Sin cultura no hay escucha

“No se puede analizar a alguien si no se ha aprendido a leer novelas”.
— Jacques Lacan

Dedicado a mi maestro, pero sobre todo amigo, el psicoanalista Alberto Montoya.

Queridas y queridos lectores:

Hay quienes piensan que para ejercer el psicoanálisis basta con conocer el método. Que lo esencial se reduce a saber interpretar sueños, manejar el encuadre y aprender a callar con estilo. Pero no es así. Hay una dimensión invisible en todo buen analista: su mundo interior. Su cultura. Cuando hablo de cultura, no me refiero a diplomas ni a acumulación de datos. Hablo de ese alimento profundo que viene de la literatura, del cine, de la música, de la filosofía, etc. Porque quien no ha leído a Kafka no entiende del todo lo que es el sinsentido. Quien no ha sentido angustia viendo a Bergman o Tarkovsky, difícilmente puede acoger el dolor del otro sin necesidad de apurarlo. Y quien no ha atravesado a Pascal o Dostoievski no ha estado frente al abismo de la contradicción humana.

La cultura no es un lujo en la práctica clínica. Es una forma de hospitalidad. Es lo que permite que el analista no se convierta en un tecnócrata del alma, ni en un aplicador de etiquetas DSM disfrazado de escucha empática. Este encuentro es, pues, una defensa apasionada del analista culto. Del que se forma en silencio, del que ve películas sólo para pensar en su paciente, del que lee poesía para entender por qué alguien no puede decir “te quiero”. Es un elogio de esa formación que no se enseña en posgrados, pero que se transmite en el modo de estar, de mirar, de esperar.

Entre técnicos y cultivados

La diferencia entre un técnico y un cultivado no es el conocimiento que poseen, sino el lugar desde donde escuchan. El técnico busca aplicar lo que sabe; el cultivado deja que lo que sabe se transforme en silencio disponible. El primero se apura por identificar un mecanismo psíquico, un «diagnóstico», una etiqueta; el segundo se deja afectar, espera, sospecha que hay algo más allá del síntoma evidente.

El técnico pregunta: ¿Qué categoría le corresponde a este caso?
El cultivado pregunta: ¿Qué mundo interior ha construido esta persona para sobrevivir?

Por eso es que Jacques Lacan podía afirmar que no se puede analizar a alguien sin haber leído novelas. Porque una novela no se lee para obtener respuestas, sino para comprender personajes contradictorios, tramas inconclusas, dolores sin resolución. Leer literatura es, en el fondo, aprender a no juzgar. A convivir con lo complejo. Donald Winnicott —ese pediatra y psicoanalista británico que escribía con el alma— lo decía con sencillez: “No existe la madre perfecta, sólo una madre suficientemente buena” (Realidad y juego, 1971). Esa frase, que ha consolado a generaciones, no es producto de un algoritmo clínico. Es fruto de una mirada humana, que sabe que lo real no encaja en modelos ideales.

En el espacio analítico, quien se ha formado sólo con manuales, escucha en blanco. Pero quien ha vivido la Tragedia de Edipo, la rabia de Medea, el duelo de Anna Karenina, el desconcierto de Gregor Samsa, posee un lenguaje secreto para captar el alma ajena. Porque el sufrimiento humano no entra por los ojos, sino por la cultura.

Cómo la literatura enseña a escuchar lo indecible

Hay dolores que no se pueden decir. Ni siquiera con todo el vocabulario técnico del mundo. Hay traumas que no se narran cronológicamente, sino a través de imágenes inconexas, de silencios largos, de frases entrecortadas. Para poder alojar ese tipo de experiencia, el analista necesita una sensibilidad que no se enseña en las aulas: la sensibilidad literaria. Porque la literatura no da soluciones, pero sí forma el alma para acoger lo imposible. Cuando uno ha leído Los hermanos Karamázov, entiende que el odio hacia el padre puede convivir con la necesidad de su amor. Cuando uno ha caminado con Emma Bovary, comprende que el deseo puede volverse prisión. Y cuando uno ha llorado con Juan Rulfo, descubre que hay voces que vienen del otro lado de la vida, y aún así nos hablan.

En un momento inolvidable de La muerte de Iván Ilich (1886), Lev Tolstói describe el instante en que el protagonista, moribundo, comprende que toda su vida fue falsa. Que vivió para lo que “debía ser”, no para lo que amaba. ¿Qué manual clínico puede transmitir eso? ¿Qué clase de técnica puede enseñarle al analista a reconocer cuando un paciente comienza a despertar a esa misma angustia? Es en la literatura donde se aprende a tolerar el sinsentido, a captar lo simbólico, a sospechar del lenguaje sin caer en cinismo. Como decía Virginia Woolf: “Las palabras no son fósiles inertes, sino criaturas vivas, frágiles, llenas de historia” (Una habitación propia, 1929). Esa mirada es la que necesita el analista: una que vea en cada palabra dicha en sesión una constelación de sentido, dolor y deseo. La literatura enseña que la vida no cabe en la lógica, que lo humano no es lineal, y que detrás de cada palabra hay algo que no se dice —pero que pide ser escuchado.

El cine como ventana al síntoma social

El cine, cuando se lo mira con atención analítica, no es sólo entretenimiento: es un espejo oscuro donde los síntomas de una época se hacen visibles. La gran pantalla nos muestra lo que la sociedad quiere negar. Y un analista cultivado sabe reconocer en esas historias no sólo tramas, sino expresiones condensadas del malestar de la civilización. Ver cine no es evadirse, es entrenar la mirada. Aprender a captar lo que se juega en un gesto, en un encuadre, en una omisión. ¿Cómo comprender el desarraigo sin haber visto Los 400 golpes de Truffaut? ¿Cómo percibir la angustia de la rutina sin El empleo del tiempo de Laurent Cantet? ¿Cómo captar el deseo de redención entre la fe y la locura sin Dancer in the Dark? Una escena de El hijo (2002), de los hermanos Dardenne, muestra a un carpintero que acepta en su taller al adolescente que años antes asesinó a su hijo. No hay diálogo explícito sobre el perdón, pero cada plano está cargado de tensión, contención y humanidad. Un analista que ha visto esa película sabe cómo se construye un lazo más allá del trauma, sin necesidad de palabras espectaculares. Porque el cine enseña algo que también es clínico: el tiempo que toma un vínculo, la resistencia del afecto, la asimetría del deseo.

El cineasta griego Theo Angelopoulos decía: “Lo esencial no está en lo que el personaje dice, sino en lo que calla mientras se lo filma”. Esa frase podría estar escrita en la puerta de cualquier espacio psicoanalítico. El cine no sólo muestra conflictos individuales: revela climas sociales. La ansiedad de las metrópolis, la soledad disfrazada de éxito, el goce silencioso del consumo. El analista que ve cine con ojos atentos, aprende a reconocer en sus pacientes no sólo neurosis personales, sino síntomas colectivos. Porque muchas veces el sufrimiento individual no viene de la historia familiar… sino del ruido del mundo.

Tres formas de habitar la cultura como modo de presencia analítica.

Filosofía como fundamento ético y pregunta permanente

El psicoanálisis sin filosofía corre el riesgo de quedarse sin brújula. Puede interpretar con brillantez, pero no necesariamente con responsabilidad. Puede escuchar sin juzgar, pero sin llegar a implicarse. Y puede hablar de deseo, pero olvidar la pregunta por el bien. Por eso, la filosofía no es un lujo para el analista: es su ancla ética. Simone Weil escribió: “El amor al prójimo en su estado puro es como una capacidad de decirle al otro: ‘Tú no morirás’” (La gravedad y la gracia, 1947). Esa frase podría ser la traducción más íntima de lo que ocurre en una cura analítica: sostener la subjetividad del otro cuando todo en su historia lo empuja hacia la aniquilación interior. Un analista que ha leído filosofía no busca imponer respuestas, sino formular mejores preguntas. Porque ha aprendido de Sócrates a no saber; de Pascal a dudar con fe; de Kierkegaard a mirar el abismo sin perder el temblor. Y quizá de Levinas a recordar que el rostro del otro no es objeto de comprensión, sino llamado a la responsabilidad.

En consulta, muchas veces el sufrimiento que se presenta como ansiedad, duelo o culpa, es en el fondo una pregunta: ¿cómo vivir con dignidad en medio del absurdo? Y esa pregunta no se responde con test de ansiedad ni con pautas de relajación. Se responde —si acaso— con presencia, con humildad y con una escucha que no banaliza el dolor existencial. La filosofía le recuerda al analista que no se trata sólo de aliviar síntomas, sino de ayudar al otro a construir una vida que tenga sentido para él, aunque sea precaria. Porque como decía Albert Camus: “El deber del hombre es encontrar un sentido a su rebelión” (El hombre rebelde, 1951). No hay clínica sin ética. No hay ética sin pregunta. Y no hay pregunta sin cultura.

Cultura como intimidad

Hay una formación que no aparece en los CV’s. Una que no se acredita con constancias ni se paga con mensualidades. Es la formación del alma, es la formación de la mente. Y esa se hace en silencio, en soledad, en compañía de libros, películas, cuadros, canciones y palabras que uno no olvida aunque hayan pasado veinte años. También se hace compartiendo con otros para luego conocer sus opiniones y sentimientos. A veces me pregunto por qué, frente a ciertos analizandos, en lugar de venir a mi mente un autor técnico, recuerdo un poema. O una escena de cine. O una frase que leí de adolescente y que sin saberlo me marcó para siempre. Es que hay cosas que no se piensan con teorías, sino con imágenes. Y hay momentos clínicos en los que no basta saber… hay que haber vivido.

Un analista cultivado no es alguien erudito, sino alguien que se ha dejado tocar. Que ha leído a Clarice Lispector y no ha salido indemne. Que ha mirado a Juliette Binoche llorar en Tres colores: azul y se ha quedado callado largo rato. Que ha escuchado a Mahler con lágrimas en los ojos o ha puesto notas con Cioran en los márgenes de una noche difícil. Que ha visto su propia herida reflejada en un personaje de Dostoievski o en una escena de Bergman. La cultura, cuando es verdadera, no adorna: transforma. Hace del analista alguien más humano. Menos soberbio. Más disponible. Porque la cultura no nos hace saber más, sino escuchar mejor. Y en un mundo donde se multiplican los diplomados exprés, los títulos vacíos y las promesas de éxito rápido, la cultura sigue siendo una trinchera. Un refugio. Una oración laica. Una forma de cuidar el alma, incluso —y sobre todo— cuando se cuidan las de otros.

Reflexión final

No todos los analistas son artistas. Pero todo buen analista tiene algo de poeta: sabe demorarse en las palabras, intuir lo no dicho, oler la atmósfera de lo invisible. Y eso no se aprende en manuales ni supervisiones. Se cultiva. Por eso este encuentro no es una crítica a los títulos, sino un elogio a las noches de lectura, a las lágrimas frente al cine, a los cuadernos rayados con frases que un día hicieron sentido. Es un recordatorio de que la escucha clínica no sólo se construye con teoría, sino con vida. Y que cuanto más cultivado esté el analista, más mundo podrá ofrecer como continente simbólico para quien lo ha perdido todo.

A mis colegas les digo: no dejen de leer, de ver cine, de escuchar música. La cultura no es tiempo perdido, es tiempo sembrado. Es fondo. Es intimidad. Y a quienes están en análisis o en búsqueda, sepan que no es lo mismo ser escuchado por alguien que ha pasado por los libros, los silencios y las preguntas que nos hacen más humanos. Porque en el fondo, el acto analítico no es otra cosa que un encuentro entre dos mundos: el del que sufre… y el del que ha aprendido a estar ahí.


Si esta entrada te dejó pensando, te invito a compartirla, comentarla y seguir leyendo en mi blog. Es gratuito y puedes suscribirte para recibir las nuevas publicaciones por correo. También me puedes seguir en Instagram: @hchp1 donde subo reflexiones y carruseles culturales. Y si deseas escribirme o contarme tu experiencia, entra a la pestaña Contacto del blog. Siempre leo.

Identidad: ¿Un rompecabezas ideológico?

