La vida en un suspiro

«Si respiras profundamente, el instante se vuelve eterno».

— Kōdō Sawaki

Para H.

Queridos(as) lectores(as):

La respiración es tan elemental que solemos olvidarla. Nadie nos enseña a prestar atención al aire que entra y sale, y sin embargo, es el movimiento más fiel de nuestra existencia: comienza con nuestro primer llanto y se apaga en el último aliento. Entre ambos extremos transcurre la vida, como un puente invisible sostenido por suspiros. Cuando respiramos con conciencia, todo se vuelve distinto. Lo que parecía fugaz cobra densidad, lo que era ansiedad se convierte en calma, lo que parecía vacío se llena de presencia.

El simple acto de inhalar y exhalar se convierte en recordatorio de que aquí y ahora basta. Hoy quiero invitarles a descubrir cómo nuestros rituales cotidianos —esos pequeños gestos que repetimos casi sin pensarlo— pueden ayudarnos a detener el vértigo del mundo y a recuperar la paz. Respirar con atención es, de algún modo, escribir con el cuerpo un poema sin palabras. Y esa es la clave de lo que sigue: aprender a vivir la vida como si cada instante, cada sorbo y cada pausa, fuera una forma de poesía.

El refugio de los rituales

Un ritual no necesita templo ni solemnidad. Puede ser el mate que se prepara con calma, el café que se sirve cada mañana, o el silencio antes de dormir. Su fuerza no está en lo externo, sino en la intención con la que se realiza. Son pausas que, al repetirse, nos recuerdan que la vida también se construye en los detalles. Georges Bataille advertía que “Lo que importa no es tanto sobrevivir, sino vivir en lo que excede la utilidad” (La experiencia interior, 1943). Un ritual encarna justo eso: un acto que no se mide por su utilidad, sino por el sentido que aporta. En tiempos dominados por la productividad, detenerse a escuchar cómo hierve el agua o cómo se desgrana una tarde parece insignificante, pero es un acto de resistencia.

Cada persona tiene sus propios rituales: quien escribe un diario nocturno, quien reza antes de salir de casa, quien acaricia a su perro como primera acción del día. Son modos distintos de decirnos a nosotros mismos: “estás aquí, no corras tanto”. Y lo más importante: un ritual, al repetirse, se convierte en un refugio al que podemos regresar cuando todo parece derrumbarse. Allí no hace falta explicar nada: basta con estar, con respirar, con dejar que el instante nos devuelva la calma.

Japón: el instante absoluto

La tradición japonesa ha elevado el instante a categoría de enseñanza. Para los samuráis, cada día debía vivirse como si fuera el último. Yamamoto Tsunetomo lo expresó con crudeza y belleza: “El camino del samurái es la aceptación de la muerte en cada instante” (Hagakure, 1716). Esta conciencia no paraliza, al contrario: invita a vivir con más intensidad y dignidad, a no dejar pasar lo que importa. La estética japonesa se nutre también de esa sensibilidad. El ma —ese espacio entre las cosas, ese silencio entre sonidos— nos enseña que lo vacío también es pleno. En un haiku, la pausa tiene tanto peso como las palabras. En una ceremonia del té, el silencio entre sorbos tiene la misma importancia que el sabor.

De ahí surge la expresión “la vida en un suspiro”. El samurái sabía que la vida podía extinguirse tan rápido como un aliento; pero esa misma brevedad era lo que la volvía preciosa. Si todo puede terminar en un instante, entonces cada instante debe vivirse con total presencia. El suspiro no es señal de fragilidad, sino de intensidad: un recordatorio de que la eternidad cabe en lo mínimo. Quizá por eso, cuando respiramos hondo en medio de la ansiedad, sentimos que el mundo se ordena de nuevo, aunque solo sea por unos segundos.

La belleza de lo mínimo: la vida contenida en un gesto.

Occidente: paciencia y resistencia

En nuestra propia tradición, aunque con otros matices, también se ha valorado el tiempo y la espera. Los griegos distinguían hupomonē —la resistencia valiente ante la adversidad— de makrothymía —la paciencia que sabe esperar sin desesperar. San Pablo escribía: “La tribulación produce paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza” (Carta a los Romanos, 5:3-4). La paciencia no es pasividad, sino camino hacia una esperanza más firme. Los estoicos compartieron esa intuición. Marco Aurelio, en medio de las presiones del Imperio Romano, anotó para sí mismo: “No pierdas más tiempo discutiendo sobre cómo debe ser un hombre bueno: sé uno” (Meditaciones, Libro X, 16). Para él, el tiempo no debía desperdiciarse en teorías infinitas, sino en acciones nobles aquí y ahora.

Occidente y Oriente, cada cual con su lenguaje, parecen coincidir en lo mismo: la vida se juega en el presente, en lo que somos capaces de sostener con calma y con entereza. La resistencia no está reñida con la ternura; al contrario, una paciencia firme puede ser el modo más humano de abrazar la fragilidad del mundo. Y en esa paciencia descubrimos también algo que nos libera: no somos dueños del tiempo, pero sí podemos elegir cómo habitamos el instante que se nos da.

Entre el caos y la calma

Nuestro tiempo, sin embargo, parece tenerle alergia a la pausa. Todo se quiere rápido: las respuestas, los resultados, incluso la felicidad. Nos hemos acostumbrado a vivir como si lo inmediato fuera lo único valioso, olvidando que lo más profundo requiere tiempo. El filósofo Byung-Chul Han lo expresa así: “El sujeto del rendimiento se explota a sí mismo hasta el agotamiento” (La sociedad del cansancio, 2010). Frente a esa lógica de la prisa, los rituales se convierten en rebeliones silenciosas. Preparar un mate sin mirar el reloj, escribir unas líneas a mano, observar la lluvia que golpea la ventana: son gestos que nos devuelven el tiempo que creíamos perdido. Allí, en lo sencillo, se abre una calma que ninguna pantalla ni calendario pueden dar.

No se trata de negar el mundo ni de evadir nuestras responsabilidades, sino de recuperar un espacio donde el alma pueda descansar. Tal vez no logremos cambiar el vértigo que nos rodea, pero sí podemos decidir que no devore nuestra respiración. Ese espacio elegido —una pausa, un ritual, un suspiro— es ya una forma de libertad.

La vida en un suspiro

La vida, en su fragilidad, no deja de ser un misterio hermoso. Jorge Luis Borges lo captó en pocas palabras: “Estamos hechos de olvido, de tiempo, de río y de suspiros” (La cifra, 1981). Somos fugaces, y justamente allí radica nuestro valor. Vivir plenamente no significa acumular hazañas o éxitos visibles, sino aprender a habitar con conciencia cada instante. Un suspiro puede contener más verdad que un año entero de prisa. Cuando respiramos con calma, descubrimos que lo que parecía inabarcable se reduce a un sólo momento presente.

La vida en un suspiro es, entonces, la experiencia de concentrar todo lo que somos en ese breve intervalo: alegría, dolor, memoria y esperanza. Hoy les propongo algo sencillo: elijan un ritual propio y háganlo sin prisa. Respiren en él como si toda la vida cupiera en ese instante. Porque la vida, al final, no es más —ni menos— que un suspiro, y en esa brevedad late lo eterno.

Reflexión final

Queridos lectores, esta entrada es un recordatorio suave: el tiempo verdadero no se mide en relojes ni en plazos, sino en los momentos que nos permitimos respirar con calma. Tal vez no podamos detener el mundo, pero sí podemos resguardar un rincón donde el alma encuentre sosiego. Me gustaría saber de ustedes: ¿qué ritual cotidiano les devuelve la calma y les recuerda que la vida también puede ser un suspiro?

Hojas que caen,
la vida en un suspiro
vuelve a empezar.


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¿Será que estás deprimido(a)?

“La depresión es la incapacidad de construir un futuro”

— Rollo May

Queridos(as) lectores(as):

Tal vez alguna vez te preguntaste en silencio: “¿Será que estoy deprimido(a)?”. Puede que haya sido después de varios días de agotamiento, cuando nada te motiva, o en una noche larga donde el silencio pesa más de lo normal. Hoy la palabra “depresión” se usa en todos lados. La vemos en memes, en charlas rápidas, incluso como broma. Pero la depresión no es moda ni exageración: es un dolor real que va más allá de estar triste.

Quien la padece siente que el mañana no traerá nada distinto. Esta entrada busca dos cosas: hablarte de manera cercana, como en una conversación íntima, y al mismo tiempo darte claves sencillas para distinguir la tristeza común de la depresión.

No toda tristeza es depresión

La tristeza es humana y hasta necesaria. Como escribió Séneca: “No hay razón para quejarse de la tristeza; sin ella no sabríamos qué es la alegría” (Cartas a Lucilio, año 65). Todos atravesamos momentos duros: una pérdida, una decepción, un cambio inesperado. La tristeza acompaña esos momentos y nos ayuda a procesarlos.

Pero la depresión no pasa con el tiempo ni con distracciones. Se instala y pinta todo de gris. No es un estado transitorio: es un modo de estar en el mundo donde nada parece tener sentido. Como le sucedía a M., que después de una ruptura amorosa sentía que no sólo había perdido a alguien, sino también la capacidad de disfrutar lo más mínimo.

Señales que conviene atender

Algunos signos de depresión son claros y no conviene ignorarlos:

  • Pérdida de interés por lo que antes disfrutabas.
  • Alteraciones en el sueño o el apetito.
  • Pensamientos frecuentes de desesperanza.
  • Una fatiga que no mejora ni con descanso.

Como le sucedía a L., que me contaba que aunque dormía más de diez horas, despertaba agotada y sin ganas de levantarse. Sigmund Freud lo explicó en Duelo y melancolía (1917): en el duelo normal sufrimos la pérdida de alguien o algo; en la depresión, sentimos que una parte de nosotros mismos está rota.

