Herramientas culturales para cargar la vida

“El arte no reproduce lo visible, sino que hace visible».

— Paul Klee

Queridos(as) lectores(as):

Cada día cargamos con un cúmulo de preocupaciones: el trabajo que nos desborda, las exigencias de los demás, las culpas silenciosas, las pérdidas que aún duelen. La vida nos pide caminar con peso sobre los hombros, como si estuviéramos obligados a resistirlo todo en soledad. Y sin embargo, lo más humano en nosotros no es la fortaleza desmedida, sino la capacidad de encontrar modos más hondos de sostenernos. La cultura, entendida como el conjunto de símbolos, obras y gestos heredados, puede convertirse en ese sostén. No se trata de refugiarse en un museo ni de evadirse en libros para olvidar la realidad, sino de aprender a mirar de otra manera: a descubrir en lo cotidiano —un cuadro, una palabra, un suspiro— una puerta hacia la calma y el sentido. La mirada que se detiene y la respiración que acompaña nos recuerdan que aún es posible vivir con hondura en medio de la prisa.

Detenerse frente a una obra de arte o regalarse un instante de silencio no resuelve los problemas, pero cambia nuestra disposición interior ante ellos. Como escribió Paul Valéry: “El alma está en la superficie” (Tel Quel, 1943). Es decir, lo profundo no siempre se encuentra en grandes hazañas, sino en aprender a mirar con atención lo que tenemos delante. Esa mirada renovada transforma la carga en enseñanza y la fatiga en oportunidad de reencuentro.

Hoy quisiera invitarlos a explorar dos gestos simples pero decisivos: mirar y respirar. Mirar hasta descubrir lo invisible en lo visible; respirar hasta recordar que toda vida se sostiene en un instante. Dos caminos que la cultura nos ofrece para vivir con menos vértigo y más conciencia, incluso cuando la carga del día parezca demasiado.

La mirada que descubre lo invisible

Cuando nos detenemos frente a una obra de arte, no sólo observamos lo que el artista plasmó. También descubrimos lo que habita en nosotros, como si la imagen fuera un espejo. Un cuadro puede hablarnos de heridas que aún no nombramos o de nostalgias que creíamos olvidadas. En esa experiencia, la cultura no es entretenimiento: es un acto de revelación. Rainer Maria Rilke lo expresó magistralmente en su poema sobre una estatua arcaica de Apolo: “Has de cambiar tu vida” (Neue Gedichte, 1908). Ante la mirada de mármol, Rilke no solo vio una escultura: se sintió interpelado hasta el fondo. El arte, cuando se contempla de veras, nos exige transformación. Nos invita a reconocer que algo en nosotros puede y debe ser distinto.

Lo mismo ocurre fuera del museo. Una fotografía familiar, una canción escuchada en la adolescencia o incluso un rostro en la calle pueden provocar en nosotros un movimiento interior. Como señaló Susan Sontag, “toda fotografía es un memento mori” (On Photography, 1977): nos recuerda el tiempo, la pérdida, lo irrepetible. Mirar con atención nos revela no sólo la belleza del mundo, sino también nuestra propia vulnerabilidad. La mirada, entonces, no es pasiva. Es una forma de conocimiento. En lugar de evadirnos de la vida, nos permite profundizar en ella. Y cuando aprendemos a ver con hondura, la carga cotidiana deja de ser un bloque opaco: se vuelve un tejido en el que podemos leer significados nuevos.

El instante como refugio

Así como mirar abre caminos hacia lo invisible, respirar nos devuelve al presente. La respiración es la frontera mínima entre la vida y la muerte: entre el primer llanto y el último suspiro se juega toda nuestra existencia. Tomar conciencia de este gesto simple puede cambiar radicalmente nuestra manera de habitar los días. La tradición oriental ha hecho de la respiración un arte espiritual. El maestro zen Dōgen decía: “Estudiar el camino es estudiarse a sí mismo. Estudiarse a sí mismo es olvidarse de sí mismo” (Shōbōgenzō, siglo XIII). Al respirar con atención, dejamos de estar atrapados en las prisas y nos situamos en un lugar donde lo esencial se vuelve visible.

Matsuo Bashō lo expresó en su célebre haiku: “Viejo estanque / salta una rana / ruido de agua” (Oku no Hosomichi, 1689). Ese instante efímero, al quedar nombrado, se convierte en refugio. El sonido del agua, tan breve, basta para suspender la mente en un presente que no se desgasta. En la vida cotidiana, los rituales sencillos cumplen esa misma función. Una taza de café, un paseo corto, mirar la lluvia caer desde la ventana: todos son gestos que nos devuelven al ahora. Frente al vértigo de lo inmediato, el instante habitado conscientemente se convierte en espacio de resistencia. No elimina la carga, pero nos recuerda que aún respiramos, y en ese respirar hay posibilidad de recomenzar.

El arte de sostenerse

El peso de la vida no desaparece con el arte ni con la respiración. Pero sí se transforma. La cultura es un recordatorio de que no estamos solos en nuestra lucha: generaciones enteras han enfrentado dolores semejantes y han dejado huellas para que encontremos sostén. Viktor Frankl narró cómo incluso en el hambre y la desesperanza un atardecer podía devolverle sentido: “El hombre puede conservar un vestigio de la libertad espiritual, de la independencia mental, incluso en las condiciones terribles de tensión psíquica y física” (El hombre en busca de sentido, 1946). La belleza de una puesta de sol, en medio del horror, se convirtió para él en un salvavidas interior.

El arte y la filosofía no eliminan la realidad, pero nos enseñan a sostenernos en ella. Esa capacidad de hallar luz en la penumbra no surge de la negación, sino de la atención a lo que aún permanece vivo. Mirar, leer, escuchar, contemplar: todas son formas de resistencia. Allí donde la vida parece insostenible, el contacto con la cultura nos recuerda que no todo está perdido. Y en ese recordatorio se abre un espacio de libertad, pequeño pero real, donde el alma respira.

Un libro abierto junto a un cuadro abstracto y una rama desnuda: una invitación a contemplar y encontrar refugio en la cultura frente al peso de la vida.

Herramientas culturales para la vida diaria

Las reflexiones anteriores pueden parecer abstractas si no se traducen en prácticas concretas. Por eso, quisiera proponer algunas herramientas culturales sencillas que pueden integrarse en la vida cotidiana, sin necesidad de grandes recursos ni tiempos extraordinarios. La primera es contemplar. No mirar con prisa, sino detenerse frente a una obra, una frase o incluso una escena de la calle, y preguntarse: ¿qué despierta en mí? Como escribió Simone Weil: “La atención, absolutamente pura y sin mezcla, es oración” (Attente de Dieu, 1950). Mirar con atención se convierte así en un acto espiritual. La segunda es respirar. Hacerlo conscientemente tres veces antes de responder a un mensaje, tomar una decisión o iniciar una tarea. Ese pequeño gesto evita que actuemos desde la reacción inmediata y nos devuelve a la libertad interior.

La tercera es elegir un ritual. Puede ser una taza de té, encender una vela, caminar al final del día. Lo importante no es el objeto, sino el sentido que ponemos en él: se convierte en un recordatorio de que hay un espacio nuestro que no depende del caos externo. Y la cuarta es escribir una sola frase cada día. No un diario exhaustivo, sino una línea que capture algo vivido. Cesare Pavese anotaba: “No recordamos días, recordamos momentos” (Il mestiere di vivere, 1952). Esa frase diaria nos ayuda a fijar un momento en el tiempo y a darle lugar en nuestra memoria.

Reflexión final

La vida, al mirarla y respirarla con calma, no pesa tanto. Quizá lo que cargamos no se elimine nunca del todo, pero sí puede transformarse. La cultura nos enseña a ver más allá de la superficie y a sostenernos en lo pequeño: un cuadro que nos interpela, un suspiro que nos recuerda que seguimos vivos, una palabra que se convierte en compañía. No se trata de grandes escapes ni de soluciones mágicas.

Se trata de aprender a habitar la carga con otros ojos y otros ritmos. Recordemos a Octavio Paz: “La cultura es la respuesta del hombre a su soledad” (El laberinto de la soledad, 1950). Allí donde el cansancio nos amenaza, podemos volver a esas respuestas y encontrar consuelo. La carga sigue presente, pero ya no nos aplasta. Entre mirada y respiro se abre un espacio nuevo: un lugar donde la vida, aun con su peso, se vuelve habitable. Y en esa habitabilidad, descubrimos que también somos capaces de ternura, de paciencia, de esperanza.

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Querido(a) lector(a), ¿qué gesto, obra o ritual te ayuda a cargar mejor con la vida? Me encantaría conocerlo en los comentarios. Recuerda que puedes suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir notificaciones de nuevas entradas. También puedes seguirme en Instagram: @hchp1.

El placer secreto de tu sufrimiento

“El hombre, en su sufrimiento, se aferra a él con una obstinación extraña, como si temiera perderse a sí mismo en la felicidad».

—Fiódor Dostoievski

Queridos(as) lectores(as):

Hay una verdad incómoda que rara vez admitimos en voz alta: a veces encontramos un cierto placer en nuestro propio dolor. No me refiero al masoquismo físico ni a experiencias extremas, sino a ese goce silencioso, casi invisible, que se esconde detrás de la queja, de la tristeza prolongada o del papel de víctima que adoptamos sin querer.

¿Y si el sufrimiento no fuese únicamente una desgracia que nos toca cargar, sino también un refugio íntimo al que regresamos una y otra vez, porque nos ofrece identidad, compañía o incluso poder? Esta pregunta puede incomodar, pero al mismo tiempo libera. Porque sólo cuando reconocemos el placer secreto que habita en nuestro sufrimiento podemos empezar a dejarlo atrás.

El dolor que nos identifica

El dolor tiene la fuerza de una marca. Muchas personas se definen a partir de lo que han perdido: “soy el hijo abandonado”, “soy la mujer engañada”, “soy el que fracasó en los negocios”. El sufrimiento deja cicatrices tan profundas que acaban convirtiéndose en nuestra tarjeta de presentación. Sigmund Freud advirtió en Más allá del principio del placer (1920) sobre la pulsión de repetición, ese extraño impulso por revivir una y otra vez la misma herida, como si en ella encontráramos consistencia para existir. El trauma se convierte en identidad, y la identidad, en un refugio seguro aunque doloroso.

Ejemplo claro: alguien que constantemente recuerda cómo lo despidieron de un trabajo hace años. Habla del tema con detalle, con resentimiento… pero también con brillo en los ojos. Porque ese episodio, aunque amargo, lo define, lo singulariza y le da un relato. El sufrimiento, entonces, deja de ser un enemigo y pasa a ser un espejo en el que nos reconocemos.

La trampa del goce oculto

No hay dolor inocente: todo sufrimiento, por más desgarrador que parezca, conlleva un resto de goce. Jacques Lacan, en su Seminario VII: La ética del psicoanálisis (1959-1960), lo expuso de manera brutal: “El hombre no sólo busca el bien, también goza en su mal.” Ese goce oculto no significa que seamos culpables de lo que nos hiere, sino que en lo hondo se produce un vínculo perverso entre el dolor y la satisfacción. La persona que no deja de hablar de su ex, por ejemplo, puede sufrir recordando el abandono, pero también goza en revivir ese drama, en ocupar el lugar de quien fue injustamente tratado.

Hay un poder extraño en ser la víctima: nadie puede reprocharle nada, nadie puede quitarle ese lugar. Dostoievski lo retrató magistralmente en personajes que se hunden en su desgracia pero la defienden como si fuese un tesoro. La queja, el reproche y la insistencia en el dolor se convierten en una forma de reafirmar la propia existencia.

