Manual exprés para vivir con miedo y no morir en el intento

«Lo que temes, te pertenece».

-Franz Kafka

Queridos(as) lectores(as):

Dicen que el miedo paraliza, pero lo cierto es que el miedo produce: produce dinero, produce novelas, produce candidatos, produce guerras, produce excusas, produce rezos y produce soledad. Es el gran motor oculto de la modernidad. Nos educaron para temer: temer al dolor, temer al fracaso, temer a la soledad, temer al amor, temer a la muerte, temer al placer, temer a la locura, temer a la verdad. Y así, generación tras generación, aprendimos a vivir con miedo como quien hereda una casa llena de goteras y decide poner cubetas en lugar de arreglar el techo.

El miedo es el sentimiento más democrático del mundo. No distingue entre ricos y pobres, ateos y creyentes, intelectuales y analfabetos. Es la sombra que nos sigue a todas partes, el peso invisible en el pecho, la voz que susurra en las noches más silenciosas: «Y si todo lo que crees sobre ti mismo es mentira?» Pero, en una sociedad que glorifica el control, la seguridad y la previsibilidad, admitir que se tiene miedo es un acto de vulnerabilidad que pocos están dispuestos a permitir. Por eso lo disfrazamos. Lo escondemos detrás de diagnósticos modernos, lo cubrimos con hiperactividad, con distracción, con consumo. Nos convencemos de que el miedo es un error del sistema, algo que debe corregirse o ignorarse, cuando en realidad es la señal más humana que tenemos.

Y así, sin más preámbulos, aquí está el manual exprés (inspirado claramente en las «instrucciones» de Julio Cortázar) para vivir con miedo sin morir en el intento. Léanlo con atención, porque sin duda ya están aplicándolo sin saberlo.

Instrucciones para vivir con miedo (y hacerlo con estilo)

1.- Ubique el miedo correctamente. No se vaya a confundir con el susto momentáneo o la paranoia social. El miedo del que hablamos es ese zumbido en el pecho a las tres de la mañana, ese temblor sutil cuando alguien le dice “tenemos que hablar” o cuando siente que su vida es una fotocopia de sí misma.

2.- Niegue que tiene miedo. Este paso es crucial. La gente decente no dice «tengo miedo», dice «ando estresado», «es que así soy», o la mejor de todas: «es la edad». Hay que camuflar el miedo como síntoma de algo menor. Es un arte.

3.- Coloque el miedo en el lugar equivocado. No lo asocie con su infancia, con ese padre ausente o esa madre sobreprotectora. No lo vincule con su primer rechazo o con aquella vez que se enteró de que nadie es indispensable. Mejor diga que es culpa de la inflación, de Putin, de la IA, de los astros o del cambio climático. O una clásica mexicana: «¡Todo es culpa de Calderón!». Sonría y siéntase moralmente superior (hay quien le funcionó por años y a la fecha).

4.- Romantice su miedo. Llámelo «mi sensibilidad especial» o «mi mente inquieta». Jamás diga que es terror existencial puro, eso es vulgar y demasiado honesto. Mejor léase a Bukowski o a Murakami y cite frases al azar sobre almas rotas. Pero si quiere ser más profundo, trate de conciliar ideas que leyó vagamente en un meme de aquellos donde sale el Joker, eso le dará más caché.

5.- Cree rituales para distraerse. Cada vez que el miedo se asome, prenda una pantalla. Netflix, TikTok, Tinder o cualquier cosa que le haga creer que está conectado al mundo. Como decía Zygmunt Bauman, “la cultura líquida no cultiva recuerdos, sólo el olvido”. Haga del olvido un hábito. Olvídese de sus problemas… olvídese que por ello después querrá no haber olvidado eso.

6.- Vaya a terapia/análisis, pero como quien va a un spa. No busque entender su miedo, busque validación. Si el terapeuta/analista le confronta, acúsele de ser tóxico o poco empático. Mejor cambie de terapeuta/analista hasta encontrar uno que le diga lo que usted quiere oír. ¡Esos son los mejores!

7.- Si todo falla, haga del miedo una identidad. Diga que es “un alma compleja, incomprendida, con mucha ansiedad social y un TDAH autodiagnosticado en TikTok”. Recuerde: mejor ser una víctima fashion que un adulto responsable.

Un arte conceptual y simbólico que representa el miedo y la auto-reflexión

Fuera de las instrucciones

Pero, y esto no estaba en las instrucciones, resulta que el miedo es más sabio de lo que parece. Es un maestro incómodo. Como decía Rilke: «Lo terrible es, a fin de cuentas, sólo aquello que nos exige transformar nuestra vida». El problema nunca fue el miedo. El problema es que hemos sido educados para huir de él. Nadie nos enseñó a mirarlo de frente, a preguntarle qué quiere, qué necesita, qué intenta mostrarnos. En su Seminario X, Lacan advertía que «el deseo está estructurado en torno a la falta», y el miedo no es otra cosa que el eco de esa falta.

El diván enseña que el miedo no es el enemigo. El miedo es el mensajero. Viene a avisar que hay una herida abierta, un deseo oculto, una verdad pendiente. El miedo es el timbre de la puerta. Y nosotros, en lugar de abrirla, fingimos no estar. Lo que realmente da miedo no es el miedo en sí, sino la verdad que lo provoca. Porque como decía Simone Weil: «Sólo el que ha mirado cara a cara la necesidad absoluta puede conocer la verdadera libertad».

Después de esto, ¿qué les parece si dejamos otras instruccione que nos ayuden, realmente, con este tema?

Instrucciones honestas para atravesar el miedo (y no sólo maquillarlo)

1.- Nombre su miedo. Rilke decía: “Lo terrible es sólo aquello que nos exige transformar nuestra vida.” Llámelo por su nombre: miedo al abandono, miedo al fracaso, miedo a ser visto tal cual es. Póngale nombre y apellidos. El lenguaje crea realidades.

2.- Escúchelo sin huir. El miedo tiene una historia que contar. Es la memoria viva de cada herida no atendida. “I got this feeling on a summer day when you were gone…” (Tuve este sentimiento el día de verano que te fuiste), canta Tove Lo. El miedo es el eco de todos los «when you were gone» (cuando te fuiste) que hemos vivido.

3.- Cuestiónelo. No todo miedo es una advertencia válida. Muchos son relatos heredados. Como escribió Jeanette Winterson: “We are all stories in the end” (Al final todos somos historias). Pregúntese: ¿este miedo es mío o es de alguien que me educó a su imagen y semejanza?

4.- Atrévase a estar solo. Sin pantalla, sin ruido, sin scroll infinito. Como diría Blaise Pascal, “toda la desgracia de los hombres proviene de no saber permanecer en reposo en una habitación”. Siéntese con su miedo. Mírelo a los ojos. Lo que teme podría ser una versión suya pidiendo ser escuchada.

5.- Entienda que el miedo es amor disfrazado. Tememos perder lo que amamos. Tememos no ser amados. Tememos que nos falte el amor propio para sostenernos si nos dejan. Como cantaba Florence Welch: “You can’t carry it with you if you want to survive” (No puedes llevarlos contigo si quieres sobrevivir). Hay que soltar. Y soltar da miedo. Pero quedarse duele más.

6.- No busque eliminarlo, aprenda a convivir con él. Como decía Yalal ad-Din Muhammad Rumi: “El miedo es el carcelero de la verdad”. Y como decía Leonard Cohen: “Hay una grieta en todo, así es como entra la luz”. No busque ser invulnerable, busque ser honesto.

7.- Acepte que no hay garantías. El miedo quiere certezas. Pero la vida es incertidumbre. “Nobody said it was easy” (Nadie dijo que fuera fácil), nos lo recordó Coldplay. Estar vivos es aceptar la intemperie.

8.- Hágase responsable. Viktor Frankl lo dejó claro: “Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio. En ese espacio reside nuestra libertad”. El miedo existe. Pero qué hacemos con él es nuestra responsabilidad.

Platiquemos

No olviden compartir sus respuestas, la idea al final es que podamos estar juntos en esto, poder trabajar en soluciones que ayuden a todos. Les dejo las preguntas finales:

-¿Cuántos de sus miedos son realmente suyos y cuántos se los heredaron?

-¿Quiénes serían si el miedo no dictara sus decisiones?

-¿Qué conversaciones tienen consigo mismos que siguen postergando?

-¿Qué prefieren: la incomodidad de mirarse de frente o la comodidad de seguir distraídos?

-Si sus miedos hablaran con la voz de sus infancias, ¿qué historias les contarían?

-¿Tendrán el valor de abrir esa puerta, o seguirán esperando que alguien más lo haga por ustedes?

El lenguaje de las sombras

«Hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el inconsciente dirigirá tu vida y tú lo llamarás destino»
— Carl Gustav Jung

Queridos(as) lectores(as)

Nos han enseñado a temer a la oscuridad. Desde niños, nos dicen que el monstruo está bajo la cama, que las sombras ocultan amenazas, que lo que no comprendemos debe ser evitado. Y así crecemos: con miedo a lo que no podemos ver, con miedo a lo que no queremos reconocer de nosotros mismos.

Carl Gustav Jung llamó la sombra a ese lado de nuestra psique que reprimimos, lo que negamos o rechazamos de nosotros mismos. Pero, ¿y si el problema no es la sombra en sí, sino nuestra resistencia a mirarla de frente? Hay que tener presente que muchas veces el miedo nos domina sin entender el porqué de ello. Pensemos en el siguiente ejemplo: vamos a un parque de diversiones y nos encontramos con la atracción más importante, la famosa montaña rusa. ¿Qué nos da miedo? ¿Nos impone como tal la estructura? En algún momentos podríamos pensar que sí, sin embargo, nunca falta el amigo o familiar curioso que nos pregunta por qué no nos queremos subir. Y las respuestas florecen: me da miedo la altura, qué tal si esa cosa se cae, me da miedo la velocidad, etc. ¿Qué pasaría si la respuesta fuera algo menos esperado? Que dijéramos «tengo miedo de que me guste».