El cuerpo también habla

La depresión no es sólo mental. Puede sentirse en el cuerpo: pesadez, dolores vagos, problemas digestivos, falta de energía. J., por ejemplo, describía que tenía “un nudo en el estómago todo el día” y lo confundía con un problema digestivo. En realidad era el cuerpo hablando el mismo idioma que la mente. La psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross lo escribió con fuerza: “Las personas enfermas no están enfermas sólo en el cuerpo, sino también en el alma” (La rueda de la vida, 1997). Por eso, la depresión necesita un abordaje integral: médico, psicológico, psicoanalítico. Y, sobre todo, necesita compañía. Nadie debe cargar sólo con ese peso.

El silencio, el cansancio, la soledad: señales de un dolor que merece compañía.

El peligro de banalizarla

Hoy se escucha “estoy depre” como si fuera estar aburrido o cansado. Esa banalización hace daño: invisibiliza el sufrimiento real. C. solía decirlo de broma, pero cuando un amigo suyo confesó que pensaba en quitarse la vida, entendió que no era un juego.

Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), fue directo: “El mayor problema filosófico es el suicidio”. Lo dijo para recordarnos que hay personas que, al hundirse en la depresión, llegan a cuestionar si vale la pena seguir viviendo. La depresión no es un chiste. Tampoco es flojera. Es una herida seria que necesita cuidado.

¿Qué hacer si sospechas que la tienes?

El primer paso es no autoetiquetarte ni buscar soluciones rápidas en internet. La clave está en reconocer que algo no anda bien y pedir ayuda. Hablar con un psicólogo, psicoanalista o psiquiatra puede marcar la diferencia. También hablar con sinceridad con alguien de confianza, sin miedo ni vergüenza. Como hizo R., que después de meses en silencio se animó a contarle a un amigo lo que sentía. Ese gesto fue el inicio de un proceso de acompañamiento.

Simone de Beauvoir lo dijo con sencillez: “El que ha vivido alguna vez en el abandono sabe que nadie se salva solo” (La fuerza de las cosas, 1963). Pedir ayuda no es debilidad: es valentía.

Reflexión final

Si al leer estas líneas te sentiste identificado(a), no lo ignores. La depresión no se va sola ni se cura con frases optimistas. Requiere tiempo, palabras y compañía. La pregunta que da título a esta entrada —“¿Será que estás deprimido(a)?”— puede ser el primer paso hacia una respuesta, y sobre todo, hacia un camino de apoyo y sanación.


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¿Cansancio? No, agotamiento…

“El cansancio llega cuando el cuerpo se agota; el agotamiento emocional aparece cuando el alma no encuentra dónde descansar”

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en una época donde la palabra “cansancio” se ha vuelto casi una muletilla social. La decimos en la oficina, en la universidad, con la familia, hasta en redes sociales. Es la respuesta comodín: “¿Cómo estás?” —“Cansado(a)”. Pero detrás de esa palabra aparentemente inocua muchas veces se esconde algo más profundo. Dormir ocho horas no cambia nada. El café se convierte en una prótesis para abrir los ojos. Las vacaciones alivian unos días, pero al volver todo regresa: la misma pesadez, la misma irritabilidad, el mismo vacío. No estamos hablando de pereza, ni de flojera. Estamos hablando de un agotamiento que no se cura con dormir: el agotamiento emocional.

Como psicoanalista, lo veo una y otra vez en el consultorio. Personas que llegan convencidas de que sólo necesitan organizarse mejor, dormir más o “echarle (más) ganas”, y descubren que lo que está drenado no es el cuerpo, sino la vida interior. La verdadera fatiga está en el alma.

La diferencia entre cansancio y agotamiento

El cansancio físico es comprensible: corres, trabajas, te esfuerzas, y el cuerpo pide reposo. Un descanso adecuado suele devolver la energía. El agotamiento emocional, en cambio, no se resuelve así. Es una especie de ruido de fondo constante que drena incluso cuando no estás haciendo nada. El filósofo danés, Søren Kierkegaard, lo expresó con precisión: “La mayor fatiga no proviene del trabajo, sino de llevar a cuestas la propia desesperación” (Diario de un seductor, 1843). Lo que agota no son las horas frente a la computadora, sino la sensación de que lo que haces carece de sentido. Lo que cansa no son las reuniones, sino tener que fingir que todo está bien.

En la clínica, suelo explicarlo así: el cansancio pide una cama; el agotamiento pide una palabra. Y si lo confundimos, corremos el riesgo de creer que más sueño o más ocio solucionarán algo que en realidad requiere otra cosa: elaborar, poner en palabras, reconocer el peso de lo que llevamos dentro.

Señales que no debes ignorar

El agotamiento emocional se manifiesta en signos que solemos pasar por alto o disfrazar:

  • Irritabilidad constante. Todo molesta, todo se siente insoportable, incluso las cosas pequeñas.
  • Pérdida del gusto por lo que antes generaba alegría. Lo que antes era pasión ahora es una carga.
  • Dificultad para concentrarse o disfrutar. Ni leer un libro ni ver una película terminan de atrapar.
  • Sensación de vacío permanente. Duermes, sales, conversas, pero nada llena.

Sigmund Freud, en una carta a Wilhelm Fliess (1895), decía que la fatiga del alma “no se alivia con reposo físico, porque lo que está herido no es el músculo, sino la vida interior”. Y confirmo desde la experiencia: el agotamiento emocional aparece en quienes mejor fingen. En los que sonríen en público, pero por dentro se sienten huecos. En los que trabajan, cuidan, estudian, cumplen… pero al llegar a casa sienten que no queda nada de sí mismos.

El costo oculto

El verdadero problema del agotamiento emocional es que se infiltra en todo:

  • Roba la motivación en el trabajo.
  • Apaga el interés en la pareja, en los hijos, en los amigos.
  • Vuelve el cuerpo pesado y enfermo: dolores de cabeza, contracturas, insomnio.
  • Y lo más grave: desgasta la propia identidad.

Albert Camus escribió: “Lo que más me duele no es morir, sino ver cómo poco a poco uno se acostumbra a no vivir” (El mito de Sísifo, 1942). Ese acostumbrarse es el peligro. Cuando alguien me dice en sesión: “ya no soy yo”, sé que el agotamiento se ha vuelto un ladrón silencioso. No es casual que hoy se hable tanto de burnout. Pero yo prefiero llamarlo por su nombre: agotamiento del alma. Y cuando se instala, no sólo te roba energía: te roba la capacidad de sentirte vivo(a).

Recuerda que el pasado es algo que se puede seguir arrastrando en el presente. ¿En verdad quieres eso en el futuro?

Lo que realmente necesitas

Aquí viene la parte incómoda: no basta con dormir más, ni con escaparte un fin de semana. Eso ayuda, claro, pero no resuelve la raíz. Porque el agotamiento emocional no se debe a la falta de descanso físico, sino a la carga no elaborada que llevamos por dentro. Donald Winnicott, psicoanalista inglés, lo dijo sin rodeos: “No existe salud mental sin la posibilidad de ser sostenido por otro” (Realidad y juego, 1971). Y aquí está el punto central: lo que sana no es sólo el silencio de un cuarto oscuro, sino la posibilidad de hablar, de ser escuchado, de dejar que alguien sostenga con nosotros lo insoportable.

Como psicoanalista, lo veo con claridad: en el momento en que alguien se atreve a decir lo que lleva años callando, lo que parecía un callejón sin salida empieza a abrir pequeñas ventanas. No es magia ni fórmula rápida, pero sí es el inicio de un camino de recuperación real.

Una invitación

Si al leer estas líneas sientes que describo tu estado, no lo ignores. El agotamiento emocional no es moda ni hashtag: es un grito silencioso del cuerpo y del alma. La buena noticia es que se puede trabajar, comprender y superar. Lo que te propongo no es “ser fuerte” ni “aguantar”, porque esas son las máscaras que más nos desgastan. Lo que te propongo es que te permitas hablar. Que encuentres un espacio donde lo que llevas dentro no se juzgue ni se minimice, sino que se escuche y se trabaje.

Si sientes que esto es para ti, escríbeme. No tienes que cargarlo solo(a).

Reflexión final

El cansancio pide cama. El agotamiento pide escucha. ¿Cuál de los dos es el tuyo? No se trata de sentirse menos, claro que no te define en ningún momento tu agotamiento, pero sí puede llegar a cambiarte de una forma que ni tú eres capaz de imaginarte, y créeme que no es nada bonito (ni necesario) ese cambio. Date la oportunidad de hablar lo que cargas, lo que te tiene encorvado(a) todo el día, lo que te desgasta a pesar de que «la estés pasando bien».

Cierre

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Abundancia innecesaria: una falta no reconocida

«Lo superfluo, lo muy superfluo, es necesario; pero lo innecesario, aun en la abundancia, resulta vacío».

— Séneca

Queridos(as) lectores(as):

Estamos rodeados de opciones: tiendas que venden todo tipo de productos, plataformas de streaming con miles de títulos, redes sociales saturadas de contenidos. El mercado y la cultura actual nos repiten que la felicidad consiste en tener siempre algo más. Y, sin embargo, ¿no es curioso que cuanto más acumulamos, más sentimos el peso de un vacío? A este fenómeno lo he llamado «abundancia innecesaria». Se trata de esa acumulación que no responde a ninguna necesidad real: ropa que nunca usamos, información que jamás procesamos, relaciones que no llegan a ser vínculos. Justo ayer platicaba con mi amiga Viri, y en un momento salió el tema que buscaré tratar con ustedes este día. Una abundancia que parece plenitud, pero que sólo nos dispersa. Y lo más interesante es que este exceso tiene relación con algo que solemos ignorar: la falta de cultura del inconsciente.

