Las brujas de Salem: el miedo que necesita culpables

“El demonio está vivo en Salem, y no descansará hasta que encuentre a los culpables”
–Arthur Miller

Queridos(as) lectores(as):

Octubre es el mes del miedo, y en este recorrido por las sombras humanas hemos hablado de vampiros, asesinos y fantasmas. Pero hoy quiero detenerme en un caso real, uno que nos muestra que el terror no siempre proviene de criaturas sobrenaturales, sino de la propia comunidad cuando se deja arrastrar por la histeria: los juicios de Salem, ocurridos en 1692 en Massachusetts. Más de doscientas personas fueron acusadas de brujería, la mayoría mujeres. Veinte fueron ejecutadas: diecinueve en la horca y un hombre, Giles Corey, aplastado con piedras por negarse a confesar. Lo que se desató en aquella pequeña aldea puritana no fue solo un episodio de superstición, sino un fenómeno de miedo colectivo que convirtió a vecinos en enemigos y a la religión en un arma de persecución.

La Historia de Salem se ha contado muchas veces, pero no siempre se subraya lo esencial: no hubo brujas. Lo que hubo fue una comunidad aterrorizada que necesitaba culpables para explicar lo que no entendía: enfermedades, malas cosechas, tensiones políticas, ansiedades sexuales. Y como tantas veces en la Historia, las víctimas fueron mujeres pobres, viudas, ancianas o simplemente distintas. Hoy quiero que pensemos juntos en lo que Salem significa todavía. Porque el miedo que se vivió allí no murió con las hogueras, sino que sigue reapareciendo en cada época en que la sociedad necesita fabricar enemigos para sentirse segura.

El miedo como construcción social

Salem fue, ante todo, un laboratorio de miedo. En una comunidad pequeña, rígidamente puritana (protestante), donde la vida era dura y la religión impregnaba cada aspecto de la existencia, bastó con que unas niñas tuvieran convulsiones y acusaran a otras de “embrujarlas” para que la histeria explotara. De pronto, lo invisible —el demonio, la brujería— se volvió explicación de todo lo que salía mal. El filósofo Thomas Hobbes había escrito en Leviatán (1651): “El miedo invisible es la primera semilla de lo divino”. En Salem, ese miedo invisible fue la semilla de la catástrofe. Lo divino se transformó en sospecha, y la sospecha se volvió condena. El mal no necesitaba pruebas: bastaba con una acusación.

Lo que aterra de Salem no es la creencia en brujas, sino la facilidad con la que el miedo colectivo puede suspender la razón. Cuando el temor se organiza socialmente, deja de importar la verdad: lo único relevante es encontrar un culpable que calme la angustia. Y así Salem nos enseña algo inquietante: el miedo no es sólo una emoción individual, sino un arma cultural que, cuando se comparte, puede justificar lo injustificable.

La mujer como chivo expiatorio

La mayoría de las acusadas de Salem fueron mujeres. No es casualidad. En el imaginario puritano, la mujer era vista como más vulnerable al pecado, más propensa a dejarse seducir por el diablo. El cuerpo femenino, con su misterio y su capacidad de dar vida, se convertía en sospechoso. Michel de Montaigne, en uno de sus Ensayos (1580), ya denunciaba la crueldad con la que se perseguía a las mujeres acusadas de brujería en Europa: “Se quema a gentes por adivinaciones y por lo que no es más que aire y fantasía”. Pero en Salem, ese aire se volvió hoguera. Las acusadas solían ser mujeres pobres, ancianas, solitarias, o aquellas que no encajaban en la comunidad.

La “bruja” no era la hechicera sobrenatural, sino la mujer incómoda: la que hablaba demasiado, la que vivía sin marido, la que no se sometía al orden establecido. Salem mostró con brutal claridad cómo el miedo se proyecta en quienes ya están en los márgenes. En este sentido, la verdadera brujería de Salem no estuvo en pócimas ni conjuros, sino en la capacidad de una comunidad para transformar la diferencia en delito y la fragilidad en amenaza.

La comunidad contra el individuo

Los juicios de Salem fueron también un espectáculo de la presión social. Quien no acusaba, era acusado. Quien no delataba, era sospechoso. De pronto, todos tenían que elegir entre sobrevivir traicionando a otros o arriesgarse a la horca guardando silencio. Arthur Miller, en The Crucible, escribió la que quizá sea la frase más lúcida sobre Salem: “No hay nada más temible que un grupo de gente que cree estar haciendo el bien”. Ese fue el motor de las condenas: la convicción de que se actuaba en nombre de Dios y de la pureza de la comunidad.

Sigmund Freud, en Psicología de las masas y análisis del yo (1921), explicó cómo el individuo en grupo pierde su capacidad crítica y se deja arrastrar por la sugestión colectiva. Salem fue un ejemplo perfecto: lo que parecía impensable de manera individual —acusar sin pruebas, ejecutar inocentes— se volvió aceptable cuando todos lo hacían. Aquí está el verdadero terror: descubrir que la comunidad, cuando se deja dominar por el miedo, puede ser más peligrosa que cualquier enemigo externo.

“Yo no hago pacto con el Diablo. Soy inocente. Dios lo sabe”
(Declaración de Rebecca Nurse antes de ser ejecutada, Juicios de Salem, 1692).

El teatro como espejo moderno

En 1953, Arthur Miller estrenó The Crucible, una obra que tomó los juicios de Salem como metáfora del macartismo en Estados Unidos. En plena caza de comunistas, Miller vio en Salem un espejo inquietante: la repetición de la histeria colectiva disfrazada de justicia. “Salem es una tragedia americana”, escribió Miller en el prólogo de la obra. Lo es porque revela un patrón universal: cada época inventa sus brujas. En el siglo XVII fueron mujeres pobres acusadas de pactar con el diablo; en el XX, intelectuales señalados de comunistas; en el XXI, quienes son cancelados en las redes sociales.

El teatro de Miller nos recuerda que Salem no quedó en el pasado. Que seguimos buscando enemigos invisibles para tranquilizar nuestros miedos. Y que lo más fácil es siempre culpar a quienes no tienen poder para defenderse. Así, el mito de las brujas de Salem sigue vivo no por lo que ocurrió en 1692, sino porque muestra lo que puede ocurrir en cualquier sociedad que confunde el miedo con la verdad.

La vigencia del mito de la bruja

Hoy ya no colgamos a mujeres en plazas públicas, pero seguimos usando la palabra “bruja” para descalificar, marginar o ridiculizar. El mito persiste porque responde a una necesidad psíquica: tener a alguien sobre quien descargar lo que no queremos reconocer en nosotros mismos. Carl Gustav Jung hablaba de la “sombra” como aquello que reprimimos y proyectamos en otros. La bruja de Salem es esa sombra: encarna lo que la comunidad puritana no quería admitir —deseo, ambición, libertad— y que prefirió exterminar antes que integrar.

El mito de la bruja, entonces, no es sólo un recuerdo oscuro: es una advertencia. Cada vez que estigmatizamos a alguien por su diferencia, cada vez que el miedo reemplaza a la razón, volvemos a encender la hoguera de Salem. Lo más perturbador es que, como sociedad, aún necesitamos esas “brujas”. Nos calma pensar que el mal está en otros, en lugar de reconocerlo en nosotros mismos.

Reflexión final

Las brujas de Salem no existieron. Lo que existió fue el miedo. Lo que existió fue la violencia de una comunidad que necesitaba culpables para sostener su frágil seguridad. Lo que existió fue la condena de mujeres que no encajaban en el molde impuesto por una religión rígida y un poder social que necesitaba reafirmarse.

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Querido(a) lector(a), pensar en Salem es mirarnos al espejo. ¿Cuántas veces señalamos a otros para no enfrentar nuestras propias sombras? ¿Cuántas veces hemos preferido creer en culpables inventados antes que aceptar la complejidad de la realidad? Las hogueras cambian de forma, pero siguen ardiendo. Y lo que está en juego no es el demonio, sino nuestra humanidad.

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Jack el Destripador: el mal sin rostro

“Estoy tan harto de escuchar sobre mí que pienso seguir trabajando… ”.
–Carta enviada a la policía metropolitana de Londres, 1888

Queridos(as) lectores(as):

Octubre avanza y seguimos explorando las sombras que más nos inquietan. Hasta ahora hemos recorrido el terreno de la ficción: personajes literarios que nos fascinan porque nacieron de la pluma de un autor. Pero hoy quiero detenerme en un caso distinto, uno que no pertenece a la imaginación sino a la historia: Jack el Destripador. En 1888, en el barrio londinense de Whitechapel, varias mujeres fueron brutalmente asesinadas con una violencia quirúrgica. El asesino nunca fue atrapado, aunque la prensa, la policía y los rumores construyeron en torno a él una figura fantasmática. El apodo “Jack the Ripper” surgió de cartas enviadas a los periódicos y a Scotland Yard, algunas auténticas, otras falsas, todas alimentando el mito.

Lo fascinante de Jack no es sólo la brutalidad de sus crímenes, sino lo que representa: el mal sin rostro, el asesino que podría ser cualquiera y, por lo tanto, aterra más que cualquier monstruo literario. Si Drácula vive en un castillo y Frankenstein en su laboratorio, Jack habita en las calles, en la multitud, en la ciudad donde cualquiera de nosotros podría encontrarse con él. Hoy quiero proponerles pensar a Jack el Destripador no desde el morbo policíaco, sino como un símbolo cultural y psíquico. ¿Por qué seguimos hablando de él? ¿Qué nos dice su anonimato sobre nuestra relación con el miedo? ¿Y qué revela de la violencia que persiste aún en nuestras sociedades?

