“El que no sabe hacia qué puerto navega, ningún viento le es favorable”.
— Séneca
Queridos(as) lectores(as):
La incertidumbre no es sólo un estado emocional; es una estructura del mundo. Nadie llega a la vida con un mapa completo ni con las instrucciones para sobrevivir al caos. Desde que somos niños, intuimos que algo es frágil, que nada está asegurado, que lo que amamos puede cambiar o perderse. Y sin embargo, también intuimos que hay una manera de vivir con ello sin destripar el alma.
Este encuentro es una invitación a mirar la incertidumbre de frente, no como un monstruo enemigo, sino como un viejo representante de la condición humana. Desde los filósofos griegos hasta los pensadores modernos, y desde la clínica psicoanalítica hasta nuestras experiencias cotidianas, aprender a vivir con lo incierto no es un lujo intelectual: es un acto de salud mental, espiritual y humana.
Aprender a mirar el mundo sin certezas
Los griegos antiguos lo sabían: la vida es inestable. Heráclito afirmaba: «Todo fluye, nada permanece» (Fragmentos, siglo V a.C.). Para él, lo incierto no era una amenaza sino la textura misma del ser. La sabiduría consistía, entonces, en moverse con el río, no en fosilizar el agua. Aristóteles retomó esta intuición desde otro ángulo. En la Ética a Nicómaco (ca. 340 a.C.), distingue entre el conocimiento teórico —cierto, estable— y la acción humana, siempre sujeta a lo imprevisible. Nadie puede tener certeza absoluta sobre decisiones que dependen de circunstancias cambiantes. La incertidumbre no es error: es la materia prima de la deliberación moral.
Los estoicos dieron otro paso. Para ellos, el mundo está lleno de eventos fuera de nuestro control, y el sufrimiento comienza cuando queremos dominar lo que no se deja dominar. Epicteto lo dijo con claridad quirúrgica: “Hay cosas que dependen de nosotros y cosas que no” (Enquiridión, siglo I). Saber distinguir ambas es la primera forma de libertad interior. Y finalmente, los romanos —más prácticos y teatrales— convirtieron la incertidumbre en disciplina espiritual. Séneca llamó a esto praemeditatio malorum, la anticipación sensata de los males posibles. No para vivir con miedo, sino para no colapsar cuando la vida sorprende. Los clásicos no eliminaron la incertidumbre. Pero nos enseñaron algo decisivo: la incertidumbre sólo destruye a quien cree que está exento de ella. Para los griegos y romanos, la serenidad no es certeza, es preparación interior.
Cuando la incertidumbre se vuelve existencial
San Agustín, mucho antes de Kierkegaard, entendió que la verdadera inseguridad no proviene del mundo, sino del interior. En Confesiones (397 d.C.) reconoce: «Me he convertido para mí mismo en una tierra difícil». La incertidumbre es existencial porque nace de no saber quién soy frente a Dios, frente a mí, frente al tiempo, frente al mundo. En él, la incertidumbre se vuelve una pregunta: ¿qué deseo?, ¿dónde se apoya mi corazón?, ¿qué permanece cuando todo se mueve? Con la modernidad llegó el sueño de control. Descartes busca una verdad indudable, una base firme para construir conocimiento. Pero incluso él comienza su proyecto aceptando que todo puede engañarnos. “Es prudente no confiar nunca en quienes nos han engañado una vez” (Meditaciones, 1641). La filosofía moderna nace de la sospecha. Y, aunque consigue su punto firme —el famoso Cogito—, lo que sigue está lejos de ser estable: el mundo, el cuerpo, el otro… todo sigue siendo incierto.
Kierkegaard es quien finalmente da nombre a lo que hoy sentimos. En El concepto de la angustia (1844) afirma: “La angustia es el vértigo de la libertad». La incertidumbre aparece ahí donde hay posibilidad. Sin incertidumbre, no habría elección; sin elección, no habría yo. Por eso Kierkegaard no propone vencer la incertidumbre, sino habitarla como condición de la fe, de la existencia y del riesgo de amar. Nietzsche empuja más lejos esta intuición. Si la vida es creación, entonces no puede estar asegurada. En La gaya ciencia (1882) escribe: “Tenemos que convertirnos en los poetas de nuestra vida”. Y ningún poeta vive con garantías. Para Nietzsche, sólo quien acepta el desorden puede crear sentido.