«La identidad es una historia que nos contamos. El problema comienza cuando ya no somos los autores».
— Zygmunt Bauman

Queridos(as) lectores(as):

Hay imágenes que no se olvidan. Ayer me topé con la imagen que ilustra este encuentro en una página de Facebook (más adelante la podrán apreciar): el rompecabezas de una joven cuyo rostro ha sido parcialmente borrado por las piezas que faltan. No hay sangre, no hay gritos, no hay gesto dramático. Pero hay algo más perturbador: la desaparición lenta de alguien que alguna vez estuvo allí. Esa figura incompleta, ambigua, vulnerable, es —quizá sin quererlo— una metáfora de nuestra época. De nuestros pacientes. De nosotros mismos. Cada vez más personas llegan a análisis con la misma sensación: «Siento que no sé quién soy», «me cambiaron sin darme cuenta», «soy lo que los demás esperan». No es falta de autoestima. Es algo más profundo: es el sujeto atravesado, fragmentado, disuelto en una marea de discursos que lo nombran antes de que pueda hablar por sí mismo. Una identidad hecha de consignas, etiquetas, performances… y vacío.

Desde el psicoanálisis, esta disolución no es novedad: el yo nunca ha sido una unidad sólida, sino una construcción precaria. Pero lo que hoy preocupa no es la falta constitutiva, sino la colonización ideológica de esa falta. Se nos dice quién debemos ser antes de que podamos siquiera preguntarlo. Este encuentro está dedicado a esa pregunta, cada vez más urgente: ¿quién soy entre tantos pedazos?

El sujeto como territorio invadido

Lo que antes llamábamos identidad hoy parece una moneda de cambio cultural. En nombre de la libertad, se ofrecen manuales para ser uno mismo; pero en realidad se trata de adoptar pertenencias, seguir doctrinas o encajar en etiquetas cada vez más rígidas. Lo singular queda aplastado por lo representable. Desde la antropología estructural, Claude Lévi-Strauss advertía ya en 1955 que “el mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él. Los mitos que nos contamos son intentos desesperados por ocupar un lugar que nunca nos fue garantizado” (Tristes trópicos, 1955). El sujeto no tiene un terreno firme sobre el que pararse: su consistencia simbólica es frágil, y eso siempre ha sido así. Pero hoy no sólo se le desdibuja: se le ocupa.

Muchas ideologías contemporáneas —aún aquellas que se presentan como liberadoras— colonizan la grieta estructural del sujeto con discursos prestados. Prometen autenticidad a cambio de obediencia simbólica. No te preguntan qué deseas, sino a qué colectivo perteneces. No te preguntan quién eres, sino qué causa representas. Y aquí es donde surge una pregunta inevitable: ¿cómo distinguir entre la subjetividad herida y el sujeto silenciado? ¿Dónde termina la herida simbólica propia del deseo, y dónde comienza la amputación del yo en nombre de un ideal ajeno?

En este punto, la clínica se encuentra dividida: muchos psiquiatras advierten un aumento en diagnósticos difusos, sin etiología clara. Depresión, ansiedad, trastornos disociativos… pero con una base común: un yo que no logra consolidarse. Un psiquiatra amigo me dijo hace poco: “Cada vez veo más pacientes que no están ‘enfermos’ en sentido clásico; están desorientados. Es como si los hubiesen desprogramado de sí mismos”. Desde el psicoanálisis, responderíamos que no se trata de devolverles una programación, sino de permitir que elaboren sus propias coordenadas simbólicas. En otras palabras: la psiquiatría observa la caída del sujeto desde una perspectiva diagnóstica; el psicoanálisis lo escucha como un síntoma social. El desafío es trabajar juntos, sin negar la dimensión estructural del sufrimiento ni patologizar lo que podría ser una forma de resistencia. Porque cuando el sujeto se fragmenta, no siempre está colapsando: a veces, está intentando no mentirse más.

El rostro borrado: del deseo al mandato

Hay algo profundamente inquietante en esa imagen del rompecabezas: el rostro, centro de reconocimiento y expresión, es lo más dañado. No faltan los pies, ni un rincón del fondo. Falta el rostro. Como si alguien —o algo— hubiese querido borrar justamente la parte que otorga identidad, mirada, voz. No se trata de una omisión cualquiera: es una herida dirigida. En su diario de guerra, Simone Weil escribió: “La opresión más profunda no es la que destruye el cuerpo, sino la que destruye el rostro” (Cuadernos, 1942). Y es que el rostro, para Weil, no es sólo la faz externa: es el lugar simbólico donde el alma se expone al mundo. Cuando se nos priva del derecho a construir ese rostro desde nuestra verdad interior, lo que se instala no es la libertad, sino el mandato. Vivimos en una época en la que ya no se desea: se obedece. Se actúa no desde la pregunta, sino desde el imperativo. Sé auténtico, pero que tu autenticidad cumpla con las reglas. Sé libre, pero que tu libertad se note. Sé tú mismo, pero encaja. El deseo ha sido desplazado por el performance.

Un colega psicoanalista me compartió que hace unos meses atendió a una joven de 22 años. Su demanda era clara: “Quiero saber quién soy, porque ya no lo distingo entre tantas cosas”. Había pasado por grupos activistas, terapias breves, coaching de autoestima y decenas de etiquetas: queer, pansexual, neurodivergente, no binaria, víctima, resiliente. Todo eso —según ella— la definía. Pero al relatarlo, se quebró: “No sé si realmente soy alguna de esas cosas o sólo aprendí a decirlas”. No era una joven confundida. Era alguien saturada. Su rostro simbólico estaba cubierto de máscaras que le habían ofrecido pertenencia, pero le negaban la posibilidad de hacerse la pregunta esencial: ¿quién soy yo, más allá de lo que el mundo espera que diga? Lo que se hizo en el análisis no fue imponer otra etiqueta, sino dar lugar al silencio. Al tartamudeo. A la angustia. Porque el rostro no se recupera desde una nueva consigna, sino desde el dolor de haberse sentido sustituida.

La fragilidad del yo y el espejismo del colectivo

No hay identidad sin fragilidad. El yo es, en sí mismo, una construcción tambaleante, llena de huecos, costuras, repeticiones. Pero esa fragilidad, cuando es acompañada simbólicamente, puede dar lugar al pensamiento, a la creación, al deseo. El problema aparece cuando dicha fragilidad se vuelve insoportable y se pretende esconder tras una máscara colectiva. María Zambrano, filósofa del exilio y de la piedad del pensar, advirtió en medio del siglo XX: “Toda ideología es una traición al pensamiento, pues clausura la incertidumbre del vivir” (Claros del bosque, 1977). La ideología, en este sentido, no es simplemente una doctrina: es una defensa contra el vacío. Una estructura que promete identidad a cambio de sumisión simbólica.

El sujeto contemporáneo —fragmentado, solitario, hiperestimulado— ya no encuentra referencias estables en la familia, en la tradición ni en los relatos religiosos o filosóficos que durante siglos permitieron bordear la falta. En su lugar, se le ofrecen comunidades de sentido prefabricado, con léxicos cerrados y rituales de pertenencia. Así se produce el espejismo: sentirse alguien porque se es parte de algo. Pero el colectivo que se impone sin deseo, que sustituye la historia personal por una narrativa impuesta, termina devorando al sujeto. Y lo peor: el sujeto lo agradece. Porque en tiempos de vértigo, cualquier mapa parece suficiente.

En análisis, esto se ve con claridad: personas que repiten discursos aprendidos al pie de la letra, con la esperanza de encontrar en ellos una brújula. Pero esas brújulas suelen apuntar hacia afuera, nunca hacia el interior. No hay verdadera identidad que se constituya sin conflicto, sin pregunta, sin herida. El colectivo —cuando ocupa el lugar del deseo— impide toda subjetivación. Por eso, el psicoanálisis no ofrece pertenencias, ni eslóganes, ni consignas. Ofrece un lugar donde poder decir yo, aunque sea entre balbuceos. Como decía Jacques Lacan en su Seminario 20: “El inconsciente no es lo que se oculta, sino lo que insiste”. Y esa insistencia es única, incluso si duele.

¿Quién soy entre tantos pedazos?

El síntoma como resistencia: entre el diagnóstico y el grito

Cuando alguien llega al análisis con angustia, insomnio, ataques de pánico o despersonalización, la primera tentación —a nivel cultural y médico— es etiquetar. Nombrar. Diagnosticar. Porque el diagnóstico, se cree, otorga claridad. Pero, ¿y si esa claridad fuera también una forma de silenciar? El psiquiatra italiano, Franco Basaglia, escribió: “El diagnóstico psiquiátrico define a una persona sólo en función de su ausencia de sentido; no la escucha, la clasifica” (La institución negada, 1968). La crítica no es al conocimiento médico en sí, sino al uso totalizante de sus categorías. Lo que debería ser una herramienta orientadora, muchas veces se convierte en una jaula. Desde el psicoanálisis, el síntoma no es sólo una alteración clínica: es una formación del inconsciente. Tiene estructura, sentido, lógica, incluso si no es inmediatamente comprensible. Es, como diría Sigmund Freud, el retorno de lo reprimido —una verdad que no puede decirse en palabras, y entonces grita con el cuerpo, con la conducta, con el sufrimiento.

Volvamos por un momento al rostro incompleto del rompecabezas. Desde cierta perspectiva médica, ese rostro podría representar un “trastorno de identidad”. Desde el psicoanálisis, es más bien la imagen precisa del sujeto barrado, dividido, deseante. La falta no se cura. Se atraviesa. Pero esto no significa despreciar la labor psiquiátrica. Al contrario: muchos analistas trabajamos en diálogo con psiquiatras éticos, conscientes de los límites de su campo y respetuosos de la subjetividad. El verdadero peligro no es la psiquiatría: es su uso ideológico, cuando se convierte en herramienta de normalización forzada, en lugar de acompañamiento singular. Hoy más que nunca, cuando el mercado de la salud mental se ha convertido en una industria que promete “curas rápidas” y “versiones mejoradas de ti mismo”, necesitamos recordar que el síntoma no es un error del sistema: es un mensaje que espera ser escuchado. No se trata de taparlo, sino de traducirlo. No de eliminarlo, sino de descifrar qué pide. Qué falta. Qué desea.

Reunir los pedazos: identidad, deseo y silencio

Cuando uno observa el rostro incompleto del rompecabezas, no puede evitar pensar en las criaturas literarias que nacieron de la ruptura entre lo humano y lo deseado, entre lo propio y lo temido. El monstruo de Frankenstein, por ejemplo, no es simplemente un producto de la ambición científica. Es un grito de identidad no reconocida. Un cuerpo armado con pedazos, pero sin un nombre. Mary Shelley lo expresó con dolorosa lucidez: “Soy sólo lo que tú supones de mí; no tengo otro yo que tu repulsión” (Frankenstein, 1818). Ese ser sin rostro simbólico, condenado a ser mirado como error, representa a muchos sujetos contemporáneos: compuestos por múltiples discursos, expuestos al juicio de todos, pero ignorados en su verdad.

Del otro lado, en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), Robert Louis Stevenson propone la escisión radical del yo: el hombre que desea, pero no se atreve; el sujeto que obedece en el día y transgrede en la sombra. Hyde no es un intruso: es la parte de Jekyll que no puede integrarse en la moralidad del mundo. Stevenson escribe: “El hombre no es uno, sino dos… y quién sabe si no somos más” (Dr. Jekyll y Mr. Hyde, 1886). Hoy, el drama ya no se vive como escisión entre el bien y el mal, sino entre la multiplicidad de etiquetas impuestas y el silencio interno. Entre lo que se espera que digamos y lo que no hemos podido escuchar de nosotros mismos.

Reunir los pedazos, entonces, no es una operación estética ni un regreso nostálgico a una identidad perdida. Es un acto profundamente ético: abrir espacio al deseo, al conflicto, al relato propio, aunque esté lleno de dudas. No para encajar en un rostro perfecto, sino para decir “yo” incluso con las piezas que faltan. Porque en tiempos donde todos parecen gritar certezas, el silencio de quien se busca es un acto de resistencia.