El anonimato como poder

La gran fuerza de Jack no radica en su violencia —otros asesinos mataron con mayor crueldad— sino en su anonimato. Nunca se supo quién fue, y esa incógnita lo convirtió en un mito. Michel Foucault, en su ensayo Vigilar y castigar (1975), escribió: “El poder es más fuerte cuando no se sabe quién lo ejerce”. Jack encarna esa paradoja: su identidad vacía le otorga un poder ilimitado sobre la imaginación. Cada sospechoso —médicos, carniceros, inmigrantes, aristócratas— fue un espejo en el que la sociedad proyectaba sus miedos. El Destripador podía ser cualquiera, y esa posibilidad desestabilizó la confianza en los otros. Lo desconocido se volvió más aterrador que cualquier verdad.

Desde el psicoanálisis, Jacques Lacan diría que el significante “Jack el Destripador” funciona como un vacío que organiza el deseo y el temor social. No importa quién fue en realidad; lo esencial es que su nombre quedó como un agujero negro alrededor del cual gira la imaginación colectiva. Por eso Jack sigue vivo: porque no tiene rostro. Su ausencia de identidad lo convierte en un espejo en el que cada época proyecta sus monstruos. En el siglo XIX era el inmigrante y el pobre; hoy podría ser el vecino, el colega, el desconocido en internet.

El cuerpo femenino como territorio

Todas las víctimas confirmadas de Jack fueron mujeres prostitutas. No es un dato menor: revela que su violencia se ejerció contra cuerpos marginados, frágiles y desprotegidos. Jack no atacó al azar: eligió a las que menos protección tenían, las que vivían en los márgenes de una ciudad hipócrita que consumía sus servicios en secreto y luego las despreciaba en público. Simone de Beauvoir escribió en El segundo sexo (1949): “No se nace mujer: se llega a serlo”. En el Whitechapel victoriano, ser mujer pobre equivalía a cargar con un destino marcado: explotación, miseria, vulnerabilidad. Los crímenes de Jack no hicieron sino subrayar esa herida: el cuerpo femenino como campo de batalla.

El corte quirúrgico en sus víctimas no era sólo una técnica macabra: era una forma de decir “este cuerpo no te pertenece”. El asesinato se volvía mensaje. Y lo perturbador es que la sociedad de entonces, en lugar de proteger a las mujeres, convirtió a Jack en protagonista de un espectáculo mediático. El sufrimiento real de las víctimas fue opacado por el mito del asesino. En ese sentido, Jack no es sólo un individuo: es la encarnación de una estructura de violencia contra lo femenino. Su anonimato permitió que el odio, la indiferencia y la misoginia quedaran enmascaradas bajo la fascinación por el “misterio”. Lo que aterra no es sólo que existiera un Destripador, sino que todavía hoy su sombra siga eclipsando a quienes fueron sus víctimas.

“Me encanta mi trabajo y quiero volver a empezar si tengo la oportunidad»
(Carta conocida como Dear Boss, firmada “Jack the Ripper”)

La ciudad como escenario del horror

Whitechapel no era un simple barrio: era el corazón de la miseria victoriana. Calles oscuras, hacinamiento, alcoholismo, prostitución, enfermedades. Jack no inventó la violencia: simplemente emergió de un espacio donde la vida valía poco y la muerte acechaba en cada esquina. Charles Booth, en su famoso mapa de pobreza de Londres (1889), describía Whitechapel como “la zona más desesperada de la ciudad”. Allí, la neblina, la suciedad y el abandono formaban un decorado perfecto para que el mal se moviera sin ser visto. La ciudad, con su indiferencia, fue cómplice de los crímenes.

Desde un punto de vista simbólico, Londres funcionó como un organismo vivo con un corazón podrido. Mientras la alta sociedad disfrutaba de teatros y bailes, el East End se convertía en un teatro del horror donde los cuerpos de las mujeres aparecían mutilados. El contraste era insoportable, pero real. Lo fascinante es que la ciudad no sólo albergó al asesino: lo produjo. Jack es, en este sentido, hijo legítimo de la modernidad urbana, con sus luces y sus sombras. El verdadero horror es descubrir que el mal no viene de afuera, sino que nace en las entrañas mismas de la civilización.

El mito que nunca muere

Más de un siglo después, seguimos hablando de Jack el Destripador. Libros, películas, documentales, teorías conspirativas: el mito se ha multiplicado. ¿Por qué no podemos soltarlo? El criminólogo Donald Rumbelow, en su estudio The Complete Jack the Ripper (1975), señalaba: “Lo que mantiene vivo al Destripador no son los hechos, sino los vacíos”. Cada laguna en el caso es un espacio para la imaginación. Cada sospechoso descartado renueva la fascinación.

Aquí actúa un mecanismo psíquico poderoso: el mal anónimo calma y excita a la vez. Calma porque, al no tener rostro, cualquiera de nosotros puede creer que “ya no existe”; excita porque siempre puede regresar, encarnado en alguien más. Jack se volvió inmortal porque nunca fue atrapado. En la cultura, la impunidad es sinónimo de eternidad. Y en esa eternidad, su nombre funciona como advertencia: el mal no necesita rostro para operar; basta con el rumor, con el miedo, con la sospecha de que está en todas partes.

Lo humano detrás del monstruo

Tal vez lo más perturbador de Jack es imaginar que no era un demonio ni un espectro, sino un hombre común. Podría haber sido un médico respetable, un vecino amable, un carnicero del barrio. Esa posibilidad nos desarma porque revela que el mal no siempre viene disfrazado de monstruo: puede habitar en lo cotidiano. Hannah Arendt lo explicó con brutal claridad en Eichmann en Jerusalén (1963): “Lo más temible del mal es su banalidad”. Jack encarna esa banalidad: no necesitó poderes sobrenaturales ni ciencia avanzada para aterrar a una ciudad entera; le bastó un cuchillo, la noche y la certeza de que nadie lo reconocería.

Esa es la herencia inquietante del Destripador: no saber quién fue nos obliga a aceptar que pudo haber sido cualquiera. Y si pudo ser cualquiera, entonces el mal no está afuera, sino latente en todos nosotros. Lo que nos aterra de Jack no es sólo lo que hizo, sino que nos recuerda lo que podríamos ser.

Reflexión final

Jack el Destripador sigue vivo porque nunca tuvo rostro. Su anonimato lo convirtió en un fantasma cultural que no deja de interpelarnos. Nos recuerda que el verdadero miedo no está en lo sobrenatural, sino en lo humano; no en los monstruos de la literatura, sino en las calles oscuras de nuestras propias ciudades.

Querido lector(a), este octubre no quiero preguntarte si crees en vampiros o fantasmas. Quiero preguntarte algo más incómodo: ¿qué haces con la sombra de lo humano? Porque tal vez el Destripador no se esconde ya en Whitechapel, sino en cada indiferencia que permite que la violencia se repita en silencio. El mal sin rostro nos sigue mirando. ¿Lo reconocemos?

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Borges y los laberintos infinitos

«Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca».
— Jorge Luis Borges

Queridos(as) lectores(as):

Si Rayuela de Cortázar nos invitaba a saltar, Ficciones de Jorge Luis Borges (1944) nos arrastra a un laberinto donde cada pasillo conduce a otro más profundo. No es una novela ni un tratado filosófico, sino una constelación de relatos que parecen espejos entre sí. Borges no busca contarnos historias en el sentido clásico, sino recordarnos que toda historia es, en realidad, el eco de otras. La experiencia de leerlo no es tanto avanzar hacia un final, sino perderse en un juego de reflejos donde cada respuesta abre nuevas preguntas. Cuando leí Ficciones en mi adolescencia, me pasó algo extraño: estaba acostumbrado a que los libros tuvieran principio, nudo y desenlace, y de pronto Borges me enfrentó a relatos donde lo importante no era “qué pasa”, sino “cómo pasa” y “qué significa que pase”. A ratos me frustraba, a ratos me fascinaba. Fue quizá el primer libro que me enseñó que la literatura podía ser filosofía encubierta. Que un cuento sobre una biblioteca infinita era, en realidad, un tratado sobre la condición humana.

Años después, en mi juventud gracias a mi mamá, entendí que ese desconcierto inicial era precisamente lo que Borges buscaba. En una entrevista dijo: “El hecho central de mi vida fue la existencia de las palabras y la posibilidad de entrelazarlas” (Conversaciones con Osvaldo Ferrari, 1985). Lo suyo no era “contar” sino mostrar el vértigo del lenguaje. Lo descubrí una noche en que, después de una larga jornada de estudio, me quedé releyendo El jardín de senderos que se bifurcan. Cerré el libro y sentí que mi propia vida estaba hecha de bifurcaciones invisibles: cada decisión, por mínima que fuera, me había llevado hasta ese instante. Borges nos recuerda que el sentido de la vida no está en encontrar un hilo recto, sino en aprender a habitar el laberinto. Como decía Macedonio Fernández, su maestro y amigo: “Yo no escribo para que me lean, sino para que me relean” (Papeles de Recienvenido, 1929). Y tal vez la vida, como Borges, no está hecha para entenderla a la primera, sino para vivirla en constantes relecturas.

El laberinto como metáfora

Uno de los símbolos más persistentes en Ficciones es el laberinto. En “La biblioteca de Babel”, el universo entero aparece como una biblioteca infinita donde los hombres buscan, entre anaqueles interminables, un libro que les dé sentido. Esa imagen es brutalmente humana: buscamos explicaciones en medio de un mar de signos que, en su mayoría, no entendemos. Borges sabía que el laberinto no era sólo una figura literaria, sino una metáfora de nuestra condición. Recuerdo que, en mis años de juventud, pasaba tardes enteras en las bibliotecas de la UNAM, rodeado de estantes que parecían no terminar nunca. No buscaba nada concreto: hojeaba, me perdía, encontraba libros que ni sabía que existían. Borges habría sonreído ante ese extravío, porque para él perderse era ya una forma de hallazgo.

