Cuando te fuiste, Pizarnik

«En efecto, la cuestión no es por qué me mataré, sino por qué no matarme».

-Antonio di Benedetto (Los suicidas, 1969)

Queridos(as) lectores(as):

El fin de semana, me topé en el parque por donde suelo caminar con una pequeña notita arrugada tirada a un lado de la banqueta. Me llamó mucho la atención el color amarillo de la misma y la manera en la que se resistía a ser arrastrada por el viento. Al tomarla y revisar su contenido, me di cuenta que se trataba de un pedazo roto de un papel más grande, en el que apenas se leía escrito a mano un «no entiendo, pero no puedo más», acompañado de un fragmento de algo escrito por Alejandra Pizarnik: «Ahora sólo hay una melancolía absoluta. No deseo nada, dormir solamente, dormir y soñar. Soñar que me quieren».

Me quedé con el corazón detenido por un momento y mis ojos no pudieron evitar buscar alrededor si había ocurrido una tragedia. No encontré nada. Pero es que leer a Pizarnik nos obliga a recordar su triste final a sus 36 años allá por el año de 1972 en Buenos Aires, Argentina. No puedo ni imaginar el desgarrador y triste mensaje del que formaba parte el trozo de papel que tenía en mis manos. Se congela el alma, el tiempo se detiene y un sentimiento hondo de ausencia se hace presente.

Un bosquejo depresivo

Hay mucho especialista psiquiátrico que ha sentenciado que aquellos que se dedican a la escritura, son más proclives a tener conductas depresivas que conducen, tarde o temprano, al suicidio. Sobre esto último, me viene en cuenta algo que Pizarnik le comentaba en una de sus cartas a Silvina Ocampo: «Quien siente mucho, se jode y no encuentra palabras y entonces no habla y es ésa su condena». ¿Pero es que acaso sólo «quien siente mucho» se desempeña como escritor nada más? A veces, ciertas sentencias en verdad que abusan de licencias existenciales que condenan y no brindan claridad. Al contrario, abren puertas a más y más dudas en un vórtice que termina rayando en lo absurdo y en lo terrorífico. No, no es nada más propio de los escritores, al menos ellos tienen la capacidad de poner en letras lo más cercano a lo que sienten. Y quizá no sea tan bueno, a veces. Andrés Trapiello nos aporta algo más fuerte: «El suicida nace muerto a la vida, con esa muerte trágica esperándole en alguna parte de su rutina, aguardándole paciente y silenciosa como una loba para llevarse lo que es suyo».

La vida es en sí misma deprimente. ¡Qué! Sí, lo es. Sólo que no significa que lo es todo. Pero si caemos en cuenta de lo mucho que nos la pasamos escapando de la vida (siendo inauténticos, como pensaría Heidegger), podemos descubrirnos centrando la mirada en los aspectos más negativos y en la desesperada acción de huir de ellos. No se trata de tenerle miedo al dolor, a la tristeza, a aquellos momentos oscuros del ser humano, de tener un miedo que de permitirnos sentir eso y vivirlo habremos de caer en algo peor. ¿Por qué tendría que ser así? Pero lo cierto es que muchas veces el panorama que se nos presenta frente a nuestras vidas pareciera que no es muy optimista. ¿Qué tanto hay esperanza (darle oportunidad a la vida) y qué tanto nos dejamos dominar por las expectativas? Quien piensa que sólo vale la pena algo, se queda con pena y pierde ese algo.

Pensar la muerte de uno

Hace unos años, el papá de un amigo nos platicaba que su abuelo tenía en el cajón de su escritorio una pistola con una sola bala. «Mi abuelo decía que nunca había tenido intención alguna de usarla, pero que le resultaba reconfortante saber que ahí tenía la oportunidad complicada de ponerle fin a todo en cualquier momento». El suicidio es quizá demasiado seductor. Pensemos por un momento: una «solución» rápida para un problema determinado. Pero, ¿algo temporal y transitorio es lo suficientemente pesado para darle una solución «sin vuelta de hoja»? Recuerdo a Ernesto Sábato con su conocido El túnel (1958), en el que en un momento encontramos esto: «El suicidio seduce por su facilidad de aniquilación: en un segundo, todo este absurdo universo se derrumba como un gigantesco simulacro, como si la solidez de sus rascacielos, acorazados, tanques, de sus prisiones no fuera más que una fantasmagoría, sin más solidez que los rascacielos, acorazados, tanques y prisiones de una pesadilla».