Las sombras no son el enemigo

La sombra no es maldad, no es un castigo ni una condena. Es simplemente lo que hemos ocultado por miedo, vergüenza o porque la sociedad nos enseñó que ciertas emociones y deseos no deberían existir en nosotros. La ira, la envidia, el resentimiento, incluso la tristeza… todo lo que intentamos reprimir se convierte en una fuerza latente que, si no la integramos, termina controlándonos desde las sombras. Pero integrar la sombra no significa darle rienda suelta ni justificar cualquier impulso. Significa reconocer su existencia, escuchar lo que tiene que decirnos y, en lugar de permitir que nos domine, aprender a dialogar con ella.

Uno de los mejores ejemplos literarios de la sombra es El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886) de Robert Louis Stevenson. El Dr. Jekyll, un hombre respetable y virtuoso, reprime sus impulsos más oscuros hasta que encuentra una manera de separarlos en la figura de Edward Hyde. Pero en lugar de integrarlos, Jekyll los divide radicalmente, negando por completo su lado oscuro. El resultado es desastroso: Hyde se convierte en una criatura incontrolable, una sombra que actúa sin límites ni conciencia. Y cuando Jekyll trata de volver a su vida de rectitud, se da cuenta de que ha perdido el control. Su sombra ha tomado vida propia.

Stevenson se adelantó a Freud y a los demás psicoanalistas en la propuesta de la psique estructurada. Este relato es una advertencia sobre lo que ocurre cuando rechazamos nuestra sombra en lugar de aceptarla. Jekyll no era un hombre malvado, pero su incapacidad para reconciliar su propia dualidad lo llevó a la ruina. Stevenson nos muestra que la sombra no es peligrosa por existir, sino por ser negada hasta el punto de desbordarse. En la vida real, no necesitamos una pócima para desatar a Hyde: basta con ignorar nuestras emociones, nuestras contradicciones, y dejarlas acumularse hasta que nos dominen.

La sombra en la literatura

La literatura está llena de personajes que luchan con sus sombras, algunos con éxito, otros no tanto. Raskólnikov en Crimen y castigo (1866-7) de Dostoievski: un hombre que cree poder justificar un asesinato con su teoría del “hombre extraordinario”. Pero su sombra lo atormenta hasta que finalmente encuentra redención al aceptarla y entregarse a la verdad. Heathcliff en Cumbres Borrascosas (1847) de Emily Brontë: un personaje que, en lugar de enfrentar su sombra, se deja consumir por ella, convirtiéndose en un ser cruel y vengativo. Su historia es un ejemplo de lo que ocurre cuando el dolor no se procesa, sino que se alimenta hasta convertirse en obsesión.

Pensemos también en cómo autores como Jorge Luis Borges plasmaron cosas como su espejo inquietante: En cuentos como El otro (1972) o El Aleph (1949), el escritor argentino juega con la idea de la identidad y la dualidad del ser. Nos muestra que, a veces, el verdadero terror no está en lo externo, sino en la imagen que nos devuelve el espejo. Y, claro, no podíamos dejar de mencionar la obra culmen de Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) , con la dualidad separada de Víctor Frankenstein y su monstruo. La criatura creada por el científico es, en cierto sentido, su sombra personificada. Representa todo lo que el doctor quiso evitar: el miedo al fracaso, la responsabilidad de sus actos y el rechazo a lo desconocido. Pero, en lugar de enfrentarlo, lo abandona, y el monstruo se convierte en una fuerza destructiva que amenaza hasta a su creador y a su familia.

Un encuentro con uno mismo

La sombra es un maestro silencioso. Nos muestra lo que no queremos aceptar, nos obliga a enfrentarnos con nuestras contradicciones y, si tenemos el valor de mirarla con honestidad, nos guía hacia la autenticidad. «Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz, sino haciendo consciente su oscuridad», diría Jung. Todos hemos sentido rabia alguna vez. Todos hemos envidiado, deseado el fracaso de alguien, experimentado emociones que nos hicieron sentir culpables. Pero, ¿qué pasaría si en lugar de negarlas, nos preguntamos por qué están ahí? La rabia nos habla de injusticias que no hemos sanado. La envidia nos muestra lo que secretamente deseamos pero no nos permitimos buscar. El miedo nos advierte de lo que no hemos enfrentado. Cada emoción reprimida tiene un mensaje. Escucharla es el primer paso para transformarla. La paradoja es que, mientras más intentamos alejarnos de la sombra, más poder le damos sobre nosotros. Pero cuando la aceptamos, cuando la traemos a la luz y aprendemos a integrarla en nuestra vida, deja de ser una amenaza. Es como entrar a un cuarto oscuro: al principio, todo parece aterrador. Pero cuando encendemos la luz, nos damos cuenta de que lo que nos asustaba no era más que nuestra propia imaginación proyectada en las sombras. La verdadera libertad comienza cuando dejamos de huir de nosotros mismos.

Si aprendiéramos a hacer las paces con nuestra sombra, nos permitiríamos vivir con más ligereza. No desde la culpa ni el juicio, sino desde la comprensión de que somos seres completos: luz y oscuridad, virtudes y defectos, errores y aprendizajes. La sombra no es un enemigo. Es un reflejo de lo que aún no hemos comprendido de nosotros mismos. Y al final, no se trata de vencerla, sino de integrarla. Dejar de temerle y convertirla en parte del camino. Aquí es donde las palabras de Friedrich Nietzsche nos hacen completo sentido: «Y cuando mires largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.» Sí, el abismo nos mira. Pero también podemos mirar de vuelta. Y cuando lo hacemos con valentía, descubrimos que no está ahí para devorarnos, sino para mostrarnos que la luz, la verdadera luz, sólo se encuentra cuando dejamos de huir de la oscuridad.

Platiquemos

He decidido agregar esta nueva sección en ésta y en las futuras entradas y/o encuentros, de modo que ustedes y yo podamos tener un diálogo sobre lo que acabamos de compartir. Sería fascinante que se den el tiempo de contestar en comentarios de la entrada. ¡Los leeré con muchísimo gusto!

  1. ¿Han sentido que alguna vez su sombra ha tomado el control de sus decisiones o emociones? ¿Cómo lo manejaste?
  2. ¿Qué aspectos de ustedes mismos(as) han reprimido por miedo o por presión social? ¿Cómo creen que podrían reconciliarse con ellos?
  3. En la literatura y el cine, hay muchos personajes que luchan con su sombra. ¿Qué historia o personaje les ha hecho reflexionar sobre este tema?

El peso de la ingratitud

«Hacer beneficios a un ingrato es lo mismo que perfumar a un muerto».

-Plutarco

Queridos(as) lectores(as):

Todos, en algún momento, hemos sentido la herida de la ingratitud. No hay dolor más silencioso que el de dar sin recibir, el de entregar con el alma y encontrar sólo indiferencia. La ingratitud no sólo nos deja con las manos vacías, sino que también nos confronta con la pregunta: ¿vale la pena seguir dando? La Historia, la Filosofía, el Psicoanálisis y el arte han explorado este sentimiento desde múltiples ángulos, y hoy nos adentraremos en esta reflexión para comprenderla mejor y, tal vez, encontrar un modo de sanar.

Esta encuentro lo hago en respuesta a Carolina, quien escribe desde Ecuador. Espero que esto que estamos por desarrollar sea una manera de entender que el mundo está lleno de ingratitud, que hay muchas personas que incluso se ofenden y se indignan cuando se les muestra su actitud egoísta. Es de lo más común. Sin embargo, no hay que persistir en la idea de seguir haciendo lo correcto. Así que me imagino que ya intuyen cuál será mi respuesta/apuesta al final.

Una visión filosófica

El estoicismo nos enseña a liberarnos de la expectativa del reconocimiento. Séneca, en De Beneficiis (De los beneficios, 56-62 d.C.), nos advierte: «Ningún bien se pierde si lo hemos dado por generosidad y no por deseo de reconocimiento». Para los estoicos, dar es un acto que debe nacer de nosotros, sin esperar nada a cambio. Pero ¿cómo resistir el dolor de la indiferencia? La clave estoica es ver el acto de dar como un reflejo de nuestra propia virtud, no como una transacción esperando una respuesta. Sin embargo, es natural que eso de «hacer sin esperar» si bien no es que sea imposible, pero sí muy complicado, porque en la gran mayoría de las veces estamos esperando aunque sea un «gracias» o un por lo menos una sonrisa. La virtud es como el cuerpo: debe ejercitarse.

Friedrich Nietzsche nos ofrece una perspectiva distinta en Zur Genealogie der Moral (Genealogía de la Moral, 1887): «El resentimiento es el veneno de los que esperan gratitud». Para el filósofo alemán, la ingratitud duele porque el ser humano tiene una tendencia natural a buscar validación. Pero si logramos trascender esa necesidad, alcanzamos la verdadera fortaleza. Aquellos que son ingratos pueden verse como esclavos de su propia debilidad, mientras que quienes logran superar la necesidad de reconocimiento encuentran una libertad real. ¿Pero de qué libertad está hablando Nietzsche? Podríamos forzar un poco la respuesta, pero estaría hablando de la libertad de cargar con cosas que no nos corresponden (más).

Por otro lado, Simone Weil nos muestra que la ingratitud también es una falla de la sociedad. En L’Enracinement (Echar raíces, 1949) nos dice: «El mayor sufrimiento no es el hambre, sino el ser invisible para los demás». La ingratitud es, en muchos casos, la negación del otro, el acto de borrar su existencia en el momento en que ya no es útil. En una sociedad que premia lo inmediato y descarta lo que ya no le sirve, la ingratitud se ha convertido en una moneda de cambio. ¿Acaso no parece que el ingrato actúa de una manera tal que pareciera que todos estamos obligados a responder a sus necesidades casi de manera obligatoria? Esa visión del otro como un ser que atiende es quizá uno de los puntos que más pueden calar en la identidad de las personas cuando se preguntan «¿y yo cuándo?».

