El mundo es un gran diván y cada persona una circunstancia única y sin igual. La historia es un punto de partida fundamental para poder dar paso a los distintos discursos que hay. Bienvenidos a un espacio de reflexión, donde la filosofía, el psicoanálisis, la literatura, el arte y demás ciencias humanísticas abrirán distintas puertas, ventanas… o agujeros en los muros.
Sé que este no es un tema que quieras volver a tocar. Lo imagino: ya has cerrado la ventana, corrido las cortinas, apagado la luz… y aún así, el amor se cuela en forma de recuerdo o de vacío. Y no hay defensa que alcance. A veces no se deja de creer en el amor por rabia. Se deja de creer por pudor. Por cansancio. Porque algo en uno ya no quiere exponerse. Uno no renuncia al amor como quien arroja la toalla, sino como quien, tras mil intentos, deja de llamar a una puerta que nunca se abrió.
Y entonces viene ese silencio que no es paz, pero se le parece. Esa resignación que se instala como si fuera madurez, pero en realidad es tristeza contenida. Si estás ahí, si ese silencio se parece al tuyo, te escribo para que sepas que no estás tan solo(a) como crees. Que no hay nada ridículo en haber amado de verdad. Ni en haber esperado. Ni siquiera en haberte roto.
Lo que duele no es el amor. Lo que duele es la ausencia de respuesta, las medias verdades, los gestos que prometen y no se quedan. Lo que agota es haber dado lo mejor de ti y sentir que nadie lo supo ver. Pero quiero decirte algo con todo mi corazón: aunque ahora no lo parezca, eso que diste no fue en vano. Porque el amor —incluso el que no fue correspondido— humaniza. Nos vuelve más porosos, más lúcidos, más capaces de leer el alma ajena. Y eso no desaparece: se transforma. Se queda contigo. Te moldea. Y sí… quizá por ahora no quieras volver a creer. Y está bien. Pero no dejes que esa desilusión te haga desconfiar de ti mismo(a). El hecho de que el otro no supo amar no significa que tú no hayas amado bien. Eso te honra.
Recuerdo unas palabras que pronuncia el Conde de Montecristo (obra de Alexander Dumás) cuando un joven le pregunta qué hacer con su dolor: “Busque su árbol, siéntese bajo él y deje que la vida lo alcance.” Tal vez no necesites ahora a alguien que te ame. Tal vez lo que necesitas es encontrarte contigo(a) bajo ese árbol. No para olvidar, sino para recordarte quién eras antes del desencanto. Para dejar que brote algo que no habías podido escuchar: tu propia ternura. Y si acaso un día vuelves a amar —de otra forma, desde otro lugar, con otra piel o incluso con otras palabras— que no sea por necesidad, sino por libertad. Por alegría silenciosa. Porque has sanado sin rencor. Porque ya no buscas un refugio, sino una presencia.
Y si no llega… si nunca llega eso que tanto anhelaste, aun así no viviste en vano. Como escribió el soñador en Noches blancas (de Dostoievski), después de perder a quien creyó amar para siempre: “Una noche de felicidad… ¿Acaso no es eso suficiente para toda una vida?” Quizá no fue eterno. Pero fue real. Y en este mundo, eso ya es milagro. Con profundo respeto por tu historia, y con la esperanza intacta de que algún día vuelva a brotar la risa sin peso.
“Cuando un niño lee, no sólo descubre mundos, se descubre a sí mismo”. — Gianni Rodari
Queridas lectores y queridos lectores:
En esta ocasión, voy a contestar a un mensaje que me escribió Lucía desde Ecuador. En él me preguntaba sobre la literatura que podría servirle para que su hijo no sólo adquiera gusto por la lectura, sino que también le forme en valores y le haga más consciente del mundo. Espero también les sirva.
Querida Lucía:
Gracias por tu mensaje. De verdad. En un mundo donde muchos padres se preguntan cómo mantener ocupados a sus hijos, tú me preguntas cómo formar su alma. Y lo haces con humildad, con ternura y con un sentido profundo del deber. Eso ya habla bien de ti, pero también nos habla de una necesidad compartida: la de acompañar a nuestros adolescentes en este mundo que parece haber perdido la brújula. Me pediste títulos de libros. Claro que te los voy a dar. Pero antes de enlistarlos, quiero regalarte una reflexión. Porque cuando se trata de adolescentes, no basta con recomendar cosas “bonitas” o “formativas”. Se trata de saber qué necesita un joven hoy: consuelo sin cursilería, desafío sin sermón, palabras verdaderas en medio de tanto ruido.
