Suspiros que se vuelven compañía

Queridos(as) lectores(as):

Al escribir La vida en un suspiro jamás imaginé lo mucho que iba a moverles. Creí que sería una reflexión personal, íntima, casi un apunte de diario compartido. Pero entonces comenzaron a llegar mensajes, y en cada uno descubrí que un simple suspiro puede ser un espejo, un puente, una confesión hecha al oído.

Lo que pensé que era mío terminó siendo nuestro. Y eso me emociona y me sobrepasa. Hoy quiero agradecerles, de corazón, por leer, por escribirme, por abrirse con tanta honestidad. He recogido aquí algunos de esos mensajes que llegaron tras aquella entrada. Los comparto con discreción, cuidando la intimidad, pero manteniendo su verdad intacta. En cada palabra late la vulnerabilidad y la belleza de ser humanos.

El suspiro en medio del dolor

“Mientras haya vida, hay esperanza; mientras haya esperanza, hay vida».

— Epicteto

“Leí tu texto justo después de salir del hospital donde está internada mi madre. Sentí que el suspiro del que hablabas era el mismo que yo di al salir, agotada, sin fuerzas, pero con la necesidad de seguir. Gracias por recordarme que incluso en la angustia hay un espacio pequeño para descansar».

Este testimonio me conmovió hasta lo más profundo. Epicteto lo había dicho siglos atrás: mientras respiremos, la vida insiste, y con ella la posibilidad de esperanza. Un suspiro, en medio del dolor, es a veces el único recordatorio de que seguimos aquí. No borra la angustia, pero la vuelve soportable, como un hilo tenue que nos mantiene de pie cuando el cuerpo pide derrumbarse.

Un suspiro detenido en la calma: instante de silencio que se transforma en compañía.

El suspiro que acompaña la ternura

“Donde hay ternura, allí habita lo eterno».

— Rainer Maria Rilke

“Esa misma tarde, después de leerte, vi a mi hijo quedarse dormido. Me descubrí respirando al ritmo de su pecho. Fue un momento simple, pero lleno de paz, como si el tiempo se detuviera».

La ternura es uno de los lenguajes más altos de lo humano. Este mensaje me recordó que no siempre necesitamos grandes gestos para tocar lo eterno; basta un niño dormido, un silencio compartido, una respiración acompasada. El suspiro aquí no es cansancio, sino comunión. Es sincronía con la vida del otro, una danza callada entre dos pechos que se mueven al mismo ritmo.

El suspiro como memoria

“La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado».

— Gabriel García Márquez

“Tu entrada me hizo acordar de mi abuela. Siempre decía que un suspiro era el alma tratando de descansar un poco. Desde entonces, cada vez que suspiro, la recuerdo con cariño y siento que sigue conmigo».

Qué hondura la de este recuerdo. Gabo tenía razón: la memoria no es sólo archivo, es también filtro, y a veces un suspiro basta para activar la parte más amorosa del pasado. Este testimonio me recordó que hay herencias invisibles: frases, gestos, supersticiones tiernas que se nos quedan grabadas y se vuelven compañía.

El suspiro que evita un abismo

“La mayor victoria es la que se gana sobre uno mismo».

— Séneca

“Estaba a punto de enviar un mensaje lleno de enojo. Justo entonces recordé tu texto. Respiré hondo, suspiré… y decidí no mandarlo. Ese suspiro me salvó de una herida innecesaria».

No solemos pensar en los suspiros como guardianes, pero lo son. Este testimonio lo muestra como una frontera: el instante que nos separa de una reacción impulsiva, de un daño irreversible, de una palabra que después lamentaríamos. Suspira quien está al borde de reaccionar, y en ese exhalar encuentra espacio para la calma.

Reflexión final

Al leer estos testimonios entendí algo precioso: yo escribí sobre un suspiro, pero ustedes me mostraron que en cada suspiro habita un mundo entero. Puede ser sostén en el dolor, ternura compartida, memoria heredada o guardián frente al abismo. Y lo más sorprendente es que, cuando se comparte, deja de ser un gesto solitario para convertirse en compañía.

Gracias por recordarme que no escribo solo: escribimos juntos, respiramos juntos, suspiramos juntos. Y gracias también por recordarme que la vida, aun en su fragilidad, es más llevadera cuando la ponemos en palabras.

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¿Será que estás deprimido(a)?

“La depresión es la incapacidad de construir un futuro”

— Rollo May

Queridos(as) lectores(as):

Tal vez alguna vez te preguntaste en silencio: “¿Será que estoy deprimido(a)?”. Puede que haya sido después de varios días de agotamiento, cuando nada te motiva, o en una noche larga donde el silencio pesa más de lo normal. Hoy la palabra “depresión” se usa en todos lados. La vemos en memes, en charlas rápidas, incluso como broma. Pero la depresión no es moda ni exageración: es un dolor real que va más allá de estar triste.

Quien la padece siente que el mañana no traerá nada distinto. Esta entrada busca dos cosas: hablarte de manera cercana, como en una conversación íntima, y al mismo tiempo darte claves sencillas para distinguir la tristeza común de la depresión.

No toda tristeza es depresión

La tristeza es humana y hasta necesaria. Como escribió Séneca: “No hay razón para quejarse de la tristeza; sin ella no sabríamos qué es la alegría” (Cartas a Lucilio, año 65). Todos atravesamos momentos duros: una pérdida, una decepción, un cambio inesperado. La tristeza acompaña esos momentos y nos ayuda a procesarlos.

Pero la depresión no pasa con el tiempo ni con distracciones. Se instala y pinta todo de gris. No es un estado transitorio: es un modo de estar en el mundo donde nada parece tener sentido. Como le sucedía a M., que después de una ruptura amorosa sentía que no sólo había perdido a alguien, sino también la capacidad de disfrutar lo más mínimo.

Señales que conviene atender

Algunos signos de depresión son claros y no conviene ignorarlos:

  • Pérdida de interés por lo que antes disfrutabas.
  • Alteraciones en el sueño o el apetito.
  • Pensamientos frecuentes de desesperanza.
  • Una fatiga que no mejora ni con descanso.

Como le sucedía a L., que me contaba que aunque dormía más de diez horas, despertaba agotada y sin ganas de levantarse. Sigmund Freud lo explicó en Duelo y melancolía (1917): en el duelo normal sufrimos la pérdida de alguien o algo; en la depresión, sentimos que una parte de nosotros mismos está rota.

El cuerpo también habla

La depresión no es sólo mental. Puede sentirse en el cuerpo: pesadez, dolores vagos, problemas digestivos, falta de energía. J., por ejemplo, describía que tenía “un nudo en el estómago todo el día” y lo confundía con un problema digestivo. En realidad era el cuerpo hablando el mismo idioma que la mente. La psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross lo escribió con fuerza: “Las personas enfermas no están enfermas sólo en el cuerpo, sino también en el alma” (La rueda de la vida, 1997). Por eso, la depresión necesita un abordaje integral: médico, psicológico, psicoanalítico. Y, sobre todo, necesita compañía. Nadie debe cargar sólo con ese peso.

El silencio, el cansancio, la soledad: señales de un dolor que merece compañía.

El peligro de banalizarla

Hoy se escucha “estoy depre” como si fuera estar aburrido o cansado. Esa banalización hace daño: invisibiliza el sufrimiento real. C. solía decirlo de broma, pero cuando un amigo suyo confesó que pensaba en quitarse la vida, entendió que no era un juego.

Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), fue directo: “El mayor problema filosófico es el suicidio”. Lo dijo para recordarnos que hay personas que, al hundirse en la depresión, llegan a cuestionar si vale la pena seguir viviendo. La depresión no es un chiste. Tampoco es flojera. Es una herida seria que necesita cuidado.

¿Qué hacer si sospechas que la tienes?

El primer paso es no autoetiquetarte ni buscar soluciones rápidas en internet. La clave está en reconocer que algo no anda bien y pedir ayuda. Hablar con un psicólogo, psicoanalista o psiquiatra puede marcar la diferencia. También hablar con sinceridad con alguien de confianza, sin miedo ni vergüenza. Como hizo R., que después de meses en silencio se animó a contarle a un amigo lo que sentía. Ese gesto fue el inicio de un proceso de acompañamiento.

Simone de Beauvoir lo dijo con sencillez: “El que ha vivido alguna vez en el abandono sabe que nadie se salva solo” (La fuerza de las cosas, 1963). Pedir ayuda no es debilidad: es valentía.

Reflexión final

Si al leer estas líneas te sentiste identificado(a), no lo ignores. La depresión no se va sola ni se cura con frases optimistas. Requiere tiempo, palabras y compañía. La pregunta que da título a esta entrada —“¿Será que estás deprimido(a)?”— puede ser el primer paso hacia una respuesta, y sobre todo, hacia un camino de apoyo y sanación.


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Carta a esa mirada triste

«Hay silencios que no callan, sino que abrazan con la voz de lo que no se atreve a decirse».

Hay miradas que no piden explicaciones, sólo compañía. Hay silencios que parecen fríos, pero que en realidad están guardando algo delicado. Esta carta es para esos momentos en los que uno quisiera que alguien se sentara cerca, sin prisas, sin juicios, y se quedara allí hasta que el alma descanse. Si hoy llevas en los ojos un peso que no sabes cómo nombrar, si hace tiempo que no recibes palabras que abracen sin apretar, aquí tienes un lugar para ti.

(Y aunque no lo digas, yo sé que estabas esperando que llegara).

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Querido(a) lector(a):

No sé en qué momento llegó a ti esta mirada. Tal vez fue de golpe, una tarde cualquiera, como la sombra repentina de una nube que tapa el sol en mitad de un paseo. O quizá se fue instalando despacio, como el polvo que se acumula en los rincones sin que uno lo note hasta que, un día, la luz lo revela flotando en el aire. No me lo tienes que contar. Hay cosas que se sienten incluso sin verlas. Y yo, aunque no te tenga delante, sé que tu mirada carga un peso. A veces imagino que, si nos cruzáramos por la calle, lo sabría de inmediato: lo notaría en esa quietud que a veces tienen los ojos cuando no quieren que nadie los toque, pero en el fondo suplican que alguien se acerque.