Chesterton, otro de sus grandes referentes, había escrito: “Un hombre que piensa sigue siendo un hombre, aunque piense solo” (Ortodoxia, 1908). En el laberinto borgiano, incluso la soledad es compañía porque siempre hay un libro, una palabra, un espejo. El laberinto no se resuelve: se habita. Esa es la lección más incómoda. A los adolescentes nos dicen que la vida es “trazar un camino”, pero Borges sugiere lo contrario: que la vida es aceptar que no hay mapa último. Aquí pienso en Freud, que afirmaba: “La voz del intelecto es baja, pero no descansa hasta ser oída” (El porvenir de una ilusión, 1927). En el laberinto de la mente —y del deseo— siempre habrá un murmullo que nos lleve más adentro.

«El laberinto es uno de los caminos más antiguos de la humanidad, quizá porque todos estamos perdidos en uno».
— Jorge Luis Borges, conferencia El tiempo y J. W. Dunne (1952)

El tiempo como encrucijada

En “El jardín de senderos que se bifurcan”, Borges imagina un libro-laberinto donde cada decisión abre infinitos futuros posibles. Ese relato me golpeó fuerte en mis años universitarios, cuando dudaba entre seguir el camino académico o abrirme a la escritura y la clínica. Sentía que cada elección significaba cerrar todas las demás. Borges me mostró que quizás no, que el tiempo no es una línea, sino un entramado de bifurcaciones donde todos los caminos conviven en potencia. Schopenhauer, a quien Borges leía con pasión, escribió: “El presente es lo único que existe y es lo más breve que pueda imaginarse” (El mundo como voluntad y representación, 1819). El tiempo, entonces, no es algo que poseamos, sino algo que nos escapa a cada instante.

Lo mismo decía el obispo Berkeley: “Ser es ser percibido” (Tratado sobre los principios del conocimiento humano, 1710). En Borges, el tiempo se percibe, se imagina, se multiplica, pero nunca se posee del todo. Recuerdo haber pensado, en una tarde de dudas, que cada decisión que no tomaba se convertía en un fantasma: “el Héctor que pudo haber sido”. Borges me reconcilió con esa angustia: quizás todos esos Héctor posibles existen en algún jardín de senderos que se bifurcan. Y que la angustia de elegir —como diría Lacan— no es señal de error, sino de libertad.

Espejos y duplicaciones del yo

Otro de los motivos de Borges son los espejos. En “Borges y yo” escribe: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas” (El hacedor, 1960). La fractura entre el que vive y el que escribe, entre el que piensa y el que actúa, es algo que cualquier lector experimenta. Y también, en cierto modo, cualquier analizante: el yo nunca coincide consigo mismo. Freud ya lo había advertido: “El yo no es dueño en su propia casa” (Introducción al psicoanálisis, 1917). En mi juventud me pasó algo curioso: leía a Borges y sentía que había un “yo lector” distinto del “yo que vivía la vida real”. El primero se maravillaba, el segundo se preocupaba por el día a día. Y ambos parecían no encontrarse. De hecho, en alguna conversación que tuve con mi querida maestra y amiga, Lourdes Penella Jean, le decía «deja que me pregunte luego qué quise decir cuando no dije nada… pero que no me escuche, no sea que me juegue otra mala pasada».

Bioy Casares, en sus memorias, recordaba: “La amistad con Borges fue una conversación ininterrumpida que duró más de cincuenta años” (Memorias, 1994). Quizá eso somos: conversaciones ininterrumpidas con distintos yos que nunca acaban de encontrarse. El espejo no sólo refleja: multiplica. En la adolescencia, uno suele querer una identidad sólida, clara. Borges nos muestra que lo humano es, precisamente, aceptar que somos varios. Winnicott lo dijo con ternura: “Una vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir” (Realidad y juego, 1971). Y quizás esa multiplicidad de yos que llevamos dentro sea, más que un problema, una oportunidad para vivir más de una vida en la misma existencia.

El vértigo del infinito

Si algo caracteriza a Borges es su fascinación por lo inabarcable. En “La biblioteca de Babel” dice: “El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales” (Ficciones, 1944). No se trata de resolver el enigma, sino de aprender a habitarlo. En mi juventud me obsesionaba con entenderlo todo: quería que la filosofía me diera respuestas claras, que la teología me explicara a Dios, que el psicoanálisis me mostrara el mapa del alma. Borges me enseñó lo contrario: que lo humano es reconocer los límites. Como escribió él mismo: “La identidad personal es una superstición” (Otras inquisiciones, 1952). Y en ese reconocimiento del límite hay una forma de libertad.

A veces, cuando camino por las calles de la Ciudad de México y veo librerías, pienso en esa biblioteca infinita. Sé que nunca leeré todos los libros, y en lugar de angustiarme, sonrío. Bioy lo resumió mejor: “Él me enseñó que toda gran literatura es también una forma de juego” (entrevista, 1980s). Y sí, tal vez el infinito no está para comprenderse, sino para jugar con él.

Reflexión final

Ficciones nos recuerda que la vida no es un relato lineal, sino un laberinto de bibliotecas, espejos y bifurcaciones donde cada paso abre nuevas posibilidades. Borges nos invita a perder el miedo a no abarcarlo todo y a disfrutar el vértigo de lo inabarcable. Como Quevedo escribió siglos antes: “Soy un fue, y un será, y un es cansado” (Sonetos, 1631). Y como Borges respondió, quizá sin quererlo, en cada página: lo importante no es poseer la totalidad, sino asombrarse con sus destellos.

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Saltos hacia el vacío: Rayuela y la identidad fragmentada

“Y por qué escribir siempre es, en el fondo, otra manera de buscar».

— Julio Cortázar

Queridos(as) lectores(as):

Cuando Julio Cortázar publicó Rayuela en 1963, la literatura latinoamericana dio un salto inesperado. No sólo porque rompió con la estructura tradicional de la novela, sino porque puso al lector en el centro de la experiencia. Cortázar no quería simplemente contar una historia, sino invitar a vivirla como un juego, un tablero abierto, un laberinto de capítulos que podían recorrerse en distinto orden. Con ello, nos obligó a preguntarnos: ¿leemos o jugamos? ¿Buscamos sentido o nos dejamos arrastrar por el sinsentido?

Lo fascinante es que este experimento literario no se queda en la forma: habla directamente de la vida. Porque, al fin y al cabo, ¿no vivimos también así, entre fragmentos dispersos, saltos al vacío, intentos de armar con coherencia lo que muchas veces no la tiene? La novela se convierte entonces en un espejo de la identidad contemporánea: una identidad hecha de pedazos, de búsquedas inacabadas, de certezas que se desmoronan apenas creemos tenerlas. Además, Rayuela nos confronta con algo que preferimos evitar: que no hay camino seguro ni reglas fijas. La vida, como el libro, exige al lector-jugador una decisión constante. ¿Avanzar o retroceder? ¿Saltar o quedarse en el mismo casillero? En esa incertidumbre se esconde su fuerza, porque nos recuerda que toda existencia auténtica implica riesgo, como decía Søren Kierkegaard: “La angustia es el vértigo de la libertad” (El concepto de la angustia, 1844).

El tablero y el salto

La estructura de Rayuela nos obliga a decidir: podemos leerla de manera lineal, del capítulo 1 al 56, o seguir el “tablero de dirección” que propone Cortázar y saltar a voluntad entre capítulos. Ese gesto, aparentemente lúdico, cambia todo: convierte la lectura en un acto de libertad. No hay un sólo camino, sino múltiples trayectorias. Como si la vida misma estuviera hecha de esos saltos imprevisibles que nos obligan a arriesgarnos sin garantías. Kierkegaard decía que “el salto es el movimiento de la pasión” (Temor y temblor, 1843), y quizás eso es lo que Cortázar quiso poner en manos del lector: la responsabilidad de saltar, aunque no sepamos si caeremos en un cielo o en un infierno.

En lo personal, recuerdo una tarde en que un amigo me compartía que llevaba meses dudando si dejar un trabajo estable para perseguir un proyecto que lo entusiasmaba más. Me decía que no podía con la angustia de equivocarse, de quedarse sin nada. Yo pensaba entonces en Oliveira, el protagonista de Rayuela, siempre atrapado en el dilema entre avanzar o detenerse, entre la Maga y el Club de la Serpiente. Al final, mi amigo dio el salto. No todo salió como esperaba, pero hoy dice que aprendió más de ese fracaso parcial que de todos los años de seguridad acumulada. Y en su voz reconocí lo que Cortázar intuía: que la vida, como el libro, se juega en los riesgos que aceptamos correr.

Oliveira y la búsqueda infinita

Horacio Oliveira es, en esencia, un buscador. Intelectual, irónico, siempre tentado por el escepticismo, encarna esa figura moderna que sabe mucho y, sin embargo, no logra encontrar sentido en lo que vive. Vive entre París y Buenos Aires, entre el deseo y el tedio, entre la Maga y sus obsesiones intelectuales. Es un hombre dividido, incapaz de asentarse, siempre huyendo de lo que lo compromete demasiado. Su dilema no es menor: ¿cómo reconciliar la vida pensada con la vida vivida? Dostoievski apuntaba en Los hermanos Karamázov (1880): “El misterio de la existencia humana no está en quedarse vivo, sino en saber para qué se vive”. Oliveira encarna esa pregunta sin respuesta.

Pienso en un conocido que siempre pospone la felicidad: “Cuando termine el posgrado, cuando consiga ese trabajo, cuando viaje allá, cuando…” Y la vida se le escurre en condicionales. Un día me dijo que sentía que había leído más sobre la vida de lo que había vivido en sí misma. Eso es Oliveira: el intelectual atrapado en su propia telaraña, el que ve en cada posibilidad un motivo de duda. Rayuela nos recuerda, con brutal honestidad, que esa búsqueda infinita puede convertirse en prisión.

La Maga: inocencia y abismo

Si Oliveira representa la mente dividida, la Maga es el cuerpo y el alma lanzados a la experiencia. No estudia, no analiza, vive. Se mueve con una ingenuidad luminosa que irrita y fascina a Oliveira. Ella es autenticidad pura, presencia viva. En palabras de Winnicott: “Ser es más fundamental que hacer” (Realidad y juego, 1971). La Maga no necesita justificar su existencia: la habita. Y en esa inocencia se abre también el abismo de su fragilidad, porque amar y entregarse sin defensas también puede doler.