Y para eso, la literatura —la buena, la que incomoda y consuela al mismo tiempo— sigue siendo una de las mejores aliadas. Como un faro que no obliga a cambiar de rumbo, pero que está ahí, firme, para quien tenga el valor de mirar.
No se trata sólo de leer: se trata de despertar
A veces se cree que leer es simplemente un hábito útil, como lavarse los dientes o hacer ejercicio. Pero no. Leer bien es un acto de libertad. Es uno de los primeros grandes gestos de autonomía que un joven puede asumir: elegir un libro, sentarse a leerlo sin que nadie lo obligue, y dejarse transformar por él. La filósofa española María Zambrano escribió: “El niño aprende a hablar para preguntar. El joven, para responderse. El adulto, para callar” (Persona y democracia, 1958). Leer en la adolescencia es eso: buscar respuestas en medio del caos. Y la buena literatura no da soluciones fáciles, pero ofrece palabras. Y con palabras, viene la posibilidad de comprender.
Hay libros que nos enseñan a mirar de nuevo, a hablar de lo que callábamos, a descubrir que lo que nos pasa también le pasó a otros. Y no desde la teoría, sino desde la carne viva del relato. Por eso no basta con “darles algo para leer”. Hay que ofrecer libros que digan la verdad, aunque duela. Libros que acompañen sin infantilizar, que desafíen sin agredir, que despierten sin empujar. Leer, entonces, es orar con los ojos. Es aprender a esperar. Y no hay etapa que necesite más esa espera —esa paciencia activa del alma— que la adolescencia.
Esa tierra extraña entre silencios y estallidos
Lucía, la adolescencia no es sólo una etapa biológica: es una revolución interior. Es el momento en que uno ya no es niño, pero tampoco adulto. Donde las emociones aparecen como tormentas, pero también como revelaciones. Es una tierra de silencios largos y estallidos repentinos. Y en medio de todo eso, lo que más necesita un joven es compañía. Pero no cualquier compañía: necesita presencia sin juicio, escucha sin prisa, y libros que no le hablen desde arriba, sino desde el costado. Como escribió Alfonso Reyes, maestro de las letras mexicanas: “Leer es buscar compañía en el pensamiento» (Cartones de Madrid, 1917).
Los adolescentes necesitan esa compañía. Alguien que les diga, sin palabras: “No estás solo en esto. Yo también me sentí así alguna vez”. Y cuando encuentran ese alguien en un libro, algo se enciende. No siempre se nota de inmediato. Pero en el alma, algo se mueve. Por eso es tan importante no darles libros para “que se porten bien”, sino libros que les permitan ser. Ser lo que son, sin miedo, sin máscaras, sin presiones. Y si ese libro llega en el momento justo, puede marcar una vida entera.
¿Qué libros pueden acompañar a un adolescente sin imponerle nada, pero sembrándole todo?
Ocho libros para quienes aún no saben que buscan algo más
Aquí van, Lucía, las obras que con mucho cuidado seleccioné. No por ser famosas, sino por ser necesarias. Cada una puede ser una puerta abierta a un cuarto distinto del alma.
1. El principito (Antoine de Saint-Exupéry) Este pequeño libro es un poema disfrazado de cuento. Nos habla de la amistad, de la pérdida, de lo que significa amar sin poseer. Y, sobre todo, nos recuerda que lo esencial no se ve con los ojos. Publicado en 1943, su mensaje sigue vivo porque es verdadero.
2. Demian (Hermann Hesse) Un viaje interior sobre la identidad, la ambigüedad del bien y del mal, y la ruptura con lo establecido. Escrito en 1919, sigue siendo un mapa para quienes se sienten raros, distintos o demasiado sensibles. “El que quiere nacer, tiene que destruir un mundo”, dice Hesse. Y sí, crecer es romper moldes.