Reflexión final

Tal vez nunca podamos completarnos del todo. Tal vez el rostro que buscamos se arme y desarme durante toda la vida. Pero hay una diferencia profunda entre aceptar que algo falta y resignarse a ser lo que otros imponen. En medio del ruido ideológico, de los diagnósticos apurados y de las pertenencias impuestas, aún es posible volver a esa pregunta silenciosa, difícil, única: ¿quién soy yo? Quizá la respuesta no venga de una fórmula ni de una consigna, sino del trabajo lento y valiente de quien se atreve a escuchar sus propios fragmentos. A dejar que su síntoma hable. A reconocerse en lo que aún no sabe decir. Porque hay una dignidad radical en quien, incluso herido, incluso incompleto, no se rinde a ser definido por otros. Hoy más que nunca, defender la singularidad del sujeto es un acto de amor. Y de libertad.

¿Alguna vez te has sentido así —como un rostro hecho de piezas que no encajan? ¿Te han ofrecido respuestas que sólo te alejaban más de tu propia voz? ¿Has sentido que no hay lugar para la duda, para el silencio, para ser quien eres sin tener que representarlo todo?

Te leo con gusto en los comentarios.

—————————

Gracias por estar aquí

Si este encuentro te conmovió o te hizo reflexionar, te invito a suscribirte gratuitamente al blog. Cada vez que publique un nuevo texto, recibirás una notificación por correo. Y si quieres seguir explorando estos temas —psicoanálisis, vida interior, pensamiento crítico, etc.— también puedes seguirme en Instagram: @hchp1.

El olvido no es un vacío: Alzheimer y el psicoanálisis

«La memoria no es el recuerdo de lo que pasó, sino la historia que podemos contarnos de eso».
— Paul Ricoeur

Queridos(as) lectores(as):

Hay enfermedades que hieren el cuerpo, y otras que hieren el alma. Pero hay algunas —más crueles aún— que parecen borrar, poco a poco, a la persona misma. El Alzheimer no es sólo una enfermedad neurológica: es una pregunta abierta a la subjetividad. ¿Dónde queda el “yo” cuando ya no hay recuerdos? ¿Qué pasa con el deseo cuando no hay palabras? ¿Cómo se ama a alguien que ya no te reconoce? El discurso médico nos habla de placas, deterioros y funciones perdidas. Pero en el diván, en la casa, en la cama, en la silla del comedor, lo que se borra no es sólo la memoria, sino la continuidad de un mundo compartido. Es un duelo que empieza en vida. Es, también, un modo inesperado de seguir amando.

Este encuentro no es una crítica a la medicina ni una clase de psicoanálisis. Es una invitación a pensar el Alzheimer no sólo desde lo que falta, sino desde lo que queda. Porque incluso allí donde ya no hay palabra, algo del sujeto —una mirada, un gesto, una respiración— todavía resiste.

El diagnóstico y el silencio del sujeto

En el momento en que una persona recibe el diagnóstico de Alzheimer, lo que se impone no es sólo el nombre de una enfermedad, sino el comienzo de una desposesión. El lenguaje médico nombra, delimita, explica; pero al hacerlo, corre el riesgo de aplastar la singularidad del sujeto bajo un rótulo que lo convierte en «paciente con deterioro cognitivo progresivo», como si la persona fuera ahora un conjunto de fallas. La ciencia cumple su función, pero el lenguaje clínico puede volverse un guión que deja fuera al protagonista. La médica y fundadora de la Medicina Narrativa, Rita Charon, ha insistido en que “la medicina necesita volver a contar historias, no sólo leer resultados” (Narrative Medicine: Honoring the Stories of Illness, 2006). Para ella, todo paciente es una narración viviente que busca ser escuchada, no sólo evaluada. Pero en enfermedades como el Alzheimer, donde la capacidad narrativa se erosiona, ¿quién cuenta la historia? ¿Quién escucha lo que no se dice?

El psicoanálisis puede incomodar aquí, porque no se acomoda al protocolo. En lugar de preguntar por el deterioro, se pregunta por el sujeto: ¿Qué queda del deseo cuando la memoria falla? ¿Puede haber transferencia —ese lazo tan sutil entre analista y analizante— cuando ya no hay relato, ni pregunta, ni queja? La medicina diagnostica; el psicoanálisis, en cambio, escucha incluso cuando ya no hay palabras claras. Escucha en el tono de la voz, en la repetición de un gesto, en la mirada que se pierde y vuelve. El diagnóstico puede ser un punto de partida, pero nunca debe ser una sentencia de muerte subjetiva. Aunque el Alzheimer borre nombres y fechas, no borra del todo el lugar que una persona ocupa en el deseo de otro. Y allí, donde el discurso se calla, el deseo puede —a veces— seguir hablando.

La memoria no es archivo, es relato

Una de las trampas más comunes al hablar del Alzheimer es imaginar la memoria como un gran archivo que se va vaciando: primero desaparecen los documentos recientes, luego los más antiguos, hasta que sólo queda una sala vacía. Pero la memoria humana no funciona como un estante de carpetas. Es una narración en movimiento, una construcción afectiva y simbólica que da coherencia a lo que somos. Perder la memoria no es simplemente olvidar datos; es perder el hilo de la historia que nos mantiene unidos por dentro. Paul Ricoeur dedicó años a estudiar esta dimensión narrativa de la identidad. En La memoria, la historia, el olvido (2000), escribió que “la memoria no es el simple recuerdo de lo que pasó, sino la historia que podemos contarnos de eso”. Es decir, somos porque contamos. Y cuando ya no podemos contar, alguien más —un hijo, una pareja, un amigo— puede sostener ese hilo narrativo por nosotros, al menos por un tiempo.

Hannah Arendt, por su parte, afirmaba que lo que da continuidad al mundo humano es la capacidad de prometer, de hacer duradera la acción. Esa continuidad —la promesa que el otro representa para mí— se quiebra brutalmente en el Alzheimer. Pero, paradójicamente, también es el lugar donde puede aparecer un nuevo tipo de fidelidad: no a la palabra dicha, sino a la historia compartida. Cuando el enfermo repite siempre el mismo relato, cuando vuelve a una escena de su infancia una y otra vez, no lo hace por error, sino porque ese fragmento de sentido aún está encendido. Y allí donde hay relato, aunque fragmentario, aún hay sujeto. El psicoanálisis no corrige esa repetición: la acompaña, la habita, la escucha como se escucha una canción que amamos aunque ya sepamos de memoria su estribillo. Porque recordar no es recuperar información: es mantener vivo un lazo.

El sujeto sin palabra, el cuerpo como último texto

Cuando el lenguaje comienza a deshacerse y la memoria se vuelve un territorio confuso, lo que queda es el cuerpo. No como objeto biológico, sino como el primer lugar donde fuimos escritos. Antes de poder hablar, ya habíamos sentido. Antes de decir “yo”, ya habíamos sido tocados, sostenidos, alimentados. Por eso, incluso cuando las palabras nos abandonan, el cuerpo sigue hablando. La psicoanalista francesa, Piera Aulagnier, insistía en que el psiquismo se construye a partir de una “violencia fundadora”: el modo en que la madre (o quien cumple su función) impone al niño una imagen de sí, una historia sobre su cuerpo, su llanto, su existir. Esa inscripción primitiva no desaparece del todo, incluso en el Alzheimer. Algo del cuerpo sigue respondiendo a ciertas voces, ciertas melodías, ciertos olores. Algo del goce permanece, aunque no se pueda nombrar.

André Green, por su parte, habló de ciertos estados mentales como una “muerte psíquica”: no una muerte biológica, sino la extinción del deseo, del pensamiento investido, del mundo interno como espacio de representación. En esos casos, el sujeto no desaparece, pero queda reducido a una presencia opaca, casi sin eco. El desafío es no confundir esa opacidad con ausencia. La pregunta se vuelve entonces ética y clínica: ¿cómo leer el cuerpo cuando ya no hay palabra? ¿Cómo escuchar una emoción que no se dice pero se encarna? Una mujer que se estremece al oír una canción de infancia, un hombre que sonríe al tocar una manta de su juventud, un suspiro repetido cuando alguien entra a la habitación: todo eso son signos. No del pasado, sino del sujeto que aún resiste, incluso si no puede explicarse.

*Cuando todo parece haberse perdido, el cuerpo se vuelve el último texto. Y hay que leerlo con la delicadeza de quien sabe que entre esos gestos aún late un alma.

La memoria no se pierde de golpe, se deshilacha lentamente. A veces, una pieza basta para que todo lo vivido vuelva a brillar por un instante.

Los que acompañan: duelo anticipado y ética del cuidado

El Alzheimer no sólo afecta a quien lo padece. También sacude —a veces brutalmente— a quienes acompañan. Amar a alguien que comienza a olvidarte es una experiencia que no se parece a ninguna otra: es mirar cómo el otro se aleja sin irse, cómo su rostro sigue ahí pero ya no te nombra, cómo el amor permanece pero ya no tiene respuesta. Los familiares y cuidadores atraviesan una forma extraña de duelo: el duelo anticipado. El ser amado todavía vive, pero su presencia es cada vez más difusa. Es una pérdida que se renueva cada día, sin ceremonia, sin fecha. Una hija que ya no es reconocida como hija. Un esposo que escucha su nombre sin entender que lo llaman a él. La identidad compartida se tambalea. Y, sin embargo, el amor insiste.

La filósofa, Cynthia Fleury, especializada en ética del cuidado, sostiene que cuidar a otro es sostener una parte de su dignidad incluso cuando él ya no puede ejercerla. No se trata de devolver lo que el otro nos dio, ni de esperar gratitud: se trata de un acto radical de responsabilidad. “La ternura no es un adorno afectivo, sino un deber de lucidez ante la fragilidad del otro” (Ciudades del cuidado: ética e imaginación política, 2021). Esa lucidez es saber que el cuidado puede ser frustrante, extenuante, incluso desesperante. Y aun así, persistir. Acompañar a alguien en su borramiento no es acompañarlo a desaparecer. Es, por el contrario, un modo feroz de sostenerlo en el ser, aunque sólo quede una chispa de su antiguo fuego. Quien cuida también es sujeto. También necesita palabras, alivio, descanso. Y también merece ser acompañado.

¿Puede el psicoanálisis decir algo allí donde no hay palabra?

A primera vista, el psicoanálisis parecería no tener mucho que decir frente al Alzheimer. ¿Cómo trabajar con quien no recuerda? ¿Cómo interpretar si no hay asociaciones libres, ni historia contada, ni demanda formulada? ¿No se trata acaso de un territorio donde reina el silencio, donde el sujeto parece haberse desvanecido? Pero si el psicoanálisis sólo escuchara palabras, sería apenas una técnica. Lo que escucha, en verdad, es la existencia que resuena en los intersticios: el tono, el gesto, la pausa, la insistencia. Como escribió Thomas Ogden, “pensar en presencia de otro” (Sujetos de análisis, 1994), es ya una forma de cuidado psíquico. No se trata de analizar al paciente como un enigma por descifrar, sino de estar con él como quien acompaña una forma de vida que resiste a su propio borramiento.

En ciertos momentos, un paciente puede no reconocer ni su nombre ni el lugar donde está, pero al oír una voz conocida, su mirada se vuelve luminosa. No lo recuerda, pero responde. Y esa respuesta no es mecánica: es afectiva, es singular. Es un resto del sujeto que se aferra al mundo por una vía distinta a la palabra. La psicoanalista brasileña, Maria Rita Kehl, ha señalado que “incluso cuando el lenguaje se apaga, el deseo puede persistir en formas imprevistas” (El tiempo y el perro: La actualidad de las depresiones, 2009). Un deseo que no se articula pero se insinúa, que no se reconoce pero pulsa, que no sabe decir “yo” pero aún tiembla ante la presencia del otro. En esos casos, el analista —o el cuidador que escucha como un analista sin diván— no interpreta: simplemente está, disponible para recibir ese temblor. Quizá, entonces, el acto más psicoanalítico frente al Alzheimer no sea decir, sino sostener. Sostener una escena donde alguien pueda ser mirado como sujeto, incluso si no puede mirarse a sí mismo. Sostener la dignidad de una vida en su forma más frágil. Sostener lo que queda cuando ya no queda casi nada.

Reflexión final

Hay enfermedades que apagan, poco a poco, la luz del mundo interior. Pero incluso en la penumbra, algo late. Un gesto, un murmullo, una sonrisa fugaz: no son pruebas de memoria, sino señales de que la llama no se ha extinguido del todo. A veces, la presencia más humana es la que no exige nada: ni respuestas, ni reconocimiento, ni gratitud. Es la que se sienta al lado sin pretender detener el olvido, pero sí acompañarlo. Como quien no sabe si será recordado, pero igual decide quedarse.

