Freud y Marx: ¿un puente posible?

“La ilusión de que el hombre puede ser completamente regenerado por cambios en las condiciones externas es uno de los errores más peligrosos”.
— Sigmund Freud


Queridos(as) lectores(as):

No es nuevo, pero desde hace años ha existido una tendencia a emparejar al marxismo con el psicoanálisis. Sin embargo, esa mezcla suele ignorar —o directamente negar— los fundamentos mismos de la teoría freudiana. Es cierto que algunas corrientes del siglo XX intentaron unirlos: el freudo-marxismo de la Escuela de Frankfurt, Wilhelm Reich, Erich Fromm y otros intentos de síntesis ideológica. Pero ninguno de ellos logró una verdadera compatibilidad conceptual porque, en esencia, Freud parte del conflicto interior, mientras que Marx explica el conflicto exterior. Para uno, el sujeto se sostiene en su inconsciente; para el otro, el sujeto se disuelve en la estructura material. El problema no es que se dialogue críticamente —eso siempre es valioso—, sino que muchos “psicoanalistas” intentan hoy defender una lectura ideológica del psicoanálisis que no sólo traiciona su método, sino que lo vacía de su núcleo: el inconsciente, la castración simbólica, el límite, el deseo. En este encuentro quiero intentar poner orden, explicar lo que Freud realmente dijo sobre Marx y por qué el psicoanálisis no puede reducirse a doctrina política, ni marxista ni de ningún otro signo.

El objetivo no es polemizar por deporte, sino recordar que el psicoanálisis nace para escuchar al sujeto, no para servir como propaganda de un proyecto histórico. Freud conocía perfectamente el marxismo, lo leyó con atención y lo comentó en su correspondencia; y aún así, jamás lo consideró compatible con su obra. Hoy vamos a esforzarnos por demostrar por qué.

Dos antropologías opuestas

Sigmund Freud respetaba la potencia crítica del marxismo como análisis económico, pero jamás lo consideró una teoría del sujeto. En una carta a Arnold Zweig (1930), Freud escribió: “La ilusión de un cambio completo en la naturaleza humana mediante modificaciones en lo económico es insostenible” (Correspondencia, 1930). Para Freud, el ser humano no es una hoja en blanco moldeada por las condiciones materiales: es un ser atravesado por impulsos, pulsiones, deseos, traumas y conflictos internos que ninguna revolución puede borrar. Mientras que Karl Marx afirmaba que “no es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia” (La ideología alemana, 1846), pero Freud sostenía exactamente lo contrario: que la conciencia es apenas una pequeña isla en un vasto océano inconsciente, y que los determinantes centrales de la vida psíquica no son económicos sino pulsionales. La libido, la agresividad, el retorno de lo reprimido, el conflicto edípico, la culpa, los sueños y los síntomas tienen una lógica que no depende del salario, la clase o la propiedad.

En El malestar en la cultura (1930), Freud es explícito: las sociedades humanas están condenadas a la tensión porque la pulsión no desaparece nunca. No hay ingeniería social capaz de eliminar la ambivalencia del deseo. Esa es la incompatibilidad antropológica fundamental: Marx cree en la transformación del ser humano mediante el cambio estructural; Freud, en el reconocimiento del conflicto permanente como condición de existencia. Quien intente unir ambos sistemas debe negar a uno de los dos. Y, por lo general, terminan negando a Freud.

Un sujeto transparente y uno roto

Otro choque esencial está en la idea de sujeto. El marxismo —especialmente el de corte más dogmático— necesita un sujeto homogéneo: clase obrera, conciencia de clase, masa revolucionaria, voluntad colectiva. Es un sujeto exterior, definido por su posición económica y su rol en la estructura social. El psicoanálisis, en cambio, trabaja con un sujeto dividido, deseante, ambivalente, incoherente, atravesado por su historia infantil y por lo que no sabe de sí. Freud lo dijo claramente en Introducción al psicoanálisis (1917): “El yo no es dueño en su propia casa”. ¿Cómo compatibilizar eso con la idea marxista de un sujeto que puede volverse plenamente consciente mediante la praxis revolucionaria? Un sujeto inconsciente no puede ser un sujeto político perfecto. Y un sujeto político perfecto no puede tener inconsciente.

Por eso Fromm, Reich y otros tuvieron que “limpiar” a Freud: eliminaron el Edipo, suavizaron la idea de pulsión, casi borraron la agresividad humana. “Civilizaron” a Freud para volverlo útil a la militancia. El resultado no fue psicoanálisis, sino una psicología social de izquierda, legítima quizá, pero no freudiana. Para Freud, el individuo es trágico; para Marx, es histórico. Esa diferencia hace imposible cualquier fusión honesta.

“Freud no puede reducirse a ninguna filosofía social, y menos a la filosofía de la praxis marxista»
(Paul Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, 1965)

¿Una sociedad sin conflicto?

En varias obras, Freud dejó claro que ningún cambio económico o político puede suprimir la tragedia del deseo humano. En El porvenir de una ilusión (1927), afirmó que la agresividad es constitutiva de la especie, y que todo proyecto que pretenda eliminarla caerá inevitablemente en nuevas formas de violencia. Marx soñaba con una sociedad sin explotación; Freud consideraba imposible una sociedad sin conflicto. Son dos horizontes éticos distintos. Y aunque Freud reconocía la injusticia social —nadie lo niega—, también advertía contra la utopía política que promete la redención total.

Freud escribió: “La libertad del individuo no es un regalo de la cultura, sino su mayor enemigo” (El malestar en la cultura, 1930). Es decir: incluso en la sociedad más justa, la pulsión seguirá resistiendo. Para Marx, la injusticia está en el sistema; para Freud, está también en el interior. Por eso Freud nunca adhirió a partido alguno ni se alineó con teoría política alguna. Para él, el trabajo analítico no era un acto colectivo de redención social, sino un encuentro íntimo donde un sujeto enfrenta su deseo, su culpa y su padecer singular. Nada más lejos de la aspiración a construir conciencia revolucionaria. Su clínica y su antropología contradicen completamente las promesas del marxismo.

¿Es posible intentar un freudo-marxismo?

Hay razones históricas, académicas e incluso emocionales que explican esta tendencia. Por un lado, la Escuela de Frankfurt intentó salvar a Freud del “biologismo” y convertirlo en una herramienta de crítica cultural. Marcuse, en Eros y civilización (1955), reinterpretó la pulsión de muerte como producto de la represión capitalista, distorsionando profundamente el pensamiento freudiano. Marcuse afirmaba: “La represión excedente es una imposición de las condiciones económicas”. Pero Freud jamás habló de “represión excedente”: la represión es estructural, no económica. Por otro lado, la izquierda académica del siglo XX buscaba una teoría del sujeto que legitimara sus luchas. Freud era un autor prestigioso y subversivo; Marx, el centro de la teoría crítica. Pero su unión dio como resultado más ideología que clínica. Hoy, muchos repiten esos discursos sin haber leído a Freud —o leyéndolo mal— y reducen el sufrimiento psíquico a categorías sociológicas: “alienación”, “explotación”, “hegemonía”, “violencia simbólica”. Todo eso puede ser útil, pero no es psicoanálisis.

El psicoanálisis escucha al sujeto, no a la estructura. Y cuando un “analista” usa la sesión para hacer militancia política, deja de ser analista para convertirse en propagandista. Eso Freud jamás lo habría tolerado. Finalmente, existe una razón más simple: compaginar ambos discursos permite evitar el trabajo clínico, que es lento, singular y exige escucha. La ideología es rápida; el psicoanálisis no. Y lo rápido suele seducir más.

Reflexión final

Las preguntas son: ¿puede el psicoanálisis dialogar con la política? Sí. ¿Puede convertirse en un instrumento de ella? No sin dejar de ser psicoanálisis. Freud fue claro: el ser humano es conflictivo por naturaleza, y ninguna revolución —por justa que sea— eliminará la ambivalencia del deseo. Marx también fue claro: la transformación social requiere una lectura materialista del mundo. Ambos pueden dialogar, pero no fusionarse sin traicionar a uno de los dos. Si el psicoanálisis debe servir a alguien, es al sujeto concreto que sufre, no a causas abstractas.

Queridos(as) lector(as), les dejo una pregunta: ¿están escuchando lo que realmente les pasa —su historia, su deseo, su conflicto— o están usando algún discurso ideológico para no escucharse?


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El problema es no pensar, ¿ofenderse qué?

“Pensar ofende».
— Georges Bataille

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en un tiempo extraño: no se prohíben las ideas, se descalifican los desacuerdos. El problema de hoy no es la censura, sino la fragilidad. Antes las personas temían hablar por miedo al poder; hoy temen hablar por miedo al público. Ya no pensamos para buscar la verdad, sino para evitar la incomodidad. Lo que alguna vez fue una capacidad humana —tolerar la diferencia, elaborar lo que nos afecta, dialogar sin destruir— se ha convertido en una amenaza existencial. Todo incomoda, todo hiere, todo se interpreta como agresión. Y sin embargo, la verdadera violencia no está en escuchar algo duro, sino en perder la capacidad de pensar. Quizá el peor síntoma de nuestra época sea que confundimos “estar ofendido” con “tener razón”. La susceptibilidad emocional se ha transformado en criterio moral. Como escribió Martha Nussbaum, filósofa estadounidense: “Sustituimos el argumento por el daño emocional, como si sentir dolor bastara para construir justicia” (Emociones políticas, 2013). Pero el dolor no es un argumento: es un punto de partida. Si creemos que todo cuestionamiento es una agresión, la conversación pública se vuelve imposible. Lo mismo ocurre en lo íntimo: muchas relaciones termina no por maldad, sino por incapacidad de soportar la diferencia.

Tal vez hemos olvidado que pensar duele —y que ese dolor no es un defecto, sino una condición. Como decía Hannah Arendt: “El pensamiento, al interrumpir la marcha automática de la vida, puede ser destructivo y doloroso, pero también es la única garantía de libertad” (La vida del espíritu, 1971). Eso significa que si no podemos soportar la fricción de las ideas, renunciamos a la libertad, aunque sigamos repitiendo la palabra como amuleto. La libertad requiere carácter, no aplausos. Este encuentro no es una invitación a ser cruel. Es una invitación a madurar. A dejar de vivir en la superficie emocional y animarnos a ir más profundo. Pensar no es atacar; callar no es cuidar. Tal vez lo que necesitamos no es menos confrontación, sino más pensamiento.

El imperio de la susceptibilidad

Se ha instalado el derecho a no sentirse incómodo. No es que la gente se haya vuelto más sensible: es que ha dejado de tener recursos para sostener esa sensibilidad. Todo roce se convierte en herida. Cualquier palabra que no confirme una identidad se interpreta como agresión. Pero si el mundo entero debe adaptarse a mi estado emocional, he convertido mi fragilidad en un sistema de poder. Kierkegaard lo intuyó hace casi dos siglos: “La gente exige libertad de expresión como compensación por la libertad de pensamiento que rara vez utiliza” (Diarios, 1837). Nos sentimos dueños de la palabra, pero no responsables del pensamiento. Esta lógica se ha extendido a lo social, lo cultural y lo político. No se debaten ideas: se administran sensibilidades. Un profesor cambia su temario para no incomodar; un escritor es acusado de odio por narrar un conflicto real; una película es retirada porque algún espectador se sintió atacado. Hemos llegado al extremo donde la ficción es tratada como violencia. Como escribió Ray Bradbury, cuya obra fue profética: “No hace falta quemar libros para destruir una cultura. Basta con que la gente deje de leerlos” (Fahrenheit 451, 1953). Y hoy, más que leer, pedimos amabilidad.

La psicología y el psicoanálisis llevan décadas explicando este fenómeno: la dificultad para tramitar frustración. Donald Winnicott lo formuló con claridad: “La inmadurez se caracteriza por la incapacidad de usar la experiencia sin sentirse destruido” (De la infancia a la madurez, 1965). Y una sociedad inmadura convierte cualquier tensión en trauma. Por eso reaccionamos con ira ante un desacuerdo, pero no sabemos qué hacer con un silencio. Lo emocional se volvió tiránico. La susceptibilidad, además, impide la conversación real. Cuando todo es ofensivo, nada puede ser dicho. Y si no puede ser dicho, no puede ser pensado. La ofensa se volvió el fin de la conversación. Paradójicamente, esto no nos hace más empáticos, sino más solitarios. Cada uno protegido detrás de su coraza emocional, incapaz de tocar al otro sin gritar: “¡Me estás hiriendo!”.