La ingratitud desde el diván

Bajo la mirada inquisitiva de Sigmund Freud, la ingratitud puede vincularse con la pulsión de muerte, es decir, ese «impulso» inconsciente que nos lleva a rechazar lo que nos hace bien. Freud escribe en Jenseits des Lustprinzips (Más allá del principio del placer, 1920): «Los seres humanos no pueden aceptar plenamente el amor sin que la sombra de la destrucción lo amenace». A veces, la gente no agradece porque reconocer el bien recibido implicaría aceptar su propia fragilidad. La gratitud implica una cierta sumisión psicológica, y hay quienes no pueden tolerar esa idea. El miedo, socialmente generado, a sentirse indefensos o vulnerables es por mucho uno de los que más perjudican la vida de las personas. Esa idea de «si me muestro débil, me harán daño», incubada desde las más tiernas infancias con mandatos poco oportunos, genera una carga muy pesada y ésta ocasiona que las acciones se vuelvan cada vez más complejas en las relaciones humanas.

Melanie Klein, en su teoría sobre la envidia desarrollada en Envy and gratitude (Envidia y gratitud, 1957), explica que la ingratitud puede ser una forma de negación: «El niño que no puede aceptar el amor de su madre destruye simbólicamente el vínculo». La ingratitud, en muchos casos, no es sólo olvido, sino rechazo activo. Hay quienes, incapaces de tolerar la deuda emocional, optan por borrar todo rastro de lo que han recibido. Aquí habría que preguntarnos qué es lo que genera esa incapacidad o rechazo. ¿Qué se viene arrastrando?

Más adelante, Jacques Lacan nos advierte que el deseo humano es insaciable. Nunca nos sentimos completamente llenos, por lo que muchas veces no agradecemos porque siempre estamos esperando algo más. En Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse (Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, 1964), afirma: «El deseo del ser humano es el deseo del otro». La gratitud exige detenerse y reconocer lo recibido, algo que la estructura del deseo a menudo nos impide hacer. ¿Cómo podemos agradecer algo que no sabemos por qué lo queríamos o necesitábamos? Si atendemos la mímesis del deseo, que nuestro deseo es el deseo del otro, es entendible que entremos en conflicto cuando realizamos el deseo y caemos en cuenta de que en realidad no era algo que habíamos querido.

La ingratitud lastima de maneras diversas

El retrato literario

Fue Fiódor Dostoievski quien, en Prestupléniye i nakazániye (Crimen y castigo, 1866-77), nos muestra a Raskólnikov, un hombre que ayuda, pero termina sintiéndose vacío y culpable. Nos recuerda que a veces, la ingratitud no es sólo del otro, sino también de nosotros mismos cuando no aceptamos nuestro propio valor. En esta novela, vemos cómo incluso la culpa puede convertirse en una forma de rechazo de la gratitud. Anlicemos esta frase de la novela: «Se habituó a la idea de que los hombres, en general, se inclinan por la ingratitud, basándose en que, aun cuando alguien sea excesivamente generoso con ellos, en el fondo no se lo perdonan». Esta frase refleja la visión pesimista de Raskólnikov sobre la naturaleza humana, sugiriendo que la ingratitud no es sólo un acto de olvido, sino también una forma de resentimiento hacia quien da sin esperar nada a cambio. Es una idea que encaja con su teoría del «hombre extraordinario» y su justificación para el crimen, pues ve en la sociedad una estructura donde la bondad no siempre es recompensada.

León Tolstói, en Smert Ivana Ilichá (La muerte de Iván Ilich, 1886), nos muestra la indiferencia de la familia ante el sufrimiento del protagonista. «Toda su vida había sido como debía ser… Pero de pronto le vino la idea: ‘¿Y si mi vida, en realidad, no ha sido como debía ser?'». La ingratitud también es el abandono. La historia nos revela cómo la sociedad construye vidas vacías y cómo las relaciones personales pueden convertirse en pura apariencia. Iván Ilich, al final de su vida, descubre el vacío de una existencia guiada por lo que «debía ser» en lugar de lo que verdaderamente quería ser. Tolstói nos obliga a pensar en la manera en que los que nos rodean nos abandonan en nuestro error. Por eso es que debe existir la figura de alguien que nos oriente, haciendo una corrección fraterna a tiempo. Aunque, cuidado aquí: de nada sirve que nos hagan ver nuestro error si no hay humildad para reconocerlo y enmendar.

Por último, Anton Chéjov, en Vishniovy sad (El jardín de los cerezos, 1903-4), nos habla de cómo el pasado y los sacrificios son olvidados con facilidad. «Todo lo que amamos se convierte en un fantasma». La ingratitud puede ser el precio del tiempo, de una modernidad que no respeta la historia personal de los demás. Cuando amamos algo o a alguien, le damos un valor emocional enorme. Sin embargo, con el tiempo, incluso lo más amado puede desvanecerse, convirtiéndose en un fantasma de lo que fue. Esto aplica a las relaciones humanas: podemos ser profundamente importantes para alguien en un momento, pero con el tiempo, nuestra presencia o actos se diluyen en la memoria de los demás. Esto nos enseña que hay que saber valorar a las personas, las situaciones y las cosas en su justa dimensión.

¿Cómo viven la ingratitud?

  • ¿Alguna vez han sentido la herida de la ingratitud? ¿Cómo lo manejaron?
  • ¿Creen que la gratitud debería ser una expectativa o un regalo espontáneo?
  • ¿Cómo creen que la sociedad actual influye en la manera en que valoramos lo que recibimos de los demás?
  • ¿Tienen alguna canción, película o libro que refleje su experiencia con la ingratitud?

Déjenme sus comentarios, me encantaría leer sus perspectivas y generar un diálogo sobre este tema tan humano y universal.

Gracias por leer.

Soledad en la era digital

«Estar juntos pero solos»

-Sherry Turkle

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en un mundo hiperconectado, donde un mensaje de WhatsApp puede viajar miles de kilómetros en segundos y las redes sociales nos permiten «compartir» momentos en tiempo real. Sin embargo, nunca hemos estado más solos. Sherry Turkle, en Alone Together: Why We Expect More from Technology and Less from Each Other (2011), advierte que las nuevas tecnologías nos han hecho confundir conexión con intimidad. La conversación ha sido sustituida por la mensajería instantánea, donde los tiempos de respuesta, los «visto» y las reacciones sustituyen la profundidad del diálogo.

Desde el psicoanálisis, Freud hablaba del individuo y cómo, al vivir en sociedad, debe reprimir sus deseos y emociones más profundas. En la era digital, esto se multiplica: presentamos una imagen editada de nosotros mismos, dejando fuera los aspectos más humanos como el dolor, la tristeza y la vulnerabilidad. ¿Cómo podríamos construir relaciones genuinas si constantemente estamos administrando nuestra «marca personal»? En su libro, El malestar en la cultura (1928), nos dice: «La felicidad en el sentido restringido del término solo es posible en contraposición con el sufrimiento. La vida social nos exige renunciar a impulsos que nos son propios, y en ese sacrificio se encuentra nuestra frustración».

El miedo al silencio y la incapacidad de estar con uno mismo

Uno de los grandes problemas de nuestra época es la incapacidad de estar solos sin estímulos externos. Todo el tiempo buscamos algo con qué distraernos: redes sociales, series, música, mensajes. El silencio se ha convertido en un enemigo. Hannah Arendt, filósofa alemana, nos vería de reojo y sentenciaría: «La soledad es la condición humana. Cultívala». Para Hannah Arendt, la verdadera soledad no es la ausencia de compañía, sino la incapacidad de tener un diálogo interno. Es en la introspección donde realmente nos encontramos con nosotros mismos, pero en un mundo donde todo es inmediato, ¿cómo podríamos detenernos a pensar y sentir? En su libro, La condición humana (1958), Arendt nos explica que «el pensamiento comienza en la soledad, cuando nos distanciamos del ruido del mundo y nos enfrentamos a nuestra propia conciencia«.

Freud también abordó el tema de la evitación del vacío. Desde su perspectiva, la mente busca placer y huye del displacer. Si el silencio nos incomoda, si estar con nosotros mismos genera angustia, es porque hemos aprendido a huir de nuestras propias emociones. Me he topado varios casos en los que las personas no pueden, no toleran, estar en silencio. Cayendo entonces en una desesperada respuesta: hacer ruido, sea como sea. «El ruido como un inquietante y necesario acompañante», diría un paciente. Lo llamativo aquí es que hay ocasiones en que incluso irrumpen de manera directa, y hasta grosera, con el silencio de otros. Pienso en un amigo, que sin importarle que esté yo escribiendo o leyendo, por esa necesidad desesperada de interacción, demanda mi atención al mostrarme algo en su celular o compartirme algo que quizás no es para mí de importancia o interés. ¿Pero qué importa? Hay que satisfacer esa demanda sea como sea, porque la angustia es insufrible.

El culto al «yo» y la soledad como alienación

El auge del individualismo nos ha llevado a creer que ser autosuficientes es un valor absoluto, pero ¿realmente lo es? Erich Fromm, en El arte de amar (1959), advierte que en la sociedad moderna la independencia ha sido llevada a un extremo tal, que hemos perdido la capacidad de vincularnos con los demás. Nos aislamos en la idea de que «nadie nos merece», en la necesidad de validación digital y en la obsesión por demostrar que somos exitosos sin necesitar a nadie. Pero Fromm nos recuerda: «Si el hombre es incapaz de construir un puente hacia el otro, se condena a sí mismo a la soledad». Un amigo me decía que «los valores no existen, sólo en la bolsa». Claramente lo decía con ironía. Ciertamente estamos atrapados en una manera de vivir en la que el individualismo nos consume de una manera desmedida. Y es que es muy común que confundamos las nociones. «La independencia no es aislamiento. El amor es la superación de la separación humana», recalca Fromm.

