Adolescencia: ecos de una herida

«La adolescencia es una enfermedad… una enfermedad normal, por la que la mayoría sobrevive».

-Donald Winnicott

Queridos(as) lectores(as):

En estos días estuve viendo la mini serie de Netflix, Adolescence (2025), que ha estado haciendo mucho ruido. La adolescencia es un territorio inestable. Una frontera entre el ya no y el todavía no. Un cuerpo que cambia, una mente que se acelera, una identidad que tantea. En esa tierra movediza, la escucha adulta suele llegar tarde o no llegar en absoluto. Adolescence, no sólo retrata este proceso con crudeza, sino que nos enfrenta a una verdad incómoda: los adultos no estamos escuchando. Aunque no es mi intención spoilearles la serie, si no la han visto y pretenden hacerlo, mejor dejen esta lectura para después.

Hoy, los adolescentes no sólo habitan el mundo físico. Viven también en uno paralelo, digital, complejo y hostil. Uno en el que los emojis tienen significados que los adultos desconocen, donde una historia de Instagram puede significar una súplica o una despedida, y donde la popularidad es tan frágil como el estado emocional del que la busca. Y sin embargo, muchos padres, educadores y cuidadores siguen sin saber qué significan ciertos emojis o dinámicas de interacción que, en la subjetividad adolescente, son tan reales como los golpes.

Acciones y silencios

Como bien señala el filósofo alemán, Byung-Chul Han, en La sociedad de la transparencia (2012), «La exposición total destruye la confianza y disuelve el alma», es decir, la exposición permanente ha suplantado el espacio del secreto, del misterio, de la formación interna. En las redes, el adolescente no sólo se muestra: se inventa, se transforma, se idealiza y se deshace. Sin una brújula afectiva que lo sostenga, se pierde entre la imagen que proyecta y la identidad que no logra construir. La serie nos muestra a un adolescente, Jamie Miller (brillantemente interpretado por Owen Cooper, quien de hecho debuta como actor), que no pide ayuda con palabras, pero grita con actos. Y es que, como afirma el psicoanalista inglés, Donald Winnicott, «El acting out puede ser una manera desesperada del niño o adolescente de mostrar lo que no puede decir» (Realidad y juego, 1971), en otras palabras, es una manera de poner en el escenario algo que no pudo ser simbolizado. El adolescente se autolesiona, miente, se escapa, pero en el fondo lo que hace es intentar sobrevivir a un dolor que no sabe nombrar.

En contraste, la figura de la trabajadora social o psicóloga, Briony Ariston (Erin Doherty, cuya actuación también es magnífica) representa lo mejor del deseo de escucha: alguien que no juzga, que sostiene, que intenta comprender. Pero también nos recuerda que no basta el deseo de ayudar: se necesita un sistema que acompañe, que no abandone. En ella vemos la tensión entre el cuidado y la impotencia institucional, entre la vocación y el límite real. Uno de los momentos más conmovedores de la serie es cuando el padre, Eddie Miller (interpretación magistral de Stephen Graham) se quiebra. Hasta entonces, ha sido una figura funcional, autoritaria, práctica. Pero cuando la tragedia lo alcanza, se derrumba como cualquier ser humano que ha amado sin saber cómo, que ha querido estar presente y ha fallado. Porque también hay que decirlo: muchos padres están rotos. Y no porque no amen a sus hijos, sino porque ellos mismos no fueron escuchados cuando más lo necesitaban. De hecho, en un diálogo íntimo con su esposa, Manda Miller (Christine Tremarco), él le dice que cuando era niño, su padre lo golpeaba y maltrataba a la menor provocación, por lo que juró nunca ser así con sus hijos.

Significados ocultos

El psicoanálisis nos invita a mirar más allá del síntoma. A escuchar lo que se dice cuando parece que no se dice nada. Y la adolescencia es, quizás, uno de los momentos donde esto se vuelve más urgente. Porque ahí donde el adulto ve “drama”, muchas veces hay trauma. Donde ve pereza, hay depresión. Donde ve rebeldía, hay desamparo. Como decía Jacques Lacan, «La verdad sólo puede ser dicha a medias. Y su estructura es la de una ficción» (Seminario 7: La ética del psicoanálisis, 1959-1960), y en la adolescencia esa ficción se escribe con lágrimas invisibles. No se trata de sobreproteger. Tampoco de criminalizar. Se trata de acompañar. De comprender que una madre o un padre no tiene que saberlo todo, pero sí debe estar ahí, dispuesto a preguntar, a aprender, a escuchar con humildad.

Incluso admito que han salido varias cosas que no tenía mucha o más bien, nula, información. Por ejemplo, el tema de lo que significan los emojis de corazones. Uno pensaría que simbolizan «amor, cariño, ternura, etc.», sin embargo no es así. Depende del color: rojo (amor), morado (deseo sexual), amarillo (interés mutuo), rosa (atracción sin intención sexual), naranja (todo estará bien). Y uno mandando corazones a diestra y siniestra… Que esta serie nos sirva, no para sentir culpa, sino para abrir los ojos. Para darnos cuenta de que los signos están ahí, pero nadie los traduce. Que el dolor adolescente necesita adultos informados, sensibles, presentes. Que los emojis importan, sí. Pero más aún, los abrazos. Los silencios compartidos. Las preguntas sin juicio. Y esa frase que muchas veces puede salvar una vida: «Estoy aquí. Puedes contar conmigo. No necesitas fingir».

Carta a los amores trágicos

Querido(a) lector(a):

Te escribo a ti, que conoces el peso de la soledad después de haberlo dado todo. A ti, que aprendiste que el amor no siempre se corresponde con la misma intensidad con la que lo entregamos. Vivimos tiempos extraños, tiempos en los que el amor parece ser un riesgo y la indiferencia un escudo. Tiempos donde los corazones se han vuelto cautelosos, donde muchos prefieren esconderse detrás del cinismo antes que arriesgarse a sentir. En este mundo, abundan las historias de personas que amaron demasiado y fueron dejadas atrás, de quienes construyeron castillos en el aire sólo para verlos derrumbarse con una despedida. Y también están aquellos que, sin darse cuenta, han aprendido a amar de una manera egoísta, como si el mundo les debiera todo, sin estar dispuestos a dar nada a cambio.