Quizá es que es demasiado «típico» del ser humano el pensar el quitarse la vida cuando atraviesa periodos oscuros donde no hay aparente solución y que las cosas simplemente empeoran. ¿Cuántos no han pensando en lo «fácil» que sería ponerle punto final al intermitente dolor con «sólo» jalar el gatillo, saltar al vacío, envenenarse, etc.? No es para sorprenderse, pues estadísticamente tenemos que esos pensamientos son más frecuentes de lo que creemos. Pero hasta ahí, no es una realidad o una ley que quien piensa en quitarse la vida lo termina haciendo. Ese pasaje al acto es más complejo. Hay que pensar en que la muerte de uno ocupa muchos de los pensamientos transitorios a lo largo de la vida. ¿Cómo será morir? ¿De qué manera será? No vayamos más a asuntos religiosos de trascedencia o no de esta vida a otra. Salvador Dalí en Diario de un genio (1963), ocupa un pasaje muy amplio para hablar sobre su amado Federico García Lorca; en una parte de hecho nos comenta que el poeta gustaba de invitar a sus amigos a verle «dramatizar» su propia muerte en su cama. Pero esa fantasía, ese deseo, se vió turbado por la realidad y por la incógnita de su desenlace después de ser arrestado por tropas franquistas.

Tras el «después» de un suicidio

La figura del suicida generó en los románticos incontables textos que llegaban a idealizar, de algún modo, el acto final de estos. En Ser y tiempo (1927), Martin Heidegger sostiene que «tan pronto un hombre llega a la vida, ya tiene edad suficiente para morir». Ciertamente, no hay nada más seguro que la muerte. Hagamos lo que hagamos, tarde o temprano habremos de morir. Hay muertes que duelen de un modo, otras de otro, pero siempre habrá dolor por mucho que hablemos de alivio, paz y descanso. Sí, el dolor de quien muere acaba, pero se traslada a quienes se quedan detrás. Y el suicidio no sólo hereda dolor y tristeza, sino que deja de modo casi permanente un fuerte y profundo sentimiento de impotencia, confusión, desconsuelo y tragedia. Preguntas y preguntas que no tendrán respuestas lo suficientemente creíbles.

Alejandra Pizarnik cometió suicidio después de mucho tiempo de dificultades para restablecer el contacto con la vida que perdió a lo largo de su tiempo. No se debe nunca juzgar al suicida por lo mismo que no sabemos qué tanto sucedió que le llevó a esa desesperada solución. Quiero compartir con ustedes la carta que Julio Cortázar le escribió y que, por alguna razón, nos toca el corazón y nos deja con una cierta sensación de haberla escrito nosotros pensando en algún ser querido cuya tristeza irrumpe o irrumpió en nuestra vida:

Mi querida, tu carta de julio me llega en septiembre, espero que entre tanto estás ya de regreso en tu casa. Hemos compartido hospitales, aunque por motivos diferentes; la mía es harto banal, un accidente de auto que estuvo a punto de. Pero vos, vos, ¿te das realmente cuenta de todo lo que me escribís? Sí, desde luego te das cuenta, y sin embargo no te acepto así, no te quiero así, yo te quiero viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño y la confianza –y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte. Quiero otra carta tuya, pronto, una carta tuya. Eso otro es también vos, lo sé, pero no es todo y además no es lo mejor de vos. Salir por esa puerta es falso en tu caso, lo siento como si se tratara de mí mismo. El poder poético es tuyo, lo sabés, lo sabemos todos los que te leemos; y ya no vivimos los tiempos en que ese poder era el antagonista frente a la vida, y ésta el verdugo del poeta. Los verdugos, hoy, matan otra cosa que poetas, ya no queda ni siquiera ese privilegio imperial, queridísima. Yo te reclamo, no humildad, no obsecuencia, sino enlace con esto que nos envuelve a todos, llámale la luz o César Vallejo o el cine japonés: un pulso sobre la tierra, alegre o triste, pero no un silencio de renuncia voluntaria. Sólo te acepto viva, sólo te quiero Alejandra.

Escribíme, coño, y perdoná el tono, pero con qué ganas te bajaría el slip (¿rosa o verde?) para darte una paliza de esas que dicen te quiero a cada chicotazo.

Cuando Alejandra murió, en la pizarra de su departamento se encontró esto que escribió:

«No quiero ir más que hasta el fondo».

Y sí… duele.

Mucho.

No estás solo(a), te queremos vivo(a)…

2 respuestas a «Cuando te fuiste, Pizarnik»

  1. Me conmueve la situación de tantas personas que sienten soledad, nostalgia o melancolía desbordadas y que no hallan nada más en su horizonte, que no pueden expresarlo ni canalizarlo para darle la vuelta. Falta mucho altruismo, ternura, compasión y comprensión para apoyarnos unos a otros. Ojalá que podamos contribuir a encontrar las palabras correctas para ayudar a más personas a sobrellevar y/o sentir liberación del sufrimiento, compartiéndoles amor, alegría, esperanza y que puedan lograr encontrar paz, serenidad, ecuanimidad, contención. Considero que eso sería un gran logro de vida para cualquiera. Tu así lo haces, espero nunca falte alguien que también lo haga contigo.

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    1. Muchas veces menosoreciamos el silencio, la expresión misma que es muy clara, que muestra la tremenda y dolorosa falta de quien está frente a nosotros. Muchas veces no sabemos qué hacer, qué decir, pero la idea es saber estar. Gracias por tus palabras.

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