Y quizás sea ése el acto más amoroso: seguir allí, cuando ya no hay quien nos vea, ni quien nos nombre. Porque aunque la memoria falle, el amor —cuando es verdadero— puede volverse memoria por los dos. ¿Y si amar, cuando ya no hay quien te ame, es la forma más pura de ser recordado?

——————–

Si esta entrada te ha conmovido o te ayudó a pensar, puedes suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir notificaciones cada vez que se publica un nuevo texto. También puedes escribirme directamente desde la pestaña Contacto, o seguirme en Instagram: @hchp1, donde comparto reflexiones, frases y fragmentos de vida.

Gracias por estar aquí. Porque tu lectura también sostiene una memoria.

No toda tristeza es depresión

“El sufrimiento psíquico no es una patología que haya que erradicar de inmediato; es, con frecuencia, una vía de acceso a la verdad del sujeto”
— Jean-Bertrand Pontalis

Queridos(as) lectores(as):

Cada vez es más común escuchar frases como: “Estoy mal, seguro tengo depresión” o “Últimamente me siento bajoneado(a), algo debo tener”. Vivimos en una época donde cualquier malestar emocional despierta sospecha clínica. Lo que antes llamábamos “una mala racha” o “una tristeza fuerte”, ahora corre el riesgo de convertirse en un diagnóstico automático. Y eso, aunque a veces ayuda, también puede volverse un problema. Porque no todo lo que duele está roto. No todo lo que molesta necesita ser eliminado. Hay malestares que nos pertenecen como parte legítima de la vida. Y si corremos demasiado rápido a etiquetarlos, podemos perdernos la oportunidad de entender qué nos están diciendo.

Este encuentro no es una negación de la depresión real, profunda, inhabilitante. Esa existe y necesita atención seria. Pero sí es una invitación a distinguir entre el sufrimiento necesario y el sufrimiento que paraliza. A preguntarnos si, en el afán de sentirnos “bien”, no estaremos silenciando emociones que podrían ayudarnos a crecer.

No toda tristeza es una enfermedad

A veces estar triste es lo más coherente que uno puede estar. Cuando muere alguien, cuando termina una historia importante, cuando el mundo cambia de manera abrupta y uno no sabe quién es frente a eso… ¿qué otra cosa se puede sentir sino una mezcla de vacío, desconcierto y dolor? Pero hemos aprendido a tenerle miedo a ese dolor. Nos han enseñado que estar tristes es sinónimo de estar mal. Y entonces, en lugar de abrazar esa tristeza, la empujamos fuera con pastillas, con distracciones, con frases hechas: “Tienes que ser fuerte”, “todo pasa por algo”, “levanta el ánimo”.

La escritora Siri Hustvedt toca esta idea con delicadeza cuando dice: “Una parte del problema con la tristeza es que se espera que se comporte bien, que no moleste, que no dure” (La mujer temblorosa, 2009). Pero la tristeza no obedece a mandatos sociales. Llega cuando lo que amamos desaparece o se transforma. Y se queda el tiempo que necesita para ser comprendida. No es un enemigo, sino una señal. A veces, la única forma que tiene el alma de recordarnos que hemos perdido algo valioso.

Lo que se gana y lo que se pierde

El diagnóstico puede ser un bálsamo. Cuando alguien pone nombre a lo que sentimos, aparece un alivio inicial: “Entonces no estoy loco, no soy débil, esto tiene una explicación”. Y sí, a veces esa explicación permite iniciar un proceso de cuidado, de contención, de tratamiento. Pero si no se da en el contexto adecuado, también puede volverse una jaula. Hay quienes llegan al análisis diciendo: “Soy depresivo” como quien ya no espera nada más de sí mismo. Como si esa palabra sellara su historia. Como si el diagnóstico les quitara el derecho a preguntarse por qué sufren. Qué les duele. Dónde comenzó todo.

El psicoanalista Juan David Nasio lo advierte con claridad: “El diagnóstico puede servir como brújula, pero nunca debe volverse un destino. Porque una vez que uno se identifica con el síntoma, deja de interrogar su origen”(El dolor psíquico, 2000). Cuando el diagnóstico se vuelve identidad, ya no hay camino. Sólo resignación. Y el dolor se convierte en algo que se padece, no en algo que se trabaja. Por eso, antes de correr a etiquetarnos, conviene detenernos y preguntar: ¿Qué me está diciendo esta tristeza? ¿Qué historia hay detrás de ella?

Tristezas que cuentan algo

No todas las tristezas son enfermedades. Muchas son narraciones inconclusas, afectos sin nombre, despedidas que no se cerraron, duelos que aún buscan ser llorados. A veces, la tristeza es el modo que tiene el alma de reclamar un lugar para lo que perdió. Recuerdo a una paciente que me dijo con voz serena, pero firme: “No estoy deprimida. Estoy de luto. Perdí a mi padre, y con él se fue una parte de mí. No quiero olvidarlo ni dejar de sentirlo. Sólo quiero que alguien me escuche sin apresurarse a sacarme de aquí”. Y eso hicimos: escuchar, respetar, acompañar sin urgencias. Porque su tristeza no era una señal de patología, sino de amor. Estaba triste porque algo había sido importante. Porque algo que valía la pena ya no estaba.

La filósofa María Zambrano, tan atenta a los ritmos interiores, lo dijo con belleza: “Sólo en la tristeza profunda se revela la vida en su hondura” (Claros del bosque, 1977). Hay dolores que no nos paralizan: nos transforman. Nos sacan del ruido para preguntarnos qué sentido queremos darle ahora a lo que queda. No hay que huir de esas tristezas. Hay que darles una silla y escucharlas hablar.

De tu tristeza, toma nota.

El mercado del alivio inmediato

Vivimos rodeados de soluciones rápidas. La industria del bienestar vende promesas de felicidad instantánea, y la psiquiatría, mal usada, corre el riesgo de volverse una respuesta automática al malestar: “¿Triste? Aquí tienes algo que lo quite”. Pero no todo debe quitarse de inmediato. Algunos dolores necesitan permanecer un rato para cumplir su función. Hoy cuesta mucho diferenciar entre el dolor necesario y el sufrimiento patológico. Todo lo que incomoda es medicalizable. Todo lo que inquieta parece “síntoma”. Pero eso nos deja más solos, más desconectados de nosotros mismos.

Porque cuando uno tapa una tristeza antes de tiempo, no la sana. La posterga. La entierra. Y lo enterrado no desaparece: se transforma en insomnio, en fatiga, en angustia muda. No estoy en contra del tratamiento. Estoy en contra del atajo. En contra del mandato de estar siempre bien, aunque por dentro estemos en ruinas.

¿Y si tu tristeza te está llevando a otro lugar?

La tristeza tiene mala prensa. Se la asocia con debilidad, con fracaso, con derrota. Pero ¿y si no fuera así? ¿Y si tu tristeza estuviera señalando algo que merece atención? Tal vez estás cambiando. Tal vez tu vida se está reajustando a algo nuevo, algo que no sabes nombrar aún. Tal vez el proyecto que tenías dejó de resonar, o te diste cuenta de que la imagen que te vendiste ya no se sostiene. Eso duele. Pero también es honesto. Es parte del despertar.

Un conocido me dijo una vez: “No me reconozco. Ya no me emocionan las mismas cosas. Estoy vacío”. Y no, no estaba vacío. Estaba transitando un pasaje. Estaba dejando atrás una identidad. Lo que sentía como vacío era, en realidad, el espacio para algo nuevo. Pero aún no tenía forma. Eso también es tristeza: la espera de algo que todavía no llega. El duelo de lo que fue, y la posibilidad de lo que será. No interrumpas ese tránsito. No lo patologices antes de tiempo.

Reflexión final

No confundamos humanidad con enfermedad. No toda tristeza es depresión. A veces, estar triste es el primer paso para reconstruirse. Si estás en un momento difícil, si lloras más de lo habitual, si hay días en que no encuentras sentido… no te etiquetes demasiado pronto. Tal vez no estás roto(a). Tal vez estás despertando. Y si la tristeza se vuelve abrumadora, si no encuentras salida, si todo se oscurece demasiado: busca ayuda. No por debilidad, sino por amor propio. Pero mientras tanto, si lo que sientes es una tristeza que te hace pensar, recordar, repensarte… entonces escúchala. Quizá es tu alma pidiéndote que no la abandones.

—————————————

Si este encuentro resonó contigo —o con alguien que quizá está atravesando una tristeza profunda— te invito a suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván. Así recibirás directamente por correo los próximos encuentros. También puedes escribirme desde la pestaña Contacto del blog si deseas compartir tu historia, hacerme llegar una pregunta o si buscar orientación. Y si aún no me sigues, puedes encontrarme en Instagram como @hchp1, donde comparto ideas breves, frases y contenidos sobre psicoanálisis, filosofía, etc.

Gracias por leer con el alma abierta.
Nos seguimos leyendo.

Justificar el daño

“El colmo del trauma no es lo que te hicieron. Es que termines convenciéndote de que estuvo bien”.
— Christiane Sanderson

Queridos(as) lectores(as):

Hay frases que uno escucha en consulta con el estómago apretado. No porque sorprendan, sino porque duelen. Duelen por la normalidad con la que se dicen, por la ternura con la que se recuerdan, por la obediencia con la que se repiten. Una de ellas es: “Bueno, no fue tan grave… igual me quiso a su manera”. ¿A su manera? ¿Qué significa eso cuando hablamos de alguien que te controló, que te humilló en nombre del amor, que manipuló tu vulnerabilidad como si fuera un interruptor que podía apagar o encender según su humor?

Estamos en una época que romantiza el trauma, lo camufla, lo justifica. En vez de llamar al abuso por su nombre, le decimos “dinámica difícil”, “relación intensa” o simplemente “algo que no funcionó”. Y muchas veces no lo hacemos por ingenuidad, sino por miedo. Miedo a aceptar que alguien que amábamos profundamente… no supo amarnos sin destruirnos un poco o bastante. Hoy vamos a hablar de eso: de la trampa emocional de justificar a quien te hirió. Porque sí, el abuso emocional existe. Y no siempre deja moretones visibles, pero sí deja almas hechas polvo.

El lenguaje del abusador

El abuso emocional no siempre se anuncia con golpes ni con amenazas. Es más sutil, más elegante, más difícil de rastrear. Es el comentario sarcástico lanzado como una broma. Es la crítica constante disfrazada de preocupación. Es el castigo silencioso que te congela cuando no obedeces. Es el “te quiero, pero…” Una paciente me relataba con voz temblorosa: “Al principio era sólo eso… que me hacía sentir que yo exageraba. Después, cada vez que discutíamos, decía que él no podía estar con alguien tan inestable. Llegó un momento en que yo le pedía perdón por llorar”.

El abuso emocional no necesita fuerza física. Necesita acceso a tu alma. A tus miedos más íntimos. A esa parte tuya que se pregunta si tal vez, sólo tal vez, mereces que te quieran a medias. Byung-Chul Han escribió que hoy vivimos en una sociedad del rendimiento donde uno mismo se vuelve explotador de sí mismo. En el abuso emocional ocurre algo parecido: la víctima termina siendo parte del mecanismo que la somete.

Las excusas que nos tragamos

Hay algo muy cruel en el modo en que justificamos el daño. A veces, nos volvemos más defensores del abusador que testigos de nuestro propio sufrimiento. Y no es porque no lo sintamos, sino porque nos resulta insoportable mirarlo de frente. “Es que nadie le enseñó a amar”. “Él también tenía ansiedad”. “Yo era muy demandante». “Ella tuvo una infancia difícil». Sí, puede que todo eso sea cierto. Pero no borra el daño. El hecho de que alguien esté herido no le da derecho a herirte también. Lo que pasa es que a veces necesitamos justificarlo porque reconocer el abuso nos haría enfrentarnos a una nueva pérdida: la del amor idealizado.

La filósofa Simone Weil decía que “La desgracia arrastra al alma hasta el último límite de la miseria” (La gravedad y la gracia, 1947) Y sí, a veces la desdicha hace que la víctima se convenza de que lo que vivió no fue tan malo, sólo para poder seguir caminando. Pero hay que tener el valor de llamar al daño por su nombre. No por rencor, sino por dignidad.