Pensar duele (pero no impide vivir)

Hoy en día, pensar es una experiencia incómoda. Obliga a reconocer contradicciones, revisar certezas, cuestionar lo que damos por sentado. Y sin embargo, hoy actuamos como si pensar fuera una forma de agresión. “No me hagas pensar, hazme sentir bien”. Lo cual sería comprensible si no fuera trágico. Porque quien renuncia a la incomodidad del pensamiento, renuncia a sí mismo. “Pensar es ensayar la herida” (George Bataille, La experiencia interior, 1943). No es sufrir por sufrir, es abrir una fisura para que entre la luz. El pensamiento profundo no es violento: es examen. Es un espejo. Y, como todos sabemos, los espejos no siempre son amables. Pero ¿cómo crecer sin mirarlos? Simone Weil lo dijo con la precisión que la caracterizaba: “La inteligencia no puede ser movida por la afirmación, sólo por la duda” (Cuadernos, 1942). La duda es la forma más honesta de respeto por la verdad. Quien ya lo sabe todo, no oye nada.

Una cultura incapaz de pensar su dolor lo convierte en identidad. No sufre: milita el sufrimiento. No transforma el malestar: lo enarbola como bandera. Entonces aparecen discursos donde todo disenso es violencia, toda crítica es “odio”, y toda propuesta de reflexión es leída como ataque. Esto no es sensibilidad: es analfabetismo emocional disfrazado de ética. Como decía Zygmunt Bauman: “Una cultura líquida es aquella en la que ya no hay tiempo para devenir, sólo para parecer” (Modernidad líquida, 2000). No queremos comprender, queremos exhibir. Pensar duele porque nos quita excusas, nos arranca máscaras, nos deja sin coartadas. Pero también nos salva. Un pensamiento puede ser una herida que cura. Un silencio bien llevado puede ser una revolución interior. Por eso la esperanza del pensamiento no está en ganar debates, sino en evitar la muerte interior. Pensar no destruye: reconstruye.

Cancelar: el método moderno para no pensar

La cancelación no nace del odio, sino del miedo. Cancelamos cuando no podemos soportar el conflicto. En lugar de discutir una idea, eliminamos a quien la sostiene. En lugar de analizar un argumento, buscamos su error moral. Y así reemplazamos el pensamiento por el linchamiento. La cancelación convierte a la opinión en tribunal. Y en ese tribunal, todos son culpables hasta que se demuestre que piensan igual que nosotros. Paulo Freire advirtió este peligro: “El diálogo no puede existir sin humildad, pero tampoco sin valentía” (Pedagogía del oprimido, 1970). Cancelar es miedo disfrazado de virtud. La cancelación funciona como mecanismo infantil: si algo me molesta, lo elimino. Es la defensa del yo frágil. Y sin embargo, podríamos pensar en la cancelación como lo contrario de la educación. La educación dice: “Vamos a revisar esto juntos”. La cancelación dice: “No quiero que esto exista para que no me duela”. Es un movimiento regresivo: volvemos al útero simbólico donde nada incomoda. Pero la adultez comienza cuando uno aprende a tolerar el malestar sin aniquilar lo que lo provoca.

Todo esto recuerda una escena literaria: en Los hermanos Karamázov, de Dostoievski, Iván dice que devolvería el mundo a Dios si su felicidad dependiera del sufrimiento de un niño. El libro no responde con propaganda ni panfleto: expone el problema, lo deja abierto, nos obliga a pensar. La literatura no cancela: exponer el conflicto es su esencia. Entonces, ¿qué hacemos nosotros cancelando conflictos reales mientras pretendemos que eso es justicia? Lo más grave de la cultura de la cancelación no es el silencio que provoca, sino el vacío. Después de destruir un discurso, ¿qué queda? Nada. No se construye alternativa, no se ofrece sentido. Es el equivalente simbólico de romper un libro porque nos incomoda una frase. Lo paradójico es que justo eso es lo que hicieron los totalitarismos que decimos rechazar. Quemaron libros… para que la gente no pensara.

Cuando no hay diálogo, un día llegaremos a decir: «Perdóname… por lo que entendiste».

Narcisismo cultural: “No me escuches, apruébame”

Cuando el otro deja de ser interlocutor y se convierte en espejo, desaparece el pensamiento. No hablamos para comprender: hablamos para ser validados. Como escribió Natalia Ginzburg: “Pedimos comprensión, pero lo que realmente queremos es aprobación” (Las pequeñas virtudes, 1962). Por eso discutimos sin escuchar. La discusión ya no busca verdad: busca confirmación. Las redes sociales exacerban esto al máximo. No permiten pensar, sino reaccionar. No invitan a argumentar, sino a performar. Cada usuario es una pequeña marca personal: no quiere verdad, quiere likes. Y el pensamiento no puede sobrevivir donde la verdad se negocia con emoticones. Como dijo Albert Camus: “Hay personas que necesitan que las aplaudan para creer que existen” (Cuadernos, 1951). Esa es la tragedia: si no soy aplaudido, desaparezco.

En psicoanálisis esto tiene un nombre: demanda. La demanda no quiere lo que pide: quiere ser amada por pedirlo. El sujeto no quiere verdad, quiere que lo quieran. Por eso un desacuerdo duele tanto: no hiere la idea, hiere la ilusión de ser amado sin condiciones. Y cuando el amor propio depende de la aprobación externa, el pensamiento se vuelve imposible. La verdadera conversación requiere desilusión. No se puede pensar sin renunciar a ser adorado. De ahí la grandeza del diálogo socrático: no buscaba ganar, sino llegar al límite de la propia ignorancia. En cambio, nuestra cultura prefiere el simulacro: gente opinando sin saber, gente reaccionando sin pensar, gente exigiendo respeto sin respetar el pensamiento.

Recuperar el coraje de pensar

Volver a pensar no significa volver a pelear. Significa recuperar el espacio interior donde la verdad importa más que la aprobación. Pensar nos salva del impulso de destruir. Pensar es lo contrario de la violencia. La violencia anula; el pensamiento abre. Václav Havel escribió: “La libertad consiste en ser capaz de decir la verdad, aunque no se tenga la certeza de un resultado inmediato” (El poder de los sin poder, 1978). Pensar exige valentía, no agresividad. Necesitamos recuperar la incomodidad como virtud. Sin incomodidad no hay conciencia. Sin conciencia no hay libertad. ¿Por qué tememos tanto la tensión? Porque la confundimos con odio. Pero un médico que toca una herida no odia: intenta sanar. A veces el pensamiento funciona igual. Toca lo que duele para liberar lo que está estancado.

Tal vez pensar sea la última forma de resistencia espiritual que nos queda. En un mundo acelerado, superficial y emocionalmente delicado, detenerse a reflexionar ya es un acto contracultural. Pensar es detener el ruido. Y donde hay silencio, hay alma. Como escribió Clarice Lispector: “Mientras yo tenga preguntas y no respuestas, seguiré viviendo” (La hora de la estrella, 1977). Quizá pensar no sea resolver, sino mantener vivo el misterio. El pensamiento honesto no destruye la sensibilidad: la purifica. Y lo que hoy llamamos ofensa, tal vez mañana lo recordemos como el momento exacto en que dejamos de obedecer al miedo.

Reflexión final

¿Cómo podríamos crecer si todo lo que nos incomoda lo cancelamos? ¿En qué momento dejamos de tolerar que el otro piense diferente? ¿Y qué pasará con nuestra libertad si dejamos que la susceptibilidad dicte lo que es verdad? Pensar incomoda. Pero no pensar destruye. El problema no es que se ofendan: es que no nos estamos permitiendo pensar.


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La autenticidad invisible

“Todo el mundo es capaz de dominar un dolor, excepto quien lo sufre”.

-William Shakespeare

Queridos(as) lectores(as):

La palabra “autenticidad” se ha vuelto un eslogan de nuestra época: aparece en conferencias de marketing, en terapias breves, en las redes sociales, en el lenguaje motivacional y hasta en tazas de café. Se usa tanto que parece haber perdido su peso. Y sin embargo, algo muy profundo se mueve dentro de nosotros cuando escuchamos esa palabra, como si hubiera un eco que nos recuerda que no estamos viviendo como quisiéramos. Que nos hemos ido traicionando de maneras silenciosas pero constantes. Lo cierto es que hoy nunca se ha hablado tanto de autenticidad… y nunca se ha vivido tan poco. Somos expertos en actuar como auténticos, pero casi analfabetos a la hora de serlo. Y no por falta de voluntad, sino porque el verdadero acto de ser uno mismo exige renunciar a algo que la cultura contemporánea no soporta: la aprobación inmediata. Byung-Chul Han dijo que “la exposición es hoy más valiosa que la experiencia” (La sociedad de la transparencia, 2012). Y ese es el punto: hemos cambiado el ser por el parecer.

La confusión llega cuando confundimos sinceridad con autenticidad. Ser sincero es decir lo que pienso; ser auténtico es sostener lo que soy, incluso cuando decirlo no conviene. Ser auténtico no siempre es expresarse: a veces es callar sin miedo. A veces es proteger lo íntimo. A veces es no participar de la conversación por lealtad a la verdad interior. Por eso decidí escribir esta entrada. Porque ser auténtico implica dolor, silencio, ruptura y a veces soledad. Pero también implica dignidad, profundidad, descanso y libertad. Y aunque cueste, vale cada paso. Porque al final, lo único peor que ser uno mismo y quedarse solo… es no serlo y quedarse vacío.

Cuando “ser tú” se volvió contenido

Vivimos rodeados de gente que se muestra vulnerable mientras mira la cámara de su celular. Personas que confiesan su sufrimiento en videos editados con música. Discursos de amor propio que duran 30 segundos y se insertan entre publicidad de skincare y viajes. No es un juicio, es una radiografía cultural: la autenticidad se ha convertido en parte del mercado simbólico. Ya no es virtud personal: es estética pública. Un ejemplo claro son los videos de “no quería contar esto pero…”, donde se narra un dolor real desde un registro calculado. Hay lágrimas, pero también iluminación, subtítulos y timing emocional. Christopher Lasch advirtió esta tendencia mucho antes de TikTok al decir que “nos hemos convertido en celebridades de nosotros mismos” (La cultura del narcisismo, 1979). La autenticidad se vuelve actuación… y a veces incluso autoexplotación emocional.

Aquí aparecen unas preguntas dolorosas: ¿comparto lo que siento para encontrar consuelo o para obtener validación? ¿Busco acompañamiento o busco impacto? ¿Estoy siendo honesto o apenas estoy vendiendo una versión honesta de mí?

No es casual que el algoritmo premie lo emocionalmente espectacular y no lo emocionalmente verdadero. El llanto discreto no se viraliza. La fe callada no genera clicks. La coherencia silenciosa no tiene visualizaciones. Y es entonces cuando la autenticidad deja de ser un camino interior para convertirse en una estrategia exterior. Por eso tanta gente se siente agotada. No porque vivir sea pesado, sino porque vivir representando es insoportablemente cansado. El costo de sostener un personaje es más alto que el costo de ser uno mismo… pero el personaje tiene aplausos inmediatos. El yo real, en cambio, a veces sólo tiene un cuarto en silencio.

El doble que nos persigue

En El hombre duplicado (2002), José Saramago presenta a Tertuliano Máximo Afonso, un profesor que descubre que existe otra persona idéntica a él en todo. Su doble. Su réplica. Su amenaza. Lo que se vuelve insoportable no es la existencia del otro, sino la posibilidad de dejar de ser único. La identidad entra en crisis cuando aparece otra versión de uno mismo que parece más exitosa, más deseable, más libre. Hoy esa historia tiene otro nombre: perfil. Somos, en cierto modo, gente duplicada. Existe el yo que vive… y el yo que se muestra. El yo íntimo… y el yo curado. El yo temeroso… y el yo que parece tenerlo claro. Y lo más grave: empezamos a confundirlos. “El infierno no son los otros, es la mirada que nos obliga a dejar de ser nosotros” (Yukio Mishima, conferencia en Waseda, 1967). Esa frase, escrita antes de Instagram, parece escrita ayer.