Te escribo a ti, que te duele haber escrito poemas que nunca serán leídos. Te escribo a ti, que esperaste una llamada que nunca llegó. A ti, que guardaste con ternura un regalo que nunca tuviste la oportunidad de dar. A ti, que fuiste refugio para alguien que, una vez sanado, siguió su camino sin mirar atrás. A ti, que te dormiste con el celular en la mano, esperando un mensaje que nunca apareció. A ti, que bajaste el volumen de tu amor para no incomodar a quien nunca tuvo la intención de escucharlo. A ti, que abrazaste a quien jamás supo sostenerte.

No te escribo para abrir más la herida, sino para recordarte que no estás solo(a). Para decirte que tu amor no fue en vano, que no fuiste ingenuo(a) por creer, ni débil por esperar. No es un fracaso haber amado con sinceridad en un mundo que muchas veces no sabe qué hacer con lo auténtico. Sé que el dolor te ha hecho preguntarte si vale la pena volver a intentarlo, si es mejor aprender a no esperar nada de nadie. Pero no dejes que la tristeza te convenza de que amar es un error. No te castigues con la indiferencia sólo porque otros no supieron valorarte. No te pierdas en tu tragedia. No te conviertas en alguien que deja de sentir por miedo a volver a sufrir. No permitas que el amor que llevas dentro se marchite por culpa de quienes no supieron verlo. El amor no debería ser un sacrificio perpetuo, ni un juego de pérdidas. El amor es lo que nos hace humanos, lo que nos da sentido, lo que nos permite ver la belleza incluso en medio del caos.

Así que sigue adelante. No con prisa, no con la urgencia de encontrar a alguien más, sino con la certeza de que mereces un amor que te encuentre en tu verdad. Un amor que no exija que te conviertas en otra persona, que no te haga sentir que eres demasiado o que no eres suficiente. Abraza la esperanza de amores cada vez más dignos. Amores que no sólo duelan, sino que sanen. Amores que no sólo sean promesas, sino presencias. Amores que no sólo existan en la nostalgia, sino en la realidad.

Sé que en este momento puede parecer imposible. Sé que te preguntas si realmente es posible amar sin perder, sin sufrir, sin entregarse hasta quedarse vacío. Sé que has visto tantas historias rotas que llegaste a creer que el amor sólo es un preludio del dolor. Pero no. El amor no es sólo lo que se pierde. También es lo que se transforma. Es el eco de lo que un día entregaste y que, aunque no haya sido correspondido como esperabas, dejó huella en el mundo. Es la semilla que sigue creciendo, aunque no la veas. No pienses que fuiste ingenuo(a) por haber creído, ni que el dolor es prueba de tu fracaso. Amar nunca ha sido una garantía de reciprocidad, pero sí es la prueba más hermosa de que estamos vivos, de que no hemos renunciado a nuestra humanidad.

No te aferres a la tristeza. No creas que el amor es un enemigo sólo porque alguien más no supo cómo recibir el tuyo. No te conviertas en alguien que huye del amor sólo porque alguna vez lo perdió. Mereces ser amado(a) con la misma ternura con la que amas. Mereces ser elegido(a), no como opción, sino como certeza. Mereces un amor que no te haga preguntarte cada día si serás suficiente. Y ese amor llegará. Tal vez no como lo imaginaste, no en la forma ni en el tiempo que esperabas. Tal vez no con la persona a la que una vez esperaste con ansias. Pero llegará. Porque el amor, cuando es real, encuentra caminos inesperados.

Cuando llegue, no lo mires con la desconfianza de quien ha sido herido, sino con la gratitud de quien sigue creyendo. No lo pongas a prueba como si fuera un enemigo, sino abrázalo con la sabiduría de quien ha aprendido que la vida siempre da segundas oportunidades a los corazones valientes. Y si aún sientes que el amor está lejos, recuerda esto: el amor no sólo se encuentra en los brazos de alguien más. Está en la amistad que nunca te ha fallado. En el café que te reconforta en una mañana difícil. En la música que te salva del silencio. En las palabras que lees y que parecen hablarte a ti. El amor está en todas partes, incluso ahora, incluso en este momento en que piensas que te ha abandonado.

Así que no cierres tu corazón. No te conviertas en alguien que no reconoce el amor cuando llega. No dejes que una historia triste te haga olvidar todas las historias hermosas que aún están por escribirse. Porque un día, sin esperarlo, volverás a amar. Y esta vez, no será una tragedia. Será todo lo que siempre mereciste.

Con cariño,

Héctor Chávez Pérez

P.D. Sé que duele. Sé que a veces parece que el amor es sólo una herida que no deja de abrirse. Pero ven aquí, acércate… deja que te seque las lágrimas. Respira. Estás aquí, sigues aquí, y eso significa que aún hay amor esperándote en algún rincón del mundo. No te desesperes. El amor no ha terminado contigo. Sólo está tomando un camino distinto para encontrarte. Te amo, no lo olvides.

Atreverse a nombrar las cosas

«Dos medias verdades no hacen una verdad»

-Eduard Douwes Dekker

Queridos(as) lectores(as):

Decir las cosas por su nombre es un acto de poder, de claridad y, sobre todo, de libertad. Sin embargo, nos han enseñado que hacerlo es peligroso, que es mejor suavizar, justificar y encontrar explicaciones interminables para quienes no nos valoran, para quienes se escudan en su sufrimiento como excusa para dañar, para quienes han hecho del chantaje emocional su única herramienta de relación. Pero no. No todo se justifica. No todo es comprensible ni digno de ser soportado. Y sobre todo: no es nuestra responsabilidad cargar con la inmadurez emocional de otros.

