, la tristeza es el modo que tiene el alma de reclamar un lugar para lo que perdió. Recuerdo a una paciente que me dijo con voz serena, pero firme: “No estoy deprimida. Estoy de luto. Perdí a mi padre, y con él se fue una parte de mí. No quiero olvidarlo ni dejar de sentirlo. Sólo quiero que alguien me escuche sin apresurarse a sacarme de aquí”. Y eso hicimos: escuchar, respetar, acompañar sin urgencias. Porque su tristeza no era una señal de patología, sino de amor. Estaba triste porque algo había sido importante. Porque algo que valía la pena ya no estaba.

La filósofa María Zambrano, tan atenta a los ritmos interiores, lo dijo con belleza: “Sólo en la tristeza profunda se revela la vida en su hondura” (Claros del bosque, 1977). Hay dolores que no nos paralizan: nos transforman. Nos sacan del ruido para preguntarnos qué sentido queremos darle ahora a lo que queda. No hay que huir de esas tristezas. Hay que darles una silla y escucharlas hablar.

De tu tristeza, toma nota.

El mercado del alivio inmediato

Vivimos rodeados de soluciones rápidas. La industria del bienestar vende promesas de felicidad instantánea, y la psiquiatría, mal usada, corre el riesgo de volverse una respuesta automática al malestar: “¿Triste? Aquí tienes algo que lo quite”. Pero no todo debe quitarse de inmediato. Algunos dolores necesitan permanecer un rato para cumplir su función. Hoy cuesta mucho diferenciar entre el dolor necesario y el sufrimiento patológico. Todo lo que incomoda es medicalizable. Todo lo que inquieta parece “síntoma”. Pero eso nos deja más solos, más desconectados de nosotros mismos.

Porque cuando uno tapa una tristeza antes de tiempo, no la sana. La posterga. La entierra. Y lo enterrado no desaparece: se transforma en insomnio, en fatiga, en angustia muda. No estoy en contra del tratamiento. Estoy en contra del atajo. En contra del mandato de estar siempre bien, aunque por dentro estemos en ruinas.

¿Y si tu tristeza te está llevando a otro lugar?

La tristeza tiene mala prensa. Se la asocia con debilidad, con fracaso, con derrota. Pero ¿y si no fuera así? ¿Y si tu tristeza estuviera señalando algo que merece atención? Tal vez estás cambiando. Tal vez tu vida se está reajustando a algo nuevo, algo que no sabes nombrar aún. Tal vez el proyecto que tenías dejó de resonar, o te diste cuenta de que la imagen que te vendiste ya no se sostiene. Eso duele. Pero también es honesto. Es parte del despertar.

Un conocido me dijo una vez: “No me reconozco. Ya no me emocionan las mismas cosas. Estoy vacío”. Y no, no estaba vacío. Estaba transitando un pasaje. Estaba dejando atrás una identidad. Lo que sentía como vacío era, en realidad, el espacio para algo nuevo. Pero aún no tenía forma. Eso también es tristeza: la espera de algo que todavía no llega. El duelo de lo que fue, y la posibilidad de lo que será. No interrumpas ese tránsito. No lo patologices antes de tiempo.

Reflexión final

No confundamos humanidad con enfermedad. No toda tristeza es depresión. A veces, estar triste es el primer paso para reconstruirse. Si estás en un momento difícil, si lloras más de lo habitual, si hay días en que no encuentras sentido… no te etiquetes demasiado pronto. Tal vez no estás roto(a). Tal vez estás despertando. Y si la tristeza se vuelve abrumadora, si no encuentras salida, si todo se oscurece demasiado: busca ayuda. No por debilidad, sino por amor propio. Pero mientras tanto, si lo que sientes es una tristeza que te hace pensar, recordar, repensarte… entonces escúchala. Quizá es tu alma pidiéndote que no la abandones.

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Gracias por leer con el alma abierta.
Nos seguimos leyendo.

Justificar el daño

“El colmo del trauma no es lo que te hicieron. Es que termines convenciéndote de que estuvo bien”.
— Christiane Sanderson

Queridos(as) lectores(as):

Hay frases que uno escucha en consulta con el estómago apretado. No porque sorprendan, sino porque duelen. Duelen por la normalidad con la que se dicen, por la ternura con la que se recuerdan, por la obediencia con la que se repiten. Una de ellas es: “Bueno, no fue tan grave… igual me quiso a su manera”. ¿A su manera? ¿Qué significa eso cuando hablamos de alguien que te controló, que te humilló en nombre del amor, que manipuló tu vulnerabilidad como si fuera un interruptor que podía apagar o encender según su humor?

