El mundo es un gran diván y cada persona una circunstancia única y sin igual. La historia es un punto de partida fundamental para poder dar paso a los distintos discursos que hay. Bienvenidos a un espacio de reflexión, donde la filosofía, el psicoanálisis, la literatura, el arte y demás ciencias humanísticas abrirán distintas puertas, ventanas… o agujeros en los muros.
Ojalá esta carta te encuentre en un momento tranquilo. Pero si no es así —si llegaste a ella en medio del caos, del cansancio, de un llanto ajeno o propio—, también está bien. Porque no es una carta para cuando todo está en orden. Es para ahora. Para ti. Para hoy. Hoy que quizás te preguntas si lo estás haciendo bien. Hoy que te pesa lo que dijiste, o lo que no lograste decir. Hoy que te miras en el espejo con culpa, con duda, con esa sensación de estar llegando tarde a todo. Quiero hablarte con calma. Con ternura. Sin exigencias. Como quien ofrece cinco minutitos de paz entre tanto caos.
Hay una frase que me acompaña desde hace años. La dijo Donald Winnicott, un pediatra y psicoanalista inglés que supo mirar la infancia y la maternidad sin romanticismos. Él escribió: “No hay madre perfecta. Hay una madre suficientemente buena”. Y eso no es una excusa, es una liberación. Una madre suficientemente buena es la que ama, claro. Pero también la que se enoja. La que a veces grita. La que llora en silencio. La que un día no puede más. La que tiene miedo de fallar… y aún así vuelve a intentarlo. Y tú, aunque no lo creas, estás siendo eso. Suficientemente buena.
En el silencio entre el cansancio y el amor, también hay espacio para respirar.
¿Sabes qué? No tengas miedo de equivocarte. Porque sí, vas a cometer errores. Todos los cometemos. Pero los tuyos, si van acompañados de amor, de escucha, de presencia, no destruyen. Enseñan. Le enseñan a tu hijo(a), que el amor no es perfecto, pero es fiel. Que se puede reparar. Que se puede pedir perdón. Que también los adultos se confunden, y que eso no es tragedia, sino verdad. No tengas miedo de equivocarte. Porque cada vez que lo haces y te das cuenta, estás mostrándole a tu hijo(a) algo valiosísimo: que no es necesario ser impecable para ser digno de amor.
Y si hoy te sentiste impaciente, o torpe, o ausente… no te quedes atrapada ahí. Míralo. Abrázate. Dite: “hoy no fue perfecto, pero mañana vuelvo a intentarlo». Créeme, eso basta. Eso construye. A veces sentimos que tenemos que poder con todo: el trabajo, las tareas, las emociones de todos, las propias que nadie ve. Pero no es así. Tú no eres superheroína. Tú eres madre. Y eso ya es inmenso. Tu hijo(a) no necesita una mujer que nunca se caiga. Necesita saber que, cuando te caes, te levantas. Y que aún en el cansancio, sigues eligiéndolo(a).
Si esta carta te da esos famosos «cinco minutos» de respiro, de alivio, de ternura, entonces habrá cumplido su misión. Y si no, si simplemente pasó por ti sin dejar huella, igual quiero que recuerdes esto: no tengas miedo de equivocarte. Porque amar de verdad no significa no fallar. Significa estar, incluso después del error. Y eso, querida, tú ya lo haces. A tu modo. En tu tiempo. Con tus heridas y tus gestos. Así que respira. Llora si hace falta. Y después… sigue. No como quien carga el mundo sola, sino como quien sabe que en medio del caos, también se puede descansar un poco.
No sé cuántas veces he escuchado la consigna de moda: “sé tú mismo(a)”. La repiten los libros de autoayuda, las marcas de ropa, los discursos motivacionales que duran lo que un café tibio. Pero lo que nadie dice es que ser uno mismo no se celebra realmente. Se tolera apenas. Y muchas veces, ni eso. Ser uno mismo —de verdad— no es una pose ni un eslogan. No es publicar una foto con un pie de página rebelde, ni disfrazarse de extravagancia para evitar el juicio. No. Ser uno mismo es, muchas veces, una forma de intemperie. Es caminar entre miradas que no comprenden, soportar juicios disfrazados de bromas, y ver cómo algunos se alejan sin decir adiós porque ya no pueden controlarte ni moldearte. Uno se va quedando solo, a veces. Más solo, pero más entero. Más sobrio, pero más libre.
Porque cuando decides no rebajar tu inteligencia para encajar, ni fingir humildad para no herir egos frágiles, ni callar tu fe para no incomodar a los escépticos, ni esconder tu tristeza para no parecer débil, ni ceder tu alegría para no molestar a los que viven del resentimiento… entonces, querido(a) lector(a), ya no puedes volver atrás. Empiezas a ver con nitidez lo que antes justificabas: los amigos que competían disfrazando su envidia de ironía, las conversaciones que eran campos minados de vanidades, los vínculos que se sostenían sólo mientras tú no brillaras demasiado.
A veces pienso en Ignatius J. Reilly, ese personaje monumental de La conjura de los necios (1980), tan insoportable como necesario. Su terquedad grotesca, su desprecio por la modernidad, su exagerado sentido de superioridad intelectual… son también un espejo deformado del que intenta no ceder a la estupidez que lo rodea. Es un hombre tan desubicado como honesto, tan ridículo como íntegro en su extravío. Y aunque nos riamos de él, también lo entendemos: en su exageración hay una defensa desesperada contra un mundo que lo empuja a traicionarse. Y también pienso en otros. En Antígona, por ejemplo, desafiando el decreto del poder para enterrar a su hermano, sabiendo que ese acto le costará la vida. ¿Qué otra cosa es ella sino el retrato puro del ser fiel a sí mismo aunque el precio sea altísimo? Y en Don Quijote, cuya locura no es más que una forma elevada de fidelidad a un mundo que ya no existe, pero que él se empeña en hacer presente. Lo llaman loco… porque no entienden que él ve más lejos. Como todo verdadero lúcido. O en Raskólnikov, el atormentado protagonista de Crimen y castigo (1866), cuya caída no es por haber matado, sino por haber creído que podía hacerlo sin consecuencias. Es, al final, la conciencia la que lo persigue, no la ley. Y eso también es ser uno mismo: descubrir, a veces tarde, que tu alma no se negocia, ni siquiera en nombre de una idea brillante. Incluso pienso en figuras más discretas, como Franny Glass, en la obra de Salinger. Esa joven que colapsa espiritualmente porque no puede soportar la falsedad académica, la arrogancia de los intelectuales huecos, el ruido del mundo sin alma. Se encierra, se enferma, pero también despierta. Y su despertar es silencioso: una oración continua, una pequeña llama que arde sin escándalo, pero no se apaga.
Mientras el mundo camina en fila hacia la obediencia ciega, el alma libre elige su propio paso —y sonríe.
¿Y tú, lector(a)? ¿Qué precio has pagado por ser tú mismo(a)? ¿A cuántos has tenido que dejar atrás, no con rabia, sino con un nudo en el pecho, porque te diste cuenta de que ya no podías seguir mendigando comprensión donde sólo había juicio? ¿Cuántas veces te han hecho sentir culpable por tu claridad, como si pensar bien fuera un delito? ¿Cuántas veces te han llamado arrogante sólo porque no te disculpaste por tener una voz propia? El acomplejado no siempre grita. A veces se disfraza de amigo, de colega, de interlocutor. Pero su patrón es reconocible: necesita apagar luces ajenas para no ver su propia sombra. Te ridiculiza en público, te corrige sin razón, se ofende cuando señalas lo evidente, y se ausenta cuando ya no puede influir en ti. Y aquí estás tú. Todavía firme. Quizá más cansado(a). Quizá más selectivo(a). Pero todavía tú.
Ser uno mismo en un mundo así no es una postura estética. Es una postura espiritual. Es el acto profundo de no traicionar la voz interior, de no diluirse en las aguas tibias del agrado ajeno. Es vivir con raíz, aunque no siempre haya flores visibles. Es sostener la llama, incluso cuando el viento de la mediocridad sopla con violencia. Y por eso, si alguna vez dudas… si te sientes solo(a), extraño(a), fuera de lugar… si crees que no vale la pena seguir siendo tú en medio de un mundo de apariencias y de acomplejados organizados en clubes de sarcasmo… vuelve a los grandes. Vuelve a los personajes que te formaron, a las páginas donde sentiste por primera vez que no estabas solo(a). Vuelve a tu oración, si crees. O a tu pensamiento más honesto, si dudas. Vuelve, sobre todo, a ti. Porque este mundo necesita menos adaptados y más fieles. Menos simpáticos funcionales y más almas que, aún rotas, aún heridas, aún cansadas… sigan eligiendo ser ellas mismas.
Con firmeza, con afecto, y con una esperanza que no se explica —pero tampoco se apaga—,
Héctor Chávez Pérez
P.d. En un mundo como éste, tener el valor de ser uno mismo es en sí un verdadero acto revolucionario. Cuando dicen «es que pensamos igual», te puedo asegurar que uno está pensando por todos. Es que las copias son eso… y nada más.
Rubén me escribió desde España. Su mensaje no hablaba de odio, ni de venganza, ni de reclamos… hablaba de algo mucho más profundo: la tristeza de no saber si algún día volvería a confiar. Hay preguntas que no buscan respuesta inmediata, sino acompañamiento. Y eso intento hacer aquí: no dar recetas, sino compartir camino. Porque lo cierto es que muchos hemos estado ahí, en esa herida que no se ve pero lo cambia todo.
Esta carta es para Rubén. Y también, quizás, para ti.