Freud hablaba de la necesidad de hacer consciente lo inconsciente para poder sanar. «Las emociones reprimidas nunca mueren. Son enterradas vivas y salen a la luz de las peores maneras», nos advierte en Estudios sobre la histeria (1895). Cuántas veces hemos justificado a quien nos lastima, creyendo que su dolor es excusa para el daño que causan. Sin embargo, como decía Carl Jung: «Hasta que no hagas consciente lo que llevas en tu inconsciente, éste dirigirá tu vida y lo llamarás destino» (Memorias, sueños, reflexiones, 1962). No podemos vivir en la negación ni en la constante justificación del otro a costa de nuestra paz.

Para lo que no estamos

Jacques Lacan nos recordaba que el lenguaje nos estructura, que es en la palabra donde se definen nuestras posibilidades y también nuestras cadenas. «El inconsciente está estructurado como un lenguaje» (Escritos, 1966). Entonces, llamemos las cosas por su nombre: si alguien no nos valora, no nos respeta y nos manipula con victimismos, no está mostrando fragilidad, está ejerciendo control. Y nosotros, en nuestra buena voluntad, en nuestra paciencia mal entendida, hemos sido partícipes de esa farsa. Fiódor Dostoievski nos mostró en sus personajes cómo la culpa y el martirio pueden volverse una adicción. En Los hermanos Karamázov (1880), escribe: «Cada uno de nosotros es culpable ante todos y por todo». Pero esto no significa cargar con las culpas de los demás. Cuántas veces hemos tolerado lo intolerable por no querer ser «malos», por miedo a ser los verdugos en una historia que ya nos ha victimizado antes. Pero una verdad es innegable: no estamos aquí para ser el vertedero emocional de nadie. No estamos para justificar, entender y soportar a quien se niega a crecer.

Rollo May decía que la libertad no es un derecho, sino una conquista. «La verdadera libertad no es la ausencia de restricciones, sino la capacidad de elegir nuestras restricciones», afirmaba en El dilema del hombre (1958). En otras palabras: hay que saber elegir nuestras batallas. La angustia de elegir conlleva responsabilidad, y hay quienes prefieren manipular antes que asumir su propio destino. Kierkegaard, en El concepto de la angustia (1844), complementaba esta idea al afirmar: «La ansiedad es el vértigo de la libertad». No seremos libres hasta que aprendamos a soltar lo que nos daña sin culpa, sin miedo y sin la absurda esperanza de que algún día cambiarán. No se cambia a quien no quiere cambiar. Y aquí está el verdadero dilema: ¿estamos dispuestos a seguir cargando con lo que no nos corresponde o vamos, de una vez, a tomar nuestra vida en nuestras manos?

Seamos coherentes

Hay que saber nombrar las cosas. Lo injusto es injusto, el abuso es abuso, la manipulación es manipulación. Y ningún disfraz de «pobrecito yo» lo hará diferente. Simone de Beauvoir decía: «No olvides nunca que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres sean cuestionados. Estos derechos nunca son adquiridos. Debes permanecer vigilante toda tu vida» (El segundo sexo, 1949). Pero no aplica sólo con mujeres, sino con los hombres también. Y lo estamos viendo cabalmente hoy en día: se hace menos a unos por hacer más a otros. Esto termina siendo la dictadura del malestar. Lo mismo podemos decir de nuestros límites personales: si no los defendemos, otros los cruzarán sin dudarlo. No hay conquista sin vigilancia, ni respeto sin exigencia.

En la mañana hablaba con un querido amigo y me contaba sobre los tratos que ha recibido recientemente por parte de una persona. Luego, mi tía Maru de 87 años, cuando le hablé para saludarla temprano, me empezó a decir que una persona cercana a mi familia desde hace años, le habla para contarle sus problemas. ¿Qué tienen que ver mi amigo y mi tía? Simple: ambos hablan con un nudo en el corazón causado por una persona que les ha tratado mal a pesar de la relación que han tenido. Justamente estoy dedicando esta entrada a mi amigo y a quienes la necesiten. Respecto a mi tía, cuando me contaba, la interrumpí y le dije tajantemente: «Perdóname, pero no me interesan los problemas de alguien que no es capaz de preocuparse por los nuestros». Insisto en algo que ya dije: no estamos aquí para ser el vertedero emocional de nadie. Amor con amor, indiferencia con indiferencia. Y no, no es pecado ni nada de eso, es abrazar nuestra dignidad.

Nombrar es liberar

Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), escribió: «El único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio». Pero no sólo el suicidio literal: también el emocional. Cuántas veces nos matamos en pequeñas dosis, aceptando dinámicas que nos desgastan, que nos hacen sentir indignos de algo mejor. Pero la existencia nos exige rebelarnos ante eso, elegir lo que nos nutre, lo que nos dignifica. No podemos ir por la vida callando el dolor que nos provocan los tratos de personas que al primer reclamo se escudan y nos atacan de poco empáticos, de que no los entendemos, de que no sabemos lo que ellos viven. Pregunta: ¿no es curioso cómo reflejan sus carencias en los demás? Claro, porque es muy fácil exigir en vez de dar. Y eso ya estuvo bien. Hay gente fantástica en este mundo, ¿por qué empeñarnos a estar con personas que sólo ofrecen malestar? ¿Pobres? ¿Y nosotros no o cómo funciona esto? Todos tenemos que ser responsables de nuestras vidas, y no cargarle el peso de nuestra frustración al otro, por muy amable que sea. No confundamos amabilidad con pendejismo.

Quien nos ama, nos trata con dignidad. Quien nos valora, nos respeta. Quien nos quiere en su vida, hace el esfuerzo de mantenerse en ella sin chantajes. Si no es así, entonces no lo llamemos amor, porque no lo es. Como decía Erich Fromm en El arte de amar (1956): «El amor inmaduro dice: ‘Te amo porque te necesito’. El amor maduro dice: ‘Te necesito porque te amo'». Y el amor maduro no somete, no mendiga, no manipula: libera. Es en verdad momento de forzar el lenguaje, de pretender que las cosas pasarán sin el mínimo esfuerzo, de hablar sobre cosas inexistentes. Se puede amar y ayudar, pero cuando eso no se valora, se puede seguir amando pero ya no estando. No hay cosa más importante que la dignidad de cada uno de nosotros. Recordemos a San Juan Pablo II: «No hay amor verdadero sin respeto por la dignidad de la persona. Quien ama de verdad no puede humillar, manipular o someter a la persona amada» (Familiaris Consortio, 1981). No atentemos contra e lenguaje y usémoslo adecuadamente.