Estamos en una época que romantiza el trauma, lo camufla, lo justifica. En vez de llamar al abuso por su nombre, le decimos “dinámica difícil”, “relación intensa” o simplemente “algo que no funcionó”. Y muchas veces no lo hacemos por ingenuidad, sino por miedo. Miedo a aceptar que alguien que amábamos profundamente… no supo amarnos sin destruirnos un poco o bastante. Hoy vamos a hablar de eso: de la trampa emocional de justificar a quien te hirió. Porque sí, el abuso emocional existe. Y no siempre deja moretones visibles, pero sí deja almas hechas polvo.

El lenguaje del abusador

El abuso emocional no siempre se anuncia con golpes ni con amenazas. Es más sutil, más elegante, más difícil de rastrear. Es el comentario sarcástico lanzado como una broma. Es la crítica constante disfrazada de preocupación. Es el castigo silencioso que te congela cuando no obedeces. Es el “te quiero, pero…” Una paciente me relataba con voz temblorosa: “Al principio era sólo eso… que me hacía sentir que yo exageraba. Después, cada vez que discutíamos, decía que él no podía estar con alguien tan inestable. Llegó un momento en que yo le pedía perdón por llorar”.

El abuso emocional no necesita fuerza física. Necesita acceso a tu alma. A tus miedos más íntimos. A esa parte tuya que se pregunta si tal vez, sólo tal vez, mereces que te quieran a medias. Byung-Chul Han escribió que hoy vivimos en una sociedad del rendimiento donde uno mismo se vuelve explotador de sí mismo. En el abuso emocional ocurre algo parecido: la víctima termina siendo parte del mecanismo que la somete.

Las excusas que nos tragamos

Hay algo muy cruel en el modo en que justificamos el daño. A veces, nos volvemos más defensores del abusador que testigos de nuestro propio sufrimiento. Y no es porque no lo sintamos, sino porque nos resulta insoportable mirarlo de frente. “Es que nadie le enseñó a amar”. “Él también tenía ansiedad”. “Yo era muy demandante». “Ella tuvo una infancia difícil». Sí, puede que todo eso sea cierto. Pero no borra el daño. El hecho de que alguien esté herido no le da derecho a herirte también. Lo que pasa es que a veces necesitamos justificarlo porque reconocer el abuso nos haría enfrentarnos a una nueva pérdida: la del amor idealizado.

La filósofa Simone Weil decía que “La desgracia arrastra al alma hasta el último límite de la miseria” (La gravedad y la gracia, 1947) Y sí, a veces la desdicha hace que la víctima se convenza de que lo que vivió no fue tan malo, sólo para poder seguir caminando. Pero hay que tener el valor de llamar al daño por su nombre. No por rencor, sino por dignidad.

¿Por qué nos cuesta tanto nombrarlo?

Nombrar lo que nos hicieron es también nombrar lo que permitimos. Y eso nos llena de vergüenza. ¿Cómo pude quedarme tanto tiempo ahí? ¿Cómo pude amar a alguien que me apagaba? ¿Cómo no me di cuenta? Nos cuesta porque al reconocerlo, toca rehacer toda la historia. Desde el principio. Como si tuviéramos que quemar el diario donde habíamos escrito nuestra versión del amor. Y sin diario, ¿quiénes somos?

Vivimos en una cultura que espiritualiza el aguante. “Perdona”, “entiende”, “suelta”. Pero pocas veces se dice: “nómbralo”, “denúncialo”, “párate frente a eso y no te muevas”. La sanación no siempre es suave. A veces arde. A veces implica decir: sí, me lastimaron. No, no estuvo bien. Y no lo voy a justificar más. Recuerdo cariñosamente a una amiga, cuyo padre la insultaba cada vez que se equivocaba. Nunca la tocó, pero la hacía sentir inútil. Ya adulta, decía: “Es que él quería que yo fuera fuerte. Me estaba formando para el mundo”. No, amiga. No era formación. Era violencia emocional. Y está bien que te duela decirlo.