Ejemplos hay miles. El que presume paz interior pero no puede dormir si sus publicaciones no tienen alcance. La persona que dice “amo ser imperfecta” con fotos filtradas en seis apps distintas. El hombre que predica autenticidad pero se muere si alguien nota sus contradicciones. Y todos, en algún nivel, hemos sido ese personaje que actúa su versión de sí mismo para sobrevivir. Pero la pregunta sigue ahí, inquietante como una sombra: ¿quién soy yo cuando el escenario se apaga? El psicoanálisis diría que no lo sabemos porque evitamos encontrarnos con esa respuesta. Evitamos el silencio porque nos duele. Evitamos la autenticidad porque nos obliga a renunciar al aplauso. Evitamos ser uno mismo porque exige arriesgarse a no gustar.

“Ser o no ser, esa es la cuestión. ¿Qué es más noble para el alma: sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna, o tomar las armas contra un mar de adversidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas?”.
— William Shakespeare, Hamlet (1600–1601)

El miedo a ser vistos de verdad

Si Saramago muestra la amenaza del doble, Ernesto Sabato revela la claustrofobia del yo. En El túnel (1948), Juan Pablo Castel busca desesperadamente a alguien que lo comprenda. Pero no busca amor, busca confirmación. No quiere una relación, quiere un espejo humano que valide su propio túnel. Castel es incapaz de encuentro real, porque lo que quiere no es compañía: es control. Eso también nos pasa. Decimos querer conexión, pero muchas veces deseamos audiencia. Decimos buscar empatía, pero queremos consentimiento. Queremos ser escuchados, pero no leídos desde fuera, sino desde nuestra propia narrativa. “Todo lo que es profundo ama el disfraz” (Más allá del bien y del mal, 1886), escribió Nietzsche. Y tal vez por eso la intimidad real nos aterra: porque en ella no hay filtros, ni control, ni edición.

Hoy la gente se muestra sin parar… pero casi nadie se deja ver. Mostrar no es abrirse; exponer no es revelarse. Puedes contar todo sin haberte encontrado a ti mismo. Puedes estar rodeado de gente y seguir encerrado en un túnel que, como el de Sabato, tiene una ventana minúscula que no conduce a nadie. Entonces llegan las preguntas serias: ¿cuándo fue la última vez que alguien te vio de verdad? ¿cuándo fue la última vez que dejaste que alguien te viera sin explicar ni justificar nada? Lo dramático no es que la gente no nos conozca: es que nosotros mismos hemos dejado de hacerlo.

Autenticidad sin testigos

La autenticidad es un fenómeno interior, no un espectáculo. Si depende del aplauso, no es autenticidad: es estrategia. Si necesita público, no es identidad: es marca. Y aunque no tiene nada de malo comunicar lo que sentimos, hay una diferencia enorme entre expresar desde la verdad y representar desde la expectativa. Rabindranath Tagore escribió: “El alma es tímida: huye de los aplausos” (Sadhana, 1913). Lo que somos de verdad se revela cuando nadie nos mira. Es ahí donde aparece el carácter y la dignidad: cuando hacemos lo correcto sin grabarlo, cuando cambiamos sin anunciarlo, cuando protegemos lo íntimo sin convertirlo en contenido público, cuando amamos sin contar la historia para ganar simpatía.

Por eso propongo un experimento sencillo y profundo: vive algo hermoso y no lo publiques. Haz algo bueno y no lo cuentes. Atrévete a existir sin mostrarlo. Al principio dolerá porque estamos acostumbrados a confirmar nuestro valor en la reacción ajena. Pero pasados unos días sentirás un alivio profundo, casi ancestral: el alivio de haber vivido tu vida sin necesidad de que alguien la certificara. Pregúntate sin miedo: ¿qué de mí existe sólo porque lo muestro? ¿qué de mí permanece si todo lo que muestro desaparece? La autenticidad que sobrevive al silencio es la única que transforma el alma.

El precio y la dignidad de ser uno mismo

Ser auténtico tiene un costo. Un costo real. Un costo que va contra la lógica de la viralidad y la aprobación instantánea. Rollo May lo escribió así: “Lo contrario del coraje no es la cobardía, es la conformidad” (El hombre en busca de sí mismo, 1953). Ser uno mismo implica decepcionar a quienes nos preferían como personaje, perder personas que sólo amaban la versión cómoda, enfrentar malentendidos, soltar ambientes donde ya no encajamos. Por eso muchos eligen el personaje: porque el personaje es estable, controlado, vendible, armonioso. El yo verdadero en cambio es frágil, contradictorio, a veces torpe, a veces silencioso. Pero el personaje cobra un precio silencioso: cansa, calcifica, vacía. El personaje deja de ser protección y se vuelve prisión.

Clarice Lispector lo expresó sin rodeos: “El precio de ser uno mismo es la soledad; el precio de no serlo es la angustia” (Un soplo de vida, 1978). Y hay algo profundamente liberador en asumir ese riesgo. Porque incluso si nadie aplaude, incluso si hay silencio, dolor o desconcierto, el alma respira cuando la verdad deja de tener miedo.

Reflexión final

Tal vez la verdadera autenticidad no consista en mostrarlo todo, sino en no traicionarse. Tal vez el acto más revolucionario hoy no sea confesar, sino proteger lo sagrado. Tal vez la vida interior sea el último territorio no colonizado por el algoritmo. Tal vez lo más profundo que puedas ofrecerle al mundo sea un yo que existe sin necesidad de ser mirado. La autenticidad no se declama, no se actúa, no se vende. Se vive. Y cuando se vive, deja de ser una palabra para convertirse en una forma de estar en el mundo.

Y recuerda: si hubo tiempo para grabarse llorando, ¿será cierto o es otra manera de llamar la atención?

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Benedetti y La Tregua

“Lunes 11 de febrero. Hoy ha sido un día nulo”
— Mario Benedetti

Queridos(as) lectores(as):

Hay libros que no llegan a nuestra vida para darnos lecciones, sino para acompañar silenciosamente algo que ya veníamos sospechando dentro de nosotros. La tregua (1960), de Mario Benedetti, es precisamente uno de esos libros. No exige teorías, no ofrece grandes giros narrativos, no tiene la pretensión de revelarlo todo. Su fuerza está en que, con una sencillez que desarma, muestra cómo puede despertar el alma en medio de una existencia rutinaria y desgastada. Esa es la experiencia que viven miles de personas hoy: vidas aparentemente estables, pero emocionalmente anestesiadas, como si la rutina hubiera ido apagando la capacidad de sentir.

La primera frase del libro —“Hoy ha sido un día nulo”— sintetiza esa sensación contemporánea de repetición vacía. No es tristeza, ni depresión propiamente dicha, sino una quietud amarga que se vuelve costumbre. Muchos de nosotros vivimos así: haciendo lo que se espera, respondiendo mensajes, cumpliendo obligaciones, pero sin sentir que realmente estamos viviendo algo propio. Es un estado de suspensión afectiva que se parece al letargo, y que Benedetti retrata con una claridad tan humana que uno siente que le está leyendo los días.

La rutina como forma de anestesia

La vida de Martín Santomé antes de Avellaneda está marcada por esa frase inicial: “día nulo”. Sus jornadas se suceden sin sobresalto, sin alegría, sin dolor intenso. No hay drama, pero tampoco hay vitalidad. Es lo que Byung-Chul Han diagnostica en nuestra época: “La vida se reduce a una sucesión de tareas sin sentido que sólo incrementan la fatiga” (La sociedad del cansancio, 2010). La rutina no mata, pero adormece. Y ese adormecimiento es peligrosamente cómodo. Benedetti muestra esta anestesia sin exageraciones. No convierte a Santomé en un hombre miserable ni resentido. Lo retrata como un hombre común, cansado, responsable, disciplinado, que ha sobrevivido a la vida ejerciendo una especie de administración emocional. Desde una perspectiva psicoanalítica, se diría que Santomé ha puesto su pulsión vital en pausa. Funciona, responde, habla, pero no se arriesga a sentir. La vida, para él, es un trámite que debe completarse sin contratiempos.

Este tipo de existencia es tremendamente actual. Hoy vemos a muchas personas atrapadas en dinámicas similares: trabajar, cuidar, atender, sostener, responder… pero sin espacio para las propias preguntas. Paradójicamente, puede ser más fácil cumplir que sentir. El sentir, en cambio, exige apertura, vulnerabilidad, exposición. Y por eso el sujeto contemporáneo evita lo afectivo incluso sin darse cuenta. La anestesia emocional no es un defecto personal; es un mecanismo de supervivencia frente al exceso de responsabilidad. Pero lo más interesante es que Benedetti no juzga esa anestesia. La muestra como algo casi inevitable en quienes han vivido demasiado, sufrido demasiado o postergado demasiado. Es un estado en el que los días se parecen entre sí, donde el alma se acomoda en un silencio resignado, y donde uno aprende a vivir sin esperar. Ese es el punto de partida de La tregua: no la tragedia, sino la costumbre. Y es precisamente ahí donde se manifiesta el milagro literario del libro.

El estremecimiento que despierta lo dormido

La llegada de Laura Avellaneda no es ruidosa. No hay fanfarrias ni epifanías románticas. Lo que hay es un cambio de ritmo, una presencia que desestabiliza lo que parecía inamovible. Avellaneda no es un personaje idealizado; es la encarnación de una posibilidad. Y a veces, en la vida real, lo que más nos transforma no es alguien extraordinario, sino alguien que nos mira de un modo que nos recuerda que aún estamos vivos. Simone Weil decía: “La atención es la forma más rara y más pura de generosidad” (Escritos espirituales, 1942). Esa es la clave para entender el vínculo entre Santomé y Avellaneda. Ella lo mira con una atención que él ya había olvidado merecer. Y ese simple acto —ser visto de verdad— es profundamente transformador. Desde el psicoanálisis, Christopher Bollas lo llamaría un “objeto transformacional”: una presencia que activa en la persona una energía dormida, un deseo que llevaba años agazapado.

La novela describe con sutileza ese despertar. No es un enamoramiento súbito, sino un lento derrumbe de defensas. Santomé se sorprende sintiendo curiosidad, luego simpatía, luego afecto. Y en ese proceso descubre algo que ignoraba: que bajo la rutina había un corazón que aún sabía latir. Este despertar es profundamente actual. Muchas personas hoy no están tristes: están dormidas emocionalmente. Y alguien —un amigo, una pareja, una palabra, un gesto— puede ser su Avellaneda. Lo más conmovedor es que Avellaneda no llega para “salvarlo”. No lo rescata ni lo repara. Sólo le ofrece la oportunidad de mirar su vida con otros ojos. Y ese cambio sutil hace que La tregua sea una novela profundamente humana, más cercana a la vida real que muchas historias de amor idealizadas. A veces, la verdadera revolución emocional es que alguien llegue y nos haga lugar en su mirada.

“No sé si la vida es corta o larga para nosotros. Pero sé que nada de lo que vivimos tiene sentido si no lo tocamos el corazón de alguien”.
– Mario Benedetti (La tregua, 1960)

La culpa de volver a ser feliz

Uno de los temas más profundos de la novela es la culpa que Santomé siente al experimentar felicidad después de tanto tiempo. Erich Fromm, en El arte de amar (1956), escribió: “La felicidad no es algo que se posee, sino algo a lo que hay que atreverse». Y esta frase ilumina la experiencia del protagonista: tiene miedo de atreverse a ser feliz. La culpa aparece porque la alegría despierta los fantasmas de la pérdida. Quien ha sufrido sabe que la felicidad puede ser efímera, frágil, incluso peligrosa. La culpa también surge como un mecanismo de defensa: si me convenzo de que no merezco la felicidad, tal vez no dolerá tanto cuando desaparezca. Muchos lectores vivirán este dilema: el temor a permitirse sentir algo bueno por miedo a perderlo.

