El peso invisible de quienes sostienen

“Obrar responsablemente significa, en primer lugar, asumir que nuestras acciones nos comprometen más allá del instante y que, una vez realizadas, ya no podemos retirarnos de sus consecuencias”
—Hans Jonas

Queridos(as) lectores(as):

Hay personas que no pueden darse el lujo de quebrarse. No porque sean más fuertes que los demás, sino porque si caen, algo más cae con ellos. No es heroísmo ni vocación de sacrificio; muchas veces es simple realidad. Alguien tiene que sostener, y ese alguien suele hacerlo sin aplausos, sin relato y sin permiso para detenerse. Vivimos en una época que dice valorar la vulnerabilidad, pero sólo cierta vulnerabilidad: la que se puede narrar, mostrar, estetizar. Hay fragilidades que no caben en ese marco, porque exhibirlas tendría consecuencias. La fragilidad del que decide, del que cuida, del que responde por otros no se celebra; se exige que sea administrada en silencio.

Por eso me resulta tan potente que el manga/anime Record of Ragnarok haya puesto en escena figuras como el dios Hades y al emperador Qin Shi Huang. No como símbolos de fuerza ruidosa, sino como personajes atravesados por una carga interior constante. No luchan únicamente contra un adversario externo, sino contra el peso íntimo de sostener un lugar que no admite descanso. Hoy quiero pensar contigo —sin prisa, como frente a un café— qué sucede por dentro de quienes sostienen sin poder correrse. No para glorificar el sufrimiento, sino para nombrar una experiencia humana que suele quedar fuera del discurso contemporáneo.

Hades y la dignidad de responder

Hades no gobierna desde el espectáculo ni desde el reconocimiento. Su poder no se apoya en el carisma, sino en la estabilidad. Es el dios que mantiene el orden sin ser visto, el que sostiene para que otros puedan habitar. Y eso lo vuelve una figura incómoda en una cultura que asocia valor con visibilidad. En Record of Ragnarok, Hades no combate para demostrar superioridad ni para ganar afecto. Combate porque entiende que su lugar implica responder. No hay queja ni dramatización; hay aceptación de una tarea que no eligió del todo, pero que asume como propia.

Aquí resulta iluminador el pensamiento de Paul Ricoeur, cuando reflexiona sobre la identidad ligada a la responsabilidad. Ricoeur escribe: “El sí mismo no se comprende a partir de una sustancia inmutable, sino a partir de la capacidad de responder de sus actos, de mantener una palabra y de sostener una promesa, incluso cuando hacerlo implica pérdida o renuncia” (Sí mismo como otro, 1990). Hades encarna precisamente esta forma de identidad: no la del que brilla, sino la del que responde. En un mundo que mide el valor por el impacto, su figura recuerda algo esencial: hay dignidades que sólo existen cuando alguien está dispuesto a cargar sin ser visto.

Qin Shi Huang: el cuerpo como lugar del costo

Si Hades sostiene desde el silencio, Qin Shi Huang sostiene desde el cuerpo. En Record of Ragnarok, su figura resulta perturbadora porque muestra con crudeza que el poder no es sólo una posición simbólica, sino una experiencia encarnada, dolorosa, que deja marca. Qin no puede tocar sin herirse. Cada contacto es sufrimiento. Su cuerpo se convierte en el lugar donde se inscribe el precio de gobernar. No puede delegar ese dolor, ni anestesiarlo sin perder aquello que lo define. El poder, en su caso, no es distancia: es exposición.

Hans Jonas, filósofo alemán, pensó con mucha seriedad esta dimensión del poder y la responsabilidad. En El principio de responsabilidad (1979) advierte: “Quien actúa asume una carga que no puede disolverse en la colectividad ni repartirse sin más; la responsabilidad recae de manera asimétrica sobre quien decide, y esa carga es inseparable de la acción misma”. Qin no es admirable por ser invulnerable, sino porque no huye del costo que implica su lugar. En una época que promete poder sin consecuencias, su figura incomoda porque recuerda una verdad incómoda: toda autoridad real se paga, y muchas veces se paga en soledad.

“El mayor peso no es el que se ve, sino el que no encuentra palabras».
—Maurice Blanchot

El poder que aísla

El cine ha sabido mostrar con gran honestidad esta soledad. En El Padrino II (1990), Michael Corleone descubre que cuanto más asciende, más se estrecha su mundo. El poder no lo libera; lo encierra. No hay descanso posible, ni diálogo genuino, ni regreso a la inocencia. La música también ha sabido nombrar esta experiencia sin edulcorarla. Leonard Cohen lo expresa con crudeza cuando canta: “There is a loneliness in this world so great that you can see it in the slow movement of the hands of a clock / Hay una soledad en este mundo tan grande que puedes verla en el movimiento lento de las manecillas del reloj» (Songs of Love and Hate, 1971). No es una soledad romántica, sino una soledad estructural, ligada a ciertos lugares que se habitan sin compañía.

Estas obras no glorifican el poder; lo desnundan. Muestran que decidir, gobernar o sostener no es un privilegio limpio, sino una experiencia ambigua, muchas veces amarga. Y por eso incomodan tanto a una cultura que quiere éxito sin herida. Hades, Qin, Michael Corleone o la voz cansada de Cohen dicen lo mismo desde lenguajes distintos: hay posiciones que se asumen a costa de la propia intimidad. Y no siempre hay alguien que sostenga al que sostiene.

Los que sostienen en la vida cotidiana

Todo esto no ocurre sólo en mitos, animes o películas. Ocurre todos los días. En el padre o la madre que no puede quebrarse. En el cuidador que no tiene relevo. En quien toma decisiones difíciles sabiendo que no todos quedarán conformes. En quienes cargan sin permiso para caer. José Ortega y Gasset lo dijo con una claridad que sigue vigente: “La vida no es algo que se nos da hecho, sino algo que hay que hacer; es tarea, problema y quehacer incesante” (Meditaciones del Quijote, 1914). Vivir no es simplemente experimentar, sino sostener una forma de estar en el mundo.

Nuestra época celebra al que se expresa, pero suele pasar por alto al que resiste. Al que sigue sin discurso, sin épica, sin relato heroico. Y, sin embargo, gran parte del mundo se mantiene en pie gracias a esas figuras silenciosas. Tal vez por eso estas historias nos tocan tanto. Porque, en algún punto, todos hemos sido —o somos— quienes sostienen sin permiso de quebrarse. Nombrarlo no es debilitarse; es reconocer la verdad de esa carga.

Reflexión final

Déjame dejarte con estas preguntas, sin cerrarlas:

  • ¿Qué cargas sostienes hoy que nadie ve?
  • ¿Qué precio estás pagando en silencio?
  • ¿Quién sostiene al que sostiene?

Pensar esto no nos hace frágiles. Nos vuelve más honestos.

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Gracias por quedarte.
Nos leemos.

Carta a quien llega cansado(a)

Querido lector, querida lectora:

No sé en qué momento exacto llegaste hasta aquí. Tal vez fue por curiosidad, tal vez por cansancio, tal vez porque algo en ti —que no siempre sabe explicarse— pidió silencio y palabras honestas al mismo tiempo. Sea como sea, quiero que sepas algo desde el inicio: no llegas tarde, ni llegas mal, ni llegas roto(a). Llegas humano(a). Es posible que estés cansado(a). Cansado(a) de intentar, de sostener, de explicar lo que te duele sin encontrar del todo las palabras. Cansado(a) de los silencios propios y ajenos. De la tristeza que no siempre se deja nombrar. De esa sensación de ir cumpliendo con todo mientras por dentro algo pide tregua. Si es así, no estás solo(a). De verdad: no lo estás.

La Historia —la verdadera, no la de los monumentos— está llena de hombres y mujeres cansados. No héroes incansables, sino personas que siguieron adelante aun cuando el alma pedía sentarse. Fiódor Dostoievski escribió Crimen y castigo acosado por deudas, epilepsia y una culpa que no era sólo literaria. En una carta confiesa: “He sido probado hasta el límite de mis fuerzas” (Cartas, 1867). Y sin embargo, siguió escribiendo, no para triunfar, sino para no mentirse. Marina Tsvietáieva, poeta rusa marcada por el exilio, el hambre y la pérdida, escribió algo que no tiene nada de grandilocuente y lo dice todo: “No hay nada más terrible que vivir sin fe en la vida” (Cuadernos, 1919). No hablaba de optimismo, sino de esa fe mínima que a veces sólo consiste en no rendirse hoy.

Estas Crónicas no nacieron para dar recetas ni para levantar consignas. Nacieron desde el mismo lugar desde donde ahora te escribo: desde la experiencia de saberse frágil, desde el intento sincero de comprender lo que duele sin convertirlo en espectáculo ni en consigna vacía. Aquí no se trata de “pensar positivo”, ni de negar el dolor, ni de apurarte a sanar. Aquí se trata de acompañar. Hay días —quizá hoy sea uno de ellos— en los que no se puede con todo. Y eso no te hace débil. Albert Camus, que sabía algo del absurdo y del cansancio, escribió: “El verdadero esfuerzo es el que se hace cada día para no ceder” (El mito de Sísifo, 1942). No hablaba de grandes gestas, sino de ese gesto silencioso de levantarse aun cuando no hay aplausos ni certezas.

Tal vez hoy no tengas fuerzas para grandes decisiones. Está bien. A veces resistir ya es una forma de valentía. Seguir leyendo cuando uno está cansado también lo es. Permanecer, aunque sea con dudas, aunque sea con miedo, aunque sea con el corazón en pausa, también cuenta. No todo coraje grita; hay un coraje silencioso que simplemente no se rinde. Pienso también en Abraham Lincoln, que atravesó fracasos políticos, pérdidas familiares profundas y una melancolía persistente. En medio de la guerra civil escribió: “Con frecuencia me he visto llevado al borde de la desesperación, pero no podía rendirme” (Carta a Joshua Speed, 1841). No porque fuera invulnerable, sino porque sabía que rendirse también tenía consecuencias.