Estimado Rubén:
La traición no siempre grita. A veces, se queda en silencio… y ese silencio es el que más pesa. No duele sólo lo que el otro hizo —el engaño, la mentira, la omisión—, duele lo que eso provocó dentro de ti. Porque confiar no es sólo un acto. Es una entrega. Es decirle al otro: te dejo entrar, incluso en mis partes más frágiles. Y cuando esa confianza se rompe, lo que queda no es sólo el dolor por el otro. Es el juicio sobre uno mismo: ¿cómo no me di cuenta? ¿Por qué confié? ¿Cómo pude haber sido tan tonto? Y esa es la herida que más arde: la que ya no se proyecta hacia fuera, sino hacia dentro.
Comienza entonces una especie de guerra interna: una parte de ti quiere sanar, pero la otra no te lo permite. Te acusa. Te pone en el banquillo. Y te castiga por haber creído en alguien. Y uno empieza a asociar la confianza con la culpa. Como si confiar fuera un error. Como si abrirse fuera una falla. Pero no es así. Confiar no fue el error, Rubén. La herida no está en haber dado algo valioso. La herida está en que ese algo fue despreciado. Y eso… no es tu culpa. Cuando uno empieza a entender eso, algo se suaviza. No se borra el dolor, no se desvanece de inmediato… pero se empieza a separar lo que te hicieron de lo que eres. Después de la traición, Rubén, uno no construye un muro de inmediato. Lo hace poco a poco, casi sin darse cuenta. Una palabra que no dices. Un abrazo que no das. Una puerta que ya no abres. Una versión de ti que dejas encerrada en algún rincón. Y entonces parece que te estás cuidando, que estás siendo más sabio, más fuerte. Pero, con el tiempo, te das cuenta de que también te estás quedando más solo.
A veces, volver a confiar es esto: abrir un poco la ventana… y dejar que entre la luz, aunque duela un poco los ojos.
El miedo empieza como refugio. Como ese rincón seguro donde nadie te toca. Pero si te quedas demasiado tiempo ahí, se convierte en celda. Y lo que fue protección se vuelve encierro. El alma herida deja de buscar conexión, porque asocia lo profundo con lo peligroso. Entonces sobreviene el discurso del “ya no necesito a nadie”,cuando en realidad lo que uno quiere gritar es “¡ojalá pudiera necesitar sin miedo!”. El miedo, Rubén, no es malo. Es necesario. Pero no está hecho para quedarse. Está hecho para alertarnos, no para gobernarnos. Y aunque al principio parezca imposible salir de ahí, hay algo que te lo va diciendo con suavidad: una conversación que no esperabas, una persona que no te exige, una mirada que no juzga, un gesto que te dice “aquí puedes respirar”. Ahí empieza la grieta en la coraza. Y por esa grieta, a veces, entra la luz.
Rubén, lo peor de una traición no siempre es el recuerdo de quien te lastimó. Es la forma en que, poco a poco, todo empieza a parecerse a esa persona. Empiezas a desconfiar de todos. Incluso de los buenos. De quienes no han hecho nada. De quienes apenas están llegando. Y te entiendes… porque no quieres volver a caer. Pero también te dueles, porque sabes que así no se puede vivir. Desconfiar de todo es un mecanismo de defensa… pero también es una trampa del alma herida que cree que ya nada vale la pena. Y lo más cruel es que esa desconfianza no sólo te aleja de lo que podría lastimarte. También te impide ver lo que podría salvarte. A veces aparece alguien con buenas intenciones, con ternura, con paciencia. Pero si uno sigue atrapado en la desconfianza total, esa persona se va. No porque no te quiera, sino porque no puede pelear con todos tus fantasmas. No sabe cómo hacerlo. Y no le toca.
La desconfianza no es realismo, Rubén. Es una forma de duelo mal digerido. Y todos tenemos derecho a atravesarlo. Pero también llega un momento en que uno debe preguntarse si quiere seguir viviendo en ese exilio autoimpuesto. Porque sí: tal vez confiar otra vez te exponga a otra herida. Pero no confiar nunca más… es una forma de renunciar a la vida. Volver a confiar no es hacer como si nada hubiera pasado. No es borrar la herida, ni minimizarla, ni fingir que no duele. Tampoco es “perdonar rápido” para demostrar que eres maduro. No. Confiar otra vez, Rubén, es una decisión profundamente consciente. Es mirarte al espejo y decirte: «No sé si me volverán a lastimar, pero ya no quiero vivir como si eso fuera lo único que puede pasar». Porque si algo nos rompe, también hay algo que puede ayudarnos a sanar. Y no siempre viene de quien esperamos. A veces es una voz nueva, una presencia inesperada, un gesto sutil. A veces es un «cómo estás» sin doble intención. O una mirada que se queda cuando todos ya se fueron.
Confiar no es un salto ciego. Es un puente que se construye con tiempo. Y se vale cruzarlo despacio, con miedo incluso, pero sin detenerse del todo. Algunos llegan a ese punto solos. Otros necesitan ayuda. Un espacio seguro, una terapia, un análisis, un diván, una escucha. Porque también es válido decir: «no puedo solo». Volver a confiar es, sobre todo, volver a elegirte. Es decir: «Mi vida no se va a definir por lo que otros hicieron conmigo». Y eso, Rubén, ya es un acto de esperanza.
Rubén, hay una verdad que quizá nadie te ha dicho así de claro: tú mereces una vida donde el miedo no sea quien decida por ti. Mereces vínculos que no te obliguen a andar de puntillas. Mereces conversaciones donde no tengas que traducir tu dolor para ser entendido. Mereces cariño que no te pida explicaciones ni certificados de garantía. No todos merecen tu confianza. Es cierto. Pero tú no mereces vivir cargando el peso de quienes no supieron qué hacer con ella. No fuiste ingenuo por confiar. Fuiste valiente. Y lo serás otra vez. Pero ahora distinto. Más sabio. Más claro. Sin entregarte a cualquiera… pero sin dejar de ser tú.
No hay fecha exacta para volver a confiar. No hay fórmula. Sólo hay señales. Una calma nueva. Una ternura que no asusta. Una risa que no se fuerza. Alguien que se queda cuando podrías jurar que iba a irse. Y cuando eso pase, Rubén, no sabrás si confiar. Dudarás. Temblarás. Pero recuerda esto: a veces, incluso el temblor… es una forma de esperanza.
P.D. Gracias por tu mensaje. Por confiar, incluso en medio de la duda. A veces, sólo necesitamos que alguien nos diga que no estamos rotos para siempre. Y créeme: no lo estás. Te lo prometo.
Si esta carta tocó algo dentro de ti, tómate tu tiempo. No hay prisa por volver a confiar. Pero ojalá un día te sorprendas haciéndolo, casi sin darte cuenta… como quien vuelve a respirar después de mucho contener el aire.
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Hay días en los que uno se sienta frente a la taza de café con el alma hecha trizas, aunque nadie lo note. Afuera brilla el sol, los pájaros cantan, y sin embargo, por dentro… algo no está bien. No es una tristeza concreta. No es un duelo inmediato. Es otra cosa. Una especie de peso invisible que se acumula con cada noticia, cada imagen, cada tragedia retransmitida a tiempo real. Es un cansancio del que no se habla porque no tiene forma clara. Un agotamiento que no nace de lo personal, sino de lo colectivo. Del mundo que duele, de lo que no podemos solucionar, de lo que sentimos demasiado grande para comprender y demasiado cercano para ignorar.
A veces creo que el alma también tiene su propio tipo de inflamación. No se ve, no se diagnostica, pero se siente. Como si estuviéramos viviendo con una conciencia herida por exceso de realidad. Una realidad que entra sin filtro por la pantalla del celular, por los titulares de prensa, por los comentarios en redes, por los rostros ajenos en el transporte público. Todo se nos mete al cuerpo. Y no siempre sabemos qué hacer con eso. En el consultorio, este dolor también aparece. No con nombres geopolíticos, pero sí con síntomas: insomnio, ataques de ansiedad, irritabilidad, sensación de culpa, desesperanza. Personas que no entienden por qué no logran estar bien, cuando «en teoría» todo en su vida está más o menos en orden. Y al escarbar un poco, aparece: el mundo. Lo que pasa en él. Lo que arde. Lo que muere.
Y en ese momento, surge una pregunta silenciosa: ¿Cómo se vive con el mundo al hombro sin que nos rompa por dentro? Lo diré con toda franqueza: no tengo una respuesta mágica. Pero sí algunas palabras. Algunas ideas que me han sostenido. Algunos autores que me han ayudado a mirar el abismo sin dejarme caer. Es de eso de lo que quiero hablar hoy.
La herida de ver todo
Antes, lo que pasaba en otro continente era apenas un rumor que llegaba con retraso. Una noticia de periódico, una imagen borrosa en el noticiero de las diez. Hoy, basta abrir el celular para sentir que el dolor del mundo entra por los ojos como si fuera nuestro. No estamos diseñados para tanta exposición. El alma humana necesita tiempo, espacio, silencio, incluso ignorancia. No por evasión, sino por protección. Pero el flujo de información no da tregua. La guerra, el hambre, la violencia, el colapso ambiental… todo aparece entre una foto de un desayuno perfecto y un meme sobre gatos. Lo trágico y lo trivial conviven en la misma pantalla, en el mismo instante. Y eso —aunque no siempre lo notemos— nos rompe. La conciencia moderna está desbordada. Y el problema no es solo que nos informamos, sino que no sabemos qué hacer con lo que nos informamos. Porque saber duele. Y no poder actuar frente a ese dolor nos deja en un limbo entre la empatía y la impotencia.