¿Por qué nos cuesta tanto nombrarlo?

Nombrar lo que nos hicieron es también nombrar lo que permitimos. Y eso nos llena de vergüenza. ¿Cómo pude quedarme tanto tiempo ahí? ¿Cómo pude amar a alguien que me apagaba? ¿Cómo no me di cuenta? Nos cuesta porque al reconocerlo, toca rehacer toda la historia. Desde el principio. Como si tuviéramos que quemar el diario donde habíamos escrito nuestra versión del amor. Y sin diario, ¿quiénes somos?

Vivimos en una cultura que espiritualiza el aguante. “Perdona”, “entiende”, “suelta”. Pero pocas veces se dice: “nómbralo”, “denúncialo”, “párate frente a eso y no te muevas”. La sanación no siempre es suave. A veces arde. A veces implica decir: sí, me lastimaron. No, no estuvo bien. Y no lo voy a justificar más. Recuerdo cariñosamente a una amiga, cuyo padre la insultaba cada vez que se equivocaba. Nunca la tocó, pero la hacía sentir inútil. Ya adulta, decía: “Es que él quería que yo fuera fuerte. Me estaba formando para el mundo”. No, amiga. No era formación. Era violencia emocional. Y está bien que te duela decirlo.

Hay quienes piensan que el amor real es el que más duele. Y no, no es así…

Del dolor que libera al dolor que encadena

No todo dolor es crecimiento. Hay dolores que son cárceles, que se repiten como un eco porque nadie se atrevió a interrumpir el sonido. Justificar a quien te hirió es como ponerle flores a una celda. Puede parecer bonito, pero sigues encerrado. El dolor que libera es el que se dice, el que se llora, el que se escribe aunque sea con la mano temblando. Es el que atraviesa la vergüenza y la culpa, y llega al otro lado, donde hay palabras nuevas: límite, derecho, reparación, libertad.

Un conocido me decía: “No sé por qué me duele más reconocer que fue abuso que haberlo vivido”. Y otro le contestó: “Porque cuando lo vivías, al menos tenías la fantasía de que algún día iba a cambiar. Ahora sabes que no”. Aceptar eso duele. Pero también libera. Porque uno ya no espera nada del otro. Comienza a esperarse a sí mismo.

Y tú, ¿de qué te estás convenciendo?

Hoy quiero hacerte unas preguntas que no buscan culparte, sino despertarte: ¿qué historia te estás contando para no enfrentarte al dolor real? ¿Sigues pensando que él era “bueno, pero confundido”? ¿Que ella te amaba, pero tenía miedo? ¿Que tú eres el problema porque siempre fuiste “demasiado”? Tal vez esa historia te ayudó a sobrevivir. Pero ya no necesitas sobrevivir: necesitas vivir. Y para eso, hay que dejar de justificar. No estás solo, no estás sola. No estás loco, no estás loca. No estás exagerando. Y si hay una parte de ti que se sintió reconocida en estas líneas, entonces ya comenzaste el camino de regreso. A tu voz. A tu verdad. A tu vida sin disfraces.

Sanar no es olvidar. Sanar es dejar de mentirse para proteger quien te rompió. No necesitas gritarlo, pero sí decirlo. Aunque sea en voz baja. Aunque sea hoy, frente a esta pantalla, en la soledad de tu habitación. “Eso que me hicieron estuvo mal”.
Y aunque nadie más lo entienda, tú lo sabes. Y eso basta.


Si esta entrada resonó contigo, suscríbete a Crónicas del Diván para recibir las siguientes publicaciones. Es gratuito y respetuoso con tu tiempo. También puedes escribirme desde la pestaña Contacto si deseas compartir tu historia o pedir orientación.

Sígueme en Instagram para más contenido: @hchp1.

Gracias por leer con el corazón.

C.S. Lewis y el dolor

“El dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla en nuestra conciencia, pero grita en nuestro dolor. Es su megáfono para despertar a un mundo sordo”.
— C.S. Lewis

Queridos(as) lectores(as):

A veces basta un diagnóstico, una llamada en la madrugada, una ausencia inesperada, para que la vida se quiebre sin previo aviso. Es en ese instante —cuando el alma tiembla y el cuerpo no entiende— que surge la pregunta que ha atravesado los siglos: ¿por qué duele? Escribir sobre el dolor es arriesgarse a pisar terreno sagrado y herido. No hay respuestas fáciles, ni fórmulas que consuelen de verdad. Pero hay voces, como la de Clive Staples Lewis, que se atreven a mirar el sufrimiento con una mezcla rara de lucidez, fe y ternura. En El problema del dolor (1940), Lewis no sólo piensa el dolor: lo escucha, lo atraviesa, lo interroga desde su experiencia y su fe. Y eso, en sí mismo, es un acto de profundo amor.

Este encuentro no pretende resumir el libro, sino dejar que algunas de sus intuiciones dialoguen con lo que he vivido y visto en el diván, en los pasillos de los hospitales, en los silencios de quienes no saben cómo seguir. Porque si el dolor tiene algún sentido, quizás sea este: que aún heridos, aún rotos, podemos mirar al otro con compasión verdadera. Que el dolor —cuando no se glorifica ni se niega— puede ser un lugar de encuentro, no de condena. Vamos paso a paso. Que esta lectura no sea un peso más, sino un pequeño descanso en medio del camino.

El dolor como escándalo de la conciencia

Hay dolores que no se pueden explicar sin traicionar su peso. La muerte de un hijo, una enfermedad injusta, la traición de alguien amado… Hay dolores que no se comprenden, sino que se padecen. Para C.S. Lewis, el dolor no es un problema intelectual cualquiera, sino el mayor obstáculo para la fe de un alma sensible: “Si Dios fuese bueno, desearía que sus criaturas fueran perfectamente felices; y si fuese omnipotente, podría lograrlo. Pero las criaturas no son felices. Por tanto, parece que Dios carece de bondad, de poder, o de ambas cosas” (El problema del dolor, 1940). Lewis no esconde esta objeción: la enfrenta. Y lo hace con la honestidad de quien ha amado, sufrido y pensado profundamente. Porque el escándalo del dolor no está sólo en lo que se siente, sino en lo que contradice: la idea de un mundo justo, de un Dios bueno, de una vida con sentido.

En el consultorio, he escuchado muchas veces ese mismo lamento, aunque venga envuelto en otras palabras. Una mujer que fue abusada en la infancia y se pregunta si todo estaba ya escrito. Un hombre que pierde su empleo y con él, su dignidad. Padres que no logran proteger a sus hijos. Gente buena que, simplemente, no puede más. Lo que duele no es sólo el hecho, sino la experiencia de desamparo, la sensación de que el dolor desmiente todo lo que nos dijeron que era la vida. Y sin embargo —como decía el poeta Paul Claudel—: “Dios no vino a suprimir el sufrimiento. No vino a explicarlo. Vino a llenarlo con su presencia». En esto radica uno de los grandes aportes de Lewis: el dolor no es prueba de la ausencia de Dios, sino quizá el único lugar donde algunos llegan a escucharlo. “El dolor es el megáfono de Dios para despertar a un mundo sordo”, insiste Lewis. No como castigo, sino como llamado. Claro que esto no consuela a la ligera. A veces, en la clínica, lo único que uno puede hacer es estar allí, callado, cuando el otro se desmorona. Porque hay dolores que no piden explicaciones, sino brazos abiertos. Y aún así —con el tiempo, con ternura, con trabajo— muchos descubren que el dolor no fue el final. Que, extrañamente, fue el principio de una vida más verdadera.

El amor que duele: cuando Dios no nos deja en paz

Lo más provocador de El problema del dolor no es que Lewis defienda la existencia de Dios a pesar del sufrimiento, sino que se atreva a decir que es justamente porque Dios nos ama que permite que suframos. En sus palabras: “No es la benevolencia del que quiere simplemente que los hombres estén contentos, sino la del artista que no descansará hasta haber plasmado su imagen perfecta en la criatura” (El problema del dolor, 1940). No es fácil aceptar esta idea. Suena incluso cruel. ¿Qué clase de amor permite el quebranto? ¿Qué tipo de Dios “moldea” con lágrimas? Lewis no habla desde la teoría. Él mismo perdería años después a su esposa Joy por un cáncer devastador, y escribiría Una pena en observación (1961) como testimonio desgarrado. Ya no era el académico brillante, sino un hombre roto. Y aún así, no renegó de Dios. Cambió su tono, su confianza, su fe infantil… pero no dejó de creer. Porque comprendió que el amor divino no es complaciente: es transformador. Y a veces, transforma a través del crujir de los huesos.

Muchos pacientes llegan a consulta destrozados no sólo por lo que han vivido, sino por la pregunta latente: ¿por qué yo? Y en esa pregunta hay una queja, sí, pero también una intuición: que la vida —y quizás Dios— tiene algo que decirnos incluso en la ruina. Esto me conmueve personalmente porque me hace recordar a mi papá, quien en su profunda sensibilidad y sabiduría, me hacía pensar en otra pregunta: ¿por qué yo no? Mi amigo Uriel, de hecho, me hablaba con la calidez de un amigo, pero sobre todo de un hermano en la fe: «Las tribulaciones que vivimos muchas veces nos ayudan a poner más atención en cosas que no veríamos de estar en paz o en calma». ¿Quiénes somos para no tener que vivir lo que otros viven con absoluta dignidad?

El amor que duele no es sádico. Es exigente. Lewis compara a Dios con un cirujano: una vez que ha comenzado la operación, no puede detenerse solo porque el paciente sufre. Su finalidad no es herir, sino curar. Pero no lo hace a medias. Como un escultor que talla a golpe de martillo, porque ve en el mármol una belleza que aún no ha emergido. Claro que todo esto sólo puede decirse con humildad. Cuando uno no es quien está sufriendo, lo mejor es guardar silencio. Pero cuando uno ha pasado por el fuego —y sabe que no fue en vano— entonces estas palabras pueden comenzar a tener sentido. No como explicación, sino como compañía.

«No basta con decir que el sufrimiento enseña; si lo hace, es porque ha sido escuchado».
-C.S. Lewis, El problema del dolor (1940)

Dolor, dignidad y sentido en la clínica

Una de las grandes intuiciones de C.S. Lewis es que el sufrimiento no nos deja igual. “Dios susurra en nuestros placeres, habla en nuestra conciencia, pero grita en nuestro dolor” —no es sólo una imagen poética, sino una verdad clínica. Porque el dolor, cuando no se anestesia ni se niega, puede volverse revelación. Y lo revelado no siempre es algo nuevo: a veces es algo olvidado. Lo he visto muchas veces en el consultorio: el hombre que se quiebra después de años de sostenerlo todo, y por fin puede decir que tiene miedo. La mujer que empieza a dormir bien sólo después de permitirse llorar. El joven que reconoce que no odia a sus padres, sino que quiere ser visto. Y también he visto lo contrario: personas en quienes el dolor ha fermentado en resentimiento, desconfianza o rabia muda. Porque el sufrimiento no es maestro automático de nada. Sólo puede enseñar si encuentra un oído que escuche, un otro que acompañe, un espacio donde hablar sin ser juzgado.

En El problema del dolor, Lewis distingue entre el sufrimiento físico y el moral, pero reconoce que ambos afectan el alma. En clínica, esa distinción se vuelve difusa: hay cuerpos que somatizan lo que no pueden decir, y hay dolores emocionales que se experimentan como heridas en la carne. Por eso, acompañar el dolor no es sólo intervenir en lo que “duele”, sino en lo que esa persona ha hecho —o no ha podido hacer— con su historia. Recuerdo un paciente que había atravesado una infancia marcada por el abandono. Durante meses, hablaba como si todo le fuera indiferente. Pero una vez —al mencionar que, de niño, fingía dormir para no escuchar a sus padres pelear— se quedó en silencio. Y luego, con la voz quebrada, dijo: “Yo quería que alguien me defendiera”. No hablaba un adulto: hablaba el niño que aún no había podido dolerse en paz. A partir de ahí, comenzó el trabajo real. Lewis insiste en que Dios no quiere que seamos “felices” a cualquier precio, sino santos. Esto puede sonar lejano, incluso hostil, si se lo dice a alguien en crisis. Pero si lo traducimos: Dios desea que seamos verdaderos. Que nuestra dignidad no dependa del éxito, del cuerpo joven o del reconocimiento externo. En clínica, eso también se busca: que la persona descubra que, incluso en medio del dolor, hay un “sí” que puede decir a la vida. A veces pequeño, casi susurrado. Pero real.