La abundancia innecesaria no es una categoría económica, sino existencial. Aparece cuando dejamos de mirar hacia dentro y confiamos en que lo exterior resuelva lo que nos duele. No estoy seguro en afirmar que sea un fenómeno de nuestro tiempo, pero ciertamente es un espejo en el que cada uno puede reconocer sus propias fugas y evasiones. Y, al mismo tiempo, puede ser una invitación: si la abundancia innecesaria encubre la falta, entonces reconocerla puede abrirnos la posibilidad de un modo más simple y verdadero de vivir.

El malestar en la cultura del exceso

Sigmund Freud, en El malestar en la cultura (1930), señaló que cada progreso humano trae consigo nuevas formas de insatisfacción. Escribió: “El hombre civilizado ha cambiado un trozo de felicidad posible por un trozo de seguridad”. Ese trueque nos deja con un hueco. Hoy ese hueco lo intentamos compensar con más consumo, más pantallas, más experiencias. Ejemplo cotidiano: la ansiedad que sentimos cuando la conexión a internet se interrumpe. ¿Por qué nos altera tanto? No porque lo necesitemos para sobrevivir, sino porque nos hemos acostumbrado a que el exceso de información calme un vacío que no sabemos nombrar. La abundancia innecesaria se convierte en un calmante cultural, pero como todo calmante, dura poco y deja huella.

Podría decirse que nuestra cultura ha convertido el malestar en un negocio. No soportamos el silencio, y entonces aparecen apps, dispositivos, series y compras que nos prometen alivio instantáneo. Pero ese alivio nunca toca la raíz. Freud ya lo sabía: no hay progreso que anule el conflicto interno, sólo hay maneras más sofisticadas de posponerlo. Pensemos en los gimnasios que venden no sólo salud, sino identidades enteras: “serás más feliz si tienes este cuerpo”. O en las redes sociales, que explotan nuestra necesidad de reconocimiento. La abundancia innecesaria, vista desde Freud, es un síntoma de la misma tensión de siempre: el ser humano intentando tapar con objetos lo que en realidad sólo se resuelve en la palabra y en el vínculo.

La falta y el fetiche del objeto

Fue Jacques Lacan quien insistió en que el ser humano está estructurado por una falta, y que esa falta no debe eliminarse, sino asumirse como motor del deseo. “El deseo del hombre es el deseo del Otro” (Seminario XI, 1964). Cuando desconocemos esta lógica, caemos en el fetichismo de los objetos: creemos que la plenitud está en lo que compramos, en lo que acumulamos. Es como cuando alguien que, después de un día difícil, va de compras compulsivas. La bolsa con ropa nueva parece llenar el vacío. Pero la sensación dura poco, porque no se trataba de ropa: se trataba de un deseo no escuchado. Sin cultura del inconsciente, confundimos abundancia con plenitud, y terminamos cargando con lo que no necesitamos. Cuando era niño, recuerdo que íbamos a visitar a mi familia en Puebla, por lo que cuando llegábamos a las casetas de cobro, siempre veía fascinados los aviones de lámina que vendían unas personas a lo largo de las filas de los autos. Pero nunca me compraron uno mis papás, no porque no tuvieran o no quisieran. Es que «no me faltaba», «no lo necesitaba». Y bien me conocían, porque era más que probable que me aburriera después. Sin embargo, la razón detrás era más importante: al ser de lámina, se podría oxidar y si me llegaba a cortar, podría infectarse la herida y traerme complicaciones de salud. Hubo prudencia paterna ante una demanda infantil sin fundamento.

Lo curioso es que el mercado entiende muy bien esta dinámica. Nos ofrece objetos que funcionan como espejismos: el celular más nuevo, la prenda de moda, la experiencia “imperdible”. Todo está diseñado para hacernos creer que la falta se colma. Pero Lacan advertía: la falta no desaparece; se desplaza. Y cuando no la trabajamos, la convertimos en un carrusel interminable de abundancia innecesaria. Un ejemplo claro lo vemos en la publicidad de los smartphones: cada año sale un modelo con mejoras mínimas, pero presentado como indispensable. Esa compulsión colectiva no se explica por utilidad, sino por la ilusión de que el objeto trae consigo un reconocimiento. Lo que en realidad se desea no es el aparato, sino la mirada del Otro.

Cuando el exceso de cosas convierte el lugar de descanso en un espacio inhabitable

El vacío enmascarado

Es curioso, porque hace dos siglos el filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, advirtió en Así habló Zaratustra (1883-1885): “El desierto crece: ¡ay de aquel que alberga desiertos!”. La frase, tan lapidaria, nos recuerda que el exceso puede ser un disfraz del vacío. La abundancia innecesaria es como una mesa repleta de comida en la que nadie tiene hambre. Un ejemplo cultural: pensemos en la industria del entretenimiento. Hoy podemos maratonear series por horas, sin detenernos. ¿Eso es disfrute real o un modo de no enfrentarnos al silencio? Muchas veces, el desierto se disfraza de fiesta interminable, pero en el fondo sigue siendo desierto.

Nietzsche veía que el mayor peligro no era la carencia, sino el aburrimiento disfrazado. Cuando todo está disponible, el hombre se hastía de todo. Y entonces el exceso ya no es disfrute, sino anestesia. El desierto crece no porque falten cosas, sino porque sobran demasiadas sin sentido. Esa es la paradoja de la abundancia innecesaria: cuanto más tenemos, más nos pesa el vacío. Lo vemos en los viajes exprés que prometen “vivirlo todo” en un fin de semana. Paisajes, comidas, selfies, recuerdos enlatados: una saturación que a menudo termina en agotamiento. El viajero vuelve con fotos en el teléfono pero con la sensación de no haber habitado realmente ningún lugar. El desierto, disfrazado de abundancia, lo ha acompañado todo el viaje.

Cultura del inconsciente vs. cultura del exceso

Aquí está el núcleo del problema. Una cultura que desconoce el inconsciente reduce todo a un esquema simple: si algo me falta, lo compro; si estoy vacío, me lleno. El psicoanálisis enseña lo contrario: la falta no se elimina, se escucha. La cultura del exceso fabrica “abundancia innecesaria” para callar la pregunta, para tapar la herida. El culto al multitasking, por ejemplo. Hacer diez cosas al mismo tiempo no nos vuelve más plenos, nos fragmenta. En vez de escuchar lo que verdaderamente nos habita, llenamos el día de ocupaciones. Y cuando cae la noche, sentimos la soledad como un eco amplificado.

Si hubiera una cultura del inconsciente más extendida, aprenderíamos a tolerar la falta, a habitarla. Descubriríamos que la pausa no es vacío, sino lugar de sentido. Pero al no tener esa educación, la sociedad nos lanza a la hiperactividad y al consumo. Y así, la abundancia innecesaria se convierte en un modo de existencia aceptado, incluso celebrado, aunque sepamos que nos desgasta. Basta ver cómo tratamos a los niños: cada vez más expuestos a juguetes, pantallas y actividades, como si debieran estar siempre entretenidos. Pero, ¿qué lugar dejamos para el aburrimiento, que tantas veces es fuente de creatividad? Una cultura del inconsciente sabría que la pausa y el silencio también educan, mientras que la abundancia innecesaria sólo distrae.

Reflexión final

La abundancia innecesaria no es un signo de riqueza, sino un síntoma de negación. Es como el ruido que no nos deja escuchar una música más profunda: la del deseo, la del inconsciente, la de lo verdaderamente esencial. Reconocer esto no significa despreciar los bienes materiales, sino distinguir lo que es necesario de lo que es sólo un disfraz brillante. Quizá el desafío de nuestro tiempo no sea tener más, sino aprender a vivir con lo justo y lo necesario, para que la falta no se convierta en vacío, sino en motor de sentido. La verdadera riqueza no está en la acumulación, sino en el espacio interior que dejamos para lo que importa: el encuentro, la palabra, la pregunta. Y tal vez ese sea el camino para transformar la abundancia innecesaria en abundancia verdadera: aquella que nace del sentido compartido, no del exceso que cansa, sino del don que se entrega y permanece.


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Entre pantallas: adicción al celular

“La tecnología nos ha dado alas, pero nos ha hecho olvidar cómo caminar».

— Marshall McLuhan

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos pegados a una pantalla. El celular se ha convertido en extensión de nuestra mano, en un reflejo automático que buscamos incluso antes de abrir los ojos y aún después de cerrarlos. Es compañero de mesa, cómplice (y causante) de insomnios, y hasta invitado incómodo en el baño. Lo que parece una herramienta de comunicación se ha transformado, en muchos casos, en un lazo de dependencia que raya en la adicción. Y no es para exagerar afirmar que se trata de una adicción profunda y «socialmente aceptada» en tanto que son pocos los casos de quienes han resistido hasta el momento.

¿Pero por qué un celular se ha vuelto tan «necesario» en nuestros días? una vez más, hay que fijar la atención en la inmediatez del día a día que vivimos. Y no me mal entiendan, claramente hay muchas funciones muy prácticas que pueden ayudarnos con las múltiples tareas que tenemos, pero también es cierto, parafraseando a Marshall McLuhan, la tecnología nos ayuda «pero nos está haciendo inútiles». Por cierto, esta adicción tiene su nombre: nomofobia.

El celular como herramienta y como adicción

¿Alguna vez han sentido que, sin darse cuenta, desbloquean su celular sin motivo, sólo “para ver”? Ese gesto aparentemente inocente es el reflejo de un condicionamiento. Cada notificación es un estímulo que activa en nuestro cerebro la dopamina —el mismo neurotransmisor implicado en conductas adictivas—. El celular, como dijo Freud de la técnica, nos prometió bienestar, pero no necesariamente felicidad (cfr. El malestar en la cultura, 1930).