A veces, incluso en el dolor más hondo, hay un gesto secreto que revela el extraño goce de sufrir.

El placer de la queja

La queja es una de las formas más comunes de este goce secreto. Nos quejamos para liberar tensión, sí, pero también para convocar la atención de los demás. Hay personas que, sin darse cuenta, han hecho de la queja su modo de relacionarse: siempre tienen un malestar, una injusticia, una historia de sufrimiento que contar. El filósofo Emil Cioran, en Silogismos de la amargura (1952), escribió con ironía: “Quien no tiene desgracias propias, las inventa”. En esa frase se esconde una verdad punzante: el sufrimiento, real o imaginario, nos permite reclamar un lugar en la conversación, una dosis de compañía, e incluso una pequeña forma de poder.

Un ejemplo ligero: todos hemos conocido a alguien que, aunque su vida vaya bien, siempre encuentra la manera de quejarse del clima, del tráfico, de la comida o de la salud. Parece un hábito sin importancia, pero detrás puede haber un mecanismo más profundo: mantener viva la atención de los otros a través del malestar. Porque quien se queja rara vez queda ignorado.

Salir del círculo vicioso

Reconocer el placer secreto de nuestro sufrimiento no significa culparnos por él, sino entender que existe un vínculo complejo entre el dolor y el goce. Ese reconocimiento ya es un primer paso para liberarnos. Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), escribió: “No hay destino que no se venza con el desprecio”. Y aquí el desprecio no es hacia la vida, sino hacia la trampa del goce que nos mantiene prisioneros. Se trata de dejar de acariciar la herida como si fuera una joya, y empezar a verla como lo que es: una parte de nuestra historia, pero no toda nuestra vida.

Salir del círculo vicioso del sufrimiento requiere coraje. Es más fácil quedarse en el rol de víctima, repetir el mismo relato y obtener la atención de los demás. Lo difícil es atreverse a vivir sin esa muleta, a enfrentar la libertad que surge cuando ya no tenemos excusa en el dolor.

Reflexión final

Querido lector: si en algún momento te has descubierto disfrutando, aunque sea un poco, de tu propio sufrimiento, no te avergüences. Todos lo hemos hecho. Lo importante no es negar esa verdad, sino reconocerla y decidir qué hacer con ella. El placer secreto del sufrimiento puede ser cómodo, pero también es una cárcel. Sólo quien lo descubre está en condiciones de abrir la puerta y salir.

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Suspiros que se vuelven compañía

Queridos(as) lectores(as):

Al escribir La vida en un suspiro jamás imaginé lo mucho que iba a moverles. Creí que sería una reflexión personal, íntima, casi un apunte de diario compartido. Pero entonces comenzaron a llegar mensajes, y en cada uno descubrí que un simple suspiro puede ser un espejo, un puente, una confesión hecha al oído.

Lo que pensé que era mío terminó siendo nuestro. Y eso me emociona y me sobrepasa. Hoy quiero agradecerles, de corazón, por leer, por escribirme, por abrirse con tanta honestidad. He recogido aquí algunos de esos mensajes que llegaron tras aquella entrada. Los comparto con discreción, cuidando la intimidad, pero manteniendo su verdad intacta. En cada palabra late la vulnerabilidad y la belleza de ser humanos.

El suspiro en medio del dolor

“Mientras haya vida, hay esperanza; mientras haya esperanza, hay vida».

— Epicteto

“Leí tu texto justo después de salir del hospital donde está internada mi madre. Sentí que el suspiro del que hablabas era el mismo que yo di al salir, agotada, sin fuerzas, pero con la necesidad de seguir. Gracias por recordarme que incluso en la angustia hay un espacio pequeño para descansar».

Este testimonio me conmovió hasta lo más profundo. Epicteto lo había dicho siglos atrás: mientras respiremos, la vida insiste, y con ella la posibilidad de esperanza. Un suspiro, en medio del dolor, es a veces el único recordatorio de que seguimos aquí. No borra la angustia, pero la vuelve soportable, como un hilo tenue que nos mantiene de pie cuando el cuerpo pide derrumbarse.

Un suspiro detenido en la calma: instante de silencio que se transforma en compañía.

El suspiro que acompaña la ternura

“Donde hay ternura, allí habita lo eterno».

— Rainer Maria Rilke

“Esa misma tarde, después de leerte, vi a mi hijo quedarse dormido. Me descubrí respirando al ritmo de su pecho. Fue un momento simple, pero lleno de paz, como si el tiempo se detuviera».

La ternura es uno de los lenguajes más altos de lo humano. Este mensaje me recordó que no siempre necesitamos grandes gestos para tocar lo eterno; basta un niño dormido, un silencio compartido, una respiración acompasada. El suspiro aquí no es cansancio, sino comunión. Es sincronía con la vida del otro, una danza callada entre dos pechos que se mueven al mismo ritmo.

El suspiro como memoria

“La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado».

— Gabriel García Márquez

“Tu entrada me hizo acordar de mi abuela. Siempre decía que un suspiro era el alma tratando de descansar un poco. Desde entonces, cada vez que suspiro, la recuerdo con cariño y siento que sigue conmigo».

Qué hondura la de este recuerdo. Gabo tenía razón: la memoria no es sólo archivo, es también filtro, y a veces un suspiro basta para activar la parte más amorosa del pasado. Este testimonio me recordó que hay herencias invisibles: frases, gestos, supersticiones tiernas que se nos quedan grabadas y se vuelven compañía.

El suspiro que evita un abismo

“La mayor victoria es la que se gana sobre uno mismo».

— Séneca

“Estaba a punto de enviar un mensaje lleno de enojo. Justo entonces recordé tu texto. Respiré hondo, suspiré… y decidí no mandarlo. Ese suspiro me salvó de una herida innecesaria».

No solemos pensar en los suspiros como guardianes, pero lo son. Este testimonio lo muestra como una frontera: el instante que nos separa de una reacción impulsiva, de un daño irreversible, de una palabra que después lamentaríamos. Suspira quien está al borde de reaccionar, y en ese exhalar encuentra espacio para la calma.

Reflexión final

Al leer estos testimonios entendí algo precioso: yo escribí sobre un suspiro, pero ustedes me mostraron que en cada suspiro habita un mundo entero. Puede ser sostén en el dolor, ternura compartida, memoria heredada o guardián frente al abismo. Y lo más sorprendente es que, cuando se comparte, deja de ser un gesto solitario para convertirse en compañía.

Gracias por recordarme que no escribo solo: escribimos juntos, respiramos juntos, suspiramos juntos. Y gracias también por recordarme que la vida, aun en su fragilidad, es más llevadera cuando la ponemos en palabras.

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La vida en un suspiro

«Si respiras profundamente, el instante se vuelve eterno».

— Kōdō Sawaki

Para H.

Queridos(as) lectores(as):

La respiración es tan elemental que solemos olvidarla. Nadie nos enseña a prestar atención al aire que entra y sale, y sin embargo, es el movimiento más fiel de nuestra existencia: comienza con nuestro primer llanto y se apaga en el último aliento. Entre ambos extremos transcurre la vida, como un puente invisible sostenido por suspiros. Cuando respiramos con conciencia, todo se vuelve distinto. Lo que parecía fugaz cobra densidad, lo que era ansiedad se convierte en calma, lo que parecía vacío se llena de presencia.

El simple acto de inhalar y exhalar se convierte en recordatorio de que aquí y ahora basta. Hoy quiero invitarles a descubrir cómo nuestros rituales cotidianos —esos pequeños gestos que repetimos casi sin pensarlo— pueden ayudarnos a detener el vértigo del mundo y a recuperar la paz. Respirar con atención es, de algún modo, escribir con el cuerpo un poema sin palabras. Y esa es la clave de lo que sigue: aprender a vivir la vida como si cada instante, cada sorbo y cada pausa, fuera una forma de poesía.

El refugio de los rituales

Un ritual no necesita templo ni solemnidad. Puede ser el mate que se prepara con calma, el café que se sirve cada mañana, o el silencio antes de dormir. Su fuerza no está en lo externo, sino en la intención con la que se realiza. Son pausas que, al repetirse, nos recuerdan que la vida también se construye en los detalles. Georges Bataille advertía que “Lo que importa no es tanto sobrevivir, sino vivir en lo que excede la utilidad” (La experiencia interior, 1943). Un ritual encarna justo eso: un acto que no se mide por su utilidad, sino por el sentido que aporta. En tiempos dominados por la productividad, detenerse a escuchar cómo hierve el agua o cómo se desgrana una tarde parece insignificante, pero es un acto de resistencia.

Cada persona tiene sus propios rituales: quien escribe un diario nocturno, quien reza antes de salir de casa, quien acaricia a su perro como primera acción del día. Son modos distintos de decirnos a nosotros mismos: “estás aquí, no corras tanto”. Y lo más importante: un ritual, al repetirse, se convierte en un refugio al que podemos regresar cuando todo parece derrumbarse. Allí no hace falta explicar nada: basta con estar, con respirar, con dejar que el instante nos devuelva la calma.

Japón: el instante absoluto

La tradición japonesa ha elevado el instante a categoría de enseñanza. Para los samuráis, cada día debía vivirse como si fuera el último. Yamamoto Tsunetomo lo expresó con crudeza y belleza: “El camino del samurái es la aceptación de la muerte en cada instante” (Hagakure, 1716). Esta conciencia no paraliza, al contrario: invita a vivir con más intensidad y dignidad, a no dejar pasar lo que importa. La estética japonesa se nutre también de esa sensibilidad. El ma —ese espacio entre las cosas, ese silencio entre sonidos— nos enseña que lo vacío también es pleno. En un haiku, la pausa tiene tanto peso como las palabras. En una ceremonia del té, el silencio entre sorbos tiene la misma importancia que el sabor.

De ahí surge la expresión “la vida en un suspiro”. El samurái sabía que la vida podía extinguirse tan rápido como un aliento; pero esa misma brevedad era lo que la volvía preciosa. Si todo puede terminar en un instante, entonces cada instante debe vivirse con total presencia. El suspiro no es señal de fragilidad, sino de intensidad: un recordatorio de que la eternidad cabe en lo mínimo. Quizá por eso, cuando respiramos hondo en medio de la ansiedad, sentimos que el mundo se ordena de nuevo, aunque solo sea por unos segundos.

La belleza de lo mínimo: la vida contenida en un gesto.

Occidente: paciencia y resistencia

En nuestra propia tradición, aunque con otros matices, también se ha valorado el tiempo y la espera. Los griegos distinguían hupomonē —la resistencia valiente ante la adversidad— de makrothymía —la paciencia que sabe esperar sin desesperar. San Pablo escribía: “La tribulación produce paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza” (Carta a los Romanos, 5:3-4). La paciencia no es pasividad, sino camino hacia una esperanza más firme. Los estoicos compartieron esa intuición. Marco Aurelio, en medio de las presiones del Imperio Romano, anotó para sí mismo: “No pierdas más tiempo discutiendo sobre cómo debe ser un hombre bueno: sé uno” (Meditaciones, Libro X, 16). Para él, el tiempo no debía desperdiciarse en teorías infinitas, sino en acciones nobles aquí y ahora.

Occidente y Oriente, cada cual con su lenguaje, parecen coincidir en lo mismo: la vida se juega en el presente, en lo que somos capaces de sostener con calma y con entereza. La resistencia no está reñida con la ternura; al contrario, una paciencia firme puede ser el modo más humano de abrazar la fragilidad del mundo. Y en esa paciencia descubrimos también algo que nos libera: no somos dueños del tiempo, pero sí podemos elegir cómo habitamos el instante que se nos da.