No sentido, sino presencia

Hay historias que no se olvidan, no por lo escandalosas, sino por lo profundamente humanas. Una mujer me contó una vez que, tras años de vivir violencia familiar, huyó una noche con su hija pequeña y una maleta. Terminó en un refugio. No tenía trabajo, ni red, ni autoestima. Durante meses, cada palabra suya era una mezcla de culpa y vergüenza. Pero hubo un punto de inflexión: una mañana, mientras barría, su hija le dijo: “Me gusta más tu risa cuando estamos solas”. Esa frase fue un parteaguas. “Entonces supe que todavía podía empezar otra historia”, me dijo. El dolor no desapareció. Pero ya no era el dueño de su vida. Otro caso que me marcó fue el de un hombre que, tras perder a su esposa en un accidente, se negó durante años a rehacer su vida. No por fidelidad, sino por miedo. Miedo a olvidar, miedo a traicionar, miedo a volver a amar. En consulta, me dijo un día: “La única manera en que ella sigue viva es si yo no soy feliz sin ella”. Nos quedamos en silencio. Y luego preguntó: “¿Será que ella querría eso?”. No respondí. No hizo falta. El dolor que lo había encerrado empezó a volverse recuerdo, no cárcel. A los meses, volvió a la música —ella era pianista— y empezó a tocar de nuevo. No para olvidarla, sino para recordarla de otro modo.

Lewis diría que lo que esas personas encontraron no fue un sentido abstracto, sino una Presencia. “El dolor elimina las ilusiones sobre nosotros mismos” —escribió— “y nos obliga a ver quiénes somos y quién es Dios” (El problema del dolor, 1940). No para condenarnos, sino para liberarnos de todo lo que nos impide vivir con verdad. A veces, acompañar a alguien en su dolor es como quedarse junto a él mientras cruza un puente roto. No se trata de dar respuestas, sino de ser testigo. Y hay algo en ese testimonio compartido que convierte el sufrimiento en semilla.

Reflexión final

Hay dolores que nos cambian para siempre. Sería injusto decir que todo se supera, que el tiempo cura, que basta con ver el lado positivo. A veces no hay “lado positivo”. A veces sólo hay ruinas, silencio y preguntas que duelen más que el propio hecho vivido. Pero también es cierto —y lo digo no desde el dogma, sino desde lo visto y vivido— que el dolor puede transformarse. No se borra. No se explica del todo. Pero puede encontrar un lugar donde no destruya, sino fecunde. Como las grietas por donde entra la luz, como las cicatrices que no tapan la herida, pero sí indican que hubo sanación. C.S. Lewis no escribió El problema del dolor desde la comodidad. Su fe no fue nunca un escudo contra el sufrimiento, sino una forma más profunda de atravesarlo. En uno de sus pasajes más hermosos, escribió: “He aprendido ahora que mientras aquellos que no sufren pueden ayudarnos por lo que dicen, los que han sufrido pueden ayudarnos por lo que son”. Eso es lo que más necesitamos: no explicaciones perfectas, sino presencias verdaderas.

Si estás pasando por un momento oscuro, que sepas esto: no estás solo(a). Y aunque no lo parezca ahora, es posible que algún día, lo que hoy te rompe sea también lo que te vuelva más compasivo(a), más libre, más profundo(a). No porque el dolor sea bueno, sino porque tú eres más grande que tu herida. Que podamos ser, cada uno a su modo, testigos del consuelo. Porque a veces, basta con que alguien nos mire con ternura para volver a creer que la vida todavía puede ser hermosa.


Si este encuentro te habló al corazón, te invito a suscribirte gratuitamente al blog. Recibirás nuevas reflexiones cada semana. También puedes escribirme directamente desde la pestaña “Contacto” si deseas compartir tu experiencia o dejar un comentario.

Nos seguimos leyendo.

La vida después del error

«No puedes echar a perder toda una vida por un error».
-John Nolan (The Rookie)

Queridos(as) lectores(as):

No sé en qué momento exacto aprendimos a tratarnos tan mal. Tal vez fue en la escuela, cuando un tropiezo bastaba para marcarte de burla. O en casa, cuando el amor pareció condicionado a portarse “bien”. O quizás más tarde, cuando nos hicimos adultos y el mundo empezó a juzgarnos con una mirada fría, sin margen de error. Hay días en los que uno siente que ya no puede con nada más. Y no porque todo esté mal, sino porque uno ya no cree merecer otra oportunidad. Como si un error bastara para borrar todo lo que fuimos, todo lo que podríamos ser. Es en esos días —que suelen llegar sin avisar— cuando una frase sencilla, dicha por un personaje de ficción, puede ser más real que todo lo demás: “No puedes echar a perder toda una vida por un error”.

Esa frase la dice John Nolan en la serie The Rookie (que recién la estrenaron en Netflix), un hombre que a sus cuarenta y tantos empieza desde cero en la academia de policía en Los Ángeles. Lo tratan con recelo, con burla, con desdén. Pero no se rinde. Porque Nolan no es un héroe perfecto: es un hombre con historia, con miedos, con culpas. Pero no está dispuesto a dejar que un sólo momento defina su vida entera. Y eso, a veces, es todo lo que se necesita para volver a caminar. Hoy quiero hablarte, a ti que lees esto con el corazón hecho trizas. A ti que te preguntas si todavía vale la pena intentar. A ti que crees que fracasaste y ya no hay más por hacer. Este encuentro es para recordarte —y recordarme— que no estamos solos, que nadie merece vivir exiliado de sí mismo, y que un solo error nunca podrá definir una existencia entera.

El peso de un solo error

Un solo error puede ser como una piedra en el zapato… pero hay quienes la convierten en la piedra angular de su autoacusación. Una palabra mal dicha, una decisión precipitada, una pérdida que no supimos evitar. Y de pronto, como si fuéramos jueces implacables de nuestra propia alma, nos condenamos a vivir desde la vergüenza. El filósofo danés, Søren Kierkegaard, decía: “La angustia es el vértigo de la libertad” (El concepto de la angustia, 1844). Es decir: cuando descubrimos que somos libres de elegir —y también de equivocarnos— sentimos miedo, incluso culpa, por esa misma libertad. Pero eso no significa que la libertad sea un error. Significa que hay que aprender a convivir con la fragilidad sin destruirnos por ella.

Recuerdo una paciente que, tras una ruptura amorosa que no supo manejar, se auto definía con estas palabras: “Soy una persona que arruina lo que ama”. Esa frase me conmovió, no sólo por el dolor que encerraba, sino por la injusticia que implicaba. Nadie debería reducirse a su peor momento. Pero a veces lo hacemos, convencidos de que estamos siendo justos con nosotros mismos, cuando en realidad estamos siendo crueles. También me ha pasado a mí. Hubo un tiempo en que creí que un solo fracaso me había arruinado la vida. Me culpé más de la cuenta, y terminé aislándome, como si no mereciera compañía, alegría o descanso. Ahora sé que ese juicio no venía del amor, sino del miedo. Y que el miedo, cuando no se lo enfrenta con ternura, se disfraza de sentencia.

¿Cuántas veces creíste que un error te definía?

La sociedad que castiga sin redención

Vivimos en una época donde lo imperdonable no es la maldad, sino el error. Nos hemos convertido en una sociedad donde fallar no sólo se paga caro: se paga para siempre. Como si el mundo —ese gran jurado invisible— dijera: “Te equivocaste, ya no tienes derecho a volver a intentarlo”. Y eso cala hondo. Porque lo escuchamos en las redes sociales, en el trabajo, en la familia… y al final, también en nuestra conciencia. Michel Foucault, en su estudio sobre el castigo moderno, observaba con lucidez: “El poder no castiga para corregir: castiga para vigilar, para controlar, para marcar” (Vigilar y castigar, 1975). Y aunque hablaba de las cárceles y los sistemas penales, su análisis se aplica también al alma: cuando alguien se equivoca, la cultura actual no busca que sane, sino que quede etiquetado. Cancelado. Anulado. Y peor aún: muchas veces somos nosotros mismos quienes nos aplicamos esa sentencia.

Hay algo profundamente triste en esto: hemos olvidado el valor del perdón, del volver a empezar, del error como parte del aprendizaje. Todo debe salir bien a la primera. Todo debe verse perfecto. Todo debe encajar. Pero… ¿y si no? ¿Qué pasa cuando uno no se ajusta a esa medida imposible? En mi experiencia con pacientes y amigos que se sienten fracasados, suele haber una constante: todos temen haber decepcionado al mundo. Ya no se trata sólo de lo que pasó, sino de lo que creen que el mundo espera de ellos: éxito sin fisuras, estabilidad emocional, logros medibles. Y si no cumplen con eso, sienten que ya no tienen nada que ofrecer. Pero el mundo está equivocado. Y hay que decirlo con claridad.

No hay vida humana sin errores. Y no hay redención sin humanidad. Cancelar a alguien por su error es tan absurdo como arrancar una flor porque no florece en invierno. Decía Clarice Lispector: “Perdonarse a uno mismo es una forma de amor tan difícil como necesaria” (La hora de la estrella, 1977). Pero ese perdón requiere ir en contra del ruido cultural. Requiere valentía. Porque perdonarse no es excusarse: es comprenderse. Y comprenderse no es debilidad: es resistencia. Quizás por eso personajes como Nolan nos conmueven tanto. Porque en un mundo que exige perfección, él representa lo contrario: la posibilidad de comenzar otra vez. La dignidad de no rendirse. La ternura de los que caen… y aún así se levantan.

El consuelo de los valientes

No se habla lo suficiente de la valentía que se necesita para seguir adelante cuando uno se siente roto. Vivimos tan obsesionados con los logros y las apariencias que solemos llamar “valiente” sólo a quien triunfa. Pero hay un tipo de coraje mucho más silencioso, más íntimo: el de quienes, aunque heridos, eligen no rendirse. John Nolan no es un superhéroe. Es un hombre que ha cometido errores. Ha fallado en su matrimonio, ha perdido su rumbo, ha tenido miedo. Y sin embargo, en lugar de esconderse, elige volver a empezar. No para demostrar nada, sino porque la vida, simplemente, aún no ha terminado para él. Y esa convicción es profundamente consoladora. Me he cruzado con personas así en la vida real. Una mujer que, tras años de violencia doméstica, decidió rehacer su vida desde un cuarto rentado y un taller de repostería. Un joven que salió de una adicción y, aunque el mundo no dejó de mirarlo con sospecha, comenzó a estudiar enfermería porque quería “curar como me curaron”. Ninguno de ellos se sentía fuerte. Pero lo eran. Y su fuerza no venía de haberlo hecho todo bien, sino de no haberse abandonado del todo.

Jacques Lacan decía: “El acto más ético es aquel que se sostiene aún cuando no garantiza ningún reconocimiento” (Seminario VII: La ética del psicoanálisis, 1959-60). Seguir adelante sin aplausos. Sin promesas. Sin certezas. Esa es la ética profunda del que no se rinde. Y cuando uno está en el suelo, no hay consuelo más grande que saber que aún es posible intentarlo. Que se puede ser valiente no desde el éxito, sino desde la decisión humilde de continuar. A veces, basta una sola escena, una sola palabra, una sola presencia para recordárnoslo. Cuando escuché a Nolan decir esa frase —“No puedes echar a perder toda una vida por un error”— sentí que alguien, por fin, me hablaba sin juzgarme. Como si hubiera espacio para mí, incluso con mis torpezas. Como si aún tuviera derecho a construir algo nuevo. Porque lo tengo. Porque lo tienes. Y mientras haya aliento, hay posibilidad.