3. Relatos (Antón Chéjov) Chéjov es como un espejo bien pulido. No adoctrina: observa. Sus cuentos breves —como La tristeza o El violín de Rothschild— permiten al joven ver que en los detalles más simples puede habitar toda la profundidad del alma humana.
4. La invención de Morel (Adolfo Bioy Casares) Una obra breve y brillante sobre la obsesión, la imagen, el amor y la soledad. Ideal para jóvenes con gusto por lo misterioso y lo filosófico. Borges la llamó “perfecta”, y no exageró.
5. Don Quijote de la Mancha (Miguel de Cervantes) No se trata de leerlo completo de inmediato, sino de entrar en él por escenas bien elegidas. Don Quijote es un canto al idealismo, al coraje y a la libertad. Como escribió Cervantes: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos” (Parte I, capítulo LVIII, 1605).
6. Matar a un ruiseñor (Harper Lee) Una historia narrada por una niña que observa las injusticias del mundo. Habla de racismo, compasión y dignidad. Atticus Finch, el padre, es un ejemplo silencioso de integridad.
7. Rebeldes (S.E. Hinton) Escrita por una adolescente de 16 años, esta novela nos mete en la piel de jóvenes marginados, endurecidos por la vida, pero con una ternura que resiste. “Los libros no me regañan, sólo me entienden”, me dijo una vez un paciente adolescente al leerlo.
8. Cartas a un joven poeta (Rainer Maria Rilke) Son cartas reales escritas por Rilke a un joven que buscaba ser poeta, pero que, en realidad, buscaba sentido. Rilke le responde con belleza, pero también con verdad. “Viva las preguntas”, le dice. Y eso vale para todos.
Piensan más de lo que dicen
Lucía, hay algo que he aprendido en el espacio analítico una y otra vez: muchos adolescentes piensan más de lo que hablan. Sienten más de lo que muestran. Pero si nadie les da palabras, se quedan atrapados en su mundo interior. Y eso es peligroso. Una vez un chavo de 16 años me dijo, después de leer El viejo y el mar, de Hemingway: «Ese señor está solo, pero no está rendido. Yo me sentí así». Y ahí lo entendí: no buscan héroes perfectos. Buscan espejos que no los juzguen.
José Antonio Marina escribió: “Una persona culta no es la que ha leído muchos libros, sino la que ha encontrado en ellos motivos para vivir mejor”(El vuelo de la inteligencia, 2000). Que eso sea la meta: no formar lectores voraces, sino lectores verdaderos. No darles letra muerta, sino letra que encienda algo. Que puedan decir: “este libro me cambió”. Y si no lo dicen, que al menos lo sientan.
Reflexión final
Querida Lucía: gracias por tu pregunta. Gracias por tu esperanza. Esta entrada no es sólo para ti, sino para todos los padres, madres, abuelos, maestros y jóvenes que aún creen que leer puede ser un acto de libertad, de belleza y de formación interior. No impongas libros: compártelos. Léelos tú también. Pregúntale a tu hijo qué sintió, qué entendió, qué le dolió. A veces, un capítulo leído en voz alta puede ser el inicio de una conversación que dure toda la vida.
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Y tú, lector que llegaste hasta aquí: ¿Qué libro te marcó en tu adolescencia? ¿Cuál fue esa lectura que te salvó sin que nadie lo supiera? Me encantará leerte en los comentarios. Si esta entrada te gustó, puedes suscribirte gratuitamente a Crónicas del Diván para recibir nuevas publicaciones por correo. También puedes escribirme a través de la pestaña Contacto del blog.
“Mi querido Freud, qué admirable eres. Sufres como un perro y no te quejas nunca”.
— Marie Bonaparte
Queridos(as) lectores(as):
Hay momentos en la vida que no pueden ser habitados con discursos fáciles. Cuando el cuerpo comienza a desmoronarse y el dolor se vuelve compañero constante, uno ya no necesita teorías sino compañía, silencio y dignidad. Esta entrada nace desde ese lugar: no desde la explicación, sino desde la contemplación del dolor como umbral. Un umbral que Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, cruzó con entereza hasta su último aliento. Mucho se ha dicho de su obra, de sus controversias, de su genio. Pero hoy quiero hablar de su humanidad. De ese Freud enfermo, consumido por más de treinta intervenciones quirúrgicas, que no dejó de pensar, de escribir, de recibir amigos… y de sufrir. Porque a veces es en la enfermedad donde se revela con más claridad la hondura de un ser humano.