Entre el caos y la calma

Nuestro tiempo, sin embargo, parece tenerle alergia a la pausa. Todo se quiere rápido: las respuestas, los resultados, incluso la felicidad. Nos hemos acostumbrado a vivir como si lo inmediato fuera lo único valioso, olvidando que lo más profundo requiere tiempo. El filósofo Byung-Chul Han lo expresa así: “El sujeto del rendimiento se explota a sí mismo hasta el agotamiento” (La sociedad del cansancio, 2010). Frente a esa lógica de la prisa, los rituales se convierten en rebeliones silenciosas. Preparar un mate sin mirar el reloj, escribir unas líneas a mano, observar la lluvia que golpea la ventana: son gestos que nos devuelven el tiempo que creíamos perdido. Allí, en lo sencillo, se abre una calma que ninguna pantalla ni calendario pueden dar.

No se trata de negar el mundo ni de evadir nuestras responsabilidades, sino de recuperar un espacio donde el alma pueda descansar. Tal vez no logremos cambiar el vértigo que nos rodea, pero sí podemos decidir que no devore nuestra respiración. Ese espacio elegido —una pausa, un ritual, un suspiro— es ya una forma de libertad.

La vida en un suspiro

La vida, en su fragilidad, no deja de ser un misterio hermoso. Jorge Luis Borges lo captó en pocas palabras: “Estamos hechos de olvido, de tiempo, de río y de suspiros” (La cifra, 1981). Somos fugaces, y justamente allí radica nuestro valor. Vivir plenamente no significa acumular hazañas o éxitos visibles, sino aprender a habitar con conciencia cada instante. Un suspiro puede contener más verdad que un año entero de prisa. Cuando respiramos con calma, descubrimos que lo que parecía inabarcable se reduce a un sólo momento presente.

La vida en un suspiro es, entonces, la experiencia de concentrar todo lo que somos en ese breve intervalo: alegría, dolor, memoria y esperanza. Hoy les propongo algo sencillo: elijan un ritual propio y háganlo sin prisa. Respiren en él como si toda la vida cupiera en ese instante. Porque la vida, al final, no es más —ni menos— que un suspiro, y en esa brevedad late lo eterno.

Reflexión final

Queridos lectores, esta entrada es un recordatorio suave: el tiempo verdadero no se mide en relojes ni en plazos, sino en los momentos que nos permitimos respirar con calma. Tal vez no podamos detener el mundo, pero sí podemos resguardar un rincón donde el alma encuentre sosiego. Me gustaría saber de ustedes: ¿qué ritual cotidiano les devuelve la calma y les recuerda que la vida también puede ser un suspiro?

Hojas que caen,
la vida en un suspiro
vuelve a empezar.


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Mantenerse fieles

«Lo que me salva, a pesar de todo, es que no he dejado de escribir ni un solo día, aunque no publique, aunque no trascienda. Ser fiel al acto mismo de escribir me mantiene vivo».

— Julio Ramón Ribeyro

Queridos(as) lectores(as):

Hace unos días, en una cena entre amigos, tuve un reencuentro inesperado. Blanca, una antigua compañera de la universidad, me saludó con la calidez de quien comparte un pasado común. Entre bromas, sarcasmos y carcajadas, me dijo algo que me quedó resonando: “Me da mucho gusto ver que no has cambiado”. Eran palabras sencillas, pero cargadas de sentido. En medio de todo lo que ha pasado con los años —las pérdidas, los cansancios, los golpes de la vida— había en mí algo reconocible, intacto. Pensé entonces en lo difícil que es mantenerse fiel a uno mismo. Vivimos en un mundo que aplaude lo cambiante, lo provisional, lo “líquido”. La novedad se valora más que la coherencia; la adaptación se celebra más que la permanencia. Sin embargo, ¿qué sería de nosotros sin esa fidelidad que sostiene lo esencial?

La fidelidad no es un gesto espectacular, sino un modo silencioso de resistir. Puede tomar la forma de un hábito sencillo, de una lealtad en la amistad, de una coherencia en medio de la adversidad. Es una palabra que se encarna en la repetición de lo que nos constituye y que, al hacerlo, se convierte en raíz. Hoy quiero reflexionar con ustedes sobre esa palabra tan simple y tan exigente: fidelidad.

Fiel a la vocación

Julio Ramón Ribeyro dejó en sus diarios una frase íntima, casi una confesión: «Lo que me salva, a pesar de todo, es que no he dejado de escribir ni un solo día, aunque no publique, aunque no trascienda. Ser fiel al acto mismo de escribir me mantiene vivo» (La tentación del fracaso, 1975-1990). Ribeyro no hablaba desde la cima del éxito, sino desde la intemperie de quien se sintió muchas veces fracasado e invisible. Su salvación no estuvo en el reconocimiento, sino en la fidelidad al acto mismo de escribir. La fidelidad no siempre se expresa en grandes gestas. Más bien se sostiene en gestos repetidos, en hábitos silenciosos. No se trata de publicar un libro cada año, sino de mantener viva la mano que escribe aunque nadie lo lea. No se trata de recibir aplausos en un escenario, sino de sostener la llama de aquello que nos da sentido, aunque no trascienda.

Cada uno tiene un “acto salvador”: escribir, escuchar, cuidar, enseñar, crear, trabajar con las manos o con el corazón. Lo que nos mantiene fieles no es el reconocimiento externo, sino la certeza íntima de que en esos gestos somos nosotros mismos. La fidelidad a la vocación es, en el fondo, una fidelidad a la vida. Y cuando esa fidelidad se convierte en constancia, descubrimos que nos salva incluso de nosotros mismos: de la tentación de renunciar, de la amargura de no ser reconocidos, de la frustración por los resultados. La vocación fiel nos sostiene porque nos recuerda, cada día, quiénes somos.

Fiel a la verdad

«En una época de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario» (Ensayos, periodismo y cartas, 1968), decía George Orwell. Aunque la frase se popularizó décadas después de su muerte, resume bien la convicción que Orwell defendió a lo largo de su obra: la fidelidad a la verdad como acto de resistencia. En Homenaje a Cataluña (1938), escrito tras su experiencia en la Guerra Civil Española, denunció la manipulación ideológica que vio en todos los bandos. Decir la verdad lo marginó, pero también lo convirtió en una de las conciencias más lúcidas del siglo XX. Mantenerse fiel a la verdad es incómodo. No adula, no acomoda, no siempre abre puertas; al contrario, suele costar amistades, prestigio y seguridades. Pero la verdad dignifica porque nos preserva de la esclavitud de la mentira.

En la vida cotidiana, esta fidelidad se juega en batallas pequeñas: no disfrazar lo que sentimos, no aceptar silencios cómplices, no vivir pendientes de la aprobación ajena. Decir la verdad, aunque tiemble la voz, es una manera de mantenernos enteros. Y cada vez que elegimos esa fidelidad —aunque nadie lo aplauda—, nos acercamos un poco más a la libertad. Quizá no todos estamos llamados a denunciar sistemas corruptos como Orwell, pero todos hemos sentido la presión de callar lo que pensamos o sentimos. Y es ahí donde la fidelidad se prueba: en la honestidad de reconocer lo que somos, aunque duela.

Fiel a la singularidad

El psiquiatra Oliver Sacks no reducía a sus pacientes a diagnósticos ni estadísticas: veía en cada caso una historia irrepetible. Su fidelidad no era a la enfermedad, sino a la persona que la padecía. Descubrió que detrás de cada déficit neurológico había un modo único de estar en el mundo, una singularidad que merecía ser reconocida. «Cada enfermedad puede ser una ocasión para descubrir no sólo la fragilidad, sino también la singularidad de la persona» (El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, 1985). Esta fidelidad a la singularidad es un recordatorio poderoso. En un tiempo en que las personas corren el riesgo de ser reducidas a etiquetas —“ansioso”, “depresivo”, “Alzheimer”—, ser fieles significa mirar más allá del síntoma y recordar que nadie se agota en una palabra.

En nuestra vida diaria, ser fieles a la singularidad de otros implica escuchar de verdad, sin prisas ni recetas; reconocer lo irrepetible en cada historia; cuidar sin uniformar. Porque cada persona es un mundo, y la fidelidad consiste en no olvidar esa unicidad. Y tal vez también se trate de una fidelidad hacia uno mismo: no dejarnos encerrar en los diagnósticos o en los juicios de los demás. Recordar que siempre somos más que una etiqueta, que nuestra historia no se resume en un sólo capítulo.

Mantenerse fieles es también divertirse a pesar de la amargura de otros.

Fiel a un modo de vida

«La filosofía no consiste en enseñar una teoría abstracta, sino en elegir un modo de vida, en mantenerse fiel a ese modo de vida» (Ejercicios espirituales y filosofía antigua, 1981). Pierre Hadot nos recuerda que la Filosofía no nació como especulación abstracta, sino como una práctica de vida. Ser fieles no es aferrarse a un dogma, sino encarnar un estilo, una coherencia que atraviesa lo cotidiano. En este sentido, la fidelidad se convierte en disciplina: un conjunto de pequeños ejercicios, de hábitos, de elecciones diarias que nos configuran. No es rigidez, sino coherencia. No es inercia, sino atención. Es permanecer en el camino que hemos elegido porque sabemos que en él se juega nuestra verdad.

Así entendida, la fidelidad no es una prisión, sino una forma de libertad: la libertad de vivir de acuerdo con lo que se cree y se ama. Y aunque cambien las circunstancias, aunque el tiempo erosione certezas, la fidelidad a un modo de vida nos protege de perdernos en la dispersión. Tal vez, como decía Hadot, vivir filosóficamente no es acumular teorías, sino practicar cada día una misma fidelidad: al silencio, a la reflexión, a la coherencia entre lo que pensamos y lo que hacemos.

Fiel sin esperar recompensa

Fue el poeta indio, Rabindranath Tagore, quien introdujo una dimensión más honda: la fidelidad gratuita. Mantenerse fiel no por cálculo ni por expectativa de recompensa, sino por amor, por entrega, por sentido. «Quien quiere hacer de su vida una canción de fidelidad no debe preguntar qué recibirá a cambio» (Gitanjali, 1910). En un mundo obsesionado con resultados y utilidades, esta forma de fidelidad parece un absurdo. Pero quizá sea la más humana de todas: cuidar sin esperar, amar sin garantías, crear aunque nadie lo celebre. La fidelidad desinteresada es, al final, la que nos transforma.

Cuando somos fieles sin esperar nada a cambio, nos acercamos al corazón mismo de lo humano. Porque lo que se da gratuitamente, lo que se sostiene en silencio y sin cálculo, termina dejando la huella más profunda.

Reflexión final

Mantenerse fieles no significa ser inmutables. Significa sostener aquello que nos constituye, aun en medio de los cambios. Como me recordó Blanca aquella noche, hay rasgos que permanecen intactos: nuestra forma de reír, de hablar, de estar con los demás. Quizá lo más humano sea eso: aprender a cambiar sin dejar de ser fieles a lo esencial. Y es justamente ahí donde la fidelidad se convierte en promesa: promesa de no traicionar lo que somos, ni a quienes amamos, ni a lo que da sentido a nuestra vida. Esa promesa silenciosa nos acompaña incluso cuando todo parece desmoronarse. Y mientras podamos mantenernos fieles —aunque tiemble el suelo bajo nuestros pies—, todavía habrá esperanza.

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Tren nocturno a Lisboa: un viaje hacia uno mismo

«Dejamos atrás algo de nosotros cuando nos marchamos de un lugar; nos quedamos allí, aunque nos vayamos».

— Pascal Mercier

En querida memoria de mi abuelo, Luiz.