Arthur Schopenhauer, en uno de sus textos más sombríos y necesarios, lo expresa sin anestesia: “Si se pusiera sobre una balanza el placer y el dolor de la humanidad, veríamos que el dolor pesa mucho más” (Sobre el dolor del mundo, el suicidio y la voluntad de vivir, 2006). Sus palabras no buscan deprimirse ni deprimir. Sólo constatar que el sufrimiento no es un accidente de la existencia: es su estructura de fondo. Y sin embargo —y aquí está la paradoja— saber eso no nos libera del impacto de cada nuevo dolor. Por eso tantas personas hoy caminan con una tristeza muda. Porque no saben si están cansadas de vivir, o si lo que realmente las cansa es ver que el mundo sigue su marcha sin compasión. No es que falte sensibilidad. Lo que falta es espacio para tramitarla. Cuando el dolor se acumula sin un lugar donde volcarlo, se transforma en ansiedad, en apatía, en cinismo. Y eso, en cierto modo, es también una forma de herida.
Leer a quienes atravesaron el fuego
Hay días en los que no basta con apagar la televisión o cerrar la app de noticias. La mente sigue alterada, como si los ecos del mundo siguieran resonando por dentro. Y en esos días —justamente en esos—, suelo volver a ciertos autores que han sabido mirar de frente al horror… y escribir sin perder la dignidad. Primo Levi, por ejemplo, no escribió desde el resentimiento ni desde la desesperación, sino desde un lugar más difícil: el de la lucidez moral. Su relato del campo de concentración no se detiene en el espectáculo de la crueldad, sino que interroga la raíz misma de lo humano. Nos dice: “Comprender es casi justificar. No queremos comprender lo que sucedió, porque si lo comprendiésemos, lo justificaríamos” (Si esto es un hombre, 1947). Su escritura es una advertencia contra el olvido, pero también un acto de compasión hacia quienes ya no pueden contar su historia.
Svetlana Aleksiévich, por su parte, eligió no escribir desde su voz, sino desde las voces de otros. En Voces de Chernóbil (1997), y en La guerra no tiene rostro de mujer (1983), se dedicó a escuchar —pacientemente, dolorosamente— a quienes vivieron las catástrofes más brutales del siglo XX. No teoriza. No interpreta. Sólo deja que hablen. Y en ese acto de escucha radical, la literatura se convierte en acto terapéutico colectivo. Paul Celan, el poeta nacido en Czernowitz, escribió después de Auschwitz en un idioma que ya no creía posible. Sus versos, hechos de silencios y cortes, de palabras que no alcanzan, son una plegaria imposible, un eco de lo que no se puede decir, pero tampoco se debe callar. “Nadie da testimonio por el testigo» (Méridien, 1960).
Y luego está Etty Hillesum, esa joven judía holandesa que, sabiendo que sería llevada al campo de concentración, escribió un diario donde se permitió decir, incluso en medio del terror: “La vida es bella a pesar de todo” (Diario, 1941–1943). No por ingenuidad. No por negación. Sino por una sabiduría que solo se alcanza cuando se elige no odiar, aun con razones para hacerlo. Estos autores no nos ofrecen consuelo fácil. Pero ofrecen otra cosa: nos enseñan que escribir, recordar, llorar, y seguir amando, incluso en ruinas, es posible. Que el dolor compartido no se vuelve más liviano, pero sí más habitable. Y eso, a veces, es lo único que necesitamos para no rendirnos.
«No era que el mundo dejara de doler, pero al menos, por un momento, él eligió cuidarse».
Cuando el dolor llega al consultorio
El dolor del mundo no siempre llega a la sesión con titulares. A veces entra disfrazado de insomnio, de crisis de llanto inexplicable, de angustia flotante. No se presenta como “la guerra”, “la injusticia” o “la violencia del sistema”, sino como una frase suelta: “No sé qué me pasa”. «Me siento mal por estar bien”. “Todo me afecta demasiado”. Y entonces el trabajo clínico no es diagnosticar, sino acompañar. Ayudar a que ese “todo” encuentre forma, límite, palabra. Que deje de ser una nube que lo cubre todo y se convierta, al menos, en una lluvia que puede llorarse. El dolor colectivo también deja marcas individuales. Vivimos en un mundo donde la tristeza parece un lujo, donde se espera que sigamos funcionando aunque el alma esté en huelga. Se nos exige productividad, resiliencia, optimismo, y cuando no lo logramos, encima sentimos culpa.
En el diván, lo primero es suspender esa exigencia. Dar permiso para no estar bien. Para decir que el mundo duele. Para confesar que uno no puede con todo, y no por eso es menos fuerte. El psicoanálisis no ofrece recetas. Ni cura el mundo. Pero crea un espacio —único y necesario— donde lo que arde puede decirse sin que nadie lo apague a la fuerza. Y a veces, eso basta. Porque cuando alguien puede decir lo que siente sin ser corregido, ya empezó a curarse. Y cuando alguien escucha sin juzgar, sin comparar, sin interrumpir… ya está ayudando a sostener un poco el peso del mundo. Incluso el silencio, en esos momentos, se vuelve contenedor. No porque oculte, sino porque da lugar. Porque dice: “Estoy aquí. Puedes traer tu angustia sin temor. No vamos a huir de ella”. El consultorio no es un refugio para huir del mundo. Es un lugar donde se aprende a volver a él con más alma, no con más coraza.
Una forma de resistencia: cuidar el alma, cuidar la mente
No todo podemos entender. No todo podemos cambiar. Pero sí podemos decidir qué entra, qué permanece, qué se cuida. Cuidar el alma, cuidar la mente, no es huir del mundo, sino resistirse a que el mundo nos endurezca por dentro. Es preservar la ternura en medio de la violencia. La atención en medio del ruido. El sentido en medio del sinsentido. Y eso también es político. También es ético. También es espiritual. En días de saturación, la respuesta no siempre es saber más, sino sentir distinto. Volver a lo simple: tocar música, leer algo hermoso, caminar sin prisa, mirar el rostro de alguien que amamos, decir una oración breve aunque no sepamos bien a quién va dirigida. Pedir ayuda. Escuchar con el corazón. Agradecer sin motivo.
A veces, eso basta para que el alma no se hunda. Schopenhauer —quien no solía escribir desde la esperanza— lo insinuó con crudeza, pero sin cinismo: “El destino mezcla las cartas, y nosotros las jugamos. Pero si jugamos bien, incluso la peor mano tiene su dignidad” (Sobre el dolor del mundo, el suicidio y la voluntad de vivir, 2006). No se trata de negar la oscuridad. Se trata de no alimentarla. De no permitir que nos robe lo que aún puede florecer. Quizá no podamos apagar todos los incendios del mundo, pero sí podemos cuidar que el nuestro no se extinga de tristeza. Porque un corazón que aún ama, que aún canta, que aún se detiene a mirar una flor o un rostro, es ya un acto de resistencia luminosa.
«El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos».
-Marcel Proust
Queridos(as) lectores(as):
Muchos llegan al diván con una carga invisible pero densa: el pasado. Lo vivido —doloroso, confuso o incluso indecible— se presenta como una condena inapelable. “No puedo cambiarlo”, dicen, como si esa verdad bastara para justificar la inercia, el sufrimiento o el miedo. Y, en efecto, el pasado es un conjunto de hechos que ya no pueden modificarse. Pero el psicoanálisis no trabaja con los hechos, sino con sus efectos, sus huellas, sus narraciones. La clínica enseña que recordar no es simplemente traer algo al presente, sino relatarlo de un modo que revele su inscripción en la subjetividad. No se trata de cambiar lo que ocurrió, sino de comprender cómo eso que ocurrió sigue operando hoy. Como señala Sigmund Freud en Recordar, repetir y reelaborar (1914), la neurosis no se nutre sólo del pasado, sino de su permanencia activa en la vida psíquica actual. Lo que duele, muchas veces, no es lo que pasó, sino el sentido que se cristalizó.
Es en ese espacio intermedio entre lo fijo y lo móvil donde emerge una posibilidad transformadora: resignificar la historia personal sin negar el dolor, pero tampoco glorificarlo como destino. En esa línea se inscribe la cita de mi querido Gabriel Rolón que será el eje de esta reflexión:
“El pasado es un conjunto de hechos inmodificables que han ocurrido hace tiempo. La historia, en cambio, es dinámica. Es una suma de escenas que se modifican según dónde ubiquemos la cámara y cómo dirijamos la luz. A diferencia del pasado, la historia puede ser otra a partir de la resignificación que se haga en el presente de lo vivido en el pasado. […] Es una obviedad decir que el pasado influye en el presente. Sin embargo, no se trata de un camino que tiene una sola dirección. También el presente influye en el pasado. Lo cuestiona, le da un sentido y lo modifica” (La felicidad, 2023).
El pasado como hecho, la historia como narración
Existe una diferencia crucial entre lo que sucedió y lo que se cuenta que sucedió. El pasado, en tanto hecho, es inamovible; pero la historia, como narración, está viva. Cambia con la voz que la relata, con el tiempo que la abraza, con la emoción que la carga. Esta distinción no es sólo filosófica, sino clínica: no es lo mismo haber sido herido que seguir hablando desde la herida. En Más allá del principio del placer (1920), Freud introdujo la idea del trabajo psíquico como una suerte de escritura: la mente no es un registro pasivo, sino una instancia que reescribe, reprime, desplaza. Lo traumático, por ejemplo, puede no estar en el hecho mismo, sino en la imposibilidad de inscribirlo, de narrarlo, de darle lugar. Por eso, en la cura, la elaboración narrativa no es un adorno, sino una vía de transformación.
Cuando una persona empieza a relatar su vida desde un nuevo punto de vista, no niega lo que ocurrió, pero comienza a habitarlo de otro modo. Es ahí donde se abre la posibilidad de una “historia otra”, una en la que el sujeto deja de ser únicamente víctima de lo vivido y pasa a ser autor de su relato. Como sostiene Paul Ricoeur en La memoria, la historia, el olvido (2000): “… recordar es siempre refigurar, reconstruir, recomponer los fragmentos en una unidad que no se da naturalmente”. Entonces, lo que parecía una condena puede convertirse en una pregunta: ¿cómo contar lo que fui desde lo que soy? Y esa pregunta no es menor, porque en ella se juega la dignidad del sujeto que, aun sin negar su pasado, ya no se define exclusivamente por él.
