Seamos serios: ríamos

«La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño».

-Friedrich Nietzsche

Queridos(as) lectores(as):

Hay frases que nacen sin pretensión y terminan siendo faros. Esta es una de ellas: no hay nada más serio que tomarse con humor la vida. Lo descubrí no en un libro, sino en la vida misma. En el rostro de un paciente que, tras años de dolor, soltó una carcajada que parecía una confesión. Me dijo: «Creo que si no me río, me muero». Y comprendí que la risa, lejos de ser una huida, puede ser también una forma de quedarse, de resistir. Sigmund Freud, en El chiste y su relación con lo inconsciente (1910), no trató el humor como una simple distracción, sino como una vía regia —como lo fue el sueño— para acceder al inconsciente. «El humor es la manifestación más elevada de los mecanismos de adaptación del individuo». El chiste, decía, aligera la carga psíquica, permite decir lo indecible sin el peso del juicio. En una carta a su amigo Theodor Reik (1928), afirmó: “El humor no es resignación; es rebelión.” Y esa frase ha sido una brújula en mi práctica clínica. Nietzsche lo dijo a su modo: la seriedad infantil no es gravedad, es entrega. Y el adulto que ha madurado no es el que se vuelve más rígido, sino el que, habiendo atravesado el dolor, puede volver a jugar con la vida como un niño juega: con todo su ser. Esa seriedad lúdica, ese goce vital que no ignora el abismo, pero no se rinde ante él.

Viktor Frankl, en El hombre en busca de sentido (1946), escribió: “El humor es otra de las armas del alma en la lucha por la autoconservación”. Él sabía bien lo que eso significaba. En los campos de concentración, donde todo parecía perdido, conservar el sentido del humor era una forma de sostener la dignidad. Milan Kundera, en La insoportable levedad del ser (1984), señala que la broma puede ser una forma de subversión existencial, un juego peligroso que revela lo que no se puede decir directamente. El humor, en su narrativa, no es alivio banal, sino una grieta por donde se cuela lo trágico.

Humor de espacios y momentos

No pocas veces, cuando alguien empieza a reírse de sí mismo en análisis, es señal de que algo ha cambiado. La risa no como cinismo, sino como señal de comprensión. Una risa que dice: ya no me odio por lo que me pasó; ahora puedo ver mi historia con ternura. Jorge Luis Borges escribió en su Prólogo a la obra de Shakespeare (en Otras inquisiciones, 1952): “Quizá la Historia Universal sea la historia de unas cuantas metáforas”. Y entre ellas, la risa es una de las más potentes: una metáfora de la libertad. Incluso el escéptico Emil Cioran escribió en Del inconveniente de haber nacido (1973): “No me fío de nadie que no sepa reírse de sí mismo”. Porque quien no puede hacerlo aún está demasiado identificado con su propio personaje. El humor verdadero exige humildad: saber que no somos el centro del universo, que también somos ridículos, tiernos, frágiles.

En mi experiencia como psicoanalista, he aprendido que muchas personas cargan una culpa profunda por reír en medio del duelo, como si la alegría deshonrara la memoria. Pero no es así. A veces la risa es el homenaje más puro. Es el alma diciendo: todavía estoy aquí. Claro, el humor tiene límites. No todo debe ser objeto de burla. Hay un humor que lastima y otro que redime. Uno que escapa y otro que abraza. El humor maduro no banaliza el dolor: lo transforma. Umberto Eco escribió en Apocalípticos e integrados (1964): “El humor es una visión del mundo que permite soportar lo insoportable”. Sin embargo, recordemos esto: nuestro humor, no necesariamente es el del otro. Hacer humor es tomarse en serio el respeto a los demás.

¿Y el chiste? Lo tiene el pinshi gato…

El absurdo y el humor

En los tiempos que corren, donde todo parece urgente y dramático, donde el grito ha reemplazado a la palabra y la indignación se vuelve una máscara, reírse desde la ternura es casi un acto revolucionario. Por eso lo sostengo, con más fuerza que nunca: no hay nada más serio que tomarse con humor la vida. Porque en ese acto sencillo se esconde una sabiduría ancestral: saber que no podemos controlarlo todo, que sufriremos, que perderemos… pero que aún así, aún con lágrimas, podemos reír. Y en esa risa, encontrar un poco de paz.

El humor, además, nos ayuda a sobrevivir al absurdo diario. Esa cadena de situaciones grotescas, triviales o insólitas que no tienen sentido y, sin embargo, nos suceden. Desde la burocracia que roza lo kafkiano, hasta los pequeños fracasos cotidianos que se acumulan como gotas de agua sobre una piedra. Sin humor, ese absurdo nos enferma. Con humor, lo convertimos en relato, en símbolo, incluso en arte. Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), afirmaba que el absurdo nace del enfrentamiento entre el deseo humano de encontrar sentido y el silencio del mundo. Y proponía una rebelión: no huir del absurdo, sino abrazarlo, convivir con él. El humor cumple esa función: no niega el sinsentido, pero tampoco se rinde ante él. Se ríe. Y esa risa no es liviana, es filosófica.

Woody Allen decía irónicamente: “No le tengo miedo a la muerte, sólo que no quiero estar ahí cuando suceda”. Detrás de esa broma hay una profunda conciencia del absurdo, de nuestra propia fragilidad. Pero en lugar de paralizarnos, el humor nos permite seguir. Es un antídoto contra la desesperación que no anestesia, sino que ilumina el sinsentido con una chispa de lucidez. Frente a la rutina, los trámites, las malas noticias, los enredos y las contradicciones humanas, el humor nos permite respirar. Como si fuera una grieta en la pared del sinsentido por la que se cuela un poco de luz. Esa luz puede no resolver el enigma de la vida, pero nos permite recorrerlo con más ligereza, con dignidad… y a veces hasta con alegría.

Ventajas latinoamericanas

Y si hablamos del humor como forma de sobrevivencia, no podemos dejar fuera nuestra raíz latinoamericana. En México, por ejemplo, nos reímos de la muerte, del dolor, de la tragedia… pero no por cinismo, sino por sabiduría popular. Porque, como decía Octavio Paz en El laberinto de la soledad (1950): “El mexicano frecuenta la muerte, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja; es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente”. El humor mexicano, tan lleno de ironía, doble sentido, y ternura escondida, ha sido históricamente una forma de resistencia. Desde los chistes que nacen en medio de las crisis económicas, hasta las calaveritas que escribimos cada Día de Muertos, hay una fuerza cultural que nos enseña a no perder el alma, incluso cuando parece que el mundo insiste en quitárnosla.

Ese humor a veces es triste, a veces es absurdo, otras tantas irreverente, pero siempre profundamente humano. Es como si, en medio del dolor histórico, la carcajada dijera: “Nos podrán quitar todo, menos la capacidad de reírnos de nuestra propia tragedia”. En ese sentido, el humor no es sólo un alivio. Es un acto de dignidad. Es decir: “A pesar de todo esto, de tantas cosas malas y preocupantes, todavía me puedo reír un buen rato”. Lo que les recomiendo a mis pacientes (cuando se puede), familiares y amigos es que antes de terminar el día, tengamos un «ritual de la carcajada»: veamos series o películas cómicas, busquemos un buen Stand Up, platiquemos con quienes siempre nos causan risas, etc. No es negar la realidad, es darnos chance de poder elegir cómo acabamos el día. Y eso, créanme, cambia mucho las cosas.

¿Ya rieron hoy?

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