Queridos(as) lectores(as):

Tren nocturno a Lisboa (2004) no es sólo una novela sobre viajes: es un examen de conciencia. Entre Raimund Gregorius —profesor suizo que rompe su rutina— y el esquivo Amadeu de Prado Almeida—médico y escritor—, Pascal Mercier nos pone frente al conflicto entre lo que somos y lo que se nos impone: costumbres, miedos, lealtades políticas, guiones familiares. Leer esta historia desde América Latina agrega otra capa. Aquí solemos hablar mucho de las dictaduras del Cono Sur o de la Guerra Civil Española; de Portugal, en cambio, sabemos poco. Y sin embargo, el país vivió el Estado Novo (1933–1974), un régimen autoritario de larguísima duración, que cayó el 25 de abril de 1974 con la Revolución de los Claveles.

La señal de partida fue una canción: Grândola, Vila Morena, emitida de madrugada por Rádio Renascença; fue el código para que el Movimiento de las Fuerzas Armadas saliera a las calles y el poder se desplomara en horas. En ese cruce —vida interior y opresión exterior— se mueve esta entrada: una lectura de la novela, hilada con versos y canciones en portugués para abrir una ventana a esa memoria histórica que, desde Lisboa, todavía nos habla.

El desvío en medio de la rutina

Gregorius encarna al hombre respetable que ya no puede respirar en la vida que lleva. No es un héroe; es, más bien, alguien que escucha una grieta. Por eso la cita de Mercier que abre esta entrada no es un adorno: nombra el impulso de subirse a un tren cuando, de pronto, intuimos que una parte de nosotros quedó en otro sitio —otra ciudad, otra lengua, otra posibilidad de ser—. Fernando Pessoa lo dijo con brutal franqueza en Tabacaria: Não sou nada. / Nunca serei nada. / Não posso querer ser nada. / À parte isso, tenho em mim todos os sonhos do mundo (No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo). El verso no es triunfalista; es una confesión: los sueños coexisten con el vacío. La grieta por la que se escapa Gregorius es exactamente esa: no es una fuga caprichosa, sino la tentativa —tardía, quizá— de hacer sitio a lo que estaba ahogado.

Aquí asoma el tema central de esta entrada: ser vs. imposición. La imposición, a veces, es discreta: una costumbre que se solidifica, la inercia de un cargo, la expectativa ajena. Otras veces, es abierta: el miedo social, la censura, la policía política. Pero en todos los casos produce el mismo efecto interior: un yo que se acobarda. Mário de Sá-Carneiro, en su Poema 7, escribió:

Eu não sou eu nem sou o outro,
Sou qualquer coisa de intermédio:
Pilar da ponte de tédio
Que vai de mim para o Outro
.
(Yo no soy yo ni soy el otro; / soy algo intermedio: / pilar del puente del tedio / que va de mí hacia el Otro)

Ese “entre” —ni del todo yo, ni del todo el otro— es el andén donde comienza el viaje.

Amadeu de Prado: lucidez, coraje y contradicción

Si Gregorius representa la grieta en la rutina, Amadeu de Prado encarna el fuego que consume. Médico, escritor, hombre de una inteligencia fulgurante, pero también de una vida atravesada por la contradicción. Sus palabras resuenan como un testamento: «No había nada más fuerte que el deseo de ser libre. Y sin embargo, ¿qué hacemos con ese deseo cuando el mundo lo encierra en jaulas invisibles?» (Tren nocturno a Lisboa, 2004). Amadeu no es un héroe de cartón; su lucidez se paga con heridas. Su lucha contra el régimen salazarista, su compromiso con los otros, lo llevan a la frontera entre la coherencia y el sacrificio.

Sophia de Mello Breyner Andresen, en O Nome das Coisas (El nombre de las cosas, 1977), escribió versos que parecen estar dedicados a él:

Vemos, ouvimos e lemos /
Não podemos ignorar.
Vemos, ouvimos e lemos /
Não podemos adiar a resposta
.
(Vemos, oímos y leemos, / no podemos ignorar. / Vemos, oímos y leemos, / no podemos posponer la respuesta)

Estos versos condensan lo que Amadeu representa: la imposibilidad de callar ante la injusticia. Y aquí entra la música. Grândola, Vila Morena no era sólo una canción bonita; era un arma poética:

Grândola, vila morena,
Terra da fraternidade,
O povo é quem mais ordena
Dentro de ti, ó cidade.

(Grândola, villa morena, / tierra de fraternidad, / el pueblo es quien más ordena / dentro de ti, oh ciudad.)

Ese canto se volvió la señal de un ejército para tomar la calle, pero también un recordatorio de que, como escribió Amadeu, la libertad no es un lujo del espíritu, sino el aire que da vida.

Fotograma de la película «Tren nocturno a Lisboa» (2013). Jeremy Irons interpreta al Raimund Gregorius.

Portugal como escenario de imposición

Leer Tren nocturno a Lisboa desde América Latina es encontrarse con un escenario casi desconocido. Portugal vivió uno de los regímenes autoritarios más largos de Europa: el Estado Novo (1933–1974). Medio siglo de censura, de policía política (PIDE), de represión sobre la prensa, las universidades y la vida cotidiana. En ese contexto, la vida se volvía un campo de imposiciones: lo que se podía leer, lo que se podía decir, lo que se podía cantar. Y es significativo que fuera precisamente una canción la que encendiera la Revolución de los Claveles. Fernando Pessoa, en Mensagem (1934), escribió: «Deus quer, o homem sonha, a obra nasce» (Dios quiere, el hombre sueña, la obra nace). Un verso que, leído con el paso del tiempo, refleja la distancia entre lo que se sueña y lo que se impone.

La dictadura portuguesa no tuvo el estruendo bélico de la Guerra Civil Española ni la brutalidad mediática de las dictaduras latinoamericanas, pero su forma de imposición fue insidiosa: una rutina de silencios. La novela de Mercier se asoma justamente ahí: a las grietas íntimas de quienes vivieron bajo un poder que domesticaba los gestos. El propio Amadeu de Prado se enfrenta a esa doble opresión: la política y la personal. En sus palabras se siente ese malestar: el choque entre lo que soy y lo que me dictan ser.

Entre el ser y la máscara

Si algo deja claro Tren nocturno a Lisboa es que no basta con denunciar la opresión exterior; la batalla más dura se libra dentro. Gregorius y Amadeu encarnan la tensión entre lo que somos y lo que mostramos, entre el yo íntimo y la máscara que la sociedad exige. «La vida que vivimos no es siempre la vida que soñamos. A veces, sin darnos cuenta, acabamos interpretando un papel escrito por otros» (Tren nocturno a Lisboa, 2004).

Saramago, en O homem duplicado (El hombre duplicado, 2002), lo dijo así: «Dentro de nós há uma coisa que não tem nome, essa coisa é o que somos» (Dentro de nosotros hay una cosa que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos). Lo que somos, en lo más profundo, no cabe en la máscara que nos imponen. Pero cuando esa máscara se vuelve segunda piel, la existencia se convierte en impostura. La pregunta que Mercier, Pessoa y Saramago nos devuelven es clara: ¿cómo ser fieles a la voz interior cuando preferimos la comodidad de la máscara? El riesgo es pasar la vida en un teatro constante, sin nunca atrevernos a reconocer “esa cosa sin nombre” que late en lo profundo.

El tren de cada lector

Al final, Tren nocturno a Lisboa no es la historia de Gregorius ni de Amadeu: es un espejo tendido al lector. Cada uno de nosotros tiene un tren que espera en la estación, un viaje que quizá llevamos años postergando. La imposición —sea política, familiar o cultural— nos susurra: “quédate donde estás, no te muevas”. Y, sin embargo, como recuerda la canción que encendió la Revolución de los Claveles: «O povo é quem mais ordena» (El pueblo es quien más ordena).

Ese pueblo puede ser también la voz interior que hemos silenciado, el núcleo de verdad que insiste: no puedes seguir actuando un papel. Fernando Pessoa, en Livro do Desassossego (El libro del desasosiego, ed. 1982), dejó este llamado:

Para ser grande, sê inteiro: nada
Te exagera ou exclui.
Sê todo em cada coisa. Põe quanto és
No mínimo que fazes
.
(Para ser grande, sé entero: nada
te exagera o excluye.
Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres
en lo mínimo que haces).

El tren no es otro que ese: atrevernos a ser enteros, sin dejar que la imposición nos reduzca a fragmentos.

Reflexión final

Queridos(as) lectores(as), esta entrada es una invitación a detenernos, como Gregorius en el puente de Berna, y preguntarnos: ¿qué parte de mí he dejado olvidada?, ¿qué tren me está esperando? Tal vez la respuesta no esté en Lisboa, ni en otra ciudad, sino en la simple decisión de dejar atrás una máscara. La vida, con sus dictaduras grandes y pequeñas, nos impone papeles. Pero también nos ofrece la posibilidad de resistencia, ya sea en forma de poema, de canción o de viaje inesperado. Lo importante es reconocer que todavía tenemos la libertad de subirnos a ese tren.

Si tienen la oportunidad, lean esta novela. O también pueden ver la película, misma que la encuentran en Amazon Prime Video o en Youtube (aunque advierto que al parecer en ambas plataformas está la versión doblada…).

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Gracias por leerme en Crónicas del Diván. Si este texto te movió, te invito a dejar tu comentario: ¿cuál sería tu “tren nocturno”? ¿Qué imposición sientes que has cargado demasiado tiempo? Puedes seguir recibiendo las entradas del blog gratuitamente suscribiéndote, y también me encuentras en Instagram: @hchp1.

Volver a Nietzsche

«Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo».

— Friedrich Nietzsche

Queridos(as) lectores(as):

Friedrich Nietzsche suele ser visto como un filósofo que derrumba certezas más que como alguien capaz de ofrecer consuelo. Se le asocia con la crítica mordaz al cristianismo, con la proclamación de la “muerte de Dios” y con la exaltación del Übermensch (superhombre). Y sin embargo, en sus páginas se descubre una potencia inesperada: la de alguien que no niega el dolor humano, sino que lo encara con lucidez. Para quienes se encuentran desesperados, tristes o ansiosos, su filosofía puede ser una fuente de resistencia y un recordatorio de que aún en lo más oscuro, hay caminos para afirmarse. No conviene leer a Nietzsche esperando recetas fáciles. Él mismo escribió en Más allá del bien y del mal (1886): “No hay fenómenos morales, sino sólo una interpretación moral de los fenómenos.” Esto significa que no hay reglas eternas que nos salven del sufrimiento. Más bien, cada uno debe encontrar la interpretación que le permita seguir adelante. El dolor no desaparece con fórmulas, pero puede transformarse en fuerza cuando adquiere un sentido.

En ese sentido, Nietzsche se acerca a lo que Viktor Frankl —profundamente influido por él— experimentó en los Campos de Concentración: “Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias—” (El hombre en busca de sentido, 1946). Frankl cita a Nietzsche precisamente con el “porqué” que sostiene cualquier “cómo”. Allí encontramos el núcleo de la ayuda nietzscheana: no eliminar el dolor, sino convertirlo en combustible para el sentido. Esta entrada no busca suavizar a Nietzsche ni hacerlo pasar por filósofo de autoayuda. Lo que se intenta es mostrar cómo su pensamiento puede ofrecer claves de resistencia a quienes viven en el filo de la desesperación. A través de sus páginas, descubrimos que el dolor puede ser habitado, que el miedo puede transformarse en coraje y que la tristeza puede ser semilla de creación.