Me acuerdo de una amiga que solía decir: “Yo no sé teorizar sobre nada, pero sé reírme, llorar, querer. ¿No basta?”. Ella tenía algo de Maga: ese modo de estar en el mundo sin cálculo, que a veces desconcierta a quienes siempre necesitamos explicaciones. En ella entendí que vivir no es acumular teorías sino dejarse atravesar por lo real, por lo inmediato. La Maga nos incomoda porque nos muestra lo que hemos perdido: la capacidad de vivir sin tanta mediación.

Fragmentos, espejos y lector

Cortázar juega con la novela como si fuera un rompecabezas que nunca se completa. Los capítulos dispersos, las notas, las digresiones, los “capítulos prescindibles”: todo apunta a romper la linealidad y obligarnos a reconocer la condición fragmentaria de nuestra propia identidad. ¿No somos también un montón de escenas inconexas, recuerdos, deseos, temores que intentamos hilar para sentirnos uno solo? Freud lo había advertido: “El yo no es dueño en su propia casa” (Introducción al psicoanálisis, 1917).

Una vez, conversando con un conocido que atravesaba una ruptura, me decía que sentía que se había quedado en pedazos: “El que era con ella ya no existe, y el que soy ahora no sé quién es”. Me vino a la mente la estructura de Rayuela: un ser hecho de retazos, de capítulos desordenados, que sin embargo forman parte del mismo libro. Tal vez la identidad no sea un bloque sólido, sino ese rompecabezas incompleto en el que a veces falta una pieza y aun así seguimos jugando.

Si caes te levanto y si no, me acuesto a tu lado
(Rayuela, 1963)

La rayuela como metáfora existencial

El juego infantil de la rayuela (en «avioncito» en México y otros países) consiste en saltar casillas hasta llegar al cielo. En la novela, esa figura se expande como metáfora de la vida: un ir y venir entre cielo y tierra, entre lo alto y lo bajo, lo sagrado y lo profano, lo lógico y lo irracional. Blaise Pascal lo decía con lucidez: “El corazón tiene razones que la razón no entiende” (Pensamientos, 1670). Rayuela nos invita a aceptar esa tensión entre lo humano y lo trascendente, entre lo que aspiramos a ser y lo que inevitablemente somos.

Recuerdo a un amigo que, después de una pérdida muy dolorosa, me dijo: “Ahora todo es como una rayuela: a veces logro dar un salto y sonrío, a veces me tropiezo y caigo en la tierra. Pero sigo jugando, porque si no juego, me muero”. En esa confesión estaba la esencia de Cortázar: no se trata de alcanzar siempre el cielo, sino de animarse a saltar una y otra vez, aunque la piedra se caiga o el cuerpo se canse.

Reflexión final

Rayuela no nos ofrece respuestas cerradas, sino un espejo de nuestra propia existencia fragmentada. Oliveira, la Maga, el lector mismo: todos somos piezas de un tablero que no termina de ordenarse. Cortázar nos recuerda que la vida es menos un relato lineal que un conjunto de saltos, caídas, búsquedas, pérdidas y hallazgos. La pregunta no es si llegaremos al cielo, sino si tendremos el coraje de seguir jugando.

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Y tú, querido lector, ¿qué rayuela estás jugando en tu vida? Si este texto resonó contigo, recuerda que puedes seguir suscribiéndote a Crónicas del Diván para recibir cada nueva entrada. Y si quieres escribirme directamente, lo puedes hacer en la pestaña de “Contacto”.
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Herramientas culturales para cargar la vida

“El arte no reproduce lo visible, sino que hace visible».

— Paul Klee

Queridos(as) lectores(as):

Cada día cargamos con un cúmulo de preocupaciones: el trabajo que nos desborda, las exigencias de los demás, las culpas silenciosas, las pérdidas que aún duelen. La vida nos pide caminar con peso sobre los hombros, como si estuviéramos obligados a resistirlo todo en soledad. Y sin embargo, lo más humano en nosotros no es la fortaleza desmedida, sino la capacidad de encontrar modos más hondos de sostenernos. La cultura, entendida como el conjunto de símbolos, obras y gestos heredados, puede convertirse en ese sostén. No se trata de refugiarse en un museo ni de evadirse en libros para olvidar la realidad, sino de aprender a mirar de otra manera: a descubrir en lo cotidiano —un cuadro, una palabra, un suspiro— una puerta hacia la calma y el sentido. La mirada que se detiene y la respiración que acompaña nos recuerdan que aún es posible vivir con hondura en medio de la prisa.

Detenerse frente a una obra de arte o regalarse un instante de silencio no resuelve los problemas, pero cambia nuestra disposición interior ante ellos. Como escribió Paul Valéry: “El alma está en la superficie” (Tel Quel, 1943). Es decir, lo profundo no siempre se encuentra en grandes hazañas, sino en aprender a mirar con atención lo que tenemos delante. Esa mirada renovada transforma la carga en enseñanza y la fatiga en oportunidad de reencuentro.

Hoy quisiera invitarlos a explorar dos gestos simples pero decisivos: mirar y respirar. Mirar hasta descubrir lo invisible en lo visible; respirar hasta recordar que toda vida se sostiene en un instante. Dos caminos que la cultura nos ofrece para vivir con menos vértigo y más conciencia, incluso cuando la carga del día parezca demasiado.

La mirada que descubre lo invisible

Cuando nos detenemos frente a una obra de arte, no sólo observamos lo que el artista plasmó. También descubrimos lo que habita en nosotros, como si la imagen fuera un espejo. Un cuadro puede hablarnos de heridas que aún no nombramos o de nostalgias que creíamos olvidadas. En esa experiencia, la cultura no es entretenimiento: es un acto de revelación. Rainer Maria Rilke lo expresó magistralmente en su poema sobre una estatua arcaica de Apolo: “Has de cambiar tu vida” (Neue Gedichte, 1908). Ante la mirada de mármol, Rilke no solo vio una escultura: se sintió interpelado hasta el fondo. El arte, cuando se contempla de veras, nos exige transformación. Nos invita a reconocer que algo en nosotros puede y debe ser distinto.

Lo mismo ocurre fuera del museo. Una fotografía familiar, una canción escuchada en la adolescencia o incluso un rostro en la calle pueden provocar en nosotros un movimiento interior. Como señaló Susan Sontag, “toda fotografía es un memento mori” (On Photography, 1977): nos recuerda el tiempo, la pérdida, lo irrepetible. Mirar con atención nos revela no sólo la belleza del mundo, sino también nuestra propia vulnerabilidad. La mirada, entonces, no es pasiva. Es una forma de conocimiento. En lugar de evadirnos de la vida, nos permite profundizar en ella. Y cuando aprendemos a ver con hondura, la carga cotidiana deja de ser un bloque opaco: se vuelve un tejido en el que podemos leer significados nuevos.

El instante como refugio

Así como mirar abre caminos hacia lo invisible, respirar nos devuelve al presente. La respiración es la frontera mínima entre la vida y la muerte: entre el primer llanto y el último suspiro se juega toda nuestra existencia. Tomar conciencia de este gesto simple puede cambiar radicalmente nuestra manera de habitar los días. La tradición oriental ha hecho de la respiración un arte espiritual. El maestro zen Dōgen decía: “Estudiar el camino es estudiarse a sí mismo. Estudiarse a sí mismo es olvidarse de sí mismo” (Shōbōgenzō, siglo XIII). Al respirar con atención, dejamos de estar atrapados en las prisas y nos situamos en un lugar donde lo esencial se vuelve visible.

Matsuo Bashō lo expresó en su célebre haiku: “Viejo estanque / salta una rana / ruido de agua” (Oku no Hosomichi, 1689). Ese instante efímero, al quedar nombrado, se convierte en refugio. El sonido del agua, tan breve, basta para suspender la mente en un presente que no se desgasta. En la vida cotidiana, los rituales sencillos cumplen esa misma función. Una taza de café, un paseo corto, mirar la lluvia caer desde la ventana: todos son gestos que nos devuelven al ahora. Frente al vértigo de lo inmediato, el instante habitado conscientemente se convierte en espacio de resistencia. No elimina la carga, pero nos recuerda que aún respiramos, y en ese respirar hay posibilidad de recomenzar.

El arte de sostenerse

El peso de la vida no desaparece con el arte ni con la respiración. Pero sí se transforma. La cultura es un recordatorio de que no estamos solos en nuestra lucha: generaciones enteras han enfrentado dolores semejantes y han dejado huellas para que encontremos sostén. Viktor Frankl narró cómo incluso en el hambre y la desesperanza un atardecer podía devolverle sentido: “El hombre puede conservar un vestigio de la libertad espiritual, de la independencia mental, incluso en las condiciones terribles de tensión psíquica y física” (El hombre en busca de sentido, 1946). La belleza de una puesta de sol, en medio del horror, se convirtió para él en un salvavidas interior.

El arte y la filosofía no eliminan la realidad, pero nos enseñan a sostenernos en ella. Esa capacidad de hallar luz en la penumbra no surge de la negación, sino de la atención a lo que aún permanece vivo. Mirar, leer, escuchar, contemplar: todas son formas de resistencia. Allí donde la vida parece insostenible, el contacto con la cultura nos recuerda que no todo está perdido. Y en ese recordatorio se abre un espacio de libertad, pequeño pero real, donde el alma respira.

Un libro abierto junto a un cuadro abstracto y una rama desnuda: una invitación a contemplar y encontrar refugio en la cultura frente al peso de la vida.