Zygmunt Bauman, por su parte, en Amor líquido (2003), analiza cómo las relaciones humanas han perdido solidez y se han vuelto reemplazables. En la era digital, las personas son «descartables», los vínculos frágiles y las conexiones efímeras. No nos damos el tiempo de profundizar en los otros porque la inmediatez nos ha enseñado que todo es reemplazable, incluso el amor y la amistad. Hay prisa. No hay tiempo. Conocer al otro es algo todavía más riesgoso: implicaría tener que conocerme bien, o al menos intentarlo. ¿Qué pasaría si el otro me pregunta genuinamente sobre mí? En una ocasión, charlando con una amiga vía Whatsapp, le dije: «Ya no me hables de tus problemas y frustraciones. Cuéntame sobre ti». Y la respuesta fue automática: «No hay nada que decir». ¿Y los sueños, los gustos, los miedos, las vivencias del día a día, etc.? Me parece que al momento en el que se pone sobre la mesa de la conversación algo que limita al sujeto en su satisfacción inmediata, pongamos por ejemplo la queja, hace que una barrera se alce entre los interlocutores y no haya otra posibilidad. Bauman agrega: «Las relaciones humanas se han convertido en productos de consumo, desechables cuando ya no producen satisfacción inmediata».

El diván en tiempos de redes sociales

En el espacio psicoanalítico, el silencio tiene un valor fundamental. Mientras que el mundo exige respuestas rápidas, en el diván el tiempo se detiene y se permite el pensamiento sin presión. El filósofo francés, Roland Barthes, hablaba del lenguaje como un acto de amor, donde el significado real no siempre está en lo que se dice, sino en lo que se deja entrever. En su libro, Fragmentos de un discurso amoroso (1977), Barthes nos dice: «En un mundo de constantes interacciones, pocos se detienen a escuchar«. Hoy por hoy es más que notorio que la demanda individual exige la escucha del otro, pero no hay espacio para una demanda empática de también escucharlo. Las constantes interrupciones durante una charla, el no dar su espacio y tiempo al tema que el otro está compartiendo, arremeter con algo que no tiene nada que ver y advertir en forma de disculpa «perdona, antes de que sigas, un paréntesis», son muestra de ello.

En un mundo donde todo se comparte en redes, nos olvidamos de que hay cosas que no necesitan ser vistas para ser reales. Muchas veces, la verdadera conexión se encuentra en lo invisible: en una mirada sincera, en el tiempo que se dedica a escuchar, en el acto de estar presentes. «El amor no se dice, se muestra en la espera, en la escucha, en el cuidado», nos anima Barthes. Es curioso cómo lo que antes podría ser visto como una falta de educación, hoy no es otra cosa sino la imposición narcisista de la inseguridad personal. Mi amigo tenía razón en su ironía: los valores no existen. Y es que estamos haciendo que no existan. Las demandas constantes no está balanceados con lo que ofrecemos al otro. Es exigir sin dar. Reclamar sin ofrecer. No es de sorprender que la gente se termine cansando. Que limite sus interacciones. «¿De qué sirve que cuente si no me escuchan?». Y a pesar de ello, la resistencia a ir con el psicoanalista no cede. Porque incluso en eso hay una demanda: yo merezco que me escuchen, pero a mi modo, a mi manera, cuando yo quiera. Pero los pretextos son otros a la hora de afrontar la posibilidad de una terapia, de un análisis, etc.

La soledad como posibilidad

La soledad no es el problema. El problema es la incapacidad de abrazarla como un espacio de introspección y crecimiento. Nos han hecho creer que estar solos es un fracaso, cuando en realidad es una oportunidad. La era digital nos ha quitado la paciencia, el silencio y la intimidad, pero no estamos condenados a ello. Podemos recuperar la capacidad de conversar, de escuchar y de estar realmente presentes en nuestra vida y en la de los demás.

Porque, como decía Arendt, «la soledad no es ausencia de compañía, sino la capacidad de dialogar con uno mismo». El problema surge cuando decimos: «no tengo nada interesante que contar». Me voy asumiendo poco o nada interesante. Alguien más. Una vida cualquiera sin valor. Sin chiste. Es así cuando la soledad negativa en verdad triunfa: no vale la pena frecuentar a esa persona. Qué aburrido. Qué pérdida de tiempo. Pero las redes sociales siempre estarán ahí para enmascararnos. Para culpar al mundo. Para no hacernos responsables.

Mandatos y rebelión

«La única forma de lidiar con un mundo sin libertad es volverse tan absolutamente libre que tu propia existencia sea un acto de rebelión».

-Albert Camus

Queridos(as) lectores(as):

Hace algunos ayeres, mi querido amigo, Paniel, tuvo la amabilidad de invitarme a dar una conferencia sobre el Psicoanálisis para sus alumnos de Psicología en la UPAEP (Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla) aquí en México. El subtítulo de la misma fue Una revolución antropológica. Desde hace mucho tiempo, me he sumado a las voces de aquellos que dicen que el psicoanálisis, en cierta medida, es una filosofía práctica. ¿Han escuchado alguna vez esa redundancia de «mi filosofía de vida»? ¿Por qué digo que es una redundancia? Porque la Filosofía en sí es un modo de vida, es algo antropológico como tal, surge del hombre y regresa al hombre. El hecho «ver la vida interior», esa profunda reflexión, ese cuestionamiento, nos obliga al análisis de lo que somos, lo que hacemos con ello, por qué no hacemos y demás, llegando a un acuerdo con el propio psicoanálisis. Es justo recordar que Sigmund Freud, quiso ser filósofo (fue alumno de Henri Bergson) pero su deseo mayor era poder casarse, por lo que estudió Medicina para convertirse en Neurólogo. Y de ahí hacia la fundación del Psicoanálisis.

En fin, no entraré en más detalles en esta ocasión. Pero, regresando al subtítulo de mi conferencia, el Psicoanálisis justamente genera una revolución antropológica, es decir, un cambio en la persona. Y es que uno de los mayores deseos del ser humano, sin lugar a dudas, es saber quién es. Pero no es fácil contestar si se plantea desde algo meramente relacional: es hijo de, hermano de, estudió tal cosa, es de tal lugar, etc. Una de las primeras demandas en la clínica es precisamente lograr encontrar autenticidad. Eso es innegable. Ahora, antes de continuar, quiero dejar muy en claro que esto es lo que yo he ido viendo con mi experiencia, y quizá muchos de mis colegas no estén de acuerdo. Y qué bueno, ya que eso brinda oportunidad de diálogo y de seguir aclarando las cosas. Todo esto sin descuidar un hecho: puede que nunca lleguemos a estar 100% de acuerdo, y en verdad lo celebro.

Lo que le decimos a los niños

Muchos profesionales de la salud mental estarán de acuerdo con Freud y su famosa frase de que «infancia es destino», es decir, lo que se vive en la infancia demuestra la importancia de las experiencias primarias y su impacto en el desarrollo de la persona (y de su neurosis). Más tarde, Santiago Ramírez, lo refuerza ya que para él la infancia imprime su sello en los modelos de comportamiento tardío del sujeto. Y no hay que ser expertos en el tema para caer con la evidencia de ello. En una charla, un amigo mío recurrió varias veces al uso de la palabra «mediocre» y a sus derivados. Pero, lo que llamó mi atención, es que esa palabra era constantemente algo que se decía a sí mismo. Un temor profundo por la mediocridad. Cada vez que la decía, era con un profundo desprecio, coraje y hasta odio en su expresión. Por lo que a la primera oportunidad le pregunté por qué decía tanto esa palabra y por qué le pesaba tanto. Cabe decir, antes de continuar, que en un momento él me compartió: «Si yo sigo en el trabajo en el que estoy en 2 años, seré un verdadero mediocre». Y, como lo he dicho, al hacerlo mostraba una negatividad tremenda. Sigamos. Fue entonces cuando me contestó que «mediocre» es algo que decían mucho su abuela y su madre. ¡Era casi un pecado ser mediocre! Y sí, este amigo lo demuestra constantemente, odia a profundidad esa palabra. Aunque es curioso, ya que ni su abuela ni su madre se referían a él porque lo fuera, sino que más bien le advertían: «No vayas a ser un mediocre». Aunque, aquí vamos a hacer otra nota, este amigo suele ser muy cruel con quienes él considera mediocres, ya que se refiere a gente que juzga así de una forma denigrante y terrible. El dolor se vuelve la herramienta sádica contra el otro, ya que cuando se burla del otro, se ve en su rostro un goce innegable.

Ahora bien, ¿será que ese mandato de la infancia realmente se vuelve su apoyo para salir adelante o más bien una auténtica pesadilla? En un momento masoquista, su recuerdo maternal le genera una cierta satisfacción de auto-complacencia al tratar de justificar que no está siendo un mediocre en su actual trabajo, exaltando todo lo que hace (que siendo honesto, es lo mínimo que se espera del trabajador) a tal punto que los demás «no son como él», y de ahí la burla hacia ellos. Pero el temor latente está ahí. ¿Qué pasará el día en que alguien le diga directamente «mediocre»? Lo mismo que pasa por ese doloroso recuerdo de su abuela y de su madre, sólo que ahora sí será él sentenciado por el mandato. Y de ahí la frustración, el dolor, la tristeza, el menosprecio y demás negatividad posible. Aunque, mientras tenga con quiénes compararse y poderse desquitar, por el momento será su dulce bálsamo. Sin embargo, como sabemos, ese tipo de defensas no terminan nunca bien.