El peso de un porqué

Nietzsche entendió que el sufrimiento es inevitable. Lo que aniquila no es el dolor mismo, sino la sensación de que no sirve para nada. En La genealogía de la moral (1887) escribió: “El hombre, en cuanto valora, necesita un porqué, y en la falta de éste se hunde». Esta intuición conecta con nuestra experiencia contemporánea: una persona que atraviesa una pérdida, una ansiedad aguda o un vacío existencial, se derrumba cuando no encuentra un sentido al dolor que vive. El filósofo Karl Jaspers, lector y estudioso de Nietzsche, decía que “lo decisivo no es que el hombre sufra, sino cómo interpreta su sufrimiento” (Nietzsche y el cristianismo, 1938). Esa interpretación es la que puede convertir el peso del dolor en una carga soportable. La depresión, la angustia o el miedo parecen insoportables si se sienten como absurdo, pero adquieren otra textura cuando se ligan a un propósito, aunque sea pequeño y concreto: cuidar a alguien, terminar un proyecto, resistir un día más.

El vínculo entre sufrimiento y sentido no sólo es filosófico. El psicoanálisis también lo confirma. Jacques Lacan afirmaba: “El hombre no puede soportar una verdad demasiado desnuda” (Seminario 7: La ética del psicoanálisis, 1959-1960). Por eso buscamos encuadres, relatos, símbolos. Nietzsche no ofrece ilusiones baratas, pero sí un principio fundamental: el sufrimiento, en sí, no destruye; lo insoportable es carecer de un “para qué”. Para quien atraviesa ansiedad o tristeza, esta idea puede ser una tabla de salvación: no se trata de que el dolor se esfume, sino de que se inscriba en un horizonte que le dé valor. Y ese horizonte puede ser tan simple como “aguantar para ver crecer a mis hijos” o “seguir para escribir lo que aún me queda por decir”. Allí es donde Nietzsche nos invita a recuperar el peso de un porqué.

La afirmación frente al nihilismo

Nietzsche describió como “nihilismo” esa tentación de pensar que nada vale la pena. En sus fragmentos póstumos reunidos en La voluntad de poder (1901), se lee: “El nihilismo no es sólo la creencia de que todo merece perecer, sino el cansancio de la vida misma». En momentos de angustia o desesperación, este cansancio puede invadirlo todo: levantarse, comer, hablar, respirar se vuelven actos sin motivo. Es entonces cuando el nihilismo se siente como un abismo. Martin Heidegger, lector profundo de Nietzsche, explicaba: “El nihilismo es la Historia misma de Occidente” (Nietzsche, 1961). No es un problema personal de algunos, sino el aire que respiramos en una cultura que ha perdido certezas religiosas y no siempre logra crear valores nuevos. Por eso Nietzsche no se limita a diagnosticar; también llama a una respuesta: no hundirse en la nada, sino afirmar la vida incluso en medio de la desolación.

Esta afirmación no significa ingenuidad. Nietzsche nunca niega lo terrible de la existencia. En El nacimiento de la tragedia (1872) habla del “horror y absurdo de la existencia” como algo que los griegos sólo pudieron soportar gracias al arte. Esa capacidad de decir “sí” a la vida, pese al dolor, es lo que convierte a la afirmación en un acto de resistencia radical. No se trata de eliminar el sufrimiento, sino de integrarlo. En la práctica, resistir al nihilismo es un trabajo cotidiano: decidir que el dolor no será la última palabra, que la nada no tendrá la victoria. Quien hoy vive la angustia puede escuchar en Nietzsche no un consuelo barato, sino un desafío: “¿Eres capaz de decir sí a la vida, incluso cuando todo parece decirte que no?” En esa afirmación, dura pero vital, puede hallarse un camino.

El valor del coraje interior

Nietzsche celebraba lo que llamó el “espíritu libre”: aquel que se atreve a pensar y vivir por sí mismo, incluso en medio de tormentas. En Más allá del bien y del mal (1886) escribió: “El coraje es el mejor matador del miedo». No se trata de no sentir miedo, sino de no dejarse dominar por él. Para quien atraviesa ansiedad o preocupaciones, esta idea es crucial: el miedo puede convivir con la valentía, siempre que uno decida no rendirse. Hannah Arendt, que leyó con atención a Nietzsche, observaba que “el coraje libera a los hombres de su preocupación por la vida para que puedan dedicarse a la libertad del mundo” (La condición humana, 1958). El miedo nos encierra en nosotros mismos; el coraje, aunque tiemble, nos abre al exterior, al mundo compartido. Nietzsche invita a ese salto: atreverse a vivir incluso cuando nada parece seguro.

El coraje del que habla Nietzsche no es heroísmo de epopeya, sino fuerza íntima. Es levantarse cada mañana a pesar del peso, es sostener una conversación difícil, es dar un paso más en medio del cansancio. “Lo que no me mata, me fortalece”, escribió en El ocaso de los ídolos (1889). Esa frase, tantas veces usada superficialmente, es en realidad un recordatorio: resistir transforma, aunque duela. En tiempos de ansiedad, pensar en el coraje interior puede sonar inalcanzable. Pero Nietzsche no lo plantea como algo distante, sino como una práctica diaria. El coraje es la decisión, pequeña y repetida, de seguir afirmando la vida, aunque el miedo esté presente. No se trata de vencerlo de una vez por todas, sino de caminar con él, sin que dicte cada paso.

“La juventud sería un desperdicio si no se atreviera a lo nuevo, aunque tropiece.” — Friedrich Nietzsche, Fragmentos póstumos (1881).

El eterno retorno como prueba de amor

Uno de los pensamientos más desafiantes de Nietzsche es el del eterno retorno. En La gaya ciencia (1882) lanza esta provocación: “¿Qué pasaría si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en tu soledad y te dijera: Esta vida, tal como la vives ahora y la has vivido, tendrás que vivirla aún una vez más y aún innumerables veces?”. No hay escapatoria: lo vivido deberá repetirse eternamente. La pregunta es: ¿te hundiría esa idea o serías capaz de decirle sí? Muchos intérpretes han visto aquí un llamado al amor fati, el amor al destino. Como explica Gilles Deleuze: “El eterno retorno no significa volver a pasar por lo mismo, sino afirmar la vida en cada uno de sus instantes, de manera que quisiéramos que retornaran” (Nietzsche y la filosofía, 1962). El eterno retorno es una prueba ética: ¿amas lo suficiente tu vida como para desear que se repita?

Para quienes viven con ansiedad o tristeza, esta idea puede parecer cruel. ¿Repetir el dolor una y otra vez? Pero Nietzsche no invita a resignarse al sufrimiento, sino a transformarlo. Si soy capaz de decirle sí a mi vida, incluso con su dolor, significa que he encontrado un modo de afirmarla. El eterno retorno es, en el fondo, una pregunta: ¿quieres vivir plenamente, o sólo sobrevivir esperando que las cosas cambien? Aceptar el eterno retorno no es aceptar un destino fijo, sino abrazar lo vivido con todo lo que tiene de difícil. En esa aceptación hay una liberación: ya no se trata de huir del dolor, sino de encontrar en él un motivo de amor. En la práctica, puede ser la decisión de mirar atrás y decir: “sí, fue duro, pero es mi vida, y la abrazo.”

De la desesperación a la fuerza creadora

Nietzsche veía en la angustia y el caos una posibilidad de creación. En Así habló Zaratustra (1883-1885) afirma: “Es necesario llevar dentro de sí un caos para poder dar a luz una estrella danzante». La desesperación no es sólo hundimiento; también puede ser el terreno donde germina una nueva fuerza. Lo que parece destrucción puede convertirse en inicio. Lou Andreas-Salomé, el amor prohibido de Nietzsche, escribió sobre él: “En Nietzsche, la vida se vuelve poesía porque el dolor mismo se transforma en fuerza creadora” (Friedrich Nietzsche en sus obras, 1894). Salomé entendió que su filosofía no se queda en la crítica, sino que apunta a una fecundidad que brota de la herida. Allí donde hay caos, puede surgir una forma nueva de vida.

El psicoanálisis también comparte esta intuición. Donald Winnicott decía: “Es en el juego y solamente en el juego que el individuo, niño o adulto, puede ser creativo” (Realidad y juego, 1971). Ese juego no es evasión, sino creación a partir de lo que se vive. Nietzsche, de manera distinta, nos invita a jugar con el dolor, a transformarlo en arte, en pensamiento, en vida afirmada. Cuando alguien se siente desesperado, puede ser difícil creer que de allí surja algo bueno. Pero Nietzsche nos recuerda que el caos interior no es el final: es el material con el que se puede construir algo nuevo. La fuerza creadora no borra la tristeza, pero la convierte en chispa de transformación. En ese movimiento, la desesperación deja de ser pura pérdida y se vuelve posibilidad.

Reflexión final

Nietzsche no promete consuelo fácil. Sus palabras son duras, sus exigencias altas. Pero precisamente por eso pueden sostener en la desesperación: no niegan el dolor, no lo maquillan, sino que lo miran de frente y lo transforman en afirmación. El porqué que sostiene, la resistencia al nihilismo, el coraje interior, el eterno retorno y la fuerza creadora son cinco claves que pueden acompañar a quien atraviesa miedo, tristeza o ansiedad.

Queridos lectores, ¿qué les provoca todo esto? ¿Pueden encontrar en Nietzsche, con toda su dureza, una palabra de compañía en los momentos oscuros? Los invito a reflexionar y compartirlo en los comentarios.

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El extranjero dentro de nosotros

“Hoy mamá ha muerto. O quizá ayer, no sé».
—Albert Camus

Queridos(as) lectores(as):

Hay inicios de novela que descolocan de inmediato. Esta frase de El extranjero (1942) no sólo abre la narración, sino que nos golpea con una indiferencia casi insoportable. ¿Cómo alguien puede hablar de la muerte de su madre con tal distancia? Y sin embargo, esa frialdad aparente nos obliga a mirar de frente un tema que incomoda: el modo en que nuestra época, muchas veces, se relaciona con la vida, con la muerte y con el otro desde la indiferencia. Albert Camus, filósofo y escritor francés-argelino, se propuso en esta obra mostrar lo absurdo de la existencia: esa distancia entre lo que esperamos del mundo y lo que realmente ocurre. Meursault, el protagonista, encarna esa tensión. No llora en el funeral, no se indigna ante la injusticia, no justifica sus actos… simplemente vive en un estado de extranjería respecto a las normas y expectativas sociales.

Pero, ¿y nosotros? Aunque solemos pensar que somos muy distintos de Meursault, tal vez en nuestra vida cotidiana experimentamos algo parecido: la incapacidad de sentir lo que “deberíamos” sentir, el vacío que dejan ciertos rituales sociales, la sospecha de que todo es mecánico y sin mayor sentido. En ese espejo incómodo, Camus nos invita a preguntarnos: ¿qué significa vivir auténticamente en un mundo donde la indiferencia parece ser la norma?Y quizá lo más inquietante es que esta novela no se reduce a la historia de un hombre “raro” o “apatía pura”. Lo que pone en evidencia es que todos, en algún momento, nos descubrimos extranjeros en nuestra propia vida: ante un duelo que no sabemos procesar, una relación que ya no comprendemos, una sociedad que exige reacciones prefabricadas. Ese desajuste, ese desencuentro con el mundo, es lo que hace de El extranjero un libro tan actual como perturbador.