Es curioso: podemos estar hablando con alguien querido y, al menor sonido o vibración, desviamos la mirada hacia el aparato. Como si el mundo digital tuviera prioridad sobre la persona de carne y hueso. La adicción no es sólo al dispositivo, sino al sentimiento de “no perderse nada”. En inglés ya existe un término para esto: FOMO (fear of missing out), el miedo a quedar fuera de algo importante, aunque sea irrelevante. Estoy más que seguro que ustedes conocen a alguien que incluso «tiene que revisar» un dato cuando sale como tema de conversación para comprobar que así sea. Y no estamos hablando de cosas tan trascendentes, pueden tratarse de cosas absurdas o que realmente poco nos aportan. Y si no lo tiene, quizá esa persona sean ustedes mismos(as).

La incapacidad de estar a solas

Pascal lo dijo hace siglos: “Toda la desgracia de los hombres proviene de no saber permanecer tranquilos en una habitación” (Pensamientos, 1670). Hoy, ¿quién puede esperar en una sala sin mirar la pantalla? Basta observar en una cafetería: nadie contempla, todos “matamos el tiempo” revisando redes, aunque sepamos que no hay nada nuevo desde hace dos minutos. ¿O qué me dicen en el transporte público? La gran mayoría están sumidos en sus celulares. ¿Haciendo? Quién sabe qué, pero el hecho es que no están presentes en el aquí y el ahora de ese recorrido, por lo que no es de sorprender que no se percaten de muchas cosas.

El problema es que esa incapacidad de estar a solas erosiona la vida interior. No dejamos espacio para que los pensamientos maduren, para que las emociones emerjan, para que el aburrimiento —ese motor de creatividad— nos empuje a imaginar. El silencio nos resulta insoportable, y por eso llenamos cada hueco con ruido digital. ¿Será que nos da miedo escucharnos a nosotros mismos? Hay quienes en verdad no toleran ni un minuto el silencio, y recurren de manera desesperada a poner «algo» que les distraiga. Es más, ni es necesario que se use un celular para ello, con el hecho de poder hacer algo de ruido se «adquiere» la «presencia» fantasma ante la insoportable soledad.

El disfraz de las inseguridades

El celular es también un escenario: fotos editadas, historias cuidadosamente seleccionadas, frases ingeniosas. Una máscara que nos protege del rechazo. Erich Fromm escribió: “El hombre moderno está alienado de sí mismo; de su prójimo y de la naturaleza” (El arte de amar, 1956). Lo vemos en la obsesión por mostrar una vida perfecta, cuando por dentro sentimos vacío, soledad o inseguridad.

Piénsenlo: ¿cuántas veces borramos y reescribimos un mensaje antes de enviarlo? ¿Cuántas veces editamos una foto para que parezca espontánea? Ni qué decir de la cantidad excesiva de fotos «iguales» para poder «elegir la menos peor». La pantalla nos da la ilusión de control, pero lo que realmente busca es ocultar el miedo a no ser suficientes. En vez de mostrarnos tal cual somos, construimos una versión pulida para los demás. Una especie de armadura digital. Y sí… esto es una muestra más de inseguridades que siguen sin trabajarse.

Atados al celular: cuando lo que debería darnos libertad termina por encadenarnos.

Consecuencias emocionales y sociales

Esta dependencia no es inocente: nos roba concentración, disminuye nuestra memoria de trabajo y, lo más grave, afecta nuestras relaciones. Estudios de la Universidad de Essex (2012) mostraron que la simple presencia de un celular sobre la mesa reduce la calidad de una conversación íntima, aunque no se use. Es como un tercer invitado que interrumpe la confianza. Recuerdo una vez en un encuentro con una amiga, misma a la que no veía en persona hace varios años, que estando en el lugar, ella lo primero que hizo fue poner su celular al «alcance». No les miento ni exagero: cada vez que ella hablaba o le tocaba escucharme, fácil le conté como 25 veces que agarró su celular SIN HABER RECIBIDO UNA NOTIFICACIÓN. «¿Ya te aburrí?» – le dije. A lo que ella, sin desprender la vista del celular, me contestó: «No sé, ¿qué vas a pedir tú?».

Todos lo hemos vivido: esa incomodidad de hablar con alguien que revisa su teléfono mientras “te escucha”. O esa ansiedad cuando olvidamos el aparato en casa y sentimos que nos falta algo esencial, casi como si hubiéramos dejado atrás un órgano vital. Nos creemos más conectados, pero en realidad muchas veces estamos más solos, porque confundimos interacción con intimidad. Justo hace unos días salí con mi roomie al super, nos fuimos caminando. A él se le había acabado la pila a su celular y me pidió poder usar el mío para mandarle un mensaje a no sé quién. Cuando lo busqué, resulta que lo había dejado cargando en casa. ¿Quién creen que se angustió más?

Test: ¿Qué tan pegado(a) estás a tu celular?

Responde con sinceridad. Marca la opción que más se acerque a tu caso:

  • Casi siempre (3 puntos)
  • A veces (2 puntos)
  • Nunca (1 punto)
  1. Revisas tu celular apenas despiertas, incluso antes de ir al baño (sí, el “buenos días” se lo das primero a la pantalla).
  2. Sientes ansiedad si olvidas el teléfono en casa o si se queda sin batería (como si te hubieran arrancado un órgano).
  3. Usas el celular mientras comes, aunque estés acompañado (porque ¿qué es una ensalada sin Instagram?).
  4. Revisas el celular en el baño (y admitámoslo: a veces te tardas más de la cuenta).
  5. No puedes esperar en una fila sin mirar la pantalla (los 3 minutos en la farmacia se sienten eternos).
  6. Te cuesta ver una película sin sacar el celular “un ratito” (y luego ya ni sabes qué pasó en la trama).
  7. Usas el celular como escudo para evitar silencios o conversaciones incómodas (el clásico “me hago el ocupado”).
  8. Desbloqueas el teléfono aunque no haya notificaciones (porque quién sabe, capaz que ahora sí…).
  9. Revisas el celular durante una conversación importante (y dices “te escucho” mientras scrolleas).
  10. Te vas a dormir con el celular en la mano o debajo de la almohada (como si fuera tu osito de peluche versión siglo XXI).

Resultados

    • 10 a 15 puntos – Tranquilo, sigues siendo humano.
      Tu celular no domina tu vida. Lo usas, lo disfrutas, pero puedes olvidarlo sin drama. Eres de los que todavía saben mirar por la ventana.
    • 16 a 24 puntos – Estás en la zona de alerta.
      El celular ya ocupa demasiado espacio en tu día. Aún puedes retomar el control, pero ojo: si no pones límites, pronto revisarás WhatsApp hasta en tus sueños.
    • 25 a 30 puntos – Celuladicto certificado.
      Tu celular es tu sombra: come contigo, duerme contigo y hasta va al baño contigo. No lo sueltas porque quizá no quieres soltar algo más: la inseguridad, la soledad o el miedo a aburrirte. Hora de desintoxicarse (¡y no, no me refiero a borrar TikTok y volverlo a instalar al día siguiente!).

    Recuperar la presencia y el silencio

    No se trata de demonizar la tecnología, sino de recuperar la libertad frente a ella. Byung-Chul Han lo advierte: “Quien está ocupado nunca está disponible, y quien nunca está disponible termina por perderse a sí mismo” (La sociedad del cansancio, 2010). ¿Y si intentamos algo distinto? Podemos empezar con gestos pequeños:

    • Dejar el celular en otra habitación antes de dormir.
    • Comer sin pantallas, aunque sea una comida al día.
    • Dar un paseo sin música ni mensajes, sólo escuchando los pasos y la ciudad.
    • Atreverse a mirar a los ojos sin distracciones.

    No es renunciar a la tecnología, sino devolverle su lugar. El celular debe ser un medio, no un fin. Una herramienta, no un amo.

    Reflexión final

    Si no soltamos el celular ni para ir al baño, quizá no estamos escapando del aburrimiento, sino de nosotros mismos. Y ese es el verdadero desafío: aprender a mirarnos sin filtros, a estar en silencio, a redescubrir la riqueza de una conversación sin interrupciones. El reto no es tener el mundo en la palma de la mano, sino no perder el alma en una pantalla.


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    Ilusión de ser alguien en redes sociales

    “La puerta de la felicidad se abre hacia afuera; quien intenta empujarla hacia adentro, la cierra cada vez más».

    -Søren A. Kierkegaard

    Queridos(as) lectores(as):

    Vivimos en un tiempo en que mostrar se ha convertido en sinónimo de ser. Una época donde la identidad parece medirse en seguidores y validarse en la aceptación virtual. Publicamos no tanto para expresarnos, sino para no desaparecer en el flujo incesante de imágenes. Pero en esa búsqueda desesperada de visibilidad corremos un riesgo: olvidar quiénes somos en verdad, detrás de las máscaras digitales.

    La pregunta no es banal: ¿qué queda del sujeto cuando la pretensión sustituye a la autenticidad? Las redes, con todo lo bueno que ofrecen, se han convertido también en un lugar donde se fabrican personajes huecos, vitrinas sin alma. Y quien se acostumbra demasiado a ser vitrina, corre el peligro de quedarse sin rostro.

    La máscara digital

    En El traje nuevo del emperador (1837) de Hans Christian Andersen, el monarca desfila desnudo ante su pueblo mientras todos, temerosos de parecer ignorantes, fingen ver un traje magnífico. Hasta que un niño dice lo obvio: “¡El rey va desnudo!”. Esa fábula sigue viva hoy, porque las redes están llenas de trajes invisibles: filtros, poses, frases de autoayuda que nadie practica, promesas de éxito que sólo existen en la pantalla. Y si antes la vanidad se disfrazaba con joyas o ropajes, hoy se viste de performative reading: esa tendencia en la que llevar un libro a la playa, al café o al metro ya no tiene que ver con leer, sino con proyectar una imagen de cultura. Como si la tapa de un libro —preferiblemente de un autor difícil— bastara para convencer al mundo de nuestra profundidad. Una página no se lee, se exhibe; la lectura deja de ser experiencia íntima y se convierte en accesorio de marketing personal.