Rebelarse contra los mandatos

Sapere aude! (piensa por ti mismo/atrévete a saber), es sin lugar a dudas otro mandato, pero justo y necesario. Cuando uno lo dice, no tiene la menor idea quién lo manda, pero en un ejercicio de reflejo del espejo, ese mandato nos lo decimos a nosotros mismos. Parte de del desarrollo y evolución de las personas, sin lugar a dudas, es la de cuestionar lo que antes le han hecho pensar, decir, hacer y, por supuesto ser. No olvidemos que eso es parte de la cultura. De nada nos sirve ir por la vida diciendo que somos algo que no sabemos por qué. La idea de la rebelión de uno mismo no es otra que la invitación de cuestionarse, aprender a discernir y a desafiar las cosas que simplemente no nos gustan, no nos parecen coherentes. En México al menos es muy común el legado familiar en cuanto a profesiones se refiere. El abuelo es médico, el papá también, el hijo, por tanto, «tendría que serlo». Y sí, en muchos casos las profesiones se recubren del talento que se hereda y claro que es algo bueno. Sin embargo, muchas veces, el ser por ser no es lo mejor. Como dice el dicho popular: las cosas ni a la fuerza. Es decir, forzar algo o a alguien, sólo genera problemas. Si la familia de médicos tiene a un integrante que le gusta, le apasiona, no sé, ser bailarín de ballet clásico como profesional, pues es lo que es. Pero eso muchas veces cuesta por los temores a no cumplir con las expectativas, de otros y propias. Eso es precisamente rebelarse contra uno mismo, contra sus miedos, contra sus dudas, sus hechos incluso. Probando un poco de todo puede que se encuentre lo ideal.

Tampoco se trata de rebelarse a lo idiota, poniendo la salud, la vida y la dignidad en riesgo. No podemos estar en el «adolescente» perpetuo que se niega a responsabilizarse, como muchos en la sociedad actual se encuentran: inconformes, quejumbrosos, caprichosos… adultos con su niño interior roto y frustrado. La rebelión en sí misma es algo que exige compromiso, que existe aceptación respecto a la responsabilidad de la decisión que se toma. Si nos equivocamos, pues nos equivocamos, hay que enmendar y seguir intentando. Regresando a la palabra «favorita» de mi amigo, la única mediocridad es el conformismo, de quedarse «agusto» en la zona de confort y nada más estar quejándose con una pose como si el mundo nos debiera todo. La mediocridad, del latín mediocris (medio, común, ordinario), está ligada al compuesto medius (medio, central, intermedio) y ocris, palabra de origen arcaico que puede significar montaña o peñasco. «El que se queda a la mitad de la montaña». Pensemos, el sujeto no quiere seguir hacia arriba o regresar hacia abajo, se queda ahí, sin hacer más. Pero ve que otros sí suben o que otros se regresan, y sólo los critica, los envidia o anhela un día ser como ellos, nada más que no dice cuándo con exactitud. La queja es un recurso para lidiar con la realidad que no nos gusta, pero no hacer nada más… eso sí es mediocre. ¿Qué ha hecho mi amigo entonces con tanta queja? Perpetuar el mandato de su infancia de manera tajante e irse identificando de manera inconsciente (a veces me atrevería a pensar que bastante consciente) con ello. ¿Qué será lo que realmente odia? Se lo dejo a ustedes…

Los medios y la depresión

«Las acciones nobles y los baños calientes son las mejores curas para la depresión».

-Dodie Smith

Queridos(as) lectores(as):

En estos últimos días he estado participando activamente en varios análisis y debates políticos respecto a las posturas del Presidente de EEUU, Donald Trump, que han causado revuelo y logrado acrecentar los temores de inspiración ultraderechista en distintos países. De hecho, ¿cómo olvidar aquel gesto que hizo Elon Musk que hizo pensar en el antiguo saludo nazi? Las exaltaciones ideológicas están a flor de piel y muchos son los discursos que en buena medida «justifican» lo que está pasando. En fin, no entraremos en detalles sobre eso en esta ocasión. Pero sí me gustaría centrarme en el tremendo impacto que los medios de comunicación tienen en las personas, sobre todo en estos días llenos de vacío e incertidumbre. ¿Vacío? Sí, cada vez es más notorio el tremendo vacío de identidad y sentido en las personas. Cada vez es más y más tangible cómo la gente repite y repite lo que otros dicen sin siquiera ponerse a reflexionar al respecto: hoy es más fácil que otros piensen por nosotros. Y cuando se entra en un confrontamiento, la carencia de argumentos válidos es más que evidente. Los medios están cultivando cada vez más y más personas que se niegan al famoso lema de la Ilustración: sapere aude! (¡atrévete a saber, piensa por ti mismo!). El pensamiento crítico está en crisis.

Pero, ¿cómo puede ser que algunos mensajes que vemos constantemente en las redes sociales y demás medios de comunicación resulten tan perjudiciales si parecen con buenas intenciones? Hoy en día es muy común ver cómo redes sociales como Instagram exponen tantas realidades tan «positivas» que no faltan las cuentas donde los personajes (así es, no personas, porque al final de cuentas están contando una narrativa distinta) llamados influencers traten de convencer a sus audiencias sobre varias cosas. Desde la fanática del ejercicio que a la primera provocación se pone a ejercitarse sin importar dónde esté o qué esté haciendo, hasta aquel «experto en nutrición» que comparte lo que a él/ella le sirve para «vida sana» sin pensar en que los cuerpos son distintos; las redes sociales nos ofrecen mucho contenido que se aleja considerablemente de algo positivo, por mucho que pretendan demostrar que no.

Imposiciones mediáticas

Me llama la atención cómo es que enero se ha convertido en un mes donde la depresión es el GRAN TEMA. Y no es para menos, pensemos en el famoso Blue Monday (lunes azul, o forzado a «lunes triste/deprimente»), el cuál se considera el tercer lunes del mes de enero. Aunque tiene una raíz más bien económica, se ha vuelto una tendencia psicosocial que tiene efectos demoledores en muchas personas. Pensemos, por ejemplo, en la sugestión. ¿Qué es eso? Es la influencia psíquica que se ejerce el sobre alguien más para inducir procesos mentales, como ideas, emociones y acciones. Vamos a decir que uno va por la vida sin enterarse de qué es eso del Blue Monday, pero de repente escucha en la televisión, en la radio, lo ve en internet o en sus redes sociales algo al respecto. ¡El día más triste del mundo! Y el panorama de esa persona cambia por completo. El enterarse de algo que alguien más afirma sin más, debido a las inseguridades personales (e incluso al deseo inconsciente de querer encajar o formar parte de algo), mueve al sujeto en totalidad. Pasamos de la ignorancia a un estado depresivo. Alguien más pensó y dijo lo que tenía que hacer, y «fielmente» se acató la orden.

Esto me recuerda el llamativo inicio de la obra El mercader de Venecia (The Merchant of Venice, 1600) de William Shakespeare. Antonio, que es un mercader poderoso y muy rico, comienza compartiendo con sus amigos, Salerio y Solanio, que se encuentra muy triste: «La verdad, no sé por qué estoy tan triste. Me cansa esta tristeza, os cansa a vosotros; pero cómo me ha dado o venido, en qué consiste, de dónde salió, lo ignoro. Y tan torpe me vuelve este desánimo que me cuesta trabajo conocerme». Ante esta confesión, sus amigos tratan de dar respuesta a partir de lo que ellos sentirían estando en la situación de Antonio. Solanio aventura que quizá es que Antonio está enamorado, cosa que éste rechaza enérgicamente, por lo que Solanio arremete con quizá una de las «obviedades» más grandes de la Historia: «Entonces estás triste porque no estás alegre». Imaginemos si estos intentos de sugestionar a Antonio los aplicáramos de forma masiva, ¿qué logramos? Dudas y convencimientos impuestos. El silencio del malestar es algo muy común que le pasa a todos en algún momento, debido a no querer que se les diga algo a modo de reprenda o que hagan menos nuestros sentimientos, pero cuando este silencio «busca consuelo» en gente que «parece que tiene una vida mejor», la frustración y desilusión se hacen presentes a modo de afirmación tiránica: «lo que daría por ser/estar así». Dando paso a otra peor: «Yo nunca podría lograrlo». Claro está que habrá quienes se puedan inspirar, pero las circunstancias son muy diferentes entre cada uno de nosotros. Querer copiar al otro, una vez más, nos aleja de nuestra propia identidad.

Cuidar lo que vemos en las redes sociales

Hace unos días, mientras despejaba mi mente en Facebook, me topé con una publicación que compartieron en una página que sigo. He aquí:

«Estoy muerto. Cada mañana me despierto con un insoportable deseo de dormir. Visto de negro porque llevo luto por mí mismo. Llevo luto por el hombre que podría haber sido… Ya no sonrío. No tengo las fuerzas suficientes para hacerlo. Estoy muerto y enterrado. No tendré hijos. Los muertos no se reproducen. Soy un muerto que estrecha la mano de la gente en los cafés. Soy un muerto más bien social y muy friolento. Creo que soy la persona más triste que jamás he conocido».

Este texto pertenece al escritor francés, Frédéric Beigbeder (1965). Definitivamente es bastante deprimente su contenido. Una declaración que para nada sorprendente muchos se identifiquen con lo expresado. De hecho, y creo que ninguno de ustedes me dejará mentir, creo que lo que más nos llama la curiosidad en publicaciones chistosas, delirantes y deprimentes en redes sociales, son los comentarios. ¡Son auténticas joyas! Muchas veces celebramos la enorme creatividad de las contestaciones, pero en otras se nos hace un nudo en la garganta por lo que comparten. Y en este caso, no fue la excepción. Por resumirles todo lo que fui leyendo, podría decirles que «así me siento» es lo que más encontré. Tenemos que tener mucho cuidado con lo que nos topamos en las redes sociales, porque en verdad pueden ser muy perjudiciales para nuestra salud mental y, por tanto, para nuestra integridad. Durante la p(l)andemia de Covid-19, la demanda por series y películas sobre pandemias y exterminio creció a niveles preocupantes, por lo tanto, la ansiedad y depresión de las personas que pudieron pasarla confinadas. No es de extrañar que la novela de Albert Camus, La peste (1947) se vendiera como pan caliente.