La novela retrata este conflicto con una mezcla de ternura y brutal honestidad. Santomé quiere entregarse, pero algo dentro de él lo retiene. Y ese algo no es cobardía: es humanidad. Cargar con historias de dolor hace que la alegría se vuelva un territorio incierto. Pero a la vez, es precisamente esa incertidumbre la que vuelve más valioso el momento en que alguien nos devuelve al mundo afectivo. Esto hace que La tregua sea también un libro sobre el acto de recibir. Recibir cariño, recibir compañía, recibir ternura. A veces hemos vivido tanto tiempo en modo “supervivencia” que no sabemos cómo responder cuando la vida nos ofrece algo bueno. El libro enseña que la felicidad, aunque sea breve, aunque sea tímida, es siempre un acto de valentía.

La tregua como acontecimiento existencial

La palabra “tregua” en la novela no es casual. Es un concepto cargado de resonancias filosóficas. No es simplemente un descanso; es una suspensión del conflicto. Albert Camus, en El verano (1952), escribió: “En lo más profundo del invierno, finalmente aprendí que había dentro de mí un verano invencible”. Ese verano interior es lo que Avellaneda representa para Santomé: un respiro en medio de la dureza cotidiana. La tregua es el tiempo en el que lo extraordinario se filtra en lo ordinario. Es una grieta en la programación de la vida. No cambia la estructura externa de la existencia, pero transforma su sentido. La tregua podría entenderse como un acontecimiento: algo que irrumpe y exige ser interpretado. No es simplemente algo que pasa, sino algo que marca.

Este espacio funciona como un territorio intermedio: un lugar donde el sujeto puede experimentar su deseo sin la carga total de sus mecanismos defensivos. Es un espacio transicional, diría Winnicott, donde la persona se permite jugar con la posibilidad de una vida más propia. Y ese juego, por breve que sea, puede ser profundamente reparador. Benedetti muestra que una tregua puede ser suficiente para reconfigurar la memoria emocional. No hace falta una felicidad eterna para que algo en nosotros se dignifique y se recoloque. A veces, basta una experiencia luminosa para que la vida deje de ser nula. Esa es la enseñanza más suave y más profunda del libro.

El golpe final y la pregunta que queda

No revelaré aquí el desenlace, pero quienes lo han leído saben que la novela no concluye con un final complaciente. Lo que ocurre obliga a Santomé —y a nosotros— a enfrentarnos a una verdad difícil: incluso lo bueno puede perderse. Sin embargo, la novela no es nihilista. Es consciente de que las pérdidas también pueden convertirse en parte de la dignidad de la vida. Benedetti consigue que el lector sienta que la tregua valió la pena, aunque haya sido breve. Que el despertar del corazón, aunque frágil, tiene un valor que no se borra. Que lo vivido no se cancela por su duración. Esta idea contrasta con una cultura que valora sólo lo que dura mucho, lo que se mantiene estable, lo que no cambia. La tregua recuerda que lo breve puede ser transformador.

La novela nos deja con la pregunta fundamental: ¿qué hacemos con lo que la vida nos da y luego nos quita? La respuesta no es sencilla, pero Benedetti sugiere algo: honrar lo vivido, guardarlo, permitir que nos cambie. La experiencia, aunque dolorosa, no es inútil. La tregua muestra que incluso un amor breve puede reorganizar el mundo interno de una persona. Y quizás esa sea la verdadera enseñanza: la vida puede ser dura, injusta, impredecible… pero aun así, vale la pena cuando aparece alguien que nos mira de modo distinto. Por breve que sea, es una prueba de que todavía podemos ser alcanzados por la luz.

Reflexión final

Si estás cansado, si la rutina te ha ido apagando, si ya no esperas gran cosa de los días, La tregua puede ser un libro para ti. No te ofrecerá fórmulas ni optimismo vacío. Te ofrecerá compañía. Te recordará que incluso en los momentos más planos puede aparecer algo que despierte tu alma. Y que esa chispa, por pequeña que sea, puede cambiarlo todo.

Los invito a leer La tregua. A entrar en sus silencios, en sus ternuras, en sus días nulos que de pronto dejan de serlo. Y, si lo desean, a compartir en los comentarios qué les movió por dentro esta historia. A veces, un libro es la mano suave que necesitábamos sin saberlo.

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El miedo a necesitar: apego evitativo

“La capacidad de estar solo es una de las señales más importantes de madurez emocional»
— Donald W. Winnicott

Queridos(as) lectores(as):

Hay personas que, aunque aman, se alejan cuando sienten que alguien empieza a acercarse demasiado. No lo hacen por desinterés ni por frialdad, sino por miedo. Miedo a ser vistos, miedo a que alguien cruce esa frontera que aprendieron a custodiar desde niños. En apariencia, son independientes y seguros; en el fondo, viven con una herida que dice: “si necesito, me abandonan».

El apego evitativo no nace del egoísmo, sino del intento de protegerse. Es la defensa psíquica de quien aprendió que depender era peligroso, que mostrar ternura era exponerse al rechazo. Y aunque anhelan cercanía, su cuerpo reacciona como si el amor fuera amenaza.

El origen del miedo

John Bowlby, psiquiatra y psicoanalista británico, explicó que el apego es un sistema emocional innato que busca garantizar la supervivencia a través del vínculo. Cuando las figuras parentales responden con indiferencia o frialdad, el niño aprende que expresar sus necesidades no tiene sentido. Así surge el apego evitativo: una aparente autosuficiencia que esconde una profunda desconfianza en el amor (Bowlby, “Attachment and Loss”, 1969). Mary Ainsworth, en su célebre experimento de la “situación extraña”, observó que los niños de apego evitativo no lloraban al separarse de sus madres, pero presentaban altos niveles de cortisol: fingían calma, pero estaban en alerta (Ainsworth et al., “Patterns of Attachment”, 1978). Desde entonces, asociaron la necesidad con el peligro.

El psicoanálisis amplió esta idea. Jacques Lacan escribió: “El deseo del hombre es el deseo del Otro” (Seminario XI, 1964). Negar la necesidad del otro no nos hace libres, sino más solos. Es el niño que dejó de buscar el abrazo que nunca llegó, el adolescente que aprendió a no esperar, el adulto que dice “no necesito a nadie” cuando en realidad teme necesitar demasiado. En literatura, Oscar Wilde lo expresó con dramatismo en El retrato de Dorian Gray: un hombre que teme ser visto en su humanidad, que se esconde tras una imagen inalterable para evitar que alguien toque su verdad. La máscara protege, pero también aísla.

La coraza emocional

El adulto evitativo construye relaciones donde controla la distancia emocional. Ama, pero dosifica. Se muestra, pero no se entrega. Puede compartir risas, pensamientos y hasta proyectos, pero rara vez deja que alguien toque su vulnerabilidad. Prefiere la mente al cuerpo, la ironía a la confesión, la autosuficiencia al consuelo. Erich Fromm escribió: “El amor inmaduro dice: te amo porque te necesito. El amor maduro dice: te necesito porque te amo» (El arte de amar, 1956). Para quien ha desarrollado apego evitativo, ambas frases resultan amenazantes: la primera implica dependencia; la segunda, entrega. Y ninguna parece segura.

En consulta, este patrón se traduce en frases como “me cuesta confiar”, “cuando me siento querido(a), me bloqueo”, o “me abruman las demostraciones de afecto”. Son defensas inconscientes frente a la posibilidad de perder el control. Su cuerpo se tensa ante el abrazo, su mente busca razones para huir. León Tolstói describió con precisión esta dinámica en Anna Karenina (1878): Vronsky ama, pero no soporta el peso de la intimidad. Se refugia en la acción, en el deber, en el movimiento. La cercanía le resulta insoportable porque lo obliga a verse a sí mismo. Así también el evitativo: huye no del otro, sino de la posibilidad de ser visto.

El enemigo más letal de quien padece apego evitativo es el no ponerlo en palabras. Sus acciones dan paso a malas interpretaciones del otro. Y el destino apunta a una dolorosa soledad.

Cuando amar se vuelve amenaza

El miedo a la intimidad suele confundirse con falta de interés, pero en realidad es un reflejo condicionado. Quien teme necesitar ha aprendido que el amor se pierde, y prefiere no arriesgar. Albert Camus lo dijo de forma bellísima: “El hombre teme ser devorado por lo que ama.” (El mito de Sísifo, 1942). Por eso, cuando alguien se acerca con ternura, el evitativo siente que pierde el aire. No soporta la dependencia emocional, pero tampoco la idea de ser rechazado. Entonces se distancia, cancela planes, calla, o se refugia en su trabajo. No sabe cómo quedarse, y en su huida confirma su miedo: “nadie permanece.”

Cuando el vínculo se da entre una persona de apego ansioso y otra evitativa, se genera una danza dolorosa: uno busca más, el otro se repliega. Uno teme el abandono, el otro teme la invasión. Son dos caras del mismo dolor: la dificultad de confiar. Amar implica libertad, pero también riesgo: el de ser amado sin garantías. El evitativo, sin embargo, no deja de amar. Ama a su modo: con prudencia, con miedo, con esperanza en secreto. En su silencio también hay ternura; sólo necesita tiempo para entender que el amor no destruye, sino que sostiene.

Sanar el desapego aprendido

Winnicott hablaba del “ambiente facilitador” como ese espacio en el que el sujeto puede ser sin miedo a ser herido (El proceso de maduración en el niño, 1965). En análisis, esa experiencia se vuelve posible: un vínculo donde la presencia del otro no exige ni invade, sino acompaña. Es el aprendizaje de que se puede estar cerca sin perderse. Sanar un apego evitativo no implica renunciar a la independencia, sino transformar la defensa en elección. Reaprender a quedarse. Sostener la mirada cuando el impulso es bajar los ojos. Decir “te necesito” sin sentir vergüenza. Reconocer que la vulnerabilidad no es un defecto, sino la condición del amor verdadero.

Un ejemplo lo encontramos en Jane Eyre (1847) de Charlotte Brontë. Jane ama sin renunciar a su dignidad; se entrega, pero no se disuelve. Ha aprendido a confiar sin perder su libertad. Esa madurez emocional es lo que el evitativo anhela: poder estar con otro sin dejar de ser él mismo. El proceso es lento, pero posible. Requiere paciencia, humildad y vínculos sanos. Porque a veces el amor no cura de golpe: sólo se queda, y en ese quedarse, lentamente, sana.

Reflexión final

El apego evitativo es, en el fondo, una forma de decir: “No me dejes, pero no te acerques demasiado». Una contradicción que encierra el deseo más humano de todos: ser amado sin perderse. Pero sólo cuando uno se atreve a necesitar descubre que el amor no esclaviza, sino que libera. Rainer Maria Rilke escribió: “Amar es un alto empeño, pues exige que tú te formes también, que crezcas, que llegues a ser mundo para otro» (Cartas a un joven poeta, 1929). El amor no exige perfección, sino presencia. Y a veces, quedarse es el acto más valiente de todos.

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Frankenstein: de Mary Shelley a Guillermo del Toro

“Aprendí que la posesión del conocimiento no trae la felicidad al hombre que no puede controlar sus pasiones.”
Mary Shelley

Queridos(as) lectores(as):

Hay historias que no envejecen porque pertenecen a una herida que sigue abierta. Frankenstein es una de ellas. En el frío de una noche de 1816, una joven de apenas dieciocho años soñó con un hombre que desafiaba a los dioses al crear vida. No era un sueño científico, sino existencial: ¿qué sucede cuando lo que creamos nos mira a los ojos y nos pide amor? Mary Shelley no escribió sólo un relato gótico: escribió una confesión sobre el abandono, la pérdida y la soledad de quien busca sentido en un mundo que parece haber expulsado a Dios. Dos siglos después, Guillermo del Toro ha querido volver a mirar ese mito desde otro ángulo: el de quien ve belleza en lo roto, ternura en lo monstruoso, y humanidad en el espanto. Su versión de Frankenstein (2025) no es una adaptación fiel, sino un diálogo amoroso con la herida original.

En su mirada, la criatura ya no es sólo el resultado de una transgresión, sino una metáfora del alma que sufre por haber sido creada sin afecto, una víctima que encarna la pregunta más humana de todas: ¿por qué no me amaron? Entre la pluma de Shelley y la cámara de del Toro hay un puente: el que une el horror con la compasión. Ambos autores, desde su tiempo y su dolor, nos recuerdan que el verdadero monstruo no es quien provoca miedo, sino quien ha sido negado por el amor. Y en esa tensión, entre el creador y su criatura, late un espejo que nos refleja a todos. Lo que nos asusta no son los otros, sino las partes nuestras que preferimos no mirar.

