Al mirar un cuadro

Queridos(as) lectores(as):
Hace tiempo que el cuadro El Beso (Der Kuss, 1908) de Gustav Klimt genera en mí una atracción que me es imposible evitar. Pero, ¿por qué? ¿A qué se debe que no pueda dejar de contemplar el cuadro? ¿Qué es lo que estoy viendo? ¿Por qué eso? (cabe señalar que tengo un cuadro en mi cuarto de esa obra). Y más preguntas me envuelven. Antes de proseguir, quisiera narrar un poco sobre la historia del “más famoso” cuadro de Klimt, así como del mismo autor. Cuando Klimt pintó el cuadro era ya considerado el pintor más famoso de Viena, esto cuando él contaba con 45 años. En aquel entonces, Gustav vivía con su madre y sus dos hermanas; era visto como un tipo afable y sencillo, por un gran amor a los gatos y por la curiosa tendencia de irse a la cama apenas empezando la noche. Sin embargo, Klimt se desarrolló en un momento histórico, es decir, a finales del siglo XIX en donde Viena, la capital del ahora decadente Imperio Austro-Húngaro, estaba siendo testigo de una de las primeras revoluciones sexuales de la historia.

Durante el siglo XIX, sobre todo a finales, la famosa “moral victoriana” significó un juego de máscaras en la sociedad europea, así como en América. Es decir, hablamos de una moral de alta exigencia para una sociedad curiosa, tendenciosa y, por qué no decirlo, sexualmente inquieta. Los caballeros tenían que cumplir con los protocolos de la buena etiqueta para darse a conocer como modelos intachables en la sociedad, y qué decir de las mujeres que se veían sometidas a una mayor exigencia. ¡Hipocresía! Hay que quedarnos con esa palabra. Porque lo que no se hacía fuera, se experimentaba dentro del hogar y de algunos lugares “apropiados” para la inmoralidad.

Un caso conocido, por ejemplo, en el que no sólo la sexualidad fue el “crimen”, sino también la orientación sexual, es el de Oscar Wilde (1854-1900), quien fue sometido a un terrible juicio por sus constantes y “depravados ataques» a la “buena moral”. Durante su juicio, él expresó: «Me juzgan por el amor que teme dar su nombre», es decir, la homosexualidad. Era tanto el escándalo que provocó, que sin importar la notable fama que alcanzó por sus múltiples textos, fue cruelmente sentenciado y despreciado. Ahora bien, volviendo a Viena, Klimt no dejó pasar la oportunidad de sublimar sus deseos sexuales del mejor modo posible para él: su arte. Se cuenta que él era frecuentemente visitado por un sin fin de mujeres que querían ser retratadas, aun sabiendo el tipo de retrato que Klimt hacía, cosa que nos permite decir que eran dos sublimaciones, la del artista (el observar) y la de la modelo de arte (ser observada).

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¿Qué es un artista?
Juan David Nasio dirá que “para formular mi definición, pienso en Félix Vallotton. Un artista es un hombre que ve mejor que los demás, más lejos que los demás, pues mira la realidad cruda y sin velo. Percibe todas las esencias en su inocente desnudez, tanto las formas, los colores y los sonidos como las vibraciones más sutiles de la vida afectiva”[1]. Sabiendo que no podemos hacer de Klimt sujeto de psicoanálisis, sino sólo su obra (por algún atrevimiento más que por la apuesta por la verdad, a mi creer), podemos entender que Klimt se aprovecha de todo simbolismo en sus manos para poder compartir algo más que un asunto de percepción. Esa percepción resulta realmente única, ya que nos permite, tal y como en la sesión psicoanalítica, trabajar con el inconsciente, tanto del que pinta como del que contempla el resultado final. “En suma, el pintor ve con su inconsciente, capta el serpenteo íntimo de lo que ve y trata de reproducirlo en la tela. No obstante, detrás de la expresión móvil, el pintor procura captar algo más secreto todavía: la vida interior del personaje representado, sus sueños, sus dudas, sus añoranzas”[2].
Pero esa intención plantea una más, aún más secreta: provocar la vida interior de quien observa la pintura. ¿Por qué no advertimos que nos hemos ido desarrollando en una cultura que se inclina por la representación de la imagen? Es decir, suponer que el lenguaje se queda sólo en la expresión escrita u oral es arriesgarse a perder el vastísimo imperio que se nos ofrece. “Se suele decir que, para bien y para mal, vivimos en una “civilización de la imagen”. A lo largo del siglo pasado la imagen fue adquiriendo un protagonismo creciente hasta acabar imponiéndose sobre la “galaxia Gutenberg” que había hecho posible la difusión del pensamiento humanista en el Renacimiento y el consiguiente afianzamiento de la Modernidad”[3].