No está mal que existan esos contenidos, lo que está mal es que nos alcancemos a identificar con algo que nos hace ruido de ellas y no hagamos nada para trabajarlo. Cuando la película Guasón (Joker, 2019) de Todd Phillips salió, muchos se sintieron identificados con el trágico personaje de Arthur Fleck (Joaquin Phoenix). Pero lejos de ir a buscar asistencia con profesionales de la salud mental, asumieron esa realidad como algo inevitable y sin esperanza de cambiar y quizá hasta sanar. Las audiencias sin capacidad crítica se están volviendo el gran mercado de muchas marcas que han entendido el poderoso uso de la sugestión. ¿Cuántos de nosotros no hemos comprado un producto sólo por la presión mediática y social? ¿Cuántos no hemos sucumbido a comprar «medicamentos» milagro que nos ayuden a bajar de peso? Y así le podemos seguir. Después de esto, ¿se les hace extraño que la depresión «esté ganando» la batalla diaria?

¿Será que tengo depresión?

Queridos(as) lectores(as):

Hoy, 13 de enero (2025), se conmemora el Día Mundial Contra la Depresión. Y vaya que se ha hecho demasiada consciencia al respecto en los últimos años, siendo las redes sociales las que más impulsan a las personas a no tener que vivir con este trastorno. Ésta no es la primera vez (y tal parece que tampoco la última) que hablamos sobre este tema en estos encuentros. Sin embargo, creo que en esta ocasión es preciso verlo desde otro lugar, desde uno «menos transitado». Si nosotros accedemos a Google y en su buscador ponemos «depresión», nos saldrán infinidad de páginas donde podremos informarnos y desinformarnos. Es muy común que debido a los efectos de la inmediatez en la que vivimos (querer todo en el momento) sea más «sencillo» abrir reels (videos cortos) de TikTok y/o de Youtube, mismos en los que salen personas dándose licencias para hablar sobre la depresión, y todavía peor, se atreven a dar «consejos» que pueden poner a sus auditorios en auténtico riesgo.

¿Pero cuál es ese lugar menos transitado del que hablo? De ustedes mismos. ¿Cómo? Sí. Aquí en Crónicas del Diván es común que ustedes me lean, donde les comparto reflexiones, anécdotas, Historia, Literatura, Filosofía, Psicoanálisis, etc. Después de todo es una página/blog de difusión. En otras ocasiones han encontrado cartas que escribo para ustedes. Ahora quiero hacer algo distinto, en sentido de poder ayudarles a empezar a identificar si es que están pasando por un cuadro de depresión, con la mejor intención de que acudan con profesionales de salud mental (psiquiatras, psicólogos, psicoanalistas) para poder atenderse y trabajar en las cosas que les tienen así. Recuerden: hablar con los amigos, la familia, etc., por supuesto que es bueno, porque son la primer red de apoyo, sin embargo, se requiere algo neutro para poder abordar las circunstancias de manera correcta, porque así evitamos caer, por un lado, en que nos den por nuestro lado («Sí, tú no estás mal, es que el mundo no te entiende») o que nos hagan sentir todavía peor.

A continuación, les dejo las preguntas (sean muy sinceros en contestarlas para ustedes mismos).

-¿Me cuesta trabajo concentrarme?

-¿Me cuesta dormir?

-¿Me despierto mucho?

-¿Las cosas ya no me apasionan como antes?

-¿Siento que los días siempre son lo mismo?

-¿Me cuesta relacionarme con los demás?

-¿Me relaciono demasiado con los demás?

-¿Inicio algo nuevo y al poco tiempo lo dejo?

-¿Busco quedarme más en casa en vez de salir con mis amigos?

-¿Me cuesta estar solo?

-Etc.

«Anciano en pena (En la puerta de la Eternidad), 1890, Vicent van Gogh

¿Se dan cuenta que son preguntas que se escuchan a diario en todas partes? La depresión no es estar «nada más tristes todo el tiempo». No, es algo que va más allá de eso. La falta de sentido, el desánimo, el cansancio constante, el dormir mucho y aún así no sentirnos bien, enfermedades constantes, estados de ánimo muy cambiantes, sentimientos de inferioridad, etc., son como le dicen red flags (banderas rojas) o alertas sobre lo que estamos pasando. Recuerden también que «es que me siento bien» muchas veces es una resistencia para no hablar las cosas y no hacerles caso. NO TIENE NADA DE MALO PEDIR AYUDA. Créanme que se pueden evitar muchas cosas que lamentar después. La depresión es algo demasiado común en nuestros días, y es que hay un exceso de factores que nos hacen sentir peor con el paso del tiempo. Muchas veces necesitamos un apoyo psicofarmacológico, que no es otra cosa que un tratamiento por unos meses a lo mucho, pero siempre es bueno acompañarlo con una psicoterapia. Los medicamentos NO SON LOS QUE CURAN, pero sí nos ayudan a sentirnos mejor. Sin embargo, mientras estamos con ese apoyo, es bueno poder hablar las cosas, decir las cosas que nos preocupan o que nos duelen, incluso muchas veces suele pasar que hay quienes no son capaces de hacer cosas que les dan felicidad y/o alegría porque existe un temor inconsciente. ¿Eso es posible? Por supuesto que sí.

Queridos(as) amigos(as), empecemos bien este 2025. Así como le dedicamos tiempo a nuestra salud física con la dieta y el ejercicio, así como le dedicamos tiempo a los demás, darnos el tiempo y la atención debida a nuestra salud mental es primordial. El ejercicio y una buena alimentación claro que nos ayudan a sentirnos bien, sin embargo, hay veces que no se hace realmente por salud, sino por vanidad. ¿Tener cuerpos definidos y sanos está mal? No, pero también hay inseguridades que se están moviendo en esos momentos y que no nos dejan en paz. En algún momento, un colega psicoanalista me preguntó mientras veíamos a unas personas haciendo ejercicio en el parque: «¿De qué estarán corriendo siempre?» Apuesto a que si son de los que acostumbran correr, ya les hizo eco esta pregunta. Y si no… la espinita ahí está.

Les abrazo y deseo que eso que están pasando en silencio, con la ayuda adecuada, puedan salir adelante de ello pronto y bien.

¡Nos leemos!

Recuerdos que duelen

«La nostalgia ya no es lo que era».

Queridos(as) lectores(as):

La frase con la que abro este primer encuentro del 2025 con ustedes, la he venido «masticando» desde hace una semana. ¿Qué significa? Primero antes que nada, debemos hacer énfasis en nostalgia. ¿Qué es? Vayamos a su etimología: viene de la palabra griega νόστος (nóstos), que significa «regreso» y de ἄλγος (álgos) que significa «dolor». Al unir ambas palabras, damos con «dolor de regresar». Pero, antes de seguir avanzando, tenemos que considerar que nóstos (regreso) surge como un recurso poético que se utiliza en lo relacionado a lo que implica «regresar a», o en otras palabras, «lo que hay en el proceso de vuelta». Ahora bien, tenemos un registro interesante en una tesis médica de 1688, en la que el estudiante de aquel entonces, Johannes Hofer, acuñó el neologismo «nostalgia» para describir la enfermedad que padeció tanto un estudiante como su sirviente, ya que cuando se encontraban lejos de su hogar, se encontraban en plena agonía, y no fue sino hasta que regresaron que «milagrosamente» recuperaron la salud.

Una vez visto lo anterior, veamos lo que es la nostalgia. La nostalgia es una emoción compleja que implica una cognición orientada al pasado y una mezcla de sentimientos. Se puede desencadenar al encontrar un olor, un sonido o un recuerdo familiar, al participar en conversaciones o al sentirse solo. De hecho, en México tenemos un caso deportivo que fue muy sonado durante años (y todavía lo es hasta la fecha). Popularmente se le conoce como «síndrome del Jamaicón», que surge del ex jugador José «Jamaicón» Villegas, una de las estrellas inolvidables del equipo Chivas del Guadalajara, del «Campeonísimo». Este jugador, que había ganado 8 títulos con el equipo tapatío, de indudable talento con la pelota, se «perdió» en la cancha, es decir, no demostró nada mientras participaba en la Copa Mundial de Suecia 58. ¿Razón? Aparentemente extrañaba la comida de su tierra (entre muchas otras cosas que se han dicho). Por muy «absurdo» que suene, la nostalgia es un factor que puede desestabilizar a cualquier persona. Pero, ¿por qué algo «momentáneo» parece ser una sentencia permanente?

Recuerdos que duelen

En la clínica psicoanalítica es muy común toparnos constantemente con la nostalgia personalizada en los pacientes. No es nada raro ni de extrañar. La nostalgia acompaña al ser humano por el simple hecho de que éste tiene memoria. «Nada como el pasado», dicen los abuelitos hoy en día, «nada como el ayer». Y la clave está precisamente en ese «nada». El ayer, el pasado, lo que fue, no es más, se ha «perdido en la nada». Lo único que lo mantiene «vivo» es el recuerdo de cada quien. Sin embargo, ¿qué pasa cuando el pasado no es recordado de la misma manera? Recordemos que la memoria no es perfecta, por mucho que nos acordemos de detalles, estos no son del todo ciertos o tal como fueron, por eso es que muchas veces recurrimos a la fantasía para rellenar esos «espacios» y, por qué no, maquillar los recuerdos. De hecho, muchos recuerdos son dolorosos, tristes o simplemente no son muy gratos, por eso es que se les maquilla para que «no suframos» por recordar. Aunque no lo logremos realmente…

La nostalgia por eso es que viene acompañada en varios casos de lágrimas y gestos que no coinciden con los que estamos recordando y compartiendo con los demás. Pienso, por ejemplo, en una amiga que «fascinada» me contaba sobre aquellos años en los que jugaba con sus hermanos cuando eran niños. Mientras ella me narraba sus vivencias, notaba cómo sus ojos se llenaban de lágrimas. ¿Qué te duele? -le pregunté, a lo que ella me contestó: «Nada, sólo es que recuerdo y me da tristeza». Antes de ello, cabe decir, me decía «no sabes cómo extraño lo mucho que nos divertíamos». Sí, es cierto, puede haber tristeza por el hecho de ya no poder hacer lo que se hacía antes, no todo es resistencia, pero había algo en su relato que no cuadraba, porque en otras ocasiones ella me compartía que por ser la más chica, y la única mujer, sus hermanos la «molestaban» cada vez que podían. Dejé reposar la pregunta que le hice por unos minutos sin hacer de nuevo mención, a lo que pasados unos minutos ella dijo: «Malditos, cómo les encantaba jugar rudo conmigo cuando yo les decía que eso no me gustaba». Los recuerdos encubridores terminan sucumbiendo ante la realidad que solemos negar. La nostalgia, por tanto, puede ser una acumulación de recuerdos que se debaten entre lo que fue, lo que quisimos que fuera y lo que terminamos por creernos. Pero como dice la sabiduría popular: no podemos tapar el sol con un dedo.