La indiferencia como síntoma de nuestra época

Una de las preguntas más inquietantes que deja El extranjero es si Meursault es un monstruo por su indiferencia, o si simplemente expone algo que preferimos ocultar: la frialdad de nuestro tiempo. La escena inicial del funeral no es sólo el retrato de un individuo incapaz de llorar, sino el espejo de una sociedad donde los rituales de la emoción se han vaciado de sentido. Hoy, en el mundo de las redes sociales, lloramos en público con un clic, compartimos condolencias con emojis, pero muchas veces el corazón permanece a distancia. La indiferencia se ha convertido en una forma de defensa, pero también en un modo de desconexión colectiva. El filósofo Zygmunt Bauman lo señalaba con crudeza: “El mal de nuestro tiempo es la insensibilidad: la incapacidad de sufrir con el otro y por el otro” (Modernidad líquida, 2000). Esa insensibilidad no surge de la maldad pura, sino de la saturación: tantas imágenes de tragedias, tantas noticias de violencia, tantos llamados de auxilio, que nuestra mente se blinda para sobrevivir. El problema es que, en ese blindaje, también apagamos la chispa de la empatía y de la compasión que nos hace humanos.

La indiferencia, en este sentido, ya no es solo una característica de algunos individuos, sino un clima cultural. Pensemos en la prisa con la que vivimos: en el metro o en la calle, los otros son obstáculos a esquivar, no rostros que mirar. En las oficinas, los problemas emocionales de un colega se vuelven “inconvenientes” para la productividad. Incluso en los espacios más íntimos, a veces respondemos a los dolores de quienes amamos con frases hechas —“ya pasará”, “échale ganas”—, como si con ellas bastara para ahuyentar el sufrimiento. Camus muestra en Meursault el extremo de esa actitud: un hombre que no responde al dolor del otro porque ha perdido toda resonancia interior. Pero al leerlo, la incomodidad surge porque no podemos negar que también nosotros, en alguna medida, vivimos anestesiados. Nos acostumbramos al ruido, al cansancio, a las pérdidas, y seguimos adelante como si nada. La pregunta es inevitable: ¿qué tanto de Meursault hay en nosotros cuando elegimos no mirar, no escuchar, no sentir?

El absurdo en la vida contemporánea

Camus definió lo absurdo como la confrontación entre la búsqueda humana de sentido y el silencio del mundo. Meursault, en El extranjero, encarna ese choque: no hay una gran razón para sus actos, ni un destino que los justifique, sólo una sucesión de días sin mayor trascendencia. Su crimen, tan brutal como arbitrario, se convierte en símbolo de esa falta de propósito último. El absurdo no es el caos exterior, sino la experiencia de vivir en un mundo que no responde a nuestras preguntas más hondas. Hoy, esa sensación se ha multiplicado bajo nuevas formas. La rutina laboral, marcada por métricas y productividad, puede hacernos sentir como piezas intercambiables de una maquinaria sin rostro. Muchos jóvenes, al salir de la universidad, enfrentan un mercado saturado y desigual que les exige competir sin ofrecer certezas. Incluso la hiperconexión digital, que parecía prometer comunidad, muchas veces se traduce en soledad compartida: millones de personas navegando en un océano de información sin rumbo ni ancla. En medio de todo esto, la pregunta por el “para qué” queda suspendida, incómoda, como un ruido de fondo que no sabemos acallar.

La filósofa Hannah Arendt, reflexionando sobre el siglo XX, advertía: “El vacío del sentido es una de las experiencias más radicales y destructivas que puede vivir el ser humano” (La condición humana, 1958). Ese vacío, al que ella se refería en contextos de guerra y totalitarismo, hoy aparece en un terreno distinto: la vida ordinaria. No se trata de un campo de batalla, sino de una oficina, un salón de clases, un timeline infinito en redes sociales. Y sin embargo, el efecto puede ser igual de corrosivo: la sensación de que nada importa lo suficiente, de que todo se desvanece apenas acontece. Frente a esta experiencia, la tentación más común es la evasión. Llenamos la agenda de actividades, consumimos sin descanso, buscamos estímulos inmediatos para no escuchar el eco del absurdo. Camus, sin embargo, proponía otra salida: reconocerlo sin disfrazarlo, asumir que el mundo no ofrece respuestas cerradas y, desde ahí, elegir vivir con lucidez. En sus propias palabras: “El absurdo es la razón de vivir, no de morir” (El mito de Sísifo, 1942). Y esa frase, tan provocadora como esperanzadora, abre un camino: si no hay un sentido dado, tal vez la tarea es construirlo día a día, en lo pequeño y lo concreto, sin renunciar a la dignidad de preguntarnos.

La soledad y la desconexión emocional en las ciudades

Si algo atraviesa a Meursault en El extranjero es la soledad radical. No es la soledad elegida de quien se recoge para pensar o descansar, sino la desconexión de quien no logra establecer lazos auténticos con los demás. Ama sin decirlo, trabaja sin entusiasmo, mata sin un motivo claro y muere sin compañía verdadera. Su extranjería es, sobre todo, emocional: está rodeado de gente y, sin embargo, permanece aislado. En nuestras ciudades modernas esa experiencia se ha vuelto casi cotidiana. Nunca antes hubo tanta gente viviendo tan cerca y, paradójicamente, nunca antes nos sentimos tan solos. El anonimato urbano convierte a los otros en sombras pasajeras: vecinos que no conocemos, compañeros de trabajo que rotan sin dejar huella, multitudes en el transporte público que parecen formar un ejército de ausencias. La soledad, así, no es estar físicamente apartados, sino no sentirnos reconocidos ni significativos para nadie.

La psicoanalista Marie-France Hirigoyen, al estudiar la violencia cotidiana, observaba: “Lo que destruye al sujeto no es tanto el conflicto abierto, sino la indiferencia repetida; no ser mirado, no ser escuchado” (El acoso moral, 1998). Esta afirmación revela un punto clave: la desconexión no necesita gritos ni golpes para doler; basta con la ausencia del otro. Y en un mundo hiperconectado digitalmente, la paradoja es brutal: respondemos a mensajes en segundos, pero dejamos sin respuesta lo esencial —un gesto de cuidado, una presencia real, un silencio compartido. Quizá por eso la ansiedad y la depresión se han convertido en epidemias silenciosas en nuestras urbes. No porque falten estímulos, sino porque falta resonancia. Como Meursault, muchas personas sienten que sus emociones no tienen eco en los demás, que sus vivencias no encuentran interlocutor. En ese vacío, la vida puede volverse insoportable. Y sin embargo, reconocerlo ya es un primer paso: la soledad no se vence con ruido, sino con vínculos auténticos, con encuentros que devuelvan humanidad en medio del desierto emocional de las ciudades.

Todos callamos el malestar. Nos cuesta abrirnos. Pero es que tampoco nadie pregunta de manera genuina «en qué te ayudo».

El juicio social: ser culpable por no encajar

Uno de los momentos más desconcertantes de El extranjero ocurre durante el juicio a Meursault. Allí, lo que se le reprocha no es tanto el crimen en sí, sino su incapacidad de comportarse según las normas sociales: no lloró en el funeral de su madre, no mostró arrepentimiento, no dijo las palabras que se esperaban de él. Más que un asesino, es juzgado como un “anormal”. El verdadero delito de Meursault es no haber encajado en los moldes emocionales y culturales de su tiempo. Ese mecanismo sigue vivo hoy. En una sociedad que establece guiones para todo —cómo vivir un duelo, cómo reaccionar ante una injusticia, cómo expresar felicidad o dolor—, quien se sale del libreto queda señalado. A veces no lo notamos, pero ejercemos pequeños tribunales en la vida cotidiana: criticamos al que “no parece triste” tras una pérdida, al que “no muestra suficiente entusiasmo” en una celebración, o al que “no se indigna” con la intensidad que dicta la opinión pública. Lo inquietante es que esos juicios no sólo vienen de instituciones o autoridades, sino de nosotros mismos, convertidos en jueces unos de otros.

Michel Foucault lo advirtió al analizar la modernidad: “Vivimos en una sociedad que normaliza; que define lo que está dentro de la norma y lo que se desvía, y que hace de esa distinción un mecanismo de poder” (Vigilar y castigar, 1975). En el caso de Meursault, la norma dicta que debe llorar a su madre y suplicar perdón ante el tribunal. Como no lo hace, es condenado con una severidad que revela más sobre la sociedad que lo juzga que sobre el acusado mismo. Hoy, las redes sociales han amplificado esta dinámica: basta un tuit, un video, un gesto mal interpretado para que alguien sea cancelado o linchado públicamente. No siempre importa lo que hizo, sino lo que “debió haber hecho” según los estándares colectivos. Y lo mismo que le ocurrió a Meursault se repite en escala global: más que culpables de nuestros actos, somos culpables de no encajar. Este fenómeno nos obliga a preguntarnos qué tan libres somos en verdad, y hasta qué punto nuestra vida está dictada por la mirada de los demás.

La posibilidad de una respuesta humana al sinsentido

Camus no escribió El extranjero para hundirnos en la desesperanza, sino para mostrarnos que incluso frente al sinsentido existe una posibilidad de respuesta. Meursault, al final de la novela, descubre una forma de reconciliación consigo mismo: acepta la indiferencia del mundo, pero en esa aceptación encuentra una libertad inesperada. Comprende que la vida no necesita un sentido último para ser vivida, y que, aun en el borde de la muerte, puede afirmarse el valor de la existencia. Esa enseñanza es crucial hoy. En tiempos donde el vacío existencial se disfraza de hiperactividad o consumo desmedido, la propuesta de Camus es radicalmente sencilla: vivir con lucidez. No se trata de inventar ficciones reconfortantes ni de negar lo absurdo, sino de mirarlo de frente y, pese a ello, elegir la vida. En El mito de Sísifo, Camus lo formula con claridad: “El único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio” (1942). Y sin embargo, la respuesta que da es un acto de resistencia: no abandonar la vida, sino abrazarla con conciencia, con todo y su silencio.

Hoy, esa actitud puede traducirse en gestos pequeños pero profundamente humanos: cultivar amistades verdaderas, cuidar del otro aunque no tengamos todas las respuestas, crear obras que den testimonio de lo que somos, comprometernos con causas que trasciendan el yo. Si el mundo no ofrece sentido, somos nosotros quienes podemos tejerlo en comunidad, en la relación viva con los demás. Simone de Beauvoir lo expresó con fuerza: “Lo importante no es tener la certeza de un sentido dado, sino crear sentidos en los que nuestra libertad pueda encarnarse” (La fuerza de las cosas, 1963). En ese camino, cada acto de cuidado, cada palabra sincera, cada momento compartido es un desafío al absurdo, una forma de responder al sinsentido con humanidad. Camus nos recuerda que no se trata de resolver el misterio de la vida, sino de habitarlo con dignidad.

Reflexión final

Leer El extranjero hoy es enfrentarse a un espejo incómodo. No vemos solamente a Meursault y su extrañeza, sino también nuestras propias formas de indiferencia, de desconexión, de sometimiento a los juicios de los demás. Camus no nos ofrece respuestas fáciles; al contrario, nos deja con la tarea de vivir sin certezas, pero con lucidez. Y tal vez ahí radica la fuerza de esta obra: recordarnos que incluso en un mundo que no responde, la vida sigue siendo un acto que podemos afirmar con libertad y con humanidad.

Queridos(as) lectores(as), la pregunta que queda es simple pero decisiva: ¿cómo respondemos cada uno de nosotros al sinsentido que nos rodea? ¿Con evasión, con apatía, con resignación… o con un compromiso sereno de construir vínculos y gestos que devuelvan humanidad al día a día? Tal vez no podamos cambiar el silencio del mundo, pero sí podemos transformar el modo en que lo habitamos.