Hoy te escribo porque quiero estar contigo, aunque sea así, en letras. No para llenarte de explicaciones, ni para prometerte que todo pasará. No voy a disfrazar el dolor con frases rápidas que no se sostienen. Te escribo para quedarme a tu lado un rato. Para que sepas que, en este momento, no estás solo(a). El silencio está aquí. Puede ser incómodo, como una habitación fría a la que uno entra descalzo, o áspero, como una tela que raspa la piel. Pero si lo dejas, también puede convertirse en un manto que envuelve, en un refugio donde no hace falta fingir. Y aunque ahora tal vez parezca un enemigo, puede ser un guardián que protege lo que todavía no estás listo(a) para decir. Aquí no tienes que ser fuerte. No tienes que mostrar la mejor versión de ti. No tienes que convencerme de que estás bien. Puedes bajar los brazos y dejar que el peso caiga. Puedes llorar, si lo necesitas. Aquí nadie va a mirar el reloj mientras lo haces. Aquí no hay “demasiado” ni “ya es hora de parar”.

Si estuvieras conmigo ahora, te prepararía un té caliente o un café recién hecho, quizá un rico mate, según lo que prefieras. Pondría la taza frente a ti, y me quedaría mirando cómo envuelves tus manos alrededor, dejando que el calor suba lentamente por tus dedos. Afuera, quizá, se oiría el murmullo lejano de una calle viva, pero aquí dentro el mundo se reduciría a nosotros dos y a este instante. Te invitaría a sentarte cerca de la ventana. La luz de la tarde entraría suave, dibujando sombras largas en el suelo. El aire tendría ese olor a madera y a papel que guardan los lugares donde se conversa despacio. Si quisieras, abriría un poco la ventana para que entre una brisa ligera, de esas que mueven apenas una hoja de papel sobre la mesa. Si me dejaras, te abrazaría. No con un abrazo rápido, distraído, sino con uno lento, prolongado. De esos en los que el cuerpo entero se amolda y en los que puedes soltar el aire sin miedo. Un abrazo que dice: “No tienes que sostenerlo todo tú solo(a). Yo puedo sostenerte un rato”.

Y así, sin prisa, nos quedaríamos. Tal vez escucharíamos el ruido de la calle como un eco lejano, o el golpeteo de una rama contra el cristal. Tal vez no hablaríamos nada. Tal vez sí, pero sin necesidad de ordenar las frases. Porque hay momentos en los que lo importante no es entender, sino acompañar. Quiero que sepas que pienso en ti más de lo que imaginas, aunque puede ser que no te conozca. No como quien piensa en un nombre al pasar, sino con esa atención que se reserva para lo que importa. Y aunque no pueda caminar a tu lado ahora, aquí estoy, y estaré cada vez que vuelvas a estas palabras. Somos caminantes que comparten sus soledades, soledades que se encuentran, caminos que se descubren acompañados. Si un día sientes que quieres buscarme, que te mueres de ganas de estar conmigo, hazlo. Yo también querré verte. Y si eso no ocurre pronto, está bien. Nos tendremos aquí, en este rincón de letras que late como si fuera piel.

Hoy, mientras lees esto, no estás solo(a). No mientras yo te esté pensando.

Con afecto, con paciencia, y con un lugar reservado para ti en mi abrazo y en mi corazón,

Héctor Chávez

P.D. No sé si esta carta llegó tarde o justo a tiempo. Sólo sé que la escribí con la certeza de que tú la ibas a entender. Siempre supe que, de alguna manera, estaba esperando encontrarte aquí.

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Si estas palabras te han acompañado, no te las lleves solo(a): compártelas con quien hoy podría necesitar un refugio. Y si alguna vez sientes que quieres volver a este lugar, aquí estaré, en silencio o en palabra, pero siempre esperándote. También puedes seguir Crónicas del Diván para recibir más textos como éste, o escribirme a través de la pestaña Contacto. En Instagram estoy como @hchp1.

El olvido no es un vacío: Alzheimer y el psicoanálisis

«La memoria no es el recuerdo de lo que pasó, sino la historia que podemos contarnos de eso».
— Paul Ricoeur

Queridos(as) lectores(as):

Hay enfermedades que hieren el cuerpo, y otras que hieren el alma. Pero hay algunas —más crueles aún— que parecen borrar, poco a poco, a la persona misma. El Alzheimer no es sólo una enfermedad neurológica: es una pregunta abierta a la subjetividad. ¿Dónde queda el “yo” cuando ya no hay recuerdos? ¿Qué pasa con el deseo cuando no hay palabras? ¿Cómo se ama a alguien que ya no te reconoce? El discurso médico nos habla de placas, deterioros y funciones perdidas. Pero en el diván, en la casa, en la cama, en la silla del comedor, lo que se borra no es sólo la memoria, sino la continuidad de un mundo compartido. Es un duelo que empieza en vida. Es, también, un modo inesperado de seguir amando.

Este encuentro no es una crítica a la medicina ni una clase de psicoanálisis. Es una invitación a pensar el Alzheimer no sólo desde lo que falta, sino desde lo que queda. Porque incluso allí donde ya no hay palabra, algo del sujeto —una mirada, un gesto, una respiración— todavía resiste.

El diagnóstico y el silencio del sujeto

En el momento en que una persona recibe el diagnóstico de Alzheimer, lo que se impone no es sólo el nombre de una enfermedad, sino el comienzo de una desposesión. El lenguaje médico nombra, delimita, explica; pero al hacerlo, corre el riesgo de aplastar la singularidad del sujeto bajo un rótulo que lo convierte en «paciente con deterioro cognitivo progresivo», como si la persona fuera ahora un conjunto de fallas. La ciencia cumple su función, pero el lenguaje clínico puede volverse un guión que deja fuera al protagonista. La médica y fundadora de la Medicina Narrativa, Rita Charon, ha insistido en que “la medicina necesita volver a contar historias, no sólo leer resultados” (Narrative Medicine: Honoring the Stories of Illness, 2006). Para ella, todo paciente es una narración viviente que busca ser escuchada, no sólo evaluada. Pero en enfermedades como el Alzheimer, donde la capacidad narrativa se erosiona, ¿quién cuenta la historia? ¿Quién escucha lo que no se dice?

El psicoanálisis puede incomodar aquí, porque no se acomoda al protocolo. En lugar de preguntar por el deterioro, se pregunta por el sujeto: ¿Qué queda del deseo cuando la memoria falla? ¿Puede haber transferencia —ese lazo tan sutil entre analista y analizante— cuando ya no hay relato, ni pregunta, ni queja? La medicina diagnostica; el psicoanálisis, en cambio, escucha incluso cuando ya no hay palabras claras. Escucha en el tono de la voz, en la repetición de un gesto, en la mirada que se pierde y vuelve. El diagnóstico puede ser un punto de partida, pero nunca debe ser una sentencia de muerte subjetiva. Aunque el Alzheimer borre nombres y fechas, no borra del todo el lugar que una persona ocupa en el deseo de otro. Y allí, donde el discurso se calla, el deseo puede —a veces— seguir hablando.

La memoria no es archivo, es relato

Una de las trampas más comunes al hablar del Alzheimer es imaginar la memoria como un gran archivo que se va vaciando: primero desaparecen los documentos recientes, luego los más antiguos, hasta que sólo queda una sala vacía. Pero la memoria humana no funciona como un estante de carpetas. Es una narración en movimiento, una construcción afectiva y simbólica que da coherencia a lo que somos. Perder la memoria no es simplemente olvidar datos; es perder el hilo de la historia que nos mantiene unidos por dentro. Paul Ricoeur dedicó años a estudiar esta dimensión narrativa de la identidad. En La memoria, la historia, el olvido (2000), escribió que “la memoria no es el simple recuerdo de lo que pasó, sino la historia que podemos contarnos de eso”. Es decir, somos porque contamos. Y cuando ya no podemos contar, alguien más —un hijo, una pareja, un amigo— puede sostener ese hilo narrativo por nosotros, al menos por un tiempo.

Hannah Arendt, por su parte, afirmaba que lo que da continuidad al mundo humano es la capacidad de prometer, de hacer duradera la acción. Esa continuidad —la promesa que el otro representa para mí— se quiebra brutalmente en el Alzheimer. Pero, paradójicamente, también es el lugar donde puede aparecer un nuevo tipo de fidelidad: no a la palabra dicha, sino a la historia compartida. Cuando el enfermo repite siempre el mismo relato, cuando vuelve a una escena de su infancia una y otra vez, no lo hace por error, sino porque ese fragmento de sentido aún está encendido. Y allí donde hay relato, aunque fragmentario, aún hay sujeto. El psicoanálisis no corrige esa repetición: la acompaña, la habita, la escucha como se escucha una canción que amamos aunque ya sepamos de memoria su estribillo. Porque recordar no es recuperar información: es mantener vivo un lazo.

El sujeto sin palabra, el cuerpo como último texto

Cuando el lenguaje comienza a deshacerse y la memoria se vuelve un territorio confuso, lo que queda es el cuerpo. No como objeto biológico, sino como el primer lugar donde fuimos escritos. Antes de poder hablar, ya habíamos sentido. Antes de decir “yo”, ya habíamos sido tocados, sostenidos, alimentados. Por eso, incluso cuando las palabras nos abandonan, el cuerpo sigue hablando. La psicoanalista francesa, Piera Aulagnier, insistía en que el psiquismo se construye a partir de una “violencia fundadora”: el modo en que la madre (o quien cumple su función) impone al niño una imagen de sí, una historia sobre su cuerpo, su llanto, su existir. Esa inscripción primitiva no desaparece del todo, incluso en el Alzheimer. Algo del cuerpo sigue respondiendo a ciertas voces, ciertas melodías, ciertos olores. Algo del goce permanece, aunque no se pueda nombrar.