La herida original de la creación

Mary Shelley subtituló su novela The Modern Prometheus (1818) para advertir que el deseo de crear, sin sabiduría, puede ser también un acto de soberbia. En la mitología griega, Prometeo robó el fuego a los dioses; Frankenstein robó el secreto de la vida. Ambos querían dar algo luminoso a la humanidad, pero en el camino olvidaron que la luz también quema. En su diario, Shelley escribió: “Soñé que veía al pálido estudiante de artes profanas arrodillado junto a la cosa que había ensamblado; veía abrirse sus ojos amarillos…” (Mary Shelley’s Journals, 1816). Esa imagen del ojo que se abre no es sólo una escena de terror: es la conciencia que despierta en quien juega a ser dios y termina descubriendo su propia pequeñez. En el plano psicoanalítico, Victor Frankenstein encarna al padre omnipotente que no soporta su vulnerabilidad. Quiere dominar la muerte, abolir la pérdida, ser creador sin asumir la fragilidad que toda vida implica. Pero el nacimiento de la criatura no es un acto divino: es un parto fallido. Freud habría visto en él la expresión del narcisismo herido: la imposibilidad de aceptar límites. Winnicott, en cambio, lo habría llamado “un fracaso en el sostén del ambiente”. Victor crea, pero no sostiene; engendra, pero no cuida. Lo que abandona no es sólo a la criatura, sino su propia capacidad de amar.

El monstruo, por su parte, es la representación viva de todo lo que el creador no puede reconocer en sí mismo. Es el rostro de lo reprimido, de lo que el yo expulsa para mantener la ilusión de pureza. “Soy maligno porque soy desgraciado”, dice la criatura. Su maldad no nace del deseo de hacer daño, sino del dolor de no ser visto. Y esa frase podría ser el emblema de toda existencia humana abandonada: no hay monstruos, hay heridas que gritan. Shelley, sin saberlo, anticipó una verdad psicoanalítica profunda: el rechazo funda la violencia, y la falta de ternura engendra horror. La criatura sólo quiere ser amada, pero su fealdad se lo impide. Así, el horror no está en su aspecto, sino en la mirada que no puede ver más allá de él. En esa paradoja —la del amor imposible—, Shelley escribió una tragedia que no ha dejado de repetirse: la de quienes crean sin cuidar y de quienes existen sin ser vistos.

El horror como espejo del alma

La obra de Shelley no habla del terror sobrenatural, sino del terror moral. “El aislamiento es una forma de castigo, pero también de conciencia”, escribió Harold Bloom en Mary Shelley’s Frankenstein (1987). Victor huye de su criatura, pero en realidad huye de sí mismo. La novela entera puede leerse como una persecución interior: el hombre que intenta escapar del espejo que lo acusa. El horror, entonces, no está afuera; vive dentro. Desde la filosofía, el subtítulo “El moderno Prometeo” puede leerse como una crítica al racionalismo que pretende emancipar al hombre sin redimirlo. El siglo XIX creyó que el conocimiento bastaba para salvarnos, pero Shelley intuyó que la razón sin ternura es estéril. Kierkegaard lo habría dicho con otra voz: “El mayor peligro del hombre no es perder la razón, sino perder su alma” (La enfermedad mortal, 1849). Victor crea un cuerpo, pero no un alma; inventa vida, pero sin amor. Por eso su criatura no vive: sufre.

En el plano psicoanalítico, Shelley retrata el drama del abandono primario. La criatura despierta a un mundo donde su creador la rechaza y su entorno la teme. Como todo sujeto herido, busca un reflejo que lo confirme, un Otro que le devuelva existencia. Cuando no lo encuentra, se convierte en su propio verdugo. “Hazme feliz y seré virtuoso”, le suplica a Victor; pero el padre simbólico no responde. En esa falta nace la tragedia: la bondad negada se vuelve furia. Así, el horror de Frankenstein no reside en la monstruosidad física, sino en el vacío relacional. Shelley nos recuerda que el mal no surge de la oscuridad, sino del abandono. Y que cada ser humano, si no es mirado con ternura, puede volverse criatura errante, incapaz de reconocerse. El horror, en última instancia, es el rostro de la soledad.

Imagen tomada de «Tomatazos», para la mera ilustración de esta entrada.

Guillermo del Toro: la belleza de lo roto

Guillermo del Toro creció viendo crucifijos con las heridas abiertas y santos cubiertos de sangre. “Fui educado entre imágenes donde el dolor era también belleza”, confesó en una entrevista con CBS News (2025). Esa mezcla de ternura y espanto atraviesa toda su filmografía: del fauno que guía a una niña en medio de la guerra al anfibio que enseña a amar a quien no encaja en el mundo. Su Frankenstein no es una excepción: es la culminación de su fe en que el horror puede ser redentor. “El monstruo —dice del Toro— no es la negación de la belleza, sino su otra cara” (El País, 2025). Su versión parte de la misma herida que Shelley, pero la mira con misericordia. Si en la novela la criatura es castigo, en la película es súplica. Si en Shelley hay culpa, en del Toro hay compasión. El director mexicano traslada el mito del laboratorio al alma: muestra que lo verdaderamente espantoso no es la deformidad del cuerpo, sino la falta de amor que lo rodea.

En su estética, la fealdad se convierte en poesía. Cada cicatriz es una forma de memoria, cada deformidad una historia. Del Toro ha dicho que su obra entera es una carta de amor “a los que se sienten monstruosos por dentro”. No se trata de negar el horror, sino de reconciliarse con él. Ahí radica su genialidad: en recordarnos que las heridas, si se contemplan con ternura, pueden volverse bellas. Desde la filosofía del arte, esta propuesta dialoga con lo sublime kantiano: lo que fascina y espanta a la vez. Lo terrible adquiere dignidad cuando lo comprendemos. La belleza de lo roto no consiste en embellecer la tragedia, sino en darle sentido. Del Toro, a diferencia de Shelley, no busca castigar al creador, sino sanar al creado. Su Frankenstein no destruye: reconcilia.

Filosofía y psicoanálisis del creador y la criatura

Shelley y del Toro convergen en una misma intuición: todo acto creativo es un intento de sanar. Victor Frankenstein crea porque no soporta la pérdida; del Toro filma porque quiere reparar lo que la vida hiere. Ambos parten de la falta, de ese hueco que nos empuja a inventar consuelo. “El arte —decía Nietzsche— nace de la herida que sangra lentamente” (El nacimiento de la tragedia, 1872). En ese sentido, el monstruo no es sino el rostro visible del dolor que insiste en ser escuchado. Desde el psicoanálisis, la criatura encarna lo que Freud llamó lo ominoso (Das Unheimliche, 1919): lo familiar vuelto extraño, lo que alguna vez amamos y ahora tememos. Cada vez que nos enfrentamos a lo que rechazamos en nosotros, algo de la criatura despierta. Lacan diría que es “lo real” que irrumpe: aquello que no puede simbolizarse y, sin embargo, nos mira desde la oscuridad. Shelley lo muestra con horror; del Toro, con ternura. Ambos nos invitan a la misma tarea: no huir de nuestra sombra.

Filosóficamente, el creador y la criatura son dos polos de la condición humana: el deseo de dominar y el anhelo de ser amado. Uno busca eternidad; el otro busca sentido. Cuando ambos se encuentran, se produce el milagro o la catástrofe. En Shelley, vence la catástrofe; en del Toro, la posibilidad del perdón. Ambos, sin embargo, confiesan que la belleza y el horror son inseparables. Lo que nos salva no es negar lo monstruoso, sino comprenderlo. Desde el diván, podríamos decir que Frankenstein es la metáfora perfecta de la transferencia: el amor que el paciente deposita en su analista, esperando que no lo abandone. Y quizá por eso el mito sigue vivo: porque todos, en algún momento, fuimos esa criatura que sólo pedía ser escuchada y no destruida.

Dos caras del mismo espejo

Mary Shelley escribió su novela como advertencia: “Cuida lo que creas”. Guillermo del Toro la convierte en una invitación: “Ama lo que temes”. En el fondo, ambas frases apuntan al mismo misterio: la responsabilidad de mirar lo que nace de nuestras manos y de nuestro corazón. En Shelley, el castigo llega por soberbia; en del Toro, la redención por compasión. El horror de la ciencia se vuelve belleza espiritual. Podría decirse que Shelley nos enfrenta al precio del conocimiento, mientras del Toro nos ofrece la ternura del reconocimiento. En la novela, el creador destruye al monstruo; en la película, el creador lo abraza. Una nos habla del castigo; la otra, de la reconciliación. Pero ambas nos recuerdan que la creación sin amor está condenada a devorarse a sí misma.

Desde una mirada contemporánea, la lectura de del Toro tiene un eco social: en tiempos de inteligencia artificial, manipulación genética y deshumanización digital, el nuevo Frankenstein somos nosotros. Creamos máquinas, algoritmos y vínculos efímeros sin hacernos cargo del alma que perdemos en el proceso. Shelley previó el peligro de la ciencia sin conciencia; del Toro nos pide añadirle arte, compasión y mirada. Al final, Frankenstein no trata de monstruos, sino de heridas que piden compañía. Shelley gritó desde el dolor; del Toro susurra desde la esperanza. La primera nos dice que el amor ausente destruye; el segundo, que el amor presente redime. Entre ambos, se dibuja el espejo donde aún nos miramos.

Reflexión final

Quizá lo más humano de Frankenstein no sea la criatura ni el creador, sino el vacío entre ambos: ese espacio donde alguien debería haber dicho “te veo” y no lo hizo. La novela de Shelley y la película de del Toro nos recuerdan, cada una a su manera, que la vida no se sostiene sólo con conocimiento, sino con ternura. Que no basta crear: hay que cuidar. Que no basta mirar: hay que comprender. Encontrar la belleza en el horror no significa justificar el mal, sino reconocer que incluso en lo más roto late la posibilidad del bien. Hay belleza en la cicatriz que cuenta una historia; hay luz en la lágrima que cae sin rencor.

Shelley escribió desde la muerte, del Toro filma desde la compasión. Entre ambos, se abre un camino que todos debemos recorrer: el de reconciliarnos con lo que tememos, con lo que fuimos, con lo que todavía no amamos. Porque el verdadero horror no está en el monstruo… sino en los ojos que no saben verlo con amor.


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Gracias por leer, y por mirar conmigo —una vez más— la belleza que habita en el horror.

Esperanza en tiempos de venganza

“Hasta el día en que Dios se digne revelar al hombre el porvenir, toda la sabiduría humana estará contenida en dos palabras: esperar y confiar»
— Alexandre Dumas

Queridos(as) lectores(as):

A veces un libro se vuelve más que una historia: se vuelve espejo, advertencia, consuelo. El Conde de Montecristo (1844) es uno de esos libros que parecen escritos para cada época. Alexandre Dumas no narró sólo la caída de un hombre inocente, sino el descenso de todo ser humano cuando la traición le quiebra el alma. Edmond Dantès, ese joven marinero injustamente encarcelado, encarna la pregunta que todos, en algún momento, nos hemos hecho: ¿qué hacer cuando la vida se vuelve injusta? La obra comienza con un hombre que confía, ama y espera. Pero la envidia de otros —Danglars, Fernand y Villefort— convierte su ascenso en ruina. Dantès es encarcelado en el Château d’If, donde la desesperación se convierte en su única compañía. Su fe se quiebra, y con ella se abre el abismo de la desesperanza. Sin embargo, en esa oscuridad encuentra al abate Faria, quien lo instruye, lo humaniza y, sobre todo, le enseña que el conocimiento puede ser una forma de libertad.