La dirección inversa del tiempo
Decir que el pasado influye en el presente es casi una obviedad. Sin embargo, lo verdaderamente transformador aparece cuando se reconoce que el presente también puede influir en el pasado. No porque los hechos se borren, sino porque su sentido se reviste de otra luz, se vuelve otra cosa a partir de quien somos hoy. Este desplazamiento en la dirección del tiempo psíquico no contradice la cronología, sino que revela su insuficiencia cuando se trata de lo humano. En Psicología de las masas y análisis del yo (1921), Freud deja ver que el yo no es una instancia fija, sino una construcción permanente, en diálogo con lo que fue, lo que es y lo que se espera. Desde ahí, el presente no sólo recuerda, también interpreta.
En el proceso analítico, esta inversión del tiempo se manifiesta con nitidez. Un hecho que durante años fue vivido como humillación puede, desde una nueva posición subjetiva, leerse como el origen de una fuerza, de un límite o de un acto de dignidad. Lo que dolía por incomprensible comienza a ser elaborado desde una mirada más amplia. No se trata de justificar el pasado, sino de comprender el modo en que hoy lo alojamos. Gabriel Rolón lo resume con claridad: “También el presente influye en el pasado. Lo cuestiona, le da un sentido y lo modifica”. En otras palabras, cuando el presente se hace cargo de narrar el pasado, deja de repetirlo. Como señala Jacques Lacan: “No se trata de recordar para recordar, sino para cernir lo real que se insiste” (Seminario XI, 1964). Lo que ayer parecía una marca imborrable, puede hoy volverse materia de una nueva inscripción. La historia personal, entonces, no se borra, pero sí puede reescribirse. Y en esa reescritura no se niega el dolor, pero se le quita el poder de determinarlo todo.
A veces, basta una nueva luz para que lo vivido encuentre otro sentido.
El lugar del analista: luz y cámara
Si la historia puede modificarse según “dónde ubiquemos la cámara y cómo dirijamos la luz”, como afirma Gabriel Rolón, entonces el consultorio analítico se convierte en ese set donde el pasado es filmado nuevamente. No para falsificarlo, sino para mirarlo desde otro ángulo, con otra iluminación. Y en ese escenario, el analista no es director ni guionista, sino acompañante del movimiento que hace posible esa resignificación. El lugar del analista, como bien señaló Lacan, es el de “causar un saber”, no el de imponer uno (Seminario XI, 1964). Su función no es decirle al paciente lo que le pasó, sino propiciar las condiciones para que el sujeto pueda narrar lo vivido con una lógica que antes le era inaccesible. En ese sentido, el analista ayuda a enfocar, a distinguir sombras de formas, a ver más allá del encuadre automático que muchas veces el dolor impone.
Acompañar a alguien en este proceso no significa decirle que todo va a estar bien, ni ofrecer soluciones listas para aplicar. Más bien se trata de estar allí cuando la historia empieza a cambiar de tono, cuando el sujeto se permite volver a mirar con otros ojos y puede, por fin, hacer de su pasado algo narrado y no sólo padecido. Donald Winnicott hablaba del analista como un objeto “suficientemente bueno”, que sostiene sin asfixiar, que presencia sin invadir. Ese sostén es el que permite que la escena se vuelva contable, soportable, incluso transformadora. Como en el teatro o en el cine, no basta con tener la escena: hay que tener también el marco adecuado para verla, una distancia que no sea indiferencia ni fusión. Y allí, en ese juego delicado entre encuadre y enfoque, el analista acompaña no para reconstruir la escena exacta, sino para posibilitar una historia otra: una en la que el sujeto pueda salir de su lugar fijo y emerger como alguien distinto al que entró en el primer acto.
Vivir con historia, no bajo su peso
Cuando el pasado se impone como un peso que paraliza, la vida se convierte en repetición. Lo que fue se vuelve lo que sigue siendo. Sin embargo, cuando ese pasado se vuelve historia narrada, puede convertirse en una plataforma para caminar, y no en una losa que hunde. No se trata de olvidar, sino de recordar de otro modo. En Duelo y melancolía (1917), Freud muestra que el duelo saludable implica un trabajo: el de retirar la libido del objeto perdido para reinvertirla en otras zonas de la vida. Algo semejante ocurre en el trabajo con la historia personal. Lo traumático no desaparece, pero se convierte en experiencia si encuentra una palabra que lo aloje y una mirada que lo humanice. Vivir con historia no significa idealizar lo vivido, ni convertirlo todo en enseñanza. Algunas cosas duelen y dolerán siempre. Pero cuando la herida deja de definir al sujeto y pasa a ser parte de un relato más amplio, la identidad se expande, y con ella, la posibilidad de amar, de crear, de reír y de elegir. Como lo plantea Boris Cyrulnik en Los patitos feos (2001), la resiliencia no es negar el sufrimiento, sino hacer de él una oportunidad de reconstrucción subjetiva.
Quizá ese sea uno de los mayores gestos de libertad psíquica: hablarle al pasado desde la dignidad del presente. No para reescribirlo con falsedad, sino para integrarlo con verdad. Como señala Gabriel Rolón, el presente “cuestiona, le da un sentido y lo modifica”. Y esa modificación no ocurre por arte de magia, sino por el arduo trabajo de decir, de escuchar, de volver a mirar. Al final, no se trata de soltar el pasado, sino de dejar de ser arrastrado por él. Porque sólo cuando se transforma en historia, el pasado puede ser soporte y no condena.
Una historia que sigue escribiéndose
Tal vez nunca podamos liberarnos del todo de lo vivido, pero sí podemos aprender a vivir con ello de otra manera. Esa es, en última instancia, la apuesta del psicoanálisis: no eliminar el dolor, sino transformar su inscripción en la vida de quien lo porta. El sufrimiento no se borra con una frase, pero puede volverse palabra, símbolo, testimonio… puede devenir sentido. En El porvenir de una ilusión (1927), Freud afirma que la cultura y el aparato psíquico han evolucionado no por erradicar el malestar, sino por construir formas de tramitarlo.
El trabajo sobre el pasado no apunta, entonces, a negar la realidad, sino a construir con ella una narración habitable. Una historia que, como toda historia humana, está siempre en proceso de escritura. Quizá el gesto más amoroso hacia uno mismo consista en eso: dejar de contar la vida como tragedia para empezar a narrarla como posibilidad. Y en ese gesto, el pasado, sin desaparecer, se transforma. Ya no es verdugo. Es, simplemente, un capítulo más de una historia que aún sigue escribiéndose.
«Todos los hombres de la Historia que han hecho algo con el futuro tenían los ojos fijos en el pasado».
-G.K. Chesterton
Queridos(as) lectores(as):
Hay momentos en la vida en que el pasado regresa sin haber sido invitado. Aparece en un recuerdo que duele, en una frase que nos toca donde creíamos haber sanado, o en un sueño que nos recuerda que aún hay cuentas pendientes con nosotros mismos. A veces no hace falta que nadie lo mencione: basta una canción, un olor, una mirada… y ahí está de nuevo, reclamando su lugar en la Historia. Desde el diván —ese espacio donde la palabra se atreve a decir lo que el alma calla— hemos aprendido que no todo lo que pesa se debe cargar, y no todo lo vivido debe ser perpetuado tal como fue. Hay una posibilidad más compasiva, más madura, más libre: resignificar.
Este no es un concepto clínico vacío ni una frase de autoayuda. Es un acto profundo, a veces doloroso, casi siempre liberador. Es volver a mirar lo vivido, pero con una nueva luz. No para negarlo. No para justificarlo. Sino para integrarlo. Porque, tal vez, la verdadera libertad no esté en olvidar el pasado… sino en encontrar la manera de reconciliarnos con él. A veces el pasado no se supera: se resignifica.
El peso de lo vivido
Quien llega al diván con el alma desgastada por lo que vivió no viene buscando una pócima del olvido. Viene, sin saberlo quizá, buscando una forma distinta de narrarse. Porque los recuerdos que no encuentran palabras se enquistan, se repiten, se disfrazan de síntomas. La memoria no es un archivo objetivo, sino una construcción viva. Como decía Jorge Luis Borges: “Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos» (El Aleph, 1949) Y sin embargo, podemos mirar esos espejos y decidir qué imagen conservar. El psicoanálisis no cura con recetas ni anula el dolor. Escucha. Acompaña. Y desde esa escucha, permite que el sujeto empiece a descubrir que no es lo mismo recordar que revivir.
Freud, en su texto Recordar, repetir y reelaborar (1914), explica cómo el paciente, al no poder recordar ciertos hechos de su historia, tiende a repetirlos. Pero si esa repetición se nombra, se trabaja, se atraviesa… entonces puede transformarse. Eso es resignificar. San Agustín, en sus Confesiones (397-98), también lo sabía cuando escribió: “No se ha de despreciar el pasado, pues si se convierte en lección, también es maestro». El pasado no desaparece. Pero puede dejar de doler como una herida abierta y convertirse en cicatriz: no menos real, pero mucho más tolerable.
No se trata de borrar
El psicoanálisis no borra lo vivido. No promete eliminar cicatrices ni endulzar lo amargo. Lo que hace —cuando realmente toca el alma— es ayudar a mirar de otro modo. Resignificar no es reescribir la Historia como si lo sucedido nunca hubiera existido. No se trata de anular el sufrimiento ni de crear una versión más amable para consolarse, sino de comprender desde dónde lo miramos hoy. Porque el dolor pasado, si se vuelve palabra, puede dejar de ser prisión. El psiquiatra austriaco, Viktor Frankl, sobreviviente del Holocausto, escribió: “Cuando ya no podemos cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos”. (El hombre en busca de sentido, 1946) Esta es, en esencia, la invitación de resignificar: no negar el pasado, sino decidir quién ser frente a él.