No todo está perdido, aunque lo parezca

Hay momentos en que uno mira su vida y no ve más que escombros. Todo parece un error, una mala elección, un “debí haberlo sabido antes”. Uno se sienta entre los restos, exhausto, y cree —con amarga sinceridad— que ya no queda nada por hacer. Pero esa sensación, aunque sea real, no es definitiva. Porque lo que parece ruina, a veces es sólo el terreno limpio donde puede construirse algo nuevo. Hace unos años, una amiga muy cercana —una mujer brillante, generosa, con vocación de cuidado— me confesó con lágrimas en los ojos que sentía que su vida “ya no valía la pena”. Había perdido el rumbo laboral, atravesaba una separación, y se sentía “como un proyecto fallido”. Le respondí lo único que me salió en ese momento: “¿Y si no estás acabada? ¿Y si estás naciendo de nuevo?”. No lo dije como consuelo barato. Lo dije porque, en el fondo, lo creo. El sufrimiento no es señal de inutilidad. Es signo de transformación. Y aunque duela —porque duele mucho—, también puede ser la puerta hacia una vida más propia, más consciente, más verdadera.

El poeta y dramaturgo alemán, Bertolt Brecht, escribió: “Hay quienes luchan un día y son buenos; hay quienes luchan un año y son mejores; pero hay quienes luchan toda la vida: esos son los imprescindibles” (Poemas y canciones, 1951). Tú, lector(a), que estás leyendo esto con un nudo en la garganta… eres de esos imprescindibles. No por lo que logras. No por lo que los demás vean. Sino por no rendirte del todo. Por seguir leyendo, buscando, resistiendo. Por ser capaz de preguntarte si aún hay algo más. Y claro que lo hay. Tal vez no se parezca a lo que soñaste. Tal vez tengas que soltar lo que no fue. Pero hay una vida posible después del error. Hay encuentros nuevos, tareas pequeñas que dan sentido, silencios llenos de compañía, cafés que saben a tregua, frases que llegan justo a tiempo. Permítete reconstruirte sin prisa. Perdónate con la misma dulzura con la que mirarías a un niño que tropezó. Recuerda que incluso en las historias más oscuras, hay páginas en blanco esperando ser escritas. No todo está perdido. No mientras sigas aquí. No mientras haya alguien que aún te nombre con ternura —aunque ese alguien seas sólo tú.

Unas palabras para ti

Si has llegado hasta aquí, gracias. No por leerme —eso es lo de menos—, sino por no rendirte contigo. Por atreverte a mirar ese rincón doloroso y, aun así, quedarte un poco más. No eres tu error. No eres tu caída. No eres ese momento que te sigue como una sombra. Eres alguien que ha vivido. Que ha amado. Que ha perdido. Que ha querido hacer las cosas bien, aunque a veces no haya sabido cómo. La vida no se define por un instante. Ni siquiera por varios. La vida —la verdadera— se define por el modo en que respondemos a lo que nos rompe. Por la capacidad de volver a mirar el mundo, aunque los ojos estén cansados. Por la dignidad de seguir de pie, incluso cuando nadie lo nota.

Y sí: puedes volver a empezar. Hoy. Mañana. Cuando estés listo(a). Sin prisa. Sin demostrar nada. Nolan tenía razón: no puedes echar a perder toda una vida por un error. Pero yo me atrevería a ir un poco más lejos: no puedes dejar que el dolor tenga la última palabra… cuando aún queda tanto por decir.


¿Te gustaría seguir recibiendo textos como este?

Puedes suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván y recibir notificaciones por correo cuando haya una nueva entrada. También puedes escribirme —si quieres compartir algo, si necesitas hablar, o si simplemente deseas que alguien te escuche— en la pestaña Contacto.

Gracias por estar aquí. Gracias por seguir.

Nos leemos pronto.

Por favor: descansa

“Cuando el trabajo no descansa, se convierte en castigo; y cuando el corazón no se aquieta, ni el amor puede florecer”.
Françoise Dolto

Queridos(as) lectores(as):

Hay días en los que uno siente que ya no puede más, pero sigue. No porque tenga fuerzas, sino porque teme decepcionar, fallar, quedar mal. El cuerpo da señales, los pensamientos se enturbian, el alma se apaga de a poco… y aún así uno responde mensajes, atiende pendientes, dice “sí” cuando lo que necesita es una pausa larga y silenciosa. Vivimos en una época que glorifica la disponibilidad permanente. Siempre hay alguien que puede “sólo un momento” llamarte, pedirte un favor, contarte su crisis o mandarte un archivo “urgente”. Como si el cansancio ajeno fuera prioridad y el propio, una falta de carácter.

Este encuentro no va dirigido a quienes quieren hacer más, sino a quienes ya no pueden. A quienes se sienten culpables por estar cansados. A quienes se han convencido de que si no están siempre disponibles, dejan de valer. Hoy quiero invitarte a pensar el descanso no como un lujo, sino como una responsabilidad con uno mismo. Porque también se ama sabiendo decir “ahora no puedo”. Porque hay un momento en el que no descansar deja de ser generosidad y empieza a ser autoabandono.

Cuando el alma pide tregua

Hay un tipo de agotamiento que no se quita con dormir. Es ese que se acumula cuando uno ha dado de más, ha sostenido demasiado, ha callado lo que le duele y ha postergado lo que necesita. Ese cansancio —que no es sólo físico, sino emocional, afectivo, espiritual— tiene una forma de colarse por todo el cuerpo: se aloja en los hombros tensos, en el pecho que pesa, en el pensamiento que se nubla con facilidad. Y sin embargo, vivimos en un mundo que nos empuja a seguir como si nada. El problema no es sólo el ritmo, sino el mandato: si te detienes, decepcionas; si descansas, estás siendo flojo; si te desconectas, dejas de pertenecer. Lo perverso no es el esfuerzo, sino la imposibilidad de retirarse sin culpa. Hemos confundido presencia con valor, productividad con dignidad, y eso nos ha llevado a una mentira peligrosa: que el cansancio debe esconderse, como si fuera un fracaso.

La psiquiatra y ensayista, Marion Milner, escribió alguna vez: “La libertad no está en hacer más cosas, sino en poder dejar de hacerlas sin sentir que perdemos el sentido” (Sobre no poder pintar, 1950). Saber parar, detener la máquina, desactivarse, no es señal de debilidad: es una forma de consciencia. El alma necesita tregua. No para volverse inútil, sino para no volverse ausente. Porque incluso lo que amamos —el trabajo, la familia, los demás— se vuelve peso cuando lo llevamos sin aire.

El mito de estar siempre para todos

Hay una idea que nos arruina sin que lo notemos: la de que debemos estar siempre disponibles para quienes nos necesitan. Que ser buena persona es no poner límites. Que el cariño se demuestra atendiendo de inmediato, sin importar si uno puede, quiere o está en condiciones de hacerlo. Esto no es generosidad. Es autoexigencia disfrazada. Y muchas veces nace no tanto del amor, sino del miedo: miedo a ser reemplazados, olvidados, juzgados. Miedo a no ser indispensables. El celular ha vuelto esta trampa casi invisible. Los mensajes llegan a cualquier hora, los grupos de trabajo no duermen, y quien no responde parece desinteresado o irresponsable. “Sólo te tomará cinco minutos”, dicen. Pero son cinco minutos del cuerpo agotado, del alma que ya no puede, del descanso que nunca llega. Y esos minutos —una y otra vez— van quitándonos el día, la paz, la salud.

El filósofo español, José Antonio Marina, escribió: “Vivimos tan pendientes de los otros, que hemos dejado de tener intimidad con nosotros mismos” (Anatomía del miedo, 2006). Y sin intimidad, uno no descansa: se anestesia, se apaga, se pierde en el ruido. Estar siempre para todos puede ser una forma muy sutil de no estar para uno mismo. Y nadie —escucha bien— puede sostener al mundo entero si no se da permiso de soltarlo, aunque sea un rato.

Desconectarse también es cuidarse

Uno de los mayores obstáculos para el descanso hoy no es la carga de trabajo… sino la carga de estímulos. Información, conversaciones, alertas, noticias, audios, memes, notificaciones, llamadas: todo sucede a la vez, todo exige respuesta, todo parece urgente. Pero no lo es. Hemos confundido lo inmediato con lo importante. El celular, que tanto nos conecta, también nos quita la posibilidad de estar verdaderamente solos, o verdaderamente presentes. Ya no hay silencios, ya no hay pausas. Incluso cuando “descansamos”, lo hacemos con una pantalla en la mano. Y el alma, que no puede apagarse del todo, permanece en guardia. Apagar el teléfono no es huir del mundo, es recordarle al cuerpo y a la mente que no todo está bajo nuestro cuidado. Que hay cosas que pueden esperar. Que hay momentos que no necesitan ser compartidos, grabados, respondidos. Sólo vividos.

Franco “Bifo” Berardi lo dijo con crudeza: “La sobreexposición a la conectividad ha destruido nuestra capacidad de elaborar el dolor, de procesar el cansancio, de pensar el futuro” (Después del futuro, 2011). No saber desconectarse no es valentía. Es un síntoma. Quizá uno de los actos más revolucionarios hoy —y más sanadores— sea dejar el celular a un lado, aunque sea una hora, y escuchar el silencio. O el canto de los pájaros. O la respiración propia. Volver a habitar el cuerpo como quien regresa a casa.

A veces el cuerpo lo dice antes que el alma: “ya no puedo más”.

El descanso no es un lujo, es un acto de responsabilidad

Aprender a descansar es, en el fondo, un acto de madurez. No se trata sólo de dormir o de tomarse unas vacaciones, sino de asumir que el cuerpo y el alma necesitan cuidados, no sólo exigencias. Que no basta con funcionar: hay que habitarse. Escucharse. Sostenerse con ternura.nHay quien cree que descansar es abandonar la misión, desviarse del camino, o dejar solos a los demás. Pero no. Descansar es lo que permite continuar. Es lo que evita que uno estalle, que hable con ira, que enferme, que trate con desprecio a quienes más ama. Porque el alma agotada no ama: sobrevive. Y el cuerpo saturado no piensa: reacciona. El descanso no es egoísmo. Egoísta es quien se cree tan indispensable que no puede retirarse ni un instante. Quien no confía en que el mundo puede seguir sin él, sin ella, un rato. Quien no se concede espacio para estar, simplemente, consigo mismo.

Por ello es que Simone Weil escribió: “La atención verdadera es un acto de generosidad, pero sólo puede ofrecerla quien no está exhausto” (La gravedad y la gracia, 1947). Cuidarse es también preparar el corazón para volver a dar sin resentimiento, sin desgaste, sin angustia. El descanso no es el final del camino: es el claro en el bosque donde uno respira para continuar. Y a veces, detenerse a respirar es lo más valiente que se puede hacer.

Algunas ideas sencillas para descansar mejor

Descansar no siempre significa hacer menos. A veces, significa hacer distinto. Aquí te dejo algunas sugerencias que pueden ayudarte a reconectar contigo mismo y recuperar energía:

  • Desconéctate intencionalmente del celular al menos una hora al día. Ponlo en modo avión o déjalo en otra habitación. Tu mente necesita silencio.
  • Establece un horario de descanso sin culpa. No lo negocies. Así como agendas reuniones, agenda pausas. El mundo no se va a caer si tomas un respiro.
  • Aprende a decir “no por ahora”. No todo requiere una respuesta inmediata. No todo lo urgente es importante.
  • Haz algo que no tenga propósito. Leer por placer, caminar sin destino, escribir, mirar el cielo. Recuperar lo inútil es recuperar lo humano.
  • Cuida el cuerpo como quien cuida una casa. Dormir bien, comer con calma, respirar profundo. Lo básico no es banal: es sagrado.
  • Busca momentos de soledad elegida. No para huir del mundo, sino para volver a ti mismo(a) con menos ruido.

Tal vez nadie te lo ha dicho con claridad, así que permíteme hacerlo ahora: no todo puede esperar de ti. Hay cosas que sí. Pero no todo. Y tú no puedes seguir creyendo que decir “no puedo más” es un pecado, una traición o una señal de debilidad. A veces, lo más fuerte que puede hacer alguien es detenerse. No responder ese mensaje. No atender esa llamada. No prometer lo que no puede dar. A veces, lo más amoroso es desaparecer un rato para volver con el alma menos rota. Si estás cansado(a), no estás mal. Estás vivo(a). Estás sintiendo. Estás llegando a un límite. No eres débil: estás honrando tu cuerpo, tu mente, tu historia. Escúchate. Haz espacio para ti. Cierra los ojos. Baja el ritmo. El mundo puede esperar. Tú no.