Años después, cuando escapa y se convierte en el misterioso Conde de Montecristo, la novela deja de ser una tragedia y se transforma en una reflexión sobre el poder, la justicia y la redención. Dantès podría ser cualquiera de nosotros: alguien que ha amado, ha sido herido, y ha tenido que decidir si convierte su herida en venganza o en sabiduría. Esa elección —que parece personal— es también moral y colectiva: define qué tipo de humanidad queremos construir. Hoy, cuando el mundo parece moverse entre resentimientos, ofensas y cancelaciones, la historia de Montecristo nos invita a otra mirada. “Busquen su propio árbol”, dice Dumas al final. No el árbol del rencor, ni el de la resignación, sino el de la esperanza madura: esa que se planta en la tierra del dolor y da fruto en silencio

La celda como espejo del alma

En la celda húmeda del Château d’If, Dantès descubre la verdad más brutal: que el dolor no sólo proviene de los otros, sino del derrumbe interior que provoca la injusticia. “Fui a la prisión creyendo en Dios y salí creyendo en el diablo”, dice en uno de los pasajes más desoladores de la obra. Es la frase de un hombre que ha tocado fondo, que ha sentido la traición como una forma de muerte.Sigmund Freud, en Más allá del principio del placer (1920), llamó a ese impulso de autodestrucción “pulsión de muerte”: una fuerza que busca el retorno al silencio cuando la realidad se vuelve insoportable. Pero Dantès no se deja consumir del todo. La irrupción del abate Faria es el primer destello de Eros, la pulsión de vida. A través de la enseñanza, del pensamiento y del vínculo, el prisionero comienza a reconstruirse. “El saber es la única riqueza que no se pierde”, le dice el abate. En esas palabras se esconde una idea profunda: el conocimiento como acto de resistencia frente al sufrimiento. Lo que salva a Dantès no es la fe ingenua ni la fuerza física, sino el trabajo interior que le permite dar forma al caos.

Durante años, ambos cavan túneles, comparten teorías, sueñan con la libertad. Faria se convierte en su maestro y en su padre espiritual, y le revela la existencia del tesoro de Montecristo. Sin embargo, el verdadero tesoro no es el oro, sino la sabiduría que brota del dolor compartido. Dantès, que había perdido toda esperanza, vuelve a creer —no en los hombres, sino en el sentido. La celda se convierte en claustro, y el cautiverio, en iniciación. En ese proceso, Dumas nos enseña algo que el mundo moderno parece olvidar: que las crisis no destruyen, sino que revelan. La prisión de Dantès es metáfora de los encierros interiores que también habitamos hoy: los de la depresión, la decepción, la soledad. Pero así como el abate Faria aparece en su oscuridad, también cada uno de nosotros puede hallar una voz que despierte el deseo de vivir.

Conocimiento y poder como tentación

Cuando Dantès escapa y encuentra el tesoro en la isla de Montecristo, el joven ingenuo ha muerto. Renace como un hombre nuevo, pero también peligroso: el que ha visto el abismo y ha aprendido a dominarlo. “El saber y la paciencia son las dos llaves del poder”, escribe Dumas. La transformación es impresionante: del marinero sencillo surge el conde sofisticado, calculador, dueño de una fortuna y de una mente prodigiosa. Sin embargo, bajo esa elegancia se esconde una herida que todavía sangra. El conocimiento, cuando no se acompaña de compasión, puede volverse un arma. Montecristo domina idiomas, ciencias, finanzas; conoce los secretos de todos, manipula destinos. Pero su inteligencia, sin amor, se convierte en hielo. Karl Gustav Jung advertía en Recuerdos, sueños, pensamientos (1961) que “quien mira demasiado tiempo al abismo, corre el riesgo de que el abismo mire dentro de él” (idea profundamente nietzscheana). Eso le ocurre a Dantès: el poder lo aísla, la sabiduría lo separa, y la venganza lo consume como una enfermedad disfrazada de justicia.

Su metamorfosis recuerda un proceso que el psicoanálisis ha descrito con precisión: el del yo que intenta reparar el trauma volviéndose invulnerable. Montecristo no busca sólo castigar a sus enemigos; busca demostrar que ha vencido al destino. Pero en ese empeño pierde algo más valioso: la capacidad de amar sin cálculo. Su antigua prometida, Mercedes, lo percibe enseguida: “No es la venganza lo que te consume, Edmond, sino la soledad». Esa frase, dicha desde el amor que aún sobrevive, marca el punto de inflexión. El poder, que parecía su salvación, se revela como otra prisión. Dumas, con una lucidez casi espiritual, parece recordarnos que el saber sin humildad vuelve al hombre un dios trágico. En un tiempo donde el conocimiento se confunde con superioridad moral, El Conde de Montecristo nos advierte que todo poder no purificado por el amor termina devorando a quien lo ejerce.

Justicia o venganza: el alma ante su espejo

“Yo soy el ángel de la venganza de Dios”, proclama Montecristo. Pero en esa afirmación se esconde la trampa de todo justiciero: creer que la herida propia autoriza a convertirse en juez del mundo. Durante gran parte de la novela, Dantès castiga con precisión quirúrgica a quienes lo traicionaron. Cada uno recibe su destino —el banquero arruinado, el político deshonrado, el traidor humillado—. Sin embargo, la perfección de su justicia deja un sabor amargo: no hay redención, sólo equilibrio matemático. Freud afirmaba que la repetición del trauma es una forma de muerte psíquica. La venganza no libera: reactualiza la herida. Montecristo vive de noche, observa desde la sombra, manipula, juzga. En su frialdad hay una tristeza que ni el oro ni la gloria disimulan. El conde se cree instrumento divino, pero poco a poco comprende que ha usurpado un papel que no le corresponde. “Sólo Dios tiene el derecho de castigar, porque sólo Él puede perdonar”, terminará admitiendo. Esa frase marca su redención.

En el fondo, Dantès aprende lo que el mundo contemporáneo parece no entender: que la justicia no es una revancha, sino una forma de verdad. Hoy vivimos en una época donde la cancelación sustituye al diálogo y la exposición del otro al castigo. Montecristo sería un espejo incómodo para nuestra época: un hombre que logra vengarse de todos y, sin embargo, descubre que sigue vacío. Lo que falta no es triunfo, sino sentido. Dumas no nos deja con una moraleja moralista, sino con una advertencia existencial: quien hace de la venganza su razón de vivir termina habitando una cárcel más sutil. El odio, como la sal, conserva, pero también corroe. La única verdadera libertad —parece decirnos el autor— es la del perdón, no porque el culpable lo merezca, sino porque el alma lo necesita.

Un árbol siempre será recordatorio de que la espera y la confianza siempre traen increíbles frutos.

La esperanza: el árbol de Montecristo

Al final de la novela, cuando Montecristo se despide de Maximilien Morrel y Valentine, les deja una carta donde escribe: “Hasta el día en que Dios se digne revelar al hombre el porvenir, toda la sabiduría humana estará contenida en dos palabras: esperar y confiar». Esas dos palabras condensan todo el viaje de Edmond Dantès. Esperar no como resignación, sino como acto de fe en la posibilidad del bien. Confiar no como ingenuidad, sino como lucidez espiritual. Después de haberlo perdido todo, Dantès comprende que la esperanza no consiste en que el mundo cambie, sino en que el corazón vuelva a creer.

El árbol del que habla al final —“Busquen su propio árbol”— no es sólo una metáfora poética: es el símbolo de la reconciliación interior. El árbol tiene raíces (la memoria), tronco (la fortaleza) y ramas (el futuro). En un mundo donde todos corren, Montecristo invita a detenerse y plantar. Plantar algo que dure, algo que no dependa del éxito ni de la revancha. Como escribió Kierkegaard en La enfermedad mortal (1849): “La desesperación es no querer ser uno mismo; la fe es aceptar serlo ante Dios.” Dantès, al final, se acepta: ya no busca castigar ni demostrar nada; simplemente existe. La esperanza, en este contexto, no es un consuelo fácil. Es una tarea. Requiere paciencia, humildad, silencio. Y también perdón. Montecristo, que había jugado a ser Dios, termina comprendiendo que el verdadero poder está en retirarse, en dejar que el amor siga su curso sin control. “He vivido demasiado para odiar”, dice. Es el triunfo de la vida sobre la muerte, de Eros (amor) sobre Tánatos (muerte).

En tiempos como los nuestros —tan impacientes, tan ruidosos—, la esperanza se ha vuelto un acto de rebeldía. Pero Dantès nos recuerda que sólo quien espera puede volver a amar. “Esperen y esperen siempre”, dice. Porque sólo quien sabe esperar puede, al fin, plantar su propio árbol.

Mirar el mundo con los ojos de Edmond Dantès

Si Edmond Dantès viviera hoy, quizá no sería un conde, sino un hombre común: alguien que fue traicionado por su país, abandonado por sus amigos y tentado a vengarse del mundo. Viviría entre las redes y los noticieros, viendo cómo cada día se celebra la caída de alguien. Pero también sería, como entonces, un hombre que busca sentido. Su mirada atravesaría el cinismo contemporáneo con la serenidad del que ha perdonado sin olvidar. Montecristo nos invitaría a mirar más allá del ruido. A no convertir el dolor en espectáculo, ni la justicia en venganza colectiva. Nos recordaría que el odio es un lujo que sólo pueden permitirse los que han perdido la esperanza. Y nos pediría, como a Morrel, que aprendiéramos a esperar y a confiar, incluso cuando todo parece derrumbarse. Porque sin esperanza, la inteligencia se vuelve crueldad, y sin amor, la justicia se vuelve venganza.

En el fondo, El Conde de Montecristo no es una historia de castigo, sino de conversión. El viaje de Dantès —de víctima a juez y de juez a hombre reconciliado— es el itinerario de toda alma humana que busca sentido en el dolor. Dumas, con su genio narrativo, nos recuerda que las heridas pueden educar o destruir, según el uso que les demos. El secreto está en no convertirlas en trinchera. “Busquen su propio árbol”, nos dice el Conde, y la frase resuena como un testamento espiritual. En ese árbol está todo: la sombra del perdón, la savia del amor, la raíz del sentido. Quien planta su árbol, planta su alma. Y quien aprende a esperarlo, se reconcilia con la vida.

Reflexión final

Quizá todos, alguna vez, hemos habitado un Château d’If interior: un lugar de silencio, culpa o desesperanza. Pero si algo enseña El Conde de Montecristo es que la herida no es el final, sino el comienzo de la transformación. En un mundo que responde a la ofensa con furia y a la tristeza con ironía, Edmond Dantès se alza como una voz serena: la de quien ha aprendido que la venganza no cura, pero la esperanza sí. Así que, queridos(as) lectores(as), si el mundo los traiciona, no corran a vengarse: siembren. Si el dolor los encierra, aprendan. Y si el tiempo parece perder sentido, esperen. La paciencia, como el árbol, crece lento pero firme. Montecristo lo supo al final: no se trata de ser fuertes, sino sabios; no de castigar, sino de confiar.

“Esperen y esperen siempre. Busquen su propio árbol«.

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Nos seguimos leyendo —con un café, un libro y, ojalá, un poco de esperanza…

La tristeza de Antonio: un hecho sin obviedad

“En verdad no sé por qué estoy tan triste; me cansa, y vosotros decís que también os cansa a vosotros. Pero cómo he llegado a estarlo, lo ignoro».
William Shakespeare

Queridos(as) lectores(as):

En los primeros versos de El mercader de Venecia (1596), Shakespeare nos presenta a Antonio, un hombre exitoso, respetado y próspero, que sin embargo confiesa estar triste sin saber por qué. Sus amigos intentan consolarlo con frases vacías, hasta que uno de ellos, en un alarde de sentido común, pronuncia la mayor obviedad posible: “Estás triste porque no estás contento”. Qué sentencia tan absurda y, sin embargo, tan actual. ¿Cuántas veces hemos escuchado —o incluso dicho— algo parecido? En el intento por comprender el malestar ajeno, terminamos reduciéndolo a una ecuación tan simple que anula todo misterio.

Siempre me ha parecido que no hay nada más sospechoso que lo obvio. Lo obvio clausura el pensamiento, apaga la pregunta, convierte el sufrimiento en un fenómeno superficial. Pero el dolor humano no se agota en la superficie; se filtra por las grietas del alma, busca expresión en la palabra, en el cuerpo o en el silencio. Decirle a alguien que “sufre porque quiere” o que “debería estar feliz” es negar la complejidad de su historia, de sus deseos y de su inconsciente. Antonio está triste no porque lo haya decidido, sino porque algo en él lo habita y lo interroga.