André Green, por su parte, habló de ciertos estados mentales como una “muerte psíquica”: no una muerte biológica, sino la extinción del deseo, del pensamiento investido, del mundo interno como espacio de representación. En esos casos, el sujeto no desaparece, pero queda reducido a una presencia opaca, casi sin eco. El desafío es no confundir esa opacidad con ausencia. La pregunta se vuelve entonces ética y clínica: ¿cómo leer el cuerpo cuando ya no hay palabra? ¿Cómo escuchar una emoción que no se dice pero se encarna? Una mujer que se estremece al oír una canción de infancia, un hombre que sonríe al tocar una manta de su juventud, un suspiro repetido cuando alguien entra a la habitación: todo eso son signos. No del pasado, sino del sujeto que aún resiste, incluso si no puede explicarse.

*Cuando todo parece haberse perdido, el cuerpo se vuelve el último texto. Y hay que leerlo con la delicadeza de quien sabe que entre esos gestos aún late un alma.

La memoria no se pierde de golpe, se deshilacha lentamente. A veces, una pieza basta para que todo lo vivido vuelva a brillar por un instante.

Los que acompañan: duelo anticipado y ética del cuidado

El Alzheimer no sólo afecta a quien lo padece. También sacude —a veces brutalmente— a quienes acompañan. Amar a alguien que comienza a olvidarte es una experiencia que no se parece a ninguna otra: es mirar cómo el otro se aleja sin irse, cómo su rostro sigue ahí pero ya no te nombra, cómo el amor permanece pero ya no tiene respuesta. Los familiares y cuidadores atraviesan una forma extraña de duelo: el duelo anticipado. El ser amado todavía vive, pero su presencia es cada vez más difusa. Es una pérdida que se renueva cada día, sin ceremonia, sin fecha. Una hija que ya no es reconocida como hija. Un esposo que escucha su nombre sin entender que lo llaman a él. La identidad compartida se tambalea. Y, sin embargo, el amor insiste.

La filósofa, Cynthia Fleury, especializada en ética del cuidado, sostiene que cuidar a otro es sostener una parte de su dignidad incluso cuando él ya no puede ejercerla. No se trata de devolver lo que el otro nos dio, ni de esperar gratitud: se trata de un acto radical de responsabilidad. “La ternura no es un adorno afectivo, sino un deber de lucidez ante la fragilidad del otro” (Ciudades del cuidado: ética e imaginación política, 2021). Esa lucidez es saber que el cuidado puede ser frustrante, extenuante, incluso desesperante. Y aun así, persistir. Acompañar a alguien en su borramiento no es acompañarlo a desaparecer. Es, por el contrario, un modo feroz de sostenerlo en el ser, aunque sólo quede una chispa de su antiguo fuego. Quien cuida también es sujeto. También necesita palabras, alivio, descanso. Y también merece ser acompañado.

¿Puede el psicoanálisis decir algo allí donde no hay palabra?

A primera vista, el psicoanálisis parecería no tener mucho que decir frente al Alzheimer. ¿Cómo trabajar con quien no recuerda? ¿Cómo interpretar si no hay asociaciones libres, ni historia contada, ni demanda formulada? ¿No se trata acaso de un territorio donde reina el silencio, donde el sujeto parece haberse desvanecido? Pero si el psicoanálisis sólo escuchara palabras, sería apenas una técnica. Lo que escucha, en verdad, es la existencia que resuena en los intersticios: el tono, el gesto, la pausa, la insistencia. Como escribió Thomas Ogden, “pensar en presencia de otro” (Sujetos de análisis, 1994), es ya una forma de cuidado psíquico. No se trata de analizar al paciente como un enigma por descifrar, sino de estar con él como quien acompaña una forma de vida que resiste a su propio borramiento.

En ciertos momentos, un paciente puede no reconocer ni su nombre ni el lugar donde está, pero al oír una voz conocida, su mirada se vuelve luminosa. No lo recuerda, pero responde. Y esa respuesta no es mecánica: es afectiva, es singular. Es un resto del sujeto que se aferra al mundo por una vía distinta a la palabra. La psicoanalista brasileña, Maria Rita Kehl, ha señalado que “incluso cuando el lenguaje se apaga, el deseo puede persistir en formas imprevistas” (El tiempo y el perro: La actualidad de las depresiones, 2009). Un deseo que no se articula pero se insinúa, que no se reconoce pero pulsa, que no sabe decir “yo” pero aún tiembla ante la presencia del otro. En esos casos, el analista —o el cuidador que escucha como un analista sin diván— no interpreta: simplemente está, disponible para recibir ese temblor. Quizá, entonces, el acto más psicoanalítico frente al Alzheimer no sea decir, sino sostener. Sostener una escena donde alguien pueda ser mirado como sujeto, incluso si no puede mirarse a sí mismo. Sostener la dignidad de una vida en su forma más frágil. Sostener lo que queda cuando ya no queda casi nada.

Reflexión final

Hay enfermedades que apagan, poco a poco, la luz del mundo interior. Pero incluso en la penumbra, algo late. Un gesto, un murmullo, una sonrisa fugaz: no son pruebas de memoria, sino señales de que la llama no se ha extinguido del todo. A veces, la presencia más humana es la que no exige nada: ni respuestas, ni reconocimiento, ni gratitud. Es la que se sienta al lado sin pretender detener el olvido, pero sí acompañarlo. Como quien no sabe si será recordado, pero igual decide quedarse.

Y quizás sea ése el acto más amoroso: seguir allí, cuando ya no hay quien nos vea, ni quien nos nombre. Porque aunque la memoria falle, el amor —cuando es verdadero— puede volverse memoria por los dos. ¿Y si amar, cuando ya no hay quien te ame, es la forma más pura de ser recordado?

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Gracias por estar aquí. Porque tu lectura también sostiene una memoria.

Un paso al frente

“La vida se encoge o se expande en proporción al coraje”.
-Anaïs Nin, Diarios (1931)

Queridos(as) lectores(as):

Hay un momento en la vida —a veces breve como un parpadeo, otras veces largo como un invierno— en el que el alma se agota de esperar. No se trata de impaciencia ni de capricho. Es algo más hondo, más visceral. Un cansancio que no es solo físico, sino existencial: uno se cansa de no entenderse, de vivir con el piloto automático, de fingir que está bien, de sostener vínculos que ya no se sostienen solos. Y ese cansancio, paradójicamente, puede volverse el umbral de algo nuevo.

Recuerdo a J, una conocida de 39 años que una vez soltó una frase demoledora: “Me cansé de mi vida”. Es directora de una empresa, madre de dos hijos, casada desde hace quince años. Desde fuera, todo parecía en orden. Pero por dentro vivía en ruinas: sin deseo, sin palabra, sin pausa. Había pasado años cumpliendo todos los deberes —trabajar, criar, sostener, rendir— sin escuchar nunca qué quería para sí. Lo que la trajo al análisis no fue una crisis dramática, sino el agotamiento absoluto. Un día, mientras se preparaba el café, sintió que algo en su cuerpo ya no respondía. “Me senté en el suelo de la cocina y me puse a llorar. No de tristeza. De vacío».

J no lo sabía, pero ese llanto era ya un paso al frente. Venía de tocar fondo, sí, pero también de empezar a decirse. Comenzó un proceso psicoanalítico. A lo largo del proceso, no tomó decisiones ruidosas. No se divorció, no dejó su trabajo, no se fue a recorrer el mundo. Pero aprendió a tomar distancia de los mandatos que la oprimían. A decir “no” sin culpa. A pedir ayuda. A dormir sin exigirse salvar a todos. Y poco a poco, su vida se fue ensanchando: no por lo que cambió afuera, sino por lo que por fin se movió adentro. Este encuentro es para quienes han sentido que ya no pueden más, pero no se han rendido. Para los que viven atrapados en una rutina que ya no les refleja, para los que sienten que algo en su interior está pidiendo un cambio, aunque no sepan por dónde empezar. Porque a veces, avanzar no es correr ni volar. A veces, simplemente, es dar un paso al frente.

El hartazgo como umbral

A veces el punto de partida no es la esperanza, sino la fatiga. El análisis, los cambios de vida, las decisiones que transforman rara vez empiezan por una visión clara del futuro; casi siempre comienzan cuando ya no se puede sostener el presente. No hay cosa más solitaria que sentir que uno está viviendo una vida que no le pertenece. Y, sin embargo, esa soledad —tan honda, tan paralizante— puede convertirse en terreno fértil. ¿Por qué? Porque cuando todo se rompe por dentro, también se abren rendijas por donde empieza a entrar la verdad. “Estoy cansado”, “ya no puedo”, “esto no es lo que quiero”, son frases que, dichas con honestidad, contienen una potencia silenciosa. Reconocerse agotado puede ser más valiente que insistir en seguir funcionando.

Viktor Frankl, sobreviviente de los Campos de Concentración, escribió una frase que suele pasar desapercibida entre sus ideas más conocidas, pero que aquí cobra sentido: “Cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, estamos desafiados a cambiarnos a nosotros mismos» (El hombre en busca de sentido, 1946). El hartazgo genuino, el que nace desde lo más íntimo, es un signo de que algo en nosotros aún vive, aún resiste, aún quiere. No es resignación: es inicio.