Herramientas culturales para la vida diaria

Las reflexiones anteriores pueden parecer abstractas si no se traducen en prácticas concretas. Por eso, quisiera proponer algunas herramientas culturales sencillas que pueden integrarse en la vida cotidiana, sin necesidad de grandes recursos ni tiempos extraordinarios. La primera es contemplar. No mirar con prisa, sino detenerse frente a una obra, una frase o incluso una escena de la calle, y preguntarse: ¿qué despierta en mí? Como escribió Simone Weil: “La atención, absolutamente pura y sin mezcla, es oración” (Attente de Dieu, 1950). Mirar con atención se convierte así en un acto espiritual. La segunda es respirar. Hacerlo conscientemente tres veces antes de responder a un mensaje, tomar una decisión o iniciar una tarea. Ese pequeño gesto evita que actuemos desde la reacción inmediata y nos devuelve a la libertad interior.

La tercera es elegir un ritual. Puede ser una taza de té, encender una vela, caminar al final del día. Lo importante no es el objeto, sino el sentido que ponemos en él: se convierte en un recordatorio de que hay un espacio nuestro que no depende del caos externo. Y la cuarta es escribir una sola frase cada día. No un diario exhaustivo, sino una línea que capture algo vivido. Cesare Pavese anotaba: “No recordamos días, recordamos momentos” (Il mestiere di vivere, 1952). Esa frase diaria nos ayuda a fijar un momento en el tiempo y a darle lugar en nuestra memoria.

Reflexión final

La vida, al mirarla y respirarla con calma, no pesa tanto. Quizá lo que cargamos no se elimine nunca del todo, pero sí puede transformarse. La cultura nos enseña a ver más allá de la superficie y a sostenernos en lo pequeño: un cuadro que nos interpela, un suspiro que nos recuerda que seguimos vivos, una palabra que se convierte en compañía. No se trata de grandes escapes ni de soluciones mágicas.

Se trata de aprender a habitar la carga con otros ojos y otros ritmos. Recordemos a Octavio Paz: “La cultura es la respuesta del hombre a su soledad” (El laberinto de la soledad, 1950). Allí donde el cansancio nos amenaza, podemos volver a esas respuestas y encontrar consuelo. La carga sigue presente, pero ya no nos aplasta. Entre mirada y respiro se abre un espacio nuevo: un lugar donde la vida, aun con su peso, se vuelve habitable. Y en esa habitabilidad, descubrimos que también somos capaces de ternura, de paciencia, de esperanza.

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Querido(a) lector(a), ¿qué gesto, obra o ritual te ayuda a cargar mejor con la vida? Me encantaría conocerlo en los comentarios. Recuerda que puedes suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir notificaciones de nuevas entradas. También puedes seguirme en Instagram: @hchp1.

El placer secreto de tu sufrimiento

“El hombre, en su sufrimiento, se aferra a él con una obstinación extraña, como si temiera perderse a sí mismo en la felicidad».

—Fiódor Dostoievski

Queridos(as) lectores(as):

Hay una verdad incómoda que rara vez admitimos en voz alta: a veces encontramos un cierto placer en nuestro propio dolor. No me refiero al masoquismo físico ni a experiencias extremas, sino a ese goce silencioso, casi invisible, que se esconde detrás de la queja, de la tristeza prolongada o del papel de víctima que adoptamos sin querer.

¿Y si el sufrimiento no fuese únicamente una desgracia que nos toca cargar, sino también un refugio íntimo al que regresamos una y otra vez, porque nos ofrece identidad, compañía o incluso poder? Esta pregunta puede incomodar, pero al mismo tiempo libera. Porque sólo cuando reconocemos el placer secreto que habita en nuestro sufrimiento podemos empezar a dejarlo atrás.

El dolor que nos identifica

El dolor tiene la fuerza de una marca. Muchas personas se definen a partir de lo que han perdido: “soy el hijo abandonado”, “soy la mujer engañada”, “soy el que fracasó en los negocios”. El sufrimiento deja cicatrices tan profundas que acaban convirtiéndose en nuestra tarjeta de presentación. Sigmund Freud advirtió en Más allá del principio del placer (1920) sobre la pulsión de repetición, ese extraño impulso por revivir una y otra vez la misma herida, como si en ella encontráramos consistencia para existir. El trauma se convierte en identidad, y la identidad, en un refugio seguro aunque doloroso.

Ejemplo claro: alguien que constantemente recuerda cómo lo despidieron de un trabajo hace años. Habla del tema con detalle, con resentimiento… pero también con brillo en los ojos. Porque ese episodio, aunque amargo, lo define, lo singulariza y le da un relato. El sufrimiento, entonces, deja de ser un enemigo y pasa a ser un espejo en el que nos reconocemos.

La trampa del goce oculto

No hay dolor inocente: todo sufrimiento, por más desgarrador que parezca, conlleva un resto de goce. Jacques Lacan, en su Seminario VII: La ética del psicoanálisis (1959-1960), lo expuso de manera brutal: “El hombre no sólo busca el bien, también goza en su mal.” Ese goce oculto no significa que seamos culpables de lo que nos hiere, sino que en lo hondo se produce un vínculo perverso entre el dolor y la satisfacción. La persona que no deja de hablar de su ex, por ejemplo, puede sufrir recordando el abandono, pero también goza en revivir ese drama, en ocupar el lugar de quien fue injustamente tratado.

Hay un poder extraño en ser la víctima: nadie puede reprocharle nada, nadie puede quitarle ese lugar. Dostoievski lo retrató magistralmente en personajes que se hunden en su desgracia pero la defienden como si fuese un tesoro. La queja, el reproche y la insistencia en el dolor se convierten en una forma de reafirmar la propia existencia.

A veces, incluso en el dolor más hondo, hay un gesto secreto que revela el extraño goce de sufrir.

El placer de la queja

La queja es una de las formas más comunes de este goce secreto. Nos quejamos para liberar tensión, sí, pero también para convocar la atención de los demás. Hay personas que, sin darse cuenta, han hecho de la queja su modo de relacionarse: siempre tienen un malestar, una injusticia, una historia de sufrimiento que contar. El filósofo Emil Cioran, en Silogismos de la amargura (1952), escribió con ironía: “Quien no tiene desgracias propias, las inventa”. En esa frase se esconde una verdad punzante: el sufrimiento, real o imaginario, nos permite reclamar un lugar en la conversación, una dosis de compañía, e incluso una pequeña forma de poder.

Un ejemplo ligero: todos hemos conocido a alguien que, aunque su vida vaya bien, siempre encuentra la manera de quejarse del clima, del tráfico, de la comida o de la salud. Parece un hábito sin importancia, pero detrás puede haber un mecanismo más profundo: mantener viva la atención de los otros a través del malestar. Porque quien se queja rara vez queda ignorado.

Salir del círculo vicioso

Reconocer el placer secreto de nuestro sufrimiento no significa culparnos por él, sino entender que existe un vínculo complejo entre el dolor y el goce. Ese reconocimiento ya es un primer paso para liberarnos. Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), escribió: “No hay destino que no se venza con el desprecio”. Y aquí el desprecio no es hacia la vida, sino hacia la trampa del goce que nos mantiene prisioneros. Se trata de dejar de acariciar la herida como si fuera una joya, y empezar a verla como lo que es: una parte de nuestra historia, pero no toda nuestra vida.

Salir del círculo vicioso del sufrimiento requiere coraje. Es más fácil quedarse en el rol de víctima, repetir el mismo relato y obtener la atención de los demás. Lo difícil es atreverse a vivir sin esa muleta, a enfrentar la libertad que surge cuando ya no tenemos excusa en el dolor.

Reflexión final

Querido lector: si en algún momento te has descubierto disfrutando, aunque sea un poco, de tu propio sufrimiento, no te avergüences. Todos lo hemos hecho. Lo importante no es negar esa verdad, sino reconocerla y decidir qué hacer con ella. El placer secreto del sufrimiento puede ser cómodo, pero también es una cárcel. Sólo quien lo descubre está en condiciones de abrir la puerta y salir.

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Suspiros que se vuelven compañía

Queridos(as) lectores(as):

Al escribir La vida en un suspiro jamás imaginé lo mucho que iba a moverles. Creí que sería una reflexión personal, íntima, casi un apunte de diario compartido. Pero entonces comenzaron a llegar mensajes, y en cada uno descubrí que un simple suspiro puede ser un espejo, un puente, una confesión hecha al oído.

Lo que pensé que era mío terminó siendo nuestro. Y eso me emociona y me sobrepasa. Hoy quiero agradecerles, de corazón, por leer, por escribirme, por abrirse con tanta honestidad. He recogido aquí algunos de esos mensajes que llegaron tras aquella entrada. Los comparto con discreción, cuidando la intimidad, pero manteniendo su verdad intacta. En cada palabra late la vulnerabilidad y la belleza de ser humanos.

El suspiro en medio del dolor

“Mientras haya vida, hay esperanza; mientras haya esperanza, hay vida».

— Epicteto

“Leí tu texto justo después de salir del hospital donde está internada mi madre. Sentí que el suspiro del que hablabas era el mismo que yo di al salir, agotada, sin fuerzas, pero con la necesidad de seguir. Gracias por recordarme que incluso en la angustia hay un espacio pequeño para descansar».

Este testimonio me conmovió hasta lo más profundo. Epicteto lo había dicho siglos atrás: mientras respiremos, la vida insiste, y con ella la posibilidad de esperanza. Un suspiro, en medio del dolor, es a veces el único recordatorio de que seguimos aquí. No borra la angustia, pero la vuelve soportable, como un hilo tenue que nos mantiene de pie cuando el cuerpo pide derrumbarse.

Un suspiro detenido en la calma: instante de silencio que se transforma en compañía.

El suspiro que acompaña la ternura

“Donde hay ternura, allí habita lo eterno».

— Rainer Maria Rilke

“Esa misma tarde, después de leerte, vi a mi hijo quedarse dormido. Me descubrí respirando al ritmo de su pecho. Fue un momento simple, pero lleno de paz, como si el tiempo se detuviera».

La ternura es uno de los lenguajes más altos de lo humano. Este mensaje me recordó que no siempre necesitamos grandes gestos para tocar lo eterno; basta un niño dormido, un silencio compartido, una respiración acompasada. El suspiro aquí no es cansancio, sino comunión. Es sincronía con la vida del otro, una danza callada entre dos pechos que se mueven al mismo ritmo.

