Una sociedad de erizos

«El ser humano es un animal sociable que detesta a sus semejantes».

-Eugène Delacroix

Queridos(as) lectores(as):

El 25 de mayo de este año, con tristeza y agradecimiento, me despedí de mi querido Baruch, quien era un pequeño erizo que puedo decir que tuvo una vida bastante buena, ya que estos animalitos tienen una esperanza de vida muy variante, pero que en la mayoría de los casos es de 4 a 5 años, pero mi Baruch casi llegó a los 7 años. Fue quizá una de las mascotas más exóticas que he tenido y, a su vez, de las más interesantes. Los erizos son animalitos que, aunque ya se les ha domesticado, no son exactamente lo que uno podría esperar, es decir, a diferencia de un perro, un gato, un conejo e inclusive un hamster, estas bolitas con espinas tienen su muy propio y muy marcado temperamento. Hay los que se acostumbran a sus humanos y se dejan agarrar, juegan y demás; otros, como Baruch, que aunque se acostumbran a sus dueños, el caracter lo mantienen fuerte e «irritante», pues de un momento a otro encuentran la manera de morder la mano de quien los alimenta. Mi erizo siempre estaba «enojado», pero sin lugar a dudas fue un gran acompañante para mí.

Sin embargo, aunque Baruch me sirva como introducción a este encuentro, la idea es abordar lo que los erizos nos enseñan sobre la humanidad, y cómo autores como el filósofo alemán Arthur Schopenhauer encontraron cierto símil. Los erizos, aunque son lindos, tiernos y bonitos, no dejan de ser esa bolita con púas que en cualquier momento, sobre todo cuando se sienten amenazados, las levantan sin importar lo que lleguen a lastimar.

De un enojón a otro

Schopenhauer ha sido expuesto como el padre del pesimismo por su pensamiento y sus actitudes en la vida. Quizá lo que más se le critica es lo que más nos cuesta reconocer. Justo él tenía una noción muy curiosa sobre el ser humano y de ahí el símil con los erizos:

«En un día muy helado, un grupo de erizos que se encuentran cerca sienten simultáneamente la necesidad de juntarse para darse calor y no morir congelados. Cuando se aproximan mucho, sienten el dolor que les causan las púas de los otros erizos, lo que les impulsa a alejarse de nuevo. Sin embargo, como el hecho de alejarse va acompañado de un frío insoportable, se ven en el dilema de elegir: herirse con la cercanía de los otros o morir. Por ello, van cambiando la distancia que les separa hasta que encuentran una óptima, en la que no se hacen demasiado daño ni mueren de frío».

Baruch, en honor al filósofo Spinoza.

A esto anterior se le conoce como el Dilema del erizo, mismo que encontramos en su obra Parerga y Paralipomena (1851), y quizá más de uno(a) de ustedes, queridos(as) lectores(as), les hizo sentirse curiosamente identificados. Y no está tan mal eso. Se dice, y se dice bien, que «los que más te pueden lastimar son los que más te dicen amar». El ser humano, social por naturaleza -según Aristóteles-, ha descubierto a través del tiempo lo tremendamente complicado que puede resultar el relacionarse con los demás, sobre todo en nuestro tiempo que parece que las relaciones se ven muchas veces demasiado forzadas. ¿Cómo podemos satisfacer, como individuos, nuestras necesidades sin afectar o vernos afectados por esa misma búsqueda de los demás? ¿Cómo es que queremos estar acompañados pero, al mismo tiempo, queremos nuestro propio espacio?

Espinas y datos

La sociedad actual se debate constantemente entre lo que consideramos «práctico» y las ganancias o pérdidas que tenemos con ello. Ahora que pasamos la pandemia de COVID-19, la necesidad de estar en contacto con otros se hizo demasiado palpable, ya que aunque existía la «facilidad» de hacer a través de las pantallas durante el enclaustramiento que muchos vivimos, no fue para nada lo mismo, pues la ausencia del contacto físico, la simple presencia «ahí» del otro frente a frente, provocó verdaderos episodios de angustia, ansiedad, depresión, etc. Una vez que pudimos volvernos a encontrar, fue curioso cómo muchos siguieron manteniendo contacto a la distancia. De hecho, hay que fijarse: cuando estamos compartiendo con los amigos o la familia en una cafetería (por decir algo), los celulares siguen estando presentes y, con ellos, otras conversaciones con personas que no están ahí.

Sigmund Freud, en su libro Psicología de las masas y análisis del yo (1921), cita a Schopenhauer y al dilema el erizo: «Consideremos el modo en que los seres humanos en general se comportan afectivamente entre sí. Según el famoso símil de Schopenhauer sobre los puercoespines que se congelaban, ninguno soporta una aproximación demasiado íntima de los otros». ¿Qué tan cierto es esto? No es motivo para asustarnos, pero es muy cierto. El ser humano, una vez más, es sociable por naturaleza, pero como pasa con todo, llega un momento en el que se harta, se cansa y necesita su propio espacio. Sería un error pensar que se cambia uno por otro, que somos asociales por naturaleza. Habría que considerar cada uno de los casos de tantos millones de seres en este mundo, para poder saber por qué hay quienes abrazan la soledad y pareciera que están mejor así. Sinceramente me cuesta mucho creer que haya alguien en este mundo que sea incapaz de extrañar la compañía del otro, aunque sea por un minuto.

¿Qué piensan de esto?

Una respuesta a «»

  1. ¿Será que estamos muy habituados a pensar la sociedad como si fuera algo separado de la naturaleza? ¿Cómo cambiaría el enfoque si suponemos por un instante que la sociedad es una continuación de la naturaleza? El ser humano, igual que los demás seres vivos, compite por los limitados recursos a su alcance. ¿Qué me hace pasar del deseo de compartir tiempo con alguien a querer mi espacio de vuelta—o al revés, de tener mi espacio a querer compartirlo con alguien? Espinas, necesidades…..
    ¡Qué interesante tema el de esta entrada!

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