El miedo a moverse

Si el hartazgo es el umbral, el miedo es la puerta. Una puerta pesada, silenciosa, que uno rodea muchas veces antes de atreverse a tocar. Porque cuando el cansancio ya no puede más, aparece el paso inevitable: moverse. Pero es entonces cuando surge el miedo con toda su voz: ¿Y si cambio todo y sigue igual? ¿Y si salto y me rompo? ¿Y si descubro que ni siquiera era eso lo que buscaba? El miedo al cambio no es signo de cobardía, sino de lucidez. Sólo teme quien ha imaginado consecuencias, quien ha vivido suficiente como para saber que no hay garantías. Incluso las decisiones más nobles pueden doler. Incluso los caminos más necesarios pueden estar llenos de incertidumbre.

La filósofa francesa, Simone Weil, lo encarnó con radicalidad. En 1935, renunció a su cátedra en París para trabajar como obrera en una fábrica metalúrgica. Lo hizo, escribió, “porque necesitaba sentir en el cuerpo el peso de aquello que tanto había teorizado”. Su familia, sus colegas, sus amigos: todos le dijeron que era un error. Que una mujer frágil, brillante, de salud delicada, no podía sobrevivir ahí. Y tenían razón. Sufrió desmayos, humillaciones, agotamiento. Pero también algo dentro de ella despertó. En sus Cuadernos dejó escrito: “El miedo de caer es más violento que la caída misma” (1938). Sabía que el paso más difícil no era el físico, sino el interior: vencer la parálisis que impone el temor. No se trataba de masoquismo ni de heroísmo. Sino de una certeza casi espiritual: no se puede pensar verdaderamente el mundo desde la comodidad perpetua. Hay que habitarlo. Hay que rozar el abismo con los pies. Uno no da un paso al frente cuando deja de tener miedo, sino cuando deja de obedecerle.

Una pequeña decisión lo cambia todo

No siempre es un gran gesto el que cambia la vida. A veces es una acción mínima, una frase apenas dicha, una puerta que se cierra sin estruendo. El primer paso hacia uno mismo rara vez es visible para los demás. Pero adentro, en lo más íntimo, puede ser decisivo. C.S. Lewis, el escritor y pensador inglés que muchos conocen por Las Crónicas de Narnia, fue durante años un ateo convencido. No por frivolidad, sino por lógica. Educado en la razón, marcado por el dolor, había aprendido a desconfiar de toda esperanza trascendente. Y sin embargo, como contaría en Cautivado por la alegría (1955), hubo un instante silencioso que lo transformó todo. Fue en un paseo en motocicleta hacia el zoológico de Whipsnade. Subió al sidecar como no creyente, y al llegar, algo en él había cambiado: “Cuando salí del zoológico, ya creía en Dios”.

No hubo una visión, ni una epifanía dramática. Sólo un giro interno, casi imperceptible, pero irreversible. Lewis mismo lo escribió con ironía: “Era como si, sin saber cómo ni por qué, me hubiese pasado algo. No lo busqué. No lo entendí del todo. Pero supe que ya no podía volver atrás”. Ese tipo de decisiones —que no siempre son religiosas, pero sí existenciales— se parecen mucho al paso al frente del que hablamos aquí. No siempre tienen forma de ruptura visible. Pero marcan un antes y un después. Como cuando alguien, por primera vez, dice: “No quiero seguir así”. O: “Quiero vivir con sentido, aunque aún no sepa cómo”. Hay pasos que no se anuncian. Se dan.

Mi mamá me decía: «Cuando pienses de más… salte mejor a caminar un rato».

Nadie puede dar el paso por ti

Hay decisiones que se toman entre muchos: mudanzas, proyectos, matrimonios, incluso terapias. Pero el paso al frente del que hablamos aquí —ese que inaugura una vida más fiel a uno mismo— siempre se da en soledad. No porque uno esté solo, sino porque nadie puede ocupar ese lugar. Elegir es asumir. Y asumir es dejar de delegar en los otros la responsabilidad de lo que uno vive. Es fácil decir que no se puede por el trabajo, la pareja, la familia, la economía, los traumas del pasado. Y muchas veces todo eso es cierto. Pero también es cierto que, tarde o temprano, uno tiene que decidir si quiere seguir repitiendo lo que no elige… o empezar a elegir lo que aún no sabe cómo vivir. Hannah Arendt, marcada por el exilio y el horror de su tiempo, escribió una frase punzante en su ensayo La vida del espíritu (1971): “Ser libre es estar solo con uno mismo y atreverse a juzgar”. En un mundo que todo lo mide por la aprobación externa, por el algoritmo o por el éxito visible, elegir desde dentro se vuelve un acto subversivo. Y profundamente humano.

No hay garantías. Nadie aplaude. Nadie absuelve. Pero en esa elección —íntima, silenciosa, propia— comienza la libertad. No la abstracta, sino la concreta: la de decirse con verdad, la de vivir con coherencia, la de mirar el espejo sin vergüenza. Uno da un paso al frente no porque alguien más lo empuje, sino porque algo en el interior por fin se alinea. Y ese paso, aunque no lo vea nadie, cambia el mundo de quien lo da.

Cuando la vida se ensancha

Después del paso, no siempre llega la paz. A veces viene la duda, el desconcierto, el silencio. Pero también, de pronto, aparece un pequeño respiro. La vida no se transforma de golpe, pero comienza a sentirse más respirable. Como si uno pudiera habitar su propia existencia con menos miedo. Con más verdad. Hay quien al dar ese paso vuelve a dormir sin ansiedad. Otro descubre que puede caminar más lento. Otro más —sin saber cómo— empieza a llorar por fin, o a reír con algo de ternura.

María Zambrano, exiliada durante décadas y profundamente atenta al alma humana, escribió: “Toda verdad es un alumbramiento, y todo alumbramiento trae su dolor” (Claros del bosque, 1977). Pero también dijo que, tras ese dolor, “la vida se dilata, como si uno pudiera ser por fin más ancho que sus miedos”. Y eso es lo que ocurre: no que todo se arregle, sino que todo se vuelve más amplio. Más real. Más propio.

Reflexión final

Quizá tú, que estás leyendo esto, también estés en ese momento. Quizá ya te cansaste de fingir que no pasa nada. Quizá ya no te alcanza la energía para sostener lo insostenible. Si es así, no esperes un gran milagro. No lo necesitas. Basta un gesto: escribir ese mensaje que llevas días postergando. Decir esa verdad que duele. O simplemente sentarte en silencio y admitir lo que ya sabías, pero no te habías atrevido a mirar. A veces, el paso más valiente es el más sencillo: dejar de mentirse.

Dar un paso al frente no es cambiarlo todo. Es dejar de esconderse. Es recuperar la dignidad de moverse, aunque sea con miedo. Y si tiembla la voz, que tiemble. Pero que sea tuya. La vida, con sus contradicciones y sus heridas, aún puede ensancharse. Y empieza por ahí.


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Justificar el daño

“El colmo del trauma no es lo que te hicieron. Es que termines convenciéndote de que estuvo bien”.
— Christiane Sanderson

Queridos(as) lectores(as):

Hay frases que uno escucha en consulta con el estómago apretado. No porque sorprendan, sino porque duelen. Duelen por la normalidad con la que se dicen, por la ternura con la que se recuerdan, por la obediencia con la que se repiten. Una de ellas es: “Bueno, no fue tan grave… igual me quiso a su manera”. ¿A su manera? ¿Qué significa eso cuando hablamos de alguien que te controló, que te humilló en nombre del amor, que manipuló tu vulnerabilidad como si fuera un interruptor que podía apagar o encender según su humor?

Estamos en una época que romantiza el trauma, lo camufla, lo justifica. En vez de llamar al abuso por su nombre, le decimos “dinámica difícil”, “relación intensa” o simplemente “algo que no funcionó”. Y muchas veces no lo hacemos por ingenuidad, sino por miedo. Miedo a aceptar que alguien que amábamos profundamente… no supo amarnos sin destruirnos un poco o bastante. Hoy vamos a hablar de eso: de la trampa emocional de justificar a quien te hirió. Porque sí, el abuso emocional existe. Y no siempre deja moretones visibles, pero sí deja almas hechas polvo.

El lenguaje del abusador

El abuso emocional no siempre se anuncia con golpes ni con amenazas. Es más sutil, más elegante, más difícil de rastrear. Es el comentario sarcástico lanzado como una broma. Es la crítica constante disfrazada de preocupación. Es el castigo silencioso que te congela cuando no obedeces. Es el “te quiero, pero…” Una paciente me relataba con voz temblorosa: “Al principio era sólo eso… que me hacía sentir que yo exageraba. Después, cada vez que discutíamos, decía que él no podía estar con alguien tan inestable. Llegó un momento en que yo le pedía perdón por llorar”.

El abuso emocional no necesita fuerza física. Necesita acceso a tu alma. A tus miedos más íntimos. A esa parte tuya que se pregunta si tal vez, sólo tal vez, mereces que te quieran a medias. Byung-Chul Han escribió que hoy vivimos en una sociedad del rendimiento donde uno mismo se vuelve explotador de sí mismo. En el abuso emocional ocurre algo parecido: la víctima termina siendo parte del mecanismo que la somete.

Las excusas que nos tragamos

Hay algo muy cruel en el modo en que justificamos el daño. A veces, nos volvemos más defensores del abusador que testigos de nuestro propio sufrimiento. Y no es porque no lo sintamos, sino porque nos resulta insoportable mirarlo de frente. “Es que nadie le enseñó a amar”. “Él también tenía ansiedad”. “Yo era muy demandante». “Ella tuvo una infancia difícil». Sí, puede que todo eso sea cierto. Pero no borra el daño. El hecho de que alguien esté herido no le da derecho a herirte también. Lo que pasa es que a veces necesitamos justificarlo porque reconocer el abuso nos haría enfrentarnos a una nueva pérdida: la del amor idealizado.

La filósofa Simone Weil decía que “La desgracia arrastra al alma hasta el último límite de la miseria” (La gravedad y la gracia, 1947) Y sí, a veces la desdicha hace que la víctima se convenza de que lo que vivió no fue tan malo, sólo para poder seguir caminando. Pero hay que tener el valor de llamar al daño por su nombre. No por rencor, sino por dignidad.