Y sí, estoy en verdad molesto… ¿para qué decir que no?

Cuando nadie aplaude, pero igual importa

«La manera de hacer es ser».

-Lao Tsé

Queridos(as) lectores(as):

Hay días en los que la sensación de inutilidad pesa más que cualquier carga física. Esos días en los que nos preguntamos: ¿Para qué sigo escribiendo si nadie comenta? ¿Para qué ayudar si nadie lo nota? ¿Para qué hacer algo si parece que todo se pierde en el vacío? Nos han vendido la idea de que el valor de lo que hacemos está condicionado a la respuesta de los demás, a la validación inmediata, al reconocimiento público. Si no hay eco, parece que lo hemos hecho no tiene importancia. Pero la realidad es otra. Existen obras que han cambiado la historia y que fueron ignoradas en su tiempo. Hay gestos de bondad que nunca son aplaudidos pero sostienen el mundo.

Lo que hacemos, aunque parezca insignificante, tiene valor. Albert Camus, Hannah Arendt, Sigmund Freud, Fiódor Dostoievski y San Juan de la Cruz, entre muchos más, nos han enseñado que no es el aplauso lo que da sentido a nuestras acciones, sino la esencia de lo que hacemos, el acto mismo de hacer. Este encuentro de hoy es un recordatorio de eso. Un manifiesto contra la desesperanza, un llamado a seguir empujando la roca, aunque nadie lo vea. Porque incluso en la aparente invisibilidad, cada acción deja una huella. Aunque no la notemos. Aunque el mundo permanezca en silencio.

El espejismo del reconocimiento

Vivimos en un mundo que nos ha condicionado a medir el valor de lo que hacemos en función de la respuesta externa. Si no hay likes, comentarios o una muestra desesperada de aplausos, parece que lo hecho se diluye en la nada. Terminamos el día cansados, fatigados, hasta frustrados, con la pregunta inquisitiva e insistente: ¿para qué hago esto? Tal como comentaba al principio, nos han enseñado que la validación externa es la confirmación de que lo que hacemos importa. Pero, ¿y si el valor de las cosas no dependiera de su eco inmediato, sino de su propia existencia?

En un tiempo donde todo es fugaz, donde la inmediatez dicta el éxito de una publicación, de una idea o incluso de una vida, olvidamos que hay cosas cuyo impacto es silencioso. No todo tiene que viralizarse para ser significativo. La historia está llena de artistas, escritores y pensadores que nunca fueron reconocidos en vida, pero cuya obra marcó generaciones posteriores. ¿Eran menos valiosos entonces? ¿O es que hemos perdido la capacidad de ver el valor en lo que no se mide en cifras? Claramente me dirán que, sobre todo hoy en día, se requiere de cierta validación a modo de pago. Porque, claro, nadie vive de gracias o de aplausos. Pero la pregunta es: ¿y si lo estamos enfocando mal? Quizá la respuesta nos ayude a ver dónde hacer mejor las cosas… y con quién.

Sísifo y la felicidad del absurdo

Albert Camus nos da una pista con El mito de Sísifo (1942): un hombre condenado a empujar una roca cuesta arriba sólo para verla caer, una y otra vez, para volver a hacer la más dinámica por toda la eternidad. En apariencia, su labor es absurda. No hay triunfo, no hay recompensa. No hay un final glorioso ni una moraleja optimista. Sin embargo, Camus nos suelta un golpe directo: «hay que imaginar a Sísifo feliz». ¿Por qué? Porque el acto en sí mismo ya es suficiente. Porque el valor no está en la meta, sino en el movimiento. Hacer por hacer, amar por amar, crear por crear, sin esperar más que el proceso mismo.

En esta lógica, la insistencia en continuar, aunque parezca inútil, es en sí misma un acto de rebelión contra un mundo que nos quiere productivos, pero no necesariamente plenos. Si seguimos haciendo lo que nos apasiona, aunque parezca que nadie lo nota, estamos desafiando la idea de que sólo lo visible merece existir. Muchas veces cargamos con el peso muerto de mandatos de la infancia que son, irónicamente absurdos: «si no logras esto, está mal», «si para cuando tengas tal edad no has hecho esto…», y un largo bla bla bla. Aquí habría que preguntarnos la finalidad de ello: ¿inspirar o meter miedo?

La vita activa y el poder de lo pequeño

Hannah Arendt, en su concepto de la vita activa, nos recuerda que no todo lo que hacemos tiene que trascender en grande. A veces, las pequeñas cosas—como escribir un post que sólo lee una persona, preparar café en la mañana, o incluso regar una planta—son lo que nos ancla al mundo. El acto es el valor, no la reacción que genera.

En un mundo obsesionado con el impacto, olvidamos que la grandeza está en los detalles. La comida que alguien preparó con amor, aunque no reciba elogios. La conversación que sostuvimos con un amigo, aunque no haya cambiado el rumbo de la Historia. La lectura que alguien hizo en silencio y que resonó en su interior, aunque nunca lo comente. Cada acción es un pequeño ladrillo en la construcción de algo más grande, incluso si nunca vemos la estructura completa.