“Hay un cansancio que no es del cuerpo, sino de la vida misma”
—Fernando Pessoa (Libro del desasosiego, 1982)

Quisiera decirte algo con claridad y sin dramatismos: no te rindas. No porque todo vaya a mejorar mágicamente, no porque el dolor tenga siempre una explicación justa, sino porque tú vales más que el cansancio que hoy te pesa. Porque incluso en medio de la tristeza hay algo en ti que sigue buscando sentido, verdad, descanso. Y eso ya es un gesto profundamente humano y digno. León Tolstói, en uno de sus momentos de crisis más severos, escribió: “Mientras hay vida, hay posibilidad de bien” (Confesión, 1882). No lo dijo desde la comodidad, sino desde el borde. Desde ese lugar donde uno no promete felicidad, pero se niega a cerrar del todo la puerta.Si continúas leyendo estas páginas, ojalá encuentres aquí un lugar donde puedas bajar la guardia. Un espacio donde pensar no sea una carga, donde sentir no sea un pecado, donde la inteligencia y la ternura puedan caminar juntas sin hacerse daño. Escribo para acompañarte un tramo del camino, no para decirte cómo vivirlo.

Gracias por quedarte. Gracias por leer. Gracias, incluso, por tu cansancio: habla de alguien que ha vivido, que ha amado, que ha intentado. Simone Weil, otra gran cansada lúcida, escribió: “La atención es la forma más rara y más pura de generosidad” (La gravedad y la gracia, 1947). Si has llegado hasta aquí, ya has ejercido esa atención contigo mismo(a).

Te invito a seguir leyendo Crónicas del Diván. Y si lo deseas, a escribirme. A veces una palabra compartida no resuelve la vida, pero la vuelve un poco más habitable. No prometo respuestas fáciles, pero sí una compañía honesta.

Aquí seguimos.
Con el corazón abierto.

Atte.

Héctor Chávez

Capricho disfrazado de consenso

“La peor esclavitud es aquella que no se reconoce como tal”.
— Friedrich Nietzsche

Queridos(as) lectores(as):

Hay una frase que repito con frecuencia a mis alumnos y que hoy quiero traer hasta aquí: “Cuando en una pareja los dos ‘piensan igual’, en realidad uno está pensando por los dos». Y es que vivimos un tiempo extraño, lleno de discursos que hablan de acuerdos, consensos y decisiones compartidas, pero que esconden una trampa silenciosa: la imposición de un deseo individual disfrazado de voluntad común. No hay que ir tan lejos para verlo; basta con observar cómo ciertas relaciones —de pareja, amistad, familia, trabajo o incluso comunidad— funcionan bajo el régimen invisible de una sola cabeza. Una que dicta, persuade, sugiere y acomoda, mientras la otra sostiene la ficción del “estamos de acuerdo”. En el fondo, muchas personas no buscan un diálogo, sino un espejo; no buscan a un otro, sino a alguien que valide sin interrogar. El amor, la lealtad o el simple deseo de evitar tensiones se convierten en terreno fértil para que el capricho se convierta en ley y para que el individualismo salvaje se disfrace de “armonía”.

Hoy quiero reflexionar sobre esa forma contemporánea de egoísmo que no grita, que no golpea la mesa, pero que organiza la vida emocional de quienes la rodean. Este encuentro no es una denuncia moral, sino una invitación a mirar de frente la dinámica del pseudo-consenso. A reconocer cuándo cedemos por miedo y cuándo pedimos que otros cedan en nuestro nombre. A observar con claridad ese lugar donde la diferencia muere, y con ella, la posibilidad de un amor adulto y una convivencia justa.

El capricho moderno: una forma refinada de dominio

Vivimos en una época donde el capricho se ha convertido en virtud. La cultura de la inmediatez, el derecho a la comodidad y la idea de que el mundo debe adaptarse a nuestros estados de ánimo han creado sujetos profundamente convencidos de que su deseo es prioridad absoluta. Lo grave es que muchos ni siquiera lo reconocen como capricho: lo viven como autenticidad, como coherencia consigo mismos. El psicoanalista Donald Winnicott escribió alguna vez que “el verdadero self sólo puede aparecer cuando no se exige al niño que se adapte prematuramente” (Realidad y juego, 1971). Paradójicamente, hoy muchos adultos buscan que todos a su alrededor se adapten a ellos, como si la vida debiera protegerles de la frustración. El capricho moderno no es un berrinche estruendoso; es más sofisticado. Se expresa en frases como “no me gusta”, “me siento incómodo”, “creo que eso no va conmigo” o “si tú me quisieras, entenderías”. Es una forma de gobierno emocional que opera desde la suavidad. No ordena: sugestiona. No exige: insinúa. No impone: emocionaliza la decisión hasta que el otro prefiere ceder. Y una vez cedido, el capricho queda legitimado como acuerdo mutuo.

El problema no es buscar lo que uno quiere. Eso es humano y razonable. El problema es cuando esa voluntad individual se convierte en brújula universal, cuando el deseo de uno se presenta como el bienestar de todos. Ahí surge la trampa más peligrosa: disfrazar la conveniencia personal de armonía colectiva. Como escribió Hannah Arendt, “la persuasión puede ser más tiránica que la fuerza cuando elimina la posibilidad de disentir” (Entre el pasado y el futuro, 1961). Quizá por eso, en las relaciones actuales, muchos dicen creer en el diálogo, pero en realidad esperan que el otro entienda —sin que haya que explicarlo— que “lo mejor” es hacer lo que ellos necesitan. Es el triunfo silencioso del individualismo salvaje: creer que la vida se sostiene mientras todo el mundo piense igual que yo.

El pseudo-consenso: una ilusión que empobrece la relación

¿Qué ocurre cuando alguien dice “estamos de acuerdo” pero no lo está? Lo que ocurre es una renuncia subjetiva, una especie de autocensura afectiva que busca evitar conflicto. El sujeto sacrifica su pensamiento para preservar la relación, olvidando que ninguna relación sana exige ese precio. Como señaló Martin Buber: “Toda vida verdadera es encuentro” (Yo y Tú, 1923). Un encuentro implica dos miradas, no una sola replicada en el otro. El pseudo-consenso opera como un mecanismo de defensa: la persona teme el desacuerdo, teme molestar, teme perder la paz. Entonces dice “sí” para no enfrentar la posibilidad de la diferencia. Pero ese “sí” no construye intimidad; la destruye. Porque la intimidad real se basa en la capacidad de exponerse, de disentir, de revelar el pensamiento propio sin miedo a romper algo. Cuando eso se pierde, la relación se convierte en un teatro donde uno actúa y el otro aplaude.

En psicoanálisis, este fenómeno se reconoce como una modalidad de sumisión afectiva: el sujeto renuncia a su criterio para no desatar la frustración del otro. No es obediencia, es mantenimiento de la ficción: “Si yo no digo nada, todo estará bien”. Pero nada está bien. Lo que se mantiene no es la relación, sino la ilusión de que no hay tensiones. Y esa ilusión, tarde o temprano, cobra un precio emocional altísimo. La ilusión del consenso no sólo afecta a las parejas. Lo vemos en grupos de trabajo donde todos “piensan igual”, aunque nadie se atreva a decir lo contrario. Lo vemos en familias donde una opinión domina y los demás se pliegan. Lo vemos en amistades donde una persona siempre decide. Desde fuera, parece armonía; desde dentro, es silencio. Y como advertía Simone Weil, “el consentimiento real sólo es posible cuando también existe la posibilidad de negarse” (Espera de Dios, 1942).

“La mayoría de la gente no es consciente de su necesidad de obedecer; simplemente siente que seguir a la mayoría es lo correcto”.
— Erich Fromm, El miedo a la libertad (1941)

La sugestión emocional: cuando el deseo del otro ocupa mi lugar

Hay personas que no necesitan imponer nada; basta con que expresen un malestar, una incomodidad o un gesto de desagrado para que quienes las rodean se reorganicen alrededor de su sentir. El otro deja de pensar desde sí mismo y comienza a pensar desde el estado emocional ajeno. Ese es el terreno fértil donde crece la sugestión. El deseo del otro se vuelve brújula de la propia conducta. Sigmund Freud describió este fenómeno como “identificación con el ideal del objeto”, donde el yo renuncia a su criterio para conservar el amor del otro (Psicología de las masas y análisis del yo, 1921). No estamos ante una manipulación consciente, sino ante un lazo afectivo donde el temor a defraudar supera el deseo de ser uno mismo. El sujeto comienza a anticipar lo que el otro quiere, a preverlo, a evitarle molestias, a alinearse sin que se lo pidan. Y así, poco a poco, deja de existir como sujeto diferenciado.

Este tipo de relaciones son, en apariencia, tranquilas. No hay discusiones, no hay peleas, no hay tensiones abiertas. Pero el costo es brutal: el silencio interior del que cede. Ese silencio se llena de cansancio, resentimiento y tristeza, porque la persona empieza a vivir la vida del otro, no la propia. Y nadie puede sostener eso sin quebrarse. El problema con la sugestión emocional es que parece amor. Parece empatía. Parece sensibilidad. Pero no lo es. El amor invita a la diferencia; la sugestión la asfixia. La empatía abre espacio; la sugestión lo reduce. La sensibilidad escucha; la sugestión espera obediencia. Si no se nombra esta dinámica, puede convertirse en una forma de dependencia que destruye lentamente la subjetividad.

La comodidad del que impone: un poder que rara vez se reconoce

En toda relación donde uno piensa por dos, hay alguien que obtiene un beneficio: comodidad. La comodidad de no esforzarse en dialogar, de no tolerar la diferencia, de no revisar sus deseos, de no negociar. Esa comodidad es profundamente humana, pero también profundamente peligrosa. Emmanuel Levinas advirtió que “el egoísmo es la pereza del corazón” (Totalidad e infinito, 1961). Es más fácil pedir, exigir o insinuar que escuchar, comprender y renunciar. El que impone no siempre sabe que lo hace. Muchas veces lo interpreta como sensibilidad: “yo sólo dije que me incomoda”, “yo sólo expresé lo que siento”, “yo sólo pedí que me entiendas”. Pero detrás de esas frases puede esconderse una expectativa invisible: que el mundo —o la relación— se acomode alrededor de su necesidad. La psicología contemporánea lo llama centrado en sí: la incapacidad de considerar que el otro existe con pensamientos, ritmos y deseos propios.

El egoísmo moderno no es agresivo; es narcisista. Está convencido de que su postura es la más razonable, la más lógica, la más humana. Por eso suele sorprenderse cuando alguien se atreve a disentir: “¿pero por qué te molesta?”, “¿por qué te lo tomas personal?”, “¿qué tiene de malo hacerlo así?”. La sorpresa revela el punto ciego: la creencia de que sus decisiones son neutrales, universales, incluso moralmente superiores. Cuando el egoísmo se disfraza de buena voluntad, la relación queda atrapada en un espejismo: parece que ambos están de acuerdo, pero en realidad sólo uno está cómodo. El otro está cansado.