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Tío Vania y la vigencia del desencanto

«La gente no deja de quejarse de que la vida es aburrida; pero eso es porque esperan demasiado de ella».
— Antón Chéjov

Queridos(as) lectores(as):

Hay obras que parecen haber sido escritas para un tiempo específico, pero que en realidad nunca caducan. Tío Vania, de Antón Chéjov, es una de ellas. Estrenada a finales del siglo XIX, cuando el Imperio Ruso atravesaba profundas transformaciones sociales y culturales, su trama no se sostiene en grandes gestas, ni en héroes trágicos, ni en destinos grandilocuentes. Se sostiene en lo contrario: en la vida diaria, en los silencios incómodos, en las ilusiones frustradas, en la sensación de que los días se parecen demasiado entre sí. En la finca donde transcurre la obra, todo parece rutinario: conversaciones en el comedor, reproches velados, discusiones sobre dinero, amor no correspondido, proyectos que nunca se cumplen. Y, sin embargo, lo que se juega ahí es algo mucho más grande: el sentido de una vida. Vania, Sonia, Astrov, Elena, el profesor retirado… cada personaje encarna una forma distinta de hastío, de desencanto, de enfrentarse a la conciencia de que las expectativas puestas en el futuro rara vez se cumplen.

Lo sorprendente es que, al ver o leer Tío Vania, no sentimos que estemos asomándonos a un museo polvoriento del teatro clásico. Al contrario: nos reconocemos. Reconocemos el cansancio de Vania que trabaja sin ver frutos, la resignación de Sonia que sigue creyendo en la bondad a pesar del dolor, la melancolía de Astrov que se refugia en los árboles para no sucumbir a la desesperanza. En cada uno de ellos late algo que no nos resulta ajeno: la experiencia de vivir entre la rutina y el anhelo, entre la lucidez y la impotencia. Quizá por eso la obra conserva su vigencia: porque no nos habla de un tiempo muerto, sino de lo eterno en la condición humana. Y ahí es donde quisiera detenerme con ustedes: ¿qué nos dice Tío Vania hoy, en medio de nuestra prisa, nuestro cansancio y nuestras búsquedas?

Contexto de la obra

Antón Pávlovich Chéjov (1860–1904) fue médico de profesión, escritor por vocación y un agudo observador de la vida humana. Decía que la medicina era su esposa legítima y la literatura su amante. Ese doble vínculo le permitió acercarse al sufrimiento desde dos frentes: el clínico, con diagnósticos precisos, y el literario, con una mirada compasiva y desnuda. En Tío Vania, estrenada en 1899 en el Teatro de Arte de Moscú bajo la dirección de Konstantín Stanislavski, Chéjov llevó al escenario la materia prima que lo obsesionaba: la vida ordinaria, sin adornos ni artificios, convertida en tragedia silenciosa. La obra es, en cierto sentido, una reescritura de un texto anterior suyo, El demonio del bosque. Chéjov depuró los personajes, concentró la acción en un único espacio —la finca familiar— y, sobre todo, acentuó la tensión existencial que recorre cada diálogo. Lo que está en juego no es el destino de un reino ni la caída de un héroe, sino la pregunta íntima que todos cargamos en algún momento: ¿qué he hecho con mi vida?

Los personajes son pocos, pero contundentes. Vania —el tío que da nombre a la obra— ha dedicado años a sostener la finca y los intereses del profesor Serebriakov, cuñado suyo, un intelectual retirado que se muestra ingrato y egoísta. Sonia, sobrina de Vania, encarna la bondad callada, la que sueña con un amor imposible pero se mantiene firme en su labor diaria. Elena, la joven esposa del profesor, es bella pero atrapada en un matrimonio sin amor, lo que la convierte en el centro involuntario de tensiones y deseos. Astrov, el médico, es quizá el alter ego más cercano a Chéjov: lúcido, cansado, apasionado por la naturaleza, incapaz de encontrar un sentido último en lo que hace. La trama, aparentemente sencilla, se despliega como un tejido de frustraciones. El profesor anuncia su intención de vender la finca, lo que desata el enojo de Vania y el dolor de Sonia. Astrov y Vania se debaten entre la atracción hacia Elena y la certeza de que no serán correspondidos. Y, mientras tanto, la vida parece avanzar sin que nada cambie. No hay un gran clímax —aunque Vania intente disparar contra el profesor en un arranque de desesperación—, sino un retorno al mismo lugar de siempre: la rutina, el trabajo, la resignación.

La genialidad de Chéjov está en mostrar que ese “poco” es en realidad mucho. Que en los silencios, en los reproches apenas murmurados, en las pasiones contenidas, se juega el drama verdadero de la existencia. Por eso Tío Vania ha sido considerada una de las cumbres del teatro moderno: porque convierte lo cotidiano en materia trágica, y lo hace sin moralinas ni grandes discursos, sólo con la fuerza de lo humano en estado puro.

Temas clave y su resonancia actual

1. El tedio y la vida desperdiciada

Quizá la sensación más insistente en la obra es la de haber malgastado la existencia. Vania dedica sus mejores años al trabajo y al cuidado de los intereses ajenos, y un día despierta con la amarga conciencia de que nada de eso ha tenido recompensa. “¡He echado a perder mi vida entera!”, grita en un momento de desesperación. Ese grito no pertenece únicamente a Vania: lo escuchamos hoy en quienes, tras años de esfuerzo, sienten que el éxito no les corresponde, o en quienes viven atrapados en rutinas que no conducen a ningún horizonte. El tedio que describe Chéjov no es aburrimiento superficial, sino una forma de desesperanza: la convicción de que el tiempo se nos escapa entre los dedos sin haberlo habitado de verdad.

2. El trabajo y el sinsentido

Chéjov, médico que conocía bien la fatiga del cuerpo y del alma, retrata en Vania y Sonia el trabajo como una carga sin redención. Ambos se sacrifican, pero su sacrificio no los dignifica: los marchita. En tiempos como los nuestros, donde la cultura del rendimiento empuja a trabajar más, producir más y demostrar más, esta denuncia resuena con claridad. El llamado burnout no es sino el nombre moderno de lo que Chéjov ya intuía: el agotamiento que deja tras de sí un vacío de sentido.

3. El amor imposible

En la obra, casi nadie ama a quien debe. Vania y Astrov se enamoran de Elena, que a su vez está atada a un matrimonio sin amor. Sonia ama a Astrov, pero es ignorada. Elena vive atrapada entre la atracción y la imposibilidad. El resultado es un mosaico de deseos cruzados que nunca llegan a cumplirse. Chéjov parece recordarnos que la vida rara vez ofrece correspondencia perfecta, y que muchas veces amamos en soledad. ¿Acaso no sucede lo mismo hoy, en un tiempo donde abundan las conexiones y al mismo tiempo la sensación de vacío afectivo?

4. La naturaleza como último refugio

El personaje de Astrov es pionero en plantear una preocupación ecológica que a finales del siglo XIX resultaba insólita. Habla con pasión de los bosques que desaparecen, del futuro que se arruina por la ambición y la negligencia. Sus palabras hoy suenan proféticas: “En cien, doscientos años, los hombres tendrán que vivir en desiertos”. En un mundo marcado por el cambio climático y la devastación ambiental, la voz de Astrov nos interpela con urgencia. La naturaleza no es sólo paisaje, sino una llamada a la responsabilidad y al cuidado.

5. La esperanza en la resignación

Y, sin embargo, Chéjov no deja a sus personajes en el puro vacío. Sonia, al final de la obra, pronuncia un monólogo conmovedor en el que acepta el sufrimiento, pero lo rodea de esperanza: “Viviremos, tío Vania, viviremos una larga, larga serie de días, de noches; soportaremos pacientemente las pruebas que nos mande el destino… Y descansaremos”. No es una esperanza triunfal, sino humilde: la certeza de que en medio del dolor se puede hallar un sentido, aunque no sea inmediato. Esa actitud de Sonia contrasta con la desesperación de Vania y, paradójicamente, la ilumina.

Escena de la película Drive My Car, donde paralelamente se monta la obra «Tío Vania».

Adaptaciones y relecturas contemporáneas

Una de las pruebas más claras de la vigencia de Tío Vania es que, más de un siglo después de su estreno, la obra no sólo sigue representándose, sino que constantemente es reinterpretada y trasladada a contextos distintos. El tedio, la frustración y la búsqueda de sentido no conocen fronteras ni épocas: por eso cada nueva puesta en escena logra que nos reconozcamos en ella, aún cuando cambien el idioma, los trajes o el escenario. En Broadway, por ejemplo, recientemente se montó una versión protagonizada por Steve Carell, actor conocido por su versatilidad cómica y dramática. El simple hecho de ver a un intérprete contemporáneo encarnar el dolor y la ironía de Vania ya dice mucho: la obra no pertenece al pasado, sino que dialoga con sensibilidades modernas. El público neoyorquino, inmerso en la prisa y la exigencia laboral, encontró en Vania y sus silencios una extraña familiaridad: ese gesto de cansancio, ese deseo de que la vida fuese distinta.

Pero no es sólo en Estados Unidos donde el texto ha cobrado nueva vida. En Argentina, la dramaturga Griselda Gambaro adaptó la pieza bajo el título Vania (o las penas sin importancia), resaltando precisamente la banalidad y el dolor mezclados en lo cotidiano. En Inglaterra, el director Ian Rickson llevó a escena una versión que, en plena pandemia, se transmitió en formato híbrido —mezcla de teatro y cine—, recordándonos que la soledad de los personajes de Chéjov podía sentirse tan cercana como la de quienes estaban encerrados en sus casas. Incluso en contextos más lejanos, como Australia o Japón, Tío Vania se ha representado trasladando la acción a paisajes rurales distintos al ruso. El resultado suele ser el mismo: un público que, aunque no comparta las referencias culturales, reconoce en Vania y en Sonia su propio cansancio, sus propias esperanzas truncadas. Es la demostración de que la obra toca un nervio universal: la dificultad de encontrar sentido en medio de lo común.

La vigencia también se aprecia en el lenguaje audiovisual. No son pocas las películas que han bebido de Tío Vania, inspirándose en su tono de desencanto y en su retrato de la vida como rutina. En el cine de Bergman o de Tarkovski se pueden rastrear ecos de Chéjov: la pausa, la espera, el silencio como revelación. Y más recientemente, en la película japonesa Drive My Car (2021), la obra aparece como telón de fondo de un montaje multilingüe, en el que los personajes encuentran en los parlamentos de Chéjov una manera de expresar lo que su propia vida no les permite decir.

Cada adaptación confirma algo: Tío Vania no necesita modernizarse para ser actual, porque ya lo es. Basta con poner en escena a seres humanos cansados de trabajar, de amar sin respuesta, de esperar algo que nunca llega… y el espectador contemporáneo se reconoce. Ese es el secreto de su eternidad: Chéjov no escribió sobre Rusia, sino sobre el alma.

Reflexión final

Al terminar de leer o ver Tío Vania, siempre me queda la misma sensación: como si Chéjov hubiera tenido la osadía de mirarnos por dentro, de exhibir lo que solemos ocultar bajo la prisa y las ocupaciones. Porque no es fácil reconocerlo, pero todos cargamos algo de Vania, de Sonia, de Astrov o de Elena. Todos, en algún momento, hemos sentido que el esfuerzo no basta, que los años se escapan sin recompensa, que el amor se dirige en la dirección equivocada o que las cosas importantes —el cuidado de la tierra, el cuidado del otro— se nos van de las manos. Vania me recuerda al cansancio acumulado que alguna vez he sentido en la vida diaria: ese momento en que uno se pregunta “¿para qué?”. Y me resulta casi insoportable verlo reconocer que su sacrificio no tuvo fruto, que toda su entrega quedó reducida a ingratitud. Pero ahí está Sonia, con su fe humilde en que la vida tiene sentido incluso en el dolor, y ese contraste me desarma. Ella no ofrece un consuelo mágico, sino un recordatorio: que en el sufrimiento también se puede perseverar, que hay una dignidad en seguir adelante aunque nada parezca cambiar.

