Queridos(as) lectores(as):
He leído en los últimos días, confieso de manera preocupante, cómo lo que unos considerarían como «el rebaño» (la multitud, la masa, etc.), han manifestado un creciente malestar sobre las limitaciones propias de la pandemia que estamos viviendo/padeciendo muchos. Hablamos, por supuesto, desde el lugar del privilegio cada uno de nosotros. Recuerdo a un profesor en la universidad que nos daba un seminario sobre el sentido común, basado en el filósofo escocés, Thomas Reid. ¿Es posible tal cosa? ¿Es realmente factible pensar que la sociedad en la que vivimos se puede dar ese «lujo» de apostar por lo común? Ciertamente, en la época del individualismo salvaje y del nihilismo sofocante, parece ser que no…
Sin embargo, la excepción a la regla se hace presente y podemos decir que sí, sí es posible. Y podríamos modificar eso de «sentido común» y apostar más por otra palabrita que alguno que otro lector mío se ha mostrado un poco desorientado al respecto: prioridad. Esta palabrita viene del latín medievo prioritas, mismo que deriva de prior, es decir: aquello que es primero entre dos. ¿Y cómo podemos sustituir «sentido común» por «prioridad»? Simple: empezando por uno mismo.
Nietzsche: el monumento de una crisis
Justo el día de ayer, conmemoramos el fallecimiento de Friedrich Nietzsche en 1900. Podemos decir que la primer etapa de la obra del filósofo alemán se centró en los ídolos, en la veneración a ellos. En esto nos referimos especialmente a sus «héroes» de su juventud: Richard Wagner y Arthur Schopenhauer. Pero es más de nuestro interés en este encuentro centrarnos en la segunda etapa, donde Humano, demasiado humano (Ecce homo, 1878) sería el punto de partida hacia la obra más biográfica del autor (junto con Aura y La gaya ciencia). Pero, ¿por qué nos interesa entonces? Justo, Ecce homo, Nietzsche lo denominó como «el monumento de una crisis». Por crisis, nuestro autor entiende la oportunidad u ocasión de liberarse para poder llegar a ser sí mismo. Esto implica un desprendimiento de los vínculos de veneración, que a modo de vendaje, le cegaban sobre su tarea primordial: su propia vida.

Al mencionar «nuestra propia vida», tenemos que hacer hincapié sobre lo que tiene que decirnos sobre la autenticidad. Fue Martín Heidegger quien retomaría lo que autores como Kierkegaard y Nietzsche sostendrían en sus respectivos pensamientos: la existencia exige la autenticidad, la vida auténtica. Cuando hablamos del sentido o del bien común, descuidamos en el proceso el sentido y el bien propio (de ahí que hablemos de la influencia griega del cuidado de sí). ¿Cómo podemos pretender algo común si no conocemos o damos prioridad a lo que nos es propio? ¿Acaso un médico enfermo puede atender bien a un paciente? La prioridad en la vida de cada uno de nosotros consiste en apropiarnos de nuestra propia vida, de hacer nuestro el momento en el que estamos, abordar las circunstancias y lidiar con ellas (el paso estoico).
Sobre la falsedad y la ilusión
Uno de los más grandes obstáculos que encontramos en nuestro andar diario, irónicamente, proviene de nosotros mismos: la ilusión que degenera en el abrazo de la falsedad. Nietzsche, en El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (Die Geburt der Tragödie aus dem Geiste der Musik, 1871-1872), en una de sus muchas interpretaciones, nos conduce a un padecimiento muy humano: negar la vida. Ya hemos hablado anteriormente sobre esto, pero podemos recapitular de cualquier modo. Negar la vida implica quedarnos sólo con aquello que nos es placentero, huyendo y rechazando lo malo y que nos provoca tristeza y dolor. Hacer eso es precisamente no querer enterarse de lo que la vida nos ofrece a todos. Si retomamos la enseñanza estoica, debemos aprender a cómo lidiar con las circunstancias de la vida, poder ver y comprender nuestra participación o ausencia de la misma ante las cosas que pasan.