¿Por qué nos cuesta tanto nombrarlo?

Nombrar lo que nos hicieron es también nombrar lo que permitimos. Y eso nos llena de vergüenza. ¿Cómo pude quedarme tanto tiempo ahí? ¿Cómo pude amar a alguien que me apagaba? ¿Cómo no me di cuenta? Nos cuesta porque al reconocerlo, toca rehacer toda la historia. Desde el principio. Como si tuviéramos que quemar el diario donde habíamos escrito nuestra versión del amor. Y sin diario, ¿quiénes somos?

Vivimos en una cultura que espiritualiza el aguante. “Perdona”, “entiende”, “suelta”. Pero pocas veces se dice: “nómbralo”, “denúncialo”, “párate frente a eso y no te muevas”. La sanación no siempre es suave. A veces arde. A veces implica decir: sí, me lastimaron. No, no estuvo bien. Y no lo voy a justificar más. Recuerdo cariñosamente a una amiga, cuyo padre la insultaba cada vez que se equivocaba. Nunca la tocó, pero la hacía sentir inútil. Ya adulta, decía: “Es que él quería que yo fuera fuerte. Me estaba formando para el mundo”. No, amiga. No era formación. Era violencia emocional. Y está bien que te duela decirlo.

Hay quienes piensan que el amor real es el que más duele. Y no, no es así…

Del dolor que libera al dolor que encadena

No todo dolor es crecimiento. Hay dolores que son cárceles, que se repiten como un eco porque nadie se atrevió a interrumpir el sonido. Justificar a quien te hirió es como ponerle flores a una celda. Puede parecer bonito, pero sigues encerrado. El dolor que libera es el que se dice, el que se llora, el que se escribe aunque sea con la mano temblando. Es el que atraviesa la vergüenza y la culpa, y llega al otro lado, donde hay palabras nuevas: límite, derecho, reparación, libertad.

Un conocido me decía: “No sé por qué me duele más reconocer que fue abuso que haberlo vivido”. Y otro le contestó: “Porque cuando lo vivías, al menos tenías la fantasía de que algún día iba a cambiar. Ahora sabes que no”. Aceptar eso duele. Pero también libera. Porque uno ya no espera nada del otro. Comienza a esperarse a sí mismo.

Y tú, ¿de qué te estás convenciendo?

Hoy quiero hacerte unas preguntas que no buscan culparte, sino despertarte: ¿qué historia te estás contando para no enfrentarte al dolor real? ¿Sigues pensando que él era “bueno, pero confundido”? ¿Que ella te amaba, pero tenía miedo? ¿Que tú eres el problema porque siempre fuiste “demasiado”? Tal vez esa historia te ayudó a sobrevivir. Pero ya no necesitas sobrevivir: necesitas vivir. Y para eso, hay que dejar de justificar. No estás solo, no estás sola. No estás loco, no estás loca. No estás exagerando. Y si hay una parte de ti que se sintió reconocida en estas líneas, entonces ya comenzaste el camino de regreso. A tu voz. A tu verdad. A tu vida sin disfraces.

Sanar no es olvidar. Sanar es dejar de mentirse para proteger quien te rompió. No necesitas gritarlo, pero sí decirlo. Aunque sea en voz baja. Aunque sea hoy, frente a esta pantalla, en la soledad de tu habitación. “Eso que me hicieron estuvo mal”.
Y aunque nadie más lo entienda, tú lo sabes. Y eso basta.


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Gracias por leer con el corazón.

El duelo de C.S. Lewis

«El duelo es como una larga avenida, por la que uno se arrastra, en la que cada recodo parece prometer la salida… y no lo es».
— C.S. Lewis

Queridos(as) lectores(as):

La vez pasada tuvimos la oportunidad de abordar El problema del dolor (1940) de C.S. Lewis, por lo que me parece conveniente darle su debida continuación. Cuando un ser amado muere, no muere sólo él, sólo ella. Algo en nosotros también se derrumba, se rompe, se desordena. En Una pena en observación (1961), C.S. Lewis no intenta entender el dolor desde el intelecto, sino desde la herida misma. Ya no es el pensador que nos hablaba del «el problema del dolor» como categoría teológica o lógica; es un hombre con el alma en carne viva, escribiendo desde el silencio y la confusión que siguen a la muerte de su esposa, Joy.

Este encuentro es una continuación natural de la anterior. Pero ya no estamos en el terreno de las ideas: aquí nos adentramos en un testimonio desgarrador. Y quizás, al compartirlo, podamos ofrecer un poco de compañía a quienes también atraviesan alguna pena —grande o pequeña— que les ha dejado sin palabras. Vamos a recorrer juntos esas páginas, no como quien analiza un texto, sino como quien acompaña un lamento. Como quien se sienta al lado de alguien que llora, sin querer explicarlo todo… pero sin irse.

La pérdida concreta

Cuando Joy Davidman murió en 1960, C.S. Lewis no perdió simplemente a una esposa: perdió una compañera espiritual, una interlocutora aguda, una presencia que había devuelto calor a su vida adulta. Lewis había vivido muchos años en una especie de celibato voluntario, intelectual y afectivo, y fue recién en la madurez que se permitió el amor. Por eso la pérdida de Joy fue, en cierto modo, la pérdida de una vida que recién empezaba. Una pena en observación no es un tratado, sino un cuaderno de duelo. Lo escribió en pequeños fragmentos, casi como anotaciones entre sollozos. Lo publicó originalmente bajo seudónimo, “N.W. Clerk”, para protegerse del escrutinio público. Y lo que escribió es duro, honesto, incómodo: “No estoy en peligro de dejar de creer en Dios”, confiesa, “el verdadero peligro es creer cosas horribles de Él”. Lewis no intenta idealizar a Joy ni convertir su historia en consuelo fácil. Lo que hace es mostrar, sin filtros, cómo el dolor real desarma incluso las certezas más nobles. El hombre que había defendido la existencia de un Dios bueno y justo ahora dudaba, no de su existencia, sino de su bondad. Su testimonio es valiente porque no teme contradecirse. Su fe, dice, se tambalea no porque Dios no exista, sino porque el rostro de ese Dios parece haber desaparecido por completo.

Esto no es raro en quienes hemos perdido a alguien. Hay días en que el dolor es tan agudo que Dios parece sordo, mudo, ausente. Lewis, con palabras sencillas pero profundas, pone en texto ese sinsentido. No hace falta que el lector haya vivido exactamente lo mismo; el modo en que lo dice es suficiente para despertar una resonancia interior. El duelo, nos dice, no es lineal. No es una bajada progresiva hacia la aceptación. Es una especie de espiral, en la que el mismo dolor vuelve, pero diferente. Lewis encuentra que, al intentar recordar a su esposa, muchas veces sólo consigue una imagen vacía. “¿Dónde está?”, se pregunta. ¿En el cielo? ¿En su memoria? ¿En sus palabras escritas? ¿En la risa que ya no escucha? Y con esa pregunta comienza a hablar el alma herida. No el teólogo. No el apologista. El hombre.

El desmoronamiento de la imagen de Dios

Uno de los momentos más desoladores de Una pena en observación ocurre cuando Lewis, en medio del llanto, escribe: “Ve a Dios y lo que encuentras es una puerta que se cierra con golpe y se tranca por dentro”. No es una frase ligera. Para quien ha dedicado su vida a escribir sobre la fe, el cristianismo y la razón, confesar algo así es casi un escándalo… y sin embargo, es profundamente cristiano. Lo que Lewis experimenta es la noche oscura del alma. Pero a diferencia de San Juan de la Cruz o Santa Teresa, no la vive desde una práctica mística, sino desde una intimidad desgarrada. No duda de Dios como teoría, duda de Dios como consuelo. Le habla —como Job— desde la herida, desde la tierra húmeda con lágrimas, desde la indignación más legítima: ¿Por qué, si eres amor, no has impedido esto? Es notable cómo se desploma su imagen anterior de Dios. En El problema del dolor (1940), Lewis había sostenido que el sufrimiento era parte de un plan amoroso, un cincel que Dios utiliza para moldearnos. En Una pena en observación, ese cincel se ha vuelto puñal. Y aunque su razón sigue buscando sentido, su corazón grita como cualquiera: “Esto duele y no entiendo por qué”.

Pero ese colapso tiene un valor inmenso. Nos muestra que una fe auténtica no es la que nunca se tambalea, sino la que sobrevive incluso cuando ha sido zarandeada. Lewis no nos presenta a un creyente ideal, sino a uno real: contradictorio, enojado, triste, humano. Dice: “Cuando estás feliz, tan feliz que no sientes necesidad de Dios… si te acuerdas de Él, lo agradecerás. Pero acudes a Él como un último recurso, y lo que oyes es un portazo”. Hay creyentes que jamás se animan a decir esto en voz alta. Lewis sí. Y eso es lo que vuelve tan poderosa esta obra. No pretende dar respuestas —no las tiene—. En su lugar, ofrece compañía, lucidez y una vulnerabilidad que muchas veces nos salva más que mil sermones.

“Su ausencia es como el cielo, se extiende sobre todo”.
— C.S. Lewis, Una pena en observación (1961)

El lenguaje del dolor

Hay un momento en Una pena en observación en que Lewis admite no poder hablar. No porque no sepa qué decir, sino porque el dolor lo ha reducido a un balbuceo interior. “No hay nada que puedas hacer con el sufrimiento —dice—. No puedes compartirlo, ni siquiera describirlo. El verdadero dolor es mudo”. Y sin embargo, lo intenta. Una y otra vez, como quien palpa a oscuras buscando una forma de decir lo que duele. Y eso convierte su obra en un ejercicio lingüístico y existencial de primer orden: ¿cómo hablar de lo que por definición quiebra el lenguaje? El dolor, en Lewis, no tiene estructura ni gramática. Cambia de forma, se transforma, retrocede y vuelve a golpear. Es como un animal salvaje que se cuela en la casa y no deja nada intacto. En su intento por escribirlo, Lewis no ordena; registra. A veces con ternura, a veces con rabia, a veces con una fatiga tan profunda que las palabras apenas se sostienen.