Søren Kierkegaard, desde su mirada existencial y cristiana, afirmaba: “La desesperación es no querer ser uno mismo” (La enfermedad mortal, 1849). Quien vive atado al pasado sin procesarlo cae en esa forma de desesperación: el rechazo de la vida actual en nombre de un yo atrapado en lo que fue. La libertad, decía él, está en aceptar ser el proyecto que se construye día a día, en relación con Dios. Pero claro, no todos creen en Dios, por lo que esto nos hace verlo también de esta manera: aceptar el proyecto que somos, construyéndonos día con día, en relación con nuestro deseo del mañana.
Incluso Albert Camus, tan lúcido en su escepticismo, afirmaba: “El valor de un hombre se mide por la forma en que asume sus sufrimientos” (El hombre rebelde, 1951). No se trata de idealizar el dolor, sino de hacerlo fértil. Porque el sufrimiento que se entiende puede, a veces, convertirse en semilla. Una vida sin memoria no es libertad, es vacío. Pero una memoria trabajada con amor puede volverse raíz. Porque no hay árbol que crezca hacia el cielo sin hundir sus raíces en la tierra… incluso en la tierra que dolió.
A veces, la parte más sabia de nosotros se sienta frente a la más frágil. No para juzgarla, sino para mirarla con compasión.
Mirar con otros ojos
Resignificar el pasado no es romantizarlo ni justificarlo. Es darle sentido. Es atreverse a mirarlo con ojos más compasivos, incluso cuando dolió profundamente. Mirar con compasión no significa excusar lo injustificable, ni endulzar la amargura con frases hechas. Significa reconocer que, desde el lugar donde estamos hoy, podemos ver más lejos, más profundo, y también más humano. Tal vez en el pasado no sabíamos defendernos, no teníamos herramientas, ni palabras… pero ahora sí. Simone Weil, esa pensadora tan luminosa en su austeridad, escribió: “El amor es mirar al otro —y también a uno mismo— como Dios lo haría” (La gravedad y la gracia, 1947). Y es justamente eso lo que empieza a nacer cuando resignificamos: una mirada más misericordiosa, no sólo hacia quienes nos hirieron, sino —sobre todo— hacia nosotros mismos.
Desde el campo psicoanalítico, Carl Gustav Jung decía: “Hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el inconsciente seguirá dirigiendo tu vida y tú lo llamarás destino” (Recuerdos, sueños, pensamientos, 1961). Resignificar es entonces hacer consciente ese guion oculto. Es romper el hechizo de la repetición ciega. Porque mientras no revisemos nuestras heridas, tenderemos a caminar sobre ellas una y otra vez. San Pablo escribe una frase que a menudo parece contradictoria, pero que guarda una verdad profunda: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12, 10). Mirar con otros ojos significa entender que la fragilidad no nos arruina, sino que nos humaniza. Que lo que un día fue quebranto, puede ahora ser fuente de ternura y lucidez.
No se trata de rehacer la historia, sino de habitarla de otro modo. Porque hay heridas que, al ser miradas con amor, dejan de supurar y comienzan a cicatrizar con dignidad. A veces basta una sola frase que nunca pudimos decirnos —“hiciste lo que pudiste”, “no era tu culpa”, “ya no estás en peligro”— para que se abran ventanas nuevas al alma. Y ese, aunque parezca un acto simple, es uno de los gestos más valientes que podemos ofrecernos: vernos de nuevo… y no apartar la mirada.
El giro silencioso
A veces esa resignificación llega con una frase inesperada, con un gesto amable, con una lágrima no contenida. A veces llega cuando uno se permite decir: “Eso me pasó, me dolió, pero no me define”. Y entonces, algo cambia. No afuera. Adentro. En el relato que nos contamos. En la forma en que nos abrazamos después de comprender. Lo verdaderamente transformador rara vez viene con estruendo. El alma no cambia como lo hace un escenario tras el telón, sino como lo hace el amanecer: a tientas, poco a poco, sin pedir permiso. Rainer Maria Rilke lo expresó de forma magistral: “La verdadera patria del hombre es la infancia” (Cartas a un joven poeta, 1929).
Pero a veces esa patria está hecha de ruinas, de silencios largos, de puertas cerradas. Y es ahí donde la terapia, el análisis, o una experiencia profundamente humana, puede abrir una posibilidad insospechada: mirar lo vivido no como cárcel, sino como territorio a explorar. En esos momentos, incluso el dolor encuentra palabras nuevas. La herida ya no es sólo herida: es signo, mapa, origen de una voz más verdadera. Françoise Dolto, psicoanalista francesa y gran defensora de la escucha infantil, decía: “Todo lo que se dice con verdad, sana” (La causa de los niños, 1985). Y es cierto: a veces, al decir lo que callamos tanto tiempo, se nos abren los pulmones. La vida se vuelve más respirable. No porque el pasado cambie, sino porque nosotros dejamos de vivir bajo su sombra constante.
Es curioso cómo el lenguaje puede ser dolor y también salvación. Un simple “te creo”, un “no estás solo(a)”, un “ya no necesitas seguir protegiéndote”… puede dar lugar al milagro discreto de empezar a vivir distinto. Incluso Jesús, en su silencio ante el dolor, enseñó algo fundamental: que no todo se responde, pero todo puede acompañarse. En el Evangelio según san Lucas, los discípulos de Emaús caminan sin esperanza hasta que alguien se les une y los escucha. Sólo después, al partir el pan, lo reconocen (Lc 24, 13-35). La comprensión no vino por una enseñanza teórica, sino por la compañía, el gesto, el pan compartido. Resignificar el pasado es, a menudo, partir ese pan con uno mismo. Decirse: “sí, eso ocurrió… pero ya no tiene por qué tener la última palabra”. Y ahí, en ese gesto interior, comienza el verdadero giro: silencioso, pero real. Humilde, pero irreversible.
Esto le decía a unos amigos el otro día: «Al crecer me di cuenta que el pasado hizo en buena medida posible el presente que sigo trabajando para el mañana».
Amor en lugar de rabia
Resignificar no es olvidar. Es mirar con amor lo que antes mirábamos con rabia o vergüenza. Es abrir la puerta del alma y dejar que entre aire fresco. Y, con suerte, un poco de paz. Hay quienes temen resignificar porque creen que hacerlo es traicionar su dolor. Como si aceptar lo ocurrido significara justificarlo. Pero resignificar no es borrar la memoria: es limpiarle el polvo, cambiarle el marco, y dejar que nos enseñe desde otro lugar. Natalia Ginzburg, con esa sabiduría simple y poderosa que sólo da la vida, escribió: “No se ama a la gente por lo que nos da, sino por lo que nos hace recordar” (Léxico familiar, 1963).
Y sí. El pasado no es sólo un inventario de heridas. También guarda —aunque duela reconocerlo— los gestos que nos formaron, los silencios que nos enseñaron a escuchar, los errores que nos hicieron más humanos. A veces es en lo más triste donde empieza lo verdaderamente tierno. Resignificar es poner al amor donde antes sólo había rabia. No un amor ingenuo, ni indulgente, sino uno que entiende. Que abraza sin justificar, pero sin condenar. Lev Tolstoi escribió en sus Diarios (Entrada del 25 de marzo de 1856): “El verdadero amor comienza cuando no se espera nada a cambio”. Y en ese amor sin exigencia, sin revancha, se halla también el amor por uno mismo: cuando uno deja de exigirse haber sido otro en el pasado, y empieza a cuidarse con ternura en el presente.
Incluso el recuerdo más oscuro, si es trabajado con paciencia, puede transformarse en un faro. No para volver atrás, sino para saber por dónde no volver a pasar… o para ayudar a otros a cruzar. La resignificación es un acto de madurez, pero también de humildad. Implica reconocer que el pasado nos tocó, pero no nos determina por completo. Que aún podemos escribir otras páginas. Que cada día, si queremos, puede ser una carta distinta a lo que fuimos. Y es que ese es el milagro discreto de resignificar: transformar la herida en historia, el error en enseñanza, el duelo en gratitud, y el dolor en posibilidad. Porque al final, no se trata de olvidar el pasado… sino de vivir sin que él nos impida volver a amar la vida.
Querido(a) lector(a), querida alma que resiste en silencio:
No sé quién eres, ni dónde estás, ni qué historia te trajo hasta esta carta. Pero si estás leyendo esto, es probable que el alma te pese más de lo habitual. Que estés pasando por días difíciles. Que los números no den, que la soledad apriete, que los pensamientos no se callen, o que simplemente el cansancio se haya convertido en tu sombra cotidiana. Yo también he estado —estoy— en ese lugar.
Hay días en los que me levanto con fe, con ánimo, con ganas. Y hay otros en los que todo se me viene encima: los temas económicos, las responsabilidades, los dolores que no se curan con analgésicos. A veces siento que hago mucho, y que, sin embargo, no alcanza. Me esfuerzo por mantenerme como psicoanalista, como escritor, como ser humano que aún cree en lo que hace. Y a pesar de todo, hay momentos en que el mundo parece no escuchar. Pero quiero decirte algo importante, algo que me diría a mí mismo si pudiera abrazarme en esas noches largas: ¡estás haciendo más de lo que parece, aunque no se note! Y eso, eso también es una forma de amor.