    Jean Baudrillard lo resumió con crudeza: “Vivimos en el reino de lo hiperreal, donde la simulación precede y determina lo real” (Simulacros y simulación, 1981). Y Søren Kierkegaard advertía el riesgo último de este juego: “El mayor peligro, perderse uno mismo, puede ocurrir con tanta calma como si no pasara nada” (La enfermedad mortal, 1849). El problema es que cuando uno se acostumbra a posar con un libro que no lee, acaba viviendo una vida que no comprende.

    El mercado de la vanidad

    Las redes sociales funcionan como un inmenso bazar. Allí se intercambian sonrisas retocadas por aplausos, frases motivacionales por seguidores, cuerpos filtrados por reconocimiento. François de La Rochefoucauld lo intuía hace siglos: “La hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud” (Máximas, 1665). Las máscaras no existirían si no tuvieran detrás la nostalgia de algo verdadero.

    Desde el psicoanálisis, Jacques Lacan hablaba del “estadio del espejo”: ese momento en que el niño se reconoce en un reflejo y proyecta una imagen ideal de sí mismo. Pero en redes, ese reflejo se ha convertido en espectáculo permanente. Ya no se trata de reconocerse, sino de sostener un personaje que nunca descansa. La identidad se convierte en un branding personal. El riesgo es que el yo se fragmente en mil versiones que no dialogan entre sí. Y entonces, como actores que se confunden con su papel, olvidamos el guión original. Una vida reducida a performance es una vida que deja de tener núcleo propio.

    Un libro sostenido en la mano no siempre significa una vida leída. Entre filtros, máscaras y vitrinas digitales, la verdad sigue siendo la más desnuda de todas.

    La soledad detrás de la pantalla

    El escaparate digital promete compañía, pero muchas veces produce aislamiento. Detrás de la imagen perfecta de los influencers —viajes exóticos, sonrisas constantes, rutinas de éxito— se esconden crisis de ansiedad, adicciones y depresiones profundas. Lo que se muestra no coincide con lo que se vive. Friedrich Nietzsche lo expresó con su habitual dureza: “Nos convertimos en actores de nuestro propio drama” (Más allá del bien y del mal, 1886). La paradoja es que mientras más actuamos, menos nos sentimos mirados de verdad. Los aplausos virtuales no sustituyen una mirada que nos reconozca en lo más íntimo.

    Edgar Allan Poe lo retrató magistralmente en La máscara de la muerte roja (1842): un baile de disfraces en el que los invitados ocultan su fragilidad tras ropajes espléndidos, hasta que la muerte, implacable, entra en el salón. Así ocurre con la vida en redes: tarde o temprano, la verdad irrumpe, y la máscara se agrieta. El precio de vivir sólo de apariencias es la soledad. Una soledad más dura que la física, porque se experimenta incluso rodeado de multitudes digitales.

    Hacia una identidad auténtica

    ¿Qué significa ser auténtico en tiempos donde todo se muestra? No se trata de apagar las redes, sino de recuperar un núcleo firme de identidad. Donald Winnicott advertía: “La falsedad se convierte en una amenaza para el verdadero self cuando el sujeto vive de forma excesiva para las demandas externas” (Realidad y juego, 1971).

    Autenticidad no es exhibicionismo, sino coherencia. No es contarlo todo, sino no traicionarse en lo esencial. Mostrar vulnerabilidad cuando es necesario, reconocer limitaciones, aceptar que la vida no cabe en un feed de Instagram. San Agustín ya lo intuía: “Quieren levantar edificios altos; primero pónganse firmes en el fundamento de la humildad” (Sermón 69, siglo IV). El peligro de carecer de identidad propia es convertirse en un reflejo sin cuerpo, en una sombra que depende de la luz del aplauso ajeno. Y las sombras, por muy estéticas que parezcan en un filtro, se disuelven apenas se apaga la pantalla.

    Reflexión final

    El fenómeno del performative reading nos deja una enseñanza clara: se puede sostener un libro en la mano sin leerlo, como se puede sostener una vida entera sin vivirla. En un mundo donde todos luchan por atención, lo más valiente sigue siendo vivir sin máscaras. Porque, como en la fábula del emperador desnudo, tarde o temprano alguien señalará lo evidente: que detrás de tanto artificio hay vacío. La diferencia es que, si no cultivamos una identidad propia, cuando nos quiten el traje digital no quedará nada.

    Y tenemos que ser muy conscientes que las exigencias cada día van en aumento porue las expectativas de cada uno de nosotros ya están profundamente ligadas o relacionadas con alguien en específico. Seguir de modo casi religioso a influencers que poco o nada aportan hacia una vida más sana, más real, más auténtica, pone en peligro a una sociedad que cada vez demuestra que pensar por sí misma es -además de frustrante- un ejercicio poco importante, porque más vale primero encajar que ser «apartado» y aislado en el mismo mundo donde transcurre todo… menos uno mismo.

    ——————

    Queridos lectores: ¿qué tanto de lo que muestran en redes son ustedes, y cuánto es una máscara? ¿Qué quedaría si mañana esas plataformas desaparecieran?

    Les invito a reflexionar, a comentar su experiencia y a compartir esta entrada. Recuerden que pueden suscribirse gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir cada texto en su correo, y también seguirme en Instagram: @hchp1.

    Etiqueta y realidad

    “Si me juzgas por mis errores, te pierdes la oportunidad de conocer mis aciertos».

    — Oscar Wilde

    Queridos(as) lectores(as):

    Vivimos en un tiempo donde una palabra puede ser más pesada que la verdad misma. Una frase lanzada con ligereza, un juicio hecho sin contexto o el eco persistente de un apodo hiriente puede terminar moldeando la manera en que una persona se ve a sí misma. Lo alarmante es que, en demasiadas ocasiones, ni siquiera se trata de un autorretrato, sino de una obra ajena: alguien más decidió describirnos… y nosotros, sin quererlo, firmamos al pie de esa descripción.

    Pensemos en Galileo Galilei, acusado de herejía por atreverse a mirar el cielo con ojos nuevos. O en Juana de Arco, señalada como hereje y bruja por quienes temían su fuerza y su fe, y que siglos después sería canonizada. En cada uno de estos casos, las etiquetas no sólo eran injustas: estaban diseñadas para controlar, silenciar o destruir. No es casualidad. Las palabras tienen filo, y quienes saben usarlas para herir pueden hacer creer a alguien que es aquello que en realidad sólo hizo, dijo o, peor aún, ni siquiera hizo ni dijo.

    El peso de una palabra mal puesta

    Hay palabras que se clavan más hondo que cualquier herida física. No necesitan ser ciertas para dejar cicatriz; basta con que se repitan el tiempo suficiente. En la Historia, hay ejemplos de sobra. Marie Curie fue acusada de “ladrona” y “adúltera” en la prensa sensacionalista de su época, cuando en realidad estaba revolucionando la ciencia con una ética intachable. Abraham Lincoln fue llamado “loco” y “peligroso” por sus adversarios políticos, mucho antes de ser recordado como uno de los presidentes más influyentes y queridos de Estados Unidos. Lo que estas historias muestran es que las etiquetas no siempre describen la realidad: muchas veces son herramientas de poder. Cuando alguien quiere reducir a otra persona, le basta con encontrar un adjetivo que condense desprecio, miedo o desconfianza… y repetirlo hasta que el mundo lo crea.

    El problema es que, con el tiempo, no sólo los demás creen esa mentira: la persona que la recibe puede llegar a adoptarla como parte de su identidad. Es un mecanismo conocido en psicología: la introyección. Sin darnos cuenta, absorbemos las opiniones ajenas y empezamos a tratarnos como ese otro nos describió. Si nos dicen “egoístas” el tiempo suficiente, empezamos a actuar a la defensiva, como si tuviéramos que justificarnos; si nos dicen “incapaces”, dudamos incluso de lo que hacemos bien. Pero las palabras, por muy pesadas que sean, no son cadenas eternas. La Historia está llena de quienes las rompieron. Nelson Mandela fue etiquetado como “terrorista” durante décadas; después, el mundo entero lo reconoció como un símbolo de paz y reconciliación. La lección es clara: no somos las palabras que otros eligen para nosotros.

    Actos vs identidad

    Una de las confusiones más comunes —y más dañinas— es creer que lo que hacemos define por completo lo que somos. Un error, una mala decisión, incluso un momento de debilidad, no son equivalentes a una sentencia de por vida. Sin embargo, cuando el entorno es hostil o manipulador, el paso de la conducta a la identidad es casi automático. El filósofo romano, Séneca, lo advirtió hace dos mil años: “No hay viento favorable para el que no sabe a qué puerto se dirige” (Cartas a Lucilio, año 65). Cuando no sabemos quiénes somos, cualquier palabra que nos lancen puede desviar nuestro rumbo. Tomemos un ejemplo literario. En Los miserables (1862), Victor Hugo nos muestra a Jean Valjean, un hombre marcado por el delito de robar pan. La sociedad lo define como “ladrón”, “delincuente” o “irredimible”. Pero, a través de sus actos posteriores, Valjean demuestra que su esencia va mucho más allá de ese hecho. El lector comprende que un sólo acto no agota la verdad de una vida entera.

    En la vida real, la historia de Alfred Nobel es igual de reveladora. Un periódico francés publicó por error su necrológica, titulándola “El mercader de la muerte ha muerto”. Nobel, vivo aún, quedó impactado al leer cómo lo definían exclusivamente por la invención de la dinamita. Decidió entonces dedicar su fortuna a crear un legado distinto: los Premios Nobel (1895), símbolo de contribución al conocimiento y la paz. La clave está en distinguir entre lo que hemos hecho y lo que somos. Las acciones pueden corregirse, los errores pueden repararse, pero la identidad profunda no puede reducirse a un titular, una acusación o un apodo.