Esto lo vuelve profundamente humano. Y profundamente literario. Lewis se permite contradecirse, y eso es parte del duelo: decir una cosa hoy y desmentirla mañana. Un día siente que Joy sigue viva en algún modo misterioso, y al siguiente teme que todo haya sido una ilusión. “El dolor insiste en ser atendido”, había dicho antes. Ahora, el dolor escribe por él. Como filósofo, pero sobre todo como psicoanalista, me conmueve observar este intento de ponerle nombre al abismo. Lewis no se escuda en frases hechas ni intenta “superar” su dolor. Lo deja vivir, lo mira a los ojos, se deja afectar. Lo escribe. Y al hacerlo, sin quererlo, nos enseña que a veces el único modo de soportar la pena es tratar —con torpeza, con miedo, con dignidad— de ponerla en palabras. Lo que muchos lectores encuentran en este texto no es un manual de duelo, sino una compañía. Un eco. Un espejo. Y eso basta.

De la oscuridad a la esperanza

En las primeras páginas de Una pena en observación, el tono de Lewis es tan sombrío que uno podría pensar que no hay salida posible. Pero conforme avanza, algo cambia. No es una recuperación triunfal ni una respuesta mágica. Es más bien un respiro. Una grieta por donde entra un poco de luz. No hay un momento exacto en el que Lewis diga “he sanado”. Lo que hay es un lento desplazamiento: del grito, al susurro; del caos, al murmullo de algo que empieza a sostenerse otra vez. Poco a poco, Joy ya no es sólo la ausencia que duele, sino también la presencia que amó. No desaparece el dolor, pero aparece una forma distinta de recordarla. “La muerte —escribe— no ha quitado nada de lo que realmente importaba de ella. La ha dejado fuera de mi alcance. Eso es todo”. Esa frase, tan simple y tan desgarradora, contiene una de las verdades más hondas del duelo: el amor no se borra con la muerte. Se transforma, se vuelve memoria, suspiro, plegaria. Y en ese espacio, Dios vuelve a asomarse, no como respuesta, sino como presencia. Lewis lo dice con humildad: “Tal vez mi idea de Dios era sólo una imagen… y ha tenido que romperse para que Dios pueda acercarse de verdad”.

Lo más conmovedor de esta parte es que Lewis no escribe desde la victoria, sino desde la fidelidad. La fe que vuelve no es la de antes, sino una más vulnerable, más delgada, pero también más real. Ya no se trata de entender a Dios, sino de seguir buscándolo incluso cuando duele. “Amar —nos recuerda— es estar expuesto. Y sufrir por amor no es fracaso: es señal de que fue verdadero». Para quienes están atravesando una pérdida, este libro no ofrece consuelo fácil. Pero sí ofrece verdad, y eso a veces consuela más que cualquier frase reconfortante. Lewis no promete que todo mejorará. Promete que no estás solo. Que otros también han gritado, dudado, llorado. Y que hay caminos, lentos pero ciertos, hacia una forma nueva de vivir con la ausencia.

Cuando el alma escribe con lágrimas

Escribir desde el dolor verdadero exige coraje. C.S. Lewis lo tuvo. En Una pena en observación no nos enseñó a superar la pena, sino a atravesarla sin negarla. Nos mostró que incluso los corazones creyentes tiemblan. Que incluso los sabios se quiebran. Y que incluso en la oscuridad, puede haber fidelidad. Quizá tú, lector o lectora, estés hoy atravesando una pérdida. O tal vez te duela algo que no puedes nombrar del todo. Si es así, este encuentro es para ti. No pretende explicarte nada, sólo decirte: no estás solo(a). La pena no es un error. Es la marca de haber amado. Y aunque parezca interminable, tiene un ritmo, una respiración, una manera de irse acomodando con el tiempo. A veces, lo más valiente que puedes hacer es simplemente seguir de pie, aunque sea temblando. Lewis lo hizo. Tú también puedes.


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Nos seguimos leyendo

C.S. Lewis y el dolor

“El dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla en nuestra conciencia, pero grita en nuestro dolor. Es su megáfono para despertar a un mundo sordo”.
— C.S. Lewis

Queridos(as) lectores(as):

A veces basta un diagnóstico, una llamada en la madrugada, una ausencia inesperada, para que la vida se quiebre sin previo aviso. Es en ese instante —cuando el alma tiembla y el cuerpo no entiende— que surge la pregunta que ha atravesado los siglos: ¿por qué duele? Escribir sobre el dolor es arriesgarse a pisar terreno sagrado y herido. No hay respuestas fáciles, ni fórmulas que consuelen de verdad. Pero hay voces, como la de Clive Staples Lewis, que se atreven a mirar el sufrimiento con una mezcla rara de lucidez, fe y ternura. En El problema del dolor (1940), Lewis no sólo piensa el dolor: lo escucha, lo atraviesa, lo interroga desde su experiencia y su fe. Y eso, en sí mismo, es un acto de profundo amor.

Este encuentro no pretende resumir el libro, sino dejar que algunas de sus intuiciones dialoguen con lo que he vivido y visto en el diván, en los pasillos de los hospitales, en los silencios de quienes no saben cómo seguir. Porque si el dolor tiene algún sentido, quizás sea este: que aún heridos, aún rotos, podemos mirar al otro con compasión verdadera. Que el dolor —cuando no se glorifica ni se niega— puede ser un lugar de encuentro, no de condena. Vamos paso a paso. Que esta lectura no sea un peso más, sino un pequeño descanso en medio del camino.

El dolor como escándalo de la conciencia

Hay dolores que no se pueden explicar sin traicionar su peso. La muerte de un hijo, una enfermedad injusta, la traición de alguien amado… Hay dolores que no se comprenden, sino que se padecen. Para C.S. Lewis, el dolor no es un problema intelectual cualquiera, sino el mayor obstáculo para la fe de un alma sensible: “Si Dios fuese bueno, desearía que sus criaturas fueran perfectamente felices; y si fuese omnipotente, podría lograrlo. Pero las criaturas no son felices. Por tanto, parece que Dios carece de bondad, de poder, o de ambas cosas” (El problema del dolor, 1940). Lewis no esconde esta objeción: la enfrenta. Y lo hace con la honestidad de quien ha amado, sufrido y pensado profundamente. Porque el escándalo del dolor no está sólo en lo que se siente, sino en lo que contradice: la idea de un mundo justo, de un Dios bueno, de una vida con sentido.

En el consultorio, he escuchado muchas veces ese mismo lamento, aunque venga envuelto en otras palabras. Una mujer que fue abusada en la infancia y se pregunta si todo estaba ya escrito. Un hombre que pierde su empleo y con él, su dignidad. Padres que no logran proteger a sus hijos. Gente buena que, simplemente, no puede más. Lo que duele no es sólo el hecho, sino la experiencia de desamparo, la sensación de que el dolor desmiente todo lo que nos dijeron que era la vida. Y sin embargo —como decía el poeta Paul Claudel—: “Dios no vino a suprimir el sufrimiento. No vino a explicarlo. Vino a llenarlo con su presencia». En esto radica uno de los grandes aportes de Lewis: el dolor no es prueba de la ausencia de Dios, sino quizá el único lugar donde algunos llegan a escucharlo. “El dolor es el megáfono de Dios para despertar a un mundo sordo”, insiste Lewis. No como castigo, sino como llamado. Claro que esto no consuela a la ligera. A veces, en la clínica, lo único que uno puede hacer es estar allí, callado, cuando el otro se desmorona. Porque hay dolores que no piden explicaciones, sino brazos abiertos. Y aún así —con el tiempo, con ternura, con trabajo— muchos descubren que el dolor no fue el final. Que, extrañamente, fue el principio de una vida más verdadera.

El amor que duele: cuando Dios no nos deja en paz

Lo más provocador de El problema del dolor no es que Lewis defienda la existencia de Dios a pesar del sufrimiento, sino que se atreva a decir que es justamente porque Dios nos ama que permite que suframos. En sus palabras: “No es la benevolencia del que quiere simplemente que los hombres estén contentos, sino la del artista que no descansará hasta haber plasmado su imagen perfecta en la criatura” (El problema del dolor, 1940). No es fácil aceptar esta idea. Suena incluso cruel. ¿Qué clase de amor permite el quebranto? ¿Qué tipo de Dios “moldea” con lágrimas? Lewis no habla desde la teoría. Él mismo perdería años después a su esposa Joy por un cáncer devastador, y escribiría Una pena en observación (1961) como testimonio desgarrado. Ya no era el académico brillante, sino un hombre roto. Y aún así, no renegó de Dios. Cambió su tono, su confianza, su fe infantil… pero no dejó de creer. Porque comprendió que el amor divino no es complaciente: es transformador. Y a veces, transforma a través del crujir de los huesos.

Muchos pacientes llegan a consulta destrozados no sólo por lo que han vivido, sino por la pregunta latente: ¿por qué yo? Y en esa pregunta hay una queja, sí, pero también una intuición: que la vida —y quizás Dios— tiene algo que decirnos incluso en la ruina. Esto me conmueve personalmente porque me hace recordar a mi papá, quien en su profunda sensibilidad y sabiduría, me hacía pensar en otra pregunta: ¿por qué yo no? Mi amigo Uriel, de hecho, me hablaba con la calidez de un amigo, pero sobre todo de un hermano en la fe: «Las tribulaciones que vivimos muchas veces nos ayudan a poner más atención en cosas que no veríamos de estar en paz o en calma». ¿Quiénes somos para no tener que vivir lo que otros viven con absoluta dignidad?