Hay quienes piensan que el amor real es el que más duele. Y no, no es así…

Del dolor que libera al dolor que encadena

No todo dolor es crecimiento. Hay dolores que son cárceles, que se repiten como un eco porque nadie se atrevió a interrumpir el sonido. Justificar a quien te hirió es como ponerle flores a una celda. Puede parecer bonito, pero sigues encerrado. El dolor que libera es el que se dice, el que se llora, el que se escribe aunque sea con la mano temblando. Es el que atraviesa la vergüenza y la culpa, y llega al otro lado, donde hay palabras nuevas: límite, derecho, reparación, libertad.

Un conocido me decía: “No sé por qué me duele más reconocer que fue abuso que haberlo vivido”. Y otro le contestó: “Porque cuando lo vivías, al menos tenías la fantasía de que algún día iba a cambiar. Ahora sabes que no”. Aceptar eso duele. Pero también libera. Porque uno ya no espera nada del otro. Comienza a esperarse a sí mismo.

Y tú, ¿de qué te estás convenciendo?

Hoy quiero hacerte unas preguntas que no buscan culparte, sino despertarte: ¿qué historia te estás contando para no enfrentarte al dolor real? ¿Sigues pensando que él era “bueno, pero confundido”? ¿Que ella te amaba, pero tenía miedo? ¿Que tú eres el problema porque siempre fuiste “demasiado”? Tal vez esa historia te ayudó a sobrevivir. Pero ya no necesitas sobrevivir: necesitas vivir. Y para eso, hay que dejar de justificar. No estás solo, no estás sola. No estás loco, no estás loca. No estás exagerando. Y si hay una parte de ti que se sintió reconocida en estas líneas, entonces ya comenzaste el camino de regreso. A tu voz. A tu verdad. A tu vida sin disfraces.

Sanar no es olvidar. Sanar es dejar de mentirse para proteger quien te rompió. No necesitas gritarlo, pero sí decirlo. Aunque sea en voz baja. Aunque sea hoy, frente a esta pantalla, en la soledad de tu habitación. “Eso que me hicieron estuvo mal”.
Y aunque nadie más lo entienda, tú lo sabes. Y eso basta.


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Gracias por leer con el corazón.

El duelo de C.S. Lewis

«El duelo es como una larga avenida, por la que uno se arrastra, en la que cada recodo parece prometer la salida… y no lo es».
— C.S. Lewis

Queridos(as) lectores(as):

La vez pasada tuvimos la oportunidad de abordar El problema del dolor (1940) de C.S. Lewis, por lo que me parece conveniente darle su debida continuación. Cuando un ser amado muere, no muere sólo él, sólo ella. Algo en nosotros también se derrumba, se rompe, se desordena. En Una pena en observación (1961), C.S. Lewis no intenta entender el dolor desde el intelecto, sino desde la herida misma. Ya no es el pensador que nos hablaba del «el problema del dolor» como categoría teológica o lógica; es un hombre con el alma en carne viva, escribiendo desde el silencio y la confusión que siguen a la muerte de su esposa, Joy.

Este encuentro es una continuación natural de la anterior. Pero ya no estamos en el terreno de las ideas: aquí nos adentramos en un testimonio desgarrador. Y quizás, al compartirlo, podamos ofrecer un poco de compañía a quienes también atraviesan alguna pena —grande o pequeña— que les ha dejado sin palabras. Vamos a recorrer juntos esas páginas, no como quien analiza un texto, sino como quien acompaña un lamento. Como quien se sienta al lado de alguien que llora, sin querer explicarlo todo… pero sin irse.

La pérdida concreta

Cuando Joy Davidman murió en 1960, C.S. Lewis no perdió simplemente a una esposa: perdió una compañera espiritual, una interlocutora aguda, una presencia que había devuelto calor a su vida adulta. Lewis había vivido muchos años en una especie de celibato voluntario, intelectual y afectivo, y fue recién en la madurez que se permitió el amor. Por eso la pérdida de Joy fue, en cierto modo, la pérdida de una vida que recién empezaba. Una pena en observación no es un tratado, sino un cuaderno de duelo. Lo escribió en pequeños fragmentos, casi como anotaciones entre sollozos. Lo publicó originalmente bajo seudónimo, “N.W. Clerk”, para protegerse del escrutinio público. Y lo que escribió es duro, honesto, incómodo: “No estoy en peligro de dejar de creer en Dios”, confiesa, “el verdadero peligro es creer cosas horribles de Él”. Lewis no intenta idealizar a Joy ni convertir su historia en consuelo fácil. Lo que hace es mostrar, sin filtros, cómo el dolor real desarma incluso las certezas más nobles. El hombre que había defendido la existencia de un Dios bueno y justo ahora dudaba, no de su existencia, sino de su bondad. Su testimonio es valiente porque no teme contradecirse. Su fe, dice, se tambalea no porque Dios no exista, sino porque el rostro de ese Dios parece haber desaparecido por completo.