¿Está mal recordar?

No, por supuesto que no. Como todo en la vida, hay que saber cómo hacerlo, cuándo sí y cuándo no. ¿De qué nos sirve recordar de modo que nos duela hacerlo? Veamos, yo recuerdo a mi abuelita, y cuando lo hago digo cómo fue mi relación con ella. Cuando platico con algunos de mis primos, como he mencionado anteriormente, los recuerdos que tenemos con y sobre ella, son muy variados y muy distintos. Yo recuerdo a mi abuelita materna muy linda, tierna, cariñosa, sin dejar de tener ese peculiar caracter fuerte que sí tenía. Mientras que algunos de mis primos no recuerdan con la misma carga de afecto esas virtudes. «Nombre, mi abuela sí era ruda, su manera de mostrar su amor y cariño era a través de la comida». Notemos cómo incluso la manera en la que nos referimos a ella es distinta: mientras yo le digo «abuelita», ellos le dicen «abuela». En México, el diminutivo se emplea con ternura (por tanto, amor) para referirnos a algo o a alguien. Cabe mencionar que yo era el más chico de los nietos y sí, la edad va cambiando a la gente. Aunque cabe aclarar que todos quisimos y amamos a nuestra abuelita. Lo duro se va suavizando con el paso del tiempo. Pero, eso sí, todos coincidimos que, haya sido como haya sido con cada uno de nosotros, siempre fue una persona linda y que se preocupaba por cada uno de nosotros.

«La nostalgia ya no es lo que era» es importante tenerlo en cuenta para poder «curarnos» del pasado que nos atormenta. La vida siguió su camino y las cosas se quedaron atrás. Sí, hay cosas del pasado que definitivamente nos marcan, pero NO NOS DEFINEN NI NOS DETERMINAN. Cuando alguien dice «es que soy así porque en el pasado sufrí mucho», es entendible y triste, sin embargo, hay que entender que «no porque las cosas fueron de un modo, no significa que tengan que seguir siendo así». Es importante hablar las cosas y poder trabajarlas, para que de un modo se puedan resignificar y nos den la oportunidad de no repetir lo vivido con alguien más, que muchas veces «ni la culpa tiene». Todos pasamos por cosas que hubiéramos querido que fueran de otra manera, pero no fue así. Les vuelvo a compartir una cosa que dice el Dr. Irvin D. Yalom: «Hay que renunciar a la esperanza de un pasado mejor». Sólo así podremos dejar de cargar peso innecesario y alivianar el viaje de cada uno de nosotros hacia la vida que sí podemos elegir.

Tú: lo que más te espera

«Si nunca pensamos en el futuro, nunca lo tendremos».

-John Galsworthy

Queridos(as) lectores(as):

Estamos a 2 días de acabar este 2024; para muchos es una bendición, para otros una desgracia, para otros les da lo mismo y hay otros que solamente aplican la de «venga lo que venga, y como venga». Recién tuve una charla con un vecino y me comentaba algo que me pareció interesante: «El problema del mañana, es que le tenemos miedo». Miedo, nada más antiguo como el ser humano mismo, algo tan natural y a la vez tan misterioso. Es decir, una cosa es tener miedo y otra cosa es angustiarse. Kierkegaard hacía la distinción para tenerlo más claro: el miedo es aquello que enfrentamos en el momento, por ejemplo un perro que nos asusta, la altura, una película de terror, etc. La angustia, en cambio, se plantea más ante lo que no podemos ver, lo que no podemos imaginar, y muchas veces la angustia es la que justamente nos quita hasta el deseo de hacer algo al respecto. Esa expresión de que el miedo nos paraliza, me parece que lingüísticamente es incorrecta, más bien, la angustia nos aterra. No hay peor demonios que los que imaginamos.

Ahora el primero de enero, curiosamente, lo comenzaré yendo al cine a ver la película de Nosferatu (2024) de Robert Eggers, misma que es el remake (por así decirlo) de la legendaria película de culto, Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (Una sinfonía de horror, 1922) de Friedrich Wilhelm Murnau. Iniciar el año con terror me parece sensacional. Para los amantes del género, sobre todo para los que lo escribimos, resulta una experiencia enriquecedora porque, de cierta manera, «te prepara para lo que puede venir». En fin, no me hagan tanto caso en esto último, pues este encuentro no va de la mano con ello. Al contrario, en los recientes días he estado trabajando con unos textos y con una recomendación fílmica que el buen Martín me hizo. Así que hagamos un previo: ¿exactamente a qué le vamos a apostar este 2025?

¿La vida que vale la pena vivir?

En encuentros anteriores, y mis lectores que ya tienen tiempo de leerme, he comentado que desde que estudiaba Filosofía, mi interés se ha inclinado por el Existencialismo. En los últimos años, junto con el Psicoanálisis y el Personalismo, he ido abrazando al Absurdismo, y en realidad creo que he encontrado puentes muy valiosos que permiten, junto con algunas posturas religiosas y orientales, observar la vida con «ojos de novedad». Y lo agradezco profundamente. Este año, uno de los autores que más me acompañó en los momentos de reflexión fue Albert Camus, por quien siempre tendré expresiones agradables y agradecidas. Pero, les pregunto, amables lectores(as): ¿en qué punto de su vida se encuentran? En el siguiente subtítulo les compartiré algo de la película que les comenté al principio, pero vayan pensando en esta pregunta.

Ahora bien, ¿de qué nos sirve saber en qué punto nos encontramos? Precisamente de todo, pues es momento de darnos cuenta de que, sea el que sea, es meramente nuestro. En la película de Sonic 3, que recientemente fui a ver con mis amigos, en un momento, Tom (James Marsden) le dice a Sonic: «El dolor no logró cambiar tu corazón». Muchas veces, el dolor termina por modificar a las personas, por cambiarlas, por hacerlas pensar que «deben ser de otra manera para que ya no los lastimen». Y eso es curioso: para no sufrir, debo sufrir cambios. ¡Terrible! Lo verdaderamente excepcional de las hojas de los árboles al caer, es que aunque terminan por marchitarse, siguen siendo fantásticas en nuestra memoria. Las cosas se preservan, las cosas duran. En la película El señor Ibrahim y las flores del Corán (2003), dicho señor (Omar Shariff) da una enseñanza sobre el amor, que les parafraseo: «Todo aquello que damos por amor es lo que es realmente nuestro. Podrán hacer lo que quieran con ello, pero eso no cambiará lo hecho. Todo lo que guardemos, se perderá para siempre». La persistencia del ser asegura su permanencia.

Es muy común que personas increíbles, tales como ustedes, que hacen todo con el corazón, con cariño y atención, se ven «cruelmente decepcionadas» por los tratos que les dan, por las circunstancias tan malas que viven, y empiezan a buscar una vida que valga la pena vivir. Y empiezan a volverse auténticos desconocidos, hasta para ellos mismos. ¿En verdad eso VALE LA PENA? ¿Dejar de ser para ser algo que menos queda claro qué coño es? Una vida auténtica no se plantea si vale la pena o no, sólo se vive con la disposición de vivir, sea lo que sea, sea lo que venga.

Felicidad por la que hay que ir

Les comentaba que Martín me había recomendado una película, la cual es Hector and the Search for Happiness (Héctor y la búsqueda de la felicidad, 2014) dirigida por Peter Chelsom, que está basada en el libro homónimo de François Lelord (2002). La pueden ver en Amazon Prime (al menos en México), por si les interesa. Aunque voy a atreverme, por primera vez, a compartirles puntos que Héctor (Simon Pegg), un psiquiatra inglés, irá descubriendo a lo largo de la película. Pero no se angustien, que el hecho que lo haga no les arruina la historia. Así que aquí les van:

  1. Hacer comparaciones puede arruinar tu felicidad.
  2. Mucha gente piensa que la felicidad significa ser rico o ser más importante.
  3. Mucha gente sólo ve su felicidad en el futuro.
  4. La felicidad puede ser la libertad de amar a más de alguien a la vez.
  5. A veces, la felicidad depende de no conocer toda la historia (o asunto).
  6. Evitar la infelicidad no es el camino de la felicidad.
  7. En algún lugar hay alguien que te ama. ¿Esta persona qué saca principalmente de ti? ¿Lo mejor o lo peor?
  8. La felicidad es responder a tu vocación.
  9. La felicidad es ser amado por quien eres.
  10. La felicidad: guiso de patatas dulces. ¡Guiso de patatas dulces! (El platillo que más te gusta)
  11. El miedo es un impedimento a la felicidad.
  12. La felicidad es sentirse completamente vivo.
  13. La felicidad es saber cómo celebrar.
  14. Escuchar es amar.
  15. La nostalgia ya no es lo que solía ser.

Quizá les ayude a darse cuenta, en el punto en el que están, que nunca es demasiado tarde para ser felices. No debemos ocuparnos tanto de la búsqueda de la felicidad, ¡sino en la felicidad de buscarla! Ya que, como dirá alguien en la película: «Todos tenemos la obligación de ser felices».

Les abrazo con el corazón, deseo que recuperen por ustedes mismos esa maravillosa sonrisa que tienen, esos sueños fantásticos, esos anhelos geniales, pero sobre todo, que se animen a ser esa persona INCREÍBLE que son. Que la tristeza y el dolor no logren cambiar nunca ese preciadísimo corazón que tienen. ¡Su amor y ternura también los necesitamos los demás!