    Hay dolores que no nacen de la verdad, sino de mentiras que aprendimos a creer.

    El control emocional y la perversidad de la etiqueta

    Hay un uso de las etiquetas que va más allá del simple error de juicio: el uso intencional para dominar o someter. En estos casos, el adjetivo no es una descripción, sino un arma. Se coloca en el centro de la identidad de la otra persona para que esta viva a la defensiva, sintiéndose culpable incluso de respirar. Viktor Frankl escribió: “Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio. En ese espacio reside nuestra libertad y nuestro poder de elegir nuestra respuesta” (El hombre en busca de sentido, 1946). Quien manipula con etiquetas busca borrar ese espacio, lograr que la respuesta sea automática: obedecer, ceder, callar. Un ejemplo histórico lo encontramos en la figura de Juana de Arco. Durante su juicio en 1431, los cargos de herejía y brujería no eran más que una coartada política para destruir su influencia. La acusación buscaba anularla como líder y como mujer, para que cualquier palabra suya quedara desacreditada. La etiqueta era la condena.

    En el ámbito cultural, podemos recordar a John Lennon, quien en 1966 fue duramente atacado por su frase “somos más populares que Jesús”. El titular descontextualizado se convirtió en munición contra él, ocultando que hablaba del fenómeno social de la música y no de una declaración religiosa. La presión y el boicot demostraron que una etiqueta, bien colocada por los adversarios, puede arrasar reputaciones. En el fondo, este tipo de manipulación opera sobre una misma premisa: si logras que alguien se crea indigno, culpable o incapaz, no necesitarás cadenas físicas para retenerlo. Las cadenas estarán en su mente.

    Recuperar el nombre propio

    Liberarse de una etiqueta injusta no es un acto instantáneo: es un proceso de volver a mirarse con ojos limpios, sin el filtro de lo que otros han querido imponer. Implica preguntarse, como sugería el Søren Kierkegaard: “La puerta de la felicidad se abre hacia afuera; hay que retirarse un poco para abrirla” (Diarios, 1843). En otras palabras, a veces hay que dar un paso atrás de las voces ajenas para ver quién se es realmente. En la Historia, hay figuras que lograron hacerlo con una fuerza admirable. Winston Churchill fue considerado por muchos un político acabado tras la Primera Guerra Mundial, cargando con la etiqueta de “fracasado” por el desastre de Gallípoli. Dos décadas después, se convirtió en el primer ministro que lideró la resistencia británica contra el nazismo y en símbolo de tenacidad. No rehuyó su pasado: lo integró en una identidad mucho más amplia.

    Otro ejemplo conmovedor es el de Malala Yousafzai. Etiquetada como “niña problemática” por los talibanes por defender la educación de las niñas en Pakistán, sufrió un atentado que buscó silenciarla. En vez de aceptar ese destino, asumió su voz con más fuerza, ganando el Premio Nobel de la Paz en 2014 y convirtiéndose en referente mundial. Recuperar el nombre propio implica un doble movimiento: dejar de responder al llamado que otros nos impusieron y empezar a responder al propio. No es ignorar las acciones pasadas, sino colocarlas en su justa proporción. Un error no define a una persona; un acierto tampoco la agota. La identidad es un río en movimiento, no una piedra inmóvil.

    Reflexión final

    Las etiquetas son cómodas para quien las pone y pesadas para quien las carga. No requieren pruebas, no exigen matices; sólo necesitan repetirse lo suficiente para que parezcan verdad. Pero la Historia y la vida cotidiana nos enseñan algo: ninguna palabra, por muy afilada que sea, puede contener toda la complejidad de una persona. Si alguna vez te han dicho que “eres” algo que te duele, pregúntate: ¿de dónde viene esa palabra? ¿Qué intención había detrás? Y sobre todo, ¿qué evidencias tienes de que sea tu verdad? Tal vez descubras que has vivido bajo un nombre que no era tuyo.

    Recuerda las palabras de Hannah Arendt: “Nadie tiene derecho a obedecer” (Responsabilidad y juicio, 2003). Obedecer una mentira sobre quién eres, aceptarla sin examen, es renunciar a tu libertad interior. Y esa libertad es el primer paso para recuperar tu nombre propio. En el fondo, no se trata de demostrar a otros quién eres: se trata de recordártelo a ti mismo. Porque no eres la suma de etiquetas que te pusieron; eres la suma de tus elecciones, de tus cambios y de tu capacidad para no quedarte reducido a una sola palabra.


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    Lou Andreas-Salomé: coleccionista de mentes

    “La libertad no es un fin, sino un camino. Y el camino se hace al andar con otros”.

    -Lou Andreas-Salomé

    Queridos(as) lectores(as):

    A finales del siglo XIX y principios del XX, Europa vivía un hervidero intelectual. Las ciudades eran laboratorios de ideas y el mundo cambiaba a un ritmo que desafiaba las tradiciones más firmes. Entre filósofos, poetas y psicoanalistas, surgió una figura singular: Lou Andreas-Salomé.

    No fue una sombra detrás de un gran hombre, ni una nota al pie en la Historia del Pensamiento. Fue una viajera de las ideas, una mujer que supo entrar en la intimidad intelectual de gigantes como Nietzsche, Rilke o Freud, y salir de ella con algo propio. No coleccionaba objetos, sino almas e ideas; no como trofeos, sino como material vivo para su propia construcción.

    Una inteligencia nacida en los márgenes

    Lou nació el 12 de febrero de 1861 en San Petersburgo, hija de Gustav von Salomé, un general alemán del ejército ruso, y Louise Wilm, de ascendencia hugonote. Su infancia estuvo marcada por un entorno bilingüe (alemán y ruso) y por un hogar en el que el orden militar y la disciplina protestante se mezclaban con un respeto profundo por la educación. Desde niña, Lou mostró un apetito insaciable por el conocimiento. Leía no sólo lo que le daban, sino lo que conseguía por su cuenta: Filosofía, Teología, Literatura, Historia del Arte. La muerte de su padre cuando tenía 16 años la afectó profundamente, pero también le abrió un espacio de independencia. Convenció a su madre de que le permitiera estudiar en Zúrich, una de las pocas universidades europeas que aceptaban mujeres.

    En Zúrich estudió Teología, Filosofía e Historia de la Religión. Allí descubrió que su curiosidad no se saciaba con exámenes ni diplomas: buscaba una forma de vivir en la que pensar y vivir fueran inseparables. Aquí vemos lo que Winnicott llamaría capacidad de estar sola en presencia de otros: Lou podía sostener su independencia intelectual incluso rodeada de autoridades masculinas que la subestimaban. Esa autonomía interna sería clave para que, más adelante, dialogara de igual a igual con figuras dominantes sin perder su voz.

    Nietzsche, Rée y la irreverencia filosófica

    En 1882, Lou viajó a Roma, donde conoció al filósofo Paul Rée. Compartían afinidad por el escepticismo religioso y la pasión por la filosofía moral. Rée, fascinado por su inteligencia, le presentó a Friedrich Nietzsche. La química intelectual entre los tres fue inmediata. Planeaban vivir juntos en una especie de “comunidad de pensamiento” en París, lo que escandalizó a la sociedad y a las familias implicadas. Nietzsche le propuso matrimonio en dos ocasiones; ella lo rechazó con cortesía, pero firmeza. Su negativa no era desprecio: era defensa de su libertad.

    En sus memorias, Lou escribió sobre Nietzsche: “Era un hombre que luchaba por ser fiel a sí mismo incluso contra sí mismo” (Nietzsche, 1935). De él absorbió el coraje de pensar contra la corriente, pero también la convicción de que un vínculo intelectual no debía convertirse en una prisión afectiva. En esta etapa, Lou practicaba lo que podríamos llamar apropiación simbólica: tomar elementos de un pensamiento ajeno, integrarlos y devolverlos transformados. No se trataba de imitar a Nietzsche, sino de metabolizarlo para fortalecer su propio discurso. El triángulo con Rée y Nietzsche fue también una experiencia de límites: cómo estar cerca sin perderse.

    Lou Andreas-Salomé, escritora, filósofa y psicoanalista, cuya vida y obra marcaron el pensamiento europeo de finales del siglo XIX y principios del XX.

    La viajera de ideas

    Tras el quiebre con Nietzsche y Rée, Lou emprendió una vida de viajes: París, Berlín, Viena, Weimar, San Petersburgo. En cada ciudad buscaba no sólo un lugar donde vivir, sino un círculo donde pensar. En Berlín conoció a artistas y escritores que exploraban las fronteras del simbolismo y el naturalismo. En París asistió a conferencias sobre psicología experimental y a exposiciones que cuestionaban la tradición académica. En Weimar, estudió los archivos de Goethe y se empapó del espíritu humanista.

    Durante estos años escribió novelas y ensayos. En Fenitschka (1898), la protagonista es una joven que desafía las convenciones de género, no como proclama política, sino como consecuencia natural de una vida vivida desde la autenticidad. Sigmund Freud diría más tarde que la sublimación es el mecanismo por el cual los impulsos encuentran una vía creativa y socialmente valiosa. Lou sublimaba su necesidad de independencia en escritura y diálogo, desplazando la tensión entre vida personal y entorno conservador hacia la producción intelectual.

    Rilke y el alma poética

    En 1897, Lou conoció a René Maria Rilke, un joven poeta austriaco de 22 años, sensible y todavía inseguro. Lou lo animó a cambiar su nombre a Rainer, lo introdujo en el arte y la literatura rusa, y lo llevó a San Petersburgo y Moscú. Juntos visitaron a León Tolstói, una experiencia que marcó profundamente a Rilke. Su relación fue intensa: amorosa, intelectual y creativa. Lou fue mentora y amante, pero nunca carcelera. Lo dejó crecer, incluso cuando eso significaba perderlo. “Tenía la fragilidad de quien se sabe pasajero, y la fuerza de quien ama a pesar de ello” (Mi vida, 1931).