El suspiro como memoria

“La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado».

— Gabriel García Márquez

“Tu entrada me hizo acordar de mi abuela. Siempre decía que un suspiro era el alma tratando de descansar un poco. Desde entonces, cada vez que suspiro, la recuerdo con cariño y siento que sigue conmigo».

Qué hondura la de este recuerdo. Gabo tenía razón: la memoria no es sólo archivo, es también filtro, y a veces un suspiro basta para activar la parte más amorosa del pasado. Este testimonio me recordó que hay herencias invisibles: frases, gestos, supersticiones tiernas que se nos quedan grabadas y se vuelven compañía.

El suspiro que evita un abismo

“La mayor victoria es la que se gana sobre uno mismo».

— Séneca

“Estaba a punto de enviar un mensaje lleno de enojo. Justo entonces recordé tu texto. Respiré hondo, suspiré… y decidí no mandarlo. Ese suspiro me salvó de una herida innecesaria».

No solemos pensar en los suspiros como guardianes, pero lo son. Este testimonio lo muestra como una frontera: el instante que nos separa de una reacción impulsiva, de un daño irreversible, de una palabra que después lamentaríamos. Suspira quien está al borde de reaccionar, y en ese exhalar encuentra espacio para la calma.

Reflexión final

Al leer estos testimonios entendí algo precioso: yo escribí sobre un suspiro, pero ustedes me mostraron que en cada suspiro habita un mundo entero. Puede ser sostén en el dolor, ternura compartida, memoria heredada o guardián frente al abismo. Y lo más sorprendente es que, cuando se comparte, deja de ser un gesto solitario para convertirse en compañía.

Gracias por recordarme que no escribo solo: escribimos juntos, respiramos juntos, suspiramos juntos. Y gracias también por recordarme que la vida, aun en su fragilidad, es más llevadera cuando la ponemos en palabras.

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La vida en un suspiro

«Si respiras profundamente, el instante se vuelve eterno».

— Kōdō Sawaki

Para H.

Queridos(as) lectores(as):

La respiración es tan elemental que solemos olvidarla. Nadie nos enseña a prestar atención al aire que entra y sale, y sin embargo, es el movimiento más fiel de nuestra existencia: comienza con nuestro primer llanto y se apaga en el último aliento. Entre ambos extremos transcurre la vida, como un puente invisible sostenido por suspiros. Cuando respiramos con conciencia, todo se vuelve distinto. Lo que parecía fugaz cobra densidad, lo que era ansiedad se convierte en calma, lo que parecía vacío se llena de presencia.

El simple acto de inhalar y exhalar se convierte en recordatorio de que aquí y ahora basta. Hoy quiero invitarles a descubrir cómo nuestros rituales cotidianos —esos pequeños gestos que repetimos casi sin pensarlo— pueden ayudarnos a detener el vértigo del mundo y a recuperar la paz. Respirar con atención es, de algún modo, escribir con el cuerpo un poema sin palabras. Y esa es la clave de lo que sigue: aprender a vivir la vida como si cada instante, cada sorbo y cada pausa, fuera una forma de poesía.

El refugio de los rituales

Un ritual no necesita templo ni solemnidad. Puede ser el mate que se prepara con calma, el café que se sirve cada mañana, o el silencio antes de dormir. Su fuerza no está en lo externo, sino en la intención con la que se realiza. Son pausas que, al repetirse, nos recuerdan que la vida también se construye en los detalles. Georges Bataille advertía que “Lo que importa no es tanto sobrevivir, sino vivir en lo que excede la utilidad” (La experiencia interior, 1943). Un ritual encarna justo eso: un acto que no se mide por su utilidad, sino por el sentido que aporta. En tiempos dominados por la productividad, detenerse a escuchar cómo hierve el agua o cómo se desgrana una tarde parece insignificante, pero es un acto de resistencia.

Cada persona tiene sus propios rituales: quien escribe un diario nocturno, quien reza antes de salir de casa, quien acaricia a su perro como primera acción del día. Son modos distintos de decirnos a nosotros mismos: “estás aquí, no corras tanto”. Y lo más importante: un ritual, al repetirse, se convierte en un refugio al que podemos regresar cuando todo parece derrumbarse. Allí no hace falta explicar nada: basta con estar, con respirar, con dejar que el instante nos devuelva la calma.

Japón: el instante absoluto

La tradición japonesa ha elevado el instante a categoría de enseñanza. Para los samuráis, cada día debía vivirse como si fuera el último. Yamamoto Tsunetomo lo expresó con crudeza y belleza: “El camino del samurái es la aceptación de la muerte en cada instante” (Hagakure, 1716). Esta conciencia no paraliza, al contrario: invita a vivir con más intensidad y dignidad, a no dejar pasar lo que importa. La estética japonesa se nutre también de esa sensibilidad. El ma —ese espacio entre las cosas, ese silencio entre sonidos— nos enseña que lo vacío también es pleno. En un haiku, la pausa tiene tanto peso como las palabras. En una ceremonia del té, el silencio entre sorbos tiene la misma importancia que el sabor.

De ahí surge la expresión “la vida en un suspiro”. El samurái sabía que la vida podía extinguirse tan rápido como un aliento; pero esa misma brevedad era lo que la volvía preciosa. Si todo puede terminar en un instante, entonces cada instante debe vivirse con total presencia. El suspiro no es señal de fragilidad, sino de intensidad: un recordatorio de que la eternidad cabe en lo mínimo. Quizá por eso, cuando respiramos hondo en medio de la ansiedad, sentimos que el mundo se ordena de nuevo, aunque solo sea por unos segundos.

La belleza de lo mínimo: la vida contenida en un gesto.

Occidente: paciencia y resistencia

En nuestra propia tradición, aunque con otros matices, también se ha valorado el tiempo y la espera. Los griegos distinguían hupomonē —la resistencia valiente ante la adversidad— de makrothymía —la paciencia que sabe esperar sin desesperar. San Pablo escribía: “La tribulación produce paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza” (Carta a los Romanos, 5:3-4). La paciencia no es pasividad, sino camino hacia una esperanza más firme. Los estoicos compartieron esa intuición. Marco Aurelio, en medio de las presiones del Imperio Romano, anotó para sí mismo: “No pierdas más tiempo discutiendo sobre cómo debe ser un hombre bueno: sé uno” (Meditaciones, Libro X, 16). Para él, el tiempo no debía desperdiciarse en teorías infinitas, sino en acciones nobles aquí y ahora.

Occidente y Oriente, cada cual con su lenguaje, parecen coincidir en lo mismo: la vida se juega en el presente, en lo que somos capaces de sostener con calma y con entereza. La resistencia no está reñida con la ternura; al contrario, una paciencia firme puede ser el modo más humano de abrazar la fragilidad del mundo. Y en esa paciencia descubrimos también algo que nos libera: no somos dueños del tiempo, pero sí podemos elegir cómo habitamos el instante que se nos da.

Entre el caos y la calma

Nuestro tiempo, sin embargo, parece tenerle alergia a la pausa. Todo se quiere rápido: las respuestas, los resultados, incluso la felicidad. Nos hemos acostumbrado a vivir como si lo inmediato fuera lo único valioso, olvidando que lo más profundo requiere tiempo. El filósofo Byung-Chul Han lo expresa así: “El sujeto del rendimiento se explota a sí mismo hasta el agotamiento” (La sociedad del cansancio, 2010). Frente a esa lógica de la prisa, los rituales se convierten en rebeliones silenciosas. Preparar un mate sin mirar el reloj, escribir unas líneas a mano, observar la lluvia que golpea la ventana: son gestos que nos devuelven el tiempo que creíamos perdido. Allí, en lo sencillo, se abre una calma que ninguna pantalla ni calendario pueden dar.

No se trata de negar el mundo ni de evadir nuestras responsabilidades, sino de recuperar un espacio donde el alma pueda descansar. Tal vez no logremos cambiar el vértigo que nos rodea, pero sí podemos decidir que no devore nuestra respiración. Ese espacio elegido —una pausa, un ritual, un suspiro— es ya una forma de libertad.

La vida en un suspiro

La vida, en su fragilidad, no deja de ser un misterio hermoso. Jorge Luis Borges lo captó en pocas palabras: “Estamos hechos de olvido, de tiempo, de río y de suspiros” (La cifra, 1981). Somos fugaces, y justamente allí radica nuestro valor. Vivir plenamente no significa acumular hazañas o éxitos visibles, sino aprender a habitar con conciencia cada instante. Un suspiro puede contener más verdad que un año entero de prisa. Cuando respiramos con calma, descubrimos que lo que parecía inabarcable se reduce a un sólo momento presente.

La vida en un suspiro es, entonces, la experiencia de concentrar todo lo que somos en ese breve intervalo: alegría, dolor, memoria y esperanza. Hoy les propongo algo sencillo: elijan un ritual propio y háganlo sin prisa. Respiren en él como si toda la vida cupiera en ese instante. Porque la vida, al final, no es más —ni menos— que un suspiro, y en esa brevedad late lo eterno.

Reflexión final

Queridos lectores, esta entrada es un recordatorio suave: el tiempo verdadero no se mide en relojes ni en plazos, sino en los momentos que nos permitimos respirar con calma. Tal vez no podamos detener el mundo, pero sí podemos resguardar un rincón donde el alma encuentre sosiego. Me gustaría saber de ustedes: ¿qué ritual cotidiano les devuelve la calma y les recuerda que la vida también puede ser un suspiro?

Hojas que caen,
la vida en un suspiro
vuelve a empezar.


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Mantenerse fieles

«Lo que me salva, a pesar de todo, es que no he dejado de escribir ni un solo día, aunque no publique, aunque no trascienda. Ser fiel al acto mismo de escribir me mantiene vivo».