Recuperar la diferencia: condición para amar de verdad

La diferencia no es amenaza: es vínculo. Pensar distinto no rompe nada; rompe más fingir que se piensa igual. Si queremos construir relaciones adultas, profundas y verdaderas, necesitamos recuperar el derecho a disentir. Como escribió Søren Kierkegaard, “la desesperación más profunda es perderse a sí mismo” (La enfermedad mortal, 1849). Y muchas personas se pierden intentando sostener relaciones donde no hay espacio para la propia voz. Recuperar la diferencia implica reconocer que el otro no está obligado a coincidir conmigo. Implica entender que amar no es exigir, sino escuchar. Implica aceptar que el desacuerdo no es sinónimo de conflicto, sino de humanidad. En análisis, uno de los trabajos más significativos es ayudar al paciente a recuperar su propio criterio, su propio deseo, su propia palabra, después de años de ceder para sostener un pseudo-consenso emocional.

La diferencia es el espacio donde las dos subjetividades se encuentran sin perderse. Es el territorio donde se puede hablar, negociar, disentir, reconciliarse. Sin diferencia, sólo hay fusión; y la fusión, aunque parezca romántica, es una forma de anulación. El sujeto se convierte en sombra del otro, en eco, en asistente emocional. Ninguna relación puede florecer ahí. Por eso, quizá, la frase inicial es más profunda de lo que parece: cuando dos “piensan igual”, alguien está renunciando a sí mismo. La tarea no es romper esas relaciones, sino transformarlas. Hacer espacio para la voz que no se ha escuchado, para el desacuerdo que nunca se ha permitido, para la subjetividad que ha esperado demasiado tiempo en silencio.

Reflexión final

Queridos(as) lectores(as), todos hemos sido alguno de los dos: el que cede demasiado o el que, sin darse cuenta, pide demasiado. Todos hemos participado del engaño del pseudo-consenso. Todos hemos tenido miedo de hablar o hemos disfrutado de que el otro calle. La pregunta importante no es “¿quién tiene la razón?”, sino: ¿qué verdad no se está diciendo en mi relación? ¿Dónde he pensado por dos? ¿Dónde he permitido que otro piense por mí?
¿En qué lugar de mi vida he confundido capricho con amor, comodidad con armonía, silencio con paz?
La diferencia no rompe. Lo que rompe es la renuncia interior. Que podamos recuperar nuestra voz y, desde ella, construir vínculos donde pensar juntos no sea pensar igual, sino pensar de verdad.

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El dolor de la indiferencia

“Cuidar es ante todo un acto moral: implica reconocer al otro en su fragilidad».
— Arnoldo Kraus

Queridos(as) lectores(as):

En estos días he pensado mucho en lo que significa estar verdaderamente cerca de otro ser humano. No hablo de proximidad física, sino de esa presencia que sabe hacer silencio, mirar con atención y decir —aunque no se pronuncie—: no estás solo. La muerte reciente del médico y ensayista Arnoldo Kraus, tan comprometido con la ética del cuidado, me ha hecho ver con más claridad la gravedad del problema que vivimos: la cultura actual se está volviendo experta en evitar, distraerse, pasar de largo. Y, sin embargo, nunca ha habido tanta gente que necesite compañía. Este encuentro es un llamado urgente, pero también una invitación profunda a reconsiderar cómo estamos viviendo nuestra relación con quienes nos rodean.

La herida social que no queremos mirar

En la consulta, en la calle, en el metro, en redes sociales: la indiferencia se ha vuelto una sombra que nos sigue a todas partes. No es una maldad activa, sino algo más insidioso: la falta de atención, la incapacidad de darnos cuenta de que alguien cerca de nosotros está sosteniéndose apenas con las uñas. El filósofo francés, Emmanuel Levinas, escribió: “El rostro del otro me obliga” (Totalidad e infinito, 1961). Pero la cultura actual —rápida, ruidosa, autocentrada— parece haber perdido la capacidad de ver esos rostros. La apatía no es sólo un fenómeno psicológico, es también político, ético y cultural. Es el síntoma de sociedades que han reducido la vida al rendimiento personal. Donald Winnicott lo advirtió hace décadas cuando afirmaba: “La mayor necesidad del ser humano es ser hallado por alguien” (El proceso de maduración en el niño, 1965). Pero en un mundo obsesionado con el éxito y el entretenimiento, ¿quién tiene tiempo para encontrar a otro?

La falta de empatía puede ser devastadora. Cuando alguien carga con una enfermedad, un duelo, un agotamiento profundo o un miedo que no sabe nombrar, un simple gesto —un mensaje, una visita, una llamada— puede ser la diferencia entre sostenerse y quebrarse. Sin embargo, muchos se excusan pensando: “no quiero molestar”, “seguro tiene a alguien”, “no sé qué decir”. La verdad es que la mayoría del tiempo no hay nadie más. Arnoldo Kraus insistía en que el cuidado es un vínculo humano antes que una técnica. Escribió: “El enfermo necesita saber que alguien lo acompaña, incluso cuando no hay nada que hacer salvo estar ahí” (Morir antes de morir, 2013). Esa frase debería resonar como una alarma en una sociedad que huye del dolor ajeno como si fuera contagioso.

El individualismo que nos está volviendo ciegos

El individualismo contemporáneo no sólo promueve que pensemos en nosotros mismos primero; fomenta la ilusión de que no necesitamos a nadie. Ese ideal de autosuficiencia absoluta no sólo es falso: es profundamente real. El médico y filósofo Edgar Morin decía: “Somos individuos, pero también seres sociales y solidarios; olvidar cualquiera de estas dimensiones es mutilar al ser humano” (La vía, 2011). Hoy confundimos respeto con distancia, libertad con desconexión, privacidad con abandono. Decimos “cada quien su vida” sin notar que esa frase es, en muchos casos, la justificación elegante para no involucrarnos en el sufrimiento ajeno. La psicóloga Virginia Satir lo expresó con claridad: “Nos convertimos en personas gracias al contacto humano” (Conjoint Family Therapy, 1964). Alejarnos del otro no nos hace libres; nos hace más frágiles y más solos.

La apatía social también se alimenta de la angustia colectiva. Después de años de crisis económicas, sanitarias, políticas y emocionales, muchos sienten que no pueden cargar con nada más. Sin embargo, el cuidado no siempre es carga: a veces es alivio, porque nos recuerda que existimos en una trama de afectos que nos sostienen. Kraus escribía sobre los pacientes que más lo marcaron, y decía: “Me enseñaron que acompañar es un acto que también salva al que acompaña”. Y es verdad. Cuando extendemos la mano a alguien, una parte de nuestra propia vida se ordena, se ilumina, se reconcilia consigo misma.

“El mayor mal es la indiferencia hacia la vida humana«
— Albert Schweitzer (Reverence for Life, 1966)

Cuando el silencio del otro duele más que la enfermedad

Quien ha vivido una pérdida, una depresión, un diagnóstico difícil o simplemente un periodo largo de soledad, sabe lo que significa mirar el celular esperando un mensaje que nunca llega. A veces no se necesita dinero, soluciones ni discursos: sólo saber que alguien está ahí. Rainer Maria Rilke lo expresó con ternura y sencillez: “Amar también es estar cerca cuando lo lejos pesa demasiado” (Cartas a un joven poeta, 1929). La cultura de la productividad ha reemplazado los vínculos por funcionalidades. Es más fácil dar un “like” que dar tiempo; más cómodo mandar un emoji que sostener un silencio incómodo. Pero lo humano —lo verdaderamente humano— se juega en la presencia, no en la eficiencia.

Los cuidadores —médicos, enfermeros, psicólogos, psicoanalistas, acompañantes de duelo— lo saben bien. Muchas veces no pueden curar, pero sí pueden acompañar. Y eso basta. Winnicott afirmaba: “La salud psíquica se construye en la experiencia de que alguien nos sostiene cuando no podemos sostenernos solos”. Es quizás una de las verdades más olvidadas de nuestro tiempo. La indiferencia, en cambio, hiere. No sólo al que la recibe: también al que la practica. La incapacidad de acercarnos al dolor ajeno termina convirtiéndose en una incapacidad de acercarnos al nuestro.

Volver a mirar al otro: un deber humano y urgente

¿Cómo reparar esta fractura? No se trata de grandes gestos heroicos, sino de pequeñas decisiones diarias. Mirar. Preguntar. Tocar la puerta. Escribir. Llamar. Estar. Como escribió Albert Camus: “No camines detrás de mí; puede que no te guíe. No camines delante de mí; puede que no te siga. Camina a mi lado y sé mi amigo” (Carnets, 1964). Caminar al lado: eso basta. El acompañamiento transforma porque reconoce la dignidad del otro. No importa cuán frágil, cuán cansado, cuán enfermo esté alguien: sigue siendo un mundo entero. Kraus lo repetía una y otra vez: “La dignidad del paciente es innegociable y comienza por tratarlo como un interlocutor, no como un estorbo” (Decir salud, 2011).

La empatía no es sólo sensibilidad; es responsabilidad. Es elegir conscientemente no dejar a nadie solo. Es entender que un gesto nuestro puede cambiar el curso de un día, o incluso de una vida. Y que si no lo hacemos nosotros, quizá nadie más lo hará. Estamos a tiempo de recuperar una cultura del cuidado. Pero sólo sucederá si dejamos de usar la excusa del “no me corresponde” para justificar nuestra ceguera emocional.

Reflexión final

Queridos lectores, alguien cerca de ustedes —un amigo, un vecino, un familiar, un compañero de trabajo— está pasándola mal sin decir una palabra. No esperen a que pida ayuda. Las personas más heridas suelen callar porque sienten que no quieren ser una carga. Que esta entrada sea una invitación clara: acérquense. Manden ese mensaje. Toquen esa puerta. Hagan esa llamada. Como decía Arnoldo Kraus: “Acompañar es un acto de humanidad que nunca está de más”. Y quizás —sólo quizás— ese gesto suyo será el primer rayo de luz en la noche de alguien.

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Gracias por estar aquí y por ser parte de esta comunidad que busca pensar, sentir y cuidar con mayor hondura.

¿Una vida sin mi celular?