El amor que duele no es sádico. Es exigente. Lewis compara a Dios con un cirujano: una vez que ha comenzado la operación, no puede detenerse solo porque el paciente sufre. Su finalidad no es herir, sino curar. Pero no lo hace a medias. Como un escultor que talla a golpe de martillo, porque ve en el mármol una belleza que aún no ha emergido. Claro que todo esto sólo puede decirse con humildad. Cuando uno no es quien está sufriendo, lo mejor es guardar silencio. Pero cuando uno ha pasado por el fuego —y sabe que no fue en vano— entonces estas palabras pueden comenzar a tener sentido. No como explicación, sino como compañía.

«No basta con decir que el sufrimiento enseña; si lo hace, es porque ha sido escuchado».
-C.S. Lewis, El problema del dolor (1940)

Dolor, dignidad y sentido en la clínica

Una de las grandes intuiciones de C.S. Lewis es que el sufrimiento no nos deja igual. “Dios susurra en nuestros placeres, habla en nuestra conciencia, pero grita en nuestro dolor” —no es sólo una imagen poética, sino una verdad clínica. Porque el dolor, cuando no se anestesia ni se niega, puede volverse revelación. Y lo revelado no siempre es algo nuevo: a veces es algo olvidado. Lo he visto muchas veces en el consultorio: el hombre que se quiebra después de años de sostenerlo todo, y por fin puede decir que tiene miedo. La mujer que empieza a dormir bien sólo después de permitirse llorar. El joven que reconoce que no odia a sus padres, sino que quiere ser visto. Y también he visto lo contrario: personas en quienes el dolor ha fermentado en resentimiento, desconfianza o rabia muda. Porque el sufrimiento no es maestro automático de nada. Sólo puede enseñar si encuentra un oído que escuche, un otro que acompañe, un espacio donde hablar sin ser juzgado.

En El problema del dolor, Lewis distingue entre el sufrimiento físico y el moral, pero reconoce que ambos afectan el alma. En clínica, esa distinción se vuelve difusa: hay cuerpos que somatizan lo que no pueden decir, y hay dolores emocionales que se experimentan como heridas en la carne. Por eso, acompañar el dolor no es sólo intervenir en lo que “duele”, sino en lo que esa persona ha hecho —o no ha podido hacer— con su historia. Recuerdo un paciente que había atravesado una infancia marcada por el abandono. Durante meses, hablaba como si todo le fuera indiferente. Pero una vez —al mencionar que, de niño, fingía dormir para no escuchar a sus padres pelear— se quedó en silencio. Y luego, con la voz quebrada, dijo: “Yo quería que alguien me defendiera”. No hablaba un adulto: hablaba el niño que aún no había podido dolerse en paz. A partir de ahí, comenzó el trabajo real. Lewis insiste en que Dios no quiere que seamos “felices” a cualquier precio, sino santos. Esto puede sonar lejano, incluso hostil, si se lo dice a alguien en crisis. Pero si lo traducimos: Dios desea que seamos verdaderos. Que nuestra dignidad no dependa del éxito, del cuerpo joven o del reconocimiento externo. En clínica, eso también se busca: que la persona descubra que, incluso en medio del dolor, hay un “sí” que puede decir a la vida. A veces pequeño, casi susurrado. Pero real.

No sentido, sino presencia

Hay historias que no se olvidan, no por lo escandalosas, sino por lo profundamente humanas. Una mujer me contó una vez que, tras años de vivir violencia familiar, huyó una noche con su hija pequeña y una maleta. Terminó en un refugio. No tenía trabajo, ni red, ni autoestima. Durante meses, cada palabra suya era una mezcla de culpa y vergüenza. Pero hubo un punto de inflexión: una mañana, mientras barría, su hija le dijo: “Me gusta más tu risa cuando estamos solas”. Esa frase fue un parteaguas. “Entonces supe que todavía podía empezar otra historia”, me dijo. El dolor no desapareció. Pero ya no era el dueño de su vida. Otro caso que me marcó fue el de un hombre que, tras perder a su esposa en un accidente, se negó durante años a rehacer su vida. No por fidelidad, sino por miedo. Miedo a olvidar, miedo a traicionar, miedo a volver a amar. En consulta, me dijo un día: “La única manera en que ella sigue viva es si yo no soy feliz sin ella”. Nos quedamos en silencio. Y luego preguntó: “¿Será que ella querría eso?”. No respondí. No hizo falta. El dolor que lo había encerrado empezó a volverse recuerdo, no cárcel. A los meses, volvió a la música —ella era pianista— y empezó a tocar de nuevo. No para olvidarla, sino para recordarla de otro modo.

Lewis diría que lo que esas personas encontraron no fue un sentido abstracto, sino una Presencia. “El dolor elimina las ilusiones sobre nosotros mismos” —escribió— “y nos obliga a ver quiénes somos y quién es Dios” (El problema del dolor, 1940). No para condenarnos, sino para liberarnos de todo lo que nos impide vivir con verdad. A veces, acompañar a alguien en su dolor es como quedarse junto a él mientras cruza un puente roto. No se trata de dar respuestas, sino de ser testigo. Y hay algo en ese testimonio compartido que convierte el sufrimiento en semilla.

Reflexión final

Hay dolores que nos cambian para siempre. Sería injusto decir que todo se supera, que el tiempo cura, que basta con ver el lado positivo. A veces no hay “lado positivo”. A veces sólo hay ruinas, silencio y preguntas que duelen más que el propio hecho vivido. Pero también es cierto —y lo digo no desde el dogma, sino desde lo visto y vivido— que el dolor puede transformarse. No se borra. No se explica del todo. Pero puede encontrar un lugar donde no destruya, sino fecunde. Como las grietas por donde entra la luz, como las cicatrices que no tapan la herida, pero sí indican que hubo sanación. C.S. Lewis no escribió El problema del dolor desde la comodidad. Su fe no fue nunca un escudo contra el sufrimiento, sino una forma más profunda de atravesarlo. En uno de sus pasajes más hermosos, escribió: “He aprendido ahora que mientras aquellos que no sufren pueden ayudarnos por lo que dicen, los que han sufrido pueden ayudarnos por lo que son”. Eso es lo que más necesitamos: no explicaciones perfectas, sino presencias verdaderas.

Si estás pasando por un momento oscuro, que sepas esto: no estás solo(a). Y aunque no lo parezca ahora, es posible que algún día, lo que hoy te rompe sea también lo que te vuelva más compasivo(a), más libre, más profundo(a). No porque el dolor sea bueno, sino porque tú eres más grande que tu herida. Que podamos ser, cada uno a su modo, testigos del consuelo. Porque a veces, basta con que alguien nos mire con ternura para volver a creer que la vida todavía puede ser hermosa.


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Nos seguimos leyendo.

Por favor: descansa

“Cuando el trabajo no descansa, se convierte en castigo; y cuando el corazón no se aquieta, ni el amor puede florecer”.
Françoise Dolto

Queridos(as) lectores(as):

Hay días en los que uno siente que ya no puede más, pero sigue. No porque tenga fuerzas, sino porque teme decepcionar, fallar, quedar mal. El cuerpo da señales, los pensamientos se enturbian, el alma se apaga de a poco… y aún así uno responde mensajes, atiende pendientes, dice “sí” cuando lo que necesita es una pausa larga y silenciosa. Vivimos en una época que glorifica la disponibilidad permanente. Siempre hay alguien que puede “sólo un momento” llamarte, pedirte un favor, contarte su crisis o mandarte un archivo “urgente”. Como si el cansancio ajeno fuera prioridad y el propio, una falta de carácter.

Este encuentro no va dirigido a quienes quieren hacer más, sino a quienes ya no pueden. A quienes se sienten culpables por estar cansados. A quienes se han convencido de que si no están siempre disponibles, dejan de valer. Hoy quiero invitarte a pensar el descanso no como un lujo, sino como una responsabilidad con uno mismo. Porque también se ama sabiendo decir “ahora no puedo”. Porque hay un momento en el que no descansar deja de ser generosidad y empieza a ser autoabandono.

Cuando el alma pide tregua

Hay un tipo de agotamiento que no se quita con dormir. Es ese que se acumula cuando uno ha dado de más, ha sostenido demasiado, ha callado lo que le duele y ha postergado lo que necesita. Ese cansancio —que no es sólo físico, sino emocional, afectivo, espiritual— tiene una forma de colarse por todo el cuerpo: se aloja en los hombros tensos, en el pecho que pesa, en el pensamiento que se nubla con facilidad. Y sin embargo, vivimos en un mundo que nos empuja a seguir como si nada. El problema no es sólo el ritmo, sino el mandato: si te detienes, decepcionas; si descansas, estás siendo flojo; si te desconectas, dejas de pertenecer. Lo perverso no es el esfuerzo, sino la imposibilidad de retirarse sin culpa. Hemos confundido presencia con valor, productividad con dignidad, y eso nos ha llevado a una mentira peligrosa: que el cansancio debe esconderse, como si fuera un fracaso.

La psiquiatra y ensayista, Marion Milner, escribió alguna vez: “La libertad no está en hacer más cosas, sino en poder dejar de hacerlas sin sentir que perdemos el sentido” (Sobre no poder pintar, 1950). Saber parar, detener la máquina, desactivarse, no es señal de debilidad: es una forma de consciencia. El alma necesita tregua. No para volverse inútil, sino para no volverse ausente. Porque incluso lo que amamos —el trabajo, la familia, los demás— se vuelve peso cuando lo llevamos sin aire.