Este encuentro no será una biografía ni una elegía, sino una invitación a mirar con respeto la fragilidad. Porque hay dolores que no se pueden evitar, pero hay maneras de habitarlos que ennoblecen. Acompáñenme.
El cuerpo traicionado
Cuando el cuerpo enferma de forma crónica, el sujeto no sólo sufre un mal físico: asiste al progresivo extrañamiento de su propio límite. El cuerpo —ese aliado constante, silencioso e invisible en la salud— se vuelve un enigma, un enemigo, un recordatorio continuo de la finitud. Para Freud, esto no fue teoría: fue experiencia cotidiana durante los últimos dieciséis años de su vida. En 1923, a los 67 años, le fue diagnosticado un carcinoma en el paladar. A partir de ahí, su vida transcurrió entre consultas médicas, intervenciones quirúrgicas, hemorragias, infecciones, y un aparato ortopédico que le dificultaba hablar y comer, conocido como el “monstruo”. Pese a esto, Freud no dejó de escribir ni de recibir pacientes y discípulos.
En una carta dirigida a Lou Andreas-Salomé en 1924, escribe: “Mi cuerpo ya no me pertenece. Cada día me recuerda con nuevos signos que el final está en marcha. Pero, mientras tanto, sigo trabajando: quizá porque el trabajo no duele». Este desprendimiento del cuerpo como posesión muestra una resignación activa: no una derrota, sino una aceptación lúcida. Freud no negó su enfermedad, no se refugió en un optimismo ingenuo ni buscó consuelo banal. Nombró su padecimiento, convivió con él, lo soportó con una mezcla de estoicismo e ironía vienesa.
Ernest Jones, su discípulo y biógrafo, narra que en una ocasión, después de una cirugía particularmente dolorosa, Freud simplemente comentó: “Mi querido Jones, he perdido la cuenta de las veces que me han cortado la cara, pero uno se acostumbra. El problema es cuando el espejo no se acostumbra” (Ernest Jones, La vida y la obra de Sigmund Freud, 1957). Este humor amargo no debe confundirse con cinismo. Era, más bien, una forma de mantener el espíritu en pie cuando el cuerpo comenzaba a derrumbarse. La lucidez con la que Freud enfrentó su enfermedad revela la profundidad de su pensamiento, incluso (y quizá sobre todo) cuando ya no podía sostenerlo todo con palabras.
Porque cuando el cuerpo se traiciona, el sujeto puede perder también el deseo de vivir. Pero en Freud encontramos una tenacidad que no nace del narcisismo, sino del compromiso con algo más grande: su obra, sus vínculos, su convicción de que el psicoanálisis debía sobrevivirle. En los tiempos actuales, donde tantas enfermedades se viven con vergüenza o negación, y donde el cuerpo enfermo es apartado de la vida pública y del pensamiento, la figura de Freud reaparece como una interpelación ética: ¿qué hacemos con nuestra fragilidad?, ¿cómo habitamos un cuerpo que ya no responde como antes?, ¿qué queda cuando duele existir?
Freud en su jardín de Hampstead, Londres, poco antes de morir. El cuerpo ya rendido, pero el alma todavía despierta.
El dolor como interlocutor
Freud no sólo padeció el dolor: lo pensó, lo estudió, lo soportó. Para él, el dolor no fue únicamente un síntoma que debía ser eliminado, sino una experiencia que podía ser observada desde dentro, con la misma agudeza con la que analizaba los sueños. En su carta a Marie Bonaparte del 10 de junio de 1938, ya exiliado en Londres, Freud escribió: “El dolor me acompaña como un huésped fiel. No discutimos mucho, pero tampoco me deja solo. Me ayuda a saber que estoy vivo, aunque a veces desearía que no me recordara tanto». Este tono, casi irónico, revela una conciencia aguda: el dolor no es sólo un castigo del cuerpo, sino también una confrontación con uno mismo. Quien sufre —de verdad— se encuentra con partes de su alma que quizá no conocería de otro modo.