“La civilización nació el día en que un hombre furioso arrojó una palabra en vez de una piedra».
—Sigmund Freud

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos rodeados de pantallas, pero hay una diferencia enorme entre usarlas y necesitarlas. Cada vez es más común encontrarnos con personas que no pueden existir sin tener el celular en la mano. Van al baño con él, comen con él, conducen con él, duermen con él. Llevan baterías portátiles “por si acaso” y sienten un nudo en la garganta cuando el dispositivo marca menos del 15% de batería. Estamos frente a una dependencia silenciosa que, aunque normalizada, está drenando la capacidad psíquica de estar con uno mismo. No se trata sólo de tecnología; se trata de miedo. El miedo a la pausa, al silencio, a la espera. Hoy, apenas alguien pierde de vista el celular, su mundo interno se derrumba. La sensación es casi física: ansiedad, inquietud, irritabilidad, incluso angustia existencial. Y la pregunta se vuelve inevitable: ¿qué estamos evitando sentir cuando la pantalla se convierte en una prótesis emocional?

La adicción al celular no puede explicarse únicamente como un exceso de hábito. Es, más bien, la manifestación de una falta, una fuga constante hacia un afuera luminoso que pretende sustituir un adentro que duele, que incomoda o que permanece sin simbolizar. Como toda adicción, tiene menos que ver con el objeto y más con aquello que intentamos no mirar. Es una defensa, un refugio y un síntoma. Esta entrada no pretende demonizar los dispositivos, sino comprender por qué se han convertido en la muleta afectiva de nuestro tiempo. Porque cuando el silencio interior nos resulta insoportable, cualquier brillo —por pequeño que sea— parece una salida. Pero, ¿a qué costo?

Bajo la pantalla: la falta

La relación obsesiva con el celular puede entenderse como una búsqueda desesperada de llenar un vacío. Jacques Lacan lo resumió con precisión cuando afirmó que “el deseo es siempre deseo de otra cosa” (Seminario VI, 1958–59). Esa “otra cosa” nunca llega, porque no existe como objeto concreto. En esa imposibilidad se abre el espacio para sustituirlo con lo que tengamos a la mano. El celular, entonces, no es sólo un aparato: se convierte en un objeto transicional pobre, diría Winnicott, un intento de sutura de la falta. Pero como toda sutura improvisada, se despega rápido. La urgencia de estar conectados es también urgencia de ser reconocidos. Muchos sienten que sólo existen cuando una notificación los convoca, como si la mirada del Otro se digitalizara. Cuando nadie escribe, la ausencia se vive como rechazo. Y, sin embargo, en la mayor parte de los casos, no se trata de los demás: se trata de la antigua angustia infantil de esperar una respuesta que no llega. Lo que no toleramos no es el silencio ajeno, sino nuestra vulnerabilidad expuesta.

La falta, cuando no se atraviesa simbólicamente, se experimenta como agujero. Por eso la tecnología fascina tanto: promete llenar, responder, distraer. Pero ninguna pantalla puede dar lo que el inconsciente reclama. La falta forma parte de la estructura humana; borrarla no es posible. Por eso, cuanto más intentamos taparla, más crece la sensación de que algo siempre falta un poco más. El celular funciona como calmante emocional. No un calmante verdadero, sino un dispositivo que evita el contacto con el malestar. Gente que apenas ve la batería en rojo siente que pierde aire, como si se desconectara de una fuente vital. Es una metáfora perfecta de nuestro tiempo: un yo que no sabe respirar su propio silencio necesita una máquina para mantenerse a flote.

La resistencia a sentir

Uno de los mecanismos psíquicos más poderosos es la resistencia. Freud decía que el Yo se defiende de todo aquello que amenaza con desbordarlo, y el celular se ha convertido en la defensa favorita del siglo XXI. Apenas aparece una emoción incómoda —tristeza, vacío, ansiedad—, deslizamos el dedo hacia arriba. TikTok, Instagram, mensajes, cualquier cosa sirve para aliviar ese instante en el que el inconsciente intenta asomar la cabeza. Kierkegaard escribió que “la angustia es el vértigo de la libertad” (El concepto de la angustia, 1844). Hoy, ante ese vértigo, elegimos mirar una pantalla. Dejar el celular quieto significaría permitir que algo dentro de nosotros empiece a hablar. Y muchos prefieren no escuchar. No es que necesiten el celular: necesitan no sentir. El dispositivo opera como escudo contra la intimidad emocional.

El aburrimiento, lejos de ser un enemigo, es un espacio fértil donde emergen preguntas esenciales. Pero es precisamente ese espacio el que más evitamos. Cuando alguien dice “me aburro sin el celular”, en realidad está diciendo “no sé qué hacer con lo que aparece cuando se calla el mundo”. El aburrimiento no es vacío: es contenido no elaborado que pide atención. La resistencia se normaliza hasta volverse hábito. Ya no pensamos: simplemente evitamos. Y lo evitado regresa disfrazado de síntomas: irritabilidad, saturación emocional, incapacidad de concentrarse, desesperación sin causa aparente. Si nunca estamos con nosotros mismos, ¿cómo podremos comprender qué nos pasa?

Obsesiones contemporáneas

Revisar compulsivamente si alguien respondió es un ritual obsesivo moderno. Freud describió la compulsión como un intento repetido —y fallido— de controlar la angustia (Inhibición, síntoma y angustia, 1926). En ese sentido, la pantalla opera como amuleto: un objeto cuya revisión promete seguridad, pero que sólo alimenta el círculo de ansiedad. La ilusión de control es otro componente esencial. Muchos creen que, si están atentos a todo, podrán evitar sorpresas o dolores. Revisan redes para anticipar conflictos, mensajes para leer estados emocionales, historias para imaginar posturas ajenas. Sin embargo, ese control es falso. El inconsciente no se ordena según notificaciones, y el intento obsesivo termina agotando más de lo que alivia.

La repetición sin sentido —abrir y cerrar WhatsApp diez veces por minuto— no busca información; busca una sensación momentánea de estabilidad. Es un ritual tan automático que muchos ni siquiera se dan cuenta de que lo realizan. Es la compulsión pura: repetir para no pensar, repetir para no sentir, repetir para no entrar en contacto con uno mismo. El celular se convierte en un tótem del yo ansioso. Si se pierde, si se apaga, si se cae al suelo, el Yo se derrumba con él. No porque falte el aparato, sino porque se revela, de golpe, cuánta fragilidad emocional estaba sostenida por una pantalla. La dependencia no está en la tecnología: está en la estructura psíquica que la usa para sostenerse.

Muchas veces, estando con otras personas, no estamos con ellas por estar al pendientes de otras cosas. Por cierto, también es falta de educación…

Ansiedad y somatización

La ansiedad de desconexión ya tiene nombre clínico: nomofobia. No es exageración; es un fenómeno fisiológico. Taquicardia, sudoración, tensión muscular, irritabilidad. Personas que, al no encontrar su celular, sienten que algo terrible va a pasar. No es el objeto lo que se pierde, sino la sensación de pertenencia y de control que el objeto otorgaba. Las notificaciones funcionan como microdosis de dopamina. Anna Lembke describe este ciclo en Dopamine Nation (2021): cada estímulo placentero va seguido de un descenso que genera deseo de más. Por eso las plataformas se vuelven adictivas. No porque sean “malas”, sino porque están diseñadas para maximizar la gratificación inmediata mientras nos hacen sentir insuficientes cuando no estamos conectados.

El insomnio digital es una de las consecuencias más comunes. Dormimos con el celular en la mano, esperando la última notificación o mensaje que nos dé una sensación de cierre del día. Pero ese cierre nunca llega. La luz azul inhibe la melatonina, el cerebro se mantiene alerta y el inconsciente queda suspendido en un flujo continuo de estímulos que impiden procesar el día. Hay quienes dicen que «duermen profundamente», y al día siguiente apenas y se mantienen despiertos. No hay descanso posible cuando la mente vive en modo alerta permanente. El cuerpo, cansado de sostener esa hiperestimulación, comienza a quejarse: falta de energía, somnolencia diurna, irritabilidad, hipervigilancia, incapacidad de concentrarse. Muchos llegan al consultorio diciendo: “Estoy agotado y no sé por qué”. Pero sí lo sabemos: porque han perdido la capacidad de desconectar. Porque viven sin silencio. Porque cargar el celular a diario ha reemplazado el acto de cargarse a uno mismo.

Cómo empezar a recuperar el silencio

El primer paso no es dejar el celular, sino reconocer qué lugar ocupa en nuestra vida emocional. No se trata de demonizarlo, sino de quitarle poder simbólico. Una práctica simple consiste en dejar 15 minutos al día de “silencio digital”: sin música, sin mensajes, sin redes. Sólo estar. Al inicio incómoda; después se vuelve refugio. Recuperar el aburrimiento es aprender a convivir con lo que emerge cuando el mundo no nos distrae. Muchos descubrimientos personales nacen ahí. Winnicott afirmaba que “ser capaz de estar a solas es uno de los logros más importantes del desarrollo emocional” (The Capacity to Be Alone, 1958). Y estar a solas no significa estar sin compañía, sino estar sin la necesidad compulsiva de distraerse de uno mismo.

Distinguir necesidad de hábito es clave. No necesitamos revisar los mensajes cada minuto; lo hacemos por hábito. No necesitamos ver redes sociales antes de dormir; lo hacemos porque la mente busca pequeñas dosis de alivio. Reconocer esto permite tomar distancia. La libertad empieza allí donde termina la compulsión. Finalmente, reconectar con la presencia. Comer sin pantalla. Leer diez minutos al día. Caminar mirando el cielo y no el feed infinito. Epicteto lo anticipó hace siglos: “La libertad no consiste en obtener lo que deseamos, sino en ser dueños de nuestros deseos” (Discursos, siglo I). Y hoy, más que nunca, necesitamos recuperar la soberanía sobre nuestra atención.

Reflexión final

Tal vez el problema no sea el celular, sino lo que tememos encontrar cuando lo dejamos de lado. No es dependencia tecnológica: es miedo a estar vivos con todo lo que eso implica. Pero el silencio —ese que tanto evitamos— no es enemigo; es hogar. Es el espacio donde podemos escucharnos de verdad. La pregunta, entonces, es simple y devastadora: ¿estás viviendo tu vida… o sólo estás deslizando hacia arriba?