Tal vez no puedas cambiar todo ahora mismo. Tal vez te falten recursos, compañía, certezas. Tal vez tus padres ya no estén, como los míos. Tal vez no tengas con quién hablar de lo que realmente te pasa. Tal vez te han dicho que tienes que “echarle ganas” como si fuera tan simple. Entonces, déjame ser quien te lo diga con otro tono: no estás solo, no estás sola, aunque la soledad grite fuerte. Hay quienes entendemos lo que significa luchar con el alma cansada. Hay quienes, como tú, han aprendido a amar desde la ternura, aunque a veces la paciencia se agote. Por eso, esta carta no es sólo un consuelo. Es un puente. Desde mi dolor al tuyo. Desde mi esperanza tambaleante a la tuya, que tal vez esta noche necesita una mano para no dejarse caer.
En este punto, quisiera compartir contigo algunas cosas que me han ayudado, con la tierna esperanza de que te puedas dar 15 minutos en tu día para desconectarte del mundo para conectarte contigo mismo(a), con tus emociones, tus sentimientos, tus miedos… tu sombra. ¿Qué te parece ponerte unos audífonos y disfrutar de lo siguiente?
Música que acaricia el alma
Hay piezas que no salvan, pero que acompañan. Que se sienten como una voz que no te exige nada, sólo se sientan contigo. Me tomé la libertad de ayudarte poniendo los links para cada una de ellas. ¡Disfrútalas!
Spiegel im Spiegel– Arvo Pärt (sencilla, minimalista, como una oración sin palabras).
Adagio for Strings – Samuel Barber (para esos días donde necesitas llorar sin pedir permiso).
Clair de Lune – Claude Debussy (una caricia sonora, como un recuerdo bonito en medio del ruido)
Sake de Binks– Kohei Tanaka (One Piece) (dejarnos llevar por los sueños de piratas como los Mugiwara / Sombreros de Paja)
Si puedes, escúchalas con los ojos cerrados. No busques entenderlas. Sólo déjate llevar…
A veces, basta con mantenerse a flote. Y si el mar ruge, que ruja… pero que no nos haga olvidar que seguimos navegando.
Lecturas que sostienen
No, no son fórmulas mágicas. Pero algunas palabras funcionan como bálsamos:
Cartas a un joven poeta – Rainer Maria Rilke (especialmente esa parte donde dice que la tristeza también es una casa que hay que habitar)
Salmo 42 –»¿Por qué te turbas, alma mía?” (un diálogo eterno entre la angustia y la esperanza)
Los hermanos Karamázov – Fiódor Dostoievski (porque incluso los personajes más rotos siguen hablando con Dios desde sus escombros)
Fragmentos de Tío Vanya – Antón Chéjov (donde la resignación y la ternura se dan la mano. “Viviremos, tío Vanya… Viviremos…”)
Pequeños ejercicios que a veces nos salvan del abismo
Escribe algo cada día. Aunque sea una línea. Aunque sea un insulto. Escribe.
Respira de verdad. No esas respiraciones automáticas. Inhala contando 4, detén 4, exhala 6. Hazlo tres veces.
Mira el cielo un minuto. En serio. Como cuando eras niño.
Toma un vaso con agua y hazlo con tiempo y calma. Recuérdate que estás aquí. Que existes. Que eres. Disfrútalo entonces.
Y algo más: el humor
En medio de todo… ríete. De ti, de tus ideas locas, de tus juegos perdidos de Melate. Yo también he apostado con fe, y también he perdido. Pero aún así, sonrío. Porque si algo me enseñó mi madre, es esto: «En vez de contagiar gripe, contagia la risa. Al mundo le hace falta reír». Y si un día te ves riéndote solo(a), contestándote a ti mismo(a)… no te asustes. Yo lo hago seguido. Y a veces, eso es más terapéutico que cualquier sesión.
Querido(a) lector(a), si has llegado hasta aquí, te agradezco. Esta carta no es una despedida. Es una compañía. No sé si mañana estaré mejor, ni si tú lo estarás. Pero en este momento, nos tuvimos. Y eso basta. Cierra los ojos con esta certeza: no todo está perdido. Aunque la vida duela, tú eres más que tu dolor. Y siempre —siempre— hay alguien que, aunque no te vea, piensa en ti con amor.
Un abrazo inmenso desde este espacio, tuyo y mío, con respeto, con ternura y con fe en tu fuerza, ¡porque yo sí creo en ti!
Nos seguimos acompañando.
Héctor Chávez Pérez
P.d. Y si alguna vez te sientes muy perdido(a), vuelve a esta carta. Aquí estaré. Aquí estarás. Porque aunque no nos conozcamos, compartimos la misma tormenta… y el mismo anhelo de encontrar tierra firme.
P.d. ¿Te gustaría hablar? Te puedes analizar conmigo. Escríbeme a psichchp@gmail.com o en Instagram me encuentras como @hchp1. ¡Te espero!
«La contemplación no es evasión, sino presencia absoluta. Es tomarse un momento para decirle sí a lo que es».
-Thomas Merton
Queridos(as) lectores(as):
Siempre decimos que no hay tiempo. Que la vida no da tregua, que los días se nos escapan como agua entre los dedos. Pero cuando finalmente lo hay—cuando se abre un espacio sin obligaciones inmediatas—hacemos todo, menos buscar la paz. Ponemos una serie, revisamos redes, buscamos cualquier distracción que nos aparte de nosotros mismos. Y sin embargo, lo que más anhelamos no es entretenimiento… es reposo. ¿Cuántos de nosotros, cuando tenemos un momento apartados del estudio y del trabajo, lo primero que hacemos es ponernos a platicar con alguien en vez de dedicarnos un tiempo para nosotros mismos?
La paz no llega por accidente. Se cultiva. Como una flor frágil, necesita espacio, silencio, luz. Y sobre todo, voluntad. Porque estar en paz es una decisión. Hace algunos años, y quienes llevan tiempo acompañándome en este lugar de encuentro, recordarán que sostuve una amena plática con un monje budista. Quiero traer a este momento algo que me dijo y que, en buena medida, toca con profunda armonía el tema que estamos tratando: «Un momento de paz en tu día, es un momento que tienes para ser consciente de todo». ¿Cuántas veces vivimos de manera automatizada sin reparar en lo que hacemos? Vivir cada día es vivir en consciencia, porque sucede que a veces hacemos cosas que podríamos hacer de otra manera e, incluso, no habría necesidad alguna de hacerla. En esta época donde la tecnología pareciera que nos está consumiendo, no seamos robots, seamos perfectamente humanos.
Respirar como acto sagrado
El cuerpo sabe cosas que el alma olvida. Basta sentarse en silencio y seguir el vaivén de la respiración. Inhalar como quien recibe. Exhalar como quien entrega. “Presta atención a tu respiración, porque en ella habita tu regreso”, enseñan muchas escuelas de meditación budista. Thich Nhat Hanh, monje zen y poeta, escribió: “La paz está presente en cada paso. Si uno camina en paz, el mundo entero camina en paz» (La paz está en cada paso, 2006). En otros encuentros hemos hablado sobre cómo las personas van a la deriva con la mirada perdida y los pensamientos revoloteando como porcas (cabezas de cerdo con alas de murciélago) en nuestra mente. Mucho ruido y poca claridad: dudas que se vuelven delirios. Tener un momento de paz durante nuestro andar es darnos la oportunidad de «apagar el switch» sobre las cosas que nos preocupan y centrarnos en lo que nos rodea. Pienso, por ejemplo, en las veces en las que tomo el metrobus: me pongo mis audífonos, pongo música tranquila y apropiada, mientras voy «descubriendo» el camino por el que voy. Este no es un ejercicio de evasión. Es el comienzo de la presencia.
>Una práctica simple:
Inhalen en 4 segundos
Retengan 4 segundos
Exhalen en 6 segundos
Descansen 2 segundos
Háganlo 3 ó 4 veces al día. Es una forma de regresar a casa. Y pensamos en lo que Albert Camus decía: “En medio del invierno, descubrí que había en mí un verano invencible» (El verano, 1950).
El ritual en lo cotidiano
Preparar una taza de café puede ser un acto espiritual si se lo vive con atención plena. El sonido del agua, el aroma, el calor entre las manos… todo habla. En ese pequeño ritual, uno se reconcilia con el instante. En un encuentro anterior (Ven, preparemos un mate) les contaba cuando mi mamá me ayudaba a recuperar la paciencia sobre las cosas mientras nos preparábamos un mate. Un ritual tiene un poder simbólico profundo y muy personal que justo nos ayuda a centrarnos, a volvernos al aquí y al ahora. Una paciente me cuenta tiernamente que ella tiene un momento de paz cuando se pone a regar sus plantas cuando regresa a casa después del trabajo: «No sabes, me encanta, voy y les echo agua… ¡y platico con ellas! Les cuento mi día, les hablo con ternura y no sé, me ayuda a sentirme menos estresada».
Vivimos siempre a las carreras que hasta se nos olvida disfrutar de lo que hacemos en el proceso. Una vez, un querido amigo me invitó a tomar un café antes de que le tocara ir a recoger a sus hijos a la escuela. Me llamó la atención que su plática se veía constantemente interrumpida por estar viendo el celular o el reloj. «Perdona, es que no quiero que se me vaya a pasar la hora». Le sugerí que pusiera una alarma quizá unos 15 minutos antes (cabe decir que faltaban como 3 horas para que tuviera que ir por sus hijos). Lo hizo, y eso le ayudó a estar más en la plática… o eso creí. Resulta que mientras me contaba sobre las distintas cosas de su vida y de su trabajo, el bebía su café como si fuera agua. Y ojo aquí: la simplicidad del agua pareciera que nos hace evadir el lujo que es poder tomarla. Hoy hacemos las cosas tan en automático que no reparamos en disfrutarlas.