Para el psicoanálisis, el dolor no siempre debe silenciarse. A veces, debe ser escuchado. Y Freud, que tanto exploró el inconsciente, aprendió en carne propia que hay dolores que no se elaboran con palabras, pero que se pueden habitar con dignidad. Jones señala que “Freud nunca permitió que el dolor se volviera excusa para la amargura”. No buscaba héroes ni mártires, pero sí supo resistir sin entregarse al resentimiento. En ello reside, quizá, su forma más profunda de enseñanza: mostrar que el sufrimiento humano puede tener sentido incluso cuando no tiene solución.
Acompañar sin anestesiar
Estar junto a alguien que sufre puede ser más difícil que sufrir. Porque implica renunciar a los consuelos fáciles, a las frases hechas, al impulso de hacer desaparecer lo insoportable. Freud tuvo a su lado a personas que lo acompañaron sin anestesiarlo, sin infantilizarlo, sin robarle su lucidez. Esa es quizá una de las formas más altas de amor. Marie Bonaparte, su discípula, protectora y amiga íntima, fue una de ellas. Ella organizó su huida de Viena cuando los nazis anexaron Austria. Le consiguió los permisos, le pagó el rescate exigido, y estuvo presente hasta el último día. Fue ella quien escribió: “Estar con Freud era saber que la muerte rondaba, pero que había que seguir hablando. Él nos enseñó que acompañar no es aliviar el peso del otro, sino caminar junto a él sin apartar la mirada» (Freud y su mundo, 1951).
También su hija Anna fue presencia constante, sostén firme y discreto. Lo cuidó con una entrega silenciosa, protegiendo al padre sin suprimir al maestro. Freud nunca se dejó reducir a un paciente: su sufrimiento no le robó la voz. Y quienes lo acompañaron supieron respetar eso. Acompañar a alguien que se va desgastando es un acto que exige respeto. No todos están hechos para ello. Requiere una mezcla extraña de ternura y fortaleza. De saber estar ahí sin decir demasiado. De aprender que el silencio —cuando es presencia verdadera— puede ser más profundo que cualquier consuelo. A veces no hay nada que decir. Sólo estar. Y eso basta.
Una última dignidad
Freud murió el 23 de septiembre de 1939, en Londres, tras pedir a su médico de confianza, el doctor Max Schur, que pusiera fin a su sufrimiento. No lo hizo en un acto impulsivo, sino con la misma serenidad con la que durante años había habitado su enfermedad. Schur cuenta en sus memorias que Freud le dijo: “Ahora no tiene ningún sentido. Ya no es soportable. Hágalo, y no me haga esperar más” (Freud: Living and Dying, 1972). Tras la administración de morfina, Freud entró en un sueño profundo. Murió como había vivido los últimos años: sin alarde, sin escándalo, con una dignidad que no buscaba ser ejemplar, pero que lo fue.
En una carta posterior, Schur escribe: “No quiso morir con dramatismo, sino con sobriedad. Lo único que le preocupaba era no perder la conciencia del mundo. Y al final, se fue sin hacer ruido, como un sabio que ya no necesita decir nada más». Esa es quizá la última enseñanza de Freud: que incluso al borde de la muerte, la lucidez puede ser un acto de amor. Que no es necesario renunciar a uno mismo para aceptar el final. Que hay una forma de morir que no es rendición, sino fidelidad a lo que se ha sido. Su funeral fue discreto, con pocas palabras, y una urna que lleva grabado un verso griego antiguo: “He aquí el hombre que logró conocerse a sí mismo”. No hay mayor epitafio.
Reflexión final
Sigmund Freud no fue un mártir, ni un santo, ni un héroe. Fue un hombre que convivió con el dolor sin convertirlo en espectáculo. Y eso, en estos tiempos de exhibicionismo emocional, es profundamente admirable. Su enfermedad no lo definió, pero sí reveló algo de lo más hondo de su ser: su fidelidad al pensamiento, su capacidad de soportar sin dramatismo, su respeto por los límites. En un mundo que suele temer la fragilidad o esconderla, él la habitó con entereza. Cada enfermo merece ser mirado así: no como una carga, ni como una historia trágica, sino como alguien que sigue siendo, aún en su deterioro, digno de amor, de respeto, de presencia.