Esto no es raro en quienes hemos perdido a alguien. Hay días en que el dolor es tan agudo que Dios parece sordo, mudo, ausente. Lewis, con palabras sencillas pero profundas, pone en texto ese sinsentido. No hace falta que el lector haya vivido exactamente lo mismo; el modo en que lo dice es suficiente para despertar una resonancia interior. El duelo, nos dice, no es lineal. No es una bajada progresiva hacia la aceptación. Es una especie de espiral, en la que el mismo dolor vuelve, pero diferente. Lewis encuentra que, al intentar recordar a su esposa, muchas veces sólo consigue una imagen vacía. “¿Dónde está?”, se pregunta. ¿En el cielo? ¿En su memoria? ¿En sus palabras escritas? ¿En la risa que ya no escucha? Y con esa pregunta comienza a hablar el alma herida. No el teólogo. No el apologista. El hombre.

El desmoronamiento de la imagen de Dios

Uno de los momentos más desoladores de Una pena en observación ocurre cuando Lewis, en medio del llanto, escribe: “Ve a Dios y lo que encuentras es una puerta que se cierra con golpe y se tranca por dentro”. No es una frase ligera. Para quien ha dedicado su vida a escribir sobre la fe, el cristianismo y la razón, confesar algo así es casi un escándalo… y sin embargo, es profundamente cristiano. Lo que Lewis experimenta es la noche oscura del alma. Pero a diferencia de San Juan de la Cruz o Santa Teresa, no la vive desde una práctica mística, sino desde una intimidad desgarrada. No duda de Dios como teoría, duda de Dios como consuelo. Le habla —como Job— desde la herida, desde la tierra húmeda con lágrimas, desde la indignación más legítima: ¿Por qué, si eres amor, no has impedido esto? Es notable cómo se desploma su imagen anterior de Dios. En El problema del dolor (1940), Lewis había sostenido que el sufrimiento era parte de un plan amoroso, un cincel que Dios utiliza para moldearnos. En Una pena en observación, ese cincel se ha vuelto puñal. Y aunque su razón sigue buscando sentido, su corazón grita como cualquiera: “Esto duele y no entiendo por qué”.

Pero ese colapso tiene un valor inmenso. Nos muestra que una fe auténtica no es la que nunca se tambalea, sino la que sobrevive incluso cuando ha sido zarandeada. Lewis no nos presenta a un creyente ideal, sino a uno real: contradictorio, enojado, triste, humano. Dice: “Cuando estás feliz, tan feliz que no sientes necesidad de Dios… si te acuerdas de Él, lo agradecerás. Pero acudes a Él como un último recurso, y lo que oyes es un portazo”. Hay creyentes que jamás se animan a decir esto en voz alta. Lewis sí. Y eso es lo que vuelve tan poderosa esta obra. No pretende dar respuestas —no las tiene—. En su lugar, ofrece compañía, lucidez y una vulnerabilidad que muchas veces nos salva más que mil sermones.

“Su ausencia es como el cielo, se extiende sobre todo”.
— C.S. Lewis, Una pena en observación (1961)

El lenguaje del dolor

Hay un momento en Una pena en observación en que Lewis admite no poder hablar. No porque no sepa qué decir, sino porque el dolor lo ha reducido a un balbuceo interior. “No hay nada que puedas hacer con el sufrimiento —dice—. No puedes compartirlo, ni siquiera describirlo. El verdadero dolor es mudo”. Y sin embargo, lo intenta. Una y otra vez, como quien palpa a oscuras buscando una forma de decir lo que duele. Y eso convierte su obra en un ejercicio lingüístico y existencial de primer orden: ¿cómo hablar de lo que por definición quiebra el lenguaje? El dolor, en Lewis, no tiene estructura ni gramática. Cambia de forma, se transforma, retrocede y vuelve a golpear. Es como un animal salvaje que se cuela en la casa y no deja nada intacto. En su intento por escribirlo, Lewis no ordena; registra. A veces con ternura, a veces con rabia, a veces con una fatiga tan profunda que las palabras apenas se sostienen.