    Lou actuó como objeto transicional en el sentido winnicottiano: un puente afectivo que permitió a Rilke madurar sin romper bruscamente con su etapa anterior. No pretendió moldearlo, sino facilitarle las condiciones para encontrarse consigo mismo.

    Freud y la última conquista intelectual

    En 1911, Lou conoció a Sigmund Freud en el Congreso Psicoanalítico de Weimar. Tenía 50 años y ya una trayectoria intelectual consolidada. Freud quedó impresionado por su agudeza. Comenzaron una correspondencia que duraría décadas, en la que Lou no dudaba en cuestionar o matizar sus teorías. Se formó como psicoanalista, trabajó casos clínicos y escribió ensayos sobre la sexualidad femenina, el narcisismo y la dinámica del amor. En una carta a Freud escribió: “Cada ser humano es una patria desconocida que se revela poco a poco, a veces a su pesar” (Correspondencia con Freud, 1931).

    Lou aportó al psicoanálisis una sensibilidad que hoy llamaríamos interdisciplinaria. No se limitaba a la técnica; traía a la consulta su bagaje filosófico y literario, enriqueciendo la comprensión de los pacientes más allá del síntoma. Freud la veía como colega, no como discípula, y esa relación horizontal era rara en un entorno dominado por hombres.

    Una vida entre gigantes, pero con voz propia

    Lou murió en 1937, en Gotinga, dejando una obra que incluye novelas, ensayos, memorias y trabajos psicoanalíticos. Su vida fue un hilo tejido con encuentros significativos: Nietzsche, Rée, Rilke, Freud… pero nunca se diluyó en ellos. No reclamó un lugar en la Historia: lo ocupó. No buscó aprobación: buscó interlocución. Supo escuchar sin someterse y enseñar sin imponerse. Fue, en el sentido más pleno, una coleccionista de almas y de ideas.

    Si la pensamos desde Freud, Lou ejerció una forma de “análisis natural” incluso fuera del diván: observaba, escuchaba, interpretaba, y sobre todo, dejaba que el otro se revelara sin forzarlo.

    Reflexión final

    Lou Andreas-Salomé no fue una espectadora de la Historia Intelectual de su tiempo: fue parte activa de ella. Entró en la vida de algunos de los mayores creadores y pensadores no para orbitarlos, sino para dialogar con ellos. No necesitó banderas para ser libre, ni ideologías para ocupar un lugar en la mesa de los gigantes. Su vida nos recuerda que la verdadera libertad intelectual no es proclamarse independiente, sino vivir como tal: conversar sin miedo, disentir sin romper, inspirar sin poseer.

    Tal vez, lector, el reto no sea encontrar a nuestros propios Nietzsche, Rilke o Freud, sino aprender de Lou la manera de encontrarnos a nosotros mismos a través de ellos.


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    Dostoievski: morir y volver a nacer

    “Cuando me dijeron que quedaban cinco minutos de vida, pensé en ustedes, en mi familia, en mi pasado. La vida es un don, la vida es felicidad; cada minuto podía ser una eternidad de felicidad”.
    — Fiódor Dostoievski

    Queridos(as) lectores(as):

    No todos mueren para saber qué significa vivir. La mayoría pasa por la vida con la ilusión de que la muerte está lejos, como si fuera un asunto que compete a otros. Dostoievski no tuvo ese privilegio. En una fría mañana de diciembre de 1849, con apenas 28 años, el joven novelista ruso se encontraba con las manos atadas, los ojos vendados y el corazón latiendo con un miedo visceral. Frente a él, un pelotón de fusilamiento esperaba la orden de disparar. Todo estaba preparado para el final… hasta que, en el último instante, un mensajero del zar Nicolás I interrumpió el ritual para anunciar que la pena se conmutaba por trabajos forzados en Siberia.

    Aquel perdón no era misericordia: era una forma sofisticada de tortura psicológica. Y, paradójicamente, fue también el inicio de la metamorfosis que haría de Dostoievski uno de los más grandes conocedores del alma humana.

    El día del simulacro

    En abril de 1849, Dostoievski fue arrestado junto a otros miembros del Círculo Petrashevski, un grupo de intelectuales que se reunía en San Petersburgo para debatir ideas políticas, filosóficas y literarias prohibidas en la Rusia zarista. Allí se leían y traducían textos de Charles Fourier, Saint-Simon y Voltaire, y se hablaba de reformas sociales, la abolición de la servidumbre y la libertad de prensa. Para el zar Nicolás I, estas reuniones eran más peligrosas que cualquier conspiración armada. Las ideas, una vez pronunciadas, no se pueden volver a encadenar. Por eso, en un gesto calculado para enviar un mensaje ejemplar, ordenó arrestar a todos los miembros.

    Tras ocho meses de encierro en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, el 22 de diciembre de 1849, los prisioneros fueron llevados a la Plaza Semiónov. La sentencia: muerte por fusilamiento. La ceremonia fue pública. Los condenados fueron atados, se les vendaron los ojos y se les alineó en grupos. Dostoievski estaba en el segundo. Vio cómo el primero se preparaba para recibir la descarga. Fue entonces cuando apareció el mensajero con la “misericordia” imperial: la pena sería sustituida por cuatro años de trabajos forzados en Siberia, seguidos de servicio militar obligatorio. Este episodio ilustra lo que Sigmund Freud llamaría una situación traumática extrema: una vivencia donde el Yo queda desbordado por un peligro real e inminente. Sin embargo, en Dostoievski, ese trauma no derivó en parálisis vital, sino en una reorganización de su aparato psíquico. El “indulto” no borró la angustia, pero le otorgó un nuevo principio de realidad: la certeza de que todo puede terminar en segundos.

    El trauma como revelación

    Para la mayoría, una experiencia así dejaría una cicatriz paralizante. Dostoievski, en cambio, escribió ese mismo día a su hermano Mijaíl: “Hermano, no estoy desanimado ni deprimido. La vida es en todas partes la vida; la vida está en nosotros mismos, no fuera. A mi alrededor habrá gente, y ser humano entre humanos y permanecer siempre, no entristecerse ni enfadarse, he ahí la vida. El sentido de la vida está en la vida misma” (Carta a Mijaíl Dostoievski, 1988). Aquí no hay ingenuidad. Hay una transformación existencial. El filósofo y psicoanalista, Rollo May, más de un siglo después, lo resumió así: “La creatividad surge a menudo en respuesta a la experiencia de muerte o destrucción” (El coraje de crear, 1975).

    En términos freudianos y posteriormente del propio Winnicott, Dostoievski logra aquí una “adaptación creadora” frente al trauma: no niega la experiencia ni se queda atrapado en ella, sino que la integra como un material simbólico. El resultado es una intensificación de la percepción del tiempo y una conciencia más viva de la finitud.

    Fiódor Dostoievski, frente al pelotón de fusilamiento en la Plaza Semiónov, instantes antes de recibir el indulto que marcaría su vida y su obra.

    El alma humana a la luz de la muerte

    Desde ese día, su obra se volvió un espejo de la condición humana enfrentada a sus límites. Crimen y castigo (1866) examina la tensión entre culpa y redención; El idiota (1869) presenta al príncipe Myshkin describiendo, con sorprendente detalle, el estado mental de un condenado a muerte: “Decía que en esos instantes no había un pensamiento que no pasara por su mente, ni un sólo detalle que no captara con intensidad inusitada” (El idiota, 2002). No es un recurso narrativo inventado: es la transposición literaria de un recuerdo grabado a fuego. En Los demonios (1872) y Los hermanos Karamázov (1880), los personajes no son héroes ni villanos puros, sino criaturas complejas que oscilan entre el bien y el mal, siempre bajo la sombra de la mortalidad.

    El trauma de Dostoievski se convierte en una matriz narrativa donde sus personajes funcionan como “escenarios internos” (concepto de Melanie Klein): representaciones dramatizadas de los conflictos psíquicos que él mismo experimentó en ese límite entre vida y muerte.

    Trauma y empatía

    El impacto más profundo no fue literario, sino humano. Dostoievski no se volvió cínico. Al contrario: su empatía se volvió más feroz y más lúcida. En Los demonios afirma: “El hombre es desgraciado porque no sabe que es feliz; sólo por eso. Eso es todo, todo” (Los demonios, 2001). No es consuelo barato. Es advertencia. La felicidad está ahí, pero pasa inadvertida… hasta que la muerte nos obliga a verla. Aquí vemos lo que Jacques Lacan llamaría atravesar el fantasma: dejar de vivir bajo la ilusión de que siempre habrá más tiempo. La empatía de Dostoievski no es sentimentalismo; es la lucidez de quien ha perdido la inocencia de la inmortalidad.

    Reflexión final

    No necesitamos un pelotón de fusilamiento para comprender que somos frágiles, pero sí necesitamos —con urgencia— una mirada más honesta hacia nuestra propia finitud. Vivimos como si la muerte fuera un rumor lejano, algo que le sucede a otros, no a nosotros. Pasamos días enteros ocupados en trivialidades, aplazando conversaciones, proyectos y afectos como si tuviéramos crédito infinito de tiempo. Dostoievski no tuvo ese lujo. En un sólo día, la muerte le susurró al oído con la voz de un oficial que le leía la sentencia, y luego lo dejó vivo para que cargara con esa memoria como una herida abierta y, al mismo tiempo, como un faro. Desde entonces, escribió como quien sabe que cada palabra podría ser la última, y miró a los demás con la compasión de quien ha estado a un paso del abismo.