El mito de estar siempre para todos

Hay una idea que nos arruina sin que lo notemos: la de que debemos estar siempre disponibles para quienes nos necesitan. Que ser buena persona es no poner límites. Que el cariño se demuestra atendiendo de inmediato, sin importar si uno puede, quiere o está en condiciones de hacerlo. Esto no es generosidad. Es autoexigencia disfrazada. Y muchas veces nace no tanto del amor, sino del miedo: miedo a ser reemplazados, olvidados, juzgados. Miedo a no ser indispensables. El celular ha vuelto esta trampa casi invisible. Los mensajes llegan a cualquier hora, los grupos de trabajo no duermen, y quien no responde parece desinteresado o irresponsable. “Sólo te tomará cinco minutos”, dicen. Pero son cinco minutos del cuerpo agotado, del alma que ya no puede, del descanso que nunca llega. Y esos minutos —una y otra vez— van quitándonos el día, la paz, la salud.

El filósofo español, José Antonio Marina, escribió: “Vivimos tan pendientes de los otros, que hemos dejado de tener intimidad con nosotros mismos” (Anatomía del miedo, 2006). Y sin intimidad, uno no descansa: se anestesia, se apaga, se pierde en el ruido. Estar siempre para todos puede ser una forma muy sutil de no estar para uno mismo. Y nadie —escucha bien— puede sostener al mundo entero si no se da permiso de soltarlo, aunque sea un rato.

Desconectarse también es cuidarse

Uno de los mayores obstáculos para el descanso hoy no es la carga de trabajo… sino la carga de estímulos. Información, conversaciones, alertas, noticias, audios, memes, notificaciones, llamadas: todo sucede a la vez, todo exige respuesta, todo parece urgente. Pero no lo es. Hemos confundido lo inmediato con lo importante. El celular, que tanto nos conecta, también nos quita la posibilidad de estar verdaderamente solos, o verdaderamente presentes. Ya no hay silencios, ya no hay pausas. Incluso cuando “descansamos”, lo hacemos con una pantalla en la mano. Y el alma, que no puede apagarse del todo, permanece en guardia. Apagar el teléfono no es huir del mundo, es recordarle al cuerpo y a la mente que no todo está bajo nuestro cuidado. Que hay cosas que pueden esperar. Que hay momentos que no necesitan ser compartidos, grabados, respondidos. Sólo vividos.

Franco “Bifo” Berardi lo dijo con crudeza: “La sobreexposición a la conectividad ha destruido nuestra capacidad de elaborar el dolor, de procesar el cansancio, de pensar el futuro” (Después del futuro, 2011). No saber desconectarse no es valentía. Es un síntoma. Quizá uno de los actos más revolucionarios hoy —y más sanadores— sea dejar el celular a un lado, aunque sea una hora, y escuchar el silencio. O el canto de los pájaros. O la respiración propia. Volver a habitar el cuerpo como quien regresa a casa.

A veces el cuerpo lo dice antes que el alma: “ya no puedo más”.

El descanso no es un lujo, es un acto de responsabilidad

Aprender a descansar es, en el fondo, un acto de madurez. No se trata sólo de dormir o de tomarse unas vacaciones, sino de asumir que el cuerpo y el alma necesitan cuidados, no sólo exigencias. Que no basta con funcionar: hay que habitarse. Escucharse. Sostenerse con ternura.nHay quien cree que descansar es abandonar la misión, desviarse del camino, o dejar solos a los demás. Pero no. Descansar es lo que permite continuar. Es lo que evita que uno estalle, que hable con ira, que enferme, que trate con desprecio a quienes más ama. Porque el alma agotada no ama: sobrevive. Y el cuerpo saturado no piensa: reacciona. El descanso no es egoísmo. Egoísta es quien se cree tan indispensable que no puede retirarse ni un instante. Quien no confía en que el mundo puede seguir sin él, sin ella, un rato. Quien no se concede espacio para estar, simplemente, consigo mismo.

Por ello es que Simone Weil escribió: “La atención verdadera es un acto de generosidad, pero sólo puede ofrecerla quien no está exhausto” (La gravedad y la gracia, 1947). Cuidarse es también preparar el corazón para volver a dar sin resentimiento, sin desgaste, sin angustia. El descanso no es el final del camino: es el claro en el bosque donde uno respira para continuar. Y a veces, detenerse a respirar es lo más valiente que se puede hacer.

Algunas ideas sencillas para descansar mejor

Descansar no siempre significa hacer menos. A veces, significa hacer distinto. Aquí te dejo algunas sugerencias que pueden ayudarte a reconectar contigo mismo y recuperar energía:

  • Desconéctate intencionalmente del celular al menos una hora al día. Ponlo en modo avión o déjalo en otra habitación. Tu mente necesita silencio.
  • Establece un horario de descanso sin culpa. No lo negocies. Así como agendas reuniones, agenda pausas. El mundo no se va a caer si tomas un respiro.
  • Aprende a decir “no por ahora”. No todo requiere una respuesta inmediata. No todo lo urgente es importante.
  • Haz algo que no tenga propósito. Leer por placer, caminar sin destino, escribir, mirar el cielo. Recuperar lo inútil es recuperar lo humano.
  • Cuida el cuerpo como quien cuida una casa. Dormir bien, comer con calma, respirar profundo. Lo básico no es banal: es sagrado.
  • Busca momentos de soledad elegida. No para huir del mundo, sino para volver a ti mismo(a) con menos ruido.

Tal vez nadie te lo ha dicho con claridad, así que permíteme hacerlo ahora: no todo puede esperar de ti. Hay cosas que sí. Pero no todo. Y tú no puedes seguir creyendo que decir “no puedo más” es un pecado, una traición o una señal de debilidad. A veces, lo más fuerte que puede hacer alguien es detenerse. No responder ese mensaje. No atender esa llamada. No prometer lo que no puede dar. A veces, lo más amoroso es desaparecer un rato para volver con el alma menos rota. Si estás cansado(a), no estás mal. Estás vivo(a). Estás sintiendo. Estás llegando a un límite. No eres débil: estás honrando tu cuerpo, tu mente, tu historia. Escúchate. Haz espacio para ti. Cierra los ojos. Baja el ritmo. El mundo puede esperar. Tú no.

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Si esta entrada te habló, si te hizo detenerte un momento o simplemente sentirte acompañado(a) en tu cansancio, me alegra profundamente. Crónicas del Diván es un espacio pensado para eso: para respirar, pensar, cuestionar, y tal vez —de vez en cuando— descansar juntos. Te invito a seguir el blog, es gratuito y puedes recibir notificaciones por correo cada vez que se publique una nueva entrada. Y si quieres contarme algo, compartir una experiencia o simplemente saludar, puedes escribirme desde la pestaña Contacto.

Gracias por estar aquí.
Nos leemos pronto.

Carta a una madre buena

Querida:

Ojalá esta carta te encuentre en un momento tranquilo. Pero si no es así —si llegaste a ella en medio del caos, del cansancio, de un llanto ajeno o propio—, también está bien. Porque no es una carta para cuando todo está en orden. Es para ahora. Para ti. Para hoy. Hoy que quizás te preguntas si lo estás haciendo bien. Hoy que te pesa lo que dijiste, o lo que no lograste decir. Hoy que te miras en el espejo con culpa, con duda, con esa sensación de estar llegando tarde a todo. Quiero hablarte con calma. Con ternura. Sin exigencias. Como quien ofrece cinco minutitos de paz entre tanto caos.

Hay una frase que me acompaña desde hace años. La dijo Donald Winnicott, un pediatra y psicoanalista inglés que supo mirar la infancia y la maternidad sin romanticismos. Él escribió: “No hay madre perfecta. Hay una madre suficientemente buena”. Y eso no es una excusa, es una liberación. Una madre suficientemente buena es la que ama, claro. Pero también la que se enoja. La que a veces grita. La que llora en silencio. La que un día no puede más. La que tiene miedo de fallar… y aún así vuelve a intentarlo. Y tú, aunque no lo creas, estás siendo eso. Suficientemente buena.

En el silencio entre el cansancio y el amor, también hay espacio para respirar.

¿Sabes qué? No tengas miedo de equivocarte. Porque sí, vas a cometer errores. Todos los cometemos. Pero los tuyos, si van acompañados de amor, de escucha, de presencia, no destruyen. Enseñan. Le enseñan a tu hijo(a), que el amor no es perfecto, pero es fiel. Que se puede reparar. Que se puede pedir perdón. Que también los adultos se confunden, y que eso no es tragedia, sino verdad. No tengas miedo de equivocarte. Porque cada vez que lo haces y te das cuenta, estás mostrándole a tu hijo(a) algo valiosísimo: que no es necesario ser impecable para ser digno de amor.

Y si hoy te sentiste impaciente, o torpe, o ausente… no te quedes atrapada ahí. Míralo. Abrázate. Dite: “hoy no fue perfecto, pero mañana vuelvo a intentarlo». Créeme, eso basta. Eso construye. A veces sentimos que tenemos que poder con todo: el trabajo, las tareas, las emociones de todos, las propias que nadie ve. Pero no es así. Tú no eres superheroína. Tú eres madre. Y eso ya es inmenso. Tu hijo(a) no necesita una mujer que nunca se caiga. Necesita saber que, cuando te caes, te levantas. Y que aún en el cansancio, sigues eligiéndolo(a).

Si esta carta te da esos famosos «cinco minutos» de respiro, de alivio, de ternura, entonces habrá cumplido su misión. Y si no, si simplemente pasó por ti sin dejar huella, igual quiero que recuerdes esto: no tengas miedo de equivocarte. Porque amar de verdad no significa no fallar. Significa estar, incluso después del error. Y eso, querida, tú ya lo haces. A tu modo. En tu tiempo. Con tus heridas y tus gestos. Así que respira. Llora si hace falta. Y después… sigue. No como quien carga el mundo sola, sino como quien sabe que en medio del caos, también se puede descansar un poco.

Con cariño inmenso y gratitud infinita.

Héctor Chávez Pérez