Esto lo vuelve profundamente humano. Y profundamente literario. Lewis se permite contradecirse, y eso es parte del duelo: decir una cosa hoy y desmentirla mañana. Un día siente que Joy sigue viva en algún modo misterioso, y al siguiente teme que todo haya sido una ilusión. “El dolor insiste en ser atendido”, había dicho antes. Ahora, el dolor escribe por él. Como filósofo, pero sobre todo como psicoanalista, me conmueve observar este intento de ponerle nombre al abismo. Lewis no se escuda en frases hechas ni intenta “superar” su dolor. Lo deja vivir, lo mira a los ojos, se deja afectar. Lo escribe. Y al hacerlo, sin quererlo, nos enseña que a veces el único modo de soportar la pena es tratar —con torpeza, con miedo, con dignidad— de ponerla en palabras. Lo que muchos lectores encuentran en este texto no es un manual de duelo, sino una compañía. Un eco. Un espejo. Y eso basta.

De la oscuridad a la esperanza

En las primeras páginas de Una pena en observación, el tono de Lewis es tan sombrío que uno podría pensar que no hay salida posible. Pero conforme avanza, algo cambia. No es una recuperación triunfal ni una respuesta mágica. Es más bien un respiro. Una grieta por donde entra un poco de luz. No hay un momento exacto en el que Lewis diga “he sanado”. Lo que hay es un lento desplazamiento: del grito, al susurro; del caos, al murmullo de algo que empieza a sostenerse otra vez. Poco a poco, Joy ya no es sólo la ausencia que duele, sino también la presencia que amó. No desaparece el dolor, pero aparece una forma distinta de recordarla. “La muerte —escribe— no ha quitado nada de lo que realmente importaba de ella. La ha dejado fuera de mi alcance. Eso es todo”. Esa frase, tan simple y tan desgarradora, contiene una de las verdades más hondas del duelo: el amor no se borra con la muerte. Se transforma, se vuelve memoria, suspiro, plegaria. Y en ese espacio, Dios vuelve a asomarse, no como respuesta, sino como presencia. Lewis lo dice con humildad: “Tal vez mi idea de Dios era sólo una imagen… y ha tenido que romperse para que Dios pueda acercarse de verdad”.

Lo más conmovedor de esta parte es que Lewis no escribe desde la victoria, sino desde la fidelidad. La fe que vuelve no es la de antes, sino una más vulnerable, más delgada, pero también más real. Ya no se trata de entender a Dios, sino de seguir buscándolo incluso cuando duele. “Amar —nos recuerda— es estar expuesto. Y sufrir por amor no es fracaso: es señal de que fue verdadero». Para quienes están atravesando una pérdida, este libro no ofrece consuelo fácil. Pero sí ofrece verdad, y eso a veces consuela más que cualquier frase reconfortante. Lewis no promete que todo mejorará. Promete que no estás solo. Que otros también han gritado, dudado, llorado. Y que hay caminos, lentos pero ciertos, hacia una forma nueva de vivir con la ausencia.

Cuando el alma escribe con lágrimas

Escribir desde el dolor verdadero exige coraje. C.S. Lewis lo tuvo. En Una pena en observación no nos enseñó a superar la pena, sino a atravesarla sin negarla. Nos mostró que incluso los corazones creyentes tiemblan. Que incluso los sabios se quiebran. Y que incluso en la oscuridad, puede haber fidelidad. Quizá tú, lector o lectora, estés hoy atravesando una pérdida. O tal vez te duela algo que no puedes nombrar del todo. Si es así, este encuentro es para ti. No pretende explicarte nada, sólo decirte: no estás solo(a). La pena no es un error. Es la marca de haber amado. Y aunque parezca interminable, tiene un ritmo, una respiración, una manera de irse acomodando con el tiempo. A veces, lo más valiente que puedes hacer es simplemente seguir de pie, aunque sea temblando. Lewis lo hizo. Tú también puedes.


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