Intención, sentido, significado
Cuando observo y contemplo El Beso no puedo evitar preguntarme, después de ver la imagen completa, ¿qué sentido tiene? Y todavía menos evitar cuestionarme si es que tiene algún sentido. De aquí que se abra el paso hacia la hermenéutica, que desde una cuestión clásica, va muy ligada a la búsqueda de sentido. Para ello es que se requiere una interpretación, misma que tiene que ir emparejada con la comprensión. Pero es inconsciente el momento en el que la hermenéutica se “despierta” en nosotros, para ello debemos toparnos con un signo que se nos presente desafiante y que no haga fácil la labor de encontrarle su sentido. Y en el arte, eso es precisamente lo que nos encontraremos siempre. Muchos críticos de arte se detienen a pensar de más las cosas, y eso provoca que se dé un sentido forzado a la intención del autor. Por poner un ejemplo, cuando hay un gato en el cuadro, no falta el que quiera imponerle un sentido a ese gato, pero curiosamente proyectándose sobre las intenciones del autor de por qué puso al gato. Cuando, quizá, puso al felino porque quería llenar el espacio. Y si tomamos esto que menciono y lo transportamos hacia el cuadro en cuestión, quizá podríamos comenzar a encontrar muchas resistencias sobre lo que está y lo que creemos que hay.
En primer instancia, en El Beso vemos lo que cualquiera: dos personajes, un hombre y una mujer, que se encuentran en una situación romántica. Sin embargo, hay algo que nos genera inquietud, algo que el autor “no nos está contando”, algo que “no nos está dejando ver”. ¿Y qué será eso? Pero aquí es donde deberíamos habernos detenido y preguntarnos por qué nos llama tanto la atención ese supuesto misterio. Es entonces cuando la hermenéutica se funda en un ejercicio meramente psicológico: “En virtud de esa proyección psicológica los procesos naturales son vistos como cosas estables o quedan personificados como si tuvieran fines e intenciones y, en la medida en que la proyección es inconsciente, las imágenes que así se generan no se nos presenta como “nuestras”, es decir, como proyectadas por nosotros, sino como teniendo una existencia independiente”[4].

Esos elementos que, parece, tienen una existencia independiente, en un principio pueden resultar en verdad auténticos, sin embargo, me atrevo a pensar que no es como si se tratara de una generación espontánea, después de todo se trata de ideas que tienen que tener una genealogía particular. Es decir, no hay ideas sin quien las tenga. Y dichas ideas se vuelven un asunto de interpretación. No surgen nada más por que sí, tiene que haber una razón. Por eso es que al ver “más de cerca” el cuadro, hay una extraña reacción que conmueve al espectador, pues los rostros se ven sustituidos y la fantasía, pero sobre todo, el deseo, se hacen presentes. Uno ya no ve a los dos amantes de Klimt, ve algo más que ya no es parte del cuadro, sino que viene de su propio imaginario. Incluso la situación puede tornarse violenta y descubriríamos que no se trata de un momento romántico, sino de un acto de forcejeo, después de todo si vemos con cuidado a la mujer representada ahí, no encontramos una sonrisa, y más bien la vemos como si se viese sometida por el otro. Y justamente esto que acabo de comentar se presenta como hermenéutica. Porque no me queda claro el sentido que pretende darle Klimt, porque no me queda claro si es que realmente era esa la intención, y es cuando metafísicamente me convierto en el crítico de arte que critiqué.
Esto tiene que ver con un problema entre la imagen y la idea: “La imagen es concebida aquí como simple mímesis o copia de las cosas en su singularidad y concreción, que resulta irreductible a la unidad”[5]. Pensando en los modelos de Klimt para este cuadro, tendríamos que pensar también que no es lo que vio, sino lo que interpretó. Si vemos los demás elementos que conforman el cuadro, hay una sensación de querer contar una historia específica en un momento determinado. ¿Y cuál sería? Es como el caso de Los Amantes de Teruel, cuya historia se pierde entre la leyenda y lo que sucedió. Pero quien centra su mirada en ellos no logra evitar fantasear con algo, que curiosamente, no tiene nada que ver con ellos y donde el Yo se impone de manera inmediata.