Seamos como los niños: ellos juegan, aunque nadie más entienda a qué

Sublimación y la necesidad de hacer

Desde el Psicoanálisis, Freud hablaba de la sublimación: transformar lo que nos duele en algo creativo. No siempre podemos controlar lo que sentimos, pero podemos elegir qué hacer con ello. Escribir aunque nadie lea, hablar aunque parezca que nadie escucha, crear aunque nadie reconozca. No porque el mundo lo exija, sino porque nosotros lo necesitamos. Pero también hay un sentido que sólo cada uno de nosotros puede (y debiera) ver. El psicoanalista argentino, David Nasio, lo dice de la siguiente manera: «El acto de crear es la capacidad de dejar de llorar el objeto amado perdido».

Cuando escribimos una carta, un poema, dibujamos en una servilleta, cantamos a todo pulmón en la regadera, etc., estamos creando, estamos haciendo por nosotros. Aquí entra la importancia de hacer por el simple hecho de hacer. Porque el acto creativo, el esfuerzo y la entrega son en sí mismos terapéuticos. Son una forma de procesar lo que nos pasa, de darle estructura a lo que de otra forma sería caos. Y en ese hacer, encontramos significado, más allá de la validación externa.

La fe en lo invisible de Dostoievski

Fiódor Dostoievski lo supo siempre. En Los hermanos Karamázov (1880) nos deja una idea demoledora: «No hay nada más hermoso, profundo, simpático y razonable que Cristo. Si alguien me demostrara que Cristo está fuera de la verdad, preferiría quedarme con Cristo que con la verdad». Esto no es sobre religión en sí, sino sobre la fe en lo que hacemos, aunque parezca invisible. Es curioso que, como humanos que somos, siempre estemos esperando que las respuestas a las preguntas que nos hacemos, siempre vengan de afuera. Hemos ido perdiendo la capacidad de escucharnos, de cuestionarnos las cosas, nos hemos perdido en el mar de los demás.

El acto de ayudar, de servir, de amar, de escribir, de crear, tiene peso, aunque no nos den las gracias. Hay cosas que, aunque no se ven, sostienen el mundo. El amor de una madre que nunca se exhibe. El sacrificio de alguien que nunca será reconocido. La enseñanza que un maestro deja en un estudiante sin saberlo. Lo que hacemos, incluso si parece que nadie lo nota, tiene un efecto que trasciende más allá de lo inmediato.

La noche oscura del alma y la persistencia del hacer

San Juan de la Cruz hablaba de la Noche oscura del alma, ese momento en el que todo parece vacío, donde Dios parece ausente. Pero en ese vacío también hay algo: la persistencia. Hacer sin certezas, seguir aunque todo parezca en silencio. Muchas veces estamos esperando que ciertas personas respondan a nuestro llamado. Pienso, por ejemplo, en las veces que queremos compartir algo en Facebook, algo que nos parece divertido, interesante y, por qué no, preocupante. Pero pasa el día y nadie interactúa con nosotros en dicha publicación.

¿No les importa? ¿Por qué no dicen nada? Y muchas preguntas de ese estilo nos desbordan constantemente. Hasta que alguien participa, un alguien inesperado, es cuando nos damos cuenta que no somos invisibles. Esa es una llamada de la vida a abrirnos más en los círculos que solemos tener. A veces, el eco tarda en llegar. Otras veces, nunca lo oímos, pero está ahí. No todo impacto es visible, no toda respuesta es inmediata. Si el acto mismo de hacer nos llena, entonces no ha sido en vano. Es como cuando recordamos el: haz el bien sin mirar a quién. Nunca somos, ni seremos, verdaderamente conscientes de lo que podemos generar no sólo de manera directa, sino también indirecta, en los demás, incluso en los que ni siquiera imaginamos.

Hacer aunque nadie responda

Entonces, si hoy sienten que lo que hacen no tiene impacto, recuerden esto: no todo eco es inmediato, no toda huella es visible. Escribir, hablar, crear, ayudar, aunque parezca que nadie responde, importa. Hay quienes leen y no comentan, quienes sienten y no expresan, quienes reciben sin decirlo. Y eso está bien. Por eso es que hago este espacio para ustedes, porque aunque rara vez se animen a comentar o me regalen un like, es lo de menos, mientras les ayude, me doy por bien servido. Claro, uno agradece (y debe hacerlo) cuando los demás valoran lo que hacemos, cuando comparten nuestras cosas, pero también es importante saber ser los que valoramos y compartimos lo que somos y lo que hacemos.

Porque al final, como diría Camus, hay que imaginar que lo que hacemos es suficiente. Aunque el mundo no lo diga en voz alta. Ya que si nosotros no nos damos el valor que tenemos, nadie más lo hará. No podemos estar esperando que todo llegue y se nos dé, porque no siempre es así. Y bueno, como dice una amiga: «Si no me hecho porras yo misma, estoy jodida esperando que alguien más lo haga». Y sí, cuesta, pero es importante hacerlo.

Soledad en la era digital

«Estar juntos pero solos»

-Sherry Turkle

Queridos(as) lectores(as):

Vivimos en un mundo hiperconectado, donde un mensaje de WhatsApp puede viajar miles de kilómetros en segundos y las redes sociales nos permiten «compartir» momentos en tiempo real. Sin embargo, nunca hemos estado más solos. Sherry Turkle, en Alone Together: Why We Expect More from Technology and Less from Each Other (2011), advierte que las nuevas tecnologías nos han hecho confundir conexión con intimidad. La conversación ha sido sustituida por la mensajería instantánea, donde los tiempos de respuesta, los «visto» y las reacciones sustituyen la profundidad del diálogo.

Desde el psicoanálisis, Freud hablaba del individuo y cómo, al vivir en sociedad, debe reprimir sus deseos y emociones más profundas. En la era digital, esto se multiplica: presentamos una imagen editada de nosotros mismos, dejando fuera los aspectos más humanos como el dolor, la tristeza y la vulnerabilidad. ¿Cómo podríamos construir relaciones genuinas si constantemente estamos administrando nuestra «marca personal»? En su libro, El malestar en la cultura (1928), nos dice: «La felicidad en el sentido restringido del término solo es posible en contraposición con el sufrimiento. La vida social nos exige renunciar a impulsos que nos son propios, y en ese sacrificio se encuentra nuestra frustración».