¡Por un 2025 de autenticidad y felicidad!

Gracias por su compañía este año, ¡vamos por más!

¡Feliz Año Nuevo!

Héctor Chávez Pérez (¡Los escucho y acompaño!… No olviden su análisis)

En busca del silencio

«Escucha, y serás sabio; porque el comienzo de la sabiduría es el silencio».

-Pitágoras

Queridos(as) lectores(as):

Cada día es en definitiva una experiencia muy distinta para cada uno de nosotros. La relatividad se constata de muchas e incontables maneras, pero lo que es cierto es que hay cosas, quizá podríamos decir «necesidades», que todos y cada uno de nosotros busca satisfacer. ¿Es acaso el mismo estrés vivir en el campo que en la ciudad? Seguramente muchos de ustedes me dirán que no, que en definitiva no es lo mismo, que seguramente la vida en el campo es menos estresante que la que se tiene en la ciudad. Pero eso sería partir del «yo creo» y no del «así es». Cada vida tiene lo suyo y aunque no se pueden comparar las cosas entre sí con tanta facilidad, debemos considerar que para cada quien las cosas son lo que son. ¿Es lo mismo la frustración de que se ponche/reviente una llanta en plena avenida problemática en el horario desquiciante, a que se descomponga el tractor sabiendo que no está cerca el técnico especialista para poder arreglarlo?

Ahora bien, contemplado lo anterior, la vida de cada uno de nosotros es difícil a su modo, así como lo es fácil también. Hace unos días en Instagram, vi un reel en el que decían «nunca desees la vida del otro cuando sólo disfrutas lo visible». Es como la falacia de la Época de Oro: cuántos de nosotros no hemos dicho «en x tiempo la vida era mejor a lo que es actualmente». Por ejemplo: un muy querido amigo se la pasa añorando los tiempos del gran resplandor de Roma, insistiendo que aquella época era lo mejor; desviviéndose en señalar cada aspecto «bueno» de aquel entonces, enalteciendo algunas cosas determinadas, etc. ¿Pero la vida de quién quisieras, la de un senador romano o la de un esclavo? -le suelo interrumpir. Claramente pensamos desde lo mejor, desde lo positivo, lo acomodado y el lujo. Nadie en su locura se atrevería a decir (bueno, hay uno que otro que tal vez sí): ¡quisiera ser un esclavo en tiempos de Roma! En fin, espero se entienda el punto. Pero, como comentaba anteriormente, hay cosas que sí o sí todos necesitamos y que buscamos satisfacer, entre ellas es encontrar un poco de silencio ante el escándalo de la vida.

Añoranzas regionales

Es curioso cómo habiendo tantos recursos tan fantásticos en nuestra región occidental, solemos voltear hacia oriente para deslumbrarnos con lo que ellos tienen para sí. Hay que tener presente que la cosmovisión, el modo de vida, las creencias y demás rasgos culturales de aquellas zonas, poco o nada tienen que ver con las nuestras. Hablamos mucho de querer alcanzar los «niveles del nirvana«, palabra de origen sánscrito que refiere a un estado óptimo o superior del alma que se logra con una profunda meditación en la que nos desprendemos de todo lo material y que «nada ni nadie nos puede perturbar». Interesante, porque el mundo griego nos ofrece algo que se conoce como ataraxia, que es casi lo mismo, sólo que en vez de la negación de los deseos y demás cosas que inquietan la psique o el alma de las personas, se logra un estado de control total de las emociones y demás cosas que perturban al ser humano. Sí, seguramente habrá entre ustedes que me digan , y con justa razón, que muchas cosas de Occidente son herencia directa de Oriente. Sólo que no hay que descuidar que más bien se tratan de adaptaciones que más tienen que ver con lo nuestro, con lo que nos es propio. Pongamos un ejemplo que quizá sea un poco burdo, pero me parece que servirá para esto que estoy comentando. En Occidente cuando decimos «quiero comer comida japonesa», lo que estamos pidiendo es la versión occidentalizada (sobre todo agringada o estadounidense) de esos platillos, ya que lo que conocemos como tal pasó por las modificaciones hechas en EEUU. ¿En qué parte de Japón servirán sushi PHILADELPHIA?

Ahora bien, esas añoranzas regionales nos distraen justo de las cosas que quizá podrían tener más efecto en nosotros. En verdad desconozco si a los orientales les pasa lo mismo, es decir, que en vez de hacer meditaciones un día digan «vamos a rezar el rosario en vez de meditación budista para BUSCAR EL MISMO FIN». Francamente lo dudo. Aunque, insisto, puede ser. El hecho de que en Occidente tengamos medios específicos para lograr ciertos fines es porque simple y sencillamente es lo que nos ha funcionado. Y no me mal entiendan, no les estoy diciendo que está mal que practiquen yoga o que tomen cursos de mindfulness, porque si es algo que les sirve, qué bueno. Pero sí es un recordatorio que acá, de este lado del mundo, tenemos también nuestras propias herramientas y/o recursos, y que muchas veces solemos ignorar por modas de otros. Hay que darle oportunidad a lo que también es nuestro y difundirlo. Esa es parte de la identidad, misma que se ve cada vez más fragmentada por las influencias forzadas de otros o de lugares distintos. No es de sorprender las crisis de identidad cuando día con día la detonamos con cosas externas.

Lo que nos une

Una vez visto lo anterior, vuelvo a insistir: a pesar de las diferencias, los seres humanos tenemos las mismas necesidades básicas, seamos de donde seamos. El silencio es precisamente una de ellas. Ya sea en Oriente o en Occidente, el silencio tiene un fin igual: la paz interior, lo que se entienda por ello. Es decir, eso no está con derechos de autor o de exclusividad cultural. ¿Cuántos de nosotros, después de las tediosas jornadas que vivimos, no buscamos un poco de paz, de calma, de tranquilidad… de silencio? Y no me digan que no, ¿no acaso hay muchos que tienen o tenemos el celular, ya no en modo vibrador, sino en silencio? Es una demanda inconsciente que se vuelve cada vez más consciente. No es motivo de asustarse, es perfectamente natural y por tanto entendible que el ser humano busque un poco de orden en tanto caos. Y el silencio es una oportunidad, precisamente, de lograr ese poco de orden en cada momento de nuestras vidas.

Los católicos, por ejemplo, le damos una gran importancia al silencio: cuando hacemos oración, cuando meditamos (oh, sí, también meditamos para poner en orden nuestras pasiones, nuestros pensamientos, poder entrar en contacto con nuestros sentimientos y tener cierta claridad en lo que vivimos), cuando reflexionamos sobre alguna circunstancia, etc. En el examen de conciencia que muchos de nosotros solemos hacer en la mañana y/o en la noche, incluso hay una pregunta muy importante: «¿He sabido respetar MI silencio y el de los DEMÁS?». Todos y cada uno de nosotros tenemos derecho a un poco de silencio en nuestros días. Pero aquí surge una pregunta que lo hace todavía más interesante e importante: ¿por qué? El estado místico del ser humano no sólo es hacer algo determinado que nos liga con nuestra espiritualidad, sino saber exactamente por qué lo hacemos. El silencio es una invitación a escucharnos a nosotros mismos, a darnos nuestro espacio, a poner límites a nuestra relación con los demás. No es egoísmo, al contrario, es algo necesario para mejorar primero con nosotros y así después con los demás.

Trampas constantes

Si bien es cierto que hay gente que no sabe estar sola, que no le gusta estar sola, es lo mismo que aplica con el silencio. Y lo volvemos a preguntar: ¿por qué? El silencio, desde el psicoanálisis, es un recurso de elaboración de lo que nos sucede sin interferencia de algo o alguien más. El problema es que hay campañas, hay gente, que promueve nociones negativas sobre la soledad, pero también sobre el silencio. Y todavía presionan en decir «no está bien». ¿Según quién y por qué? Y no faltarán respuestas débiles a estas preguntas tan fuertes. Cuando no sabemos valorar el silencio, rompemos en la desesperada necesidad de llenar de ruido el ambiente. Hay quienes no pueden hacer absolutamente nada en silencio y recurren a poner música (muchas veces a niveles muy altos), a hablar sí o sí con alguien, etc. Haciendo trampa en la búsqueda del silencio. Pero, ojo, no me mal entiendan otra vez, no estoy en ningún momento diciendo que está mal trabajar con un poco de música, por ejemplo, ya que al contrario, muchas veces (si no es que siempre) nos ayuda a tener más ánimo, nos inspira, etc. Pero todo tiene su tiempo, y cuando hay oportunidades para silenciar todo y estar en perfecta compañía con nosotros mismos, no hay que desaprovecharla nunca.

De hecho, retomando un poco lo que decía más arriba respecto a la pregunta en el examen de conciencia («¿He sabido respetar MI silencio y el de los DEMÁS?»), es curioso que eso muy pocas veces lo sabemos hacer. No respetamos nuestro silencio, mucho menos el de los demás. Pienso, por ejemplo, en las personas que viven o trabajan con otros. Nunca falta quien se ponga a escuchar música (sus gustos) sin importarle los demás. Además de falta de respeto, es falta de consideración por lo que los demás necesitan en esos momentos. Puede ser que no haya problema, pero quizá la medida más correcta es hacer uso de audífonos. Ya si los demás dicen «¿qué estás escuchando?» y se animan a acompañar eso, ¡fantástico! Pero, de nueva cuenta, es tan necesario el silencio porque me atrevo a comentar, hay quienes de ustedes al leer lo anterior se dijeron a sí mismos «oye, yo hago eso…». El silencio y la soledad, son hornos de transformación para cada uno de nosotros. Son ocasiones para caer en cuenta de muchas cosas que tienen que ver con los demás, pero sobre todo con nosotros mismos, que solemos ignorarlas o de plano no darles su merecida importancia.

Sucede que pasa.

Pasa que sucede.