La falsedad es la zona de confort en la que muchas veces aterrizamos por el hecho de lo insoportable que resulta la Verdad. Es por ello que nuestra mente se permite la ilusión, misma que nos da cierta esperanza. Y quiero hacer un paréntesis en este punto: hay de ilusiones a ilusiones, no todas están mal. El problema es cuando hacemos que nuestra vida dependa ciegamente de una ilusión que niega el acceso a la realidad. Podemos decir que es sobreponer una ilusión meramente subjetiva sobre la objetividad. De ahí que choquemos de frente con la desilusión de aquello que no queríamos ver, aquello que no queríamos vivir, y cuando sucede eso, no tenemos las herramientas para enfrentarlo.
¿Por qué la pandemia no ha disminuido? ¿Por qué parece que va para largo? ¿De quién es la culpa? ¿De los gobiernos? Son preguntas que nos hacemos a diario y siempre encontramos culpables. Pero, ¿qué tan culpable es uno de lo que también pasa? Es que, precisamente, al albergar falsas ilusiones y tomarlas como bandera para «vivir la vida», renegamos de la libertad misma pues no nos hacemos responsables de ello. Una vez más: la libertad sin responsabilidad, es un capricho de los tercos.
La autenticidad como clave
En un mundo de copias es bastante simple encontrar el dolor, la desesperación y la enfermedad. ¿Por qué? Porque parece que existe una guía de lo que significa vivir, de lo que hay que hacer para que «valga la pena». He escuchado a muchas personas que se lamentan el no poder ir a fiestas, antros, etc. He visto a muchos que sí van. Pero lo que más me llama la atención es algo que suelen repetir como pericos: «de algo nos tenemos que morir». Y queda demostrado el individualismo salvaje, en tanto que mientras yo disfrute, aunque tenga el riesgo de contagiarme, no importa el otro. Un ejemplo rápido. Un adolescente, recién vacunado con la primera dosis, se aventura a irse de fiesta una noche con un «pequeño» grupo de amigos (aproximadamente 20, en un espacio cerrado como lo es un departamento); todo es risa y diversión hasta que a los pocos días recibe un whatsapp terrible: «Oigan, di positivo a COVID, les aviso por si acaso». ¿Qué hacer? ¿Cómo le explica a sus papás y a sus abuelos que viven con él, que se fue a la fiesta a la que le pedían que no fuera? ¿Estará contagiado? ¿Habrá contagiado a su familia? El placer y la diversión de un momento, se tornan en desesperación y miedo.

El ser auténtico nos sitúa frente a frente a nuestra prioridades. Nos lleva de la mano hacia lo que podemos y debemos hacer. Encontrar que en la vida no hay un sólo camino donde pasan las ovejas, sino que hay senderos para descubrir otros paisajes.

Éste no es mi traje, sino mi piel. Frente a Dios no hay engaño; tal vez sea por eso que nos da el tiempo y la finitud, que no pasan inadvertidos.
Tampoco pasa inadvertido el cuidado de uno mismo y el icónico autor de Ser y Tiempo. Puede que ahí, en el cuidado, radique una parte de esa intuición detrás de la mentira que, bien entendida o no esa intuición y Su mentira, no necesariamente deja de tener un mínimo de verdad subyacente.
Es muy curioso como puede haber mensajes que a uno le llegan como si estuvieran dirigidos de manera particular y especial, sobre todo cuando vienen de vuelta y se constituyen en uno de esos logros para la posteridad, una muy futura y que, esperemos, haya sido para entonces tan longeva como la posteridad que lance la pregunta y un esbozo de respuesta.
Una disculpa a todos –menos uno– por el intento de poesía aquí vertida 🙂
Me gustaMe gusta