— Julio Ramón Ribeyro

Queridos(as) lectores(as):

Hace unos días, en una cena entre amigos, tuve un reencuentro inesperado. Blanca, una antigua compañera de la universidad, me saludó con la calidez de quien comparte un pasado común. Entre bromas, sarcasmos y carcajadas, me dijo algo que me quedó resonando: “Me da mucho gusto ver que no has cambiado”. Eran palabras sencillas, pero cargadas de sentido. En medio de todo lo que ha pasado con los años —las pérdidas, los cansancios, los golpes de la vida— había en mí algo reconocible, intacto. Pensé entonces en lo difícil que es mantenerse fiel a uno mismo. Vivimos en un mundo que aplaude lo cambiante, lo provisional, lo “líquido”. La novedad se valora más que la coherencia; la adaptación se celebra más que la permanencia. Sin embargo, ¿qué sería de nosotros sin esa fidelidad que sostiene lo esencial?

La fidelidad no es un gesto espectacular, sino un modo silencioso de resistir. Puede tomar la forma de un hábito sencillo, de una lealtad en la amistad, de una coherencia en medio de la adversidad. Es una palabra que se encarna en la repetición de lo que nos constituye y que, al hacerlo, se convierte en raíz. Hoy quiero reflexionar con ustedes sobre esa palabra tan simple y tan exigente: fidelidad.

Fiel a la vocación

Julio Ramón Ribeyro dejó en sus diarios una frase íntima, casi una confesión: «Lo que me salva, a pesar de todo, es que no he dejado de escribir ni un solo día, aunque no publique, aunque no trascienda. Ser fiel al acto mismo de escribir me mantiene vivo» (La tentación del fracaso, 1975-1990). Ribeyro no hablaba desde la cima del éxito, sino desde la intemperie de quien se sintió muchas veces fracasado e invisible. Su salvación no estuvo en el reconocimiento, sino en la fidelidad al acto mismo de escribir. La fidelidad no siempre se expresa en grandes gestas. Más bien se sostiene en gestos repetidos, en hábitos silenciosos. No se trata de publicar un libro cada año, sino de mantener viva la mano que escribe aunque nadie lo lea. No se trata de recibir aplausos en un escenario, sino de sostener la llama de aquello que nos da sentido, aunque no trascienda.

Cada uno tiene un “acto salvador”: escribir, escuchar, cuidar, enseñar, crear, trabajar con las manos o con el corazón. Lo que nos mantiene fieles no es el reconocimiento externo, sino la certeza íntima de que en esos gestos somos nosotros mismos. La fidelidad a la vocación es, en el fondo, una fidelidad a la vida. Y cuando esa fidelidad se convierte en constancia, descubrimos que nos salva incluso de nosotros mismos: de la tentación de renunciar, de la amargura de no ser reconocidos, de la frustración por los resultados. La vocación fiel nos sostiene porque nos recuerda, cada día, quiénes somos.

Fiel a la verdad

«En una época de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario» (Ensayos, periodismo y cartas, 1968), decía George Orwell. Aunque la frase se popularizó décadas después de su muerte, resume bien la convicción que Orwell defendió a lo largo de su obra: la fidelidad a la verdad como acto de resistencia. En Homenaje a Cataluña (1938), escrito tras su experiencia en la Guerra Civil Española, denunció la manipulación ideológica que vio en todos los bandos. Decir la verdad lo marginó, pero también lo convirtió en una de las conciencias más lúcidas del siglo XX. Mantenerse fiel a la verdad es incómodo. No adula, no acomoda, no siempre abre puertas; al contrario, suele costar amistades, prestigio y seguridades. Pero la verdad dignifica porque nos preserva de la esclavitud de la mentira.

En la vida cotidiana, esta fidelidad se juega en batallas pequeñas: no disfrazar lo que sentimos, no aceptar silencios cómplices, no vivir pendientes de la aprobación ajena. Decir la verdad, aunque tiemble la voz, es una manera de mantenernos enteros. Y cada vez que elegimos esa fidelidad —aunque nadie lo aplauda—, nos acercamos un poco más a la libertad. Quizá no todos estamos llamados a denunciar sistemas corruptos como Orwell, pero todos hemos sentido la presión de callar lo que pensamos o sentimos. Y es ahí donde la fidelidad se prueba: en la honestidad de reconocer lo que somos, aunque duela.

Fiel a la singularidad

El psiquiatra Oliver Sacks no reducía a sus pacientes a diagnósticos ni estadísticas: veía en cada caso una historia irrepetible. Su fidelidad no era a la enfermedad, sino a la persona que la padecía. Descubrió que detrás de cada déficit neurológico había un modo único de estar en el mundo, una singularidad que merecía ser reconocida. «Cada enfermedad puede ser una ocasión para descubrir no sólo la fragilidad, sino también la singularidad de la persona» (El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, 1985). Esta fidelidad a la singularidad es un recordatorio poderoso. En un tiempo en que las personas corren el riesgo de ser reducidas a etiquetas —“ansioso”, “depresivo”, “Alzheimer”—, ser fieles significa mirar más allá del síntoma y recordar que nadie se agota en una palabra.

En nuestra vida diaria, ser fieles a la singularidad de otros implica escuchar de verdad, sin prisas ni recetas; reconocer lo irrepetible en cada historia; cuidar sin uniformar. Porque cada persona es un mundo, y la fidelidad consiste en no olvidar esa unicidad. Y tal vez también se trate de una fidelidad hacia uno mismo: no dejarnos encerrar en los diagnósticos o en los juicios de los demás. Recordar que siempre somos más que una etiqueta, que nuestra historia no se resume en un sólo capítulo.

Mantenerse fieles es también divertirse a pesar de la amargura de otros.

Fiel a un modo de vida

«La filosofía no consiste en enseñar una teoría abstracta, sino en elegir un modo de vida, en mantenerse fiel a ese modo de vida» (Ejercicios espirituales y filosofía antigua, 1981). Pierre Hadot nos recuerda que la Filosofía no nació como especulación abstracta, sino como una práctica de vida. Ser fieles no es aferrarse a un dogma, sino encarnar un estilo, una coherencia que atraviesa lo cotidiano. En este sentido, la fidelidad se convierte en disciplina: un conjunto de pequeños ejercicios, de hábitos, de elecciones diarias que nos configuran. No es rigidez, sino coherencia. No es inercia, sino atención. Es permanecer en el camino que hemos elegido porque sabemos que en él se juega nuestra verdad.

Así entendida, la fidelidad no es una prisión, sino una forma de libertad: la libertad de vivir de acuerdo con lo que se cree y se ama. Y aunque cambien las circunstancias, aunque el tiempo erosione certezas, la fidelidad a un modo de vida nos protege de perdernos en la dispersión. Tal vez, como decía Hadot, vivir filosóficamente no es acumular teorías, sino practicar cada día una misma fidelidad: al silencio, a la reflexión, a la coherencia entre lo que pensamos y lo que hacemos.

Fiel sin esperar recompensa

Fue el poeta indio, Rabindranath Tagore, quien introdujo una dimensión más honda: la fidelidad gratuita. Mantenerse fiel no por cálculo ni por expectativa de recompensa, sino por amor, por entrega, por sentido. «Quien quiere hacer de su vida una canción de fidelidad no debe preguntar qué recibirá a cambio» (Gitanjali, 1910). En un mundo obsesionado con resultados y utilidades, esta forma de fidelidad parece un absurdo. Pero quizá sea la más humana de todas: cuidar sin esperar, amar sin garantías, crear aunque nadie lo celebre. La fidelidad desinteresada es, al final, la que nos transforma.

Cuando somos fieles sin esperar nada a cambio, nos acercamos al corazón mismo de lo humano. Porque lo que se da gratuitamente, lo que se sostiene en silencio y sin cálculo, termina dejando la huella más profunda.

Reflexión final

Mantenerse fieles no significa ser inmutables. Significa sostener aquello que nos constituye, aun en medio de los cambios. Como me recordó Blanca aquella noche, hay rasgos que permanecen intactos: nuestra forma de reír, de hablar, de estar con los demás. Quizá lo más humano sea eso: aprender a cambiar sin dejar de ser fieles a lo esencial. Y es justamente ahí donde la fidelidad se convierte en promesa: promesa de no traicionar lo que somos, ni a quienes amamos, ni a lo que da sentido a nuestra vida. Esa promesa silenciosa nos acompaña incluso cuando todo parece desmoronarse. Y mientras podamos mantenernos fieles —aunque tiemble el suelo bajo nuestros pies—, todavía habrá esperanza.

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Volver a Nietzsche

«Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo».

— Friedrich Nietzsche

Queridos(as) lectores(as):

Friedrich Nietzsche suele ser visto como un filósofo que derrumba certezas más que como alguien capaz de ofrecer consuelo. Se le asocia con la crítica mordaz al cristianismo, con la proclamación de la “muerte de Dios” y con la exaltación del Übermensch (superhombre). Y sin embargo, en sus páginas se descubre una potencia inesperada: la de alguien que no niega el dolor humano, sino que lo encara con lucidez. Para quienes se encuentran desesperados, tristes o ansiosos, su filosofía puede ser una fuente de resistencia y un recordatorio de que aún en lo más oscuro, hay caminos para afirmarse. No conviene leer a Nietzsche esperando recetas fáciles. Él mismo escribió en Más allá del bien y del mal (1886): “No hay fenómenos morales, sino sólo una interpretación moral de los fenómenos.” Esto significa que no hay reglas eternas que nos salven del sufrimiento. Más bien, cada uno debe encontrar la interpretación que le permita seguir adelante. El dolor no desaparece con fórmulas, pero puede transformarse en fuerza cuando adquiere un sentido.