————————————————————————————————————–

Si esta entrada te habló, si te hizo detenerte un momento o simplemente sentirte acompañado(a) en tu cansancio, me alegra profundamente. Crónicas del Diván es un espacio pensado para eso: para respirar, pensar, cuestionar, y tal vez —de vez en cuando— descansar juntos. Te invito a seguir el blog, es gratuito y puedes recibir notificaciones por correo cada vez que se publique una nueva entrada. Y si quieres contarme algo, compartir una experiencia o simplemente saludar, puedes escribirme desde la pestaña Contacto.

Gracias por estar aquí.
Nos leemos pronto.

Contra la infatilización del pensamiento

“La verdad no se impone más que por la fuerza de la verdad misma, que penetra con dulzura en las almas.”

—San Juan XXIII

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en una época que se precia de ser más empática, más inclusiva, más humana. Pero en nombre de esa sensibilidad triunfante, hemos comenzado a sospechar —cuando no condenar— una de las más altas capacidades del espíritu humano: el ejercicio libre y riguroso de la razón. No es que pensar esté prohibido, pero cada vez más, pensar con profundidad o disentir con argumentos es visto como una amenaza emocional. La emoción, elevada a dogma, ha comenzado a silenciar todo lo que la contradiga. Y donde la emoción dicta, la verdad debe callar.

Lo que aparece como un triunfo de la compasión es, en muchos casos, una infantilización del discurso público, donde la fragilidad personal se convierte en vara de juicio, y la ofensa subjetiva, en forma de censura. En lugar de adultos que se enfrentan a la complejidad del mundo con valentía, estamos generando generaciones que viven con miedo, como niños que necesitan dormir con la luz prendida. No por ternura, sino por incapacidad de tolerar la oscuridad inevitable del pensamiento, el disenso y la verdad.

La sensibilidad secuestrada

La sensibilidad, entendida como apertura al dolor del otro, es un bien precioso. Pero cuando se transforma en medida única de lo válido, deja de ser virtud y se convierte en tiranía. La cultura contemporánea ha hecho de la emoción el nuevo centro moral: ya no se pregunta si algo es verdadero, basta con que alguien afirme sentirse herido por ello. El filósofo francés, Pascal Bruckner, crítico del sentimentalismo político, escribió que “la compasión, al transformarse en política, se convierte en una maquinaria cruel” (La miseria del bienestar, 2002).

En otras palabras, la emoción desbordada no nos hace más humanos, sino más frágiles, más manipulables y más cerrados al debate. Así, la sensibilidad deja de conectar para comenzar a dominar. “Me duele” se convierte en “no puedes decirlo”. Lo emocional reemplaza al argumento, y cualquier análisis que incomode se etiqueta de inmediato como agresión. En ese contexto, la sensibilidad ya no es el camino hacia el otro, sino el pretexto para suprimirlo.

La razón silenciada

No se trata de una incapacidad para pensar, sino de un abandono voluntario del pensamiento en favor de una emotividad confortable. Se piensa menos, no porque no se pueda, sino porque se prefiere no hacerlo. Pensar incomoda, y la incomodidad ha sido declarada inaceptable. El escritor británico, George Orwell, célebre por su lucidez crítica, escribió: “En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario” (Colección de ensayos, 1946). Hoy, el engaño no se manifiesta sólo en propaganda abierta, sino en la presión blanda de lo políticamente sentimental, donde la verdad es vista como amenaza y el pensamiento como agresión.

Quien se atreve a matizar, disentir o pensar fuera del molde afectivo del momento, es cancelado moralmente. La figura del “insensible” ha reemplazado a la del “hereje”. Y ante eso, muchos prefieren callar. Pero el silencio, cuando no es fruto de sabiduría, se convierte en complicidad con lo que no se dice. Lo más peligroso no es la censura externa, sino la autocensura que uno aprende para no ser señalado como violento o indiferente. El miedo a incomodar se vuelve el nuevo límite del pensamiento. Y así, poco a poco, la razón se silencia, y el alma se acomoda a un infantilismo afectivo que todo lo justifica con un “me hizo sentir mal”.

Dormir con la luz prendida

La imagen es deliberadamente simbólica: una humanidad que no puede soportar la oscuridad y exige vivir bajo una luz constante, aunque artificial. No se trata sólo del pensamiento: se trata de una cultura que ha decretado que la vida no debe doler, que las palabras no deben herir, que las ideas no deben incomodar, que los símbolos no deben provocar. Pero eso no es humanidad sensible: es negación neurótica de lo real. El filósofo colombiano, Nicolás Gómez Dávila, feroz crítico del pensamiento moderno, escribió: “El hombre moderno no quiere ser liberado de sus cadenas, sino decorarlas” (Escolios a un texto implícito, 1977).

En lugar de asumir la oscuridad como parte de la vida, preferimos rodearla de frases positivas, comodidades psicológicas y validaciones instantáneas. Pero lo oscuro —la duda, la ambigüedad, el dolor— sigue ahí, silenciado, aguardando su regreso por otras vías. Dormir con la luz prendida puede ser comprensible en un niño. Pero cuando una cultura entera necesita esa luz para no entrar en pánico, no estamos ante sensibilidad, sino ante regresión. Y la regresión, cuando se institucionaliza, bloquea toda posibilidad de pensamiento adulto.

Dormir con la luz encendida: metáfora de una época que teme la oscuridad del pensamiento.

El humor como disidencia

En este panorama, el humor es uno de los últimos espacios donde todavía puede decirse lo que está prohibido pensar. No porque el humor sea irresponsable, sino porque permite decir lo verdadero de un modo que el discurso formal ya no tolera. Y por eso el humor incómodo es tan necesario como molesto. El comediante británico, Jimmy Carr, conocido por su humor negro, ha sido duramente criticado por sus chistes sobre religión, discapacidad, el Holocausto o la corrección política. Pero Carr no busca provocar por provocar. En realidad, expone —con sarcasmo quirúrgico— los puntos ciegos de una cultura que se precia de inclusiva, pero que excluye lo que no puede soportar oír.

El actor y director francés, Jacques Weber, afirmó: “El humor es la forma más civilizada de la desesperación” (Itinerario de un actor, 1998). Reír no siempre es frivolidad: a veces es resistencia. Y el que se ríe de lo prohibido no siempre es un insensible. Muchas veces es el único que se atreve a mirar lo que los demás no soportan sin llorar. El humor, cuando es valiente, es un acto de disidencia. No sólo se burla de lo ridículo, sino que recuerda —con brutal ternura— que la vida no siempre será amable, y que pensar no siempre será agradable. Si un chiste, una manera de expresar lo que cuesta de otro modo, ofende, habría que preguntarnos exactamente qué es lo que nos ofende y por qué. Y eso, en definitiva, es una invitación a reflexionar y no contestar por contestar.

Pensar como forma de adultez

La madurez no consiste en abandonar los sentimientos, sino en ponerlos al servicio de la verdad y no por encima de ella. Sentir es parte de la vida; pero dejar de pensar para no molestar lo que se siente, es una forma lenta de destrucción espiritual. El activista estadounidense, Ambrose Redmoon, escribió: “No es valiente el que no tiene miedo, sino el que sabe que hay cosas más importantes que el miedo” (No Peaceful Warriors!, 1991). En nuestra época, entre esas cosas más importantes está el pensamiento libre.

Pensar, hoy, exige coraje: no sólo intelectual, sino moral. Porque no pensar es cómodo, pero pensar es quizás el acto más adulto que nos queda en un mundo que prefiere emociones pasteurizadas y obediencia afectiva. Quien piensa de verdad está dispuesto a perder afectos, aplausos y seguridades. Pero gana algo mucho más grande: la posibilidad de vivir con la luz apagada y la conciencia encendida.

Conclusión: amar la verdad es amar la libertad

Pensar no es lo contrario de sentir. Pero sí es su límite necesario. Una cultura donde nadie puede decir la verdad por miedo a herir, tarde o temprano se convierte en una cultura donde nadie puede amar de verdad. Porque el amor también exige decir lo difícil, mirar lo que duele, abrazar lo que no siempre es amable. Buscar la verdad, con valentía y con humildad, no es un ejercicio de soberbia racional. Es una forma profunda de amor: hacia lo real, hacia los otros, hacia uno mismo. Porque sólo quien se atreve a pensar puede también comprender, perdonar y amar.

Y por eso, tal vez ha llegado el momento de apagar la luz con la que pretendemos protegernos, y aprender a caminar en la noche como adultos: con fe, con razón, con humor, con coraje. Sin embargo, es apropiado decir algo: decir la verdad es no ofender, no humillar, no denigrar. Habrá quienes estén dispuestos a escuchar y a entablar un diálogo, habrá quienes no. Uno decide si se queda o se va. Uno decide si ver el stand up de alguien como Jimmy Carr o mejor ver una novela turca.

————————————————————————————————————–

¿Tú qué piensas? Me encantará leer tus comentarios y continuar la conversación contigo. Si aún no sigues el blog, puedes hacerlo de forma gratuita para recibir las nuevas entradas directamente en tu correo. Y si quieres escribirme de manera personal, puedes hacerlo desde la pestaña que dice “Contacto”. Te leo…

Carta a una madre buena

Querida:

Ojalá esta carta te encuentre en un momento tranquilo. Pero si no es así —si llegaste a ella en medio del caos, del cansancio, de un llanto ajeno o propio—, también está bien. Porque no es una carta para cuando todo está en orden. Es para ahora. Para ti. Para hoy. Hoy que quizás te preguntas si lo estás haciendo bien. Hoy que te pesa lo que dijiste, o lo que no lograste decir. Hoy que te miras en el espejo con culpa, con duda, con esa sensación de estar llegando tarde a todo. Quiero hablarte con calma. Con ternura. Sin exigencias. Como quien ofrece cinco minutitos de paz entre tanto caos.

Hay una frase que me acompaña desde hace años. La dijo Donald Winnicott, un pediatra y psicoanalista inglés que supo mirar la infancia y la maternidad sin romanticismos. Él escribió: “No hay madre perfecta. Hay una madre suficientemente buena”. Y eso no es una excusa, es una liberación. Una madre suficientemente buena es la que ama, claro. Pero también la que se enoja. La que a veces grita. La que llora en silencio. La que un día no puede más. La que tiene miedo de fallar… y aún así vuelve a intentarlo. Y tú, aunque no lo creas, estás siendo eso. Suficientemente buena.

En el silencio entre el cansancio y el amor, también hay espacio para respirar.

¿Sabes qué? No tengas miedo de equivocarte. Porque sí, vas a cometer errores. Todos los cometemos. Pero los tuyos, si van acompañados de amor, de escucha, de presencia, no destruyen. Enseñan. Le enseñan a tu hijo(a), que el amor no es perfecto, pero es fiel. Que se puede reparar. Que se puede pedir perdón. Que también los adultos se confunden, y que eso no es tragedia, sino verdad. No tengas miedo de equivocarte. Porque cada vez que lo haces y te das cuenta, estás mostrándole a tu hijo(a) algo valiosísimo: que no es necesario ser impecable para ser digno de amor.

Y si hoy te sentiste impaciente, o torpe, o ausente… no te quedes atrapada ahí. Míralo. Abrázate. Dite: “hoy no fue perfecto, pero mañana vuelvo a intentarlo». Créeme, eso basta. Eso construye. A veces sentimos que tenemos que poder con todo: el trabajo, las tareas, las emociones de todos, las propias que nadie ve. Pero no es así. Tú no eres superheroína. Tú eres madre. Y eso ya es inmenso. Tu hijo(a) no necesita una mujer que nunca se caiga. Necesita saber que, cuando te caes, te levantas. Y que aún en el cansancio, sigues eligiéndolo(a).

Si esta carta te da esos famosos «cinco minutos» de respiro, de alivio, de ternura, entonces habrá cumplido su misión. Y si no, si simplemente pasó por ti sin dejar huella, igual quiero que recuerdes esto: no tengas miedo de equivocarte. Porque amar de verdad no significa no fallar. Significa estar, incluso después del error. Y eso, querida, tú ya lo haces. A tu modo. En tu tiempo. Con tus heridas y tus gestos. Así que respira. Llora si hace falta. Y después… sigue. No como quien carga el mundo sola, sino como quien sabe que en medio del caos, también se puede descansar un poco.

Con cariño inmenso y gratitud infinita.

Héctor Chávez Pérez