El miedo al silencio y la incapacidad de estar con uno mismo

Uno de los grandes problemas de nuestra época es la incapacidad de estar solos sin estímulos externos. Todo el tiempo buscamos algo con qué distraernos: redes sociales, series, música, mensajes. El silencio se ha convertido en un enemigo. Hannah Arendt, filósofa alemana, nos vería de reojo y sentenciaría: «La soledad es la condición humana. Cultívala». Para Hannah Arendt, la verdadera soledad no es la ausencia de compañía, sino la incapacidad de tener un diálogo interno. Es en la introspección donde realmente nos encontramos con nosotros mismos, pero en un mundo donde todo es inmediato, ¿cómo podríamos detenernos a pensar y sentir? En su libro, La condición humana (1958), Arendt nos explica que «el pensamiento comienza en la soledad, cuando nos distanciamos del ruido del mundo y nos enfrentamos a nuestra propia conciencia«.

Freud también abordó el tema de la evitación del vacío. Desde su perspectiva, la mente busca placer y huye del displacer. Si el silencio nos incomoda, si estar con nosotros mismos genera angustia, es porque hemos aprendido a huir de nuestras propias emociones. Me he topado varios casos en los que las personas no pueden, no toleran, estar en silencio. Cayendo entonces en una desesperada respuesta: hacer ruido, sea como sea. «El ruido como un inquietante y necesario acompañante», diría un paciente. Lo llamativo aquí es que hay ocasiones en que incluso irrumpen de manera directa, y hasta grosera, con el silencio de otros. Pienso en un amigo, que sin importarle que esté yo escribiendo o leyendo, por esa necesidad desesperada de interacción, demanda mi atención al mostrarme algo en su celular o compartirme algo que quizás no es para mí de importancia o interés. ¿Pero qué importa? Hay que satisfacer esa demanda sea como sea, porque la angustia es insufrible.

El culto al «yo» y la soledad como alienación

El auge del individualismo nos ha llevado a creer que ser autosuficientes es un valor absoluto, pero ¿realmente lo es? Erich Fromm, en El arte de amar (1959), advierte que en la sociedad moderna la independencia ha sido llevada a un extremo tal, que hemos perdido la capacidad de vincularnos con los demás. Nos aislamos en la idea de que «nadie nos merece», en la necesidad de validación digital y en la obsesión por demostrar que somos exitosos sin necesitar a nadie. Pero Fromm nos recuerda: «Si el hombre es incapaz de construir un puente hacia el otro, se condena a sí mismo a la soledad». Un amigo me decía que «los valores no existen, sólo en la bolsa». Claramente lo decía con ironía. Ciertamente estamos atrapados en una manera de vivir en la que el individualismo nos consume de una manera desmedida. Y es que es muy común que confundamos las nociones. «La independencia no es aislamiento. El amor es la superación de la separación humana», recalca Fromm.

Zygmunt Bauman, por su parte, en Amor líquido (2003), analiza cómo las relaciones humanas han perdido solidez y se han vuelto reemplazables. En la era digital, las personas son «descartables», los vínculos frágiles y las conexiones efímeras. No nos damos el tiempo de profundizar en los otros porque la inmediatez nos ha enseñado que todo es reemplazable, incluso el amor y la amistad. Hay prisa. No hay tiempo. Conocer al otro es algo todavía más riesgoso: implicaría tener que conocerme bien, o al menos intentarlo. ¿Qué pasaría si el otro me pregunta genuinamente sobre mí? En una ocasión, charlando con una amiga vía Whatsapp, le dije: «Ya no me hables de tus problemas y frustraciones. Cuéntame sobre ti». Y la respuesta fue automática: «No hay nada que decir». ¿Y los sueños, los gustos, los miedos, las vivencias del día a día, etc.? Me parece que al momento en el que se pone sobre la mesa de la conversación algo que limita al sujeto en su satisfacción inmediata, pongamos por ejemplo la queja, hace que una barrera se alce entre los interlocutores y no haya otra posibilidad. Bauman agrega: «Las relaciones humanas se han convertido en productos de consumo, desechables cuando ya no producen satisfacción inmediata».

El diván en tiempos de redes sociales

En el espacio psicoanalítico, el silencio tiene un valor fundamental. Mientras que el mundo exige respuestas rápidas, en el diván el tiempo se detiene y se permite el pensamiento sin presión. El filósofo francés, Roland Barthes, hablaba del lenguaje como un acto de amor, donde el significado real no siempre está en lo que se dice, sino en lo que se deja entrever. En su libro, Fragmentos de un discurso amoroso (1977), Barthes nos dice: «En un mundo de constantes interacciones, pocos se detienen a escuchar«. Hoy por hoy es más que notorio que la demanda individual exige la escucha del otro, pero no hay espacio para una demanda empática de también escucharlo. Las constantes interrupciones durante una charla, el no dar su espacio y tiempo al tema que el otro está compartiendo, arremeter con algo que no tiene nada que ver y advertir en forma de disculpa «perdona, antes de que sigas, un paréntesis», son muestra de ello.

En un mundo donde todo se comparte en redes, nos olvidamos de que hay cosas que no necesitan ser vistas para ser reales. Muchas veces, la verdadera conexión se encuentra en lo invisible: en una mirada sincera, en el tiempo que se dedica a escuchar, en el acto de estar presentes. «El amor no se dice, se muestra en la espera, en la escucha, en el cuidado», nos anima Barthes. Es curioso cómo lo que antes podría ser visto como una falta de educación, hoy no es otra cosa sino la imposición narcisista de la inseguridad personal. Mi amigo tenía razón en su ironía: los valores no existen. Y es que estamos haciendo que no existan. Las demandas constantes no está balanceados con lo que ofrecemos al otro. Es exigir sin dar. Reclamar sin ofrecer. No es de sorprender que la gente se termine cansando. Que limite sus interacciones. «¿De qué sirve que cuente si no me escuchan?». Y a pesar de ello, la resistencia a ir con el psicoanalista no cede. Porque incluso en eso hay una demanda: yo merezco que me escuchen, pero a mi modo, a mi manera, cuando yo quiera. Pero los pretextos son otros a la hora de afrontar la posibilidad de una terapia, de un análisis, etc.