Astrov, por su parte, me toca desde otro lugar. Su amor por los árboles, por los bosques, por la naturaleza herida, lo vuelve un personaje que se adelanta a su tiempo. Escucharlo hablar de la devastación que vendrá es como escuchar a un profeta que advirtió algo que hoy, un siglo después, estamos viviendo con crudeza. Su desesperanza se parece mucho a la que sentimos al pensar en el futuro del planeta, pero también en nuestra propia vida: ¿qué dejaremos detrás de nosotros? ¿Qué valdrá la pena conservar?

Creo que la grandeza de Tío Vania está en que no nos ofrece héroes ni soluciones fáciles. Lo que nos regala son espejos. Y, en esos espejos, la posibilidad de reconocernos vulnerables. Nos enseña que la vida no siempre se resuelve con grandes gestos, sino con la paciencia de Sonia, con el reclamo desesperado de Vania, con la mirada perdida de Astrov. Y que, aunque no haya una salida brillante, sí puede haber una forma de habitar el desencanto con cierta dignidad. En un tiempo como el nuestro, donde el cansancio se ha vuelto casi un estilo de vida, donde el rendimiento parece exigirnos más de lo que tenemos, Tío Vania se alza como una voz necesaria. No nos dice “todo estará bien”, pero sí nos susurra: “no estás solo en tu cansancio, otros también lo han sentido, y aún así la vida merece ser vivida”. Y eso, para mí, es un consuelo inmenso.

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Queridos(as) lectores(as), hoy más que nunca necesitamos voces que nos recuerden que no estamos solos en el cansancio, que hay consuelo en lo compartido, y que hasta en el desencanto puede brotar una forma de esperanza. ¿Qué les dice a ustedes Tío Vania en este tiempo? Los leo en los comentarios, con la certeza de que cada reflexión enriquece este espacio común que hemos ido tejiendo.

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Entre pantallas: adicción al celular

“La tecnología nos ha dado alas, pero nos ha hecho olvidar cómo caminar».

— Marshall McLuhan

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos pegados a una pantalla. El celular se ha convertido en extensión de nuestra mano, en un reflejo automático que buscamos incluso antes de abrir los ojos y aún después de cerrarlos. Es compañero de mesa, cómplice (y causante) de insomnios, y hasta invitado incómodo en el baño. Lo que parece una herramienta de comunicación se ha transformado, en muchos casos, en un lazo de dependencia que raya en la adicción. Y no es para exagerar afirmar que se trata de una adicción profunda y «socialmente aceptada» en tanto que son pocos los casos de quienes han resistido hasta el momento.

¿Pero por qué un celular se ha vuelto tan «necesario» en nuestros días? una vez más, hay que fijar la atención en la inmediatez del día a día que vivimos. Y no me mal entiendan, claramente hay muchas funciones muy prácticas que pueden ayudarnos con las múltiples tareas que tenemos, pero también es cierto, parafraseando a Marshall McLuhan, la tecnología nos ayuda «pero nos está haciendo inútiles». Por cierto, esta adicción tiene su nombre: nomofobia.

El celular como herramienta y como adicción

¿Alguna vez han sentido que, sin darse cuenta, desbloquean su celular sin motivo, sólo “para ver”? Ese gesto aparentemente inocente es el reflejo de un condicionamiento. Cada notificación es un estímulo que activa en nuestro cerebro la dopamina —el mismo neurotransmisor implicado en conductas adictivas—. El celular, como dijo Freud de la técnica, nos prometió bienestar, pero no necesariamente felicidad (cfr. El malestar en la cultura, 1930).

Es curioso: podemos estar hablando con alguien querido y, al menor sonido o vibración, desviamos la mirada hacia el aparato. Como si el mundo digital tuviera prioridad sobre la persona de carne y hueso. La adicción no es sólo al dispositivo, sino al sentimiento de “no perderse nada”. En inglés ya existe un término para esto: FOMO (fear of missing out), el miedo a quedar fuera de algo importante, aunque sea irrelevante. Estoy más que seguro que ustedes conocen a alguien que incluso «tiene que revisar» un dato cuando sale como tema de conversación para comprobar que así sea. Y no estamos hablando de cosas tan trascendentes, pueden tratarse de cosas absurdas o que realmente poco nos aportan. Y si no lo tiene, quizá esa persona sean ustedes mismos(as).

La incapacidad de estar a solas

Pascal lo dijo hace siglos: “Toda la desgracia de los hombres proviene de no saber permanecer tranquilos en una habitación” (Pensamientos, 1670). Hoy, ¿quién puede esperar en una sala sin mirar la pantalla? Basta observar en una cafetería: nadie contempla, todos “matamos el tiempo” revisando redes, aunque sepamos que no hay nada nuevo desde hace dos minutos. ¿O qué me dicen en el transporte público? La gran mayoría están sumidos en sus celulares. ¿Haciendo? Quién sabe qué, pero el hecho es que no están presentes en el aquí y el ahora de ese recorrido, por lo que no es de sorprender que no se percaten de muchas cosas.

El problema es que esa incapacidad de estar a solas erosiona la vida interior. No dejamos espacio para que los pensamientos maduren, para que las emociones emerjan, para que el aburrimiento —ese motor de creatividad— nos empuje a imaginar. El silencio nos resulta insoportable, y por eso llenamos cada hueco con ruido digital. ¿Será que nos da miedo escucharnos a nosotros mismos? Hay quienes en verdad no toleran ni un minuto el silencio, y recurren de manera desesperada a poner «algo» que les distraiga. Es más, ni es necesario que se use un celular para ello, con el hecho de poder hacer algo de ruido se «adquiere» la «presencia» fantasma ante la insoportable soledad.

El disfraz de las inseguridades

El celular es también un escenario: fotos editadas, historias cuidadosamente seleccionadas, frases ingeniosas. Una máscara que nos protege del rechazo. Erich Fromm escribió: “El hombre moderno está alienado de sí mismo; de su prójimo y de la naturaleza” (El arte de amar, 1956). Lo vemos en la obsesión por mostrar una vida perfecta, cuando por dentro sentimos vacío, soledad o inseguridad.

Piénsenlo: ¿cuántas veces borramos y reescribimos un mensaje antes de enviarlo? ¿Cuántas veces editamos una foto para que parezca espontánea? Ni qué decir de la cantidad excesiva de fotos «iguales» para poder «elegir la menos peor». La pantalla nos da la ilusión de control, pero lo que realmente busca es ocultar el miedo a no ser suficientes. En vez de mostrarnos tal cual somos, construimos una versión pulida para los demás. Una especie de armadura digital. Y sí… esto es una muestra más de inseguridades que siguen sin trabajarse.

Atados al celular: cuando lo que debería darnos libertad termina por encadenarnos.

Consecuencias emocionales y sociales

Esta dependencia no es inocente: nos roba concentración, disminuye nuestra memoria de trabajo y, lo más grave, afecta nuestras relaciones. Estudios de la Universidad de Essex (2012) mostraron que la simple presencia de un celular sobre la mesa reduce la calidad de una conversación íntima, aunque no se use. Es como un tercer invitado que interrumpe la confianza. Recuerdo una vez en un encuentro con una amiga, misma a la que no veía en persona hace varios años, que estando en el lugar, ella lo primero que hizo fue poner su celular al «alcance». No les miento ni exagero: cada vez que ella hablaba o le tocaba escucharme, fácil le conté como 25 veces que agarró su celular SIN HABER RECIBIDO UNA NOTIFICACIÓN. «¿Ya te aburrí?» – le dije. A lo que ella, sin desprender la vista del celular, me contestó: «No sé, ¿qué vas a pedir tú?».

Todos lo hemos vivido: esa incomodidad de hablar con alguien que revisa su teléfono mientras “te escucha”. O esa ansiedad cuando olvidamos el aparato en casa y sentimos que nos falta algo esencial, casi como si hubiéramos dejado atrás un órgano vital. Nos creemos más conectados, pero en realidad muchas veces estamos más solos, porque confundimos interacción con intimidad. Justo hace unos días salí con mi roomie al super, nos fuimos caminando. A él se le había acabado la pila a su celular y me pidió poder usar el mío para mandarle un mensaje a no sé quién. Cuando lo busqué, resulta que lo había dejado cargando en casa. ¿Quién creen que se angustió más?

Test: ¿Qué tan pegado(a) estás a tu celular?

Responde con sinceridad. Marca la opción que más se acerque a tu caso:

  • Casi siempre (3 puntos)
  • A veces (2 puntos)
  • Nunca (1 punto)
  1. Revisas tu celular apenas despiertas, incluso antes de ir al baño (sí, el “buenos días” se lo das primero a la pantalla).
  2. Sientes ansiedad si olvidas el teléfono en casa o si se queda sin batería (como si te hubieran arrancado un órgano).
  3. Usas el celular mientras comes, aunque estés acompañado (porque ¿qué es una ensalada sin Instagram?).
  4. Revisas el celular en el baño (y admitámoslo: a veces te tardas más de la cuenta).
  5. No puedes esperar en una fila sin mirar la pantalla (los 3 minutos en la farmacia se sienten eternos).
  6. Te cuesta ver una película sin sacar el celular “un ratito” (y luego ya ni sabes qué pasó en la trama).
  7. Usas el celular como escudo para evitar silencios o conversaciones incómodas (el clásico “me hago el ocupado”).
  8. Desbloqueas el teléfono aunque no haya notificaciones (porque quién sabe, capaz que ahora sí…).
  9. Revisas el celular durante una conversación importante (y dices “te escucho” mientras scrolleas).
  10. Te vas a dormir con el celular en la mano o debajo de la almohada (como si fuera tu osito de peluche versión siglo XXI).

Resultados

    • 10 a 15 puntos – Tranquilo, sigues siendo humano.
      Tu celular no domina tu vida. Lo usas, lo disfrutas, pero puedes olvidarlo sin drama. Eres de los que todavía saben mirar por la ventana.
    • 16 a 24 puntos – Estás en la zona de alerta.
      El celular ya ocupa demasiado espacio en tu día. Aún puedes retomar el control, pero ojo: si no pones límites, pronto revisarás WhatsApp hasta en tus sueños.
    • 25 a 30 puntos – Celuladicto certificado.
      Tu celular es tu sombra: come contigo, duerme contigo y hasta va al baño contigo. No lo sueltas porque quizá no quieres soltar algo más: la inseguridad, la soledad o el miedo a aburrirte. Hora de desintoxicarse (¡y no, no me refiero a borrar TikTok y volverlo a instalar al día siguiente!).

    Recuperar la presencia y el silencio

    No se trata de demonizar la tecnología, sino de recuperar la libertad frente a ella. Byung-Chul Han lo advierte: “Quien está ocupado nunca está disponible, y quien nunca está disponible termina por perderse a sí mismo” (La sociedad del cansancio, 2010). ¿Y si intentamos algo distinto? Podemos empezar con gestos pequeños:

    • Dejar el celular en otra habitación antes de dormir.
    • Comer sin pantallas, aunque sea una comida al día.
    • Dar un paseo sin música ni mensajes, sólo escuchando los pasos y la ciudad.
    • Atreverse a mirar a los ojos sin distracciones.

    No es renunciar a la tecnología, sino devolverle su lugar. El celular debe ser un medio, no un fin. Una herramienta, no un amo.

    Reflexión final

    Si no soltamos el celular ni para ir al baño, quizá no estamos escapando del aburrimiento, sino de nosotros mismos. Y ese es el verdadero desafío: aprender a mirarnos sin filtros, a estar en silencio, a redescubrir la riqueza de una conversación sin interrupciones. El reto no es tener el mundo en la palma de la mano, sino no perder el alma en una pantalla.


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