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Es cuestión de interpretación

¿No sucede acaso lo mismo con Romeo y Julieta de William Shakespeare? Esto me hace traer aquello que se conoce como “leer entre líneas” y aumentar el sentimiento o el afecto a partir de la particular historia del lector. “En vez de reconducir la mirada haciendo que se eleve hacia la idea y hacia lo incondicionado, en vez de facilitar la conversión del alma, la imagen invita a seguir descendiendo y a adherirse a la inmediatez de los fenómenos”[6]. ¿Es que acaso esto no se asemeja en algo a la “arqueología de la mente”, es decir, al psicoanálisis? Freud insistía en que tras un hecho consciente había una serie de fenómenos inconscientes reprimidos, por lo que había que “escarbar” hacia lo más profundo que se pudiera, ir lo más atrás para, quizá, dar un un sentido. Pero, así como el sentido no es propio de la hermenéutica, sino que más bien la hermenéutica es una herramienta que se pone al servicio del sentido, el psicoanálisis se vuelve una herramienta más, de hecho, ninguno agota al sentido.

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Sobre la identidad, hay algo más…

Siempre hay algo más. “Además, la imagen se presenta ante el espectador como si fuera la propia cosa que está copiando, con lo que lo único que consigue es aumentar su confusión”[7]. Lo que es interesante es que, así como el psicoanálisis busca hacer consciente lo inconsciente, la hermenéutica tiene la capacidad de reconfigurar la percepción del espectador, ya que como lo hemos dicho, no agota el sentido. Y si seguimos la línea de lo que la imagen pretende hacer al presentarse como la cosa que está copiando, tendríamos un problema aún más grande: estaríamos interpretando a partir de la interpretación de un interpretación. En otras palabras, ¿qué es exactamente lo que estamos viendo? ¿Lo estamos viendo o lo estamos completando con todo aquello que es meramente nuestro?
La identidad es un tema muy importante para Freud, por tanto para el psicoanálisis (¿qué soy? ¿quién soy? ¿soy?), por lo que es importante entender el proceso de regresión. La regresión nos permite entender cómo se forma el símbolo, mismo que resulta ser la integración de representaciones reprimidas. La relación cuerpo-yo es arcaica. En un primer momento tiene que ver con la integración de experiencias corporales que darán origen al yo. La integración va a originar una representación (complejo de representaciones). La síntesis tiene que instaurarse y aprontarse. Lo que va a terminar por alterarse son los signos de realidad.
Primero hay pensamiento y luego hay lenguaje. Tiene que haber experiencia corporal para que deje un resto mnémico. Después debe haber otra experiencia para que se vayan formando complejos de representaciones. Por lo que, juzgar supone descomponer un complejo de representaciones y establecer así identidades. No se da el caso en el que no se guarde una relación asociativa en una representación con otra. Siempre habrá una relación entre A y B. Puede haber una relación en las cualidades de temporalidad, de partes, etc. Esto, en la filosofía, pero sobre todo en la lógica, se asemeja al silogismo.

El meollo con el síntoma conversivo es que remite a algo. La representación se reprime en la consciencia y entra al pensamiento inconsciente. El afecto se desplaza. Una vez que el juicio se razona, desaparece. De ahí que al contemplar el cuadro, al observar la imagen, uno empiece a ver “de más” y trate de relacionarlo con el “sentido” que el autor “le ha dado” al cuadro. No es de sorprender, bajo ninguna circunstancia, que cuando se “entra” en el cuadro, en la narrativa que nos está brindando, cada uno de nosotros formemos parte de ella, pues la proyección se da gracias a las representaciones reprimidas y, como hemos visto, surgirá una relación asociativa con algún evento en nuestra historia que puede despertar con las dos figuras en la situación que presupone un beso.

Para concluir, el arte nos da la posibilidad de encontrarnos con nosotros mismos pues es una herramienta que nos aproxima al recuerdo, a cosas y eventos que hemos “reprimido”, pero que a la menor provocación habrán de salir. Por es no es raro ver que haya gente que pueda llorar al ver un cuadro, escuchar una melodía y sonreír, es justamente el nexo que se requiere para poder canalizar el afecto.

[1] Nasio, Juan David, Arte y Psicoanálisis, Ed. Paidós, México, 2016, p. 31

[2] Arte y Psicoanálisis, pp. 33-34

[3] Garagalza, Luis, El sentido de la hermenéutica: la articulación simbólica del mundo, Anthropos Editorial, México, 2014, p. 143

[4] El sentido de la hermenéutica, p. 160

[5] El sentido de la hermenéutica, p. 166

[6] El sentido de la hermenéutica, p.166

[7] El sentido de la hermenéutica, p. 166

Una respuesta a «»

  1. Si entendí bien, ¿lo que veo en un cuadro es mi propio reflejo porque proyecto mi historia y mis experiencias en él, sobre todo si no conozco la vida del artista?
    ¿Vinculo mis propias vivencias con otras ya existentes y puedo conocerme un poco más a través de las obras?
    En tal caso, lo mismo me pasa con la obra que con una persona a quien puedo interpretar tanto como una pintura…
    ¡Carajo! Quiero un psicoanálisis a partir de una pintura que me guste!!!

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