La soledad como posibilidad

La soledad no es el problema. El problema es la incapacidad de abrazarla como un espacio de introspección y crecimiento. Nos han hecho creer que estar solos es un fracaso, cuando en realidad es una oportunidad. La era digital nos ha quitado la paciencia, el silencio y la intimidad, pero no estamos condenados a ello. Podemos recuperar la capacidad de conversar, de escuchar y de estar realmente presentes en nuestra vida y en la de los demás.

Porque, como decía Arendt, «la soledad no es ausencia de compañía, sino la capacidad de dialogar con uno mismo». El problema surge cuando decimos: «no tengo nada interesante que contar». Me voy asumiendo poco o nada interesante. Alguien más. Una vida cualquiera sin valor. Sin chiste. Es así cuando la soledad negativa en verdad triunfa: no vale la pena frecuentar a esa persona. Qué aburrido. Qué pérdida de tiempo. Pero las redes sociales siempre estarán ahí para enmascararnos. Para culpar al mundo. Para no hacernos responsables.

Carta a los que ya no pueden más.

Querido(a) lector(a):

Si estás leyendo esto, es porque algo dentro de ti está cansado. Pero no hablo de un cansancio común, de esos que se quitan con una siesta o un café. Hablo de ese agotamiento que se siente en el alma, ese que arrastras día tras día sin saber exactamente cuándo empezó ni si alguna vez terminará. Tal vez nadie lo nota. Tal vez sigues funcionando, sigues cumpliendo con lo que se espera de ti, sigues siendo la persona que todos creen conocer. Y tal vez incluso sonríes, pero por dentro, el peso sigue ahí. Un peso que no se mide en kilos, sino en decepciones, en heridas, en cosas que callaste porque en este mundo nadie tiene tiempo para escuchar de verdad.

Si supieras cuántas veces he pensado en esto… En lo injusto que es que nos enseñen a seguir adelante como si fuera tan fácil. En cómo la gente te dice que seas fuerte, que no te rindas, que «todo pasa por algo», como si eso solucionara algo, como si no supieras ya todas esas frases. Pero dime… ¿quién escucha a los que escuchan? ¿Quién cuida a los que siempre están ahí para los demás? ¿Quién nota cuando alguien como tú está al límite, cuando ya no puede más? Tal vez nadie lo ha hecho. O tal vez sí, pero no de la forma en la que realmente necesitabas. Porque no es suficiente con un «¿cómo estás?« lanzado al aire. A veces lo que uno necesita es que alguien simplemente esté ahí, sin consejos, sin prisas, sin exigencias.

No sé cuánto has cargado, ni cuánto te ha dolido. Pero lo que sí sé es esto: NO ESTÁS SOLO(A).

No, no es una frase vacía. Es una verdad que quiero que sientas, aunque sea por un momento. Porque ahora mismo, mientras lees esto, alguien te está diciendo lo que quizás nadie te ha dicho en mucho tiempo: lo que sientes es válido. Lo que has vivido importa. Y si sigues aquí, no es por debilidad, sino por una fuerza que ni siquiera tú alcanzas a ver en ti mismo(a).

Y aunque el dolor parece interminable, aunque la desesperación a veces nuble todo, quiero recordarte algo: la vida sigue valiendo la pena. No porque sea fácil, no porque siempre tenga sentido, sino porque, a pesar de todo, hay instantes de belleza, momentos de calma, pequeñas luces que aparecen cuando menos lo esperas. Tal vez hoy no puedas verlas, tal vez sientas que todo está cubierto de sombras. Pero en medio del caos, la vida aún nos ofrece cosas que hacen que todo este camino, con sus heridas y su cansancio, valga la pena. Porque la vida no es sólo dolor. También es esa canción que te hace cerrar los ojos y suspirar. Es una risa inesperada en medio de un día gris. Es el abrazo que no pediste pero necesitabas. Es el consuelo de alguien que, sin conocer tu historia, te dice: «te entiendo».

Y si después de leer esto sientes aunque sea un poco de alivio, si dentro de ti hubo un mínimo suspiro de descanso, quiero pedirte algo: respóndeme. No tienes que escribir nada largo. Sólo un «gracias», un «te leí», un «aquí sigo». Porque así como tú necesitabas leer esto, yo también necesito saber que esto llegó a alguien. Que no escribí en el vacío. Que, aunque sea por un instante, no estamos solos. Porque aunque no nos conozcamos, o tal vez sí, nos hicimos un rato de una maravillosa compañía, más allá del tiempo y del espacio.

Gracias por ser quien eres, porque junto con lo que haces, ES MUY VALIOSO.

¡RESISTE!

Te abrazo.

Te acompaño.

Atte.

Héctor Chávez Pérez

P.d. Qué bien te ves hoy. Y más con esa sonrisa increíble que tienes ahora en tu rostro.

Un día como cualquier otro

«El cuerpo sufre por los excesos, también el ánimo abatido»

-Horacio

Queridos(as) lectores(as):

¡Vaya que ha sido una semana de escribir y escribir! Y me alegra mucho, sobre todo porque han sido temas que favorecen nuestros encuentros en medida de hacer más consciencia sobre la salud mental. Ahora bien, como sabemos, cada 13 de enero se conmemora el Día mundial de la lucha contra la depresión. Es importante que existan estos días, por supuesto que sí, sin embargo, no es que nada más nos acordemos de eso un día y los demás tengamos casto silencio. Es momento de hacer eco en los corazones una vez más.

La depresión no es un padecimiento nuevo. En la antigüedad se le equiparaba con la melancolía, la nostalgia, en casos extremos con la desolación (que no es lo mismo) y de manera más simplona con la tristeza. El estado de depresión por el que atraviesan un gran número de personas en el mundo se debe a muchas razones, en algunos casos a cuestiones neuronales (como una falla de neurotransmisores), en otros casos por los sentimientos de impotencia y frustración ocasionados por la sociedad tan exigente en la que vivimos, algunos por cosas familiares, etc. Vamos, hay muchos motivos, pero parece que el malestar nunca desaparece.