Velocidad, ansiedad y control
Hoy la incertidumbre no es metafísica: es cotidiana. Trabajo inestable, vínculos que se diluyen, noticias que nos sobresaturan, decisiones que parecen urgentes. La velocidad produce ansiedad porque no deja espacio para la elaboración interior. Zygmunt Bauman lo resume en un gesto: “La modernidad líquida no mantiene su forma por mucho tiempo” (2000). Vivimos obsesionados con los planes, los seguros, los pronósticos, los métodos infalibles. Pero cuanto más control queremos, más miedo sentimos. Byung-Chul Han lo diagnostica así: “La sociedad del rendimiento se agota a sí misma” (La sociedad del cansancio, 2010). El intento de tenerlo todo bajo control nos deja sin aire.
La incertidumbre no sólo se piensa: se siente. Aparece como insomnio, presión en el pecho, irritabilidad, ansiedad o cansancio crónico. El cuerpo se vuelve portavoz de lo que la mente intenta silenciar. Las redes sociales nos han acostumbrado a respuestas instantáneas. No sabemos esperar, no sabemos dudar, no sabemos estar sin saber. Y, paradójicamente, eso nos hace sentir más frágiles.

-Voltaire, carta a Federico II de Prusia (1767)
Psicoanálisis e incertidumbre
El psicoanálisis no promete respuestas claras ni soluciones rápidas. Lo dijo Freud: “Donde ello era, yo debo advenir” (Nuevas conferencias, 1933). El trabajo analítico no elimina el caos: permite que el yo se vuelva más capaz de soportarlo sin desmoronarse. La incertidumbre no desaparece: deja de aterrarnos. Winnicott, en Realidad y juego (1971), describe el espacio transicional: ese lugar entre lo interno y lo externo donde aprendemos a relacionarnos sin perder el sentido. En análisis, ese espacio permite que el paciente deje de actuar su angustia y comience a pensarla. La incertidumbre no se aplasta: se piensa, se elabora, se transforma.
Lacan dice en el Seminario 11 (1964): “El deseo es la falta de ser». La incertidumbre es el eco estructural de esa falta. No saber del todo quién soy, qué quiero o qué espera el otro no es un defecto: es la estructura que permite existir, desear, amar. Mucho de lo que somos opera fuera de la conciencia. La incertidumbre es también el signo de que el inconsciente está trabajando. En análisis, lo que parecía pura angustia comienza a organizarse en sentido.
Hacia una guía personal para vivir con la incertidumbre
1. Pensar lentamente lo que la vida quiere rápido
Haz pausas. Camina. Respira. Escribe. La incertidumbre se vuelve monstruo cuando no le damos palabras. Cada vez que nombras lo que temes, pierdes un poco menos de ti mismo.
2. Diferenciar lo controlable de lo incontrolable
Pregúntate:
- ¿Esto depende de mí?
- ¿Depende del tiempo?
- ¿Depende del otro?
- ¿Depende del azar?
Lo que depende de ti: actúa.
Lo que no depende de ti: acéptalo sin rendirte.
3. No decidas en crisis
La angustia exige movimiento, pero casi siempre hacia el error. Espera a que baje la ola. La incertidumbre se piensa en serenidad, no en tormenta.
4. Busca sostén: afectivo, clínico, espiritual
Nadie atraviesa lo incierto solo sin romperse. Tener un analista, un amigo, una comunidad o un espacio espiritual no es debilidad: es cordura.
Reflexión final
La incertidumbre no es un enemigo del que haya que defenderse. Es una forma de madurez. Nadie tiene la vida resuelta. Nadie sabe lo que pasará mañana. Y, sin embargo, aquí estamos: pensando, amando, eligiendo, caminando a tientas con la dignidad de quien sigue intentando. Te dejo una pregunta sencilla y brutal: ¿Qué parte de ti podrías dejar de controlar hoy, sólo para respirar mejor mañana?
Si esta reflexión te acompañó, te invito a compartirla, seguir el blog, dejar un comentario y encontrarme también en Instagram como @hchp1.