La tristeza sin causa

Antonio encarna esa forma de melancolía que no encuentra motivo aparente. Es el rostro del hombre moderno que, aun teniéndolo todo, experimenta una falta inexplicable. “No sé por qué estoy triste”, dice, y esa confesión basta para abrir el drama: un afecto sin objeto, una pesadumbre sin nombre. No hay pérdida visible, ni catástrofe, ni decepción amorosa. Lo que hay es el peso de lo que Freud llamaría lo que se ha perdido en la sombra del yo. En Duelo y melancolía (1917), Sigmund Freud escribió: “En la melancolía, el enfermo sabe a quién ha perdido, pero no lo que ha perdido en esa persona». El texto podría aplicarse palabra por palabra a Antonio: no sabe qué ha perdido, pero el vacío se manifiesta. Su tristeza es una experiencia sin representación consciente, una herida que no se ve. Y precisamente por eso lo cansa: porque no se puede elaborar lo que no se puede nombrar.

Kierkegaard, en La enfermedad mortal (1849), afirmó que “la desesperación es no querer ser uno mismo”. Tal vez Antonio esté cansado de sí mismo, del personaje que la sociedad le exige representar: el comerciante infalible, el hombre rico, el amigo generoso. Todo eso lo encierra en una identidad sin respiro. En el fondo, su tristeza es el síntoma de una escisión: entre lo que es y lo que se espera que sea. Y esa es, acaso, la raíz de muchas tristezas contemporáneas. Personalmente, creo que esta escena inicial tiene algo profundamente clínico. Antonio no busca lástima; busca comprenderse. Lo que cansa no es el llanto, sino la imposibilidad de decir qué duele. Su malestar no se cura con frases de ánimo, sino con escucha y silencio. Esa es, en cierto modo, la tarea del analista: acompañar al paciente en ese “no sé por qué” hasta que algo empiece a tener sentido.

Contra la obviedad

Decir “estás triste porque no estás contento” es un modo elegante de cerrar el enigma antes de abrirlo. Es lo mismo que decirle a un deprimido “échale ganas”, o a un ansioso “tranquilízate”. Son frases que no buscan comprender, sino detener la incomodidad que el sufrimiento del otro provoca en nosotros. Por eso, cuando alguien responde con obviedades, conviene sospechar. La obviedad siempre es una defensa contra el pensamiento. Nietzsche, en Más allá del bien y del mal (1886), escribió: “Todo lo profundo ama la máscara». El inconsciente también: se oculta tras gestos, palabras y silencios aparentemente banales. Lo obvio, en este sentido, no revela la verdad: la encubre. Y ahí radica la tarea del pensamiento crítico —y del psicoanálisis—: no aceptar las cosas tal como se presentan, sino interrogar el sentido de lo que parece natural, evidente o inocente.

Paul Ricoeur llamó a Marx, Nietzsche y Freud “los maestros de la sospecha”. Los tres enseñaron que detrás de lo que parece claro puede esconderse una mentira, una pulsión o una ideología. Lo mismo ocurre con el sufrimiento: muchas veces lo que parece “decisión” o “actitud” es en realidad repetición inconsciente. Por eso, en la clínica, el analista no busca causas inmediatas, sino huellas; no respuestas, sino resonancias. Me conmueve pensar que Antonio —sin saberlo— se ubica en esta línea de sospecha. Su tristeza no se explica por la razón práctica, sino por la existencia misma. Y frente a un mundo que exige optimismo constante, Antonio tiene el valor de decir “no sé”. En esa ignorancia honesta hay más verdad que en todas las certezas felices del mercado.

La obviedad como forma de indiferencia

Vivimos rodeados de frases hechas. Cuando alguien expresa dolor, la sociedad responde con clichés que buscan calmar al hablante más que consolar al que sufre: “Todo pasa por algo”, “lo importante es pensar positivo”, “Dios aprieta pero no ahorca”. Estas fórmulas se repiten no por malicia, sino por miedo: el sufrimiento del otro nos confronta con el propio, y el sentido común ofrece un refugio fácil frente a lo insoportable. Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), escribió: “No hay amor de la vida sin desesperación de vivir». Aceptar el absurdo es el inicio de toda lucidez. Sin embargo, el discurso contemporáneo teme al absurdo; prefiere la consigna, el eslogan, el optimismo automático. Así, el pensamiento se vuelve anestesiado: todo se responde, nada se escucha. La obviedad reemplaza al diálogo, la consigna al encuentro.

A veces me impresiona ver cómo se ha convertido en hábito la rapidez con que se responde. Alguien confiesa que está triste y enseguida recibe un consejo y hasta un regaño; alguien dice que está perdido, y le mandan una receta de autoayuda. Nadie pregunta, nadie se detiene. Pero donde no hay pausa, no hay profundidad. Y donde no hay profundidad, el alma se vuelve liviana hasta desaparecer. Lo obvio no sólo mata el pensamiento: mata la compasión.

Jeremy Irons interpretando a Antonio en la película «El mercader de Venecia» (2004)

El psicoanálisis y la sospecha del alma

El psicoanálisis nació precisamente para contradecir la obviedad. No pregunta “¿por qué sufres?”, sino “¿qué dice tu sufrimiento?”. Se niega a confundir el síntoma con su superficie. Por eso, cuando alguien dice “sufres porque quieres”, el analista sabe que no: que nadie elige su inconsciente, y que lo que parece una elección es a menudo un destino repetido. Jacques Lacan escribió en su Seminario XI (1964): “El inconsciente está estructurado como un lenguaje». Y como todo lenguaje, necesita ser escuchado. El analista, a diferencia de los amigos de Antonio, no responde de inmediato. No ofrece soluciones, sino espacio. En ese espacio se revela la verdad del sujeto: una verdad que no se impone, sino que se deja decir.

Como analista, siempre me conmueve ese momento en que alguien logra poner en palabras lo que durante años fue puro malestar. No hay mayor alivio que encontrar una forma de decir. El trabajo analítico no consiste en eliminar la tristeza, sino en descifrarla. Porque detrás de cada tristeza hay una historia que pide ser contada, una verdad que no se puede reducir al sentido común.

La tentación de explicar lo inexplicable

Podría ser —y no pocos lo han pensado— que la tristeza de Antonio tenga nombre y rostro. Que el motivo de su melancolía sea Bassanio, su joven amigo, aquel por quien lo arriesga todo. Las palabras de Antonio lo delatan más por su ternura que por su lógica: “Mi bolsa, mi persona, todo cuanto tengo, está a tu disposición” (El mercader de Venecia, Acto I, Escena I) En una sociedad donde el amor entre hombres era impensable, el afecto debía disfrazarse de amistad, lealtad o sacrificio. Freud habría reconocido allí un desplazamiento afectivo, una represión que transforma el deseo en entrega silenciosa. Antonio no puede decir “te amo”, pero su tristeza lo dice por él. Y en ese sentido, la melancolía sería el precio de un amor no confesado, un dolor nacido de lo que no puede ser nombrado. De hecho, el amigo del sentido común afilado, antes de decirle la tremenda obviedad, le cuestiona: «¿No será que estás enamorado?», siendo eufórica la respuesta de Antonio a modo de negación y les pide «callar».

Sin embargo, esta hipótesis —tan seductora y humana— nos enfrenta a otra trampa: la del alivio interpretativo. Si decimos “Antonio sufre porque ama a Bassanio”, habremos sustituido una obviedad vacía por una obviedad sofisticada. Lo habremos explicado, sí, pero quizás también lo habremos reducido. Porque el amor, incluso en su forma más secreta, no agota la totalidad de un alma. Hay dolores que no se dejan domesticar por el significado, ni siquiera por el más romántico. Y ahí está lo irónico: al intentar comprenderlo, terminamos haciendo lo mismo que sus amigos, sólo con más elegancia. Queremos encontrar una causa, un sentido, un “por qué”. Pero tal vez lo que hace a Antonio tan universal es que su tristeza no se deja traducir del todo. Que su silencio —más que su amor— sea el verdadero misterio. En el fondo, Antonio nos devuelve a la misma lección: incluso cuando creemos entender, seguimos sin saber.

Conclusión

Tal vez Antonio esté triste porque ama, o porque calla, o porque en el fondo presentía que ninguna de sus riquezas podría salvarlo del vacío. Pero acaso esa imposibilidad de saber sea, precisamente, lo que nos une a él. No hay tristeza sin misterio, ni alma que se explique a sí misma sin perder algo de su hondura. Intentar entender del todo a Antonio —como intentar entender del todo a nosotros mismos— es un acto tan humano como condenado al fracaso. Y, sin embargo, ese fracaso nos dignifica. Porque hay dolores que no piden diagnóstico, sino respeto; no buscan sentido, sino compañía. La tristeza de Antonio, como la de tantos, no necesita resolverse: necesita ser escuchada sin prisa, sin juicio, sin consigna.

El mundo moderno —tan veloz para etiquetar, tan cómodo en su certeza— ha olvidado el arte de no saber. Pero en la ignorancia honesta de Antonio hay una sabiduría que el sentido común desconoce: la de quien se atreve a sentir sin comprender. En su tristeza hay una verdad más profunda que cualquier explicación. Nos recuerda que no todo dolor se cura, ni toda oscuridad se aclara; pero que incluso en la sombra, el alma sigue viva, buscando su palabra. Y quizá eso baste: reconocer que hay lágrimas que no necesitan justificación, y que incluso el silencio puede ser una forma de amor.

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Peter Pan y el miedo a la adultez

«Todos los niños, menos uno, crecen”.

-J. M. Barrie (Peter Pan)

Queridos(as) lectores(as):

Hay frases que se nos quedan grabadas en la memoria. Una de ellas es la que abre la novela de J. M. Barrie sobre Peter Pan: todos los niños crecen… salvo él. ¿Qué sucede cuando esa fantasía se convierte en programa de vida? ¿Qué pasa cuando alguien se aferra al capricho de no crecer, de no asumir responsabilidades, de prolongar eternamente el juego, pero con cuerpo de adulto? En 1983, el psicólogo Dan Kiley publicó The Peter Pan Syndrome: Men Who Have Never Grown Up. No hablaba de un diagnóstico clínico reconocido, sino de un patrón: adultos que huyen del compromiso, que se escudan en la inmadurez y que viven como si el tiempo no tuviera consecuencias. Es decir, hombres y mujeres que parecen congelados en la adolescencia.

La cultura contemporánea los celebra con eufemismos: “espíritu joven”, “mente abierta”, “rebelde”. Pero detrás de esas máscaras, muchas veces se esconde miedo, parálisis, incapacidad de enfrentar la pérdida y la finitud. Porque crecer no es sólo cumplir años: es aceptar el peso de la vida. En esta entrada recorreremos el mito literario, el concepto psicológico, sus manifestaciones en la sociedad actual y lo que revela desde el psicoanálisis. Al final, la pregunta es inevitable: ¿cuánto de Peter Pan habita en cada uno de nosotros?

Orígenes y definición

El cuento de Peter Pan, escrito por J. M. Barrie a inicios del siglo XX, hablaba de un niño que se niega a crecer y vive en Nunca Jamás, rodeado de hadas, piratas y juegos eternos. En el cuento original no todo es encantador: Peter es cruel, egoísta y vive aislado de cualquier vínculo real. Ya en Barrie hay una advertencia: la infancia eterna puede ser una condena. Lo siento, no todo es bonito como Disney nos ha querido hacerlo ver. Dan Kiley tomó esta figura y la llevó a la Psicología. En su libro de 1983 definió el síndrome como “un patrón de hombres inmaduros, irresponsables y dependientes, que buscan constantemente que alguien más se haga cargo de ellos” (The Peter Pan Syndrome, 1983). Aunque no es una categoría clínica en manuales como el DSM, la expresión ha calado en el lenguaje cotidiano.

La UNAM ha señalado que más que un trastorno, se trata de una forma de inmadurez emocional, asociada a dificultades en la crianza, sobreprotección o miedo al fracaso (Boletín DGCS, UNAM, 2011). Es decir, no se nace Peter Pan: se fabrica en dinámicas familiares y culturales que premian la evasión. Lo inquietante no es que exista el fenómeno, sino que cada vez parece más frecuente. La sociedad ha pasado de exigir responsabilidad temprana a fomentar adolescencias extendidas. El mito se hizo hábito: ya no hablamos de niños perdidos en Nunca Jamás, sino de adultos perdidos en la vida real.