En ese sentido, Nietzsche se acerca a lo que Viktor Frankl —profundamente influido por él— experimentó en los Campos de Concentración: “Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias—” (El hombre en busca de sentido, 1946). Frankl cita a Nietzsche precisamente con el “porqué” que sostiene cualquier “cómo”. Allí encontramos el núcleo de la ayuda nietzscheana: no eliminar el dolor, sino convertirlo en combustible para el sentido. Esta entrada no busca suavizar a Nietzsche ni hacerlo pasar por filósofo de autoayuda. Lo que se intenta es mostrar cómo su pensamiento puede ofrecer claves de resistencia a quienes viven en el filo de la desesperación. A través de sus páginas, descubrimos que el dolor puede ser habitado, que el miedo puede transformarse en coraje y que la tristeza puede ser semilla de creación.

El peso de un porqué

Nietzsche entendió que el sufrimiento es inevitable. Lo que aniquila no es el dolor mismo, sino la sensación de que no sirve para nada. En La genealogía de la moral (1887) escribió: “El hombre, en cuanto valora, necesita un porqué, y en la falta de éste se hunde». Esta intuición conecta con nuestra experiencia contemporánea: una persona que atraviesa una pérdida, una ansiedad aguda o un vacío existencial, se derrumba cuando no encuentra un sentido al dolor que vive. El filósofo Karl Jaspers, lector y estudioso de Nietzsche, decía que “lo decisivo no es que el hombre sufra, sino cómo interpreta su sufrimiento” (Nietzsche y el cristianismo, 1938). Esa interpretación es la que puede convertir el peso del dolor en una carga soportable. La depresión, la angustia o el miedo parecen insoportables si se sienten como absurdo, pero adquieren otra textura cuando se ligan a un propósito, aunque sea pequeño y concreto: cuidar a alguien, terminar un proyecto, resistir un día más.

El vínculo entre sufrimiento y sentido no sólo es filosófico. El psicoanálisis también lo confirma. Jacques Lacan afirmaba: “El hombre no puede soportar una verdad demasiado desnuda” (Seminario 7: La ética del psicoanálisis, 1959-1960). Por eso buscamos encuadres, relatos, símbolos. Nietzsche no ofrece ilusiones baratas, pero sí un principio fundamental: el sufrimiento, en sí, no destruye; lo insoportable es carecer de un “para qué”. Para quien atraviesa ansiedad o tristeza, esta idea puede ser una tabla de salvación: no se trata de que el dolor se esfume, sino de que se inscriba en un horizonte que le dé valor. Y ese horizonte puede ser tan simple como “aguantar para ver crecer a mis hijos” o “seguir para escribir lo que aún me queda por decir”. Allí es donde Nietzsche nos invita a recuperar el peso de un porqué.

La afirmación frente al nihilismo

Nietzsche describió como “nihilismo” esa tentación de pensar que nada vale la pena. En sus fragmentos póstumos reunidos en La voluntad de poder (1901), se lee: “El nihilismo no es sólo la creencia de que todo merece perecer, sino el cansancio de la vida misma». En momentos de angustia o desesperación, este cansancio puede invadirlo todo: levantarse, comer, hablar, respirar se vuelven actos sin motivo. Es entonces cuando el nihilismo se siente como un abismo. Martin Heidegger, lector profundo de Nietzsche, explicaba: “El nihilismo es la Historia misma de Occidente” (Nietzsche, 1961). No es un problema personal de algunos, sino el aire que respiramos en una cultura que ha perdido certezas religiosas y no siempre logra crear valores nuevos. Por eso Nietzsche no se limita a diagnosticar; también llama a una respuesta: no hundirse en la nada, sino afirmar la vida incluso en medio de la desolación.

Esta afirmación no significa ingenuidad. Nietzsche nunca niega lo terrible de la existencia. En El nacimiento de la tragedia (1872) habla del “horror y absurdo de la existencia” como algo que los griegos sólo pudieron soportar gracias al arte. Esa capacidad de decir “sí” a la vida, pese al dolor, es lo que convierte a la afirmación en un acto de resistencia radical. No se trata de eliminar el sufrimiento, sino de integrarlo. En la práctica, resistir al nihilismo es un trabajo cotidiano: decidir que el dolor no será la última palabra, que la nada no tendrá la victoria. Quien hoy vive la angustia puede escuchar en Nietzsche no un consuelo barato, sino un desafío: “¿Eres capaz de decir sí a la vida, incluso cuando todo parece decirte que no?” En esa afirmación, dura pero vital, puede hallarse un camino.

El valor del coraje interior

Nietzsche celebraba lo que llamó el “espíritu libre”: aquel que se atreve a pensar y vivir por sí mismo, incluso en medio de tormentas. En Más allá del bien y del mal (1886) escribió: “El coraje es el mejor matador del miedo». No se trata de no sentir miedo, sino de no dejarse dominar por él. Para quien atraviesa ansiedad o preocupaciones, esta idea es crucial: el miedo puede convivir con la valentía, siempre que uno decida no rendirse. Hannah Arendt, que leyó con atención a Nietzsche, observaba que “el coraje libera a los hombres de su preocupación por la vida para que puedan dedicarse a la libertad del mundo” (La condición humana, 1958). El miedo nos encierra en nosotros mismos; el coraje, aunque tiemble, nos abre al exterior, al mundo compartido. Nietzsche invita a ese salto: atreverse a vivir incluso cuando nada parece seguro.

El coraje del que habla Nietzsche no es heroísmo de epopeya, sino fuerza íntima. Es levantarse cada mañana a pesar del peso, es sostener una conversación difícil, es dar un paso más en medio del cansancio. “Lo que no me mata, me fortalece”, escribió en El ocaso de los ídolos (1889). Esa frase, tantas veces usada superficialmente, es en realidad un recordatorio: resistir transforma, aunque duela. En tiempos de ansiedad, pensar en el coraje interior puede sonar inalcanzable. Pero Nietzsche no lo plantea como algo distante, sino como una práctica diaria. El coraje es la decisión, pequeña y repetida, de seguir afirmando la vida, aunque el miedo esté presente. No se trata de vencerlo de una vez por todas, sino de caminar con él, sin que dicte cada paso.

“La juventud sería un desperdicio si no se atreviera a lo nuevo, aunque tropiece.” — Friedrich Nietzsche, Fragmentos póstumos (1881).

El eterno retorno como prueba de amor

Uno de los pensamientos más desafiantes de Nietzsche es el del eterno retorno. En La gaya ciencia (1882) lanza esta provocación: “¿Qué pasaría si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en tu soledad y te dijera: Esta vida, tal como la vives ahora y la has vivido, tendrás que vivirla aún una vez más y aún innumerables veces?”. No hay escapatoria: lo vivido deberá repetirse eternamente. La pregunta es: ¿te hundiría esa idea o serías capaz de decirle sí? Muchos intérpretes han visto aquí un llamado al amor fati, el amor al destino. Como explica Gilles Deleuze: “El eterno retorno no significa volver a pasar por lo mismo, sino afirmar la vida en cada uno de sus instantes, de manera que quisiéramos que retornaran” (Nietzsche y la filosofía, 1962). El eterno retorno es una prueba ética: ¿amas lo suficiente tu vida como para desear que se repita?

Para quienes viven con ansiedad o tristeza, esta idea puede parecer cruel. ¿Repetir el dolor una y otra vez? Pero Nietzsche no invita a resignarse al sufrimiento, sino a transformarlo. Si soy capaz de decirle sí a mi vida, incluso con su dolor, significa que he encontrado un modo de afirmarla. El eterno retorno es, en el fondo, una pregunta: ¿quieres vivir plenamente, o sólo sobrevivir esperando que las cosas cambien? Aceptar el eterno retorno no es aceptar un destino fijo, sino abrazar lo vivido con todo lo que tiene de difícil. En esa aceptación hay una liberación: ya no se trata de huir del dolor, sino de encontrar en él un motivo de amor. En la práctica, puede ser la decisión de mirar atrás y decir: “sí, fue duro, pero es mi vida, y la abrazo.”

De la desesperación a la fuerza creadora

Nietzsche veía en la angustia y el caos una posibilidad de creación. En Así habló Zaratustra (1883-1885) afirma: “Es necesario llevar dentro de sí un caos para poder dar a luz una estrella danzante». La desesperación no es sólo hundimiento; también puede ser el terreno donde germina una nueva fuerza. Lo que parece destrucción puede convertirse en inicio. Lou Andreas-Salomé, el amor prohibido de Nietzsche, escribió sobre él: “En Nietzsche, la vida se vuelve poesía porque el dolor mismo se transforma en fuerza creadora” (Friedrich Nietzsche en sus obras, 1894). Salomé entendió que su filosofía no se queda en la crítica, sino que apunta a una fecundidad que brota de la herida. Allí donde hay caos, puede surgir una forma nueva de vida.

El psicoanálisis también comparte esta intuición. Donald Winnicott decía: “Es en el juego y solamente en el juego que el individuo, niño o adulto, puede ser creativo” (Realidad y juego, 1971). Ese juego no es evasión, sino creación a partir de lo que se vive. Nietzsche, de manera distinta, nos invita a jugar con el dolor, a transformarlo en arte, en pensamiento, en vida afirmada. Cuando alguien se siente desesperado, puede ser difícil creer que de allí surja algo bueno. Pero Nietzsche nos recuerda que el caos interior no es el final: es el material con el que se puede construir algo nuevo. La fuerza creadora no borra la tristeza, pero la convierte en chispa de transformación. En ese movimiento, la desesperación deja de ser pura pérdida y se vuelve posibilidad.

Reflexión final

Nietzsche no promete consuelo fácil. Sus palabras son duras, sus exigencias altas. Pero precisamente por eso pueden sostener en la desesperación: no niegan el dolor, no lo maquillan, sino que lo miran de frente y lo transforman en afirmación. El porqué que sostiene, la resistencia al nihilismo, el coraje interior, el eterno retorno y la fuerza creadora son cinco claves que pueden acompañar a quien atraviesa miedo, tristeza o ansiedad.

Queridos lectores, ¿qué les provoca todo esto? ¿Pueden encontrar en Nietzsche, con toda su dureza, una palabra de compañía en los momentos oscuros? Los invito a reflexionar y compartirlo en los comentarios.

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