    Tal vez esa es la lección más incómoda: la vida no se mide en la cantidad de años que acumulamos, sino en la intensidad con la que habitamos cada instante. Podemos tener décadas por delante y, aun así, estar muertos en vida. Podemos tener un sólo día y vivirlo con una plenitud que lo haga valer por mil. Si mañana llegara nuestro propio mensajero —con o sin uniforme, con o sin anuncio dramático—, ¿nos encontraría listos para morir… o descubriría que hasta ahora no hemos empezado a vivir?


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    Freud y la dignidad del enfermo

    “Mi querido Freud, qué admirable eres. Sufres como un perro y no te quejas nunca”.

    — Marie Bonaparte

    Queridos(as) lectores(as):

    Hay momentos en la vida que no pueden ser habitados con discursos fáciles. Cuando el cuerpo comienza a desmoronarse y el dolor se vuelve compañero constante, uno ya no necesita teorías sino compañía, silencio y dignidad. Esta entrada nace desde ese lugar: no desde la explicación, sino desde la contemplación del dolor como umbral. Un umbral que Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, cruzó con entereza hasta su último aliento. Mucho se ha dicho de su obra, de sus controversias, de su genio. Pero hoy quiero hablar de su humanidad. De ese Freud enfermo, consumido por más de treinta intervenciones quirúrgicas, que no dejó de pensar, de escribir, de recibir amigos… y de sufrir. Porque a veces es en la enfermedad donde se revela con más claridad la hondura de un ser humano.

    Este encuentro no será una biografía ni una elegía, sino una invitación a mirar con respeto la fragilidad. Porque hay dolores que no se pueden evitar, pero hay maneras de habitarlos que ennoblecen. Acompáñenme.

    El cuerpo traicionado

    Cuando el cuerpo enferma de forma crónica, el sujeto no sólo sufre un mal físico: asiste al progresivo extrañamiento de su propio límite. El cuerpo —ese aliado constante, silencioso e invisible en la salud— se vuelve un enigma, un enemigo, un recordatorio continuo de la finitud. Para Freud, esto no fue teoría: fue experiencia cotidiana durante los últimos dieciséis años de su vida. En 1923, a los 67 años, le fue diagnosticado un carcinoma en el paladar. A partir de ahí, su vida transcurrió entre consultas médicas, intervenciones quirúrgicas, hemorragias, infecciones, y un aparato ortopédico que le dificultaba hablar y comer, conocido como el “monstruo”. Pese a esto, Freud no dejó de escribir ni de recibir pacientes y discípulos.

    En una carta dirigida a Lou Andreas-Salomé en 1924, escribe: “Mi cuerpo ya no me pertenece. Cada día me recuerda con nuevos signos que el final está en marcha. Pero, mientras tanto, sigo trabajando: quizá porque el trabajo no duele». Este desprendimiento del cuerpo como posesión muestra una resignación activa: no una derrota, sino una aceptación lúcida. Freud no negó su enfermedad, no se refugió en un optimismo ingenuo ni buscó consuelo banal. Nombró su padecimiento, convivió con él, lo soportó con una mezcla de estoicismo e ironía vienesa.

    Ernest Jones, su discípulo y biógrafo, narra que en una ocasión, después de una cirugía particularmente dolorosa, Freud simplemente comentó: “Mi querido Jones, he perdido la cuenta de las veces que me han cortado la cara, pero uno se acostumbra. El problema es cuando el espejo no se acostumbra” (Ernest Jones, La vida y la obra de Sigmund Freud, 1957). Este humor amargo no debe confundirse con cinismo. Era, más bien, una forma de mantener el espíritu en pie cuando el cuerpo comenzaba a derrumbarse. La lucidez con la que Freud enfrentó su enfermedad revela la profundidad de su pensamiento, incluso (y quizá sobre todo) cuando ya no podía sostenerlo todo con palabras.

    Porque cuando el cuerpo se traiciona, el sujeto puede perder también el deseo de vivir. Pero en Freud encontramos una tenacidad que no nace del narcisismo, sino del compromiso con algo más grande: su obra, sus vínculos, su convicción de que el psicoanálisis debía sobrevivirle. En los tiempos actuales, donde tantas enfermedades se viven con vergüenza o negación, y donde el cuerpo enfermo es apartado de la vida pública y del pensamiento, la figura de Freud reaparece como una interpelación ética: ¿qué hacemos con nuestra fragilidad?, ¿cómo habitamos un cuerpo que ya no responde como antes?, ¿qué queda cuando duele existir?

    Freud en su jardín de Hampstead, Londres, poco antes de morir. El cuerpo ya rendido, pero el alma todavía despierta.

    El dolor como interlocutor

    Freud no sólo padeció el dolor: lo pensó, lo estudió, lo soportó. Para él, el dolor no fue únicamente un síntoma que debía ser eliminado, sino una experiencia que podía ser observada desde dentro, con la misma agudeza con la que analizaba los sueños. En su carta a Marie Bonaparte del 10 de junio de 1938, ya exiliado en Londres, Freud escribió: “El dolor me acompaña como un huésped fiel. No discutimos mucho, pero tampoco me deja solo. Me ayuda a saber que estoy vivo, aunque a veces desearía que no me recordara tanto». Este tono, casi irónico, revela una conciencia aguda: el dolor no es sólo un castigo del cuerpo, sino también una confrontación con uno mismo. Quien sufre —de verdad— se encuentra con partes de su alma que quizá no conocería de otro modo.

    Para el psicoanálisis, el dolor no siempre debe silenciarse. A veces, debe ser escuchado. Y Freud, que tanto exploró el inconsciente, aprendió en carne propia que hay dolores que no se elaboran con palabras, pero que se pueden habitar con dignidad. Jones señala que “Freud nunca permitió que el dolor se volviera excusa para la amargura”. No buscaba héroes ni mártires, pero sí supo resistir sin entregarse al resentimiento. En ello reside, quizá, su forma más profunda de enseñanza: mostrar que el sufrimiento humano puede tener sentido incluso cuando no tiene solución.

    Acompañar sin anestesiar

    Estar junto a alguien que sufre puede ser más difícil que sufrir. Porque implica renunciar a los consuelos fáciles, a las frases hechas, al impulso de hacer desaparecer lo insoportable. Freud tuvo a su lado a personas que lo acompañaron sin anestesiarlo, sin infantilizarlo, sin robarle su lucidez. Esa es quizá una de las formas más altas de amor. Marie Bonaparte, su discípula, protectora y amiga íntima, fue una de ellas. Ella organizó su huida de Viena cuando los nazis anexaron Austria. Le consiguió los permisos, le pagó el rescate exigido, y estuvo presente hasta el último día. Fue ella quien escribió: “Estar con Freud era saber que la muerte rondaba, pero que había que seguir hablando. Él nos enseñó que acompañar no es aliviar el peso del otro, sino caminar junto a él sin apartar la mirada» (Freud y su mundo, 1951).

    También su hija Anna fue presencia constante, sostén firme y discreto. Lo cuidó con una entrega silenciosa, protegiendo al padre sin suprimir al maestro. Freud nunca se dejó reducir a un paciente: su sufrimiento no le robó la voz. Y quienes lo acompañaron supieron respetar eso. Acompañar a alguien que se va desgastando es un acto que exige respeto. No todos están hechos para ello. Requiere una mezcla extraña de ternura y fortaleza. De saber estar ahí sin decir demasiado. De aprender que el silencio —cuando es presencia verdadera— puede ser más profundo que cualquier consuelo. A veces no hay nada que decir. Sólo estar. Y eso basta.

    Una última dignidad

    Freud murió el 23 de septiembre de 1939, en Londres, tras pedir a su médico de confianza, el doctor Max Schur, que pusiera fin a su sufrimiento. No lo hizo en un acto impulsivo, sino con la misma serenidad con la que durante años había habitado su enfermedad. Schur cuenta en sus memorias que Freud le dijo: “Ahora no tiene ningún sentido. Ya no es soportable. Hágalo, y no me haga esperar más” (Freud: Living and Dying, 1972). Tras la administración de morfina, Freud entró en un sueño profundo. Murió como había vivido los últimos años: sin alarde, sin escándalo, con una dignidad que no buscaba ser ejemplar, pero que lo fue.

    En una carta posterior, Schur escribe: “No quiso morir con dramatismo, sino con sobriedad. Lo único que le preocupaba era no perder la conciencia del mundo. Y al final, se fue sin hacer ruido, como un sabio que ya no necesita decir nada más». Esa es quizá la última enseñanza de Freud: que incluso al borde de la muerte, la lucidez puede ser un acto de amor. Que no es necesario renunciar a uno mismo para aceptar el final. Que hay una forma de morir que no es rendición, sino fidelidad a lo que se ha sido. Su funeral fue discreto, con pocas palabras, y una urna que lleva grabado un verso griego antiguo: “He aquí el hombre que logró conocerse a sí mismo”. No hay mayor epitafio.

    Reflexión final

    Sigmund Freud no fue un mártir, ni un santo, ni un héroe. Fue un hombre que convivió con el dolor sin convertirlo en espectáculo. Y eso, en estos tiempos de exhibicionismo emocional, es profundamente admirable. Su enfermedad no lo definió, pero sí reveló algo de lo más hondo de su ser: su fidelidad al pensamiento, su capacidad de soportar sin dramatismo, su respeto por los límites. En un mundo que suele temer la fragilidad o esconderla, él la habitó con entereza. Cada enfermo merece ser mirado así: no como una carga, ni como una historia trágica, sino como alguien que sigue siendo, aún en su deterioro, digno de amor, de respeto, de presencia.

    Y tú, lector, ¿a quién estás acompañando?, ¿cómo habitas tu propio dolor?, ¿de qué forma te permites estar ahí —junto al otro o junto a ti mismo— sin negar lo que duele y sin rendirte a ello? Ojalá que este encuentro no sea sólo una lectura, sino una presencia. Un pequeño acto de compañía en medio del dolor, como ese silencio compartido que, a veces, dice mucho más que cualquier palabra.


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