Un día a la vez

Hay un error vital en creer que la vida es por sí misma justa. No existe tal lógica. «Es que si hago las cosas de tal modo así me irá», por supuesto que no es una ley ni tiene por qué cumplirse. Justo es uno de los inicios de este problema. La expectativa, el exceso de pensamiento optimista que abusa de ignorar la realidad, genera en el ser humano una falsa idea de bienestar que al no cumplirse se torna en un escandaloso y lamentable infierno. Cada ser humano tiene la capacidad de ser feliz, pero no hay que pensar que se obtiene del mismo modo y haciendo las mismas cosas. Uno puede ser feliz si se saca la lotería (¡quién no!), otros pueden ser felices por estar con sus seres queridos, algunos son felices porque ya acabó el trabajo duro de la semana y otros tantos son felices con quitarse los zapatos al llegar a casa. Son tantas las comparaciones que tenemos entre nosotros que no aprendemos a abrazar nuestra propia individualidad.

En el panorama social existe una suerte de idea de cumplir con lo que se espera de nosotros. Tenemos que ser exitosos en todo, ser los mejores sin competencia, ser siempre el objeto de atención, el centro de todas las miradas. ¿Por qué? Claramente existe una virtud que es la magnanimidad, que nos impulsa a ser mejores en nuestra vida, pero esa virtud en ningún momento debe convertirse en un vicio o en una adicción. En la reciente película de Guillermo del Toro, Pinocho (2022), hay un pequeño diálogo entre el grillo y la hada: «Haré lo que pueda hacer»-dice el pequeño ser, a lo que el hada le contesta «Y es lo mejor que puedes hacer». ¿Qué necesidad de sobre exigirnos? Se hace lo que se puede con lo que se tenga, poco a poco. Es un proceso. Hay que entender que cada quien tiene sus modos y maneras, pero sobre todo (y eso se lo repito mucho a mis pacientes), su ritmo y su tiempo. Hay cosas que nos corresponden, otras que no. «Si no tienes comezón, no te rasques».

Hacer ruido, hacer presencia

Muchas veces pensamos que nuestros problemas son nada en comparación con otros. Y sí, puede ser que sí sea. No sé, pienso en que no puedo comparar el hecho de que se ponchó una llanta de mi camioneta con la enfermedad terminal de alguna persona en alguna parte del mundo. Pero, a pesar de eso, es un problema y es muy nuestro. El minimizar nuestros problemas es minimizarnos al mismo tiempo. Hay veces en las que podemos darle solución y otras en las que necesitamos a los demás. El dejarnos ayudar por otros, sobre todo cuando ellos son los que se ofrecen a hacerlo, nos hace ser agradecidos desde la más pura humildad. No tenemos que poder con todo ni contra todos. Y así es como se paga el favor, quizá no directamente a quien nos ayudó, pero si tenemos la oportunidad de ayudar a alguien más, ¿por qué no hacerlo? En este mundo de egoísmos, también hay personas amables y lindas que a pesar de los malos tiempos, encuentran el modo de ayudar.

Hay días en los que «no sabemos» por qué estamos tan tristes, sin ganas, y pensamos que la mejor acción que podemos realizar es alejarnos y estar en soledad. Puede ser que para algunos les sirva, pero en realidad no es bueno, porque justamente es irse o encerrarse con los pensamientos negativos que nos consumen poco a poco de una forma muy dolorosa. Siempre habrá alguien que esté dispuesto a escucharnos, pero sobre todo, a acompañarnos. Pero eso sí, hay que entender que cuando nos toca ser quien es buscado por esa persona que nos necesita, lo mejor que podemos hacer es precisamente acompañarle, no opinar, no decir ni tratar de llenarle con optimismo que no sirve en ese momento: escuchar, consolar, abrazar, acariciar, ir a caminar, secar lágrimas… estemos para el otro. Ya habrá algún momento para algo más.

Unas palabras para ti:

Puede ser que estés pasando por un momento difícil y triste. No me imagino qué te tiene así. Pero te digo con toda mi alma y con un corazón sincero: NO ESTÁS SOLO(A). Hace años decidí abrir este espacio para compartir un poco de lo que he aprendido con mis estudios, pero sobre todo, con la vida. Sé lo que es una enfermedad que puede costar la vida, sé lo que es el dolor de perder a un ser querido, de quedarse sin padres, de perder trabajos, el dolor de la traición, de un rompimiento, de una separación. Por eso es que insisto en que la empatía es la respuesta en este mundo de amor. No calles por pena o miedo lo que sientes, siempre habrá alguien para ti. Busca la ayuda de un profesional. Quizá sea momento de un apoyo psicofarmacológico, mientras puedas llevar una terapia al mismo tiempo. Esos medicamentos tiene fecha de inicio y de terminación. Acércate a tus amigos, a tu familia… a veces encuentras incluso amor en donde menos esperabas. Pero sobre todo, tente amor y compasión. No tienes por qué sufrir de más, no te castigues tanto. Quítate los zapatos y los calcetines y camina sobre el pasto. Acuéstate, ve la forma de las nubes, escucha tu música favorita, haz ejercicio, camina, come lo que te gusta, ve una serie, conoce gente, lee un libro, acaricia a los perritos en la calle, haz sonreír a un niño… hay tantas cosas que puedes hacer que te sorprendería todo lo que puedes lograr. Pero, por favor, no dejes de ser tú mismo.

En este mundo de amor, también lo hay para ti.

Nos haces falta, te queremos con nosotros.

¡Resiste, que no estás solo(a)!

Héctor Chávez Pérez

P.d. A veces tenemos que perder para saber valorar. A veces perdemos algo, pero ganamos algo más. Es un balance. ¡Que pronto encuentres paz!