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La lógica de lo disponible

“La atención es una forma de amor: implica mirar al otro sin intentar dominarlo».
-Iris Murdoch

Queridos(as) lectores(as):

Hay épocas que se reconocen no por sus grandes eventos, sino por sus pequeñas imposiciones. Una de ellas es ésta: la era de la disponibilidad obligatoria. Hoy no basta con vivir y ser; pareciera que debemos estar siempre listos para responder, opinar, posicionarnos, sensibilizarnos, reaccionar. La disponibilidad —que antes era un gesto amable— se ha transformado en criterio moral, y la indisponibilidad, en sospecha. ¿Por qué no estás aquí? ¿Por qué no dices nada? ¿Por qué no sientes como debes sentir? Estas preguntas, cada vez más comunes, llevan un juicio implícito: fallaste. La lógica de lo disponible es, sobre todo, una lógica del cansancio. La vida pública y privada se ha llenado de demandas que ya no son peticiones, sino pruebas. Pruebas de sensibilidad, de rectitud, de adhesión, de empatía. Pruebas que no se reparten equitativamente: casi siempre se exigen desde una superioridad moral tan segura de sí misma que ya ni siquiera se reconoce como poder. Y, sin embargo, es poder. Un poder suave, emocional, envolvente, que no se nombra, pero se siente.

En términos psicoanalíticos, podría decirse que el superyó contemporáneo se ha vuelto un juez ubicuo, pero con voz amable. No grita: susurra. No amenaza: decepciona. No castiga: etiqueta. Y uno se siente mal no porque haya cometido una falta real, sino porque no ha respondido a las expectativas ajenas. Erich Fromm, en El miedo a la libertad (1941), decía que uno de los peligros modernos es “el sometimiento voluntario a las expectativas del grupo”, un sometimiento que se vive como libertad cuando, en realidad, erosiona la autonomía. Este encuentro busca recuperar algo fundamental: el derecho a no estar disponible. No como desinterés, sino como acto de responsabilidad. No como frialdad, sino como defensa de la interioridad. No como rechazo, sino como reconocimiento de que nadie puede —ni debe— responder a todo. Cuando la disponibilidad deja de ser una elección y se convierte en exigencia, se pierde algo muy humano: la posibilidad de pensar.

El nacimiento de la exigencia

La lógica de lo disponible surge cuando la sensibilidad deja de ser un valor y se transforma en norma. Martha Nussbaum explica en Political Emotions (2013) que las emociones tienen un papel importante en la vida pública, pero advierte del riesgo de convertirlas en criterios inflexibles de juicio moral. Cuando la sociedad exige sensibilidad uniforme, la pluralidad emocional desaparece. Todos deben sentir lo mismo; todos deben reaccionar del mismo modo; todos deben acompañar de manera idéntica. Esto conduce a una paradoja: la imposición de la sensibilidad termina produciendo una forma de insensibilidad. Cuando una emoción se convierte en estándar obligatorio, deja de ser auténtica y comienza a funcionar como mecanismo de obediencia. Isaiah Berlin describía algo parecido en Two Concepts of Liberty (1958), al señalar que la libertad “positiva” puede convertirse en tiranía cuando impone a otros la manera “correcta” de ser libres. Hoy sucede igual: la sensibilidad correcta se transforma en obligación.

De esta exigencia aparecen fenómenos cotidianos: personas corrigiendo el tono emocional ajeno, vigilando el lenguaje, evaluando la intensidad de las reacciones. Si no te conmueves lo suficiente, decepcionas; si te conmueves demasiado, exageras; si te conmueves distinto, fallas. La sensibilidad deja de ser ventana y se vuelve espejo: sólo se acepta lo que refleja nuestras emociones. Y esa uniformidad emocional es profundamente empobrecedora. En el fondo, esta exigencia emocional revela un miedo colectivo a la diferencia. Octavio Paz, en El laberinto de la soledad (1950), decía que la modernidad nos ha vuelto “hijos de nadie, pero exigentes con todos”. Esa exigencia con todos es visible hoy: pedimos disponibilidad emocional absoluta mientras ocultamos nuestras propias carencias afectivas. Exigimos sensibilidad porque no soportamos quedarnos a solas con nuestras contradicciones.

Cuando la causa se vuelve consigna

La lógica de lo disponible se sostiene también por un mecanismo político y afectivo muy sutil: el chantaje de la adhesión. Albert Hirschman, en Exit, Voice and Loyalty (1970), describe cómo las organizaciones suelen exigir fidelidad absoluta y convertir cualquier crítica en traición. Ese modelo se ha filtrado a la vida cotidiana: no sólo las instituciones, sino también los grupos, las comunidades digitales e incluso las amistades funcionan mediante expectativas de adhesión total. La adhesión no es un problema cuando nace del convencimiento. Se vuelve problema cuando se exige. Cuando la causa deja de ser causa y se transforma en consigna. Cuando una postura política o cultural no admite matices. Cuando el silencio deja de ser silencio y pasa a interpretarse como hostilidad. Cuando “estar disponible” significa aceptar el todo o el nada. Esa lógica binaria empobrece la conversación pública y agota la vida afectiva.

La exigencia de adhesión funciona mediante una técnica muy eficaz: la culpa preventiva. No importa lo que digas o pienses; importa que no incomodes el relato dominante del grupo. Si no te sumas, decepcionas; si matizas, confundes; si dudas, te conviertes en parte del problema. Mary Midgley lo advertía en The Myths We Live By (2003): los grupos humanos se sostienen con mitos, y los mitos más peligrosos son aquellos que “encubren su carácter parcial bajo un aura de necesidad moral”. El chantaje emocional se vuelve arma política porque promete pertenencia a cambio de disponibilidad moral. Pero esa pertenencia es frágil: dura mientras cumplas. La lógica de lo disponible no construye comunidad; construye vigilancia. Y donde hay vigilancia, no hay libertad.

“La mayoría renuncia a su libertad sin darse cuenta, entregándose a los patrones dominantes de su cultura”.
-Erich Fromm (El miedo a la libertad, 1941)

La erosión de la alteridad

Uno de los efectos más profundos de la lógica de lo disponible es la erosión silenciosa de la alteridad. Cuando exigimos que el otro esté siempre disponible —emocional, afectiva, ideológica o lingüísticamente—, dejamos de verlo como alguien distinto. Lo reducimos a una función: la función de apoyar, ceder, comprender, adherir. Y un ser humano reducido a función deja de ser prójimo. Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), recordaba que “el hombre se rebela porque algo dentro de él dice que las cosas deben tener sentido”. Hoy, en cambio, la disponibilidad obligatoria pretende que uno se adapte aunque no vea sentido alguno. La exigencia no busca comprensión: busca conformidad. Y esa conformidad desgasta lo más íntimo de la libertad humana.

La alteridad también se erosiona en las relaciones personales. Se espera que el otro esté disponible para nuestras emociones sin preguntar por las suyas; que entienda lo que sentimos sin explicarlo; que responda sin tardanza; que acompañe sin condiciones. Ese nivel de disponibilidad no es humano: es táctico. Transforma la relación en un juego de roles, no en un encuentro. Desaparece el tú concreto y aparece el tú funcional. Lo más grave es que la indisponibilidad —decir “no puedo”, “no ahora”, “no así”— se interpreta como un ataque. Pero la indisponibilidad no es falta de amor: es límite. Y, como enseñaba Hannah Arendt en La condición humana (1958), el límite es lo que permite que exista el espacio común, porque delimita “dónde termina uno y empieza el otro”. Sin límite, no hay encuentro: sólo absorción.

El derecho a no estar disponible

En un mundo que exige reacción permanente, el derecho a no estar disponible es una forma de resistencia ética. No para desentenderse del mundo, sino para participar en él desde un lugar más genuino. La indisponibilidad no es negación: es cuidado. No es abandono: es pausa. No es egoísmo: es dignidad. Erich Fromm, en El arte de amar (1956), dice que “el amor maduro significa unión con la condición de preservar la integridad propia”. Esa idea, trasladada a la vida pública, revela algo esencial: no se puede amar —ni dialogar, ni pensar— si uno está constantemente disponible para las demandas ajenas. La integridad se erosiona cuando la disponibilidad se vuelve obligación.

El cansancio contemporáneo no es sólo físico: es un cansancio moral. Cansancio de sostener discursos que no sentimos, sensibilidades que no compartimos, adhesiones que no nos representan. Cansancio de tener que estar “presentes” incluso cuando no tenemos nada que decir. Cansancio de estar expuestos a la vigilancia emocional constante. La indisponibilidad no busca apagar el mundo, sino apagar esa vigilancia. En lo cotidiano, el derecho a no estar disponible es la posibilidad de recuperar la interioridad: apagar el teléfono, no contestar, no reaccionar, no defenderse, no explicarse. Es una forma de descanso mental y espiritual. Y es, también, un recordatorio de que uno no está hecho para ser herramienta emocional de nadie.

Libertad frente a la exigencia

La única manera de desmontar la lógica de lo disponible es recuperar el ritmo propio. No el ritmo impuesto por el juicio moral ajeno, sino el ritmo interior. Iris Murdoch insistía en que la atención —esa forma profunda de mirar— sólo ocurre cuando suspendemos la voluntad de dominar. Pensar más despacio no es pensar menos: es pensar mejor. La disponibilidad infinita asfixia la capacidad de discernir. Cuando todo exige respuesta inmediata, la reflexión muere. Cuando todo exige adhesión instantánea, el juicio se vuelve inútil. Cuando todo exige sensibilidad uniforme, la libertad emocional se pierde. Pensar más despacio es negarse a participar en esa maquinaria de inmediatez. Es recuperar el derecho a mirar sin obedecer.

La libertad interior no nace del rechazo frontal, sino de la distancia. De la pausa. Del silencio. De la posibilidad de decir: “voy a pensarlo”, “no lo sé”, “no ahora”. Ese tipo de respuestas, hoy vistas como insuficientes, son en realidad las más responsables. Porque no nacen del miedo ni de la presión, sino del discernimiento. Mary Midgley decía que el pensamiento filosófico comienza cuando reconocemos que “no estamos obligados a aceptar los mitos dominantes” (Philosopher’s Poem, 1998). Pensar más despacio es, justamente, dejar de aceptar el mito contemporáneo de la disponibilidad total.

Reflexión final

La lógica de lo disponible no es sólo un hábito cultural: es una forma de poder. Pero un poder que se disfraza de sensibilidad. Recuperar la libertad interior implica cultivar un espacio propio donde el juicio, el silencio y la pausa tengan derecho de residencia. Resistir no es oponerse al mundo: es no dejar que el mundo decida por nosotros.

Querido lector, querida lectora: ¿Qué parte de ti has puesto en disponibilidad permanente… y cuál deseas recuperar?