Manifestaciones actuales

En la sociedad actual, el síndrome de Peter Pan se reconoce en gestos concretos: miedo al compromiso amoroso, incapacidad de sostener un trabajo estable, evasión de decisiones a largo plazo, búsqueda constante de gratificación inmediata. El adulto-niño se paraliza ante cualquier cosa que implique renuncia o sacrificio. Las relaciones afectivas son terreno fértil. El Peter Pan contemporáneo promete amor eterno pero desaparece ante la primera dificultad. Rechaza formar familia o se involucra superficialmente, esperando siempre que “otro” sea quien cargue con las responsabilidades. En el fondo, la pareja se convierte en madre sustituta o en cómplice de juegos.

El consumo también refleja este patrón. La industria del entretenimiento y de la tecnología alimenta la ilusión de eterna juventud: videojuegos, gadgets, fiestas interminables, viajes sin responsabilidad. No hay nada malo en disfrutar de esas experiencias, pero cuando se convierten en modo de vida exclusivo, lo que se busca es anestesia contra la realidad. El resultado es un adulto que envejece sin crecer. Y eso es lo más aterrador: el cuerpo se arruga, pero la psique sigue jugando al escondite. El reloj biológico avanza; la madurez emocional, no.

El adulto que se rehúsa a crecer termina viviendo bajo la sombra de un mundo que siempre le resultará demasiado grande.

Psicoanálisis: el miedo a crecer

El psicoanálisis nos ofrece una clave para entender este fenómeno. Crecer implica aceptar la castración simbólica: reconocer que no somos omnipotentes, que hay límites, que no todo deseo puede cumplirse. El síndrome de Peter Pan es, en última instancia, una negativa neurótica a aceptar esa pérdida. Sigmund Freud ya lo advertía: “La vida de los hombres está dominada por la necesidad de renunciar a los deseos infantiles” (El malestar en la cultura, 1930). El adulto que se niega a crecer no soporta esa renuncia: prefiere vivir en la ilusión de que todo sigue siendo posible.

Jacques Lacan lo tradujo en términos de deseo: el niño cree que puede colmar la falta, pero el adulto debe aprender que el vacío nunca se llena del todo. Quien no atraviesa ese umbral queda atrapado en una infancia perpetua, presa de caprichos. El miedo a crecer es, en realidad, miedo a morir. Porque madurar es enfrentar la finitud: aceptar que cada decisión cierra caminos, que cada compromiso marca un destino. El Peter Pan adulto es un fugitivo de esa verdad.

Cultura y sociedad: el eterno adolescente

Vivimos en una cultura que alimenta el síndrome. La publicidad exalta cuerpos jóvenes, el culto fitness promete juventud prolongada, los filtros digitales borran arrugas. El mandato social es claro: no envejezcas nunca. En ese marco, la adultez ya no es aspiración, sino amenaza. Yuval Noah Harari lo advierte: la obsesión contemporánea con prolongar la vida y desafiar la muerte es un síntoma del miedo colectivo a la finitud (Homo Deus, 2015). No se trata sólo de medicina, sino de ideología: el tiempo debe ser negado.

El mercado alimenta la fantasía. Desde cremas “anti-aging” hasta series donde los protagonistas viven eternamente jóvenes, todo nos susurra lo mismo: crecer es fracasar. El Peter Pan contemporáneo no vive en Nunca Jamás, sino en Instagram. Pero la paradoja es cruel: cuanto más intentamos borrar la vejez, más miedo nos produce. La negación no elimina el paso del tiempo: lo vuelve un enemigo constante, una sombra que acecha en cada espejo.

Reflexión final

El síndrome de Peter Pan no es un trastorno clínico en manuales, pero sí un síntoma de época. Habla de una sociedad que glorifica la juventud y demoniza la madurez. Y de adultos que, incapaces de enfrentar la pérdida, prefieren la anestesia de la inmadurez. Crecer duele porque implica renunciar. Pero también libera: sólo quien asume el tiempo puede habitar su vida con plenitud. Peter Pan se quedó en Nunca Jamás, pero al costo de no amar, no envejecer y no morir: una eternidad vacía. Querido(a) lector(a), piensa: ¿qué es más aterrador, envejecer y morir habiendo vivido, o permanecer joven eternamente sin haber existido de verdad? El espejo te devuelve una respuesta cada mañana.

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Crónica de muerte: la peste negra

“Era tal el espanto que el hermano huía del hermano, el tío del sobrino, la hermana del hermano, y muchas veces la mujer del marido”

-Giovanni Boccaccio

Queridos(as) lectores(as):

Octubre nos invita a mirar de frente aquello que más queremos evitar: la peste, la podredumbre, la cercanía de la muerte como si fuera un aliento constante en la nuca. Y pocas veces en la Historia ese aliento fue tan insoportable como en el siglo XIV, cuando la Peste Negra (1346-1353, 1629-1631 y 1665-1666) arrasó Europa y convirtió aldeas enteras en cementerios. No hablamos aquí de un simple brote, sino de una catástrofe civilizatoria. La enfermedad avanzaba más rápido que cualquier ejército: barcos que llegaban a puerto cargaban especias… y cadáveres. Ciudades que ayer eran bulliciosas amanecían al día siguiente con campanas doblando, con entierros improvisados en fosas comunes. El miedo se hizo atmósfera, más real que el aire mismo.

La peste no fue sólo un hecho médico, sino un espejo deformante del alma humana. Desnudó la fragilidad de la religión, la ignorancia de la medicina, la violencia escondida en el odio hacia los otros. Cada familia, cada casa, se convirtió en un escenario de desolación. Nadie estaba a salvo, ni los pobres ni los poderosos. Hoy, al revisitar esta tragedia, no lo hacemos sólo como arqueólogos de un espanto lejano, sino como testigos que aún cargan sus ecos. Porque lo que latía en esas calles infectadas —el miedo, la soledad, la búsqueda de sentido— sigue latente en nosotros. Y tal vez, al evocarlo, algo en nuestra piel recuerde lo frágil que es la vida.

El origen y los números del horror

El brote comenzó en Asia Central y viajó por las rutas comerciales hasta el puerto de Caffa, en Crimea, en 1346-7. Crónicas cuentan que los tártaros, sitiando la ciudad, lanzaban con catapultas los cadáveres infectados al interior de las murallas. Ese gesto de guerra biológica abrió una puerta imposible de cerrar. Los barcos genoveses que huyeron de allí llevaron el contagio a Constantinopla, Marsella, Génova, Pisa… y de ahí, al corazón de Europa. En sólo cuatro años, la peste se extendió de Sicilia a Escandinavia, de España a Inglaterra. Se calcula que murieron entre 25 y 50 millones de personas: un tercio, quizá la mitad de la población del continente. Las campanas de las iglesias no cesaban de sonar, hasta que hubo pueblos donde ya no quedaban campaneros.

Matteo Villani, cronista florentino, escribió: “No había quien enterrara a los muertos, porque el terror era tan grande que cada cual huía de los otros” (Crónica, 1353). Las fosas comunes se llenaban con cuerpos apilados uno encima de otro, sin nombre, sin duelo, sin oración. La muerte se volvió tan masiva que perdió su individualidad. Nadie lloraba demasiado, porque el siguiente en morir podía ser el que lloraba. El miedo, al ser compartido, dejó de consolar: se volvió un contagio invisible que transformaba el amor en distancia.

El miedo médico

La medicina de la época no sabía contra qué luchaba. Se hablaba de “miasmas”, de aires corrompidos que entraban por la nariz, o de la conjunción fatal de los planetas Saturno, Júpiter y Marte en 1345. Los médicos caminaban con túnicas largas, amuletos colgados al cuello, y recetas absurdas que mezclaban especias, sangre de animales o cuarzos pulverizados. Guy de Chauliac, cirujano papal en Aviñón, relató: “Me enfermé y sufrí terriblemente, pero por la gracia de Dios sobreviví” (Chirurgia Magna, 1363). Su supervivencia fue una excepción: la mayoría de médicos moría junto a los pacientes, o simplemente huía.

Anécdotas horribles abundan: familias que se encerraban juntas esperando sobrevivir, sólo para que la peste los consumiera a todos. Cuerpos abandonados en camas, pudriéndose mientras los vecinos tapiaban las puertas desde afuera. En ciudades como Florencia, se ofrecía dinero a criminales y mendigos para recoger cadáveres, pero hasta ellos desaparecían pronto. El miedo se convirtió en abandono. “El padre no cuidaba del hijo, ni el hermano del hermano” (Decamerón, 1353). El instinto de supervivencia se impuso sobre el amor. El terror desmanteló la idea misma de comunidad.

Religión, culpa y castigo

Para muchos, la peste era un castigo de Dios. Procesiones de flagelantes recorrían las ciudades, azotándose con látigos, cantando salmos, implorando perdón. La piel abierta, sangrante, era ofrecida como expiación pública. El espectáculo del dolor buscaba aplacar la furia divina. Pero cuando las oraciones no funcionaban, el miedo se transformaba en odio. Los judíos fueron acusados de envenenar pozos. En Estrasburgo, en 1349, dos mil fueron quemados vivos en una plaza. En otras ciudades se expulsó o ejecutó comunidades enteras. El terror necesitaba un rostro concreto al que culpar.

La Iglesia perdió autoridad. El Papa Clemente VI se encerró en Aviñón rodeado de hogueras, creyendo que el fuego purificaba el aire. Murieron obispos, monjes, curas. Y los fieles comenzaron a preguntarse: si la Iglesia no puede detener la peste, ¿de qué sirve su poder? Lo religioso no desapareció, pero se volvió más sombrío. Se multiplicaron imágenes del Juicio Final, visiones del infierno, relatos de demonios. Dios se volvió distante, y el diablo parecía estar en cada esquina.

“El triunfo de la Muerte”, Pieter Brueghel el Viejo (1562). Una visión apocalíptica donde esqueletos arrasan con todo rastro de vida: ciudades incendiadas, ejércitos derrotados, banquetes interrumpidos. Una alegoría sombría que refleja el terror colectivo de una Europa marcada por la peste y la guerra.

Imágenes del horror

El arte medieval respondió con la danza macabra: esqueletos que bailan tomados de la mano con reyes, campesinos, niños y mujeres. La imagen decía: nadie escapa. La muerte invita a todos al mismo banquete. Las ciudades se transformaron en morgues abiertas. Florencia, Londres, París: calles donde los carros de la peste recogían cuerpos a diario. “Las casas quedaban vacías de parientes y llenas de cadáveres” (Decamerón, 1353). El hedor era tan fuerte que muchos preferían abandonar pueblos enteros.

Niños huérfanos deambulaban entre los cadáveres. En Londres, se reportan perros devorando cuerpos abandonados. En Marsella, barcos enteros quedaban a la deriva porque la tripulación había muerto. El espectáculo del horror se volvió cotidiano. Y lo más terrible fue la costumbre: ver morir a los demás dejó de sorprender. La peste no sólo mataba cuerpos: adormecía la compasión.

Reflexión final

La Peste Negra arrasó con millones de vidas, pero también con certezas. Mostró la fragilidad de la medicina, la vulnerabilidad de la religión, la delgadez del lazo social. Fue un espejo cruel: lo mejor y lo peor del ser humano emergieron de la misma herida. El miedo fue doble filo: llevó a actos de abandono y violencia, pero también a búsquedas de sentido. El Decamerón de Boccaccio nació en medio del desastre, un testimonio de que incluso frente a la muerte, la palabra podía resistir.

Hoy, cuando enfrentamos nuevas epidemias, crisis y amenazas globales, los fantasmas de la Peste Negra regresan. Porque seguimos siendo los mismos: criaturas temerosas, capaces de amar y de odiar bajo la presión del terror. Querido lector, piensa: si mañana el mundo se cubriera otra vez de silencio, ¿qué harías con tu miedo? ¿Serías de los que huyen, de los que acusan, o de los que aún se atreven a contar historias en medio de la peste?


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