Y tú, lector, ¿a quién estás acompañando?, ¿cómo habitas tu propio dolor?, ¿de qué forma te permites estar ahí —junto al otro o junto a ti mismo— sin negar lo que duele y sin rendirte a ello? Ojalá que este encuentro no sea sólo una lectura, sino una presencia. Un pequeño acto de compañía en medio del dolor, como ese silencio compartido que, a veces, dice mucho más que cualquier palabra.
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“No se puede analizar a alguien si no se ha aprendido a leer novelas”. — Jacques Lacan
Dedicado a mi maestro, pero sobre todo amigo, el psicoanalista Alberto Montoya.
Queridas y queridos lectores:
Hay quienes piensan que para ejercer el psicoanálisis basta con conocer el método. Que lo esencial se reduce a saber interpretar sueños, manejar el encuadre y aprender a callar con estilo. Pero no es así. Hay una dimensión invisible en todo buen analista: su mundo interior. Su cultura. Cuando hablo de cultura, no me refiero a diplomas ni a acumulación de datos. Hablo de ese alimento profundo que viene de la literatura, del cine, de la música, de la filosofía, etc. Porque quien no ha leído a Kafka no entiende del todo lo que es el sinsentido. Quien no ha sentido angustia viendo a Bergman o Tarkovsky, difícilmente puede acoger el dolor del otro sin necesidad de apurarlo. Y quien no ha atravesado a Pascal o Dostoievski no ha estado frente al abismo de la contradicción humana.
La cultura no es un lujo en la práctica clínica. Es una forma de hospitalidad. Es lo que permite que el analista no se convierta en un tecnócrata del alma, ni en un aplicador de etiquetas DSM disfrazado de escucha empática. Este encuentro es, pues, una defensa apasionada del analista culto. Del que se forma en silencio, del que ve películas sólo para pensar en su paciente, del que lee poesía para entender por qué alguien no puede decir “te quiero”. Es un elogio de esa formación que no se enseña en posgrados, pero que se transmite en el modo de estar, de mirar, de esperar.
Entre técnicos y cultivados
La diferencia entre un técnico y un cultivado no es el conocimiento que poseen, sino el lugar desde donde escuchan. El técnico busca aplicar lo que sabe; el cultivado deja que lo que sabe se transforme en silencio disponible. El primero se apura por identificar un mecanismo psíquico, un «diagnóstico», una etiqueta; el segundo se deja afectar, espera, sospecha que hay algo más allá del síntoma evidente.
El técnico pregunta: ¿Qué categoría le corresponde a este caso? El cultivado pregunta: ¿Qué mundo interior ha construido esta persona para sobrevivir?
Por eso es que Jacques Lacan podía afirmar que no se puede analizar a alguien sin haber leído novelas. Porque una novela no se lee para obtener respuestas, sino para comprender personajes contradictorios, tramas inconclusas, dolores sin resolución. Leer literatura es, en el fondo, aprender a no juzgar. A convivir con lo complejo. Donald Winnicott —ese pediatra y psicoanalista británico que escribía con el alma— lo decía con sencillez: “No existe la madre perfecta, sólo una madre suficientemente buena” (Realidad y juego, 1971). Esa frase, que ha consolado a generaciones, no es producto de un algoritmo clínico. Es fruto de una mirada humana, que sabe que lo real no encaja en modelos ideales.
En el espacio analítico, quien se ha formado sólo con manuales, escucha en blanco. Pero quien ha vivido la Tragedia de Edipo, la rabia de Medea, el duelo de Anna Karenina, el desconcierto de Gregor Samsa, posee un lenguaje secreto para captar el alma ajena. Porque el sufrimiento humano no entra por los ojos, sino por la cultura.