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Perder a personas buenas

“La bondad es la única inversión que nunca falla».
—Henry David Thoreau

Queridos(as) lectores(as):

Hay pérdidas que desordenan la vida entera, no por su violencia sino por su silencio. Perder a una persona buena no es como perder a cualquiera: es como si un lenguaje desapareciera del mundo, un modo de ser que sostenía cosas que uno nunca vio del todo. A las personas buenas solemos darlas por hecho. Asumimos que su paciencia es infinita, que su presencia es inquebrantable, que su comprensión es automática. Creemos —desde un lugar inconsciente, casi infantil— que siempre estarán ahí, sosteniendo lo que nosotros no queremos mirar. Y esta ilusión, tan cómoda como peligrosa, es la que nos prepara para un duelo especialmente cruel. En este encuentro les propongo pensar no en la pérdida en sí misma, sino en la dinámica que la antecede: esa mezcla de ceguera afectiva, egoísmo cotidiano, fantasmas inconscientes y roles que repetimos sin darnos cuenta. Parafraseando a Freud: “No somos dueños de nuestra propia casa”. Y cuando en esa casa interna vive la comodidad, el miedo o la dependencia, la bondad ajena puede volverse un recurso que se exprime, no un vínculo que se cuida.

La idea no es idealizar a nadie. Las personas buenas también tienen fallas, contradicciones, impulsos, sombras. Friedrich Nietzsche y Vincent Van Gogh —dos ejemplos que retomaremos— fueron tan sensibles como difíciles, tan nobles como irascibles. Pero la injusticia con la que se les trató en vida no desaparece por reconocer sus defectos. Si algo muestran sus historias es que la bondad, cuando se combina con la vulnerabilidad, queda a merced de quienes no saben verla. Hoy reflexiono sobre esto porque se ha vuelto un hábito peligroso en nuestra época: el de pensar que el otro tiene que soportarnos. Y cuando por fin la persona buena se rompe, quien queda atrás suele acomodarse en el papel más cómodo de todos: el de la víctima. De eso se trata este texto: de mirar con honestidad lo que perdemos y lo que repetimos.

La ilusión de que la bondad es inagotable

La mayoría de nosotros lleva en el inconsciente una idea muy infantil: que la persona que nos quiere es una fuente inagotable. Como señalaba Donald Winnicott: “Dar es fácil si uno ya ha recibido lo suficiente” (El niño, la familia y el mundo exterior, 1964). Pero esa fantasía de abundancia se convierte en un permiso silencioso para abusar, exigir, presionar o ignorar. Cuando alguien es bueno, paciente y dispuesto, nuestra mente se acomoda: baja la guardia, deja de esforzarse y empieza a dar por hecho lo que debería agradecerse con cuidado. Es normal que esto no se vea mientras ocurre. La rutina tiene la habilidad de volver invisible lo esencial. Uno piensa: “Ya mañana cuido esto”, “Ya le explicaré mejor”, “Puede esperar”, “No pasa nada, me conoce”. Esa postergación continua es precisamente lo que desgasta. Las personas buenas suelen avisar poco y soportar mucho; ahí está el riesgo. Entre más avisos callados dan, más creemos que no necesitan nada o que siempre podrán con todo.

Esta ilusión se alimenta de una premisa falsa: que la bondad equivale a fortaleza inquebrantable. Pero no es así. La bondad es una sensibilidad fina, una forma de escucha, una ética afectiva. No es un escudo. De hecho, a veces es todo lo contrario: un punto vulnerable expuesto. Como escribió Rainer Maria Rilke: “Ser amado es consumirse” (Cartas a un joven poeta, 1929). La persona buena se desgasta en silencio mientras sostiene más de lo que puede nombrar. Y cuando finalmente se cansa, cuando ya no puede más, el golpe suele sentirse injusto porque nadie vio venir lo que estaba desgastado desde hace años. Pero no estaba oculto: simplemente nos acostumbramos a no mirar. La bondad se volvió paisaje.

La tragedia de los incomprendidos

Friedrich Nietzsche no sólo sufrió la incomprensión de una época entera; también la de su propio círculo. Era un hombre profundamente sensible, torpe para expresarse emocionalmente y con una necesidad enorme de ser escuchado de verdad. En sus cartas se percibe un deseo casi infantil de compañía. Sin embargo, quienes lo rodeaban —incluida Lou Andreas-Salomé— interpretaron sus gestos como exageraciones, arrebatos o debilidades. Su bondad, esa docilidad íntima que escondía bajo su dureza escrita, quedó eclipsada por su carácter difícil. El resultado fue un aislamiento progresivo. Como él mismo advirtió: “Lo que se hace por amor siempre acontece más allá del bien y del mal” (Más allá del bien y del mal, 1886). Y aun así nadie supo comprenderlo. Vincent van Gogh vivió algo parecido. Su capacidad de amar era tan intensa que se volvía torpe, desbordada, casi dolorosa. Theo lo entendió mejor que nadie, pero el resto del mundo lo redujo a sus arrebatos y a su desesperación. La Historia parece olvidar que Van Gogh cocinaba para desconocidos, daba su comida a otros, regalaba dibujos a quien lo necesitaba, escribía cartas donde suplicaba cariño. Era un hombre bueno, pero cargado de una sensibilidad sin defensas. Como escribió en una de sus cartas: “No tengo otra cosa que mi trabajo, mi miseria y mi corazón” (Cartas a Theo, 1888).

Ambos —Nietzsche y Van Gogh— fueron figuras complejas, por momentos insoportables, sí. Pero también fueron hombres profundamente buenos a quienes se trató con una dureza desproporcionada. Su tragedia no fue sólo su enfermedad, sino la incapacidad de quienes los rodeaban para ver la fragilidad que intentaban ocultar. Cuando ellos se quebraron, los mismos que los criticaron se sorprendieron. Siempre pasa así con la gente buena: nadie imagina que pueden romperse hasta que ocurre. Estas vidas muestran que la bondad, sin cuidado, se convierte en blanco fácil: se malinterpreta, se exige sin reciprocidad, se explota. Y cuando el bueno se derrumba, el entorno culpa a la “inestabilidad”. Nunca a su propio descuido.

«Nunca pensé que te irías, porque siempre estabas ahí para mí»

Roles, fantasías y cegueras

El psicoanálisis tiene una respuesta clara frente a estas dinámicas: lo que no se elabora se actúa. Freud lo dijo con precisión: “El que no recuerda, repite” (Psicopatología de la vida cotidiana, 1901). Cuando una persona buena entra en nuestra vida, el inconsciente tiende a colocarla en el lugar del cuidador ideal, del sostén perfecto, de la figura que no falla. Ahí nacen los roles peligrosos: el que exige, el que se descuida, el que se vuelve dependiente, el que se cree con derecho. Estas fantasías no son conscientes. Uno no se levanta diciendo: “Hoy voy a usar a esa persona buena como objeto”. No. Ahí radica la crueldad sutil: la persona se convierte en soporte psicológico sin que nadie lo decida. Es el inconsciente compensando vacíos: heridas infantiles, abandonos previos, modelos relacionales torcidos. Se espera del otro lo que no se recibió antes; se exige lo que la propia Historia no pudo dar.

El problema es que la persona buena suele aceptar ese rol con naturalidad, casi sin darse cuenta. Quiere cuidar, quiere acompañar, quiere amar. Pero ese deseo también tiene un límite. Winnicott lo explicó al hablar de las madres suficientemente buenas: incluso el cuidado más profundo necesita reciprocidad. La ausencia de esa reciprocidad genera resentimiento, agotamiento y tristeza. Cuando la persona buena empieza a cansarse y a marcar límites, el otro suele reaccionar con sorpresa o con enojo. “¿Qué hice?”, “¿Por qué está distante?”, “Antes no era así”. Pero esa sorpresa es apenas evidencia de la ceguera: la bondad ajena se asumió como incondicional. Y nada lo es.

Cuando se van, no es por capricho

La salida de una persona buena no es una salida impulsiva. Es una salida acumulada. Detrás hay años de avisos silenciosos, de heridas pequeñas, de cargas no distribuidas. Como escribió Albert Camus: “El cansancio viene primero, luego la fatiga de tener que seguir siendo uno mismo ante los otros” (El hombre rebelde, 1951). Esa frase podría aplicarse a cualquier vínculo donde la bondad se ha convertido en sostén unilateral. Cuando una persona buena se va, rara vez lo hace con escándalo. Lo hace agotada, drenada, deshecha. Lo hace porque ya no tiene recursos afectivos para negociar ni para explicarse. Lo hace porque quedarse sería una forma de autoabandono. Y, sobre todo, lo hace porque entender que uno merece cuidado también es un acto de dignidad. Muchos creen que la salida de una persona así es injusta. “Se fue sin avisar”, “Se cansó de la nada”, “Yo también sufría”.

Es cierto que todos sufren. Pero hay una verdad incómoda: la persona buena, antes de irse, ya estaba rota desde hace tiempo. La ruptura visible es sólo el último capítulo de una historia que nadie quiso leer. Es doloroso entender esto porque nos obliga a mirarnos con radical honestidad. Reconocer que el otro aguantó demasiado revela algo sobre nuestras propias dinámicas: la falta de escucha, la comodidad, la exigencia solapada. Y aceptar esto es el inicio de un duelo real, no del duelo romántico donde uno se pinta como inocente. Cuando se pierde a una persona buena, no se pierde sólo un vínculo: se pierde un espejo. Uno que mostraba quiénes éramos realmente con ella.

El refugio más cómodo para quien no quiere cambiar

Lo más triste ocurre después: los que se quedan solos suelen contarse una historia donde ellos son las víctimas. Esa narrativa funciona como defensa. Melanie Klein escribió: “El dolor por el daño causado puede transformarse en persecución imaginaria” (Envidia y gratitud, 1957). Es decir: es más fácil sentir que el otro “nos abandonó” que aceptar que lo desgastamos. Esa versión del relato acomoda todo: “Yo di más”, “No valoró lo que tenía”, “Siempre fui yo quien sostuvo”, “No era tan buena como parecía”. Es un mecanismo clásico para evitar la culpa y preservar la autoimagen. Pero es una trampa porque no permite el crecimiento: quien se cree víctima no cambia nada.

Esa postura también borra la responsabilidad afectiva: elimina la necesidad de revisar los propios gestos, palabras, descuidos, silencios. La persona buena queda convertida en culpable por irse, por poner límites, por cansarse. Y eso es profundamente injusto. Además, esta victimización tiene un efecto devastador: perpetúa el ciclo. Quien no ve sus propios patrones tiende a repetirlos en relaciones futuras. Cambia la persona, pero el guión sigue intacto: exigencia, desgaste, sorpresa, abandono, victimización. La tragedia se repite porque no se piensa. Salir de esta postura requiere un acto de madurez: reconocer que la bondad es una responsabilidad compartida. Que ninguna persona buena está obligada a quedarse donde se siente usada. Y que, si se va, el deber es mirar hacia adentro, no culpar hacia afuera.