Mi café me duró fácilmente unos 40 minutos, entre que estaba muy caliente y mi lengua de gato no me permite tomarlo así, y entre que disfrutaba cada sorbo el sabor tan peculiar y delicioso. Mi amigo se tomó el suyo en 10 minutos. ¿Ven a lo que me refiero de la importancia de los rituales en el día a día? Basta un gesto: encender una vela, escribir tres líneas en un diario, tomar un té en silencio, cerrar los ojos y dar gracias. La espiritualidad, en su sentido más amplio, no es otra cosa que aprender a estar presentes con amor en cada gesto, por pequeño que sea. Ya lo decía santa Teresa de Calcuta: “Haz lo ordinario con amor extraordinario» (Donde hay amor, está Dios, 2010).
La oración como brújula
La tradición católica no excluye el silencio. Muy al contrario, lo necesita. “Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que ve en lo secreto” (Mt 6,6). En la oración aprendemos a decir nuestras inquietudes sin pretender dominarlas. A veces basta una súplica: “Señor, que vea” (Mc 10,51). Ver lo que sentimos. Ver lo que evitamos. Ver lo que necesitamos. Como decía Simone Weil, tan cercana a la mística como al sufrimiento humano: “La atención, tomada en su forma más elevada, es la oración» (A la espera de Dios, 1996). La oración es también una forma de reordenar lo disperso. Cuando el creyente entra en oración, lo que hace antes de cualquier cosa es centrar su atención en su corazón. ¿Qué me duele? ¿Qué me preocupa? ¿Qué me da tanta alegría? Etc. Eso es ser conscientes de nuestros sentimientos y cómo reaccionamos ante ellos. Muchas veces nos damos cuenta que lo que tanto nos puede estar afligiendo, en realidad no depende de nosotros, no está en nuestras manos. ¡Y cuánto nos agobia! Esa consciencia de lo que sucede nos ayuda a hacernos responsables de lo que nos toca, de lo que podemos hacer, y dejar el resto en manos de Dios (o simplemente que pasen como tengan que pasar).
Desde la tradición católica ortodoxa llega una de las formas más bellas de oración contemplativa: la Oración del corazón, también conocida como la Oración de Jesús: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Se repite con cada respiración, permitiendo que el ritmo del cuerpo acompañe el alma. No es una súplica desesperada, sino una invocación constante de presencia amorosa. “Baja con la mente al corazón y permanece allí, frente al Señor”, decía san Teófano «el Recluso». Es una forma de unificar pensamiento, cuerpo y espíritu en un mismo gesto de humildad y entrega.
Incluso contemplar la naturaleza es desconectarse del caos, conectándonos al mismo tiempo al resto de la vida.
La paz no es negación
No buscamos “positividad tóxica” ni forzar la calma. Buscamos la paz real: esa que nace de enfrentar la vida como es, sin adornos ni máscaras. Marco Aurelio, emperador romano estoico, escribió en sus Meditaciones: “La felicidad de tu vida depende de la calidad de tus pensamientos”. Y añadía: “No dejes que tu mente divague lejos de ti”. Pensemos por un momento lo siguiente: ¿cuántas veces nos preocupamos por cosas que poco o nada tienen que ver con nosotros? De acuerdo, no se trata de ser indiferente, pero tampoco se trata de hacer que todo gire alrededor nuestro. Una amiga me decía que no podía dormir porque le angustiaba mucho el tema de los pasados incendios en Los Ángeles. Pensaba en la pobre gente que había perdido todo, en quienes murieron, etc. ¡Y qué alegría que haya quienes se les conmueva todavía el corazón por la desgracia ajena! Sin embargo, ¿ella podía hacer algo desde la Ciudad de México para ayudar a las personas allá? Claro que sí, podía estar al pendiente de campañas oficiales de apoyo económico, poder llevar despensas a los centros de acopio, ofrecerse como voluntaria… y ya. De ahí en fuera, no había más que hacer.
No se trata de apagar el mundo, sino de aprender a habitarlo sin ser arrastrados por él. Hay que entender que hay cosas que nos corresponden y otras que no, que tal vez podamos hacer algo y a veces no podamos hacer nada. Pero de ahí a que la frustración generada domine nuestras vidas al punto de quitarnos el sueño, de arrebatarnos la paz y demás, es algo que no permite que tengamos ni un momento de paz por mucho que lo busquemos. No se trata de negar la vida, sino de aceptarla, tal y como es. Habrá que ver qué se puede hacer, si es que se puede hacer algo y si es que tenemos los medios o los recursos para hacerlo. No todo depende de nosotros. Aprendamos a perderle el protagonismo innecesario a la vida que no es nuestra. Aceptar que no podemos con todo también es un acto de fe. La humildad de saberse limitado es el principio de la verdadera paz.
Ascética cotidiana, no heroica
La paz no es para los monasterios únicamente. Está disponible para quien decide, por un momento, no dejarse llevar por el automatismo. Encender una vela. Escuchar música con los ojos cerrados. Leer un Salmo. Repetir un versículo. Respirar con consciencia. Dar gracias por lo que se tiene (y por lo que no). Todo eso es una forma de ascesis: no de castigo, sino de afinamiento del alma. Evagrio Póntico, uno de los padres del desierto, escribió: “Si eres auténtico en lo poco, serás auténtico en lo grande. La paz comienza en lo simple» (Tratados ascéticos, 2013). Quizá el mayor acto de amor por uno mismo no sea cambiar de vida. Tal vez, sea cambiar la forma de habitarla. Regalarse un instante cada día donde el alma, al fin, pueda sentarse y decir: “aquí estoy». Porque la paz no es ausencia de conflicto. Es presencia real. Es la presencia nuestra en nuestra vida. Y esa… comienza hoy. Tal vez no necesitamos cambiar de ciudad, de trabajo o de vida. Tal vez necesitamos cambiar de ritmo, de gesto, de silencio.
5 minutos para el alma
Siempre hay tiempo, lo que falta es querer tomarlo y aprovecharlo. Todos tenemos incontables cosas que hacer a lo largo del día, cosas que nos preocupan, que nos tienen en constante vigilia. Definitivamente no podemos hacer mucho al respecto. Pero todos, también, tenemos tiempo para hacer otras cosas en el proceso diario. Si tenemos, por ejemplo, 5 minutos entre hora y hora, podemos aprovecharlos para levantarnos a estirarnos, mojarnos la cara, salir a tomar aire fresco, un poco de sol, prepararnos una rica bebida fría, escribirle un mensaje a un ser querido (pero esto último no debe ser lo primero). Porque esos 5 minutos son nuestros. Cuando los dedicamos a alguien más, los perdemos. Porque nos dedicamos al otro, no a nosotros mismos. Y no caigamos en el autoengaño simplón: «Es que es lo que yo decido hacer con mi tiempo». Porque en realidad se trata de algo más preocupante: NO SABER ESTAR SOLOS. NO SABER ESTAR CON NOSOTROS MISMOS.
Y esto último lo reforzamos con una cosa que decía el P. Henri Nouwen: “Cuando te sientes en silencio contigo mismo, estás orando. Aunque no digas nada».
Te escribo a ti, que conoces el peso de la soledad después de haberlo dado todo. A ti, que aprendiste que el amor no siempre se corresponde con la misma intensidad con la que lo entregamos. Vivimos tiempos extraños, tiempos en los que el amor parece ser un riesgo y la indiferencia un escudo. Tiempos donde los corazones se han vuelto cautelosos, donde muchos prefieren esconderse detrás del cinismo antes que arriesgarse a sentir. En este mundo, abundan las historias de personas que amaron demasiado y fueron dejadas atrás, de quienes construyeron castillos en el aire sólo para verlos derrumbarse con una despedida. Y también están aquellos que, sin darse cuenta, han aprendido a amar de una manera egoísta, como si el mundo les debiera todo, sin estar dispuestos a dar nada a cambio.
Te escribo a ti, que te duele haber escrito poemas que nunca serán leídos. Te escribo a ti, que esperaste una llamada que nunca llegó. A ti, que guardaste con ternura un regalo que nunca tuviste la oportunidad de dar. A ti, que fuiste refugio para alguien que, una vez sanado, siguió su camino sin mirar atrás. A ti, que te dormiste con el celular en la mano, esperando un mensaje que nunca apareció. A ti, que bajaste el volumen de tu amor para no incomodar a quien nunca tuvo la intención de escucharlo. A ti, que abrazaste a quien jamás supo sostenerte.
No te escribo para abrir más la herida, sino para recordarte que no estás solo(a). Para decirte que tu amor no fue en vano, que no fuiste ingenuo(a) por creer, ni débil por esperar. No es un fracaso haber amado con sinceridad en un mundo que muchas veces no sabe qué hacer con lo auténtico. Sé que el dolor te ha hecho preguntarte si vale la pena volver a intentarlo, si es mejor aprender a no esperar nada de nadie. Pero no dejes que la tristeza te convenza de que amar es un error. No te castigues con la indiferencia sólo porque otros no supieron valorarte. No te pierdas en tu tragedia. No te conviertas en alguien que deja de sentir por miedo a volver a sufrir. No permitas que el amor que llevas dentro se marchite por culpa de quienes no supieron verlo. El amor no debería ser un sacrificio perpetuo, ni un juego de pérdidas. El amor es lo que nos hace humanos, lo que nos da sentido, lo que nos permite ver la belleza incluso en medio del caos.
Así que sigue adelante. No con prisa, no con la urgencia de encontrar a alguien más, sino con la certeza de que mereces un amor que te encuentre en tu verdad. Un amor que no exija que te conviertas en otra persona, que no te haga sentir que eres demasiado o que no eres suficiente. Abraza la esperanza de amores cada vez más dignos. Amores que no sólo duelan, sino que sanen. Amores que no sólo sean promesas, sino presencias. Amores que no sólo existan en la nostalgia, sino en la realidad.