Cómo la literatura enseña a escuchar lo indecible
Hay dolores que no se pueden decir. Ni siquiera con todo el vocabulario técnico del mundo. Hay traumas que no se narran cronológicamente, sino a través de imágenes inconexas, de silencios largos, de frases entrecortadas. Para poder alojar ese tipo de experiencia, el analista necesita una sensibilidad que no se enseña en las aulas: la sensibilidad literaria. Porque la literatura no da soluciones, pero sí forma el alma para acoger lo imposible. Cuando uno ha leído Los hermanos Karamázov, entiende que el odio hacia el padre puede convivir con la necesidad de su amor. Cuando uno ha caminado con Emma Bovary, comprende que el deseo puede volverse prisión. Y cuando uno ha llorado con Juan Rulfo, descubre que hay voces que vienen del otro lado de la vida, y aún así nos hablan.
En un momento inolvidable de La muerte de Iván Ilich (1886), Lev Tolstói describe el instante en que el protagonista, moribundo, comprende que toda su vida fue falsa. Que vivió para lo que “debía ser”, no para lo que amaba. ¿Qué manual clínico puede transmitir eso? ¿Qué clase de técnica puede enseñarle al analista a reconocer cuando un paciente comienza a despertar a esa misma angustia? Es en la literatura donde se aprende a tolerar el sinsentido, a captar lo simbólico, a sospechar del lenguaje sin caer en cinismo. Como decía Virginia Woolf: “Las palabras no son fósiles inertes, sino criaturas vivas, frágiles, llenas de historia” (Una habitación propia, 1929). Esa mirada es la que necesita el analista: una que vea en cada palabra dicha en sesión una constelación de sentido, dolor y deseo. La literatura enseña que la vida no cabe en la lógica, que lo humano no es lineal, y que detrás de cada palabra hay algo que no se dice —pero que pide ser escuchado.
El cine como ventana al síntoma social
El cine, cuando se lo mira con atención analítica, no es sólo entretenimiento: es un espejo oscuro donde los síntomas de una época se hacen visibles. La gran pantalla nos muestra lo que la sociedad quiere negar. Y un analista cultivado sabe reconocer en esas historias no sólo tramas, sino expresiones condensadas del malestar de la civilización. Ver cine no es evadirse, es entrenar la mirada. Aprender a captar lo que se juega en un gesto, en un encuadre, en una omisión. ¿Cómo comprender el desarraigo sin haber visto Los 400 golpes de Truffaut? ¿Cómo percibir la angustia de la rutina sin El empleo del tiempo de Laurent Cantet? ¿Cómo captar el deseo de redención entre la fe y la locura sin Dancer in the Dark? Una escena de El hijo (2002), de los hermanos Dardenne, muestra a un carpintero que acepta en su taller al adolescente que años antes asesinó a su hijo. No hay diálogo explícito sobre el perdón, pero cada plano está cargado de tensión, contención y humanidad. Un analista que ha visto esa película sabe cómo se construye un lazo más allá del trauma, sin necesidad de palabras espectaculares. Porque el cine enseña algo que también es clínico: el tiempo que toma un vínculo, la resistencia del afecto, la asimetría del deseo.
El cineasta griego Theo Angelopoulos decía: “Lo esencial no está en lo que el personaje dice, sino en lo que calla mientras se lo filma”. Esa frase podría estar escrita en la puerta de cualquier espacio psicoanalítico. El cine no sólo muestra conflictos individuales: revela climas sociales. La ansiedad de las metrópolis, la soledad disfrazada de éxito, el goce silencioso del consumo. El analista que ve cine con ojos atentos, aprende a reconocer en sus pacientes no sólo neurosis personales, sino síntomas colectivos. Porque muchas veces el sufrimiento individual no viene de la historia familiar… sino del ruido del mundo.
Tres formas de habitar la cultura como modo de presencia analítica.
Filosofía como fundamento ético y pregunta permanente
El psicoanálisis sin filosofía corre el riesgo de quedarse sin brújula. Puede interpretar con brillantez, pero no necesariamente con responsabilidad. Puede escuchar sin juzgar, pero sin llegar a implicarse. Y puede hablar de deseo, pero olvidar la pregunta por el bien. Por eso, la filosofía no es un lujo para el analista: es su ancla ética. Simone Weil escribió: “El amor al prójimo en su estado puro es como una capacidad de decirle al otro: ‘Tú no morirás’” (La gravedad y la gracia, 1947). Esa frase podría ser la traducción más íntima de lo que ocurre en una cura analítica: sostener la subjetividad del otro cuando todo en su historia lo empuja hacia la aniquilación interior. Un analista que ha leído filosofía no busca imponer respuestas, sino formular mejores preguntas. Porque ha aprendido de Sócrates a no saber; de Pascal a dudar con fe; de Kierkegaard a mirar el abismo sin perder el temblor. Y quizá de Levinas a recordar que el rostro del otro no es objeto de comprensión, sino llamado a la responsabilidad.