Reflexión final

Perder a una persona buena duele porque nos confronta con lo que pudimos hacer y no hicimos. Con lo que dimos por sentado. Con lo que asumimos como eterno. Pero también puede abrir una puerta: la del crecimiento auténtico. Cuidar mejor, escuchar mejor, agradecer mejor. Como escribió Simone Weil: “La atención es la forma más rara y más pura de generosidad” (A la espera de Dios, 1950). Tal vez de eso se trate: de aprender a mirar antes de perder. Querido lector, las preguntas finales son sencilla pero urgente: ¿A quién estás dando por sentado hoy? ¿Y qué podrías hacer mañana para que esa persona no se rompa en silencio?


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El miedo a necesitar: apego evitativo

“La capacidad de estar solo es una de las señales más importantes de madurez emocional»
— Donald W. Winnicott

Queridos(as) lectores(as):

Hay personas que, aunque aman, se alejan cuando sienten que alguien empieza a acercarse demasiado. No lo hacen por desinterés ni por frialdad, sino por miedo. Miedo a ser vistos, miedo a que alguien cruce esa frontera que aprendieron a custodiar desde niños. En apariencia, son independientes y seguros; en el fondo, viven con una herida que dice: “si necesito, me abandonan».

El apego evitativo no nace del egoísmo, sino del intento de protegerse. Es la defensa psíquica de quien aprendió que depender era peligroso, que mostrar ternura era exponerse al rechazo. Y aunque anhelan cercanía, su cuerpo reacciona como si el amor fuera amenaza.

El origen del miedo

John Bowlby, psiquiatra y psicoanalista británico, explicó que el apego es un sistema emocional innato que busca garantizar la supervivencia a través del vínculo. Cuando las figuras parentales responden con indiferencia o frialdad, el niño aprende que expresar sus necesidades no tiene sentido. Así surge el apego evitativo: una aparente autosuficiencia que esconde una profunda desconfianza en el amor (Bowlby, “Attachment and Loss”, 1969). Mary Ainsworth, en su célebre experimento de la “situación extraña”, observó que los niños de apego evitativo no lloraban al separarse de sus madres, pero presentaban altos niveles de cortisol: fingían calma, pero estaban en alerta (Ainsworth et al., “Patterns of Attachment”, 1978). Desde entonces, asociaron la necesidad con el peligro.

El psicoanálisis amplió esta idea. Jacques Lacan escribió: “El deseo del hombre es el deseo del Otro” (Seminario XI, 1964). Negar la necesidad del otro no nos hace libres, sino más solos. Es el niño que dejó de buscar el abrazo que nunca llegó, el adolescente que aprendió a no esperar, el adulto que dice “no necesito a nadie” cuando en realidad teme necesitar demasiado. En literatura, Oscar Wilde lo expresó con dramatismo en El retrato de Dorian Gray: un hombre que teme ser visto en su humanidad, que se esconde tras una imagen inalterable para evitar que alguien toque su verdad. La máscara protege, pero también aísla.

La coraza emocional

El adulto evitativo construye relaciones donde controla la distancia emocional. Ama, pero dosifica. Se muestra, pero no se entrega. Puede compartir risas, pensamientos y hasta proyectos, pero rara vez deja que alguien toque su vulnerabilidad. Prefiere la mente al cuerpo, la ironía a la confesión, la autosuficiencia al consuelo. Erich Fromm escribió: “El amor inmaduro dice: te amo porque te necesito. El amor maduro dice: te necesito porque te amo» (El arte de amar, 1956). Para quien ha desarrollado apego evitativo, ambas frases resultan amenazantes: la primera implica dependencia; la segunda, entrega. Y ninguna parece segura.

En consulta, este patrón se traduce en frases como “me cuesta confiar”, “cuando me siento querido(a), me bloqueo”, o “me abruman las demostraciones de afecto”. Son defensas inconscientes frente a la posibilidad de perder el control. Su cuerpo se tensa ante el abrazo, su mente busca razones para huir. León Tolstói describió con precisión esta dinámica en Anna Karenina (1878): Vronsky ama, pero no soporta el peso de la intimidad. Se refugia en la acción, en el deber, en el movimiento. La cercanía le resulta insoportable porque lo obliga a verse a sí mismo. Así también el evitativo: huye no del otro, sino de la posibilidad de ser visto.

El enemigo más letal de quien padece apego evitativo es el no ponerlo en palabras. Sus acciones dan paso a malas interpretaciones del otro. Y el destino apunta a una dolorosa soledad.

Cuando amar se vuelve amenaza

El miedo a la intimidad suele confundirse con falta de interés, pero en realidad es un reflejo condicionado. Quien teme necesitar ha aprendido que el amor se pierde, y prefiere no arriesgar. Albert Camus lo dijo de forma bellísima: “El hombre teme ser devorado por lo que ama.” (El mito de Sísifo, 1942). Por eso, cuando alguien se acerca con ternura, el evitativo siente que pierde el aire. No soporta la dependencia emocional, pero tampoco la idea de ser rechazado. Entonces se distancia, cancela planes, calla, o se refugia en su trabajo. No sabe cómo quedarse, y en su huida confirma su miedo: “nadie permanece.”

Cuando el vínculo se da entre una persona de apego ansioso y otra evitativa, se genera una danza dolorosa: uno busca más, el otro se repliega. Uno teme el abandono, el otro teme la invasión. Son dos caras del mismo dolor: la dificultad de confiar. Amar implica libertad, pero también riesgo: el de ser amado sin garantías. El evitativo, sin embargo, no deja de amar. Ama a su modo: con prudencia, con miedo, con esperanza en secreto. En su silencio también hay ternura; sólo necesita tiempo para entender que el amor no destruye, sino que sostiene.

Sanar el desapego aprendido

Winnicott hablaba del “ambiente facilitador” como ese espacio en el que el sujeto puede ser sin miedo a ser herido (El proceso de maduración en el niño, 1965). En análisis, esa experiencia se vuelve posible: un vínculo donde la presencia del otro no exige ni invade, sino acompaña. Es el aprendizaje de que se puede estar cerca sin perderse. Sanar un apego evitativo no implica renunciar a la independencia, sino transformar la defensa en elección. Reaprender a quedarse. Sostener la mirada cuando el impulso es bajar los ojos. Decir “te necesito” sin sentir vergüenza. Reconocer que la vulnerabilidad no es un defecto, sino la condición del amor verdadero.

Un ejemplo lo encontramos en Jane Eyre (1847) de Charlotte Brontë. Jane ama sin renunciar a su dignidad; se entrega, pero no se disuelve. Ha aprendido a confiar sin perder su libertad. Esa madurez emocional es lo que el evitativo anhela: poder estar con otro sin dejar de ser él mismo. El proceso es lento, pero posible. Requiere paciencia, humildad y vínculos sanos. Porque a veces el amor no cura de golpe: sólo se queda, y en ese quedarse, lentamente, sana.

Reflexión final

El apego evitativo es, en el fondo, una forma de decir: “No me dejes, pero no te acerques demasiado». Una contradicción que encierra el deseo más humano de todos: ser amado sin perderse. Pero sólo cuando uno se atreve a necesitar descubre que el amor no esclaviza, sino que libera. Rainer Maria Rilke escribió: “Amar es un alto empeño, pues exige que tú te formes también, que crezcas, que llegues a ser mundo para otro» (Cartas a un joven poeta, 1929). El amor no exige perfección, sino presencia. Y a veces, quedarse es el acto más valiente de todos.

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¿Por qué tenemos miedo?

“Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son: el miedo a la muerte…”

-Thomas Hobbes

Queridos(as) lectores(as):

Octubre nos presta su sombra para mirar de frente al miedo. No al espanto fácil de la pantalla, sino a esa emoción primaria que nos acompaña desde la cueva y decide —muchas veces sin pedir permiso— cómo respiramos, qué evitamos y hasta lo que amamos. Entender su origen no es un capricho intelectual: es un acto de higiene del alma. El miedo es universal y, sin embargo, se disfraza de mil formas. Para algunos es un latido acelerado frente a una pérdida; para otros, la rigidez silenciosa que antecede a una discusión; para otros más, ese murmullo antiguo que dice “no vayas”, “no arriesgues”, “no mires”. ¿De dónde viene? ¿Es solo una descarga eléctrica en el cerebro, un fantasma del inconsciente, o el reverso inevitable de la libertad?

En estas líneas te propongo un viaje en tres planos. Primero, la neurología: los circuitos que disparan defensas y moldean hábitos; luego, el psicoanálisis: la diferencia entre miedo y angustia, y el modo en que lo reprimido retorna; finalmente, la filosofía: de Hobbes a Kierkegaard y Heidegger, para pensar qué revela el miedo sobre nosotros y sobre la ciudad que habitamos. La ambición es simple: que al terminar no quieras “extirpar” tu miedo, sino conversar con él. Tal vez descubras que, bien escuchado, más que enemigo es brújula.

El miedo en el cerebro: circuitos de supervivencia

Desde finales del siglo XX, la investigación en condicionamiento del miedo mostró que la amígdala cumple un papel crítico para asociar estímulos con respuestas defensivas (congelamiento, aumento de pulso, liberación de hormonas del estrés). Joseph LeDoux sintetiza: “la amígdala vincula estímulos externos con respuestas de defensa” (The Emotional Brain, 1996). Estos circuitos no “piensan” razones: detectan y preparan. Aprenden peligros nuevos, pero también se apoyan en memorias y contextos —donde el hipocampo aporta el “dónde/cuándo” del miedo, complementando a la amígdala en el recuerdo del peligro. Cuando ambos sistemas conversan, nace esa punzada: “ya he estado aquí… y dolió” (Synaptic Self, 2002, Joseph LeDoux).

Conviene matizar el lugar común de “la amígdala = centro del miedo”. Lisa Feldman Barrett insiste: “las emociones no son circuitos fijos, sino construcciones que el cerebro arma al integrar señales corporales y conceptos aprendidos” (How Emotions are Made, 2017). La amígdala participa, sí, pero no es un botón mágico: es parte de redes más amplias que nos preparan para defendernos. Cuando el disparo es desproporcionado —un claxon nos “secuestra” y reaccionamos como si fuera un depredador—, ocurre lo que Daniel Goleman llamó “secuestro amigdalar”: una activación defensiva que sobrepasa la evaluación contextual de la corteza (cfr. Emotional Intelligence, 1995). Regular el miedo no es reprimirlo, sino darle más información: respirar, nombrar la emoción, reencuadrar el contexto. Literalmente, eso cambia el circuito que está en juego.