Sé que en este momento puede parecer imposible. Sé que te preguntas si realmente es posible amar sin perder, sin sufrir, sin entregarse hasta quedarse vacío. Sé que has visto tantas historias rotas que llegaste a creer que el amor sólo es un preludio del dolor. Pero no. El amor no es sólo lo que se pierde. También es lo que se transforma. Es el eco de lo que un día entregaste y que, aunque no haya sido correspondido como esperabas, dejó huella en el mundo. Es la semilla que sigue creciendo, aunque no la veas. No pienses que fuiste ingenuo(a) por haber creído, ni que el dolor es prueba de tu fracaso. Amar nunca ha sido una garantía de reciprocidad, pero sí es la prueba más hermosa de que estamos vivos, de que no hemos renunciado a nuestra humanidad.
No te aferres a la tristeza. No creas que el amor es un enemigo sólo porque alguien más no supo cómo recibir el tuyo. No te conviertas en alguien que huye del amor sólo porque alguna vez lo perdió. Mereces ser amado(a) con la misma ternura con la que amas. Mereces ser elegido(a), no como opción, sino como certeza. Mereces un amor que no te haga preguntarte cada día si serás suficiente. Y ese amor llegará. Tal vez no como lo imaginaste, no en la forma ni en el tiempo que esperabas. Tal vez no con la persona a la que una vez esperaste con ansias. Pero llegará. Porque el amor, cuando es real, encuentra caminos inesperados.
Cuando llegue, no lo mires con la desconfianza de quien ha sido herido, sino con la gratitud de quien sigue creyendo. No lo pongas a prueba como si fuera un enemigo, sino abrázalo con la sabiduría de quien ha aprendido que la vida siempre da segundas oportunidades a los corazones valientes. Y si aún sientes que el amor está lejos, recuerda esto: el amor no sólo se encuentra en los brazos de alguien más. Está en la amistad que nunca te ha fallado. En el café que te reconforta en una mañana difícil. En la música que te salva del silencio. En las palabras que lees y que parecen hablarte a ti. El amor está en todas partes, incluso ahora, incluso en este momento en que piensas que te ha abandonado.
Así que no cierres tu corazón. No te conviertas en alguien que no reconoce el amor cuando llega. No dejes que una historia triste te haga olvidar todas las historias hermosas que aún están por escribirse. Porque un día, sin esperarlo, volverás a amar. Y esta vez, no será una tragedia. Será todo lo que siempre mereciste.
Con cariño,
Héctor Chávez Pérez
P.D. Sé que duele. Sé que a veces parece que el amor es sólo una herida que no deja de abrirse. Pero ven aquí, acércate… deja que te seque las lágrimas. Respira. Estás aquí, sigues aquí, y eso significa que aún hay amor esperándote en algún rincón del mundo. No te desesperes. El amor no ha terminado contigo. Sólo está tomando un camino distinto para encontrarte. Te amo, no lo olvides.
Decir las cosas por su nombre es un acto de poder, de claridad y, sobre todo, de libertad. Sin embargo, nos han enseñado que hacerlo es peligroso, que es mejor suavizar, justificar y encontrar explicaciones interminables para quienes no nos valoran, para quienes se escudan en su sufrimiento como excusa para dañar, para quienes han hecho del chantaje emocional su única herramienta de relación. Pero no. No todo se justifica. No todo es comprensible ni digno de ser soportado. Y sobre todo: no es nuestra responsabilidad cargar con la inmadurez emocional de otros.
Freud hablaba de la necesidad de hacer consciente lo inconsciente para poder sanar. «Las emociones reprimidas nunca mueren. Son enterradas vivas y salen a la luz de las peores maneras», nos advierte en Estudios sobre la histeria (1895). Cuántas veces hemos justificado a quien nos lastima, creyendo que su dolor es excusa para el daño que causan. Sin embargo, como decía Carl Jung: «Hasta que no hagas consciente lo que llevas en tu inconsciente, éste dirigirá tu vida y lo llamarás destino» (Memorias, sueños, reflexiones, 1962). No podemos vivir en la negación ni en la constante justificación del otro a costa de nuestra paz.
Para lo que no estamos
Jacques Lacan nos recordaba que el lenguaje nos estructura, que es en la palabra donde se definen nuestras posibilidades y también nuestras cadenas. «El inconsciente está estructurado como un lenguaje» (Escritos, 1966). Entonces, llamemos las cosas por su nombre: si alguien no nos valora, no nos respeta y nos manipula con victimismos, no está mostrando fragilidad, está ejerciendo control. Y nosotros, en nuestra buena voluntad, en nuestra paciencia mal entendida, hemos sido partícipes de esa farsa. Fiódor Dostoievski nos mostró en sus personajes cómo la culpa y el martirio pueden volverse una adicción. En Los hermanos Karamázov (1880), escribe: «Cada uno de nosotros es culpable ante todos y por todo». Pero esto no significa cargar con las culpas de los demás. Cuántas veces hemos tolerado lo intolerable por no querer ser «malos», por miedo a ser los verdugos en una historia que ya nos ha victimizado antes. Pero una verdad es innegable: no estamos aquí para ser el vertedero emocional de nadie. No estamos para justificar, entender y soportar a quien se niega a crecer.
Rollo May decía que la libertad no es un derecho, sino una conquista. «La verdadera libertad no es la ausencia de restricciones, sino la capacidad de elegir nuestras restricciones», afirmaba en El dilema del hombre (1958). En otras palabras: hay que saber elegir nuestras batallas. La angustia de elegir conlleva responsabilidad, y hay quienes prefieren manipular antes que asumir su propio destino. Kierkegaard, en El concepto de la angustia (1844), complementaba esta idea al afirmar: «La ansiedad es el vértigo de la libertad». No seremos libres hasta que aprendamos a soltar lo que nos daña sin culpa, sin miedo y sin la absurda esperanza de que algún día cambiarán. No se cambia a quien no quiere cambiar. Y aquí está el verdadero dilema: ¿estamos dispuestos a seguir cargando con lo que no nos corresponde o vamos, de una vez, a tomar nuestra vida en nuestras manos?
Seamos coherentes
Hay que saber nombrar las cosas. Lo injusto es injusto, el abuso es abuso, la manipulación es manipulación. Y ningún disfraz de «pobrecito yo» lo hará diferente. Simone de Beauvoir decía: «No olvides nunca que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres sean cuestionados. Estos derechos nunca son adquiridos. Debes permanecer vigilante toda tu vida» (El segundo sexo, 1949). Pero no aplica sólo con mujeres, sino con los hombres también. Y lo estamos viendo cabalmente hoy en día: se hace menos a unos por hacer más a otros. Esto termina siendo la dictadura del malestar. Lo mismo podemos decir de nuestros límites personales: si no los defendemos, otros los cruzarán sin dudarlo. No hay conquista sin vigilancia, ni respeto sin exigencia.
En la mañana hablaba con un querido amigo y me contaba sobre los tratos que ha recibido recientemente por parte de una persona. Luego, mi tía Maru de 87 años, cuando le hablé para saludarla temprano, me empezó a decir que una persona cercana a mi familia desde hace años, le habla para contarle sus problemas. ¿Qué tienen que ver mi amigo y mi tía? Simple: ambos hablan con un nudo en el corazón causado por una persona que les ha tratado mal a pesar de la relación que han tenido. Justamente estoy dedicando esta entrada a mi amigo y a quienes la necesiten. Respecto a mi tía, cuando me contaba, la interrumpí y le dije tajantemente: «Perdóname, pero no me interesan los problemas de alguien que no es capaz de preocuparse por los nuestros». Insisto en algo que ya dije: no estamos aquí para ser el vertedero emocional de nadie. Amor con amor, indiferencia con indiferencia. Y no, no es pecado ni nada de eso, es abrazar nuestra dignidad.
Nombrar es liberar
Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), escribió: «El único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio». Pero no sólo el suicidio literal: también el emocional. Cuántas veces nos matamos en pequeñas dosis, aceptando dinámicas que nos desgastan, que nos hacen sentir indignos de algo mejor. Pero la existencia nos exige rebelarnos ante eso, elegir lo que nos nutre, lo que nos dignifica. No podemos ir por la vida callando el dolor que nos provocan los tratos de personas que al primer reclamo se escudan y nos atacan de poco empáticos, de que no los entendemos, de que no sabemos lo que ellos viven. Pregunta: ¿no es curioso cómo reflejan sus carencias en los demás? Claro, porque es muy fácil exigir en vez de dar. Y eso ya estuvo bien. Hay gente fantástica en este mundo, ¿por qué empeñarnos a estar con personas que sólo ofrecen malestar? ¿Pobres? ¿Y nosotros no o cómo funciona esto? Todos tenemos que ser responsables de nuestras vidas, y no cargarle el peso de nuestra frustración al otro, por muy amable que sea. No confundamos amabilidad con pendejismo.
Quien nos ama, nos trata con dignidad. Quien nos valora, nos respeta. Quien nos quiere en su vida, hace el esfuerzo de mantenerse en ella sin chantajes. Si no es así, entonces no lo llamemos amor, porque no lo es. Como decía Erich Fromm en El arte de amar (1956): «El amor inmaduro dice: ‘Te amo porque te necesito’. El amor maduro dice: ‘Te necesito porque te amo'». Y el amor maduro no somete, no mendiga, no manipula: libera. Es en verdad momento de forzar el lenguaje, de pretender que las cosas pasarán sin el mínimo esfuerzo, de hablar sobre cosas inexistentes. Se puede amar y ayudar, pero cuando eso no se valora, se puede seguir amando pero ya no estando. No hay cosa más importante que la dignidad de cada uno de nosotros. Recordemos a San Juan Pablo II: «No hay amor verdadero sin respeto por la dignidad de la persona. Quien ama de verdad no puede humillar, manipular o someter a la persona amada» (Familiaris Consortio, 1981). No atentemos contra e lenguaje y usémoslo adecuadamente.
Y sí, estoy en verdad molesto… ¿para qué decir que no?