En consulta, muchas veces el sufrimiento que se presenta como ansiedad, duelo o culpa, es en el fondo una pregunta: ¿cómo vivir con dignidad en medio del absurdo? Y esa pregunta no se responde con test de ansiedad ni con pautas de relajación. Se responde —si acaso— con presencia, con humildad y con una escucha que no banaliza el dolor existencial. La filosofía le recuerda al analista que no se trata sólo de aliviar síntomas, sino de ayudar al otro a construir una vida que tenga sentido para él, aunque sea precaria. Porque como decía Albert Camus: “El deber del hombre es encontrar un sentido a su rebelión” (El hombre rebelde, 1951). No hay clínica sin ética. No hay ética sin pregunta. Y no hay pregunta sin cultura.
Cultura como intimidad
Hay una formación que no aparece en los CV’s. Una que no se acredita con constancias ni se paga con mensualidades. Es la formación del alma, es la formación de la mente. Y esa se hace en silencio, en soledad, en compañía de libros, películas, cuadros, canciones y palabras que uno no olvida aunque hayan pasado veinte años. También se hace compartiendo con otros para luego conocer sus opiniones y sentimientos. A veces me pregunto por qué, frente a ciertos analizandos, en lugar de venir a mi mente un autor técnico, recuerdo un poema. O una escena de cine. O una frase que leí de adolescente y que sin saberlo me marcó para siempre. Es que hay cosas que no se piensan con teorías, sino con imágenes. Y hay momentos clínicos en los que no basta saber… hay que haber vivido.
Un analista cultivado no es alguien erudito, sino alguien que se ha dejado tocar. Que ha leído a Clarice Lispector y no ha salido indemne. Que ha mirado a Juliette Binoche llorar en Tres colores: azul y se ha quedado callado largo rato. Que ha escuchado a Mahler con lágrimas en los ojos o ha puesto notas con Cioran en los márgenes de una noche difícil. Que ha visto su propia herida reflejada en un personaje de Dostoievski o en una escena de Bergman. La cultura, cuando es verdadera, no adorna: transforma. Hace del analista alguien más humano. Menos soberbio. Más disponible. Porque la cultura no nos hace saber más, sino escuchar mejor. Y en un mundo donde se multiplican los diplomados exprés, los títulos vacíos y las promesas de éxito rápido, la cultura sigue siendo una trinchera. Un refugio. Una oración laica. Una forma de cuidar el alma, incluso —y sobre todo— cuando se cuidan las de otros.
Reflexión final
No todos los analistas son artistas. Pero todo buen analista tiene algo de poeta: sabe demorarse en las palabras, intuir lo no dicho, oler la atmósfera de lo invisible. Y eso no se aprende en manuales ni supervisiones. Se cultiva. Por eso este encuentro no es una crítica a los títulos, sino un elogio a las noches de lectura, a las lágrimas frente al cine, a los cuadernos rayados con frases que un día hicieron sentido. Es un recordatorio de que la escucha clínica no sólo se construye con teoría, sino con vida. Y que cuanto más cultivado esté el analista, más mundo podrá ofrecer como continente simbólico para quien lo ha perdido todo.
A mis colegas les digo: no dejen de leer, de ver cine, de escuchar música. La cultura no es tiempo perdido, es tiempo sembrado. Es fondo. Es intimidad. Y a quienes están en análisis o en búsqueda, sepan que no es lo mismo ser escuchado por alguien que ha pasado por los libros, los silencios y las preguntas que nos hacen más humanos. Porque en el fondo, el acto analítico no es otra cosa que un encuentro entre dos mundos: el del que sufre… y el del que ha aprendido a estar ahí.
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