El miedo en el psicoanálisis: del objeto a la falta

Sigmund Freud distinguió entre miedo, angustia y pánico. En Inhibición, síntoma y angustia (1926) precisó cómo ciertas fobias infantiles (a la oscuridad, a quedarse solo, a los extraños) se enlazan con el peligro de perder el objeto; otras parecen restos arcaicos de preparación ante amenazas reales. La angustia, en cambio, no tiene objeto: es un estado de desamparo. El psicoanálisis lee así el miedo no sólo como descarga, sino como mensaje. El síntoma protege algo que no puede simbolizarse de otro modo. Por eso el trabajo analítico no busca eliminar el miedo, sino hacerlo hablar: ¿qué historia oculta?, ¿qué pérdida teme?, ¿qué deseo interfiere?

Jacques Lacan retomó la idea freudiana de lo siniestro (das Unheimliche) y la llevó más lejos: “La angustia no engaña” (Seminario X: La angustia, 1962-63). El sujeto teme no tanto al objeto externo, sino a la irrupción de lo que lo constituye: la falta, lo ominosamente familiar. En clínica, el miedo aparece con máscaras: miedo a fracasar, a ser visto, a hablar, a amar. Cada uno esconde la misma raíz: la amenaza de perder lo que sostiene nuestra frágil identidad. Cuando puede ponerse en palabras, el miedo deja de paralizar y se convierte en señal de deseo.

El miedo en la filosofía antigua y política

Para Baruch Spinoza, “el miedo es una tristeza inconstante nacida de la idea de una cosa futura o pasada cuyo resultado dudamos” (Ética, 1677). Añade: “no hay esperanza sin miedo, ni miedo sin esperanza”. En su visión, el miedo no es un accidente, sino parte del movimiento mismo de la existencia. Los estoicos, en cambio, se centraron en la práctica. Séneca escribió: “Sufrimos más a menudo en la imaginación que en la realidad” (Cartas a Lucilio, siglo I). El miedo debía enfrentarse con preparación racional, entrenando la mente para aceptar la muerte y las pérdidas como inevitables.

Con Hobbes, el miedo entra en la política. “El miedo a la muerte y al daño es la causa de todas las leyes humanas” (Leviatán, 1651). Para él, es la pasión fundante: sin miedo al caos, los hombres nunca habrían aceptado ceder poder al soberano. El miedo funda orden, pero también puede justificar tiranía. Estas reflexiones muestran que el miedo no es sólo privado, sino también social. Ha sido arquitecto de Estados, de religiones y de pactos. Y lo sigue siendo cada vez que seguridad y libertad entran en tensión.

Muchas veces el mayor miedo que tenemos es sólo un paso hacia un mayor conocimiento propio.

Modernidad y existencia: vértigo y nada

Kierkegaard vio en la angustia el “vértigo de la libertad”: “La angustia es el vértigo de la libertad” (El concepto de la angustia, 1844). No se teme al objeto, sino a la posibilidad. La libertad nos abre tantas opciones que asusta: lo que más aterra no es caer, sino poder saltar. Martin Heidegger distinguió entre Furcht (temor) y Angst (angustia). El temor es siempre de algo concreto; la angustia, en cambio, es “ante la nada” (Ser y tiempo, 1927). Lo ominoso es que en la angustia no hay enemigo definido: sólo la revelación de nuestra finitud.

Esa indeterminación no es un defecto: es apertura. La angustia nos arranca de la distracción y nos enfrenta con lo que somos: seres arrojados, finitos, pero capaces de sentido. Heidegger lo entendía como “modo privilegiado de apertura al ser”. Así, el miedo moderno deja de ser un enemigo a derrotar y se convierte en un maestro incómodo: nos recuerda que toda vida verdadera exige enfrentar el vértigo, no huir de él.

Del paleolítico al smartphone: el miedo hoy

Nuestros cerebros se moldearon en la sabana para huir de depredadores. Pero los mismos circuitos reaccionan hoy a notificaciones, entrevistas laborales o comentarios en redes. Antonio Damasio lo explica: “Los sentimientos son marcadores somáticos, huellas de experiencias pasadas que orientan nuestras decisiones” (Descartes’ Error, 1994). El miedo no desapareció: se transformó en brújula. El problema es cuando ese marcador se sobregeneraliza: huimos de lo que no es amenaza real. Ahí aparece la ansiedad crónica, la fobia social, la parálisis de quien evita toda exposición. El mismo mecanismo que nos salvó de tigres puede hoy aislarnos de los demás.

Pero también está el miedo fabricado. Los políticos y los medios lo saben: el miedo moviliza, une, controla. ¿Nos suena acaso aquello de «pandemias mundiales»? De allí que titulares y discursos apelen constantemente a él. Como advirtió Hobbes, el miedo puede ser fuerza de paz… o de tiranía. En pleno siglo XXI, el desafío no es extirpar el miedo, sino distinguirlo: ¿qué miedo protege un valor real y qué miedo es manipulado? La diferencia entre una vida auténtica y una vida sometida puede estar en esa simple pregunta.

Reflexión final

No hay vida sin miedo. Hay, sí, diferentes modos de vivirlo. La neurología nos enseña cómo se encienden sus circuitos; el psicoanálisis, cómo se disfraza en síntomas; la filosofía, cómo señala el sentido. El objetivo no es no temer, sino no quedar gobernados por el miedo. Querido(a) lector(a), toma tu miedo más persistente y pregúntate: ¿qué valor protege? ¿qué deseo señala? Si logras ponerlo en palabras, habrás dado un paso enorme: el miedo habrá dejado de ser amo para convertirse en maestro.

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¿Será que estás deprimido(a)?

“La depresión es la incapacidad de construir un futuro”

— Rollo May

Queridos(as) lectores(as):

Tal vez alguna vez te preguntaste en silencio: “¿Será que estoy deprimido(a)?”. Puede que haya sido después de varios días de agotamiento, cuando nada te motiva, o en una noche larga donde el silencio pesa más de lo normal. Hoy la palabra “depresión” se usa en todos lados. La vemos en memes, en charlas rápidas, incluso como broma. Pero la depresión no es moda ni exageración: es un dolor real que va más allá de estar triste.

Quien la padece siente que el mañana no traerá nada distinto. Esta entrada busca dos cosas: hablarte de manera cercana, como en una conversación íntima, y al mismo tiempo darte claves sencillas para distinguir la tristeza común de la depresión.

No toda tristeza es depresión

La tristeza es humana y hasta necesaria. Como escribió Séneca: “No hay razón para quejarse de la tristeza; sin ella no sabríamos qué es la alegría” (Cartas a Lucilio, año 65). Todos atravesamos momentos duros: una pérdida, una decepción, un cambio inesperado. La tristeza acompaña esos momentos y nos ayuda a procesarlos.

Pero la depresión no pasa con el tiempo ni con distracciones. Se instala y pinta todo de gris. No es un estado transitorio: es un modo de estar en el mundo donde nada parece tener sentido. Como le sucedía a M., que después de una ruptura amorosa sentía que no sólo había perdido a alguien, sino también la capacidad de disfrutar lo más mínimo.

Señales que conviene atender

Algunos signos de depresión son claros y no conviene ignorarlos:

  • Pérdida de interés por lo que antes disfrutabas.
  • Alteraciones en el sueño o el apetito.
  • Pensamientos frecuentes de desesperanza.
  • Una fatiga que no mejora ni con descanso.

Como le sucedía a L., que me contaba que aunque dormía más de diez horas, despertaba agotada y sin ganas de levantarse. Sigmund Freud lo explicó en Duelo y melancolía (1917): en el duelo normal sufrimos la pérdida de alguien o algo; en la depresión, sentimos que una parte de nosotros mismos está rota.

El cuerpo también habla

La depresión no es sólo mental. Puede sentirse en el cuerpo: pesadez, dolores vagos, problemas digestivos, falta de energía. J., por ejemplo, describía que tenía “un nudo en el estómago todo el día” y lo confundía con un problema digestivo. En realidad era el cuerpo hablando el mismo idioma que la mente. La psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross lo escribió con fuerza: “Las personas enfermas no están enfermas sólo en el cuerpo, sino también en el alma” (La rueda de la vida, 1997). Por eso, la depresión necesita un abordaje integral: médico, psicológico, psicoanalítico. Y, sobre todo, necesita compañía. Nadie debe cargar sólo con ese peso.

El silencio, el cansancio, la soledad: señales de un dolor que merece compañía.

El peligro de banalizarla

Hoy se escucha “estoy depre” como si fuera estar aburrido o cansado. Esa banalización hace daño: invisibiliza el sufrimiento real. C. solía decirlo de broma, pero cuando un amigo suyo confesó que pensaba en quitarse la vida, entendió que no era un juego.

Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), fue directo: “El mayor problema filosófico es el suicidio”. Lo dijo para recordarnos que hay personas que, al hundirse en la depresión, llegan a cuestionar si vale la pena seguir viviendo. La depresión no es un chiste. Tampoco es flojera. Es una herida seria que necesita cuidado.

¿Qué hacer si sospechas que la tienes?

El primer paso es no autoetiquetarte ni buscar soluciones rápidas en internet. La clave está en reconocer que algo no anda bien y pedir ayuda. Hablar con un psicólogo, psicoanalista o psiquiatra puede marcar la diferencia. También hablar con sinceridad con alguien de confianza, sin miedo ni vergüenza. Como hizo R., que después de meses en silencio se animó a contarle a un amigo lo que sentía. Ese gesto fue el inicio de un proceso de acompañamiento.

Simone de Beauvoir lo dijo con sencillez: “El que ha vivido alguna vez en el abandono sabe que nadie se salva solo” (La fuerza de las cosas, 1963). Pedir ayuda no es debilidad: es valentía.

Reflexión final

Si al leer estas líneas te sentiste identificado(a), no lo ignores. La depresión no se va sola ni se cura con frases optimistas. Requiere tiempo, palabras y compañía. La pregunta que da título a esta entrada —“¿Será que estás deprimido(a)?”— puede ser el primer paso hacia una respuesta, y sobre todo, hacia un camino de apoyo y sanación.


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